Domingo, 1 de mayo - Lunes, 2 de mayo
Erika Berger inspiró profundamente antes de abrir la puerta del ascensor y entrar en la redacción del Svenska Morgon-Posten. Eran las diez y cuarto de la mañana. Iba impecable: unos pantalones negros, un jersey rojo y una americana oscura. Había amanecido un primer día de mayo espléndido y, al atravesar la ciudad, advirtió que los integrantes del movimiento obrero ya se estaban reuniendo, lo que la llevó a pensar que ya hacía más de veinte años que ella no participaba en ninguna manifestación.
Permaneció un momento ante las puertas del ascensor, completamente sola y fuera de la vista de todo el mundo. El primer día en su nuevo trabajo. Desde su puesto, junto a la entrada, se divisaba una gran parte de la redacción, con el mostrador de noticias en el centro. Alzó un poco la mirada y vio las puertas de cristal del despacho del redactor jefe que, durante los próximos años, sería su lugar de trabajo.
No estaba del todo convencida de ser la persona más adecuada para dirigir esa amorfa organización que el Svenska Morgon-Posten constituía. Cambiar de Millennium —que tan sólo contaba con cinco empleados— a un periódico compuesto por ochenta periodistas y otras noventa personas más entre administrativos, personal técnico, maquetadores, fotógrafos, vendedores de anuncios, distribución y todo lo que se necesita para editar un periódico, suponía dar un paso de gigante. A eso había que añadirle una editorial, una productora y una sociedad de gestión. En total, unas doscientas treinta personas.
Se preguntó por un breve instante si todo aquello no sería un enorme error.
Luego la mayor de las dos recepcionistas, al percatarse de quién era la recién llegada a la redacción, salió de detrás del mostrador y le estrechó la mano.
—Señora Berger. Bienvenida al SMP.
—Llámame Erika. Hola.
—Beatrice. Bienvenida. Te acompañaré al despacho del redactor jefe Morander… Bueno, del antiguo redactor jefe, quiero decir.
—Muy amable, pero ya lo estoy viendo en esa jaula de cristal —dijo Erika, sonriendo—. Creo que encontraré el camino. De todos modos, muchas gracias por tu amabilidad.
Al cruzar la redacción a paso ligero advirtió que el murmullo de la redacción se reducía un poco. De repente sintió que todas las miradas se concentraban en ella. Se detuvo ante el mostrador central de noticias y saludó con un movimiento de cabeza.
—Luego tendremos ocasión de saludarnos como es debido —dijo para continuar caminando y llamar al marco de la puerta de cristal.
El redactor jefe Håkan Morander, que pronto dejaría su cargo, tenía cincuenta y nueve años, doce de los cuales los había pasado en ese cubo de cristal de la redacción del SMP. Al igual que Erika Berger, venía de otro periódico y, en su día, fue contratado a dedo; de modo que ya había dado ese mismo primer paseo que ella acababa de dar. Al alzar la vista la contempló algo desconcertado, consultó su reloj y se levantó.
—Hola, Erika —saludó—. Creía que empezabas el lunes.
—No podía aguantar ni un día más en casa. Así que aquí estoy.
Morander le estrechó la mano.
—Bienvenida. ¡Qué bien que alguien me releve, joder!
—¿Cómo estás? —preguntó Erika.
Se encogió de hombros en el mismo momento en que Beatrice, la recepcionista, entraba con café y leche.
—Es como si ya funcionara a medio gas. La verdad es que prefiero no hablar de eso. Uno va por la vida sintiéndose joven e inmortal y luego, de repente, te dicen que te queda muy poco tiempo. Y si hay una cosa que tengo clara, es que no pienso malgastar lo que me quede en esta jaula de cristal.
Se frotó inconscientemente el pecho. Tenía problemas cardiovasculares: la razón de su repentina dimisión y de que Erika empezara varios meses antes de lo que en un principio se había previsto.
Erika se dio la vuelta y abarcó toda la redacción con la mirada. Estaba medio vacía. Vio a un reportero y a un fotógrafo de camino al ascensor dispuestos a cubrir —supuso ella— la manifestación del uno de mayo.
