Lunes, 11 de abril - Martes, 12 de abril
El lunes, a las seis menos cuarto de la tarde, Mikael Blomkvist cerró la tapa de su iBook y se levantó de la mesa de la cocina de su casa de Bellmansgatan. Se puso un abrigo y se fue andando hasta las oficinas de Milton Security en Slussen. Cogió el ascensor hasta la recepción de la tercera planta y enseguida lo dirigieron a una sala de reuniones. Llegó a las seis en punto y fue el último en personarse.
—Hola, Dragan —dijo al tiempo que le estrechaba la mano—. Gracias por haber aceptado hacer de anfitrión de esta reunión informal.
Miró a su alrededor. Aparte de ellos dos, el grupo estaba formado por Annika Giannini, Holger Palmgren y Malin Eriksson. Por parte de Milton también participaba el antiguo inspector de la policía criminal Sonny Bohman, quien, por encargo de Armanskij, seguía la investigación sobre Salander desde el primer día.
Era la primera vez en más de dos años que Holger Palmgren salía. A su médico, el doctor A. Sivarnandan, no le había hecho mucha gracia dejarle abandonar la residencia de Ersta, pero Palmgren había insistido. Acudió en un coche del servicio municipal de discapacitados. Fue con su asistenta particular, Johanna Karolina Oskarsson, de treinta y nueve años, cuyo salario provenía de un misterioso fondo creado para ofrecerle a Palmgren los mejores cuidados imaginables. Karolina Oskarsson se quedó esperando en una mesa situada fuera de la sala de reuniones. Llevaba un libro. Mikael cerró la puerta.
—Para los que no la conocéis, Malin Eriksson es la nueva redactora jefe de Millennium. Le he pedido que nos acompañe en esta reunión, ya que lo que vamos a tratar aquí también afecta a su trabajo.
—Muy bien —dijo Armanskij—. Aquí nos tienes. Somos todo oídos.
Mikael se puso ante la pizarra y cogió un rotulador. Paseó la mirada por cada uno de los allí presentes.
—Esta es sin duda una de las cosas más surrealistas que me han sucedido en la vida —comentó—. Cuando todo esto haya pasado, voy a fundar una asociación sin ánimo de lucro. La llamaré Los caballeros de la mesa chalada, y su objetivo será organizar una cena anual en la que hablaremos mal de Lisbeth Salander. Sois todos miembros.
Hizo una pausa.
—La realidad es ésta —dijo mientras empezaba a escribir palabras sueltas en la pizarra de Armanskij. Habló durante más de treinta minutos. Luego estuvieron debatiendo el tema durante casi tres horas.
Una vez concluida formalmente la reunión, Evert Gullberg se sentó con Fredrik Clinton. Hablaron en voz baja durante un par de minutos. Acto seguido, Gullberg se levantó y los viejos compañeros de armas se dieron la mano.
Gullberg regresó en taxi al Freys Hotel, recogió su ropa, pagó la factura y cogió uno de los trenes que salían por la tarde para Gotemburgo. Eligió primera clase y le dieron un compartimento entero para él solo. Al pasar el puente de Årsta sacó un bolígrafo y un bloc de cartas. Reflexionó un momento y luego se puso a escribir. Llenó más o menos la mitad de la hoja antes de detenerse y arrancarla.
Los documentos falsificados no eran su especialidad, pero en ese caso concreto la tarea se simplificaba por el simple hecho de que las cartas que estaba a punto de redactar iban a ser firmadas por él mismo. La dificultad estribaba en que ni una sola palabra sería cierta.
Cuando pasó Nyköping ya había rechazado una buena cantidad de borradores, pero por fin empezaba a hacerse una idea de los términos en los que debía formular los escritos. Al llegar a Gotemburgo tenía ya terminadas doce cartas con las que se encontraba satisfecho. Se aseguró de que sus huellas dactilares quedaran marcadas en las hojas.
En la estación central de Gotemburgo consiguió encontrar una fotocopiadora e hizo unas cuantas copias. Luego compró sobres y sellos y echó las cartas al buzón, cuya recogida estaba prevista para las 21.00.
Gullberg cogió un taxi hasta el City Hotel de Lorensbergsgatan, donde Clinton ya le había hecho una reserva. De modo que iba a pasar la noche en el mismo hotel en el que Mikael Blomkvist se había alojado un par de días antes. Subió de inmediato a su habitación y se dejó caer en la cama. Se encontraba tremendamente cansado y se dio cuenta de que en todo el día sólo había comido dos rebanadas de pan. Sin embargo, no tenía hambre. Se desnudó, se metió en la cama y se durmió casi enseguida.
Lisbeth Salander se despertó sobresaltada al oír que la puerta se abría. Supo al instante que no se trataba de ninguna de las enfermeras de noche. Sus ojos se abrieron en dos finas líneas y descubrieron en la puerta una silueta con muletas. Zalachenko, quieto, la contemplaba a la luz que se filtraba desde el pasillo.
Sin moverse, Lisbeth desplazó la mirada hasta que consiguió ver que el reloj digital marcaba las 3.10.
Continuó desplazándola unos milímetros más y percibió un vaso de agua cerca del borde de la mesilla. Fijó la vista en él y calculó la distancia. Lo alcanzaría sin necesidad de mover el cuerpo.
Le llevaría una fracción de segundo estirar el brazo y, con un resuelto movimiento, romper el vaso contra el borde de la mesilla. Si él se inclinara sobre ella, Lisbeth tardaría medio segundo más en clavar el filo del cristal en la garganta de Zalachenko. Contempló otras alternativas pero llegó a la conclusión de que ésa era su única arma.
Se relajó y esperó.
Zalachenko permaneció quieto en la puerta durante dos minutos.
Luego la cerró con sumo cuidado. Ella oyó el débil y raspante sonido de las muletas mientras él se alejaba sigilosamente de la habitación.
Cinco minutos después, Lisbeth se apoyó en el codo y, alargando la mano, cogió el vaso y bebió un largo trago. Se sentó en la cama con las piernas colgando y se quitó los electrodos del brazo y del pecho. Se puso de pie a trancas y barrancas, tambaleándose. Le llevó un par de minutos recuperar el control de su cuerpo. Se acercó cojeando a la puerta y se apoyó contra la pared para recuperar el aliento. Tenía un sudor frío. Acto seguido, una gélida rabia se apoderó de ella.
Fuck you, Zalachenko. Terminemos con esto de una vez por todas.
Necesitaba un arma.
Un instante después percibió en el pasillo el ruido de unos pasos rápidos.
Mierda. Los electrodos.
—Pero ¿qué diablos haces tú levantada? —preguntó asombrada la enfermera de noche.
—Tengo que… que ir… al baño —dijo Lisbeth sin aliento.
—Vuelve a la cama inmediatamente.
Cogió a Lisbeth de la mano y la condujo hasta la cama. Luego le dio una cuña.
—Cuando quieras ir al baño, llámanos. Para eso tienes ese botón —le dijo la enfermera.
Lisbeth no pronunció palabra. Se concentró en intentar producir unas gotas de orina.
Mikael Blomkvist se despertó a las diez y media del martes, se duchó, puso la cafetera y luego se sentó ante su iBook. La noche anterior había regresado a casa tras la reunión de Milton Security y se había quedado trabajando hasta las cinco de la mañana. Por fin tenía la sensación de que la historia empezaba a tomar forma. La biografía de Zalachenko seguía siendo un poco difusa: todo lo que tenía era lo que había conseguido sacarle a Björck, así como los detalles que pudo aportar Holger Palmgren. El texto sobre Lisbeth Salander estaba ya prácticamente terminado. Explicaba, paso a paso, cómo ella había sido víctima de una banda de «guerreros fríos» de la DGP/Seg que la encerraron en una clínica psiquiátrica infantil para que no hiciera estallar el secreto de Zalachenko.
Estaba contento con el texto. Tenía una historia cojonuda por la que la gente echaría abajo los quioscos y que, además, crearía una serie de problemas que llegarían hasta lo más alto de la jerarquía estatal.
Mientras reflexionaba encendió un cigarrillo.
Había dos enormes agujeros que debía tapar. Uno de ellos no presentaba grandes dificultades: tenía que centrarse en Peter Teleborian, algo que estaba ansioso por hacer. Cuando hubiera terminado con él, el prestigioso psiquiatra se convertiría en uno de los hombres más odiados de Suecia. Ese era el primero.
El segundo resultaba bastante más complicado.
La conspiración contra Lisbeth Salander —pensó en ellos como El club de Zalachenko— provenía de la Säpo. Contaba con un nombre, Gunnar Björck, pero era imposible que Björck fuera el único responsable. Debía de existir un grupo, un departamento de algún tipo. Tenía que haber jefes, responsables y un presupuesto. El problema era que él ignoraba por completo cómo identificar a esas personas. No sabía por dónde empezar. Sólo tenía una vaga idea sobre la organización de la Säpo.
El lunes inició la investigación mandando a Henry Cortez a unas cuantas librerías de viejo de Södermalm para que comprara cualquier obra que tuviese algo que ver con la policía sueca de seguridad. A eso de las cuatro de la tarde, Henry Cortez llegó a casa de Mikael con seis tomos y los dejó sobre una mesa. Mikael contempló la pila de libros.
El espionaje en Suecia de Mikael Rosquist (Tempus, 1988); Jefe de la Säpo, 1962-1970 de Per Gunnar Vinge (W&W, 1988); Los poderes secretos de Jan Ottosson y Lars Magnusson (Tiden, 1991); Lucha por el poder de la Säpo de Erik Magnusson (Corona, 1989); Una misión de Cari Lidbom (W&W, 1990), así como —algo sorprendente— An Agent in Place de Thomas Whiteside (Ballantine, 1966), que trataba del caso Wennerström. El caso Wennerström de los años sesenta, no el que él mismo destapó en el año 2000.
