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Atrapada en las corrientes de viento que soplaban sobre las montañas Bitterroot, la avioneta intentaba encontrar la mejor dirección una y otra vez. Las llamas que hervían sobre la tierra se alzaban a través de unas torres de humo como si quisieran dejarla fuera de combate.

Desde su asiento, Rowan Tripp se inclinó para contemplar el gran espectáculo de una Madre Naturaleza realmente furiosa. En cuestión de minutos estaría allí dentro, rodeada de aquella locura, del calor abrasador, las llamas como lenguas y el humo sofocante. Libraría una guerra con pico y pala, coraje y astucia. Una guerra que no pensaba perder.

Su estómago se removía con el avión, una sensación que había aprendido a ignorar. Llevaba toda la vida volando, y desde los dieciocho años apagaba incendios forestales todas las temporadas. Formaba parte de la unidad paracaidista desde hacía cuatro años, la mitad del tiempo que llevaba en el cuerpo de bomberos.

Había estudiado, se había entrenado, había sangrado y había sufrido quemaduras; había aprendido a dominar el dolor y el agotamiento para convertirse en una Zulie. Un bombero paracaidista de Missoula.

Estiró un momento las piernas tanto como pudo y meneó los hombros bajo el contenedor para relajarlos.

Su compañero de saltos, a su lado, la miró mientras se removía. El chico tamborileaba deprisa los dedos sobre sus muslos.

—Parece que tiene mala uva.

—Nosotros tenemos más.

Él sonrió de oreja a oreja.

—Por supuesto.

Nervios. Rowan casi podía ver cómo recorrían la piel del muchacho.

Jim Brayner casi había llegado al final de su primera temporada, pensó Rowan, y seguía necesitando darse ánimos antes de un salto. A algunos siempre les sucedería, pensó, mientras que otros echaban una siestecilla para acumular horas de sueño ante las duras noches sin dormir que les esperaban.

Ella sería la primera en saltar, y Jim lo haría inmediatamente después. Si el chico necesitaba ánimos, Rowan se los daría.

—Le daremos una buena paliza, ya verás. Es el primer cabrón de verdad sobre el que saltamos esta semana —prosiguió, dándole un codazo—. ¿No eras tú el que decía que la temporada había terminado?

Aquellos dedos inquietos seguían algún ritmo interno sobre los muslos del muchacho.

—¡Qué va! Era Matt —replicó sin dejar de sonreír, echándole la culpa a su hermano.

—Con este par de granjeros de Nebraska estamos arreglados. ¿No has quedado con ninguna tía buena mañana por la noche?

—Yo siempre quedo con tías buenas.

Rowan no podía discutírselo, ya que había visto a Jim pescar mujeres como si fuesen truchas arcoíris cada vez que la unidad salía de marcha por la noche. Incluso a ella le había tirado los tejos, recordaba, a los dos segundos escasos de llegar a la base. Aun así, se tomó bien su rechazo. Rowan seguía a rajatabla su norma de no salir con ningún miembro de la unidad.

En otras circunstancias, tal vez se hubiese sentido tentada. Jim tenía un rostro sincero e inocente que contrarrestaba con su sonrisa fácil y el brillo en sus ojos. Para divertirse un rato, pensó ella, para descorchar con despreocupación la botella del deseo. Para algo serio —suponiendo que ella buscase algo serio—, aquel chico nunca serviría. Aunque tenían la misma edad, él era demasiado joven, un chico recién salido de la granja… y quizá demasiado dulce bajo la fina capa de verde que el fuego aún no había arrasado.

—¿Cuál es la chica que se acostará triste y sola si sigues bailando con el dragón? —le preguntó.

—Lucille.

—Aquella bajita… la de la risa floja.

Los dedos del chico no dejaban de tamborilear sobre su rodilla.

—La risa floja no es su único encanto.

—Eres un perro, Romeo.

Jim inclinó la cabeza hacia atrás y soltó una serie de ladridos que hicieron reír a Rowan.

—Procura que Dolly no sepa que vas aullando por ahí —comentó.

Rowan sabía, como todo el mundo, que Jim llevaba toda la temporada tirándose a una de las cocineras de la base.

—Puedo ocuparme de Dolly —replicó el chico, acelerando el ritmo de sus dedos—. Yo me ocupo de Dolly.