—Si molesto o si estás ocupado, dímelo y me voy.
—Lo único que tengo que hacer hoy es redactar un editorial de cuatro mil quinientos caracteres sobre las manifestaciones del uno de mayo. He escrito ya tantos que podría hacerlo hasta durmiendo. Si los socialistas quieren ir a la guerra con Dinamarca, yo tengo que explicar por qué se equivocan. Y si los socialistas quieren evitar la guerra con Dinamarca, yo tengo que explicar por qué se equivocan.
—¿Con Dinamarca? —preguntó Erika.
—Bueno, es que una parte del mensaje del uno de mayo debe tratar sobre el conflicto de la integración. Y ni que decir tiene que, digan lo que digan, los socialistas están muy equivocados.
De pronto, soltó una carcajada.
—Suena cínico —dijo ella.
—Bienvenida al SMP.
Erika no tenía ninguna opinión formada de antemano sobre el redactor jefe Håkan Morander. Para ella era un anónimo y poderoso hombre que pertenecía a la élite de los redactores jefe. Cuando leía sus editoriales, le resultaba aburrido, conservador y todo un experto a la hora de quejarse de los impuestos, el típico liberal apasionado defensor de la libertad de expresión, pero nunca había tenido ocasión de conocerlo en persona ni de hablar con él.
—Háblame del trabajo —dijo ella.
—Yo me iré el último día de junio. Trabajaremos al alimón durante dos meses. Descubrirás cosas positivas y cosas negativas. Yo soy un cínico, de manera que por regla general suelo ver tan sólo lo negativo.
Se levantó y se puso a su lado, junto al cristal.
—Descubrirás que ahí fuera te espera toda una serie de adversarios: jefes del turno de día y veteranos editores de textos que han creado sus propios y pequeños imperios y que son dueños de clubes de los que no puedes ser miembro. Intentarán tantear cuál es tu límite y colocar sus propios titulares y sus propios enfoques; vas a tener que actuar con mucha mano dura para hacerles frente.
Erika asintió.
—Luego están los jefes del turno de noche, Billinger y Karlsson… son un capítulo aparte. Se odian y, gracias a Dios, no hacen el mismo turno, pero se comportan como si fueran tanto los redactores jefe como los máximos responsables del periódico. Y tienes a Anders Holm, que es jefe de Noticias y con el que tendrás bastante relación. Seguro que os pelearéis unas cuantas veces. En realidad es él quien hace el SMP todos los días. Contarás con algunos reporteros que van de divos y otros que, para serte sincero, deberían jubilarse.
—¿No hay ningún colaborador bueno?
De repente Morander se rió.
—Pues sí. Pero ya decidirás tú misma con quién quieres llevarte bien. Ahí fuera hay unos cuantos reporteros que son muy pero que muy buenos.
—¿Y la dirección?
—El presidente de la junta directiva es Magnus Borgsjö. Fue él quien te reclutó. Es una persona encantadora, a caballo entre la vieja escuela y un aire renovador, pero, sobre todo, es quien manda. Hay otros miembros de la junta, algunos de ellos pertenecientes a la familia propietaria, que, más que otra cosa, parece que sólo están pasando el rato, y unos cuantos más que son miembros de varias juntas directivas y revolotean de un lado para otro y de reunión en reunión.
—Parece que no estás muy contento con la junta.
—Es que hay una clara división: tú publicas el periódico, ellos se encargan de la economía. No deben entrometerse en el contenido del periódico, pero siempre surgen situaciones comprometidas. Para serte sincero, Erika, esto te resultará muy duro.
—¿Por qué?
—Desde los gloriosos días de los años sesenta, la tirada se ha visto reducida en casi ciento cincuenta mil ejemplares y el SMP empieza a acercarse a ese punto en el que no resulta rentable. Hemos reestructurado la empresa y hecho un recorte de más de ciento ochenta puestos de trabajo desde 1980. Hemos pasado al formato tabloide: algo que deberíamos haber hecho hace ya veinte años. El SMP sigue perteneciendo a los grandes periódicos, pero no falta mucho para que empiecen a considerarnos un periódico de segunda. Si es que no lo somos ya.