Se pasó la mayor parte de la madrugada del lunes al martes leyendo —o, por lo menos, hojeando— los libros que Henry Cortez le había traído. Cuando terminó, llegó a una serie de conclusiones. Primera: parece ser que la mayoría de los libros escritos sobre la policía de seguridad se publicaron a finales de los años ochenta. Una búsqueda en Internet le confirmó que, en la actualidad, no había ninguna literatura que versara sobre esa materia.
Segunda: al parecer no existía ningún libro que ofreciera una visión general e histórica comprensible de la actividad de la policía secreta sueca. Tal vez resultara lógico teniendo en cuenta que muchos casos habían sido clasificados —y, por lo tanto, eran difíciles de tratar—, pero no parecía haber ni una sola institución, un solo investigador o un solo medio de comunicación que hubiese examinado a la Säpo con ojos críticos.
También tomó nota de lo curioso que resultaba que en ninguno de los libros localizados por Henry Cortez figurara una bibliografía. En su lugar, las notas a pie de página contenían referencias a artículos de la prensa vespertina o a entrevistas personales con algún agente jubilado de la Säpo.
El libro Los poderes secretos resultaba fascinante, pero se ocupaba, en su mayor parte, de la época de la segunda guerra mundial, así como de los años inmediatamente anteriores. Mikael consideró que las memorias de P. G. Vinge no eran sino un libro propagandístico escrito en defensa propia por un destituido jefe de la Säpo que había recibido duras críticas. An Agent in Place contenía —ya desde el primer capítulo— tantas cosas raras sobre Suecia que, sin pensárselo dos veces, tiró el libro a la papelera. Los únicos libros con una explícita ambición de describir el trabajo de la policía de seguridad eran Lucha por el poder de la Säpo y El espionaje en Suecia. En ellos figuraba una serie de datos, nombres y organigramas. Le pareció que el libro de Erik Magnusson merecía ser leído. Aunque no respondía a ninguna de sus preguntas más inmediatas, ofrecía una buena panorámica general de la Säpo y de sus actividades durante las pasadas décadas.
Sin embargo, la mayor sorpresa la constituyó Una misión de Carl Lidbom, que describía los problemas con los que tuvo que enfrentarse el ex embajador sueco en París cuando, por encargo del gobierno, investigó a la Säpo tras la estela dejada por el asesinato de Palme y el caso Ebbe Carlsson. Mikael no había leído nada de Carl Lidbom con anterioridad y le sorprendió ese lenguaje irónico salpicado de observaciones muy agudas. Pero tampoco el libro de Carl Lidbom daba respuesta a sus preguntas, aunque ya empezaba a hacerse una idea de aquello a lo que se estaba enfrentando.
Después de meditar un instante, cogió el móvil y llamó a Henry Cortez.
—Hola, Henry. Gracias por el trabajo de campo de ayer.
—Mmm. ¿Qué quieres?
—Un poco más de lo mismo.
—Micke, tengo trabajo. Me han nombrado secretario de redacción.
—Un paso estupendo en tu carrera profesional.
—¿Qué quieres?
—A lo largo de los años se han realizado unos cuantos estudios oficiales sobre la Säpo. Carl Lidbom hizo uno. Debe de haber numerosas investigaciones similares.
—Ya.
—Llévate a casa todo lo que puedas encontrar en el Riksdag: presupuestos, informes de comisiones estatales, actas de interpelación y cosas por el estilo. Y pide las memorias anuales de la Säpo hasta donde puedas remontarte.
—Sí, bwana.
—Muy bien. Oye, Henry…
—¿Sí?
—… no lo necesito hasta mañana.
Lisbeth Salander se pasó la mañana dándole vueltas a lo de Zalachenko. Sabía que se encontraba a dos puertas de ella, que por las noches deambulaba por los pasillos y que a las tres y diez de la madrugada había estado frente a su habitación.
Ella lo había seguido hasta Gosseberga con la intención de matarlo. Fracasó, y ahora Zalachenko estaba vivo y a menos de diez metros de ella. Estaba metida en la mierda. No sabía muy bien hasta dónde, pero suponía que se vería obligada a escapar de allí y luego desaparecer discretamente fugándose al extranjero si no quería correr el riesgo de que la volviesen a encerrar en algún manicomio con Peter Teleborian como carcelero.
El problema era, por supuesto, que apenas tenía fuerzas para incorporarse en la cama. Advertía mejoras. El dolor de cabeza persistía, pero, en lugar de ser permanente, se producía a intervalos más o menos regulares. El dolor del hombro acechaba bajo la superficie y se manifestaba sólo cuando intentaba moverse.
Oyó pasos delante de su puerta y vio a una enfermera abrir y dejar pasar a una mujer que llevaba pantalones negros, blusa blanca y americana oscura. Se trataba de una mujer guapa y delgada, con el pelo corto y oscuro peinado como si fuera un chico. Irradiaba una complaciente autoconfianza. Llevaba un maletín negro en la mano. Lisbeth descubrió en el acto que tenía los mismos ojos que Mikael Blomkvist.
—Hola, Lisbeth. Me llamo Annika Giannini —dijo—. ¿Puedo entrar?
Lisbeth la observó con ojos inexpresivos. De repente no tuvo ni pizca de ganas de conocer a la hermana de Mikael Blomkvist y se arrepintió de haber aceptado la propuesta de que ella fuera su abogada.
Annika Giannini entró, cerró la puerta tras de sí y se acercó una silla. Permaneció callada durante unos segundos contemplando a su clienta.
Lisbeth Salander tenía una pinta lamentable. Su cabeza era un paquete de vendas. Sus ojos, inyectados en sangre, estaban rodeados de unos enormes y morados hematomas.
—Antes de que empecemos a hablar necesito saber si realmente quieres que yo sea tu abogada. Por regla general sólo llevo casos civiles y represento a víctimas de violaciones o de malos tratos. No soy una abogada penalista. Sin embargo, he estudiado los detalles de tu caso y me apetece mucho representarte, si tú me lo permites. También debo decirte que Mikael Blomkvist es mi hermano, creo que eso ya lo sabes, y que él y Dragan Armanskij van a pagar mis honorarios.
Esperó un rato, pero como no obtuvo ninguna reacción por parte de su clienta prosiguió.
—Si me quieres como abogada, trabajaré para ti. O sea, que no trabajo ni para mi hermano ni para Dragan Armanskij. En la parte penal me asistirá tu viejo administrador, Holger Palmgren. Es un tipo duro: todavía está convaleciente, pero se ha levantado casi a rastras de su cama para ayudarte.
—¿Palmgren? —preguntó Lisbeth Salander.
—Sí.
—¿Lo has visto?
—Sí. Va a ser mi asesor.
—¿Cómo está?
—Está cabreadísimo, pero, por curioso que pueda resultar, no parece preocupado por ti.
Lisbeth Salander mostró una sonrisa torcida. La primera desde que aterrizó en el hospital de Sahlgrenska.
—Y tú, ¿cómo estás?
—Estoy hecha un saco de mierda —dijo Lisbeth Salander.
—Bueno… ¿Me aceptas como defensora? Armanskij y Mikael pagarán mis honorarios y…
—No.
—¿No? ¿Qué quieres decir?
—Que te pagaré yo. No quiero ni un céntimo de Armanskij ni de Kalle Blomkvist. Sin embargo, no podré pagarte hasta que no tenga acceso a Internet.
—Entiendo. Ya solucionaremos ese tema cuando llegue el momento; de todos modos, las autoridades públicas correrán con la mayor parte de los gastos. ¿Quieres entonces que te represente?
Lisbeth Salander asintió secamente.
—Bien. Empezaré por transmitirte un mensaje de Mikael. Se expresa de manera críptica pero insiste en que tú comprenderás lo que quiere decir.
—¿Ah, sí?
—Dice que me lo ha contado casi todo de ti excepto unas pocas cosas. La primera concierne a las aptitudes que descubrió en Hedestad sobre ti.
Mikael sabe que tengo memoria fotográfica… y que soy una hacker. No se lo ha dicho a nadie.
—Vale.
—La segunda es el DVD. No sé a qué se refiere, pero dice que eres tú la que debe decidir si contármelo o no. ¿Tú sabes a qué se refiere?
El DVD de la película que mostraba la violación de Bjurman.
—Sí.
—Bien.
De repente, Annika Giannini dudó.
—A veces mi hermano me irrita un poco. A pesar de haberme contratado, sólo me cuenta lo que le apetece. ¿Tú también piensas ocultarme cosas?
Lisbeth meditó la respuesta.
—No lo sé.
—Vamos a tener que hablar bastante. Sin embargo, ahora no puedo quedarme mucho tiempo porque debo ver a la fiscal Agneta Jervas dentro de cuarenta y cinco minutos. Sólo necesitaba confirmar que realmente me querías como abogada. También tengo que darte una instrucción…
—Vale.
—Es la siguiente: si yo no estoy presente no digas ni una sola palabra a la policía, te pregunten lo que te pregunten. Aunque te provoquen y te acusen de todo tipo de cosas. ¿Me lo prometes?
—Eso no me costará nada —respondió Lisbeth Salander.
Tras el esfuerzo del lunes, Evert Gullberg se encontraba completamente agotado, de modo que no se despertó hasta las nueve de la mañana, casi cuatro horas más tarde de lo habitual. Fue al cuarto de baño, se duchó y se lavó los dientes. Permaneció un buen rato contemplando su cara en el espejo antes de apagar la luz y empezar a vestirse. Eligió la única camisa limpia que le quedaba en el maletín y se puso una corbata con motivos marrones.