Entiendo, pensó Rowan, algo se había torcido; ese era el motivo de que las personas inteligentes evitasen acostarse con sus compañeros de trabajo.

Le dio un ligero empujón; aquellos dedos inquietos empezaban a preocuparla.

—¿Todo bien, granjero?

Los ojos de color azul claro de Jim se clavaron en los suyos por un instante, y luego se apartaron mientras sus rodillas brincaban bajo sus dedos nerviosos.

—Ningún problema. Será un vuelo tranquilo, como siempre. Solo tengo que bajar hasta allí.

Rowan puso la mano sobre la de él para inmovilizarla.

—Tienes que concentrarte, Jim.

—Ya lo hago. No pienso en otra cosa. Mira cómo menea la cola ese cabrón —dijo—. En cuanto los Zulies bajemos ahí dejará de ser tan impertinente. Acabaremos con él, y mañana por la noche podré darme el lote con Lucille.

Poco probable, se dijo Rowan. Por la vista del incendio desde el aire, calculaba dos días de trabajo duro y fatigoso.

Y eso si la suerte estaba de su parte.

Rowan cogió el casco y le hizo una señal al jefe de saltos.

—Prepárate, granjero, y mantén la cabeza fría.

—Soy de hielo.

Cartas, así lo llamaban porque siempre llevaba encima una baraja, se abrió paso con su equipo entre el grupo de diez paracaidistas hasta llegar a la cola del avión y sujetó su arnés a la línea de seguridad.

Justo cuando Cartas les advertía a gritos que comprobasen el paracaídas de emergencia, Rowan colocaba el brazo sobre el suyo. Cartas, un robusto veterano, abrió la portezuela y una ráfaga de viento cargada de humo y combustible entró en el aparato. Mientras él cogía el primer grupo de cintas, Rowan se colocó el casco sobre el corto cabello rubio, se lo sujetó con la correa y se ajustó la máscara.

Rowan contempló las cintas, que danzaban alegres en el cielo gris, manchado de humo. Las largas cintas se agitaron en la turbulencia, bajaron en espiral hacia el sudoeste, parecieron balancearse y subir, y finalmente brincaron de nuevo antes de precipitarse entre los árboles.

Cartas gritó «¡Derecha!» en el micrófono de sus auriculares, y el comandante viró el avión.

El segundo juego de cintas chasqueó y giró como un juguete de cuerda de un niño. Las cintas se unieron, se separaron y a continuación cayeron sobre el terreno bordeado de árboles de la zona de aterrizaje.

—La corriente de viento atraviesa ese arroyo, desciende hasta los árboles y cruza la zona —le dijo Rowan a Jim.

Por encima de ella, el jefe de saltos y el comandante hicieron algunos ajustes más, y otro juego de cintas saltó al rebufo con un chasquido.

—Tiene fuerza, ¿eh?

—Sí, ya me he dado cuenta —contestó Jim, pasándose el dorso de la mano por la boca antes de ponerse el casco y la máscara.

—¡Sube a tres mil! —gritó Cartas.

Altitud de salto. Como primer saltador, Rowan se levantó para ocupar su posición.

—¡Hay unos trescientos metros de deriva! —le gritó a Jim, repitiendo unas palabras que Cartas acababa de decirle al comandante—. Ten en cuenta esa fuerza. No te dejes arrastrar por el viento.

—No es mi primera vez.

Tras las barras de la máscara, Rowan vio su sonrisa llena de seguridad, entusiasta incluso. Sin embargo, hay algo en sus ojos, pensó. Solo por un instante. Quiso volver a hablar, pero Cartas, de nuevo en posición a la derecha de la portezuela, gritó:

—¿Estáis listos?

—Estamos listos —respondió ella.

—Enganchaos.

Rowan sujetó el cable estático con un chasquido.

—¡A la puerta!

Se sentó, con las piernas colgando en el perverso rebufo y con el cuerpo inclinado hacia atrás. Todo a su alrededor rugía. Bajo sus piernas estiradas, el fuego avanzaba en vibrantes tonos rojo y oro.

Solo importaba el momento, el viento, el fuego y la sensación de euforia que siempre, siempre la sorprendía.

—¿Has visto las cintas?

—Sí.

