Miércoles, 4 de mayo
El redactor jefe Håkan Morander falleció a mediodía, tres días después de que Erika Berger entrara como redactora jefe en prácticas en el SMP. Había pasado toda la mañana metido en el cubo de cristal mientras Erika, acompañada del secretario de redacción, Peter Fredriksson, se reunía con la redacción de deportes para saludar a los colaboradores y hacerse una idea de su forma de trabajar. Fredriksson tenía cuarenta y cinco años y, al igual que Erika Berger, era bastante nuevo en el SMP. Sólo llevaba cuatro años en el periódico. Era una persona callada y bastante competente y agradable; Erika ya había decidido que confiaría en sus conocimientos cuando le llegara el momento de hacerse con el timón del barco. Consagró gran parte de su tiempo a decidir en quiénes depositar su confianza para poder incorporarlos inmediatamente a su equipo. Fredriksson era, sin duda, uno de los candidatos. Cuando volvieron al mostrador central vieron cómo Håkan Morander se levantaba y se acercaba a la puerta del cubo de cristal. Parecía asombrado.
Luego se echó bruscamente hacia delante y se agarró al respaldo de una silla durante unos segundos antes de desplomarse al suelo.
Falleció antes de que llegara la ambulancia.
Esa tarde reinó el desconcierto en la redacción. Borgsjö, el presidente de la junta directiva, llegó a eso de las dos y reunió a los colaboradores para pronunciar unas breves palabras de recuerdo. Habló de cómo Morander había consagrado al periódico los últimos quince años de su vida y del precio que a veces exigía el periodismo. Guardaron un minuto de silencio. Acto seguido, miró inseguro a su alrededor como si no supiera muy bien cómo continuar.
Que alguien fallezca en su lugar de trabajo es algo muy poco frecuente; incluso es raro. La gente debe tener la gentileza de retirarse para morir. Debe desaparecer: jubilarse o ingresar en un hospital y reaparecer un día, de repente, para convertirse en tema de conversación en la cafetería: por cierto, ¿te has enterado de que el viejo Karlsson murió el viernes pasado? Sí, el corazón… El sindicato le va a enviar unas flores. Sin embargo, morir en tu puesto de trabajo ante los mismos ojos de tus compañeros resulta bastante más incómodo. Erika advirtió el shock que se había apoderado de la redacción. El SMP se había quedado sin timonel. De golpe, reparó en que varios de los colaboradores la miraban por el rabillo del ojo. La carta desconocida.
Sin que nadie se lo pidiera y sin saber muy bien qué decir, carraspeó, dio un pequeño paso hacia delante y habló con un tono de voz alto y firme.
—En total sólo he podido tratar a Håkan Morander tres días. No es mucho tiempo pero, por lo poco que he tenido ocasión de ver, lo cierto es que me habría gustado llegar a conocerlo mejor.
Hizo una pausa al darse cuenta por el rabillo del ojo de que Borgsjö la estaba mirando. Parecía sorprendido por el hecho de que ella se hubiese pronunciado. Dio otro paso hacia delante. No sonrías. No debes sonreír. Eso te da un aire de inseguridad. Alzó ligeramente la voz.
—Con el inesperado fallecimiento de Morander se nos plantea un problema: yo no iba a sucederle hasta dentro de dos meses y confiaba en aprender de su experiencia durante ese tiempo.
Se percató de que Borgsjö abrió la boca para decir algo.
—Lo cierto es que eso ya no va a suceder y que a partir de ahora vamos a vivir una época de cambios. Pero no olvidemos que Morander era el redactor jefe de este periódico, y este periódico debe salir también mañana. Nos quedan nueve horas para el cierre y sólo cuatro para terminar el editorial. Me gustaría preguntaros… quién de vosotros era el mejor amigo y el más íntimo confidente de Morander.
Los colaboradores se miraron unos a otros y un breve silencio invadió la sala. Al final, Erika oyó una voz por la izquierda:
—Creo que era yo.
Gunnar Magnusson, sesenta y un años, secretario de redacción de la sección de Opinión y colaborador del SMP desde hacía treinta y cinco años.
—Alguien tiene que sentarse a escribir una necrológica sobre Morander. Yo no puedo hacerlo: sería demasiado presuntuoso por mi parte. ¿Te ves con fuerzas?
Gunnar Magnusson dudó un instante, pero acabó asintiendo.
—Déjalo en mis manos —respondió.
—Le dedicaremos toda la página del editorial; prescindiremos del resto.
Gunnar asintió nuevamente.
—Necesitamos fotografías…
Erika desplazó la mirada a la derecha y se detuvo en Lennart Torkelsson, el jefe de fotografía. Éste asintió.
—Hay que ponerse en marcha. Es muy posible que esto se tambalee un poco en las próximas semanas. Cuando necesite ayuda para tomar decisiones os pediré consejo y confiaré en vuestra competencia y experiencia. Vosotros sabéis cómo se hace este periódico mientras que a mí aún me queda mucho por aprender.
Se dirigió al secretario de redacción, Peter Fredriksson.
—Peter, sé que Morander confiaba mucho en ti. Durante un tiempo tendrás que ser mi mentor y llevar una carga un poco más pesada de lo habitual. Me gustaría que fueras mi consejero. ¿Te parece bien?
