Lucas metió la cabeza en la cocina.
—Me han llegado rumores de una tarta de arándanos.
Marg echó un vistazo hacia atrás mientras acababa de regar con grasa un par de pavos del tamaño de Hondas.
—Tal vez haya guardado un trozo, y quizá me sobre una taza de café para acompañarlo. Si alguien me lo pide amablemente.
Él se le acercó y le dio un beso en la mejilla.
—Eso tal vez funcione. Siéntate.
Lucas tomó asiento ante la superficie de trabajo, donde Lynn preparaba montañas de verduras.
—¿Cómo te va, Lynn?
—Bastante bien, teniendo en cuenta que no dejamos de perder cocineras —respondió ella, sonriéndole con un destello de sus ojos de un castaño intenso—. Si te quedas aquí sentado el tiempo suficiente, te pondremos a trabajar.
—Trabajaré por la tarta. Me he enterado del jaleo. Esperaba poder hablar con Rowan, pero me han dicho que está de picnic con el novato de California.
—Pies Rápidos —confirmó Lynn—. Ha engatusado a Marg para que le preparase una cesta.
—Nadie me engatusa si yo no me dejo.
Marg colocó un trozo de tarta de arándanos caliente, con una cucharada de helado que se fundía suavemente sobre la corteza dorada, delante de Lucas.
—De todos modos, el tipo tiene facilidad de palabra —comentó Lynn.
—Nadie convence a Rowan si ella no se deja.
Marg dejó una generosa taza de café junto a la tarta.
—No me preocupo por ella —dijo Lucas, encogiéndose de hombros.
—Mentiroso.
Él le sonrió a Marg.
—Mucho. ¿Qué opinas de este asunto con Dolly?
—Primero, la chica sabe cocinar pero tiene menos cerebro y sentido común que ese brócoli que Lynn está preparando —contestó Marg, agitando una manopla hacia él—. Y no creas que no sé que trató de coquetear contigo un par de veces.
—¡Caramba! —exclamó Lynn mientras Lucas y ella misma se ruborizaban hasta la raíz del cabello.
—Por el amor de Dios, Marg, tiene la edad de Rowan.
—Eso y el sentido común te frenaron a ti, pero no le impidieron a ella intentarlo.
—No viene al caso —masculló Lucas, y se concentró en su tarta.
—Ya puedes agradecerme que le quitase la idea de la cabeza antes de que Rowan se enterase y la tomase con ella. Sea como fuere, me habría enfrentado con L. B. para que no volviese a contratarla, pero necesitábamos ayuda. La cocinera que habíamos contratado no pasó el cursillo de formación.
—Demasiado trabajo, dijo —aclaró Lynn, poniendo los ojos en blanco mientras llenaba una olla enorme con la montaña de patatas que había pelado y cortado en cuartos.
—Estaba pensando en pedirle a una de las chicas que nos ayudan a veces con la limpieza que trabaje como cocinera a tiempo completo. Pero resulta que Dolly tiene experiencia, y sé lo que sabe hacer. Además, bueno, ahora tiene una hija.
—La hija de Jim Brayner —dijo Lucas, asintiendo entre bocados de tarta—. Todo el mundo merece otra oportunidad.
—Sí, pero esa tarada acabó salpicando de sangre de cerdo la habitación de Ro. Un asunto muy feo, te lo digo yo.
—Esa chica se la tenía jurada a Ro desde que iban al colegio, pero ¿esto? —Lucas sacudió la cabeza—. Es absurdo.
—Dolly tuvo suerte de que Cartas estuviese allí y sujetase a Ro hasta que llegaron corriendo unos cuantos más y la echaron al suelo. De lo contrario, habría habido algo más que sangre de marrano.
—Mi hija tiene mal genio.
—En mi opinión y en la de todos los demás, estaba en su derecho. Y entonces, ¿qué hace Dolly cuando L. B. la pone de patitas en la calle? —dijo Marg con una mirada furibunda mientras dejaba un paño en la superficie de trabajo dando un golpetazo—. Viene a llorarme y a preguntarme si podría decir una palabra en su favor. Y desde luego que le di una palabra.
Lynn resopló.
—Junto con otras, como: «Saca tu palabra de mi cocina».
—Lamento sus problemas, pero es mejor que se haya ido. Y que se haya alejado de mi hija —añadió Lucas. En lo que a él respectaba, aquello ponía punto final al asunto—. ¿Qué te parecen los novatos esta temporada?
Marg sacó del armario un par de cacerolas.
—¿El novato con el que tu hija está comiendo pollo frito, o todos ellos?