—¿Ves el lugar?

Rowan asintió, grabó en su mente ambas cosas y siguió aquellas tiras de colores hasta el blanco.

Cartas repitió casi palabra por palabra lo que ella le había dicho a Jim. La joven se limitó a asentir con la cabeza, con los ojos en el horizonte, respirando con suavidad, viéndose a sí misma volando, cayendo y surcando el cielo hasta el centro del lugar de aterrizaje.

Hizo una última comprobación mientras el avión completaba el círculo y se enderezaba.

Cartas volvió a meter la cabeza.

—¿Preparados?

«Preparados y templados», dijo el padre de Rowan en su cabeza. La joven se agarró a los dos lados de la portezuela y aspiró con fuerza.

Cuando el jefe de saltos le dio una palmada en el hombro, se lanzó al cielo.

Nada que Rowan conociese superaba la intensidad del instante en que se arrojaba al vacío. Empezó a contar mentalmente, un acto tan automático como respirar, y giró en aquel cielo cargado para contemplar cómo se alejaba el avión. Vio a Jim, que saltaba detrás de ella.

Una vez más, se dio la vuelta, venciendo la resistencia del viento hasta que sus pies se situaron abajo. La campana de su paracaídas se abrió con un tirón y una sacudida. Miró de nuevo a Jim y se sintió aliviada al ver que el paracaídas del muchacho se desplegaba contra el cielo vacío. En aquel silencio sobrecogedor, lejos del rugido del avión y por encima del bramido del fuego, la joven agarró los mandos.

El viento intentó con insistencia arrastrarla hacia el norte, pero Rowan se mostró igual de obstinada en mantener el rumbo que había trazado en su mente. La joven observó el terreno mientras volaba contra la corriente juguetona que pellizcaba el paracaídas, esforzándose por envolverla en el viento de cola.

La turbulencia que antes había atrapado las cintas la abofeteaba con sus fuertes rachas mientras el calor del terreno en llamas subía hasta ella. Si el viento se salía con la suya, Rowan dejaría atrás el lugar de aterrizaje, llegaría a la zona de árboles y se arriesgaría a quedar colgada en uno de ellos. O peor, el viento podía empujarla hacia el oeste y hacia el fuego.

Tiró con fuerza del mando y alzó la mirada justo a tiempo de ver cómo Jim era arrastrado por el viento y empezaba a girar.

—¡A la derecha! ¡A la derecha!

—¡Ya te he oído!

Pero, horrorizada, vio que Jim se desviaba hacia la izquierda.

—¡A la derecha, maldita sea!

La joven tuvo que volverse para afrontar el último tramo; el placer de un deslizamiento casi perfecto quedó anulado por el pánico. Jim remontó el vuelo hacia el oeste, arrastrado por un paracaídas horizontal, sin poder hacer nada.

Rowan tocó tierra en la zona de aterrizaje y rodó por el suelo. Se puso en pie y abrió el dispositivo de fijación. Entonces, desde el centro del incendio, lo oyó.

Oyó el grito de su compañero de salto.

El grito la siguió al incorporarse bruscamente en la cama y resonó en su cabeza mientras se sentaba acurrucada en la oscuridad.

«¡Para, para, para!», se ordenó. Luego, dejó caer la cabeza sobre las rodillas hasta recuperar el aliento.

No tenía sentido, pensó. No tenía sentido revivirlo, repasar todos los detalles, todos los momentos, ni preguntarse, de nuevo, si podría haber hecho una sola cosa de forma distinta.

Preguntarse por qué Jim no la había seguido en su salto hasta el lugar de aterrizaje. Por qué había tirado del mando equivocado. Porque, maldita sea, había tirado del mando equivocado.

Y se había ido directo hasta los troncos y las ramas letales de aquellos árboles en llamas.

Hacía ya meses, se recordó. Había tenido el largo invierno para dejarlo atrás. Y creía haberlo conseguido.

Pero volver a la base había hecho revivir los recuerdos, reconoció. Se frotó la cara con las manos antes de pasárselas por el pelo, que hacía solo unos días se había cortado lo suficientemente corto para no tener que ocuparse de él.