Movió afirmativamente la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Erika volvió a centrarse en el editorial.
—Otra cosa: esta mañana Morander estuvo redactando el editorial. Gunnar, ¿podrías entrar en su ordenador para ver si lo llegó a terminar? Aunque, de todos modos, lo vamos a publicar: se trata de su último editorial y sería una pena y una vergüenza no hacerlo. El periódico que vamos a hacer hoy sigue siendo el periódico de Håkan Morander.
Silencio.
—Si alguno de vosotros necesita descansar un rato para estar solo y pensar, que lo haga sin el menor remordimiento. Todos sabéis ya cuáles son nuestros deadlines.
Silencio. Advirtió que algunos movían la cabeza en señal de semiaprobación.
—Go to work, boys and girls —dijo en voz baja.
Jerker Holmberg hizo un gesto de impotencia con las manos. Jan Bublanski y Sonja Modig parecían dudar. Curt Svensson presentaba un aspecto indefinido. Los tres examinaron el resultado de la investigación preliminar que Jerker Holmberg había terminado esa mañana.
—¿Nada? —preguntó sorprendida Sonja Modig.
—Nada —dijo Holmberg mientras negaba con la cabeza—. El informe del forense llegó esta mañana. Todo indica que se trata de un suicidio por ahorcamiento.
Todos dirigieron la mirada a las fotografías que se habían hecho en el salón de la casa de campo de Smådalarö. De ellas se deducía que Gunnar Björck, jefe adjunto del departamento de extranjería de la Säpo, se había subido por su propio pie a un taburete para, acto seguido, colgar una soga en el gancho de la lámpara, ponérsela alrededor del cuello y, de una resuelta patada, enviar el taburete a varios metros de él. El forense dudaba de cuándo se produjo exactamente la muerte, pero al final determinó que fue la tarde del 12 de abril. Björck fue encontrado el 17 de abril por nada más y nada menos que Curt Svensson. Ocurrió después de que Bublanski intentara contactar con Björck en repetidas ocasiones y de que, enervado, acabara mandando a Svensson que volviera a traer a Björck a la comisaría.
En algún momento en el transcurso de esos días, el gancho de la lámpara del techo había cedido por el peso y el cuerpo de Björck se desplomó sobre el suelo. Svensson descubrió el cuerpo a través de la ventana y dio el aviso. Al principio, Bublanski y todos los que llegaron al lugar pensaron que se trataba de un crimen y que alguien había estrangulado a Björck. Fueron los técnicos forenses los que ese mismo día, aunque algo más tarde, encontraron el gancho. Se le encomendó a Jerker Holmberg la tarea de investigar las causas de la muerte.
—No hay nada que induzca a pensar que se haya cometido un crimen o que Björck estuviese acompañado —dijo Holmberg.
—La lámpara…
—La lámpara del techo tiene las huellas dactilares del dueño de la casa, que la colgó hace dos años, y del propio Björck. Lo cual sugiere que él mismo la bajó.
—¿Y de dónde salió la soga?
—Del asta de la bandera del jardín trasero. Alguien cortó más de dos metros de cuerda. Había un cuchillo en el alféizar de la ventana que hay junto a la puerta de la terraza. Según el propietario de la casa, el cuchillo es suyo: lo guardaba en una caja de herramientas que tiene bajo el fregadero. Las huellas dactilares de Björck están tanto en el mango como en la hoja, así como en la caja de herramientas.
—Mmm —dijo Sonja Modig.
—¿Qué tipo de nudos eran? —quiso saber Curt Svensson.
—Nudos vaqueros normales y corrientes. Lo que produce la muerte es un simple nudo corredizo. Tal vez sea eso lo más llamativo: Björck tenía conocimientos de navegación y sabía hacer nudos de verdad. Pero quién sabe hasta qué punto alguien que va a suicidarse se preocupa de la forma de los nudos.
—¿Drogas?
—Según el informe de toxicología, a Björck se le han detectado restos de potentes analgésicos en la sangre: los que le habían recetado. También le han encontrado restos de alcohol, aunque nada remarcable. En otras palabras, estaba más o menos sobrio.
—El forense ha dictaminado que presenta rasguños.
—Un rasponazo de tres centímetros en la parte exterior de la rodilla izquierda. Un arañazo. Le he dado mil vueltas a eso, aunque podría habérselo hecho de un montón de maneras distintas… dándose, por ejemplo, contra el borde de una silla o algo así.
Sonja Modig cogió una foto que mostraba la cara deformada de Björck. El nudo corredizo había penetrado con tanta profundidad que la cuerda ni siquiera se apreciaba bajo los pliegues de la piel. Su rostro presentaba un aspecto grotescamente hinchado.
—Podemos determinar que lo más seguro es que, antes de que el gancho cediese, Björck permaneciera colgado durante varias horas, es muy probable que cerca de veinticuatro. Toda la sangre se le acumuló tanto en la cabeza, donde la soga impidió que le bajara al cuerpo, como en las extremidades inferiores. Cuando el gancho cedió, la caja torácica de Björck fue a dar contra el borde de la mesa del salón, lo que le provocó una fuerte contusión. Pero eso se produjo mucho tiempo después del fallecimiento.