—Todos ellos. —Lucas rebañó el plato—. Y tal vez uno en particular.
—Son una buena cosecha, incluido uno en particular. Yo diría que la mayoría están lo bastante locos para aguantar.
—Supongo que ya lo veremos. Esa tarta estaba buenísima, Marg.
—¿Quieres repetir?
—No puedo —respondió, dándose unas palmaditas en la barriga—. Se han acabado mis tiempos de comer como un bombero paracaidista. Además, tengo que hacer algunas cosas —añadió mientras se levantaba para llevar el plato y la taza al fregadero—. Cuando veas a Ro, dile que he pasado a verla.
—Lo haré. Vives lo bastante cerca para venir más a menudo.
—El negocio va bien, y eso me tiene atrapado. Pero encontraré el momento. No trabajes demasiado, Lynn.
—Vuelve y dime eso en octubre; entonces tal vez pueda escucharte.
Salió del edificio y se dirigió al lugar en el que había dejado su furgoneta. Como siempre, sintió una pequeña punzada de nostalgia. Varios paracaidistas corrían por la pista. Otros, según pudo ver, charlaban con los mecánicos.
Distinguió a Yangtree, que, vestido muy formal con su camisa y su gorra de uniforme, salía de Operaciones encabezando a un grupo de visitantes. Se fijó en que había muchos críos, que disfrutaban de lo lindo viendo paracaídas, trajes térmicos y la red de sistemas informáticos, ampliamente mejorada desde sus tiempos en la base.
Tal vez tuviesen la suerte de ver a alguien colocando el cordaje de un paracaídas. Sea como fuere, era una buena excursión para un crío durante las vacaciones.
Eso le hizo pensar en la escuela, y la escuela lo llevó a la directora de escuela con la que había quedado para tomar una copa.
Seguramente debía limitarse a llevarla a su despacho y celebrar la entrevista allí. Muy profesional.
Hablar de negocios amistosamente le parecía cada vez más angustioso a medida que avanzaba la jornada.
Se recordó a sí mismo que ya no había forma de evitarlo y se sacó las llaves del bolsillo. De repente, se volvió hacia el rugido de un motor y frunció un poco el ceño al ver que su hija llegaba zumbando en el asiento del copiloto de un Audi Spyder descapotable.
Rowan lo saludó con la mano y se bajó de un salto cuando la potente bestia de cuatro ruedas se detuvo con un gruñido.
—¡Hola! Pensaba ir a verte más tarde.
Rowan le echó los brazos al cuello. ¿Había algo más maravilloso que un buen abrazo de una hija adulta?
—Ahora ya no tengo que hacerlo —añadió—, porque estás aquí.
—Ya me iba. Gull, ¿verdad?
—Así es. Me alegro de volver a verte.
—Menudo coche.
—Estoy contento con él.
—¿Cuánto corre?
—¿Teóricamente o en la práctica, con tu hija dentro?
—Esa es una buena respuesta, sin haber respondido —decidió Lucas.
—¿Quieres probarlo? —preguntó Gull, ofreciéndole la llave.
—¡Eh! —Rowan trató de cogerla, pero falló porque Gull cerró la mano—. ¿Cómo es que a él sí le dejas?
—Es Iron Man.
Rowan se metió los pulgares en los bolsillos.
—Me ha dicho que tenía que acostarme con él para poder conducirlo.
Gull correspondió con una mirada fulminante a la sonrisa complacida de Rowan.
—No ha querido.
—Ya. Bueno, no me importaría dar una vuelta. Pero otro día será, porque tengo que marcharme.
—¿No puedes quedarte un rato? —preguntó Rowan—. Podemos andar por ahí un poco. Podrías cenar aquí.
—Ojalá pudiese, pero tengo que ocuparme de un par de asuntos y luego he quedado con una clienta para tomar una copa… para una reunión.
Rowan se quitó las gafas de sol.
—¿Una clienta?
—Sí. Sí. Ella, ah, tiene un proyecto del que quiere hablarme, y está interesada en probar la caída libre. Así que supongo que hablaremos de eso. En fin… Ya volveré otro día para que me invites a esa cena. Y tal vez para probar esa máquina tuya, Gull.
—Cuando quieras.
Lucas cogió a Rowan de la barbilla.
—Ya nos veremos.
Ella lo miró mientras subía a la furgoneta y siguió mirándolo mientras se alejaba.
—¿Reunión? ¡Y una mierda!
Gull abrió el capó para sacar la cesta.
—¿Cómo dices?