—Entonces, ¿por qué me han contratado? —preguntó Erika.
—Porque la edad media de los que leen el SMP es de más de cincuenta años y la incorporación de nuevos lectores de veinte años es prácticamente nula. El SMP tiene que renovarse. Y la idea de la junta era la de fichar a la redactora jefe más insospechada que se pudiera imaginar.
—¿A una mujer?
—No sólo a una mujer, sino a la mujer que acabó con el imperio Wennerström, considerada la reina del periodismo de investigación y con fama de ser más dura que ninguna otra. Resultaba irresistible. Si tú no eres capaz de darle un nuevo aire al periódico, nadie podrá hacerlo. El SMP no ha contratado tanto a Erika Berger como a su reputación.
Eran poco más de las dos de la tarde cuando Mikael Blomkvist dejó el café Copacabana, situado junto al Kvartersbion de Hornstull. Se puso las gafas de sol y, al torcer por Bergsunds Strand para dirigirse al metro, descubrió casi inmediatamente un Volvo gris aparcado en la esquina. Pasó ante él sin aminorar el paso y constató que se trataba de la misma matrícula y que el coche estaba vacío.
Era la séptima vez que lo veía en los últimos cuatro días. No sabría decir si hacía mucho tiempo que el vehículo andaba rondando por allí, pues el hecho de que hubiese advertido su presencia había sido fruto de la más pura casualidad. La primera vez que reparó en él fue el miércoles por la mañana, cuando, de camino a la redacción de Millennium, lo vio aparcado cerca de su domicilio de Bellmansgatan. Se fijó por casualidad en la matrícula, que empezaba con las letras KAB, y reaccionó porque ése era el nombre de la empresa de Alexander Zalachenko: Karl Axel Bodin. Probablemente no habría reflexionado más sobre el tema si no hubiera sido porque, tan sólo unas cuantas horas después, vio ese mismo coche cuando comió con Henry Cortez y Malin Eriksson en Medborgarplatsen. En esa ocasión el Volvo se hallaba aparcado en una calle perpendicular a la redacción de Millennium.
Se preguntó si no se estaría convirtiendo en un paranoico, pero poco después visitó a Holger Palmgren en la residencia de Ersta y el Volvo gris estaba en el aparcamiento reservado para las visitas. Demasiada casualidad. Mikael Blomkvist empezó a mantener la vigilancia a su alrededor. No se sorprendió cuando, a la mañana siguiente, lo volvió a descubrir.
En ninguna de las ocasiones pudo ver a su conductor. Una llamada al registro de coches, sin embargo, le informó de que el turismo figuraba registrado a nombre de un tal Göran Mårtensson, de cuarenta años y domiciliado en Vittangigatan, Vällingby. Siguió investigando y descubrió que Göran Mårtensson poseía el título de consultor empresarial y que era el propietario de una sociedad domiciliada en un apartado postal de Fleminggatan, en Kungsholmen. Mårtensson tenía un interesante curriculum. En 1983, cuando contaba dieciocho años, hizo el servicio militar en la unidad especial de defensa costera y luego continuó como profesional en las Fuerzas Armadas. Ascendió a teniente y en 1989 se despidió y recondujo su carrera ingresando en la Academia de policía de Solna. Entre 1991 y 1996 trabajó en la policía de Estocolmo. En 1997 desapareció del servicio y en 1999 registró su propia empresa.
Conclusión: la Säpo.
Mikael se mordió el labio inferior. Un periodista de investigación podría volverse paranoico con bastante menos. Mikael llegó a la conclusión de que se hallaba bajo una discreta vigilancia, pero que ésta se efectuaba con tanta torpeza que se había dado cuenta.