La temporada de incendios se acercaba. Faltaban menos de dos horas para que empezase el entrenamiento de reciclaje. Sin duda, los recuerdos, el remordimiento y la pena volverían. Pero necesitaba dormir otra hora antes de levantarse y enfrentarse con la dura carrera de casi cinco kilómetros.

Tenía la gran habilidad de dormirse a voluntad, en cualquier lugar, en cualquier momento. Podía echar un sueño en una zona segura durante un incendio o entre las sacudidas de un avión. Sabía comer y dormir cuando tenía la necesidad, y la posibilidad.

Pero cuando cerró los ojos otra vez, se vio de nuevo en el avión, volviéndose hacia Jim y su sonrisa.

Consciente de que debía apartar aquella imagen de su mente, se levantó bruscamente de la cama. Tomaría una ducha y algo de cafeína, se daría un atracón de carbohidratos y haría un poco de ejercicio como calentamiento para la prueba de preparación física.

Los demás paracaidistas seguían sin entender que nunca tomase café si podía evitarlo. Le gustaba lo frío y lo dulce. Después de vestirse, Rowan asaltó su reserva de latas de Coca-Cola y cogió una barrita energética. Salió al exterior, donde el cielo empezaba a clarear y el aire era fresco, como siempre a comienzos de la primavera en el oeste de Montana.

En el vasto cielo las estrellas parpadeaban como velas que alguien intentara apagar soplando. La joven se envolvió en la oscuridad y el silencio, y en ellos encontró cierto consuelo. Al cabo de una hora, más o menos, la base despertaría, y la testosterona flotaría en el aire.

Como en general prefería la compañía masculina para conversar entre camaradas, no le importaba que hubiese tantos. Pero era muy celosa de su tiempo de silencio, de esos momentos de soledad que se hacían tan escasos y valiosos durante la temporada. Eran lo mejor, solo superados por la posibilidad de dormir antes de un día cargado de presión y estrés, pensó.

Por más que se dijese que no debía preocuparse por la carrera, por más que recordase que había cuidado su estado físico durante todo el invierno, que estaba más en forma que nunca… no significaba nada de nada.

Podía suceder cualquier cosa. Un tobillo torcido, una distracción, un calambre repentino y paralizador. O sencillamente podía tener un mal día. Les había ocurrido a otros. A veces volvían y a veces no.

Además, una actitud negativa no contribuiría a mejorar las cosas. Masticó la barrita energética, tragó cafeína y contempló cómo asomaba la primera luz trémula del día sobre los escarpados picos al oeste, con las cimas cubiertas de nieve.

Cuando entró en el gimnasio unos minutos después, comprobó que su tiempo de soledad había terminado.

—¡Hola, Trigger! —dijo, saludando al hombre que hacía abdominales sobre una colchoneta—. ¡Qué sorpresa!

—Lo sorprendente es lo locos que estamos todos. ¿Qué demonios hago aquí, Ro? Tengo cuarenta y tres malditos años.

Ella desenrolló una colchoneta e inició los estiramientos.

—Aunque no estuvieses loco ni estuvieses aquí, seguirías teniendo cuarenta y tres malditos años.

Con su metro noventa y cinco, casi sobrepasando el límite de estatura, Trigger Gulch era una máquina delgada con acento del oeste de Texas y predilección por las botas de vaquero.

Trigger ejecutó resoplando una serie completa de abdominales.

—Podría estar tumbado en una playa de Waikiki.

—Podrías estar vendiendo casas en Amarillo.

—Podría hacerlo. —Se secó la cara y la señaló—. De nueve a cinco durante quince años, y luego retirarme en esa playa de Waikiki.

—Tengo entendido que Waikiki está lleno de gente.

—Sí, ese es el problema. —Trigger se incorporó. Era un hombre atractivo con el pelo castaño, que empezaba a encanecer, y una cicatriz sobre la rodilla izquierda debida a una operación de menisco. Sonrió a Rowan, que, tumbada de espaldas, levantó la pierna derecha y se la llevó hacia la nariz—. Tienes buen aspecto, Ro. ¿Cómo has pasado el invierno?

—Ocupada. —Repitió el estiramiento con la pierna izquierda—. Estaba deseando volver, para descansar un poco.

Él se echó a reír.

—¿Cómo está tu padre?