—Tiene una cita. Con una mujer.
—¡Uau! Esa noticia me ha impresionado. Creo que me ha dado un vuelco el corazón.
—Él nunca tiene citas. —Rowan siguió con el ceño fruncido mientras la furgoneta de su padre se empequeñecía en la distancia—. Siempre es torpe y se pone nervioso con las mujeres que le atraen. ¿No has visto lo emocionado que estaba cuando hablaba de su supuesta reunión? ¿Y quién demonios es ella?
—Es duro, pero tienes que dejar que las crías abandonen el nido algún día.
—¡Oh, vete a hacer puñetas! Su cerebro se hace puré cuando está cerca de cierto tipo de mujer, y pueden manipularle.
Fascinado ante su reacción, Gull se apoyó en el coche.
—Solo hablo por hablar, pero quizá haya quedado con una mujer que le atrae y que no tiene ninguna intención de manipularle. Solo para tomar una copa y conversar.
—¿Qué demonios sabes tú? —le desafió Rowan antes de dirigirse hecha una furia hacia los barracones.
Divertido, Gull fue a devolverle la cesta a Marg.
Acababa de dejarla sobre la superficie de trabajo cuando alguien llamó a la puerta con los nudillos.
—Disculpe. ¿Margaret Colby?
Gull echó un vistazo rápido al hombre: traje oscuro con corbata de color rosa intenso, zapatos brillantes, pelo del color de la tinta, peinado hacia atrás para despejar una frente alta.
Marg se quedó donde estaba.
—Yo misma.
—Soy el reverendo Latterly.
—Le recuerdo; le vi con Irene y Dolly.
Al captar su tono y ver que no invitaba al hombre a pasar, Gull decidió quedarse allí.
—¿Puedo hablar con usted un momento?
—Puede, pero desperdicia su aliento y mi tiempo si está aquí para pedirme que trate de convencer a Michael Little Bear de que deje volver a esta cocina a Dolly Brakeman.
—Señora Colby…
El reverendo entró sin que lo hubieran invitado y sonrió, mostrando una gran dentadura blanca.
Gull decidió que no le gustaba la corbata del hombre y se sirvió una lata fría de ginger ale.
—Si pudiésemos hablar un momento en privado…
—Estamos trabajando —replicó la mujer, lanzándole a Lynn una mirada de aviso antes de que pudiese salir de la estancia—. Esto es lo más privado que tendrá.
—Sé que está ocupada, y que cocinar para tanta gente es un trabajo duro. Un trabajo exigente.
—Para eso me pagan.
—Sí.
Latterly se quedó mirando a Gull y dejó que el silencio se prolongase.
En respuesta, Gull se acodó en la superficie de trabajo y dio un trago de ginger ale. Los labios de Marg esbozaron una sonrisa.
—Verá, quería hablar con usted ya que es la supervisora directa de Dolly y…
—Era —corrigió Marg.
—Sí. He hablado con el señor Little Bear y entiendo que se muestre reticente a perdonar el desliz de Dolly.
—Usted lo llama desliz. Yo lo llamo maldad y mala uva.
Latterly extendió las manos y luego las entrelazó por un momento como un hombre en oración.
—Me doy cuenta de que es una situación difícil, y no hay excusa para el comportamiento de Dolly. Pero estaba comprensiblemente disgustada por las amenazas y acusaciones de impudicia de la señorita Tripp.
—¿Eso va contando Dolly? —Marg se limitó a sacudir la cabeza, expresando tanta compasión como indignación—. Esa chica miente más que habla. Si usted ignora eso, es que no sabe juzgar el carácter de la gente. Y yo diría que esa es una habilidad importante para alguien que ejerce su profesión.
—Como consejero espiritual de Dolly…
—No siga, porque no estoy demasiado interesada por el espíritu de Dolly. Le tiene manía a Rowan desde que la conozco. Siempre ha sido una envidiosa, siempre ha querido tener lo que tenían los demás. No volverá aquí. No tendrá otra oportunidad de arremeter contra Rowan. Escuche, L. B. dirige esta base, pero yo dirijo esta cocina. Si se le metiese en la cabeza dejar que Dolly volviese aquí, tendría que buscarse a otra jefa de cocina, y lo sabe.
—Esa es una postura muy dura.
—Yo lo llamo sentido común. Esa chica sabe cocinar, pero es alocada, informal y conflictiva. No puedo ayudarla.
—Está traumatizada, aún intenta encontrar su camino. Además, está criando ella sola a una criatura.