O a lo mejor no era tan torpe: la única razón por la que se había percatado de la existencia del coche residía en esa matrícula que, por casualidad, llamó su atención porque encerraba un significado para él. Si no hubiese sido por KAB, ni siquiera se habría dignado a mirar el coche.
Durante toda la jornada del viernes, KAB brilló por su ausencia. Mikael no estaba del todo seguro, pero ese día creía haber sido seguido por un Audi rojo, aunque no consiguió ver la matrícula. El sábado, sin embargo, el Volvo volvió a aparecer.
Justo veinte segundos después de que Mikael Blomkvist abandonara el café Copacabana, Christer Malm, apostado en la sombra de la terraza del café Rosso, al otro lado de la calle, cogió su Nikon digital y sacó una serie de doce fotografías. Fotografió a los dos hombres que salieron del café poco después de Mikael y que fueron tras él pasando por delante del Kvartersbion.
Uno de los hombres era rubio y de una mediana edad difícil de precisar, aunque más tirando a joven que a viejo. El otro, que parecía algo mayor, tenía el pelo fino y rubio, más bien pelirrojo, y llevaba unas gafas de sol. Los dos vestían vaqueros y oscuras cazadoras de cuero.
Se despidieron junto al Volvo gris. El mayor abrió la puerta del coche mientras el joven seguía a Mikael Blomkvist hasta el metro.
Christer Malm bajó la cámara y suspiró. No tenía ni idea de por qué Mikael lo había cogido aparte y le había pedido encarecidamente que el domingo por la tarde se diera unas cuantas vueltas por los alrededores del café Copacabana para ver si podía encontrar un Volvo gris con la matrícula en cuestión. Le dio instrucciones para que se colocara de tal manera que pudiera fotografiar a la persona que, con toda probabilidad, abriría la puerta del coche poco después de las tres. Al mismo tiempo, debía mantener los ojos bien abiertos por si alguien seguía a Mikael Blomkvist.
Sonaba como el inicio de una típica aventura del superdetective Kalle Blomkvist. Christer Malm nunca había tenido del todo claro si Mikael Blomkvist era paranoico por naturaleza o si poseía un don paranormal. Tras los acontecimientos de Gosseberga, Mikael se había vuelto extremadamente cerrado y, en general, de difícil trato. Cierto que eso no resultaba nada extraño cuando Mikael andaba metido en alguna intrincada historia —Christer le conoció esa misma reservada obsesión y ese mismo secretismo con lo del asunto Wennerström—, pero ahora resultaba más evidente que nunca.
En cambio, Christer Malm no tuvo ninguna dificultad en constatar que, en efecto, Mikael Blomkvist estaba siendo perseguido. Se preguntó qué nuevo infierno —que, sin duda, acapararía el tiempo, las fuerzas y los recursos de Millennium— se les venía encima. Christer Malm consideró que no era un buen momento para que Blomkvist hiciera una de las suyas ahora que la redactora jefe de la revista les había abandonado por Gran Dragón y que la estabilidad de la revista, conseguida con no poco esfuerzo, se hallaba bajo amenaza.
Pero por otro lado, hacía por lo menos diez años —a excepción del desfile del Festival del orgullo gay— que Christer Malm no participaba en una manifestación, y ese domingo del uno de mayo no tenía nada mejor que hacer que complacer a Mikael. Se levantó y, despreocupadamente, siguió a la persona que estaba persiguiendo a Mikael Blomkvist. Algo que no formaba parte de las instrucciones. No obstante, ya en Långholmsgatan, perdió de vista al hombre.
Una de las primeras medidas que Mikael tomó en cuanto supo que su teléfono estaba pinchado fue mandar a Henry Cortez a comprar móviles de segunda mano. Cortez encontró una partida de restos de serie del modelo Ericsson T10 por cuatro cuartos. Mikael abrió anónimas cuentas de tarjetas prepago en Comviq. Él se quedó con uno y el resto lo repartió entre Malin Eriksson, Henry Cortez, Annika Giannini, Christer Malm y Dragan Armanskij. Los usarían tan sólo para las conversaciones que en absoluto deseaban que fueran escuchadas. Las llamadas normales se harían desde los números habituales. Eso provocó que todo el mundo tuviera que cargar con dos móviles.
