Lunes, 11 de abril
El lunes por la mañana, Mikael Blomkvist se levantó a las nueve y pico y llamó a Malin Eriksson, que acababa de entrar en la redacción de Millennium.
—Hola, redactora jefe —dijo.
—Me encuentro en estado de shock por la ausencia de Erika y porque me queréis a mí como nueva redactora jefe.
—¿Ah, sí?
—Erika ya no está. Su mesa está vacía.
—Entonces será una buena idea dedicar el día a hacer el traslado a su despacho.
—No sé cómo hacerlo. Me siento muy incómoda.
—No te sientas así. Todos estamos de acuerdo en que, en estas circunstancias, eres la mejor elección. Y siempre que necesites algo podrás acudir a mí o a Christer.
—Gracias por la confianza.
—Bah —soltó Mikael—. Tú sigue trabajando como siempre. Iremos resolviendo las cosas poco a poco, según se vayan presentando.
—De acuerdo. ¿Qué querías?
Le contó que pensaba quedarse escribiendo en casa todo el día. De repente, Malin se dio cuenta de que él la estaba informando de lo que iba a hacer, de la misma manera que —suponía Malin— había hecho con Erika Berger. Ella debía hacer algún comentario. ¿O no?
—¿Tienes instrucciones para nosotros?
—Pues no. Pero si tú tienes que darme alguna, llámame. Me sigo encargando del asunto Salander y en ese tema seré yo quien decida, pero, por lo que respecta al resto de la revista, ahora la pelota está en tu tejado. Toma tú las decisiones. Yo te apoyaré.
—¿Y si me equivoco?
—Si me entero de algo, hablaré contigo. Aunque tendría que ser algo muy especial. Normalmente ninguna decisión es ciento por ciento buena o mala. Tú tomarás tus decisiones, que tal vez no sean idénticas a las que habría tomado Erika Berger. Y si yo tomara las mías, nos encontraríamos con una tercera variante. Pero las que valen a partir de ahora son las tuyas.
—De acuerdo.
—Si eres una buena jefa, comentarás tus decisiones con los demás. Primero con Henry y Christer, después conmigo y en último lugar siempre estará la reunión de la redacción para plantear las cuestiones difíciles.
—Lo haré lo mejor que pueda.
—Bien.
Se sentó en el sofá del salón con su iBook en las rodillas y trabajó sin descanso todo el lunes. Cuando acabó tenía un primer borrador de dos textos que sumaban un total de veintiuna páginas. Esa parte de la historia se centraba en el asesinato del colaborador Dag Svensson y de su pareja, Mia Bergman: en qué trabajaban, por qué les mataron y quién había sido su asesino. Estimó que, grosso modo, debería escribir unas cuarenta páginas más para el número temático de verano de la revista. Y tenía que decidir cómo describir a Lisbeth Salander en el texto sin atentar contra su integridad personal. Él sabía cosas de ella que ella no quería hacer públicas por nada del mundo.
Ese lunes, Evert Gullberg tomó un desayuno compuesto por una sola rebanada de pan y una taza de café solo en la cafetería del Freys Hotel. Luego cogió un taxi hasta Artillerigatan, en Östermalm. A las 9.15 de la mañana llamó al telefonillo, se presentó y le dejaron entrar en el acto. Subió al sexto piso, donde lo recibió Birger Wadensjöö, de cincuenta y cuatro años de edad. El nuevo jefe de la Sección.
Wadensjöö era uno de los reclutas más jóvenes cuando Gullberg se retiró. Gullberg no sabía muy bien qué pensar de él.
Deseaba que el eficaz y resuelto Fredrik Clinton siguiera al mando. Clinton había sucedido a Gullberg y fue jefe de la Sección hasta el año 2002, cuando la diabetes y ciertas enfermedades vasculares lo forzaron más o menos a jubilarse. Gullberg no tenía del todo claro de qué pasta estaba hecho Wadensjöö.
—Hola, Evert —dijo Wadensjöö, estrechando la mano de su anterior jefe—. Gracias por haberte molestado en venir hasta aquí y dedicarnos tu tiempo.
—Si hay algo que me sobre ahora, es tiempo —contestó Gullberg.
—Ya sabes cómo son estas cosas. No hemos sido muy buenos a la hora de mantener el contacto con los fieles servidores de antaño.
Evert Gullberg ignoró el comentario. Giró a la izquierda, entró en su viejo despacho y se sentó a una mesa redonda ubicada junto a la ventana. Wadensjöö (suponía Gullberg) había colgado reproducciones de Chagal y de Mondrian en las paredes. En su época, Gullberg tenía colgados planos de barcos históricos, como el Kronan y el Wasa. Siempre había soñado con el mar; de hecho, empezó como oficial de la marina, aunque no pasó más que unos pocos meses en alta mar, durante el servicio militar. Habían instalado ordenadores pero, por lo demás, el despacho se encontraba casi exactamente igual que cuando él se jubiló. Wadensjöö le sirvió café.
—Los demás vendrán dentro de un momento —dijo—. Pensé que antes tú y yo podíamos charlar un poco.
—¿Cuánta gente de mi época continúa todavía en la Sección?
—Exceptuándome a mí, aquí en la oficina tan sólo siguen Otto Hallberg y Georg Nyström. Hallberg se jubila este año y Nyström va a cumplir sesenta. El resto son principalmente nuevos reclutas. Supongo que ya conoces a algunos de ellos.
—¿Cuánta gente trabaja para la Sección hoy en día?
—Hemos reorganizado un poco la estructura.
—¿Ah, sí?
—En la Sección hay siete personas a jornada completa. Es decir, que hemos reducido plantilla. Pero, por lo demás, contamos con nada más y nada menos que treinta y un colaboradores dentro de la DGP/Seg. La mayoría de ellos no viene nunca por aquí; se ocupan de su trabajo normal y luego, aparte de eso, tienen lo nuestro como una discreta actividad nocturna extra.
—Treinta y un colaboradores.
—Más siete. La verdad es que fuiste tú el que creó el sistema. No hemos hecho más que pulirlo y ahora hablamos de una organización interna y otra externa. Cuando reclutamos a alguien, le concedemos una excedencia durante un tiempo para que se forme con nosotros. Hallberg es quien se ocupa de ello. La formación básica son seis semanas. Lo hacemos en la Escuela de Marina. Luego regresan a sus puestos de la DGP/Seg, pero desde ese mismo momento ya trabajan también para nosotros.
—Entiendo.
—La verdad es que es un sistema excelente. La mayoría de los colaboradores desconoce por completo la existencia de los otros. Y aquí en la Sección funcionamos más que nada como receptores de informes. Las reglas son las mismas que cuando tú estabas. Se supone que somos una organización plana.
—¿Unidad operativa?
Wadensjöö frunció el ceño. En la época de Gullberg, la Sección tuvo una pequeña unidad operativa compuesta por cuatro personas al mando del astuto y curtido Hans von Rottinger.
—Bueno, no exactamente. Como ya sabes, Rottinger murió hace cinco años. Tenemos a un joven talento que hace algo de trabajo de campo, pero, por lo general, si resulta necesario cogemos a alguien de la organización externa. Además, montar una escucha telefónica, por ejemplo, o entrar en una casa, se ha vuelto más complicado desde un punto de vista técnico. Ahora hay alarmas y toda clase de diabluras por doquier.
Gullberg asintió.
—¿Presupuesto? —preguntó.