—Dolly no está sola —corrigió Marg—. Conozco a su madre desde que éramos pequeñas, y sé que Irene y Leo hacen todo lo que pueden por ella. Seguramente más de lo que deberían, teniendo en cuenta cómo es. Ahora, tendrá que disculparme.
—¿Le daría al menos referencias? Estoy seguro de que eso la ayudaría a conseguir otro empleo de cocinera.
—No, no lo haré.
Gull juzgó sincera la turbación que atravesó el rostro del hombre. Probablemente el reverendo no estuviese acostumbrado a recibir un no tan categórico.
—Como mujer cristiana…
—¿Quién ha dicho que soy cristiana? —replicó ella apuntándolo con el dedo, con energía suficiente para hacerle dar un paso atrás—. ¿Y cómo es que existe una escala del bien y el mal? No le daré referencias porque mi palabra y mi reputación significan algo para mí. Usted aconseje al espíritu de Dolly tanto como quiera, pero no se meta en mi cocina ni trate de aconsejarme a mí sobre el mío. Ella ha tomado sus decisiones; ahora tiene que afrontar las consecuencias.
Marg dio un paso adelante, y aquellos ojos de color avellana despidieron fuego.
—¿Cree usted que no he oído lo que va diciendo de Rowan, lo que va diciendo de mí, de L. B. e incluso de la pobre Lynn, aquí presente? ¿De todo el mundo? Lo oigo todo, reverendo Jim, y no le daré ni los buenos días a nadie que mienta sobre mí y sobre mi gente. Si no fuese por su madre, yo misma le daría a Dolly Brakeman una buena patada.
—El chismorreo es…
—La sal de la vida. Si quiere hacerle un favor, dígale a Dolly que tenga cuidado con lo que dice. Ahora tengo trabajo que hacer, y ya les he dedicado bastante tiempo a Dolly y a usted.
Marg se volvió pausadamente hacia los quemadores.
—Le pido disculpas por haberla importunado —dijo el reverendo, esta vez en tono rígido y sin mostrar la dentadura—. Rezaré para que la ira abandone su corazón.
—Prefiero que mi ira se quede donde está —respondió Marg mientras Latterly salía por la puerta—. Lynn, esas verduras no van a prepararse solas.
—No, señora.
Con un suspiro, Marg se dio la vuelta.
—Lo siento, cariño. No estoy enfadada contigo.
—Ya lo sé. Ojalá tuviese yo el valor de hablarle así a la gente, para decirle exactamente lo que pienso.
—No lo hagas. Eres perfecta así. Pero ese gilipollas mojigato no me caía bien. —Le lanzó una ojeada a Gull—. ¿No tienes nada que decir?
—Solo que es un gilipollas mojigato con demasiados dientes y una corbata muy fea. La única crítica que te haría es que podrías haberle dicho que eras budista, o tal vez pagana.
—Ojalá se me hubiese ocurrido —dijo ella con una sonrisa—. ¿Quieres un trozo de pastel?
Gull no sabía dónde metería el pastel después de haberse comido la tarta de chocolate, pero comprendiendo el sentimiento que inspiraba aquella oferta no pudo decir que no.
A Lucas se le hizo un nudo en el estómago cuando entró en el bar, pero se tranquilizó pensando que se le pasaría en cuanto empezasen a hablar de lo que fuese que ella quería hablar.
Entonces la vio, sentada a una mesa leyendo un libro, y se le trabó la lengua.
Se había puesto un vestido muy verde y veraniego, y enseñaba con orgullo sus brazos y sus piernas mientras su bonito cabello pelirrojo le bajaba en ondas hasta los hombros.
¿Debería haberse puesto corbata?, se preguntó. Casi nunca llevaba corbata, pero tenía unas cuantas.
La mujer alzó la mirada, lo vio y sonrió, así que Lucas no tuvo más remedio que dirigirse a la mesa.
—Me parece que llego tarde. Lo siento.
—No llegas tarde —dijo Ella cerrando el libro—. He llegado pronto porque he terminado antes de lo que pensaba los recados que tenía que hacer. —Guardó el libro en el bolso—. Siempre llevo un libro por si me sobra algo de tiempo.
—Ese lo he leído.
Vaya, pensó Lucas, estaba hablando. Se estaba sentando.
—Creo que me imaginaba que, dada tu profesión, te pasarías el tiempo leyendo libros educativos.
—Leo bastantes, pero no los llevo en el bolso. Hasta ahora me gusta mucho, aunque con Michael Connelly siempre acierto.
—Sí, es bueno.
Se acercó la camarera.