—¡Qué forma más jodida de morir! —dijo Curt Svensson.
—No te creas. La soga era tan fina que penetró profundamente y le cortó el riego sanguíneo. Debió de perder la conciencia en cuestión de segundos y morir al cabo de uno o dos minutos.
Disgustado, Bublanski cerró el informe de la investigación preliminar. Aquello no le gustaba nada. No le gustaba nada que Björck y Zalachenko, al parecer, hubieran muerto el mismo día, uno asesinado a tiros por un loco y el otro por su propia mano. Pero ninguna especulación en el mundo podía cambiar el hecho de que la investigación del lugar del crimen no sustentara en absoluto la teoría de que alguien había ayudado a Björck a emprender su viaje al más allá.
—Se hallaba bajo mucha presión —dijo Bublanski—. Sabía que el caso Zalachenko estaba a punto de salir a la luz y que corría el riesgo de que le salpicara por violar la ley de comercio sexual y de que los medios de comunicación lo dejaran en evidencia. Me pregunto qué sería lo que más miedo le daba. Además, estaba enfermo y llevaba mucho tiempo con dolores crónicos… No lo sé. Me habría gustado que hubiera dejado una carta o algo así.
—Muchos de los que se suicidan no escriben nunca una carta de despedida.
—Ya lo sé. De acuerdo. No tenemos elección. Archivaremos el caso Björck.
Erika Berger fue incapaz de sentarse en la silla que Morander tenía en su jaula de cristal y apartar sus pertenencias. Demasiado pronto. Le pidió a Gunnar Magnusson que hablara con la familia de Morander para que la viuda pasara a recogerlas cuando le fuese bien.
Así que, en medio de aquel océano que era la redacción, buscó un espacio en el mostrador central para instalar su portátil y asumir el control. Aquello era un auténtico caos. Pero tres horas después de haberse hecho a toda prisa con el timón del SMP, el editorial ya estaba en la imprenta. Gunnar Magnusson había escrito un texto de cuatro columnas sobre la vida y la obra de Håkan Morander. La página se componía de un retrato central de Morander, su inconcluso editorial a la izquierda y una serie de fotografías en el margen inferior. La maquetación dejaba bastante que desear, pero tenía un impacto emocional que hacía perdonables los defectos.
Poco antes de las seis de la tarde, Erika se encontraba repasando los titulares de la primera página y tratando los textos con el jefe de edición cuando Borgsjö se acercó a ella y le tocó el hombro. Erika levantó la vista.
—¿Puedo hablar contigo un momento?
Se acercaron hasta la máquina de café de la sala de descanso del personal.
—Sólo quería decirte que estoy muy contento por cómo te has hecho hoy con la situación. Creo que nos has sorprendido a todos.
—No me quedaban muchas alternativas. Pero voy a ir dando tumbos hasta que coja rodaje.
—Todos somos conscientes de ello.
—¿Todos?
—Me refiero tanto a la plantilla como a la dirección. Sobre todo a la dirección. Pero después de lo que ha ocurrido hoy estoy más convencido que nunca de que tú eres la elección más acertada. Has llegado justo a tiempo y te has visto obligada a asumir el mando en una situación muy difícil.
Erika casi se sonrojó. No lo hacía desde que tenía catorce años.
—¿Puedo darte un buen consejo?…
—Por supuesto.
—Me he enterado de que has discutido con Anders Holm, el jefe de Noticias, sobre unos titulares.
—No estábamos de acuerdo en el enfoque que se le había dado al texto sobre la propuesta fiscal del Gobierno. Él introdujo una opinión personal en el titular y ahí debemos ser neutrales; las opiniones son para el editorial. Y ya que ha salido el tema, te quería comentar que, de vez en cuando, escribiré un editorial, pero, como ya sabes, no tengo ninguna afiliación política, así que hemos de resolver la cuestión de quién va a ser el jefe de la sección de Opinión.
—De momento se encargará Magnusson —respondió Borgsjö.
Erika Berger se encogió de hombros.
—A mí me da igual a quién nombréis. Pero debe ser una persona que defienda claramente las ideas del periódico.
—Te entiendo. Lo que quería decirte es que creo que debes darle a Holm cierto margen de actuación. Lleva mucho tiempo trabajando en el SMP y ha sido jefe de Noticias durante quince años. Sabe lo que hace. Puede resultar arisco, pero es una persona prácticamente imprescindible.
—Ya lo sé. Morander me lo contó. Pero por lo que respecta a la cobertura de noticias me temo que tendrá que mantenerse a raya. Al fin y al cabo, me habéis contratado para darle un nuevo aire al periódico.
Borgsjö movió pensativamente la cabeza.
—De acuerdo. Resolveremos los problemas a medida que vayan surgiendo.
Annika Giannini estaba tan cansada como irritada cuando, el miércoles por la noche, subió al X2000 en la estación central de Gotemburgo para regresar a Estocolmo. Se sentía como si durante el último mes hubiese vivido en el X2000. Apenas había visto a su familia. Fue a por un café al vagón restaurante, se acomodó en su asiento y abrió la carpeta que contenía las anotaciones de la última conversación mantenida con Lisbeth Salander. Algo que también contribuía a su cansancio e irritación.