Al salir del Copacabana Mikael se dirigió a Millennium, donde Henry Cortez tenía guardia ese fin de semana. A raíz del asesinato de Zalachenko, Mikael había confeccionado una lista de guardias con el objetivo de que la redacción no permaneciera vacía y de que alguien se quedara a dormir allí por las noches. Las guardias las hacían él mismo, Henry Cortez, Malin Eriksson y Christer Malm. Lottie Karim, Mónica Nilsson y el jefe de marketing, Sonny Magnusson, estaban excluidos. Ni siquiera se lo preguntaron. El miedo que Lottie Karim le tenía a la oscuridad era de sobra conocido por todos, de modo que ella nunca jamás habría aceptado pasar la noche sola en la redacción. Mónica Nilsson, en cambio, no le temía en absoluto a la oscuridad, pero trabajaba como una loca con sus temas y pertenecía a ese tipo de personas que se van a casa cuando su jornada laboral llega a su fin. Y Sonny Magnusson ya había cumplido sesenta y un años, no tenía nada que ver con el trabajo de redacción y pronto se iría de vacaciones.
—¿Alguna novedad? —preguntó Mikael.
—Nada especial —dijo Henry Cortez—. Las noticias de hoy sólo hablan, como no podía ser de otra manera, del uno de mayo.
Mikael asintió.
—Voy a quedarme aquí unas cuantas horas. Tómate la tarde libre y vuelve sobre las nueve de la noche.
En cuando Henry Cortez desapareció, Mikael se acercó hasta su mesa y sacó su recién adquirido móvil. Llamó a Gotemburgo, al periodista freelance Daniel Olofsson. Millennium llevaba muchos años publicando textos de Olofsson y Mikael tenía una gran confianza en su capacidad periodística para recabar material de base para una investigación.
—Hola, Daniel. Soy Mikael Blomkvist. ¿Estás libre?
—Sí.
—Necesito que alguien me haga un trabajo de investigación. Puedes facturarme cinco días, pero no necesito que escribas nada. O, mejor dicho, si te apetece escribir algo sobre el tema no tenemos ningún problema en publicártelo, pero lo que buscamos es sólo la investigación.
—Shoot.
—Es un poco delicado. Excepto conmigo, no deberás tratar esto con nadie y sólo nos comunicaremos a través de Hotmail. Ni siquiera quiero que digas que estás trabajando para Millennium.
—Suena divertido. ¿Qué andas buscando?
—Quiero que hagas un reportaje sobre el hospital de Sahlgrenska. Lo llamaremos Urgencias y tu cometido será reflejar la diferencia entre la realidad y la serie de televisión. Quiero que visites aquello un par de días y que des cumplida cuenta de las labores que se realizan tanto en urgencias como en la UVI. Habla con los médicos, las enfermeras, el personal de limpieza y todos los demás empleados. ¿Cómo son las condiciones laborales? ¿Qué hacen? Ese tipo de cosas. Con fotos, por supuesto.
—¿La UVI? —preguntó Olofsson.
—Eso es. Necesito que te centres en los cuidados de los pacientes gravemente heridos del pasillo 11C. Quiero saber cómo son los planos del pasillo, quiénes trabajan allí, cómo son y cuál es su curriculum.
—Mmm —dijo Daniel Olofsson—. Si no me equivoco, el 11C es donde está ingresada una tal Lisbeth Salander.
Olofsson no se había caído de un guindo.
—¡No me digas! —exclamó Mikael Blomkvist—. ¡Qué interesante! Averigua en qué habitación se encuentra, cuál es su rutina diaria y qué es lo que hay en las habitaciones colindantes.
—Mucho me temo que este reportaje va a tratar sobre algo totalmente diferente —le comentó Daniel Olofsson.
—Bueno… Como ya te he dicho, lo único que me interesa es la información que puedas sacar.
Se intercambiaron las direcciones de Hotmail.