—Estupendamente. —Rowan se incorporó y luego dobló por la mitad su cuerpo esbelto y proporcionado—. Se pone un poco nostálgico en esta época del año. —Cerró sus ojos de color azul claro y se llevó los pies flexionados hacia la coronilla—. Echa de menos los primeros días, cuando todo el mundo vuelve, pero el negocio no le deja tiempo para pensar en el pasado.

—No somos los únicos aficionados a saltar desde los aviones.

—Y además pagan bien. La semana pasada nos fue de maravilla. —La joven abrió las piernas en una amplia V, se agarró los dedos de los pies y se inclinó hacia delante—. Un matrimonio celebró los cincuenta años de casados tirándose en paracaídas. Me dieron una botella de champán como propina.

Trigger se quedó donde estaba contemplando a Rowan, mientras ella se ponía en pie para realizar su primer saludo al sol.

—¿Sigues dando esa clase para hippies?

Rowan pasó en un movimiento fluido de la postura de la Gata a la de la Vaca y volvió la cabeza para lanzarle a Trigger una mirada de lástima.

—Es yoga, viejo, y sí, sigo trabajando como entrenadora personal fuera de temporada. Me ayuda a conservar la línea. ¿Y tú?

—Yo acumulo grasa. Así tendré más reservas para quemar cuando empiece el trabajo de verdad.

—Si esta temporada es tan floja como la última, echaremos todos barriga. ¿Has visto a Cartas? Parece que haya comido raciones dobles todo el invierno.

—Tiene novia nueva.

—¿En serio?

Con soltura, la joven aceleró el ritmo y añadió unas flexiones.

—La conoció en el mes de octubre, en la sección de congelados de la tienda de comestibles, y se fue a vivir con ella en Año Nuevo. Tiene dos críos y es maestra.

—¿Maestra, críos? ¿Cartas? —Rowan negó con la cabeza—. Debe de ser amor.

—Algo debe de ser. Me dijo que la mujer y los críos quizá vendrán de visita a finales de julio, y tal vez pasarán aquí el resto del verano.

—Parece que va en serio —comentó Rowan antes de hacer una torsión, y observando a Trigger mientras mantenía la postura—. Debe de ser una mujer importante para él. De todos modos, será mejor que Cartas espere a ver cómo lleva ella la temporada. Una cosa es iniciar una relación con un bombero paracaidista en invierno y otra aguantar el verano. Las familias no resisten tanta presión —añadió.

En ese instante, al ver que entraba Matt Brayner, deseó no haberlo dicho. No le había visto desde el entierro de Jim, y aunque había hablado con su madre varias veces, no estaba segura de que fuese a volver.

Se le veía mayor, pensó, con más arrugas alrededor de los ojos y la boca. Se le partió el corazón al darse cuenta de cuánto se parecía a su hermano, con su mata de pelo lacia y de un color dorado descolorido y los ojos azul claro. Su mirada se apartó de Trigger y se cruzó con la de ella. Rowan se preguntó cuánto debía de costarle dirigirle aquella sonrisa.

—¿Qué tal?

—Bastante bien. —La joven se enderezó y se secó las palmas en las perneras de los pantalones de chándal—. Intento calmar los nervios sudando antes de la prueba de preparación física.

—Yo había pensado hacer lo mismo. O pasar de todo, irme a la ciudad y pedir una ración doble de tortitas.

—Nos las comeremos después de la carrera —dijo Trigger, acercándose y tendiéndole la mano—. Me alegro de verte, Paleto.

—Lo mismo digo.

—Voy a por un café. No tardarán mucho en venir a buscarnos.

Mientras Trigger salía, Matt cogió una pesa de nueve kilos. Volvió a dejarla.

—Supongo que me sentiré extraño, al menos durante un tiempo. Al verme, todo el mundo… piensa.

—Nadie lo olvidará. Me alegro de que hayas vuelto.

—Yo no sé si me alegro, pero no podía hacer otra cosa. En fin, quería darte las gracias por mantenerte en contacto con mi madre. Ha significado mucho para ella.

—Me gustaría… Bueno, si los deseos fueran caballos montaría un rodeo. Me alegro de que hayas vuelto. Nos vemos en la furgoneta.