—Disponemos de un total de más de once millones por año. Una tercera parte se destina a salarios, otra a mantenimiento y la restante a la actividad.
—O sea, que el presupuesto se ha reducido.
—Un poco. Pero tenemos menos plantilla, lo cual significa que, en la práctica, el presupuesto de la actividad ha aumentado.
—Entiendo. Cuéntame cómo anda nuestra relación con la DGP/Seg.
Wadensjöö negó con la cabeza.
—El jefe administrativo y el jefe de presupuesto son de los nuestros. Oficialmente hablando tal vez el único que conozca con más detalle nuestra actividad sea el jefe administrativo. Somos tan secretos que no existimos. Pero en realidad hay un par de jefes adjuntos que saben de nuestra existencia. Aunque hacen lo que pueden para no oír hablar de nosotros.
—Entiendo. Lo cual significa que si surgen problemas, la actual dirección de la Säpo se llevará una desagradable sorpresa. ¿Y qué me puedes contar de la dirección de la Defensa y del gobierno?
—A la dirección de la Defensa la apartamos hace unos diez años. Y los gobiernos van y vienen.
—¿Así que estamos completamente solos si el viento sopla en contra?
Wadensjöö asintió.
—Esa es la desventaja que tiene esta estructura. Las ventajas son obvias. Pero nuestras misiones también han cambiado. Desde que cayó la Unión Soviética hay una nueva situación política en Europa. La verdad es que ahora tratamos cada vez menos de identificar a los espías. Ahora nos ocupamos más de asuntos relacionados con el terrorismo, pero sobre todo juzgamos la idoneidad política de las personas que ocupan puestos delicados.
—Así ha sido siempre…
Llamaron a la puerta. Gullberg vio entrar a un hombre de unos sesenta años, pulcramente vestido, y a otro joven que llevaba vaqueros y americana.
—¡Hola, chicos! Este es Jonas Sandberg. Lleva cuatro años con nosotros y es el responsable de las intervenciones operativas. Él es la persona de la que te hablaba antes. Y éste es Georg Nyström. Ya os conocéis.
—Hola, Georg —saludó Gullberg.
Se estrecharon la mano. Luego Gullberg, se dirigió a Jonas Sandberg.
—¿Y tú de dónde vienes? —preguntó Gullberg contemplando a Jonas Sandberg.
—Pues ahora mismo de Gotemburgo —contestó Sandberg, bromeando—. He ido a hacerle una visita.
—A Zalachenko… —aclaró Gullberg.
Sandberg asintió.
—Señores, siéntense, por favor —dijo Wadensjöö.
—¿Björck? —dijo Gullberg para, acto seguido, fruncir el ceño al ver a Wadensjöö encendiendo un purito. Gullberg se había quitado la americana y estaba apoyado contra el respaldo de la silla. Wadensjöö le echó un vistazo al viejo: le llamó la atención lo increíblemente flaco que se había quedado.
—Fue detenido el viernes pasado por violar la ley de comercio sexual —dijo Georg Nyström—. Todavía no ha sido procesado pero, en principio, ha confesado y ha vuelto a su casa con el rabo entre las piernas. Se ha ido a vivir a Smådalarö mientras está de baja. Los medios de comunicación siguen sin publicar nada al respecto.
—Hubo una época en la que Björck fue de lo mejorcito de la Sección —dijo Gullberg—. Fue una pieza clave en el asunto Zalachenko. ¿Qué ha pasado con él desde que yo me jubilé?
—Debe de ser uno de los poquísimos que ha regresado a la actividad externa desde la Sección. Bueno, también en tu época estuvo fuera un tiempo, ¿no?
—Sí, necesitaba descansar y quería ampliar horizontes. En la década de los ochenta pidió dos años de excedencia en la Sección y prestó sus servicios como agregado de inteligencia. Ya llevaba mucho tiempo, desde 1976, trabajando como un loco con Zalachenko, casi veinticuatro horas al día, y yo pensé que realmente le hacía falta un descanso. Estuvo fuera de 1985 a 1987 y luego volvió aquí.
—Podríamos decir que dejó la Sección en 1994, cuando se fue a la organización externa. En 1996 se convirtió en jefe adjunto del departamento de extranjería y se encontró con un cargo difícil de llevar al que tuvo que dedicarle mucho tiempo y esfuerzo. Como es natural, el contacto con la Sección ha sido constante y supongo que también debo añadir que, hasta hace muy poco, hemos conversado con cierta regularidad, más o menos una vez al mes.
—Así que está enfermo…
—No es nada serio, aunque sí muy doloroso. Tiene una hernia discal. Lleva causándole repetidas molestias durante los últimos años. Hace dos estuvo de baja durante cuatro meses. Y luego volvió a darse de baja en agosto del año pasado. Estaba previsto que volviera a trabajar el uno de enero, pero la baja se le prolongó y ahora se trata básicamente de esperar una operación.
—Y se ha pasado todo ese tiempo yéndose de putas —dijo Gullberg.
—Bueno, no está casado y, si lo he entendido bien, ya hace años que anda con putas —comentó Jonas Sandberg, que había permanecido callado durante casi media hora—. He leído el texto de Dag Svensson.
—De acuerdo. Pero ¿alguien me quiere explicar qué es lo que realmente ha ocurrido?
—Por lo que hemos podido deducir ha tenido que ser Björck quien ha puesto en marcha todo este circo. Es la única manera de explicar que el informe de 1991 acabara en las manos del abogado Bjurman.
—¿Y éste también se dedicaba a ir de putas? —preguntó Gullberg.
—Que nosotros sepamos no. Por lo menos no figura en el material de Dag Svensson. Pero era el administrador de Lisbeth Salander.
Wadensjöö suspiró.
—Supongo que eso es culpa mía. Björck y tú le disteis un buen golpe a Lisbeth Salander en 1991 cuando ingresó en el psiquiátrico. Contábamos con que así se mantuviera fuera de circulación durante mucho más tiempo, pero le asignaron un tutor, el abogado Holger Palmgren, que consiguió sacarla de allí. La metieron en una familia de acogida. Tú ya te habías jubilado.
—¿Y luego qué ocurrió?
—La tuvimos controlada. Mientras tanto, a su hermana, Camilla Salander, le buscaron una familia de acogida en Uppsala. Cuando contaban diecisiete años, Lisbeth Salander, de repente, empezó a hurgar en su pasado. Se puso a buscar a Zalachenko en todos los registros públicos que pudo. De alguna manera —no estamos seguros de cómo exactamente— se enteró de que su hermana conocía el paradero de Zalachenko.
—¿Y era cierto?
Wadensjöö se encogió de hombros.
—Si te soy sincero, no tengo ni idea. Las niñas llevaban muchos años sin verse cuando Lisbeth Salander dio con su hermana e intentó obligarla a que le contara lo que sabía. Aquello acabó en una tremenda riña en la que se liaron a puñetazos.
—¿Y?
—Vigilamos bien a Lisbeth Salander durante aquellos meses. También informamos a Camilla Salander de que su hermana era violenta y estaba perturbada. Fue ella quien contactó con nosotros después de la repentina visita de Lisbeth, cosa que nos hizo aumentar la vigilancia.
—Entonces… ¿la hermana era tu informante?
—Camilla tenía mucho miedo de su hermana. En cualquier caso, Lisbeth Salander también llamó la atención en otros frentes. Discutió repetidas veces con gente de la comisión de asuntos sociales y determinamos que seguía constituyendo una amenaza para el anonimato de Zalachenko. Luego ocurrió aquel incidente del metro.