—Buenas tardes. ¿Les traigo algo para beber?
Cuando Ella cambió de posición, su aroma, algo cálido y especiado, llegó flotando desde el otro lado de la mesa y nubló el cerebro de Lucas.
—¿Qué me apetece? —se preguntó la mujer—. Creo que Bombay con tónica, con un trozo de lima.
—¿Y usted, señor? ¿Señor? —repitió la camarera al ver que Lucas permanecía mudo.
—Oh, lo siento. Ah, tomaré una cerveza. Una Rolling Rock.
—Ahora mismo les traigo las bebidas. ¿Quieren algo más? ¿Algo para picar?
—¿Sabes lo que me encantaría? Unas pieles de boniato. Están increíbles —le comentó Ella a Lucas—. Tienes que compartirlas conmigo.
—Claro. Muy bien. Fantástico.
—Enseguida vuelvo con las bebidas.
—Te agradezco mucho que te hayas molestado en venir —empezó Ella—. Así tengo una excusa para sentarme en un bar bonito y tomar una copa refrescante y algo de comida prohibida.
—Es un local muy agradable.
—Me gusta venir aquí cuando tengo una excusa. En Missoula, he llegado a sentirme como en casa en muy poco tiempo. Me encanta la ciudad, el campo, mi trabajo… Es difícil pedir más.
—No eres de aquí. De Montana.
Lucas lo sabía. ¿No lo sabía?
—Nací en Virginia y me trasladé a Pensilvania cuando fui a la universidad, donde conocí a mi exmarido.
—Eso está muy lejos de Montana.
—Me fui acercando con el tiempo. Nos mudamos a Denver cuando los críos tenían diez y doce años, cuando a mi marido, mi ex, le ofrecieron un empleo difícil de rechazar. Estuvimos allí unos doce años antes de mudarnos al estado de Washington. Otra oferta de empleo. Mi hijo se mudó aquí, se casó y creó una familia, y mi hija se instaló en California. Después del divorcio quise empezar de cero y, como me gustan las montañas, decidí intentarlo aquí. Tengo aire puro, las montañas y a mi hijo con su familia, y mi hija está lo bastante cerca en avión para poder verla varias veces al año.
Lucas no podía imaginarse tantas mudanzas, una tras otra. Aunque su trabajo le había obligado a viajar por todo el oeste, llevaba toda la vida viviendo en Missoula.
—Son muchos viajes, mucho cambio.
—Sí, y me alegro de haber terminado. ¿Eres de aquí?
—Así es. Nací y me crié en Missoula. He estado en el este varias veces. Nos contratan fuera de temporada para trabajar en quemas controladas o en la erradicación de insectos.
—¿Extermináis bichos?
Él sonrió.
—Bichos que viven en árboles altos —explicó, apuntando con el pulgar hacia el techo—. Nosotros, y me refiero a los bomberos paracaidistas, estamos preparados para trepar. Pero he pasado la mayor parte de mi vida al oeste de Saint Louis.
La camarera les sirvió las bebidas, y Ella levantó la suya.
—Por las raíces, por saber mantenerlas y saber echarlas.
—El estado de Washington es una zona muy bonita. Salté sobre algunos incendios allí. También en Colorado.
—Tú también has viajado mucho. —Ella le sonrió—. Has visto lo más puro y lo más devastado. Alaska también, ¿verdad? He leído que combatiste incendios forestales allí.
—Desde luego.
La mujer se inclinó hacia delante.
—¿Es tan fantástico como dicen? Siempre he querido verlo, visitar aquello.
Por un instante, Lucas perdió el ritmo de la charla al mirar aquellos ojos.
—Ah… Solo lo he visto en verano, y es fantástico. El verde, el blanco, el agua, los kilómetros y kilómetros de espacio abierto. Toda aquella agua supone un riesgo para saltar sobre el fuego, pero no tienen los árboles que tenemos aquí, así que una cosa compensa la otra.
—¿Qué es más peligroso, el agua o los árboles?
—Si caes en el agua con todo tu equipo, te hundes y tal vez no puedas volver a subir. Si caes en los árboles y caes mal, puedes quedarte simplemente colgado o abrirte la cabeza. Lo mejor es no caer en ninguna de las dos cosas.
—¿Te ha pasado a ti?
—Sí. Bastantes veces. Lo peor es cuando sabes que te va a pasar y debes tratar de corregir tu trayectoria lo suficiente para salir ileso. Todo salto del que sales ileso es un buen salto.
La mujer se apoyó en el respaldo de su asiento.