«Me oculta algo —pensó Annika Giannini—. La muy idiota no me está diciendo la verdad. Y Micke también me oculta algo. Sabe Dios en qué andarán metidos».
También constató que, ya que su hermano y su clienta no se habían comunicado entre sí, la conspiración —en el caso de que existiera— debía de ser un acuerdo tácito que les resultaba natural. No sabía de qué se trataba, pero suponía que tenía que ver con algo que a Mikael Blomkvist le parecía importante no sacar a la luz.
Temía que fuera una cuestión de ética, el punto débil de su hermano. Él era amigo de Lisbeth Salander. Annika conocía a su hermano y sabía que su lealtad hacia las personas a las que él definió una vez como amigos sobrepasaba los límites de la estupidez, aunque esos amigos resultaran imposibles y se equivocaran de cabo a rabo. También sabía que Mikael podía tolerar muchas tonterías pero que existía un límite tácito que no se podía traspasar. El punto exacto en el que se situaba ese límite parecía variar de una persona a otra, pero ella sabía que, en más de una ocasión, Mikael había roto por completo su relación con algunos íntimos amigos por haber hecho algo que él consideraba inmoral o inadmisible. En situaciones así se volvía inflexible: la ruptura no sólo era total y definitiva sino que también quedaba fuera de toda discusión. Mikael ni siquiera contestaba al teléfono, aunque la persona en cuestión lo llamara para pedirle perdón de rodillas.
Annika Giannini entendía lo que pasaba en la cabeza de Mikael Blomkvist. En cambio, no tenía ni idea de lo que acontecía en la de Lisbeth Salander; a veces pensaba que allí no sucedía nada en absoluto.
Según le había comentado Mikael, Lisbeth podía ser caprichosa y extremadamente reservada para con su entorno. Hasta el día que la conoció pensó que eso sucedería en una fase transitoria y que sería cuestión de ganarse su confianza. Pero, tras todo un mes de conversaciones, Annika constató que, en la mayoría de las ocasiones, sus charlas resultaban bastante unidireccionales, si bien era cierto que, durante las dos primeras semanas, Lisbeth Salander no se había encontrado con fuerzas para mantener un diálogo.
Annika también pudo advertir que había momentos en los que Lisbeth Salander daba la impresión de hallarse sumida en una profunda depresión y de no tener el menor interés en resolver su situación ni su futuro. Parecía que Lisbeth Salander no entendía que la única posibilidad con la que contaba Annika para procurarle una defensa satisfactoria dependía del acceso que ella tuviera a toda la información. No podía trabajar a ciegas.
Lisbeth Salander era una persona mohína y más bien parca en palabras. Lo poco que decía lo expresaba, no obstante, con mucha exactitud y tras largas y reflexivas pausas. Las más de las veces no contestaba a las cuestiones, y en otras ocasiones respondía, de pronto, a una pregunta que Annika le había hecho días atrás. En los interrogatorios policiales, Lisbeth Salander permaneció sentada en la cama mirando al vacío y sin abrir la boca. No intercambió ni una palabra con los policías. Con una sola excepción: cuando el inspector Marcus Erlander le preguntó acerca de lo que sabía sobre Ronald Niedermann; Lisbeth lo observó y contestó con toda claridad a cada pregunta. En cuanto Erlander cambió de tema, Salander perdió el interés y volvió a fijar la mirada en el vacío.
Annika ya se esperaba que Lisbeth no le dijera nada a la policía: por principio no hablaba con las autoridades. Cosa que, en este caso, resultaba positiva. A pesar de que Annika, de vez en cuando, incitaba formalmente a su clienta para que respondiera a las preguntas de la policía, en su fuero interno estaba muy contenta con el profundo silencio de Salander. La razón era muy sencilla: se trataba de un silencio coherente. Así no la pillarían con mentiras ni razonamientos contradictorios que podrían causar una mala impresión en el juicio.
Pero aunque Annika ya se esperaba ese silencio, se sorprendió de que fuera tan inquebrantable. Cuando se quedaron solas, le preguntó por qué se negaba a hablar con la policía de esa forma tan ostensible.
—Tergiversarán todo lo que yo diga y lo emplearán en mi contra.
—Pero si no explicas nada, te condenarán.
—Bueno… Pues que lo hagan. No soy yo la que ha montado todo este lío. Si quieren condenarme, no es mi problema.
Sin embargo, aunque en más de una ocasión Annika prácticamente tuvo que sacarle las palabras con sacacorchos, Lisbeth le fue contando, poco a poco, casi todo lo ocurrido en Stallarholmen. Todo menos una cosa: no le había explicado por qué Magge Lundin acabó con una bala en el pie. Por mucho que Annika se lo preguntara y le diese la lata, Lisbeth Salander no hacía más que mirarla con descaro mientras le mostraba su torcida sonrisa.
También le había hablado de lo acontecido en Gosseberga. Pero sin decir ni una palabra de por qué había seguido a su padre. ¿Fue hasta allí para matarlo —tal y como sostenía el fiscal— o para hablar con él y hacerle entrar en razón? Desde el punto de vista jurídico la diferencia resultaba abismal.
Cuando Annika sacó el tema de su anterior administrador, el abogado Nils Bjurman, Lisbeth se volvió aún más parca en palabras. Su respuesta más frecuente era que no había sido ella la que le disparó y que eso tampoco formaba parte de los cargos que se le imputaban.