—Atacó a un pedófilo…
—Exacto. Resultaba obvio que se trataba de una chica con inclinaciones violentas y que estaba perturbada. Pensamos que lo mejor para todas las partes implicadas sería que ella desapareciera de nuevo metiéndola en alguna institución, y aprovechamos la ocasión. Fueron Fredrik Clinton y Von Rottinger los que actuaron. Contrataron de nuevo a Peter Teleborian y, con la ayuda de varios representantes legales, batallaron ante el tribunal para volver a ingresarla. Holger Palmgren era el representante de Salander y, contra todo pronóstico, el tribunal eligió apoyar su línea de defensa con la condición de que ella se sometiera a la tutela de un administrador.
—Pero ¿cómo se metió en eso a Bjurman?
—Palmgren sufrió un derrame durante el otoño de 2002. Por aquel entonces, Salander seguía siendo un asunto que hacía saltar las alarmas cuando aparecía en algún registro informático, y yo me aseguré de que Bjurman fuera su nuevo administrador. Ojo: él no sabía que era la hija de Zalachenko. La idea era simplemente que si ella empezaba a desvariar sobre Zalachenko, que el abogado reaccionara y diera la alarma.
—Bjurman era un idiota. No debía haber tenido nada que ver con Zalachenko ni mucho menos con su hija —Gullberg miró a Wadensjöö—. Eso fue un grave error.
—Ya lo sé —dijo Wadensjöö—. Pero en ese momento me pareció lo mejor y no me podía imaginar…
—¿Y dónde está Camilla Salander hoy?
—No lo sabemos. Cuando tenía diecinueve años, hizo las maletas y abandonó a la familia de acogida. Desde entonces no hemos oído ni mu sobre ella. Ha desaparecido.
—De acuerdo, sigue…
—Tengo una fuente dentro de la policía abierta que ha hablado con el fiscal Richard Ekström —dijo Sandberg—. El encargado de la investigación, un tal inspector Bublanski, cree que Bjurman violó a Salander.
Gullberg observó a Sandberg con sincero asombro. Luego, reflexivo, se pasó la mano por la barbilla.
—¿La violó? —preguntó.
—Bjurman llevaba un tatuaje que le atravesaba el estómago y que decía: «Soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador».
Sandberg puso sobre la mesa una foto en color de la autopsia. Gullberg contempló el estómago de Bjurman con unos ojos como platos.
—¿Y se supone que ese tatuaje se lo ha hecho la hija de Zalachenko?
—De no ser así, resulta muy difícil explicarlo. Pero es evidente que ella no es inofensiva. Les dio una paliza de la hostia a los dos matones de Svavelsjö MC.
—La hija de Zalachenko —repitió Gullberg para, acto seguido, dirigirse a Wadensjöö—. ¿Sabes? Creo que deberías reclutarla.
Wadensjöö se quedó tan perplejo que Gullberg se vio obligado a añadir que sólo estaba bromeando.
—Bien. Tomemos eso como hipótesis de trabajo: que Bjurman la violó y que ella se vengó. ¿Y qué más?
—La única persona que sabe exactamente lo que pasó es, por supuesto, el propio Bjurman, pero va a ser difícil preguntárselo porque está muerto. Lo que quiero decir es que es imposible que él supiera que ella era la hija de Zalachenko, pues no aparece en ningún registro público. Sin embargo, en algún momento de su relación con ella, Bjurman descubrió la conexión.
—Pero, joder, Wadensjöö: ella sabía muy bien quién era su padre, podría habérselo dicho en cualquier momento.
—Ya lo sé. Ahí simplemente nos equivocamos.
—Eso es de una incompetencia imperdonable —dijo Gullberg.
—Ya lo sé. ¡Y no sabes cuántas patadas en el culo me he pegado por ello! Pero Bjurman era uno de los pocos que conocía la existencia de Zalachenko, y yo pensaba que era mejor que él descubriera que se trataba de la hija de Zalachenko en vez de que lo hiciera un administrador completamente desconocido. En la práctica, ella podría habérselo contado a cualquier persona.
—Bueno… sigue.
—Todo son hipótesis —aclaró Georg Nyström con prudencia—. Pero creemos que Bjurman violó a Salander, que ella le devolvió el golpe y le hizo eso… —dijo, señalando con el dedo el tatuaje de la foto de la autopsia.
—De tal palo tal astilla —comentó Gullberg. Se le apreció un deje de admiración en la voz.
—Lo que provocó que Bjurman contactara con Zalachenko para que se ocupara de su hija. Como ya sabemos, Zalachenko tiene razones de sobra (más que la mayoría) para odiarla. Y Zalachenko, a su vez, sacó a contrata el trabajo con Svavelsjö MC y ese Niedermann con quien se relaciona.
—Pero ¿cómo pudo Bjurman contactar…? —Gullberg se calló. La respuesta resultaba obvia.
—Björck —contestó Wadensjöö—. Lo único que explica que Bjurman encontrara a Zalachenko es que Björck le diera la información.
—Mierda —dijo Gullberg.
Lisbeth Salander experimentó una creciente sensación de desagrado unida a una fuerte irritación. Por la mañana, dos enfermeras habían entrado a cambiarle las sábanas. Vieron el lápiz enseguida.
—¡Anda! ¿Cómo habrá venido a parar esto aquí? —dijo una de las enfermeras para, acto seguido, meterse el lápiz en el bolsillo mientras Lisbeth la observaba con mirada asesina.
Lisbeth volvió a estar desarmada y, además, se sintió tan débil que ni siquiera tuvo fuerzas para protestar.
Se había encontrado mal durante todo el fin de semana. Tenía un terrible dolor de cabeza y estaba tomando unos analgésicos muy potentes. Sufría un sordo y constante dolor que podía, de buenas a primeras, penetrarle en el hombro como un cuchillo cuando se movía sin cuidado o desplazaba el peso corporal. Se hallaba tumbada de espaldas con un collarín en el cuello que debería llevar unos cuantos días más hasta que la herida de la cabeza empezara a cicatrizar. El domingo tuvo una fiebre que alcanzó los 38,7 grados. La doctora Helena Endrin constató que tenía una infección en el cuerpo. En otras palabras: no estaba bien. Una conclusión a la que Lisbeth ya había llegado sin necesidad de ningún termómetro.
Advirtió que de nuevo se hallaba amarrada a una cama institucional del Estado, aunque esta vez le faltara el correaje que la sujetaba. Algo que se le antojó innecesario: ni siquiera tenía fuerzas para incorporarse en la cama, mucho menos para salir de excursión.
El lunes, hacia la hora de comer, recibió la visita del doctor Anders Jonasson. Le resultó familiar.
—Hola. ¿Te acuerdas de mí?
Ella negó con la cabeza.
—Estabas bastante aturdida, pero fui yo quien te desperté después de la operación. Y fui yo quien te operé. Sólo quería preguntarte cómo te encuentras y si todo va bien.
Lisbeth le contempló con unos ojos enormes: debería resultarle obvio que no todo iba bien.
—Me han dicho que anoche te quitaste el collarín.
Ella asintió.
—No te lo hemos puesto porque nos haya dado la gana, sino para que mantengas la cabeza quieta mientras se inicia el proceso de curación.
Observó a la chica, que seguía callada.