Rowan entendía el sentimiento de Matt, no podía hacer otra cosa. Era lo mismo que sentían los hombres y las cuatro mujeres, incluida ella misma, que se amontonaban en furgonetas para dirigirse hasta la línea de salida de una carrera para conservar la plaza. Rowan se instaló, haciendo oídos sordos a las burlas y a los alardes.

Los mismos comentarios ofensivos acerca del peso ganado durante el invierno, y las siempre populares bromas sobre echar barriga. Cerró los ojos, tratando de abstraerse mientras los nervios que afloraban bajo las pullas amistosas que circulaban por la furgoneta intentaban entrar en ella y estrechar su mano.

Janis Petrie, una de las cuatro mujeres de la unidad, se dejó caer junto a ella. Con su complexión pequeña y compacta se había ganado el apodo de Elfo, y parecía una decidida capitana de animadoras.

Esa mañana, sus uñas exhibían un color rosa vivo, y su brillante cabello castaño botaba en una cola atada con un círculo de mariposas.

Era bonita como una golosina, solía entrarle la risa floja y era capaz de talar árboles con la sierra durante catorce horas seguidas.

—¿Lista para el rock, Sueca?

—Y para el roll. ¿Se puede saber por qué te maquillas antes de esa maldita prueba?

Janis agitó sus largas y abundantes pestañas.

—Para que estos pobres tíos puedan mirar algo bonito cuando tropiecen con la meta. Porque yo llegaré antes.

—Corres como un gamo.

—Pequeña pero matona. ¿Les has echado un ojo a los novatos?

—Aún no.

—Hay seis tías. Puede que seamos suficientes mujeres para organizar sesiones de costura o para montar un club de lectura.

Rowan se echó a reír.

—Y después organizaremos una venta de pasteles con fines benéficos.

—Magdalenas. Las magdalenas son mi debilidad. ¡Esta zona del país es preciosa! —Janis se inclinó un poco hacia delante para ver mejor por la ventanilla—. Siempre la echo de menos cuando me voy, siempre me pregunto por qué vivo en la ciudad, haciendo fisioterapia con tipos del club de campo con lesiones de codo de tenista.

Soltó aire con fuerza.

—Luego, en julio, me preguntaré qué hago aquí, enganchada a la falta de sueño y con agujetas por todas partes, cuando podría estar almorzando junto a la piscina.

—Hay mucha distancia de Missoula a San Diego.

—Desde luego. Tú no tienes ese conflicto. Vives aquí. Para casi todos nosotros, esto es volver a casa. Hasta que acaba la temporada y nos marchamos; entonces, aquello vuelve a parecer el hogar. A veces se nos cruzan los cables.

Cuando se detuvo la furgoneta, dirigió sus cálidos ojos castaños hacia Rowan.

—Aquí estamos otra vez.

Rowan bajó de la furgoneta y aspiró el aire. Olía bien, fresco y nuevo. La primavera, con su verdor, sus flores silvestres y sus brisas suaves no estaba lejos. Observó los banderines que marcaban el circuito mientras el director de la base, Michael Little Bear, explicaba las reglas.

Su larga trenza negra se deslizaba sobre la cazadora de color rojo vivo. Rowan sabía que llevaría un paquete de caramelos en el bolsillo como sustituto de los Marlboro que había abandonado durante el invierno.

L. B. y su familia vivían muy cerca de la base, y su esposa trabajaba para el padre de Rowan.

Todo el mundo conocía las normas. Correr a lo largo del circuito y acabar en menos de veintidós con treinta o marcharse. Intentarlo de nuevo al cabo de una semana. Si se fracasaba entonces, había que buscarse otro empleo de verano.

Rowan hizo unos estiramientos: los tendones de las corvas, los cuádriceps, las pantorrillas…

—No soporto esta mierda —dijo Cartas.

—Lo conseguirás —le aseguró la chica, clavándole un codo en la barriga—. Imagínate una pizza de carne esperándote al otro lado de la meta.

—¡Anda y que te den!

—Con la tripa que has echado, tú no podrías por más que te esforzaras.

Mientras se colocaban en la salida, el hombre soltó una risotada.

La joven se calmó. Se concentró mental y físicamente, mientras L. B. volvía a la furgoneta. Cuando el vehículo arrancó, los corredores se pusieron en marcha. Rowan accionó el cronómetro de su reloj de pulsera y se fundió con el pelotón. Los conocía a todos; había trabajado con ellos, sudado con ellos, arriesgado su vida con ellos. Y les deseaba a todos buena suerte y una buena carrera.