Bajó al comedor del hotel y se tomó un café solo y una tostada de pan blanco con una loncha de queso y un poco de mermelada de naranja. Se bebió un gran vaso de agua mineral.
Luego se dirigió al vestíbulo principal y, desde una cabina, llamó al móvil de Fredrik Clinton.
—Soy yo. ¿Estado de la situación?
—Bastante agitado.
—Fredrik, ¿te ves con fuerzas para esto?
—Sí, me resulta igual que en los viejos tiempos. Aunque es una pena que no esté vivo Hans von Rottinger: sabía planificar las operaciones mejor que yo.
—Los dos estabais al mismo nivel. Podíais haberos sustituido el uno al otro en cualquier momento. Algo que, de hecho, hicisteis bastante a menudo.
—Él tenía algo, una especial sensibilidad; siempre fue un poco mejor.
—¿Cómo vais?
—Sandberg es más listo de lo que pensábamos. Hemos cogido una ayuda externa: Mårtensson. No es más que el chico de los recados, pero puede valer. Hemos pinchado el teléfono de casa de Blomkvist y también su móvil. A lo largo del día nos encargaremos de los teléfonos de Giannini y de Millennium. Estamos estudiando los planos de los despachos y de los pisos. Entraremos lo antes posible.
—Lo primero que debes hacer es localizar dónde están todas las copias…
—Ya lo he hecho. Hemos tenido una suerte increíble. A las diez de la mañana, Annika Giannini ha llamado a Blomkvist. Le ha preguntado específicamente por el número de copias que existen y ha quedado claro que Mikael Blomkvist está en posesión de la única copia. Berger hizo una copia del informe, pero se la envió a Bublanski.
—Muy bien. No hay tiempo que perder.
—Ya lo sé. Pero tenemos que hacerlo todo seguido. Si no recuperamos todas las copias del informe de Björck al mismo tiempo, fracasaremos.
—Ya lo sé.
—Es un poco complicado, porque Giannini ha salido para Gotemburgo esta misma mañana. He mandado tras ella a un equipo de colaboradores externos. Acaban de coger un vuelo hacia allí.
—Bien.
A Gullberg no se le ocurrió nada más que decir. Permaneció callado un largo rato.
—Gracias, Fredrik —respondió finalmente.
—Gracias a ti. Esto es más divertido que quedarse sentado esperando en vano un riñón.
Se despidieron. Gullberg pagó la factura del hotel y salió a la calle. La suerte ya estaba echada. Ahora sólo faltaba que la coreografía fuese exacta.
Empezó dando un paseo hasta el Park Avenue Hotel, donde pidió usar el fax para mandar las cartas que escribió en el tren el día anterior. No quería utilizar el fax de donde había estado alojado. Luego salió a Avenyn y buscó un taxi. Se detuvo junto a una papelera e hizo trizas las copias que había hecho de las cartas.
Annika Giannini conversó con la fiscal Agneta Jervas durante quince minutos. Quería enterarse de los cargos que ésta tenía intención de presentar contra Lisbeth Salander, pero no tardó en comprender que Jervas no estaba segura de lo que iba a pasar.
—Ahora mismo me contento con detenerla por graves malos tratos o, en su defecto, por intento de homicidio. Me refiero a los hachazos que Lisbeth Salander le dio a su padre. Supongo que apelarás al derecho de legítima defensa.
—Tal vez.
—Pero, sinceramente, Ronald Niedermann, el asesino del policía, es ahora mismo mi prioridad.
—Entiendo.
—Estoy en contacto con el fiscal general. Ahora están tratando de ver si todos los cargos que existen contra tu clienta los va a llevar un único fiscal de Estocolmo y si se va a incluir lo que ha ocurrido aquí.
—Doy por descontado que todo se va a trasladar a Estocolmo.
—Bien. En cualquier caso debo interrogar a Lisbeth Salander. ¿Cuándo podría ser?
—Tengo un informe de su médico, Anders Jonasson. Dice que Lisbeth Salander no estará en condiciones de participar en un interrogatorio hasta que no pasen varios días. Aparte de sus daños físicos, se encuentra fuertemente drogada a causa de los analgésicos.
—A mí me han comunicado algo parecido. Tal vez entiendas lo frustrante que eso me resulta. Te repito que, ahora mismo, mi prioridad es Ronald Niedermann. Tu clienta dice que no sabe dónde se esconde.
—Cosa que se corresponde con la verdad. Ella no conoce a Niedermann. Consiguió identificarlo y dar con él. Pero nada más.
—De acuerdo —respondió Agneta Jervas.
Evert Gullberg llevaba un ramo de flores en la mano cuando entró en el ascensor del Sahlgrenska al mismo tiempo que una mujer de pelo corto y americana oscura. Al llegar a la planta, le abrió educadamente la puerta y le permitió salir en primer lugar y dirigirse a la recepción.
—Me llamo Annika Giannini. Soy abogada y vengo a ver de nuevo a mi clienta, Lisbeth Salander.
Evert Gullbeg volvió la cabeza y, asombrado, se quedó mirando a la mujer que había subido con él en el ascensor. Mientras la enfermera comprobaba la identidad de Giannini y consultaba una lista, Gullberg desplazó la mirada y observó el maletín de la mujer.
—Habitación 12 —dijo la enfermera.
—Gracias. Ya he estado aquí antes, así que conozco el camino.
Cogió su maletín y desapareció del campo de visión de Gullberg.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó la enfermera.
—Sí, por favor, quisiera entregarle estas flores a Karl Axel Bodin.
—No puede recibir visitas.
—Lo sé, sólo quería darle las flores.
—Nosotras nos encargaremos de eso.
Más que nada, Gullberg había traído el ramo de flores para tener una excusa. Quería hacerse una idea del aspecto de la planta. Le dio las gracias y se acercó hasta la salida. De camino pasó por delante de la habitación de Zalachenko, la 14, según Jonas Sandberg.
Esperó fuera en la escalera. A través del cristal pudo ver cómo la enfermera cogía el ramo de flores y entraba en la habitación de Zalachenko. Cuando ella regresó a su puesto, Gullberg abrió la puerta, se dirigió a toda prisa a la habitación 14 y entró.
—Hola, Alexander —saludó.
Zalachenko miró asombrado a su inesperada visita.
—Pensaba que a estas alturas ya estarías muerto —le contestó.
—Aún no —dijo Gullberg.
—¿Qué quieres? —preguntó Zalachenko.
—¿Tú qué crees?
Gullberg acercó la silla a la cama y se sentó.
—Verme muerto, quizá.
—Nada me gustaría más. Joder, ¿cómo has podido ser tan estúpido? Te dimos una vida completamente nueva y acabas aquí.
Si Zalachenko hubiese podido sonreír, lo habría hecho. En su opinión, la policía sueca de seguridad no estaba compuesta más que por un puñado de aficionados. En ese grupo incluía a Evert Gullberg y Sven Jansson, alias de Gunnar Björck. Por no hablar de ese perfecto idiota que había sido el abogado Nils Bjurman.
—Y ahora tenemos que ponerte a salvo de las llamas una vez más.
La expresión no fue del agrado del viejo Zalachenko, el que un día sufriera tan terribles quemaduras.
—No me vengas con moralismos. Sácame de aquí.
—Eso es lo que te quería comentar.
Cogió su maletín, sacó un cuaderno y lo abrió por una página en blanco. Luego le echó una inquisitiva mirada a Zalachenko.
—Hay una cosa que me produce mucha curiosidad: ¿realmente serías capaz de delatarnos después de todo lo que hemos hecho por ti?
—¿Tú qué crees?
—Eso depende de lo loco que estés.
—No me llames loco. Yo soy un superviviente. Hago lo que tengo que hacer para sobrevivir.
Gullberg negó con la cabeza.
—No, Alexander, tú haces lo que haces porque eres malvado y estás podrido. ¿No querías conocer la postura de la Sección? Pues aquí estoy yo para comunicártela: en esta ocasión no moveremos ni un solo dedo para ayudarte.
Por primera vez, Zalachenko pareció inseguro.
—No tienes elección —dijo.
—Siempre hay una elección —contestó Gullberg.
—Voy a…
—No vas a hacer nada de nada.
Gullberg inspiró profundamente, introdujo la mano en el compartimento exterior de su maletín marrón y sacó un Smith & Wesson de 9 milímetros con la culata chapada en oro. Hacía ya veinticinco años que tenía el arma: un regalo del servicio de inteligencia inglés en agradecimiento por una inestimable información que él le sacó a Zalachenko y que convirtió en moneda de cambio en forma del nombre de un estenógrafo del MI-5 inglés, quien, haciendo gala de un auténtico espíritu philbeano, estuvo trabajando para los rusos.
Zalachenko pareció asombrarse. Luego se rió.
—¿Y qué vas a hacer con él? ¿Matarme? Pasarás el resto de tus miserables días en la cárcel.
—No creo —dijo Gullberg.
De repente, a Zalachenko le entró la duda de si Gullberg se estaba marcando un farol o no.
—Será un escándalo de enormes proporciones.
—Tampoco lo creo. Saldrá en los periódicos. Pero dentro de una semana nadie recordará ni siquiera el nombre de Zalachenko.
Zalachenko entornó los ojos.
—Maldito hijo de perra —dijo Gullberg con un tono de voz tan frío que Zalachenko se quedó congelado.