—Vale —dijo él, concluyendo—. Sólo quería ver cómo te encontrabas.
Ya había llegado a la puerta cuando oyó la voz de Lisbeth.
—Jonasson, ¿verdad?
Se dio la vuelta y, asombrado, le dedicó una sonrisa.
—Correcto. Si te acuerdas de mi nombre es que te encuentras mejor de lo que pensaba.
—¿Y fuiste tú quien me sacó la bala?
—Eso es.
—¿Podrías decirme cómo estoy? Nadie me dice nada.
Se acercó a la cama y la miró a los ojos.
—Has tenido suerte. Te dispararon en la cabeza pero la bala no parece haber dañado ninguna zona vital. El riesgo que corres ahora mismo es el de sufrir hemorragias cerebrales. Por eso queremos que te mantengas quieta. Tienes una infección en el cuerpo, producida, al parecer, por la herida del hombro. Es posible que tengamos que volver a operarte si no podemos vencerla con antibióticos. Te espera una época dolorosa hasta que te cures. Pero, tal y como se presentan las cosas, albergo buenas esperanzas de que te recuperes del todo.
—¿Y me puede causar daños cerebrales?
El doctor dudó un instante antes de decir:
—Sí, el riesgo está ahí. Pero todo indica que vas evolucionando bien. Luego existe la posibilidad de que te queden secuelas en el cerebro que te puedan crear problemas; por ejemplo, que desarrolles epilepsia o alguna otra contrariedad. Pero, si te soy sincero, eso no son más que especulaciones. La cosa tiene ahora buena pinta. Te estás curando. Y si a lo largo del proceso surgen problemas, los intentaremos resolver. ¿Es mi respuesta lo bastante clara?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí metida?
—¿Te refieres al hospital? Por lo menos un par de semanas antes de que te dejemos ir.
—No, me refiero a cuándo podré levantarme y empezar a andar y moverme.
—No lo sé. Depende de la curación. Pero échale como mínimo dos semanas antes de que te dejemos empezar con alguna forma de terapia física.
Ella lo contempló seriamente durante un largo rato.
—¿No tendrás por casualidad un cigarrillo? —preguntó.
Anders Jonasson rió espontáneamente y negó con la cabeza.
—Lo siento. Aquí no se puede fumar. Pero si quieres, voy por un parche o un chicle de nicotina.
Ella meditó la respuesta un instante y luego asintió. Acto seguido lo volvió a mirar.
—¿Cómo está ese viejo cabrón?
—¿Quién? ¿Quieres decir…?
—El que entró conmigo.
—Ningún amigo tuyo, por lo que veo. Bueno, sobrevivirá, y la verdad es que ha estado levantado y andando con muletas. Desde un punto de vista físico, está más maltrecho que tú y presenta una lesión facial muy dolorosa. Según tengo entendido, le diste con un hacha en la cabeza.
—Intentó matarme —dijo Lisbeth en voz baja.
—Vaya, pues eso no me parece bien… Debo irme. ¿Quieres que vuelva a visitarte?
Lisbeth Salander se quedó reflexionando. Luego asintió. Cuando él cerró la puerta, ella miró hacia el techo pensativa. ¡Le han dado muletas a Zalachenko: eso es lo que oí anoche!
Enviaron a Jonas Sandberg, el más joven del grupo, a comprar algo para comer. Volvió con sushi y unas cervezas sin alcohol y lo puso todo en la mesa de reuniones. Evert Gullberg sintió un nostálgico estremecimiento: así era en su época cuando alguna operación entraba en una fase crítica y se quedaban trabajando día y noche.
Sin embargo, en su época, a nadie se le habría ocurrido la absurda idea de pedir pescado crudo para comer. Deseaba que Sandberg hubiese pedido albóndigas con confitura de arándanos rojos y puré de patatas. Pero, por otra parte, tampoco tenía mucha hambre, así que apartó el plato de sushi sin ningún remordimiento. Cogió un trozo de pan y bebió agua mineral.
Siguieron hablando durante la comida. Habían llegado a ese punto en el que debían resumir la situación y decidir qué medidas tomar. Se trataba de decisiones urgentes.
—Nunca llegué a conocer a Zalachenko —dijo Wadensjöö—. ¿Cómo era?
—Igual que hoy en día, supongo —contestó Gullberg—. De una enorme inteligencia y con una memoria para los detalles prácticamente fotográfica. Pero, según mi opinión, un verdadero hijo de puta. Y añadiría que algo perturbado.
—Jonas, tú lo viste ayer. ¿Cuál es tu conclusión? —preguntó Wadensjöö.
Jonas Sandberg dejó los cubiertos.
—Tiene el control. Ya os he contado lo de su ultimátum. O hacemos desaparecer todo esto como por arte de magia o hará estallar la Sección en mil pedazos.
—¿Cómo coño espera que hagamos desaparecer algo que se ha repetido hasta la saciedad en todos los medios de comunicación? —preguntó Georg Nyström.
—No se trata de lo que nosotros podamos o no podamos hacer. Se trata de la necesidad que tiene Zalachenko de controlarnos —dijo Gullberg.
—¿Tú qué opinas? ¿Lo hará? ¿Hablará con los medios de comunicación? —preguntó Wadensjöö.
Gullberg contestó pausadamente.
—Resulta casi imposible saberlo. Zalachenko no lanza amenazas en vano, y hará lo que más le convenga. En ese sentido es previsible. Si le favorece hablar con los medios de comunicación… si puede obtener una amnistía o una reducción de pena, lo hará. O si se siente traicionado y quiere jodernos.
—¿Independientemente de las consecuencias?
—Sobre todo eso. Para él se trata de mostrarse más duro que nosotros.
—Pero aunque Zalachenko hable es muy posible que nadie lo crea. Para probar algo tienen que entrar en nuestro archivo. Y él no conoce esta dirección.
—¿Quieres asumir ese riesgo? Pongamos que Zalachenko habla. ¿Quién más se irá de la lengua después? ¿Qué hacemos si Björck confirma la historia? Y Clinton, con su aparato de diálisis… ¿qué pasaría si de repente se convirtiera en un hombre religioso y amargado de todo y de todos? Imagínate que quiere confesar sus pecados. Créeme: si alguien habla, será el final de la Sección.
—Entonces… ¿qué hacemos?
Un silencio se apoderó de la mesa. Fue Gullbeg quien retomó el hilo.
—El problema presenta varias partes. En primer lugar, podemos estar de acuerdo con las consecuencias en el caso de que Zalachenko se vaya de la lengua. Toda la maldita Suecia constitucional caerá sobre nuestras cabezas. Nos aniquilarán. Me imagino que varias personas de la Sección irían a la cárcel.
—Desde un punto de vista jurídico, la actividad es legal; trabajamos por encargo del gobierno.
—¡No digas tonterías! —le espetó Gullberg—. Tú sabes tan bien como yo que un papel que se redactó en términos poco precisos a mediados de los años sesenta no vale hoy una mierda.
—Yo diría que a ninguno de nosotros le gustaría saber qué ocurriría exactamente si Zalachenko largara —añadió.
Se hizo un nuevo silencio.
—Por lo tanto, el punto de partida tiene que ser intentar callar a Zalachenko —dijo Georg Nyström finalmente.
Gullberg asintió.
—Y para persuadirle de que permanezca con la boca cerrada debemos ofrecerle algo sustancial. El problema es que resulta imprevisible. Nos podría quemar a su antojo por pura mala leche. Tenemos que pensar en alguna manera de mantenerlo a raya.