Pero durante los siguientes veintidós minutos con treinta, cada hombre, y cada mujer, pensaría únicamente en sí mismo.

Rowan se armó de valor, aceleró el ritmo y corrió con todas sus fuerzas. Se abrió paso entre el pelotón y, como los demás, gritó palabras de aliento o burlas, lo que fuese más útil en cada caso para obligar a los demás a mover el culo. Habría rodillas doloridas, pechos latiendo con fuerza, nudos en el estómago. El entrenamiento de primavera habría tonificado a algunos y empeorado la situación de otros.

No podía pensar en ello. Se concentró en los primeros mil quinientos metros, y cuando superó el marcador observó que su tiempo era de cuatro con doce.

Segundos mil quinientos, se ordenó a sí misma, y mantuvo la zancada fluida, el ritmo estable, incluso cuando Janis la adelantó con una sonrisa adusta. El dolor muscular le subió de los dedos de los pies a los tobillos y ascendió por sus pantorrillas. Un sudor caliente le corría por la espalda, por el pecho, sobre el corazón desbocado.

Podía aminorar el ritmo —su tiempo era bueno—, pero imaginar tropezones, tobillos torcidos, la caída de un rayo desde el más allá, la empujaba a seguir corriendo.

No aflojes.

Cuando superó los segundos mil quinientos dejó atrás el dolor y el sudor y corrió mecánicamente. Mil quinientos más. Adelantó a algunos y fue adelantada por otros, mientras el pulso le palpitaba en los oídos. Como hacía antes de saltar en paracaídas, mantuvo los ojos en el horizonte: tierra y cielo. Su amor por ambos la espoleó a lo largo de los últimos mil quinientos.

Pasó a toda velocidad junto al último marcador y oyó que L. B. gritaba su nombre y su tiempo. «Tripp, quince con veinte». Corrió otros veinte metros antes de poder convencer a sus piernas de que no pasaba nada si se paraban.

Doblada por la cintura, recuperó el aliento y cerró los ojos con fuerza. Como siempre después de la prueba de preparación física, le entraron ganas de llorar. No por el esfuerzo. Ella, como todos, se enfrentaba a cosas peores, más difíciles y duras. Pero la tensión que le atenazaba la mente se relajó por fin.

Podía continuar siendo lo que quería ser.

Se apartó del circuito y empezó a recuperarse mientras el director de la base gritaba otros nombres y tiempos. Chocó los cinco con Trigger cuando el hombre cruzó la meta.

Todo el mundo que pasaba se quedaba en la meta. Eran otra vez una unidad, todos deseaban que el resto lo lograse, que lograse ese tiempo. Rowan consultó su reloj y vio que se acababa el plazo y que aún faltaban cuatro por cruzar.

Cartas, Matt, Yangtree, que había celebrado —o lamentado— sus cincuenta y cuatro años el mes anterior, y Gibbons, que con su rodilla mala casi iba cojeando en aquellos últimos metros.

Cartas entró resoplando tres segundos antes del límite, con Yangtree justo detrás de él. La cara de Gibbons era la viva y sudorosa imagen del dolor y el coraje, pero ¿y Matt? A Rowan le pareció que apenas se esforzaba.

La miró a los ojos. Rowan movió el puño de arriba abajo, imaginando que les arrastraba a él y a Gibbons a lo largo de los últimos centímetros mientras se agotaban los segundos. Habría jurado que vio cómo se encendía la luz, que vio cómo Matt alcanzaba la meta, la cruzaba.

Hizo un tiempo de veintidós con veintiocho, y Gibbons medio segundo por detrás.

Se escuchó una ovación; el triunfo de una temporada más.

—Supongo que solo queríais añadir un poco de suspense —dijo L. B., bajando su portapapeles—. Me alegro de volver a contar con vosotros. Nos tomamos un minuto para celebrarlo y luego subimos a la furgoneta.

—¡Eh, Ro!

Rowan miró a Cartas al oír su grito, justo a tiempo para ver que se volvía, se inclinaba hacia delante y se bajaba los pantalones.

—¿Dónde está ese beso?

Aquí estamos otra vez, pensó.