Apretó el gatillo y le introdujo la bala en la mitad de la frente en el mismo instante en que Zalachenko empezó a girar su prótesis por encima del borde de la cama. Zalachenko salió impulsado hacia atrás, contra la almohada. Pataleó espasmódicamente unas cuantas veces antes de quedarse quieto. Gullberg vio que en la pared, tras el cabecero de la cama, se había dibujado una flor de salpicaduras rojas. A consecuencia del disparo le empezaron a zumbar los oídos, de modo que, automáticamente, se hurgó el conducto auditivo con el dedo índice que le quedaba libre.
Luego se levantó, se acercó a Zalachenko y, poniéndole la punta de la pistola en la sien, apretó el gatillo otras dos veces. Quería asegurarse de que el viejo cabrón estaba realmente muerto.
Lisbeth Salander se incorporó de golpe en cuanto sonó el primer disparo. Sintió cómo un intenso dolor le penetraba en el hombro. Al oír los dos siguientes, intentó sacar las piernas de la cama.
Cuando se produjeron los tiros, Annika Giannini sólo llevaba un par de minutos hablando con Lisbeth. Al principio se quedó paralizada intentando hacerse una idea de la procedencia del primer y agudo estallido. La reacción de Lisbeth Salander le hizo comprender que algo estaba pasando.
—¡No te muevas! —gritó Annika Giannini para, acto seguido y por puro instinto, poner su mano contra el pecho de su clienta y tumbarla con tanta fuerza que Lisbeth se quedó sin aliento.
Luego Annika atravesó a toda prisa la habitación y se asomó al pasillo: dos enfermeras se acercaban corriendo a una habitación que estaba dos puertas más abajo. La primera de las enfermeras se paró en seco en el umbral. Annika la oyó gritar «¡No, no lo hagas!» y luego la vio retroceder un paso y chocar con la otra enfermera.
—¡Va armado! ¡Corre!
Annika se quedó mirándolas mientras éstas abrían una puerta y buscaban refugio en la habitación contigua a la de Lisbeth Salander.
A continuación, vio salir al pasillo al hombre delgado y canoso de la americana de pata de gallo. Llevaba una pistola en la mano. Annika lo identificó como el señor con el que había subido en el ascensor hacía tan sólo unos pocos minutos.
Sus miradas se cruzaron. Él parecía desconcertado. La apuntó con el arma y dio un paso hacia delante. Ella escondió la cabeza, cerró la puerta de un portazo y miró desesperadamente a su alrededor. Justo a su lado tenía una alta mesita auxiliar; la cogió, la acercó a la puerta con un solo movimiento y aseguró con ella la manivela.
Advirtió unos movimientos, volvió la cabeza y vio que Lisbeth Salander estaba de nuevo a punto de salir de la cama. Cruzó la habitación dando unos pasos rápidos, puso los brazos alrededor de su clienta y la levantó. De un tirón le arrancó los electrodos y la goma del suero, la llevó en brazos hasta el cuarto de baño y la sentó en la taza del váter. Dio media vuelta y cerró la puerta. Luego se sacó el móvil del bolsillo y llamó al 112.
Evert Gullberg se acercó a la habitación de Lisbeth Salander e intentó bajar la manivela. Se hallaba bloqueada con algo. No pudo moverla ni un milímetro.
Indeciso, permaneció un instante ante la puerta. Sabía que Annika Giannini se encontraba dentro y se preguntó si llevaría en su bolso una copia del informe de Björck. No podía entrar en la habitación y no contaba con la suficiente energía para forzar la puerta.
Y, además, eso no formaba parte del plan: de Giannini se iba a encargar Clinton. El trabajo de Gullberg era sólo Zalachenko.
Gullberg recorrió el pasillo con la mirada y se percató de que en torno a una veintena de personas —entre enfermeras, pacientes y visitas— habían asomado sus cabezas y lo estaban observando. Levantó la pistola y le pegó un tiro a un cuadro que colgaba de la pared que había al final del pasillo. Su público desapareció como por arte de magia.
Le echó un último vistazo a la puerta cerrada y, con paso decidido, regresó a la habitación de Zalachenko y cerró la puerta. Se sentó en una silla y se puso a contemplar al desertor ruso que, durante tantos años, había estado tan íntimamente ligado a su propia vida.
Se quedó quieto durante casi diez minutos antes de percibir unos movimientos en el pasillo y darse cuenta de que había llegado la policía. No pensó en nada en particular.
Luego levantó la pistola una última vez, se la llevó a la sien y apretó el gatillo.
El desarrollo de los acontecimientos dejó patente el riesgo que conllevaba suicidarse en el hospital de Sahlgrenska. Evert Gullberg fue trasladado de urgencia hasta la unidad de traumatología, donde el doctor Anders Jonasson lo atendió y tomó de inmediato una serie de medidas con el fin de mantener sus constantes vitales.
Era la segunda vez en menos de una semana que Jonasson realizaba una operación urgente en la que extraía del tejido cerebral una bala revestida. Tras cinco horas de intervención, el estado de Gullberg era crítico. Pero continuaba vivo.
Sin embargo, las lesiones de Evert Gullberg eran considerablemente más serias que las que tenía Lisbeth Salander; se debatió unos cuantos días entre la vida y la muerte.
Mikael Blomkvist se encontraba en el Kaffebar de Hornsgatan cuando oyó por la radio la noticia de que el hombre de sesenta y seis años sospechoso de intentar asesinar a Lisbeth Salander había sido abatido a tiros en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo, aunque su nombre no había sido aún facilitado a los medios de comunicación. Dejó la taza de café, cogió el maletín de su ordenador y salió a toda prisa hacia la redacción de Götgatan. Cruzó Mariatorget y acababa de enfilar Sankt Paulsgatan cuando sonó su móvil. Contestó sin aminorar el paso.
—Blomkvist.
—Hola, soy Malin.
—Me acabo de enterar por la radio. ¿Sabemos quién ha apretado el gatillo?
—Todavía no. Henry Cortez está en ello.
—Estoy en camino. Llegaré en cinco minutos.
Justo en la puerta, Mikael se topó con Henry Cortez, que se disponía a salir.
—Ekström ha convocado una rueda de prensa para las tres de la tarde —dijo Henry—. Voy para allá.
—¿Qué sabemos? —gritó Mikael tras él.
—Malin —contestó Henry antes de desaparecer.
Mikael entró en el despacho de Erika Berger… mejor dicho, de Malin Eriksson. Ella estaba hablando por teléfono mientras, frenéticamente, apuntaba algo en un post-it amarillo. Le hizo un gesto a Mikael para que esperara. Mikael se dirigió a la cocina y sirvió dos cafés con leche en sendos mugs que tenían los logotipos de los jóvenes democristianos y de los jóvenes socialistas. Al regresar al despacho de Malin, ésta acababa de colgar. Mikael le dio el mug de los jóvenes socialistas.
—Bueno —dijo Malin—, han matado a Zalachenko a la una y cuarto.
Miró a Mikael.
—Acabo de hablar con una enfermera de Sahlgrenska. Dice que el asesino es un hombre mayor, de unos setenta años, que, unos minutos antes del asesinato, había acudido al hospital para dejarle un ramo de flores a Zalachenko. Le pegó varios tiros en la cabeza y luego trató de suicidarse. Zalachenko está muerto. El asesino sigue vivo y lo están operando ahora mismo.
Mikael respiró aliviado. Desde que escuchara la noticia en el Kaffebar había tenido el corazón encogido: una sensación de pánico ante la posibilidad de que hubiese sido Lisbeth Salander la que empuñó el arma, se había apoderado de él. Algo que, a decir verdad, habría complicado sus planes.
—¿Sabemos el nombre de la persona que disparó? —preguntó.
Malin negó con la cabeza justo cuando el teléfono volvía a sonar. Cogió la llamada y, por la conversación, Mikael dedujo que se trataba de un freelance de Gotemburgo que Malin había mandado al Sahlgrenska. Se despidió de ella con un gesto de mano y se dirigió a su despacho.
Tuvo la sensación de que era la primera vez en muchas semanas que pisaba su lugar de trabajo. Sobre la mesa había un montón de correo que, resuelto, echó a un lado. Llamó a su hermana.
—Giannini.
—Hola. Soy Mikael. ¿Te has enterado de lo que ha pasado en Sahlgrenska?
—¿A mí me lo preguntas?
—¿Dónde estás?
—En el Sahlgrenska. Ese cabrón me apuntó con la pistola.
Mikael se quedó mudo durante varios segundos hasta que asimiló lo que su hermana acababa de decirle.
—¿Qué? ¿Estabas allí? ¡Joder!…
—Sí. Ha sido el peor momento de mi vida.
—¿Estás herida?
—No. Pero intentó entrar en la habitación de Lisbeth. Atranqué la puerta y me encerré con ella en el cuarto de baño.
De repente, Mikael sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. Su hermana había estado a punto de…
—¿Cómo se encuentra Lisbeth? —preguntó.
—Sana y salva. Bueno, lo que quiero decir es que hoy, por lo menos, no ha sufrido ningún daño.
Mikael respiró algo más aliviado.
—Annika, ¿sabes algo del asesino?
—Nada de nada. Era un hombre mayor, pulcramente vestido. Me pareció algo aturdido. No lo había visto jamás, pero subí con él en el ascensor unos minutos antes del asesinato.
—¿Y es verdad que Zalachenko está muerto?
—Sí. Oí tres disparos y, por lo que he podido pillar por aquí, los tres fueron derechos a la cabeza. Esto ha sido un auténtico caos… miles de policías evacuando la planta donde había ingresadas personas gravemente heridas y enfermas que no podían ser desalojadas. Cuando llegó la policía, alguien quiso interrogar a Salander antes de darse cuenta del estado en el que en realidad se encuentra. Tuve que levantarles la voz.