—¿Y su ultimátum?… —dijo Jonas Sandberg—. Que hagamos desaparecer todo esto y que mandemos a Salander al manicomio.
—Ya sabremos cómo ocuparnos de Salander. El problema es Zalachenko. Pero eso nos lleva a la segunda parte: reducción de los daños colaterales. El informe de Teleborian de 1991 se ha filtrado y constituye una potencial amenaza de las mismas dimensiones que Zalachenko.
Georg Nyström se aclaró la voz.
—En cuanto nos dimos cuenta de que el informe había salido a la luz y había acabado en manos de la policía tomé ciertas medidas. Fui a ver al jurista Forelius, de la DGP/Seg, quien se puso en contacto con el fiscal general. Éste ordenó que la policía devolviera el informe y que no se copiara ni distribuyera.
—¿Cuánto sabe el fiscal general de todo esto? —preguntó Gullberg.
—Nada de nada. El actúa por petición oficial de la DGP/Seg. Se trata de material altamente confidencial y el fiscal general no tiene otra elección. No puede actuar de otra forma.
—Vale. ¿Quiénes de dentro de la policía han leído el informe?
—Pues lo han leído Bublanski, su colega Sonja Modig y el instructor del sumario, Richard Ekström. Y supongo que podemos dar por descontado que otros dos policías… —Nyström hojeó sus apuntes—; un tal Curt Svensson y un tal Jerker Holmberg conocen por lo menos el contenido. Ten en cuenta que existían dos copias…
—O sea, cuatro policías y un fiscal. ¿Qué sabemos de ellos?
—El fiscal Ekström tiene cuarenta y dos años. Se le considera una estrella en ascenso. Ha trabajado como investigador en el Ministerio de Justicia y se le han dado algunos casos llamativos. Ambicioso. Consciente de su imagen. Un trepa.
—¿Sociata? —preguntó Gullberg.
—Probablemente. Pero no está afiliado.
—O sea, que el que lleva la investigación es Bublanski. Lo vi en una rueda de prensa en la televisión. No parecía encontrarse cómodo ante las cámaras.
—Tiene cincuenta y dos años y posee un excelente curriculum, pero también tiene fama de ser un tipo arisco. Es judío y bastante ortodoxo.
—Y la mujer… ¿quién es?
—Sonja Modig. Casada, treinta y nueve años, madre de dos hijos. Ha hecho carrera con bastante rapidez. Hablé con Peter Teleborian y la describió como emocional. Cuando Teleborian estuvo haciendo una presentación sobre Salander, Sonja Modig no paró de cuestionarlo.
—Vale.
—Curt Svensson es un tipo duro. Treinta y ocho años. Viene de la unidad de bandas callejeras de los suburbios del sur y llamó la atención hace un par de años cuando mató de un tiro a un chorizo. En la investigación interna lo absolvieron de todos los cargos. Por cierto, fue a él a quien mandó Bublanski para detener a Gunnar Björck.
—Entiendo. Guárdate en la memoria la muerte de ese chorizo. Si nos interesa desacreditar al grupo de Bublanski, siempre podremos centrarnos en Svensson y decir que resulta inapropiado como policía. Supongo que seguimos contando con contactos relevantes dentro de los medios de comunicación… ¿Y el último?
—Jerker Holmberg. Cincuenta y cinco años. Procede de Norrland y en realidad es especialista en examinar el lugar del crimen. Hace un par de años le ofrecieron realizar los cursos de formación para ascender a comisario, pero declinó la oferta. Parece encontrarse a gusto con lo que hace.
—¿Alguno de ellos es activo políticamente?
—No. En los años setenta el padre de Holmberg fue presidente del consejo municipal del Partido de Centro.
—Mmm. Parece ser un grupo bastante modesto. Suponemos que son como una piña. ¿Podemos aislarlos de alguna manera?
—Hay un quinto policía que también está implicado —dijo Nyström—. Hans Faste, cuarenta y siete años. Me han contado por ahí que ha estallado un fuerte conflicto entre Faste y Bublanski. Y tengo entendido que ha cobrado tales dimensiones que Faste se ha dado de baja.
—¿Qué sabemos de él?
—Cada vez que pregunto por él recibo una respuesta diferente. Cuenta con una larga hoja de servicios bastante impecable. Un profesional. Pero es de trato difícil. Por lo visto, la pelea con Bublanski tiene que ver con Lisbeth Salander.
—¿En qué sentido?
—Faste parece haberse aferrado a esa idea de una banda satánica de lesbianas de la que tanto ha escrito la prensa. En realidad no le gusta Salander; su mera presencia se le antoja un insulto personal. No me extrañaría que estuviera detrás de la mitad de los rumores. Un ex colega suyo me contó que, en general, tiene dificultades para colaborar con las mujeres.
—Interesante —dijo Gullberg para, acto seguido, quedarse meditando un instante—. Como la prensa ya ha escrito sobre una banda lesbiana podría haber razones para tirar de ese hilo. No contribuye precisamente a aumentar la credibilidad de Salander.
—O sea, que los policías que han leído la investigación de Björck representan un problema. ¿Tenemos alguna forma de aislarlos? —preguntó Sandberg.
Wadensjöö encendió otro purito.
—Bueno, el instructor del sumario es Ekström…
—Pero el que manda es Bublanski —dijo Nyström.
—Sí, pero no puede oponerse a las decisiones administrativas —Wadensjöö parecía pensativo; miró a Gullberg—. Tú cuentas con más experiencia que yo, pero esta historia parece tener tantos hilos y tantas ramificaciones… Creo que convendría mantener alejados a Bublanski y Modig de Salander.
—Está bien, Wadensjöö —contestó Gullberg—. Y eso es exactamente lo que vamos a hacer. Bublanski es el encargado de la investigación del asesinato de Bjurman y de esa pareja de Enskede. Salander ya no figura en esa investigación. Ahora se trata de ese alemán llamado Niedermann. De modo que Bublanski y su equipo tendrán que concentrar sus esfuerzos en cazar a Niedermann.
—De acuerdo.
—Salander ya no es asunto suyo. Luego está lo de Nykvarn… Son tres asesinatos de hace más tiempo. Ahí hay una conexión con Niedermann. La investigación está ahora en Södertälje, pero habría que juntar las dos en una sola. Así Bublanski tendrá las manos ocupadas durante un tiempo. Quién sabe… Quizá detenga a ese Niedermann.
—Mmm.
—Este Faste… ¿habrá alguna manera de lograr que vuelva? Parece ser la persona idónea para investigar las sospechas dirigidas contra Salander.
—Entiendo tu razonamiento —dijo Wadensjöö—. Se trata de conseguir que Ekström separe los dos asuntos. Pero todo esto hará que consigamos controlar a Ekström.
—No debería ser demasiado complicado —comentó Gullberg, mirando de reojo a Nyström, quien hizo un gesto de asentimiento.
—Yo me ocupo de Ekström —se ofreció Nyström—. Seguro que está deseando no haber oído hablar jamás de Zalachenko. Nos entregó el informe de Björck en cuanto la Säpo se lo pidió y ya ha dicho que, por supuesto, acatará todos los aspectos que afecten de alguna forma a la seguridad nacional.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Wadensjöö escéptico.
—Déjame preparar un plan —dijo Nyström—. Creo que simplemente debemos explicarle de manera educada lo que ha de hacer para evitar que su carrera tenga un abrupto fin.