Y cuando Annika llegó al mismísimo fondo de la cuestión, lo que había desencadenado toda la serie de acontecimientos —el papel desempeñado por el doctor Teleborian en 1991—, Lisbeth se convirtió en una tumba.
«Así no vamos bien —constató Annika—. Si Lisbeth no confía en mí, perderemos el juicio. Tengo que hablar con Mikael».
Lisbeth Salander estaba sentada en el borde de la cama mirando por la ventana. Podía ver la fachada del edificio situado al otro lado del aparcamiento. Llevaba así, sin moverse y sin que nadie la molestara, más de una hora, desde que Annika Giannini, furiosa, se levantara y saliera de la habitación dando un portazo. Volvía a tener dolor de cabeza, aunque era ligero e iba remitiendo. Sin embargo, se sentía mal.
Annika Giannini la irritaba. Desde un punto de vista práctico entendía que su abogada le diera siempre la lata sobre detalles de su pasado. Era lógico y comprensible que Annika Giannini necesitara todos los datos. Pero no le apetecía lo más mínimo hablar de sus sentimientos ni de su modo de actuar. Consideraba que su vida era asunto suyo y de nadie más. Ella no tenía la culpa de que su padre fuera un sádico patológicamente enfermo y un asesino. Tampoco de que su hermano fuera un asesino en masa. Y menos mal que no había nadie que supiera que él era su hermano, algo que, con toda probabilidad, también se usaría en su contra en la evaluación psiquiátrica que tarde o temprano le realizarían. No había sido ella la que asesinó a Dag Svensson y a Mia Bergman. No había sido ella la que nombró un administrador que resultó ser un cerdo y un violador.
Aun así, era su vida la que iba a ser puesta patas arriba y examinada desde todos los ángulos, y ella la que se vería obligada a explicarse y pedir perdón por haberse defendido.
Quería que la dejaran en paz. Al fin y al cabo era ella la que tenía que vivir consigo misma. No esperaba que nadie fuera su amigo. Probablemente Annika Giannini de los Cojones estuviera de su parte, pero se trataba de una amistad profesional, puesto que era su abogada. Kalle Blomkvist de los Cojones también andaba por allí, aunque Annika apenas lo mentaba y Lisbeth nunca preguntaba por él: ahora que el asesinato de Dag Svensson estaba resuelto y que Mikael ya tenía su artículo, Lisbeth no esperaba que se moviera mucho por ella.
Se preguntó qué pensaría Dragan Armanskij de ella después de todo lo ocurrido.
Se preguntó cómo vería Holger Palmgren la situación.
Según Annika Giannini, ambos se habían puesto de su parte, pero eso no eran más que palabras. Ellos no podían hacer nada para resolver sus problemas personales.
Se preguntó qué sentiría Miriam Wu por ella.
Se preguntó qué sentía por sí misma y llegó a la conclusión de que, más que otra cosa, sentía indiferencia ante toda su vida.
De pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos por el vigilante jurado, que introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta e hizo pasar al doctor Anders Jonasson.
—Buenas tardes. ¿Cómo se encuentra hoy la señorita Salander?
—O.K. —contestó.
Jonasson consultó su historial y constató que ya no tenía fiebre. Ella se había habituado a sus visitas, que realizaba un par de veces por semana. De todos los que la trataban y tocaban, él era la única persona con la que ella experimentaba cierta confianza. En ninguna ocasión le había dado la impresión de que la mirara de forma rara. Visitaba su cuarto, charlaba con ella un rato y se interesaba por su estado de salud. No le hacía preguntas sobre Ronald Niedermann ni sobre Alexander Zalachenko, ni tampoco si estaba loca o por qué la policía la tenía encerrada. Sólo parecía interesarle cómo respondían sus músculos, cómo progresaba la curación de su cerebro y cómo se encontraba ella en general.
Además, él, literalmente hablando, había estado hurgando en su cerebro; alguien que había hecho eso merecía ser tratado con respeto, consideraba Lisbeth. Para su gran asombro, se dio cuenta de que —a pesar de que la tocara y analizara la evolución de su fiebre— las visitas de Anders Jonasson le resultaban agradables.
—¿Te parece bien que me asegure de ello?
Procedió a efectuarle el habitual examen mirando sus pupilas, auscultándola y tomándole el pulso; a continuación, le extrajo sangre.
—¿Cómo me encuentro? —preguntó ella.
—Está claro que vas mejorando. Pero tienes que aplicarte más con la gimnasia. Y veo que te has rascado la costra de la herida de la cabeza. No lo hagas.
Hizo una pausa.
—¿Te puedo hacer una pregunta personal?
Lisbeth lo miró de reojo. Él aguardó hasta que ella asintió con la cabeza.
—Ese dragón que tienes tatuado… no lo he visto entero, pero he podido constatar que es muy grande y que te cubre una buena parte de la espalda. ¿Por qué te lo hiciste?
—¿Que no lo has visto entero?
De repente él sonrió.
—Bueno, quiero decir que lo vi de pasada, porque cuando te tuve desnuda frente a mí yo estaba bastante ocupado cortando hemorragias, sacándote balas y cosas por el estilo.