El inspector Marcus Erlander vio a Annika Giannini a través del vano de la puerta de la habitación de Lisbeth Salander. La abogada tenía el móvil pegado a la oreja, de modo que esperó a que terminara de hablar.
Dos horas después del asesinato todavía reinaba en el pasillo un caos más o menos organizado. La habitación de Zalachenko estaba precintada. Inmediatamente después de que se produjeran los disparos, los médicos intentaron administrarle los primeros auxilios, pero desistieron casi en el acto. Zalachenko ya no necesitaba ningún tipo de asistencia. Le llevaron los restos mortales al forense. El examen del lugar del crimen ya estaba en marcha.
Sonó el móvil de Erlander. Era Fredrik Malmberg, de la brigada de investigación.
—Hemos identificado al asesino —dijo Malmberg—. Se llama Evert Gullberg y tiene setenta y ocho años.
Setenta y ocho años. Un asesino ya entradito en años.
—¿Y quién diablos es Evert Gullberg?
—Un jubilado. Residente en Laholm. Figura como jurista comercial. Me han llamado de la DGP/Seg y me han comunicado que acaban de abrirle una investigación.
—¿Cuándo y por qué?
—El cuándo no lo sé. El porqué se debe a que ha tenido la mala costumbre de enviar absurdas y amenazadoras cartas a una serie de personas públicas.
—Como por ejemplo…
—El ministro de Justicia.
Marcus Erlander suspiró. Un loco. Un fanático obsesionado con la justicia.
—Esta misma mañana unos cuantos periódicos han llamado a la Säpo para comunicar que han recibido cartas de Gullberg. El Ministerio de Justicia también telefoneó después de que ese Gullberg amenazara explícitamente con matar a Karl Axel Bodin.
—Quiero copias de esas cartas.
—¿De la Säpo?
—Sí, joder. Súbete a Estocolmo y búscalas tú mismo si hace falta. Las quiero ver en mi mesa en cuanto vuelva a la comisaría. Y eso sucederá dentro de una o dos horas.
Meditó un segundo y luego añadió una pregunta.
—¿Te ha llamado la Säpo?
—Sí, ya te lo he dicho.
—Quiero decir, ¿fueron ellos los que te llamaron a ti, y no al revés?
—Sí. Eso es.
—Vale —dijo Marcus Erlander antes de colgar.
Se preguntó qué diablos les pasaba a los de la Säpo: de repente se les había ocurrido contactar, por propia iniciativa, con la policía abierta. Por lo general resultaba casi imposible sacarles nada.
Wadensjöö abrió bruscamente la puerta de la habitación que Fredrik Clinton usaba para descansar en la Sección. Clinton se incorporó con sumo cuidado.
—¿Qué coño está pasando? —gritó Wadensjöö—. Gullberg ha matado a Zalachenko y luego se ha pegado un tiro en la cabeza.
—Ya lo sé —dijo Clinton.
—¿Que ya lo sabes? —exclamó Wadensjöö.
Wadensjöö estaba rojo como un tomate, como si su intención fuera tener un derrame cerebral de un momento a otro.
—Pero ¿es que no te das cuenta de que se ha pegado un tiro en la cabeza? ¡Ha intentado suicidarse! ¿Es que se ha vuelto completamente loco o qué?
—Pero entonces, ¿sigue vivo?
—Por ahora sí, pero tiene graves daños cerebrales.
Clinton suspiró.
—¡Qué pena! —dijo con tristeza en la voz.
—¿¡Pena!? —exclamó Wadensjöö—. Pero si es un enfermo mental… ¿No entiendes que…?
Clinton no le dejó terminar la frase.
—Gullberg tenía cáncer de estómago, de intestino grueso y de vejiga. Llevaba ya varios meses moribundo; como mucho le quedaban un par de meses.
—¿Cáncer?
—Hace ya seis meses que andaba con esa pistola, firmemente decidido a usarla en cuanto el dolor fuese inaguantable y antes de convertirse en un humillado vegetal de hospital. De este modo se le ha presentado la oportunidad de realizar una última aportación a la Sección. Se ha ido por la puerta grande.
Wadensjöö se quedó prácticamente sin habla.
—Tú sabías que pensaba matar a Zalachenko…
—Claro que sí. Su misión era asegurarse de que Zalachenko nunca tuviese ocasión de hablar. Y, como bien sabes, resulta imposible razonar con él o amenazarlo.
—Pero ¿no te das cuenta del escándalo en el que se puede convertir todo esto? ¿Estás tan perturbado como Gullberg?
Clinton se levantó con no poca dificultad. Lo miró directamente a los ojos y le dio una pila de copias de fax.
—Se trataba de una decisión operativa. Lloro la muerte de mi amigo, aunque lo más probable es que dentro de muy poco tiempo yo le siga los pasos. Pero un escándalo… Un ex jurista comercial ha escrito cartas paranoicas, y con evidentes muestras de trastorno, a numerosos periódicos, a la policía y al Ministerio de Justicia. Aquí tienes una: Gullberg acusa a Zalachenko de todo, desde el asesinato de Palme hasta el intento de envenenar a la población sueca con cloro. El carácter de las cartas es manifiestamente enfermizo; algunas partes han sido redactadas con una letra ilegible, con mayúsculas, con frases subrayadas y abundantes signos de exclamación. Me gusta su manera de escribir en el margen.
Wadensjöö leyó las cartas con creciente asombro. Se tocó la frente. Clinton lo observaba.
—Pase lo que pase, la muerte de Zalachenko no tendrá nada que ver con la Sección. Es un jubilado trastornado y demente el que le ha disparado.
Hizo una pausa.
—Y ahora lo importante es cerrar filas. Don't rock the boat.
Le clavó la mirada a Wadensjöö. Había acero en los ojos del enfermo.
—Lo que tienes que entender es que la Sección es la punta de lanza de la defensa nacional sueca. Somos la última línea de defensa. Nuestro trabajo es velar por la seguridad de la nación. Todo lo demás carece de importancia.
Wadensjöö se quedó mirando fijamente a Clinton con ojos escépticos.
—Somos los que no existimos. Somos aquellos a los que nadie les da las gracias. Somos los que tenemos que tomar las decisiones que nadie más es capaz de tomar… en especial los políticos.
Al pronunciar esta última palabra pudo apreciarse en su voz un tono de desprecio.
—Haz lo que te digo y es muy posible que la Sección sobreviva. Pero para que eso ocurra hay que actuar con determinación y mano dura.
Wadensjöö sintió crecer el pánico en su interior.
Henry Cortez apuntó con frenesí todo lo que se decía desde el estrado de la rueda de prensa de la jefatura de policía de Kungsholmen. Fue el fiscal Richard Ekström quien comenzó a hablar. Explicó que esa misma mañana se había decidido que la investigación concerniente al asesinato del policía cometido en Gosseberga, por el cual se buscaba a un tal Ronald Niedermann, fuera llevada por un fiscal de la jurisdicción de Gotemburgo, pero que el resto de la investigación —por lo que a Niedermann respectaba— fuera gestionado por el propio Ekström. Niedermann, por tanto, era sospechoso de los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Nada se decía sobre el abogado Bjurman. A Ekström, además, le correspondía instruir el caso y dictar auto de procesamiento contra Lisbeth Salander por toda una serie de delitos.
Les explicó que había decidido convocarlos a raíz de lo sucedido en Gotemburgo ese mismo día, esto es: que el padre de Lisbeth Salander, Karl Axel Bodin, había sido asesinado. La razón principal de esa rueda de prensa no era otra que la de desmentir ciertas informaciones aparecidas en los medios de comunicación a propósito de las cuales ya había recibido numerosas llamadas.
—Basándome en la información que obra ahora mismo en mi poder, me atrevo a afirmar que la hija de Karl Axel Bodin, quien, como ustedes ya saben, está detenida por intento de homicidio de su propio padre, no tiene nada que ver con los acontecimientos acaecidos esta misma mañana.
—¿Quién es el asesino? —gritó un reportero del Dagens Eko.
—El hombre que pegó los fatídicos tiros contra Karl Axel Bodin y que, acto seguido, intentó quitarse la vida, ya ha sido identificado. Se trata de un jubilado de setenta y ocho años que, durante un largo período de tiempo, ha sido tratado de una enfermedad mortal, así como de los problemas psíquicos que de ella se han derivado.
—¿Tiene algún vínculo con Lisbeth Salander?
—No. Esa hipótesis la podemos descartar categóricamente. No se han visto nunca y no se conocen. Ese anciano es un trágico personaje que ha actuado por su cuenta y riesgo, y siguiendo su propia y a todas luces paranoica concepción de la realidad. No hace mucho, la policía de seguridad le abrió una investigación a raíz de una buena cantidad de cartas que escribió a conocidos políticos y a numerosos medios de comunicación en las cuales daba muestras de su perturbación. Esta misma mañana, sin ir más lejos, unas cuantas redacciones de periódicos y algunas autoridades han recibido cartas en las que amenazaba de muerte a Karl Axel Bodin.
—¿Y por qué la policía no ha protegido a Bodin?
—Las cartas que hablaban de esa amenaza fueron enviadas ayer por la tarde, de manera que han llegado prácticamente en el mismo momento en el que se cometía el asesinato. No ha existido ningún posible margen de actuación.
—¿Y cómo se llama ese hombre?
—No queremos hacer público ese dato hasta que su familia no haya sido informada.
—¿Se sabe algo de su pasado?