—La tercera parte es la que constituye el verdadero problema —dijo Gullberg—. La policía no encontró el informe de Björck por sus propios medios: se lo entregó un periodista. Y los medios de comunicación representan, como todos sabéis, un problema en este contexto. Millennium.
Nyström buscó entre sus apuntes.
—Mikael Blomkvist —dijo.
Todos habían oído hablar del asunto Wennerström y conocían el nombre de Mikael Blomkvist.
—Dag Svensson, el periodista asesinado, trabajaba para Millennium. Estaba preparando unos artículos sobre el trafficking. Fue así como descubrió a Zalachenko. Fue Mikael Blomkvist quien lo encontró muerto. Además, conoce a Salander y ha confiado en su inocencia todo el tiempo.
—¿Cómo coño puede conocer a la hija de Zalachenko?… ¿No os parece demasiada casualidad?
—No creemos que sea una casualidad —dijo Wadensjöö—. Creemos que, de alguna manera, Salander es el vínculo que los une a todos. No sabemos muy bien cómo, pero es la única explicación razonable.
Gullberg permaneció callado dibujando unos círculos concéntricos en su cuaderno. Al final levantó la vista.
—Necesito reflexionar sobre esto un rato. Voy a dar un paseo. Nos vemos dentro de una hora.
El paseo de Gullberg duró casi cuatro horas y no una, como había dicho. Caminó tan sólo unos diez minutos, hasta que encontró una cafetería que servía un montón de variedades raras de café. Pidió uno normal, sin leche, de café tostado para cafetera de filtro, y se sentó en una mesa de un rincón que quedaba cerca de la entrada. Se sumió en profundas cavilaciones intentando desmenuzar los entresijos del problema. A intervalos regulares apuntaba alguna que otra palabra en una agenda.
Una hora y media después, un plan había empezado a cobrar forma.
No era un plan bueno, pero, tras haber dado mil vueltas a todas las posibilidades, se dio cuenta de que el problema requería medidas drásticas.
Por suerte, los recursos humanos se encontraban disponibles. Era factible.
Se levantó, buscó una cabina telefónica y llamó a Wadensjöö.
—Hay que aplazar la reunión un poco más —dijo—. Tengo que realizar una gestión. ¿Podemos quedar a las dos?
Luego Gullberg bajó a Stureplan y paró un taxi. Lo cierto era que con su pobre pensión de funcionario no se podía permitir ese lujo, pero, por otra parte, ya se encontraba en una edad en la que no tenía sentido ahorrar para una futura y disoluta vida. Le dio al taxista una dirección de Bromma.
Cuando al cabo de un rato éste lo dejó en la dirección indicada, Gullberg echó a andar hacia el sur y, tras recorrer una manzana, llamó a la puerta de un pequeño chalet. Le abrió una mujer de unos cuarenta años.
—Buenos días. Estoy buscando a Fredrik Clinton.
—¿De parte de quién?
—De un viejo colega.
La mujer asintió y lo acompañó al salón, donde Fredrik Clinton se levantó lentamente de un sofá. Sólo contaba sesenta y ocho años pero aparentaba bastantes más. Una diabetes y ciertos problemas en las arterias coronarias le habían dejado secuelas manifiestas.
—¡Gullberg! —se asombró Clinton.
Se contemplaron durante un largo instante. Luego los dos viejos espías se abrazaron.
—Creía que no te volvería a ver —dijo Clinton—. Supongo que lo que te ha sacado de tu escondite es esto.
Señaló la portada del vespertino en la que aparecía una foto de Ronald Niedermann acompañada del titular «Se busca en Dinamarca al asesino del policía».
—¿Cómo estás? —preguntó Gullberg.
—Estoy enfermo —le contestó Clinton.
—Ya lo veo.
—Si no me dan un nuevo riñón, moriré dentro de poco. Y la probabilidad de que me lo den es bastante reducida.
Gullberg movió la cabeza en un gesto afirmativo.
La mujer se asomó a la puerta del salón y le preguntó a Gullberg si deseaba tomar algo.
—Un café, por favor —contestó para, a continuación, dirigirse a Clinton en cuanto ella desapareció—. ¿Quién es?
—Mi hija.
Gullberg asintió. Resultaba fascinante comprobar cómo, a pesar de tantos años de estrecha relación en la Sección, casi ninguno de los compañeros se había visto durante su tiempo libre. Gullberg conocía todos y cada uno de sus rasgos característicos, tanto sus puntos fuertes como los débiles, pero sólo tenía una vaga idea de sus circunstancias familiares. Durante veinte años, Clinton había sido tal vez su colaborador más cercano. Gullberg sabía que Clinton había estado casado y que tenía una hija. Pero no conocía su nombre, ni el de su ex esposa, ni mucho menos el lugar donde Clinton solía pasar las vacaciones. Era como si todo lo que quedaba fuera de la Sección resultara sagrado y no pudiera tratarse.
—¿Qué quieres? —le preguntó Clinton.
—¿Puedo preguntarte qué piensas de Wadensjöö?
Clinton negó con la cabeza.
—Prefiero no meterme en ese asunto.
—No es eso lo que te he preguntado. Tú lo conoces. Trabajó contigo durante diez años.
Clinton volvió a negar con la cabeza.
—El que dirige la Sección ahora es él. Lo que yo pueda pensar carece de interés.
—¿Y se las arregla bien?
—Bueno, no es ningún idiota.
—Pero…
—Un analista. Un hacha de los puzles. Instinto. Brillante administrador que ha hecho cuadrar el presupuesto de una manera que nos parecía imposible.
Gullberg asintió. Lo importante era la cualidad que Clinton no mencionaba.
—¿Estás preparado para volver al servicio?
Clinton alzó la mirada y contempló a Gullberg. Dudó un buen rato.
—Evert… Cada dos días me paso nueve horas en el hospital enchufado a un aparato de diálisis. No soy capaz de subir unas escaleras sin quedarme prácticamente sin aliento. No tengo energía. Ni fuerzas.
—Te necesito. Una última operación.
—No puedo.
—Claro que puedes. Y también podrás seguir pasando nueve horas cada dos días en diálisis. Subirás en ascensor en vez de por las escaleras. Yo lo organizaré todo para que, si hace falta, te lleven en camilla de un lado a otro. Necesito tu cerebro.
Clinton suspiró.
—Cuéntame —dijo.
—Nos encontramos ante una situación extremadamente complicada que requiere intervenciones operativas. Wadensjöö cuenta con un mocoso, Jonas Sandberg, que constituye, él solito, toda la unidad operativa; y no creo que Wadensjöö tenga cojones para hacer lo que hay que hacer. Tal vez sea un hacha haciendo malabares con los presupuestos, pero tiene miedo de tomar decisiones operativas y de meter a la Sección en un trabajo de campo que resulta imprescindible.
Clinton asintió. Una tenue sonrisa asomó a sus labios.
—La operación deberá realizarse en dos frentes distintos. Una parte trata de Zalachenko. Tengo que conseguir que entre en razón y creo que sé cómo. La otra parte deberá llevarse a cabo desde aquí, desde Estocolmo. El problema es que no hay nadie en la Sección que pueda encargarse de eso. Te necesito para que asumas el mando. Una última intervención. Tengo un plan. Jonas Sandberg y Georg Nyström realizarán el trabajo de campo. Tú dirigirás la operación.