Lisbeth Salander estaba tendida boca arriba, en el suelo de su habitación del Sahlgrenska, cuando Marianne, la enfermera, abrió la puerta.
—Mmm —dijo Marianne, manifestando así sus dudas sobre los beneficios de tumbarse en el suelo de la UVI. Pero aceptó que era el único sitio que había para que la paciente realizara sus ejercicios.
Tras haberse pasado treinta minutos intentando hacer flexiones, estiramientos y abdominales —tal y como le había recomendado su terapeuta—, Lisbeth Salander estaba completamente empapada en sudor. Tenía una tabla con una larga serie de movimientos que debía realizar a diario para reforzar la musculatura de los hombros y las caderas tras la operación efectuada tres semanas antes. Respiraba con dificultad y no se sentía en forma: se cansaba enseguida y el hombro le tiraba y le dolía al menor esfuerzo. No cabía duda, no obstante, de que estaba mejorando. El dolor de cabeza que la atormentó durante los días inmediatamente posteriores a la operación se había ido apagando y sólo se manifestaba de manera esporádica.
Ella se consideraba de sobra recuperada como para, sin dudarlo ni un segundo, marcharse del hospital o, por lo menos, salir cojeando de allí si fuera posible, lo cual no era el caso. Por una parte, los médicos aún no le habían dado el alta y, por otra, la puerta de su habitación siempre estaba cerrada con llave y vigilada por un maldito gorila de Securitas que no se movía de una silla del pasillo.
Lo cierto era que estaba lo bastante bien como para que la trasladaran a una planta de rehabilitación normal. Sin embargo, tras todo tipo de discusiones, la policía y la dirección del hospital acordaron que, de momento, Lisbeth permaneciera en la habitación 18: resultaba fácil de vigilar, estaba bien atendida y se hallaba situada algo apartada de las demás habitaciones, al final de un pasillo con forma de «L». Por lo tanto, era más sencillo que continuara allí —donde el personal, a raíz del asesinato de Zalachenko, estaba más pendiente de la seguridad y ya conocía el problema de Lisbeth Salander— que trasladarla a otra planta, con todo lo que eso implicaba a la hora de modificar las rutinas diarias.
En cualquier caso, su estancia en el Sahlgrenska era cuestión de unas pocas semanas más. En cuanto los médicos le dieran el alta, sería trasladada a los calabozos de Kronoberg, Estocolmo, en régimen de prisión preventiva, hasta que se celebrara el juicio. Y la persona que decidiría que ese día había llegado era Anders Jonasson.
Tuvieron que pasar no menos de diez días, tras los acontecimientos de Gosseberga, para que el doctor Jonasson permitiera a la policía realizar un primer interrogatorio en condiciones, algo que, a ojos de Annika Giannini, resultaba estupendo. Lo malo era que Anders Jonasson también había puesto trabas para que la abogada pudiera ver a su clienta, y eso la irritaba sobremanera.
Tras el caos ocasionado a raíz del asesinato de Zalachenko, Jonasson efectuó una evaluación a fondo del estado de Lisbeth Salander y concluyó que, considerando que había sido sospechosa de un triple asesinato, debía de haberse visto expuesta a una gran dosis de estrés. Anders Jonasson ignoraba si era culpable o inocente, aunque, como médico, tampoco tenía el menor interés en dar respuesta a esa pregunta. Sólo constató que Lisbeth Salander se hallaba sometida a un enorme estrés. Le habían pegado tres tiros y una de las balas le penetró en el cerebro y casi la mata. Tenía una fiebre que se resistía a remitir y le dolía mucho la cabeza.
Había elegido jugar sobre seguro. Sospechosa de asesinato o no, ella era su paciente y su trabajo consistía en velar por su pronta recuperación. Por ese motivo le prohibió las visitas, cosa que no tenía nada que ver con la prohibición, jurídicamente justificada, que había dictado la fiscal. Le prescribió un tratamiento y reposo absoluto.