—Según he podido saber esta misma mañana, ha trabajado como jurista comercial y auditor financiero. Hace quince años que está jubilado. La investigación sigue abierta pero, como ustedes comprenderán por las cartas que ha enviado, se trata de una tragedia que tal vez podría haberse evitado si la sociedad hubiese estado más alerta.
—¿Ha amenazado a otras personas?
—Según la información de la que dispongo, sí, pero desconozco los detalles.
—¿Qué supone todo esto para el caso de Lisbeth Salander?
—De momento nada. Contamos con la declaración que Karl Axel Bodin les hizo a los policías que lo interrogaron y tenemos numerosas pruebas forenses contra ella.
—¿Y qué hay de cierto en que Bodin intentara matar a su hija?
—Está siendo objeto de una investigación, pero es verdad que existen fundadas sospechas para creer que haya sido así. De la situación actual podemos deducir que se trata de una serie de profundos conflictos en el seno de una familia trágicamente resquebrajada.
Henry Cortez parecía pensativo. Se rascó la oreja. Advirtió que sus colegas lo apuntaban todo con una actitud tan febril como la suya.
Gunnar Björck sintió un pánico más bien maníaco cuando supo de los disparos producidos en el hospital de Sahlgrenska. Tenía unos terribles dolores de espalda.
Al principio se quedó indeciso durante más de una hora. Luego cogió el teléfono e intentó hablar con su antiguo protector Evert Gullberg, de Laholm. Nadie respondió.
Escuchó las noticias y así se enteró de lo dicho en la rueda de prensa de la policía. Zalachenko había sido asesinado por un fanático de la justicia de setenta y ocho años.
«¡Dios mío! Setenta y ocho años».
Intentó nuevamente, sin ningún éxito, ponerse en contacto con Evert Gullberg.
El pánico y la angustia acabaron apoderándose de él. No era capaz de quedarse en esa casa de Smådalarö que le habían dejado. Se sentía acorralado y expuesto. Necesitaba tiempo para pensar. Preparó una bolsa con ropa, medicamentos para el dolor y útiles de aseo. No quería usar su teléfono, así que, cojeando, se acercó hasta la cabina que había junto a la tienda de ultramarinos y llamó a Landsort para reservar una habitación en la vieja torre del práctico, que había sido convertida en hotel. Landsort estaba en el fin del mundo; nadie lo buscaría allí. Reservó dos semanas.
Consultó su reloj; si quería coger el último ferri, ya podía darse prisa. Así que volvió a casa a toda la velocidad que su dolorida espalda le permitió. Fue derecho a la cocina y se aseguró de que la cafetera eléctrica estaba apagada. Luego se dirigió a la entrada para coger la bolsa. Al pasar por delante del salón echó un vistazo casual a su interior y se detuvo asombrado.
Al principio no entendió lo que estaba viendo.
De algún misterioso modo, la lámpara del techo había sido quitada y colocada sobre la mesa que había junto al sofá. Del gancho del techo pendía, en su lugar, una cuerda situada justo encima de un taburete que solía estar en la cocina.
Björck se quedó mirando la soga sin comprender nada en absoluto.
Luego oyó un movimiento a sus espaldas y sintió cómo le flaqueaban las piernas.
Se dio lentamente la vuelta.
Eran dos hombres de unos treinta y cinco años. Advirtió que tenían un aspecto mediterráneo. No le dio tiempo a reaccionar; lo cogieron por las axilas y lo arrastraron hacia atrás hasta el taburete. Al intentar oponer resistencia, el dolor le atravesó la espalda como un cuchillo. Ya estaba prácticamente paralizado cuando advirtió que lo levantaban y lo subían al taburete.
A Jonas Sandberg lo acompañaba un hombre de cuarenta y nueve años apodado Falun, que en su juventud había sido un ladrón profesional y que luego se recicló y se hizo cerrajero. En 1986, la Sección —en concreto, Hans von Rottinger— lo contrató para realizar una operación que consistía en forzar las puertas de la casa del líder de una organización anarquista. Luego fue contratado esporádicamente hasta mediados de los años noventa, cuando ese tipo de operaciones empezó a ser cada vez menos frecuente. Fue Fredrik Clinton quien, a primera hora de la mañana, reavivó esa relación contratando a Falun para una misión. Éste se llevaría diez mil coronas, libres de impuestos, por un trabajo de apenas diez minutos. A cambio, se comprometió a no robar nada del piso que era objeto de la operación; la Sección, a pesar de todo, no se dedicaba a actividades delictivas.
Falun no sabía exactamente a quién representaba Clinton, pero suponía que tenía algo que ver con lo militar. Había leído a Jan Guillou. No hizo preguntas. Sin embargo, después de tantos años de silencio por parte del arrendatario de sus servicios, se sentía bien pudiendo volver a la acción.
Su trabajo consistiría en abrir una puerta. Era experto en forzar puertas, pero, aunque llevaba una pistola de cerrajería, le costó cinco minutos forzar las cerraduras de la puerta del apartamento de Mikael Blomkvist. Luego Falun esperó en la escalera mientras Jonas Sandberg atravesaba el umbral.
—Estoy dentro —dijo Sandberg a través de su manos libres.
—Bien —contestó Fredrik Clinton—. Estate tranquilo y ten cuidado. Descríbeme lo que ves.
—Me encuentro en el vestíbulo. A la derecha hay un armario y un estante para sombreros, y a la izquierda un cuarto de baño. El resto del piso está conformado por un solo espacio de unos cincuenta metros cuadrados. Hay una pequeña cocina americana a la derecha.
—¿Alguna mesa de trabajo o…?
—Parece ser que trabaja en la mesa de la cocina o en el sofá… Espera.
Clinton aguardó.
—Sí. Hay una carpeta en la mesa de la cocina con el informe de Björck. Parece el original.
—Bien. ¿Hay alguna otra cosa interesante en la mesa?
—Libros. Las memorias de P. G. Vinge. Lucha por el poder de la Säpo, de Erik Magnusson. Una media docena de libros sobre ese mismo tema.
—¿Algún ordenador?
—No.
—¿Algún armario de seguridad?
—No… no veo ninguno.
—Vale. Tómate tu tiempo. Repasa metro a metro el apartamento. Mårtensson me acaba de informar de que Blomkvist continúa en la redacción. Llevas guantes, ¿no?
—Por supuesto.
Marcus Erlander pudo conversar un rato con Annika Giannini cuando ninguno de los dos estaba ocupado hablando por el móvil. Entró en la habitación de Lisbeth Salander, le dio la mano y se presentó. Luego saludó a Lisbeth y le preguntó cómo se sentía. Lisbeth Salander no dijo nada. Marcus se dirigió a Annika Giannini.
—Si me lo permites, me gustaría hacerte unas preguntas.
—Vale.
—¿Puedes contarme lo que pasó?
Annika Giannini describió lo que había vivido y cómo había actuado hasta que se atrincheró en el baño con Lisbeth. Erlander pareció pensativo. Miró de reojo a Lisbeth Salander y luego nuevamente a su abogada.
—Entonces, ¿crees que se acercó a esta habitación?
—Lo oí intentando bajar la manivela.
—¿Estás segura de eso? Es fácil imaginarse cosas cuando uno está asustado o alterado.
—Lo oí. Y él me vio. Me apuntó con el arma.
—¿Crees que intentó dispararte a ti también?
—No lo sé. Metí la cabeza para dentro y bloqueé la puerta.
—Muy bien hecho. Y mucho mejor que te llevaras a tu clienta al cuarto de baño. Esta puerta es tan fina que, si hubiese disparado, lo más seguro es que las balas la hubiesen agujereado sin ningún problema. Lo que intento comprender es si iba a por ti por ser quien eres o si sólo reaccionó así porque tú lo miraste. Tú eras la persona que estaba más cerca de él en el pasillo.
—Cierto.
—¿Te dio la sensación de que te conocía o de que, tal vez, te reconoció?
—No, no creo.
—¿Es posible que te reconociera de la prensa? Has aparecido en relación con varios casos conocidos.
—Tal vez. Pero no sabría decírtelo.
—¿Y era la primera vez que lo veías?
—Bueno, subimos juntos en el ascensor.
—No lo sabía. ¿Hablasteis?
—No. Lo miraría medio segundo como mucho. Llevaba un ramo de flores en una mano y un maletín en la otra.
—¿Os cruzasteis las miradas?
—No. Él miraba al frente.
—¿Entró antes o después que tú?
Annika hizo memoria.
—Creo que entramos más o menos a la vez.
—¿Parecía desconcertado o…?
—No. Estaba allí quieto con sus flores.
—¿Y luego qué pasó?
—Salí del ascensor. Él salió al mismo tiempo y yo entré a ver a mi clienta.
—¿Viniste directamente hacia aquí?
—Sí… No. Bueno, me acerqué a la recepción y me identifiqué, porque el fiscal ha prohibido que mi clienta reciba visitas.
—¿Y dónde se hallaba el hombre en ese momento?
Annika Giannini dudó.
—No estoy del todo segura. Supongo que me siguió. Sí, espera… Salió del ascensor justo antes que yo, pero luego se detuvo y me sostuvo la puerta. No puedo jurarlo, pero creo que también se dirigió a la recepción. Lo que pasa es que yo caminaba más rápidamente que él.
«Un jubilado asesino muy educado», pensó Erlander.
—Sí, él también estuvo en la recepción —reconoció Erlander—. Habló con la enfermera y le dejó el ramo de flores. ¿Eso no lo viste?
—No. No recuerdo nada de eso.
Marcus Erlander reflexionó un instante, pero no se le ocurrió ninguna pregunta más. Una sensación de frustración le reconcomía por dentro. No era la primera vez: ya la conocía y había aprendido a interpretarla como una llamada de su instinto.