—No sabes lo que me estás pidiendo.
—Sí… Sé lo que te estoy pidiendo. Y serás tú mismo quien decida si quieres aceptarlo o no. Pero, o intervenimos nosotros los viejos y arreglamos esto a nuestra manera, o dentro de un par de semanas la Sección no existirá.
Clinton apoyó el codo en el brazo del sofá y dejó caer la cabeza en la palma de la mano. Se quedó pensativo un par de minutos.
—Cuéntame tu plan —dijo finalmente.
Evert Gullberg y Fredrik Clinton hablaron durante dos horas.
A Wadensjöö se le pusieron los ojos como platos cuando, a las dos menos tres minutos, Gullberg volvió acompañado de Fredrik Clinton. Éste se le antojó un esqueleto andante. Parecía tener dificultades para andar y respirar y se apoyaba en el hombro de Gullberg con una mano.
—¡Por todos los santos!… —exclamó Wadensjöö.
—Continuemos con la reunión —respondió Gullberg secamente.
Volvieron a reunirse en torno a la mesa del despacho de Wadensjöö. Sin pronunciar palabra, Clinton se dejó caer en la silla que le ofrecieron.
—Todos conocéis a Fredrik Clinton —dijo Gullberg.
—Sí —contestó Wadensjöö—. Lo que me pregunto es qué hace aquí.
—Clinton ha decidido volver al servicio activo. Va a dirigir la unidad operativa de la Sección hasta que la actual crisis haya pasado.
Gullberg levantó una mano interrumpiendo la protesta de Wadensjöö antes de que a éste ni siquiera le diera tiempo a formularla.
—Clinton está cansado. Necesita ayuda. Debe acudir regularmente al hospital para someterse a sus sesiones de diálisis. Wadensjöö, tú contratarás a dos asistentes personales para que le ayuden con todos los detalles prácticos. Pero permíteme que deje una cosa clara: por lo que respecta a este asunto, será Clinton quien tome todas las decisiones operativas.
Se calló y esperó. No se oyó ninguna protesta.
—Tengo un plan. Creo que podemos llevarlo a buen puerto, pero debemos actuar rápidamente para no desperdiciar las ocasiones que se nos presenten —dijo—. Luego todo dependerá de la resolución y determinación que haya hoy en día en la Sección.
Wadensjöö percibió un cierto desafío en las palabras de Gullberg.
—Tú dirás…
—Primero: ya hemos tratado el tema de la policía. Haremos exactamente lo que dijimos. Intentaremos mantenerla apartada y que se sigan centrando en la búsqueda de Niedermann. Georg Nyström se ocupará de eso. Pase lo que pase, Niedermann carece de importancia. Nos aseguraremos de que sea Faste el que se encargue de la investigación de Salander.
—No parece demasiado complicado —dijo Nyström—. Tan sólo será cuestión de hablar discretamente con el fiscal Ekström.
—¿Y si se opone?…
—No creo que lo haga. Es un trepa y no mira más que por sus propios intereses. Pero ya sabré yo qué tecla tocar si fuera preciso. No le gustaría verse envuelto en un escándalo.
—Bien. El segundo paso es Millennium y Mikael Blomkvist. Esa es la razón por la que Clinton ha vuelto al servicio. Es ahí donde se necesitan medidas extraordinarias.
—Creo que esto no me va a gustar —dijo Wadensjöö.
—Es muy probable que no, pero no podemos manipular a Millennium con la misma facilidad. Su amenaza, en cambio, se basa en un solo punto: el informe policial de Björck de 1991. Tal y como están las cosas ahora mismo supongo que ese documento se encuentra en dos sitios, tal vez tres. Fue Lisbeth Salander la que dio con él, pero, no sé cómo, Mikael Blomkvist también consiguió echarle el guante. Eso significa que mientras ella huía de la justicia debió de existir algún tipo de contacto entre Blomkvist y Salander.
Clinton levantó un dedo y pronunció las primeras palabras desde que llegó.
—Eso también dice algo del carácter de nuestro adversario. Blomkvist no teme correr riesgos; acuérdate del asunto Wennerström.
Gullberg hizo un gesto afirmativo.
—Blomkvist le dio el informe a su redactora jefe, Erika Berger, quien a su vez se lo mandó por mensajero a Bublanski. Así que ella también lo ha leído. Podemos dar por descontado que han hecho una copia de seguridad. Adivino que Blomkvist tiene una y que hay otra en la redacción.
—Parece razonable —dijo Wadensjöö.
—Millennium es una revista mensual, lo que quiere decir que no van a publicarlo mañana mismo. De modo que hay tiempo. Pero tenemos que hacernos con esas dos copias del informe. Y ese tema no podemos gestionarlo con la ayuda del fiscal general.
—Entiendo.
—O sea, que se trata de iniciar una actividad operativa y entrar tanto en casa de Blomkvist como en la redacción de Millennium. Jonas: ¿podrás encargarte de eso?
Jonas Sandberg miró a Wadensjöö por el rabillo del ojo.
—Evert, es preciso que entiendas que… que ya no nos dedicamos a ese tipo de acciones —precisó Wadensjöö—. Estamos en una nueva época que trata más de intrusión informática, escuchas telefónicas y cosas por el estilo. No contamos con los suficientes recursos como para mantener una actividad operativa.
Gullberg se inclinó hacia delante por encima de la mesa.
—En tal caso, Wadensjöö, tendrás que buscar esos recursos echando leches. Contrata a gente de fuera. Contrata a una cuadrilla de matones de la mafia yugoslava para que le den una paliza a Blomkvist si hace falta. Pero tenemos que conseguir esas dos copias del informe como sea. Si se quedan sin ellas, no podrán demostrar una mierda. Si no sois capaces de hacer eso, quédate ahí sentado tocándote los cojones hasta que la comisión constitucional llame a la puerta.
Gullberg y Wadensjöö cruzaron sus miradas durante un largo rato.
—Vale, me encargaré de eso —dijo de repente Jonas Sandberg.
Gullberg miró de reojo al junior.
—¿Estás seguro de que serás capaz de organizar algo así?
Sandberg asintió.
—Muy bien. Desde este mismo momento Clinton es tu nuevo jefe. Recibirás órdenes directas de él.
Sandberg hizo un gesto de asentimiento.
—Será, en gran medida, una cuestión de vigilancia. La unidad operativa necesita refuerzos —dijo Nyström—. Tengo varios nombres en mente. Hay un chico en la organización externa: trabaja en el departamento de protección personal de la Seg y se llama Mårtensson. No le tiene miedo a nada y promete mucho. Llevo ya algún tiempo pensando en traérmelo a la organización interna. Incluso he pensado en él como mi sucesor.
—Está bien —respondió Gullberg—. Que lo decida Clinton.
—Hay otra noticia —dijo Georg Nyström—. Me temo que puede existir una tercera copia.
—¿Dónde?
—Me acabo de enterar de que Lisbeth Salander tiene una abogada. Su nombre es Annika Giannini. Es hermana de Mikael Blomkvist.
Gullberg asintió.
—Es verdad. Blomkvist le habrá dado una copia a su hermana. Cualquier otra cosa sería absurda. Lo que quiere decir que a partir de ahora, y durante algún tiempo, deberemos vigilar de cerca a los tres: a Berger, a Blomkvist y a Giannini.
—No creo que haya que preocuparse por Berger. Hoy mismo han emitido un comunicado de prensa en el que han anunciado que ella va a ser la nueva redactora jefe del Svenska Morgon-Posten. Ya no tiene nada que ver con Millennium.