—¿Por qué lo preguntas?
—Simple curiosidad.
Lisbeth Salander reflexionó durante un buen rato. Luego lo miró.
—Me lo hice por una razón personal de la que no quiero hablar.
Anders Jonasson meditó la respuesta y movió pensativo la cabeza.
—Vale. Perdona la pregunta.
—¿Quieres verlo?
Él pareció asombrarse.
—Sí. ¿Por qué no?
Le volvió la espalda y se quitó el camisón. Se puso de pie y se colocó de tal forma que la luz de la ventana iluminó su espalda. Él constató que el dragón le cubría una zona de la parte derecha de la espalda. Empezaba en el hombro y le bajaba por el omoplato hasta terminar en una cola que descansaba sobre la cadera. Era un trabajo bonito y muy profesional. Una verdadera obra de arte.
Al cabo de un rato, Lisbeth volvió la cabeza.
—¿Satisfecho?
—Es bonito. Pero debieron de hacerte un daño de mil demonios.
—Sí —reconoció ella—. Dolió.
Anders Jonasson abandonó la habitación de Lisbeth Salander algo desconcertado. Estaba contento con el progreso de su rehabilitación física. Pero no llegaba a comprender a esa curiosa chica. No era necesario tener un máster en psicología para darse cuenta de que mentalmente no se encontraba demasiado bien. Su trato con él era correcto, pero no exento de una áspera desconfianza. Jonasson también tenía entendido que ella se mostraba educada con el resto del personal, pero que no pronunciaba palabra cuando la visitaba la policía. Se encerraba a cal y canto en su caparazón y marcaba en todo momento una distancia con su entorno.
La policía la había encerrado y un fiscal iba a procesarla por intento de homicidio y por un delito de lesiones graves. Le intrigaba que una chica tan pequeña y de constitución tan frágil hubiese poseído la fuerza física que se necesitaba para llevar a cabo ese tipo de violencia, en especial teniendo en cuenta que la violencia se había dirigido contra hombres ya talluditos.
Le había preguntado por el tatuaje del dragón más que nada para encontrar un tema personal sobre el que hablar. A decir verdad, no le interesaba en absoluto la razón por la que ella había adornado su cuerpo de esa forma tan exagerada, pero suponía que si había elegido estamparlo con un tatuaje tan grande, era porque sin duda éste tendría un especial significado para ella. De modo que ése podría ser un buen tema para iniciar una conversación.
Había adquirido la costumbre de visitarla un par de veces por semana. En realidad, las visitas quedaban fuera de su horario, y además su médico era Helena Endrin. Pero Anders Jonasson era el jefe de la unidad de traumatología y estaba inmensamente satisfecho del trabajo que realizó la noche en la que Lisbeth Salander entró en urgencias. Tomó la decisión correcta cuando eligió extraerle la bala y, según había podido constatar, la lesión no le había dejado secuelas como lagunas de memoria, disminución de las funciones corporales u otras minusvalías. Si su mejoría siguiera progresando de la misma manera, abandonaría el hospital con una cicatriz en el cuero cabelludo, pero sin más complicaciones. No podía pronunciarse, en cambio, sobre las cicatrices que tal vez tuviera en el alma.
Regresó a su despacho y descubrió que un hombre con americana oscura se encontraba junto a la puerta apoyado en la pared. Tenía el pelo enmarañado y una barba muy bien cuidada.
—¿El doctor Jonasson?
—Sí.
—Hola, soy Peter Teleborian, el médico jefe de la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan, en Uppsala.
—Sí, ya te conozco.
—Bien. Me gustaría hablar contigo un momento en privado si tienes tiempo.
Anders Jonasson abrió la puerta de su despacho con la llave.
—¿En qué puedo ayudarte? —le preguntó Anders Jonasson.
—Se trata de una de tus pacientes: Lisbeth Salander. Necesito verla.
—Mmm. En ese caso debes pedirle permiso al fiscal. Está detenida y le han prohibido las visitas. Además, hay que informar con antelación a su abogada…
—Sí, sí, ya lo sé. Pero pensaba que en este caso nos podríamos saltar toda esa burocracia. Soy médico, de modo que me podrías dejar hablar con ella por razones puramente médicas.
—Bueno, tal vez se pueda justificar así. Pero no acabo de entender el motivo.
—Durante años fui el psiquiatra de Salander mientras estuvo ingresada en el Sankt Stefan de Uppsala. Seguí su evolución hasta que cumplió dieciocho años y el tribunal autorizó su inserción en la sociedad, aunque bajo tutela administrativa. Tal vez deba añadir que yo, naturalmente, me opuse a esa decisión. Desde entonces la han dejado ir a la deriva y hoy vemos el resultado.
—Entiendo —dijo Anders Jonasson.
—Sigo sintiendo una gran responsabilidad por ella y me gustaría tener la oportunidad de evaluar hasta qué punto ha empeorado durante los últimos diez años.
—¿Empeorado?
—En comparación con cuando era adolescente y recibía cuidados especializados. He pensado que podríamos buscar una solución adecuada, entre médicos.