El asesino había sido identificado como Evert Gullberg, de setenta y ocho años, ex auditor financiero y tal vez asesor empresarial y jurista fiscal. Un señor de avanzada edad. Un hombre sobre el que hacía poco tiempo que la Säpo había iniciado una investigación porque era un loco que escribía cartas amenazadoras a gente famosa.
Su experiencia policial le había demostrado que existía una gran cantidad de locos, personas patológicamente obsesionadas que perseguían a los famosos y que buscaban amor instalándose en cualquier pinar situado ante el chalet de la estrella de turno. Y cuando ese amor no era correspondido, podía convertirse de inmediato en un implacable odio. Había stalkers que venían desde Alemania o Italia para cortejar a una cantante de veintiún años de un conocido grupo de pop y que luego se enfadaban porque ella no quería iniciar una relación con ellos. Había fanáticos de la justicia que se comían el coco con injusticias reales o ficticias y que podían actuar de una forma bastante amenazadora. Había auténticos psicópatas y obsesionados seguidores de teorías conspirativas que tenían la capacidad de ver mensajes ocultos que pasaban desapercibidos para el resto de los mortales.
Tampoco faltaban ejemplos de cómo alguno de estos chalados podía pasar de la fantasía a la acción. ¿Acaso el asesinato de Anna Lindh no fue cometido por el impulso sufrido por una persona así? Tal vez sí. O tal vez no.
Pero al inspector Marcus Erlander no le gustaba en absoluto la idea de que un enfermo mental, ex jurista fiscal o lo que coño fuera, hubiera podido colarse en el hospital de Sahlgrenska con un ramo de flores en una mano y una pistola en la otra para ejecutar a una persona que, de momento, estaba siendo objeto de una amplia investigación policial: la suya. Un hombre que en los registros oficiales figuraba como Karl Axel Bodin pero que, según Mikael Blomkvist, se llamaba Zalachenko y era un maldito agente ruso desertor, además de un asesino.
En el mejor de los casos, Zalachenko no era más que un testigo y, en el peor, un criminal implicado en una cadena de asesinatos. Erlander había tenido ocasión de someterlo a dos breves interrogatorios y en ninguno de ellos creyó, ni por un segundo, en la autoproclamación de inocencia de Zalachenko.
Y el asesino de Zalachenko había manifestado su interés por Lisbeth Salander o, al menos, por su abogada. Había intentado entrar en su habitación.
Y luego intentó suicidarse pegándose un tiro en la cabeza. Según los médicos, su estado era tan malo que lo más probable era que lo hubiese conseguido, aunque su cuerpo aún no se había dado cuenta de que ya era hora de apagarse. Había razones para suponer que Evert Gullberg jamás comparecería ante un juez.
A Marcus Erlander no le gustaba la situación. Nada de nada. Pero no tenía pruebas de que el disparo de Gullberg fuera una cosa distinta de lo que daba la impresión de ser. En cualquier caso decidió jugar sobre seguro. Miró a Annika Giannini.
—He decidido trasladar a Lisbeth Salander a otra habitación. Hay una en el pequeño pasillo que queda a la derecha de la recepción que, desde el punto de vista de la seguridad, es mucho mejor que ésta. Se ve desde la recepción y desde la habitación de las enfermeras. Tendrá prohibidas todas las visitas salvo la tuya. Nadie podrá entrar sin permiso, excepto si se trata de médicos o enfermeras conocidos del hospital. Y yo me aseguraré de que esté vigilada las veinticuatro horas del día.
—¿Crees que se encuentra en peligro?
—No hay nada que así me lo indique. Pero en este caso no quiero correr riesgos.
Lisbeth Salander escuchaba atentamente la conversación que mantenía su abogada con su adversario policial. Le impresionó que Annika Giannini contestara de manera tan exacta, tan lúcida y con tanta profusión de detalles. Pero más impresionada aún la había dejado lo fría que la abogada había mantenido la cabeza en esa situación de estrés que acababan de vivir.
En otro orden de cosas, padecía un descomunal dolor de cabeza desde que Annika la sacara de un tirón de la cama y se la llevase al cuarto de baño. Instintivamente deseaba tener la menor relación posible con el personal. No le gustaba verse obligada a pedir ayuda o mostrar signos de debilidad. Pero el dolor de cabeza resultaba tan implacable que le costaba pensar con lucidez. Alargó la mano y llamó a una enfermera.
Annika Giannini había planificado la visita a Gotemburgo como el prólogo de un trabajo de larga duración. Había previsto conocer a Lisbeth Salander, enterarse de su verdadero estado y hacer un primer borrador de la estrategia que ella y Mikael Blomkvist habían ideado para el futuro proceso judicial. En un principio pensó en regresar a Estocolmo esa misma tarde, pero los dramáticos acontecimientos de Sahlgrenska le impidieron mantener una conversación con Lisbeth Salander. El estado de su clienta era bastante peor de lo que Annika había pensado cuando los médicos lo calificaron de estable. También tenía un intenso dolor de cabeza y una fiebre muy alta, lo que indujo a una médica llamada Helena Endrin a prescribirle un fuerte analgésico, antibióticos y descanso. De modo que, en cuanto su clienta fue trasladada a una nueva habitación y un agente de policía se apostó delante de la puerta, echaron de allí a la abogada.
Annika murmuró algo y miró el reloj, que marcaba las cuatro y media. Dudó. Podía volver a Estocolmo para, con toda probabilidad, tener que regresar a la mañana siguiente. O podía pasar la noche en Gotemburgo y arriesgarse a que su clienta se encontrara demasiado enferma y no se hallara en condiciones de aguantar otra visita al día siguiente. No había reservado ninguna habitación; a pesar de todo, ella era una abogada de bajo presupuesto que representaba a mujeres sin grandes recursos económicos, así que solía evitar cargar sus honorarios con caras facturas de hotel. Primero llamó a casa y luego a Lillian Josefsson, colega y miembro de la Red de mujeres y antigua compañera de facultad. Llevaban dos años sin verse y charlaron un rato antes de que Annika le comentara el verdadero motivo de su llamada.
—Estoy en Gotemburgo —dijo Annika—. Había pensado volver a casa esta misma noche, pero han pasado unas cuantas cosas que me obligan a quedarme un día más. ¿Puedo aprovecharme de ti y pedirte que me acojas esta noche?
—¡Qué bien! Sí, por favor, aprovéchate. Hace un siglo que no nos vemos.
—¿Te supone mucha molestia?
—No, claro que no. Me he mudado. Ahora vivo en una bocacalle de Linnégatan. Tengo un cuarto de invitados. Además, podríamos salir a tomar algo por ahí y reírnos un poco.
—Si es que me quedan fuerzas —dijo Annika—. ¿A qué hora te va bien?
Quedaron en que Annika se pasaría por su casa sobre las seis.
Annika cogió el autobús hasta Linnégatan y pasó la siguiente hora en un restaurante griego. Estaba hambrienta, así que pidió una brocheta con ensalada. Se quedó meditando un largo rato sobre los acontecimientos de la jornada. A pesar de que el nivel de adrenalina ya le había bajado, se encontraba algo nerviosa, pero estaba satisfecha consigo misma: en los momentos de peligro había actuado sin dudar, con eficacia y manteniendo la calma. Había tomado las mejores decisiones sin ni siquiera ser consciente de ello. Resultaba reconfortante saber eso de sí misma.
Un momento después, sacó su agenda Filofax del maletín y la abrió por la parte de las notas. Leyó concentrada. Tenía serias dudas sobre lo que le había explicado su hermano; en su momento le pareció todo muy lógico, pero en realidad el plan presentaba no pocas fisuras. Aunque ella no pensaba echarse atrás.
A las seis pagó y se fue caminando hasta la vivienda de Lillian Josefsson, en Olivedalsgatan. Marcó el código de la puerta de entrada que su amiga le había dado. Entró en el portal y al empezar a buscar el ascensor alguien la atacó. Apareció como un relámpago en medio de un cielo claro. Nada le hizo presagiar lo que le iba a pasar cuando fue directa y brutalmente lanzada contra la pared de ladrillo en la que acabó estampándose la frente. Sintió un fulminante dolor.
A continuación oyó alejarse unos apresurados pasos y, acto seguido, cómo se abría y se cerraba la puerta de la entrada. Se puso de pie, se palpó la frente y se descubrió sangre en la palma de la mano. ¿Qué coño…? Desconcertada, miró a su alrededor y luego salió a la calle. Apenas si pudo percibir la espalda de una persona que doblaba la esquina de Sveaplan. Se quedó perpleja, completamente parada en medio de la calle durante más de un minuto.
Después se dio cuenta de que su maletín no estaba y de que se lo acababan de robar. Su mente tardó unos cuantos segundos en caer en la cuenta de lo que aquello significaba. No. La carpeta de Zalachenko. Recibió un shock que se apoderó de su cuerpo desde el estómago y dio unos dubitativos pasos tras el fugitivo ladrón. Se detuvo casi al instante. No merecía la pena; él ya estaría muy lejos.
Se sentó lentamente en el bordillo de la acera.
Luego se puso en pie de un salto y comenzó a hurgarse el bolsillo de la americana. La agenda. Gracias a Dios. Antes de salir del restaurante la había metido allí en vez de hacerlo en el maletín. Contenía, punto por punto, la estrategia que iba a seguir en el caso Lisbeth Salander.
Volvió corriendo al portal y marcó el código de nuevo. Entró, subió corriendo por las escaleras hasta el cuarto piso y aporreó la puerta de Lillian Josefsson.