—Lo sabía. Sabía que resultarías perfecto para la idea que tengo en mente.
—Ah…
—Sé que organizan visitas a la base y que los grupos pueden ver cómo funciona y hacer preguntas. Pero he tenido una idea, específicamente para los alumnos. Algo más íntimo, más exhaustivo. Que oigan ellos mismos, de labios de los profesionales, lo que cuesta, lo que hacéis, lo que habéis hecho. Experiencias personales del trabajo, la vida, los riesgos, las recompensas.
—¿Quieres que hable con los críos?
—Exacto. Quiero que les hables. Quiero que les enseñes. Escúchame antes de contestar —añadió, al ver que Lucas se limitaba a mirarla fijamente—. Muchos de nuestros alumnos disfrutan de una vida privilegiada, tienen padres que pueden permitirse enviarles a una escuela privada de alto nivel como la nuestra. Todo el mundo ha oído hablar de los Zulies. La base está aquí mismo. Pero estoy segura de que muy pocos de ellos o ninguno, si no tienen contactos, entienden lo que significa de verdad ser lo que sois y hacer lo que hacéis.
—Yo ya no soy paracaidista.
—Lucas —replicó la mujer, con una suave sonrisa que exhibió aquellos hoyuelos—. Siempre lo serás. En cualquier caso, le has dedicado la mitad de tu vida. Has visto los cambios en el proceso, en el material. Has combatido incendios forestales por todo el oeste. Has visto la belleza y el horror. Los has sentido.
Se apoyó el puño sobre el corazón.
—Algunos de estos críos, aquellos a los que más me gustaría llegar con este proyecto, tienen prejuicios. El trabajo duro, el trabajo sucio, eso es para otros, otros que no tienen dinero o inteligencia suficiente para ir a la universidad e iniciar una lucrativa carrera profesional. ¿La naturaleza? ¿Qué pasa con ella? Que se preocupen otros.
La mujer había hecho saltar algún resorte en él en cuanto dijo que siempre sería un paracaidista, en cuanto Lucas vio que Ella entendía eso.
—No veo cómo voy a cambiar eso hablando con ellos.
—Creo que escucharte, poder hacerte preguntas, acompañarte en el proceso, del entrenamiento al fuego, abrirá algunas de esas mentes jóvenes.
—Y ese es tu trabajo. Aunque ya no des clase, siempre serás profesora.
—Sí. En eso nos entendemos. —Ella le observó mientras daba un sorbo de su bebida—. Pienso hablar con el oficial de operaciones de la base. Con el permiso de los padres, me gustaría que uno o varios grupos siguieran el entrenamiento. Una versión abreviada, por supuesto. Tal vez durante un fin de semana después de la temporada de incendios.
—Quieres ponerlos a prueba —dijo él, esbozando una sonrisa.
—Quiero mostrarles, enseñarles, transmitirles que los hombres y mujeres que se dedican a proteger nuestros espacios naturales se ponen a prueba. He pensado en fotografías y vídeos, y… He pensado mucho —dijo con una carcajada—. Y tendríamos todo el verano para montar el proyecto.
—Creo que lo que intentas hacer es estupendo, pero no se me da muy bien hablar. Me refiero a hablar en público.
—Puedo ayudarte en ese sentido. Además, prefiero que te muestres tal como eres. Créeme, es suficiente.
Cogió una de las pieles de boniato que la camarera les había servido mientras exponía su plan.
Ella había despertado su interés, Lucas no podía negarlo. La idea, la pasión que había detrás.
—Puedo intentarlo, supongo. Al menos ver cómo va.
—Sería genial. Creo de verdad que podemos hacer algo que tenga repercusión… y que sea divertido. Y eso me lleva a otras dos cosas. —Dio otro trago—. Deja que aparte esto de la mesa. Estuve casada durante veintiocho años. Corté mis raíces y luego también las de mis hijos para apoyar y adaptarme a las necesidades de mi marido. Le quise casi durante todos esos veintiocho años, y hasta el último de ellos creí en el matrimonio, en la vida que habíamos construido. Creí en él. Hasta que el día que cumplí cincuenta y dos años me invitó a cenar fuera. Un restaurante precioso, velas, flores, champán. Incluso tenía un par de pendientes de diamantes bastante bonitos para acabar de rematarlo.
Se apoyó un poco en el respaldo y cruzó las piernas.
—Hizo todo eso para preparar una trampa y evitar que yo montase una escena en público cuando me dijese que tenía una relación con su secretaria, una mujer lo bastante joven para ser su hija. Que estaba enamorado de ella y me dejaba. Seguía queriéndome como a nada en el mundo, por supuesto, y esperaba que entendiese que son cosas que pasan. Ah, sí, y que no se puede mandar en el corazón.