—Por cierto, ahora que recuerdo… Quizá me puedas ayudar con un tema que no entiendo muy bien. Entre médicos, quiero decir. Cuando ella ingresó aquí, en Sahlgrenska, mandé que le hicieran una amplia evaluación médica. Un colega pidió su informe pericial de psiquiatría forense. Estaba redactado por un tal Jesper H. Löderman.
—Correcto. Yo fui el director de su tesis doctoral.
—Muy bien. Pero el informe resultaba muy impreciso.
—¿Ah, sí?
—No se da ningún diagnóstico; más bien parece el estudio académico de un paciente callado.
Peter Teleborian se rió.
—Sí, no siempre es fácil tratar con ella. Como queda claro en el informe, ella se negaba en redondo a participar en las entrevistas de Löderman. Lo que ocasionó que él se viera obligado a expresarse con términos algo vagos, cosa completamente correcta por su parte.
—De acuerdo. Pero, aun así, lo que se recomendaba era que ella fuera internada.
—Eso se basa en su historial. Nuestra experiencia sobre la evolución de su cuadro clínico se remonta a muchos años atrás.
—Eso es justo lo que no acabo de entender. Cuando ella ingresó aquí pedimos su historial a Sankt Stefan. Pero todavía no nos lo han mandado.
—Lo siento. Pero está clasificado por decisión del tribunal.
—Entiendo. ¿Y cómo vamos a ofrecerle una adecuada asistencia médica en el Sahlgrenska si no podemos acceder a su historial? Porque, de hecho, ahora somos nosotros los que tenemos la responsabilidad médica sobre ella.
—Yo me he ocupado de ella desde que tenía doce años y no creo que haya ningún médico en toda Suecia que conozca tan bien su cuadro clínico.
—¿Y cuál es…?
—Lisbeth Salander adolece de un grave trastorno psicológico. Como tú bien sabes, la psiquiatría no es una ciencia exacta. Prefiero no comprometerme ofreciendo un solo diagnóstico exacto. Pero sufre evidentes alucinaciones que presentan claros rasgos paranoicos y esquizofrénicos. En su cuadro también se incluyen períodos maníaco-depresivos y carece por completo de empatía.
Anders Jonasson examinó al doctor Peter Teleborian durante diez segundos para, acto seguido, realizar un gesto con las manos manifestando su poca intención de discutir.
—No seré yo quien le discuta un diagnóstico al doctor Teleborian, pero ¿nunca has pensado en un diagnóstico más sencillo?
—¿Cuál?
—El síndrome de Asperger, por ejemplo. Es cierto que no le he hecho ningún examen psiquiátrico, pero si tuviera que adivinar a botepronto lo que padece, pensaría en algún tipo de autismo como lo más probable. Eso explicaría su incapacidad para aceptar las convenciones sociales.
—Lo siento, pero los pacientes de Asperger no suelen quemar a sus padres. Créeme: nunca he visto un caso de sociopatía más claro.
—Yo la veo más bien cerrada, pero no como una psicópata paranoica.
—Es manipuladora a más no poder —dijo Peter Teleborian—. Sólo muestra lo que ella cree que tú quieres ver.
Anders Jonasson frunció imperceptiblemente el ceño. De repente, Peter Teleborian contradecía por completo su propia evaluación sobre Lisbeth Salander. Si había algo que Jonasson no creía de ella era que fuera manipuladora. Todo lo contrario: se trataba de una persona que, impertérrita, mantenía la distancia con su entorno y no mostraba ningún tipo de emoción. Intentaba casar la imagen que Teleborian describía con la que él se había forjado sobre Lisbeth Salander.
—Y eso que tú sólo la has tratado durante el breve período de tiempo en el que sus lesiones la han obligado a permanecer quieta. Yo he sido testigo de sus violentos arrebatos y de su odio irracional. He dedicado muchos años a intentar ayudar a Lisbeth Salander. Por eso he venido hasta aquí. Propongo una colaboración entre el Sahlgrenska y Sankt Stefan.
—¿A qué tipo de colaboración te refieres?
—Tú te encargas de sus problemas físicos; no me cabe duda de que le estás dando las mejores atenciones posibles. Pero estoy muy preocupado por su estado psíquico y me gustaría poder tratarla cuanto antes. Estoy dispuesto a prestar toda mi ayuda.
—Ya.
—Necesito verla para realizar, en primer lugar, una evaluación de su estado.
—Entiendo. Pero, desafortunadamente, no te puedo ayudar.
—¿Perdón?
—Como ya te he dicho, está detenida. Si quieres iniciar un tratamiento psiquiátrico con ella, dirígete a la fiscal Jervas, que es quien toma las decisiones en ese tipo de asuntos, y, además, eso tendría que hacerse con el consentimiento de su abogada, Annika Giannini. Si se trata de una evaluación forense, es el tribunal el que debería encargarte esa tarea.
—Esa es, precisamente, toda la burocracia que yo quería evitar.
—Ya, pero yo respondo de ella y si dentro de poco ha de ir a juicio, necesitamos tener en regla los papeles de todas las medidas que hemos adoptado. De modo que esa vía burocrática se hace imprescindible.
—Muy bien. Entonces puedo informarte de que ya he recibido una petición del fiscal Richard Ekström de Estocolmo para que la someta a un examen psiquiátrico forense. Algo que se realizará de cara a la celebración del juicio.