Eran ya casi las seis y media cuando Annika se sintió lo bastante repuesta del susto como para llamar a Mikael Blomkvist. Tenía un ojo morado y un corte en la ceja que no cesaba de sangrar. Lillian Josefsson se lo había limpiado con alcohol y le había puesto una tirita. No, Annika no quería ir a un hospital. Sí, le gustaría mucho tomar una taza de té. Fue entonces cuando volvió a pensar de manera racional. Lo primero que hizo fue telefonear a su hermano.
Mikael Blomkvist todavía se hallaba en la redacción de Millennium, junto a Henry Cortez y Malin Eriksson, recabando información sobre el asesino de Zalachenko. Con creciente estupefacción, escuchó lo que le acababa de ocurrir a Annika.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Un ojo morado. Estaré bien cuando haya conseguido tranquilizarme.
—¿Un puto robo?
—Se llevaron mi maletín con la carpeta de Zalachenko que me diste. Me he quedado sin ella.
—No te preocupes, te haré otra copia.
Se calló repentinamente y al instante sintió que se le ponía el vello de punta. Primero Zalachenko. Ahora Annika.
—Annika… luego te llamo.
Cerró el iBook, lo introdujo en su bandolera y sin mediar palabra abandonó a toda pastilla la redacción. Fue corriendo hasta Bellmansgatan y subió por las escaleras.
La puerta estaba cerrada con llave.
Nada más entrar en el piso, se percató de que la carpeta azul que había dejado sobre la mesa de la cocina ya no se encontraba allí. No se molestó en intentar buscarla: sabía perfectamente dónde estaba cuando salió de casa. Se dejó caer lentamente en una silla junto a la mesa de la cocina mientras los pensamientos no paraban de darle vueltas en la cabeza.
Alguien había entrado en su casa. Alguien estaba borrando las huellas de Zalachenko.
Tanto la suya como la copia de Annika habían desaparecido.
Bublanski todavía tenía el informe.
¿O no?
Mikael se levantó y se acercó al teléfono, pero al poner la mano en el auricular se detuvo. Alguien había estado en su casa. De repente, se quedó mirando el aparato con la mayor de las sospechas y, tras buscar en el bolsillo de la americana, sacó su móvil. Se quedó parado con él en la mano.
¿Les resultaría fácil pincharlo?
Lo dejó junto al teléfono fijo y miró a su alrededor.
«Son profesionales». ¿Les supondría mucho esfuerzo meter micrófonos ocultos en una casa?
Volvió a sentarse en la mesa de la cocina.
Miró la bandolera de su iBook.
¿Tendrían mucha dificultad en acceder a su correo electrónico? Lisbeth Salander lo hacía en cinco minutos.
Meditó un largo rato antes de volver al teléfono y llamar a su hermana a Gotemburgo. Tuvo mucho cuidado en emplear las palabras exactas.
—Hola… ¿Cómo estás?
—Estoy bien, Micke.
—Cuéntame lo que pasó desde que llegaste al Sahlgrenska hasta que te robaron.
Tardó diez minutos en dar cumplida cuenta de su jornada. Mikael no comentó las implicaciones de lo que ella le contaba, pero fue insertando preguntas hasta que se quedó satisfecho. Mientras representaba el papel de hermano preocupado, su cerebro estaba en marcha en una dimensión completamente distinta reconstruyendo los puntos de referencia.
A las cuatro y media de la tarde Annika decidió quedarse en Gotemburgo y llamó por el móvil a una amiga que le dio una dirección y el código del portal. A las seis en punto el atracador ya la estaba esperando en la escalera.
El móvil de su hermana estaba pinchado. Era la única explicación posible.
Lo cual, por consiguiente, significaba que él también estaba siendo escuchado.
Suponer cualquier otra cosa habría sido estúpido.
—Pero se han llevado la carpeta de Zalachenko —repitió Annika.
Mikael dudó un momento. Quien hubiera robado la carpeta ya sabía que la habían robado. Resultaba natural contárselo a Annika Giannini por teléfono.
—Y también la mía —dijo.
—¿Qué?
Le explicó que fue corriendo a casa y que, al entrar, la carpeta azul ya había desaparecido de la mesa de la cocina.
—Bueno… —dijo Mikael con voz sombría—. Es una verdadera catástrofe. La carpeta de Zalachenko ya no está. Era la parte de más peso de las pruebas.
—Micke… Lo siento.
—Yo también —dijo Mikael—. ¡Mierda! Pero no es culpa tuya. Debería haber hecho pública la carpeta el mismo día en que la encontré.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—No lo sé. Es lo peor que nos podía pasar. Esto da al traste con nuestro plan. Ahora ya no tenemos la más mínima prueba ni contra Björck ni contra Teleborian.
Hablaron durante dos minutos más antes de que Mikael terminara la conversación.
—Quiero que mañana mismo regreses a Estocolmo —dijo.
—Sorry. Tengo que ver a Salander.
—Ve a verla por la mañana. Vente por la tarde. Tenemos que sentarnos y reflexionar sobre lo que vamos a hacer.
Nada más colgar, Mikael se quedó inmóvil sentado en el sofá y mirando al vacío. Luego, una creciente sonrisa se fue dibujando en su rostro. Quien hubiera escuchado esa conversación sabía ahora que Millennium había perdido el informe de Gunnar Björck de 1991 y la correspondencia mantenida entre Björck y el loquero Peter Teleborian. Sabía que Mikael y Annika estaban desesperados.
Si algo había aprendido Mikael al estudiar la noche anterior la historia de la policía de seguridad, era que la desinformación constituía la base de todo espionaje. Y él acababa de difundir una desinformación que, a largo plazo, podría llegar a ser de incalculable valor.
Abrió el maletín de su portátil y sacó la copia que le había hecho a Dragan Armanskij pero que todavía no había tenido tiempo de entregarle. Era el único ejemplar que quedaba. No pensaba deshacerse de él. Todo lo contrario: tenía la intención de hacer cinco copias de inmediato y distribuirlas adecuadamente para ponerlas a salvo.
Luego consultó su reloj y llamó a la redacción de Millennium. Malin Eriksson estaba todavía allí, aunque a punto de cerrar.
—¿Por qué te fuiste con tanta prisa?
—¿Podrías quedarte un ratito más, por favor? Ahora mismo voy para allá; hay un tema que quiero tratar contigo antes de que te vayas.
Llevaba unas cuantas semanas sin poner una lavadora. Todas sus camisas estaban en la cesta de la ropa sucia. Cogió su maquinilla de afeitar y Lucha por el poder de la Säpo, así como el único ejemplar que quedaba del informe de Björck. Caminó hasta Dressman, donde compró cuatro camisas, dos pantalones y diez calzoncillos que se llevó a la redacción. Se dio una ducha rápida mientras Malin Eriksson esperaba y se preguntaba de qué iba todo aquello.
—Alguien ha entrado en mi casa y ha robado el informe de Zalachenko. Han atacado a Annika en Gotemburgo y le han robado su ejemplar. Tengo pruebas de que su teléfono está pinchado, lo que tal vez quiera decir que el mío, posiblemente el tuyo y quizá todos los teléfonos de Millennium estén también pinchados. Y sospecho que si alguien se ha tomado la molestia de entrar en mi casa, sería muy estúpido por su parte no aprovechar la ocasión y colocarme unos cuantos micrófonos.
—Vaya —dijo Malin Eriksson con una tenue voz. Miró de reojo su móvil, que estaba en la mesa que tenía ante ella.
—Tú sigue trabajando como de costumbre. Utiliza el móvil pero no reveles nada importante. Mañana pondremos al corriente a Henry Cortez.
—Vale. Se fue hace una hora. Dejó una pila de informes de comisiones estatales sobre tu mesa. Bueno, ¿y tú qué haces aquí?…
—Pienso quedarme a dormir en Millennium esta noche. Si hoy han matado a Zalachenko, robado los informes y pinchado el teléfono de mi casa, el riesgo de que no hayan hecho más que ponerse en marcha y de que, simplemente, todavía no hayan tenido tiempo de entrar en la redacción es bastante grande. Aquí ha habido gente todo el día. No quiero que la redacción se quede vacía durante la noche.
—Crees que el asesinato de Zalachenko… Pero el asesino era un viejo caso psiquiátrico de setenta y ocho años.
—No creo ni por un segundo en una casualidad así. Alguien está borrando las huellas de Zalachenko. Me importa una mierda quién fuera ese viejo y la cantidad de cartas locas que les haya podido escribir a los ministros. Era una especie de asesino a sueldo. Llegó allí con el objetivo de matar a Zalachenko… y tal vez a Lisbeth Salander.
—Pero se suicidó; o, al menos, lo intentó. ¿Qué sicario hace algo así?
Mikael reflexionó un instante. Su mirada se cruzó con la de la redactora jefe.
—Una persona que tiene setenta y ocho años y que quizá no tenga nada que perder. Está implicado en todo esto y cuando terminemos de investigar vamos a poder demostrarlo.
Malin Eriksson contempló con atención la cara de Mikael. Nunca lo había visto tan fríamente firme y decidido. De repente, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Mikael vio su reacción.
—Otra cosa: ahora ya no estamos metidos en una simple pelea con una pandilla de delincuentes, sino con una autoridad estatal. Esto va a ser duro.
Malin asintió con la cabeza.
—Jamás me habría imaginado que esto pudiera llegar tan lejos. Malin: si quieres abandonar, no tienes más que decírmelo.
Ella dudó un momento. Se preguntó qué habría contestado Erika Berger. Luego negó con la cabeza con cierto aire de desafío.