Como Anders Jonasson consideraba que el aislamiento total de una persona era una forma de castigo tan inhumana que, de hecho, rayaba en la tortura, y que además no resultaba saludable para nadie hallarse separado por completo de sus amistades, decidió que la abogada de Lisbeth Salander, Annika Giannini, hiciera de amiga en funciones. Jonasson mantuvo una seria conversación con Annika Giannini y le explicó que le concedería una hora de visita al día para que viera a Lisbeth Salander. Durante ese tiempo podría conversar con ella o, si así lo deseaba, permanecer callada y hacerle compañía. No obstante, las conversaciones no deberían, en la medida de lo posible, tratar los problemas mundanos de Lisbeth Salander ni sus inminentes batallas legales.
—A Lisbeth Salander le han disparado en la cabeza y está gravemente herida —remarcó—. Creo que se encuentra fuera de peligro, pero siempre existe el riesgo de que se produzcan hemorragias u otras complicaciones. Necesita descanso y tiempo para curarse. Sólo después de que eso ocurra podrá empezar a enfrentarse a sus problemas jurídicos.
Annika Giannini entendió la lógica del razonamiento del doctor Jonasson. En las conversaciones de carácter general que Annika mantuvo con Lisbeth Salander le dio una ligera pista de la estrategia que ella y Mikael habían diseñado, aunque durante los primeros días no tuvo ninguna posibilidad de entrar en detalles: Lisbeth Salander se encontraba tan drogada y agotada que a menudo se dormía mientras estaban hablando.
Dragan Armanskij examinó la serie de fotos que Christer Malm había hecho de los dos hombres que siguieron a Mikael Blomkvist desde el Copacabana. Las imágenes eran muy nítidas.
—No —dijo—. No los conozco.
Mikael Blomkvist asintió con la cabeza. Esa mañana de lunes se hallaban reunidos en Milton Security, en el despacho de Dragan Armanskij. Mikael había entrado en el edificio por el garaje.
—Sabemos que el mayor es Göran Mårtensson, el propietario del Volvo. Hace al menos una semana que me persigue como si fuera mi mala conciencia, pero es obvio que puede llevar mucho más tiempo haciéndolo.
—¿Y dices que es de la Säpo?
Mikael señaló la documentación que había reunido sobre la carrera profesional de Mårtensson. Hablaba por sí sola. Armanskij dudó: la revelación de Blomkvist le había producido sentimientos encontrados.
Cierto: los policías secretos del Estado siempre metían la pata. Ese era el orden normal de las cosas, no sólo en la Säpo sino también, probablemente, en todos los servicios de inteligencia del planeta. ¡Por el amor de Dios, si hasta la policía secreta francesa mandó un equipo de buceadores a Nueva Zelanda para hacer estallar el Rainbow Warrior, el barco de Greenpeace! Algo que sin duda había que considerar como la operación de inteligencia más estúpida de la historia mundial, exceptuando, tal vez, el robo del presidente Nixon en el Watergate. Con una cadena de mando tan idiota no era de extrañar que se produjeran escándalos. Los éxitos nunca salen a la luz, claro… En cambio, en cuanto la policía secreta hacía algo inadecuado, cometía alguna estupidez o fracasaba, los medios de comunicación se le echaban encima y lo hacían con toda la sabiduría que dan los conocimientos obtenidos a toro pasado.
Armanskij nunca había entendido la relación que los medios de comunicación suecos mantenían con la Säpo.
Por una parte, la Säpo era considerada una magnífica fuente: casi cualquier precipitada tontería política ocasionaba llamativos titulares. La Säpo sospecha que… Una declaración de la Säpo constituía una fuente de gran importancia para un titular.
Pero, por otra, tanto los medios de comunicación como los políticos de distinto signo se dedicaban a ejecutar con todas las de la ley a los miembros de la Säpo que eran pillados espiando a los ciudadanos suecos. Allí había algo tan contradictorio que, en más de una ocasión, Armanskij había podido constatar que ni los políticos ni los medios de comunicación estaban bien de la cabeza.