—Estupendo. Entonces te permitirán visitarla sin que tengamos que saltarnos el reglamento.
—Pero mientras hacemos todo ese papeleo corremos el riesgo de que su estado empeore. Sólo me interesa su salud.
—A mí también —dijo Anders Jonasson—. Y, entre nosotros: no veo ningún síntoma que me indique que es una enferma mental. Se encuentra maltrecha y sometida a una situación de gran tensión. Pero no veo en absoluto que sea esquizofrénica o que sufra de obsesiones paranoicas.
El doctor Peter Teleborian dedicó algún tiempo más a intentar convencer a Anders Jonasson para que cambiara su decisión. Cuando al fin comprendió que resultaba inútil, se levantó bruscamente y se despidió.
Anders Jonasson permaneció un largo instante contemplando pensativo la silla en la que había estado sentado Teleborian. Era cierto que no resultaba del todo inusual que otros médicos contactaran con él para darle sus consejos u opiniones con respecto al tratamiento de algún paciente. Pero se trataba, casi exclusivamente, de doctores que ya eran responsables de un tratamiento en curso; ésta era la primera vez que un psiquiatra aterrizaba como un platillo volante e insistía —saltándose todos los trámites burocráticos— en que le dejara ver a una paciente a quien, al parecer, llevaba años sin tratar. Al cabo de un momento, Anders Jonasson le echó un vistazo al reloj y constató que eran poco menos de las siete de la tarde. Cogió el teléfono y llamó a Martina Karlgren, la psicóloga de apoyo cuyos servicios ofrecía el Sahlgrenska a los pacientes que habían sufrido un trauma.
—Hola. Supongo que ya has acabado por hoy. ¿Te llamo en mal momento?
—No te preocupes. Estoy en casa y no hago nada en particular.
—Es que tengo una duda: tú has hablado con nuestra paciente Lisbeth Salander… ¿Me podrías decir cuáles son tus impresiones?
—Bueno, la he visitado tres veces y me he prestado a hablar con ella. Y siempre ha declinado la oferta, de forma amable pero resuelta.
—Ya, pero ¿qué impresión te produce?
—¿Qué quieres decir?
—Martina, sé que no eres psiquiatra, pero eres una persona inteligente y sensata. ¿Qué impresión te ha dado?
Martina Karlgren dudó un instante.
—No sé muy bien cómo contestar a esa pregunta. La vi dos veces cuando estaba prácticamente recién ingresada y se encontraba en tan mal estado que no conseguí establecer ningún verdadero contacto con ella. Luego la volví a visitar, hará más o menos una semana, porque me lo pidió Helena Endrin.
—¿Y por qué te pidió Helena que la visitaras?
—Lisbeth Salander se está recuperando. Y se pasa la mayor parte del tiempo tumbada en la cama mirando fijamente al techo. La doctora Endrin quería que yo le echara un vistazo.
—¿Y qué pasó?
—Me presenté. Charlamos durante un par de minutos. Quise saber cómo se encontraba y si necesitaba hablar con alguien. Me dijo que no. Le pregunté si podía hacer algo por ella y me pidió que le pasara a escondidas un paquete de tabaco.
—¿Se mostró irritada u hostil?
Martina Karlgren meditó la respuesta un instante.
—No. Yo diría que no. Estaba tranquila, pero mantenía una gran distancia. Que me pidiera que le pasara un paquete de tabaco en plan contrabando me pareció más una broma que una petición seria. Le pregunté si le apetecía leer algo, si quería que le prestara algún libro. Al principio no quiso nada, pero luego me preguntó si tenía alguna revista científica que hablara de la genética y de la investigación neurológica.
—¿De qué?
—De genética.
—¿De genética?
—Sí. Le contesté que en nuestra biblioteca había algunos libros de divulgación general. No era eso lo que le interesaba. Dijo que ya había leído unos cuantos libros sobre el tema y mencionó unos títulos, básicos, por lo visto, de los que no he oído hablar en mi vida. Así que lo que le interesaba era la pura investigación en ese campo.
—¿Ah, sí? —se asombró Anders Jonasson.
—Le comenté que lo más seguro era que no tuviéramos libros tan especializados en nuestra biblioteca; lo cierto es que hay más de Philip Marlowe que de literatura científica, pero que vería si podía encontrar algo.
—¿Y encontraste algo?
—Subí y cogí unos ejemplares de Nature y New England Journal of Medicine. Se puso muy contenta y me dio las gracias por la molestia.
—Pero son revistas bastante especializadas; allí no hay más que ensayos e investigación pura y dura.
—Pues las lee con gran interés.
Anders Jonasson se quedó mudo un instante.
—¿Cómo juzgas tú su estado psicológico?
—Es muy cerrada. Conmigo no ha hablado de absolutamente nada de carácter privado.
—¿La ves como psíquicamente enferma, maníaco-depresiva o paranoica?
—No, en absoluto. En ese caso te habría avisado. Es cierto que es muy suya, que tiene grandes problemas y que se encuentra en una situación de mucho estrés. Pero está tranquila y lúcida, y parece capaz de controlar la situación.
—De acuerdo.
—¿Por qué lo preguntas? ¿Ha pasado algo?
—No, no ha pasado nada. Es sólo que no llego a comprenderla.