—Lo siento. Trato de pensar qué debería decir, pero nada de lo que se me ocurre parece adecuado.
—Oh, seguro que no sería menos adecuado de lo que dije yo, después de coger la cubitera del champán y tirarle el hielo encima de la cabeza. Cuando acudí a una abogada al día siguiente, me preguntó si quería jugar limpio o cortarle las pelotas. Me decidí por lo segundo. Se había terminado el juego limpio.
—Bien hecho.
—Me pregunté si me arrepentiría. Pero, hasta el momento, no lo he hecho. Te cuento esto porque creo que es justo que sepas desde ahora mismo que puedo ser mala, y que tanto mi matrimonio como mi divorcio me enseñaron a conocerme a mí misma, con mis virtudes y mis defectos, y a no perder tiempo cuando persigo lo que quiero.
—El tiempo siempre se pierde si no buscas lo que quieres.
—Un argumento excelente. Lo cual me lleva a la segunda cosa. Hoy te he mentido cuando te he dicho que no te estaba tirando los tejos. Sí lo estaba haciendo. Lo hago.
No solo se le quedó la mente en blanco, sino que todo su organismo sufrió una sobrecarga y se paró de golpe. Lucas no conseguía algo tan simple como tragar saliva mientras miraba sus ojos brillantes.
—No soy partidaria de ser siempre completamente sincero —continuó la mujer—, porque creo que un poco de misterio de vez en cuando no solo suaviza las aristas, sino que hace las cosas más interesantes. Pero en este caso, me he decidido por la simple verdad. Si te asusta, es mejor saberlo en este momento, cuando en realidad ninguno de los dos nos jugamos nada.
Ella dio un sorbo de su vaso.
—Entonces… ¿te he asustado?
—Esto… no se me da muy bien.
—Debería haber mencionado que, tanto si estás interesado como si no, mis intenciones acerca del proyecto y acerca de aprender la caída libre son sinceras y serias. Puede que ambas cosas guarden relación con la atracción que siento por ti, pero no dependen de ella. Ni de que me correspondas.
Suspiró.
—Eso ha sonado a directora de escuela, cuando confiaba en que no fuese así. Estoy un poco nerviosa.
Esa idea detuvo la degeneración de las neuronas de Lucas.
—¿De verdad?
—Me gustas, y confío en que estés lo bastante interesado para querer pasar algún tiempo conmigo, a nivel personal. Así que, sí, me pone un poco nerviosa pensar que haber mostrado mis cartas tan pronto podría quitarte las ganas. Pero forma parte de mi política de no perder el tiempo, así que… Si estás interesado, o consideras que hay alguna posibilidad de estarlo, me gustaría invitarte a cenar. Hay un restaurante magnífico a solo un par de manzanas de aquí. Está muy cerca… y he hecho una reserva, por si acaso.
Lucas reflexionó y negó con la cabeza.
—No.
—Bueno. Entonces podemos…
—Me gustaría invitarte yo a cenar —la interrumpió él, sin poder dar crédito a las palabras que salían de su boca con toda naturalidad—. Me han dicho que hay un restaurante magnífico a solo un par de manzanas de aquí, si te apetece dar un paseo.
A Lucas le encantó ver cómo aparecía una sonrisa en el rostro de Ella.
—Eso suena fantástico. Antes de irnos voy a refrescarme un poco.
Se levantó de la mesa y se dirigió hacia los servicios.
En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, la mujer dio unos pasos de baile con los zapatos de salón abiertos por delante, de un atrevido color morado, que se había comprado esa misma tarde.
Con una risita tonta, fue hasta el lavamanos y observó su rostro atolondrado en el espejo.
—Que empiece la aventura —dijo, y luego sacó su lápiz de labios.
Unos años atrás había pensado, temido y casi dado por hecho que su vida estaba prácticamente acabada. Y en cierto modo fue así, tuvo que ser así para poder volver a empezar.
Hasta el momento, la nueva vida de Ella Frazier rebosaba de posibilidades interesantes.
Y una de ellas estaba a punto de invitarla a cenar.
Saludó a su reflejo y dejó caer el lápiz de labios en el bolso.
—Gracias, Darrin —dijo pensando en su exmarido—. Hizo falta esa patada en los dientes para despertarme. —Sacudió el cabello y, con mucho estilo, dio media vuelta—. Y mírame ahora. Estoy muy despierta.