Armanskij no tenía nada en contra de la existencia de la Säpo: alguien debía encargarse de que ninguno de esos chalados nacionalbolcheviques que se habían pasado la vida leyendo a Bakunin —o a quien diablos leyeran esos chalados neonazis— fabricara una bomba de fertilizantes y petróleo y la colocara en una furgoneta ante las mismas puertas de Rosenbad. De modo que la Säpo era necesaria y Armanskij consideraba que, mientras el objetivo fuera proteger la seguridad general de los ciudadanos, un poco de espionaje a pequeña escala no tenía por qué ser siempre tan negativo.
El problema residía, por supuesto, en que una organización cuya misión consistía en espiar a sus propios compatriotas debía ser sometida al más estricto control público y tener una transparencia constitucional excepcionalmente alta. Lo que sucedía con la Säpo era que tanto a los políticos como a los parlamentarios les resultaba casi imposible ejercer ese control, ni siquiera cuando el primer ministro nombró una comisión especial que, sobre el papel, tendría autorización para acceder a todo cuanto deseara. A Armanskij le habían dejado el libro de Carl Lidbom Una misión y lo leyó con creciente asombro: en Estados Unidos habrían arrestado en el acto a una decena de miembros destacados de la Säpo por obstrucción a la justicia y los habrían obligado a comparecer ante el Congreso para someterse a un interrogatorio público. En Suecia, al parecer, eran intocables.
El caso Lisbeth Salander ponía en evidencia que algo estaba podrido en la organización, pero cuando Mikael Blomkvist fue a ver a Armanskij para darle un móvil seguro, la primera reacción de éste fue pensar que Blomkvist se había vuelto paranoico. Fue al enterarse de los detalles y examinar las fotos de Christer Malm cuando no tuvo más remedio que aceptar que las sospechas de Blomkvist tenían un fundamento. Algo que no presagiaba nada bueno, sino que más bien daba a entender que la conspiración de la que fue objeto Lisbeth Salander, hacía ya quince años, no había sido una casualidad.
Simplemente, había demasiadas coincidencias para que fuera fruto del azar. Era posible que Zalachenko hubiera sido asesinado por un fanático de la justicia. Pero no en el mismo momento en que tanto a Annika Giannini como a Mikael Blomkvist les robaban los documentos sobre los que se basaban las pruebas del caso. Un auténtico desastre. Y, por si fuera poco, Gunnar Björck, el principal testigo, va y se ahorca.
—Vale —dijo Armanskij mientras reunía la documentación de Mikael—. ¿Te parece bien, entonces, que le lleve todo esto a mi contacto?
—Siempre y cuando se trate de alguien de confianza.
—Sé que es una persona con un gran sentido de la ética y una vida impecablemente democrática.
—¿En la Säpo? —preguntó Mikael Blomkvist con una evidente duda en la voz.
—Tenemos que ponernos de acuerdo. Tanto Holger Palmgren como yo hemos aceptado tu plan y vamos a colaborar contigo. Pero te aseguro que solos no podemos actuar. Habrá que buscar aliados dentro de la administración si no queremos que esto acabe mal.
—De acuerdo —dijo Mikael a regañadientes—. Estoy demasiado acostumbrado a esperar a que Millennium esté en la calle para desentenderme de un tema. Nunca he dado información sobre una historia antes de haberla publicado.
—Pues con ésta ya lo has hecho. No sólo me lo has contado a mí, sino también a tu hermana y a Palmgren.
Mikael asintió.
—Y lo has hecho porque incluso tú te has dado cuenta de que este asunto va mucho más allá de unos titulares en tu revista. En este caso no eres un periodista objetivo sino un personaje que influye en el desarrollo de los acontecimientos.
Mikael movió afirmativamente la cabeza.
—Y, como tal, necesitas ayuda para lograr lo que te has propuesto.
Mikael volvió a asentir. De todos modos, no les había contado toda la verdad ni a Armanskij ni a Annika Giannini. Seguía guardando secretos que sólo compartía con Lisbeth Salander. Le estrechó la mano a Armanskij.