—Vale. Pero vigílala de todas maneras. En cuanto a Millennium, necesitamos pincharles el teléfono a todos y, además, poner micrófonos en sus domicilios y, por supuesto, en la redacción. Tenemos que acceder a sus correos electrónicos y enterarnos de a quién ven y con quién hablan. Y estaría bien saber qué es lo que van a publicar y cómo van a enfocar sus revelaciones. Y, sobre todo, hemos de echarle el guante al informe. En otras palabras: hay mucha tela por cortar.
Wadensjöö pareció albergar serias dudas.
—Evert, nos estás pidiendo que organicemos una serie de actividades operativas contra la redacción de un periódico. Es una de las cosas más peligrosas que podemos hacer.
—No tienes elección. O te pones manos a la obra o ya va siendo hora de que otra persona asuma la dirección de este lugar.
El desafío flotó sobre la mesa como una nube.
—Creo que seré capaz de controlar el tema de Millennium —acabó por decir Jonas Sandberg—. Pero nada de esto resuelve el problema básico. ¿Qué hacemos con Zalachenko? Si él habla, todos los demás esfuerzos serán en vano.
Gullberg movió lentamente la cabeza.
—Ya lo sé. Esa es mi parte de la operación. Creo que tengo un argumento que convencerá a Zalachenko para que no abra la boca. Pero eso exige cierta preparación. Esta misma tarde salgo para Gotemburgo.
Se calló y miró a su alrededor. Luego centró su mirada en Wadensjöö.
—Durante mi ausencia, Clinton tomará las decisiones operativas —dijo.
Al cabo de un rato, Wadensjöö asintió.
No fue hasta el lunes por la tarde cuando la doctora Helena Endrin, tras haber consultado a su colega Anders Jonasson, juzgó que el estado de Lisbeth Salander era lo suficientemente estable como para que pudiera recibir visitas. Los primeros visitantes fueron dos inspectores de la policía criminal a los que se les concedieron quince minutos para hacer sus preguntas. Cuando entraron en la habitación y acercaron un par de sillas a la cama, Lisbeth los contempló en silencio.
—Hola. Soy el inspector Marcus Erlander. Trabajo en la brigada de delitos violentos de Gotemburgo. Esta es mi colega Sonja Modig, de la policía de Estocolmo.
Lisbeth Salander no saludó. Ni se inmutó. Reconoció a Modig como uno de los maderos del grupo de Bublanski. Erlander mostró una tímida sonrisa.
—Tengo entendido que no sueles intercambiar muchas palabras con las autoridades. Así que te quería informar de que no es necesario que digas absolutamente nada. En cambio, te agradecería que fueras tan amable de dedicarme unos minutos y escucharme. Tenemos varios asuntos entre manos y no hay tiempo para tratarlos todos hoy. Ya habrá más ocasiones.
Lisbeth Salander no dijo nada.
—En primer lugar te quiero informar de que tu amigo Mikael Blomkvist nos ha dicho que una abogada llamada Annika Giannini está dispuesta a representarte y que ya está al corriente del caso. Dice que ya te ha comunicado su nombre. Necesito que me confirmes que así es y me gustaría saber si deseas que la abogada Giannini venga hasta Gotemburgo para encargarse de tu defensa.
Lisbeth Salander no dijo nada.
Annika Giannini. La hermana de Mikael Blomkvist. Él la había mencionado en un correo. Lisbeth no había reflexionado sobre el hecho de que fuera a necesitar un abogado.
—Lo siento, pero simplemente tengo que pedirte que me contestes a esa pregunta. Me basta con un sí o un no. Si dices que sí, el fiscal de Gotemburgo se pondrá en contacto con la abogada Giannini. Si dices que no, el tribunal te designará un abogado de oficio. ¿Qué quieres?
Lisbeth Salander sopesó la propuesta. Suponía que, en efecto, iba a necesitar un abogado, pero tener a la hermana de Kalle Blomkvist de los Cojones como abogada defensora era demasiado fuerte. Qué contento se pondría el cabrón. Por otra parte, un desconocido abogado de oficio difícilmente resultaría mejor. Finalmente abrió la boca y graznó una sola palabra.
—Giannini.
—Muy bien. Gracias. Ahora sólo me queda una pregunta. No necesitas decir ni una palabra hasta que tu abogada esté presente pero, a mi entender, esta pregunta no os afecta ni a ti ni a tu bienestar. La policía busca ahora al ciudadano alemán de treinta y siete años Ronald Niedermann por el asesinato de un policía.
Lisbeth arqueó una ceja. Eso era toda una noticia: no tenía ni idea de lo que había ocurrido después de darle a Zalachenko el hachazo en la cabeza.
—Por lo que a los hechos de Gotemburgo respecta, queremos detenerlo cuanto antes. Además, mi colega de Estocolmo, aquí presente, quiere interrogarlo en relación con los tres asesinatos de los que tú eras sospechosa. De modo que pedimos tu colaboración. Nuestra pregunta es si tienes alguna idea… si nos puedes dar alguna pista que nos ayude a localizarlo.
Escéptica, Lisbeth desplazó la mirada de Erlander a Modig para volver a centrarla en Erlander.
No saben que es mi hermano.
Luego se preguntó si quería que detuvieran a Niedermann o no. Lo que más deseaba en el mundo era meterlo en un hoyo de Gosseberga y enterrarlo allí. Al final se encogió de hombros. Algo que no debería haber hecho, ya que un intenso dolor le atravesó de inmediato el hombro izquierdo.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Lisbeth.
—Lunes.
Hizo memoria.
—La primera vez que oí el nombre de Ronald Niedermann fue el jueves de la semana pasada. Le seguí el rastro hasta Gosseberga. No tengo ni idea de dónde está ni de adonde habrá huido. Lo más probable es que intente ponerse a salvo cuanto antes en el extranjero.
—¿Por qué crees que piensa irse al extranjero?
Lisbeth meditó la respuesta.
—Porque mientras Niedermann salía a cavar mi tumba, Zalachenko me dijo que él estaba llamando demasiado la atención y que ya estaba previsto que se fuera al extranjero durante un tiempo.
Lisbeth Salander no intercambiaba tantas palabras con un policía desde que tenía doce años.
—De modo que Zalachenko es… tu padre.
Bueno, al menos eso sí lo han averiguado. Sin duda lo han sacado de Kalle Blomkvist de los Cojones.
—Mi deber es informarte de que tu padre ha denunciado que intentaste matarlo. El asunto está ahora mismo en manos del fiscal, quien deberá decidir si dictar un eventual auto de procesamiento. Lo que sí es cierto, en cambio, es que estás detenida por graves malos tratos. Le diste con un hacha en la cabeza.
Lisbeth no realizó ningún comentario. Se hizo un largo silencio. Luego Sonja Modig se inclinó hacia delante y le dijo en voz baja:
—Sólo quiero decirte que nosotros, los policías, no le damos mucho crédito a la historia de Zalachenko. Primero habla seriamente con tu abogada y ya vendremos para hablar contigo.
Erlander asintió. Los agentes se levantaron.
—Gracias por ayudarnos con Niedermann —dijo Erlander.
Lisbeth estaba sorprendida por el comportamiento educado, casi amable, de la policía. Pensó en la respuesta de Sonja Modig. «Aquí hay gato encerrado», concluyó.