Rowan resistió la tentación de llamar o enviar un mensaje de texto al móvil de su padre. Le parecía que resultaría demasiado evidente que pretendía controlarlo. En lugar de eso, optó por telefonearlo a casa.
Estaba segura de que respondería. Al fin y al cabo había esperado hasta las nueve y media, entreteniéndose con el papeleo. O intentándolo. Cuando saltó el contestador, por un momento no supo qué decir. Tuvo que buscar torpemente la excusa que había tardado casi media hora en idear.
—Ah, hola. Me estaba tomando un breve descanso mientras redacto el parte y me he dado cuenta de que no he tenido ocasión de contarte lo buena jefa de incendio que soy. Si no puedo alardear contigo, ¿con quién voy a hacerlo? Seguiré con esto durante otra hora aproximadamente, y luego creo que saldré a dar un paseo para despejarme la cabeza de tanto aburrimiento administrativo. Así que llámame. Espero que la reunión te haya ido bien.
Al colgar, puso los ojos en blanco.
—Vaya reunión de pega —murmuró—. Una copa con un cliente no dura dos horas y media.
Dio vueltas al asunto durante un rato. Evidentemente, su padre tenía derecho a llevar una vida social, pero ni siquiera sabía quién era esa clienta. Lucas Tripp era guapo, interesante, un empresario con éxito. Y un óptimo objetivo para una mujer oportunista.
Una hija tenía el deber de cuidar de su padre soltero, con éxito, ingenuo y demasiado confiado con las mujeres. Quería que volviese a casa y le devolviese la llamada para poder hacer precisamente eso.
Tal vez debiese intentar llamarlo al móvil, por si acaso…
No, no, no, se ordenó a sí misma. Eso sería entrometerse. Tenía sesenta años, por el amor de Dios. Podía salir hasta la hora que quisiera.
Se limitaría a terminar aquel estúpido parte y a dar ese paseo. Seguro que su padre la llamaría antes de que acabase.
Pero terminó el parte y se lo envió a L. B. Dio un paseo largo, bastante enfurruñada, antes de volver a su habitación y tardar el doble de lo necesario en irse a la cama.
Apagó la luz irritada consigo misma. En mitad de un crudo debate interior acerca de si estaba justificado o no intentar llamar al móvil de su padre después de la medianoche, se durmió.
Unas voces la despertaron. Unas voces que sonaban junto a su ventana, junto a su puerta. Medio dormida, se creyó por un momento dentro del sueño recurrente, una secuela del trágico salto de Jim, cuando todos gritaban y se apresuraban. Asustados, enfadados.
Pero cuando abrió los ojos en la penumbra, las voces continuaron. Algo sucede, pensó, y el instinto la hizo saltar de la cama y salir de la habitación antes de estar despierta del todo.
—¿Qué demonios ocurre? —le preguntó a Dobie, que pasaba junto a ella.
—Alguien ha entrado en la sala de equipamiento. Gibbons dice que ha quedado como si hubiese estallado una bomba.
—¿Qué? Eso no puede…
Pero Dobie continuó corriendo, deseoso de verlo por sí mismo. Descalza y vestida con los pantalones y la camiseta de algodón con que había dormido, Rowan salió tras él.
El frío matinal le puso la piel de gallina, pero lo que vio en las caras de quienes corrían junto a ella o caminaban a buen paso hacia Operaciones le calentó la sangre.
Algo estaba muy, pero que muy mal, comprendió, y aceleró el ritmo.
Rowan llegó a la puerta de la sala de equipamiento a la vez que Dobie.
Lo de la bomba no andaba muy desencaminado, pensó. Los paracaídas, tan meticulosa y laboriosamente encordados, yacían o colgaban hechos una maraña, como globos desinflados. Las herramientas estaban dispersas sobre las sedas desgarradas y el equipo sobresalía caótico de las taquillas. Al parecer, habían utilizado las herramientas, antes impolutas y ordenadas, para cortar y trocear mochilas, trajes térmicos y botas; habían estropeado o destruido todo lo necesario para saltar sobre un incendio y contenerlo.
En la pared, salpicada de pintura en aerosol, el mensaje decía claramente:
SALTARÉIS Y MORIRÉIS
ARDERÉIS EN EL INFIERNO
Rowan pensó en sangre de cerdo.
—Dolly.
Con los puños a ambos lados del cuerpo, Dobie se quedó mirando la destrucción.
—Está peor que loca.
—Puede que sí. —Rowan se puso en cuclillas y metió una mano por el corte de la seda—. Puede que sí.