Capítulo 5.

Domingo, 10 de abril

La noche del sábado, Mikael Blomkvist la pasó en la cama con Erika Berger. No hicieron el amor; tan sólo estuvieron hablando. Una considerable parte de la conversación la dedicaron a desmenuzar los detalles de la historia de Zalachenko. Tal era la confianza que existía entre ambos que, ni por un segundo, él se paró a pensar en el hecho de que Erika fuera a empezar a trabajar en un periódico de la competencia. Y la propia Erika no tenía ninguna intención de robar la historia; era el scoop de Millennium. Como mucho, es posible que sintiera una cierta frustración por no poder ser la redactora de ese número. Habría sido una buena manera de terminar sus años en Millennium.

También hablaron del futuro y de lo que la nueva situación les reportaría. Erika estaba decidida a quedarse con su parte de Millennium y permanecer en la junta. En cambio, los dos fueron conscientes de que ella, obviamente, no podía ejercer ningún tipo de control sobre el trabajo diario de la redacción.

—Dame unos cuantos años en el Dragón… ¿Quién sabe? Tal vez vuelva a Millennium cuando se me acerque la hora de jubilarme.

Y hablaron de la complicada relación que ambos mantenían. Estaban de acuerdo en que, en la práctica, nada tenía por qué cambiar, aparte del hecho de que, a partir de entonces, obviamente, no se verían tan a menudo. Sería como en los años ochenta, cuando Millennium todavía no existía y cada uno tenía su propio lugar de trabajo.

—Pues ya podemos empezar a reservar hora —comentó Erika con una ligera sonrisa.

El domingo por la mañana se despidieron apresuradamente antes de que Erika volviera a casa con su marido, Greger Backman.

—No sé qué decir —comentó Erika—. Pero reconozco todos los síntomas, y deduzco que estás metido de lleno en un reportaje y que todo lo demás es secundario. ¿Sabes que te comportas como un psicópata cuando trabajas?

Mikael sonrió y le dio un abrazo.

Cuando ella se fue, él llamó al Sahlgrenska para intentar obtener información sobre cómo se encontraba Lisbeth Salander. Nadie le quiso decir nada, así que al final telefoneó al inspector Marcus Erlander, quien se compadeció de él y le explicó que, considerando las circunstancias, Lisbeth estaba bien y que los médicos se mostraban ligeramente optimistas. Mikael le preguntó si la podía visitar. Erlander le contestó que Lisbeth Salander se hallaba detenida por orden del fiscal y que no podía recibir visitas, pero que ese tema seguía siendo una pura formalidad: su estado era tal que ni siquiera resultaba posible interrogarla. Mikael consiguió arrancarle a Erlander la promesa de que lo llamaría si Lisbeth empeoraba.

Cuando Mikael consultó su móvil, pudo constatar que, de entre llamadas perdidas y mensajes, un total de cuarenta y dos procedían de distintos periodistas que habían intentado contactar con él desesperadamente. Durante las últimas veinticuatro horas, la noticia de que fue él quien encontró a Lisbeth Salander y avisó a Protección Civil —lo que le vinculaba estrechamente al desarrollo de los acontecimientos— había sido objeto de una serie de dramáticas especulaciones en los medios de comunicación.

Mikael borró todos los mensajes de los periodistas. En cambio, telefoneó a su hermana, Annika Giannini, y quedaron en verse a mediodía para comer juntos.

Luego llamó a Dragan Armanskij, director ejecutivo y jefe operativo de la empresa de seguridad Milton Security. Lo localizó en el móvil, en su residencia de Lidingö.

—Hay que ver la capacidad que tienes para crear titulares —dijo Armanskij con un seco tono de voz.

—Perdona que no te haya llamado antes. Recibí el mensaje de que me estabas buscando, pero la verdad es que no he tenido tiempo…

—En Milton estamos realizando nuestra propia investigación. Y, según me dijo Holger Palmgren, tú dispones de cierta información. Aunque parece ser que te encuentras a años luz de nosotros.

Mikael dudó un instante sobre cómo pronunciarse.

—¿Puedo confiar en ti? —preguntó.

La pregunta pareció asombrar a Armanskij.

—¿En qué sentido?

—¿Estás de parte de Salander o no? ¿Puedo confiar en que deseas lo mejor para ella?

—Ella es mi amiga. Como tú bien sabes, eso no quiere decir que yo sea necesariamente su amigo.

—Ya lo sé. Pero lo que te pregunto es si estarías dispuesto a ponerte en su rincón del cuadrilátero y liarte a puñetazos con sus enemigos. Va a ser un combate con muchos asaltos.

Armanskij se lo pensó.

—Estoy de su lado —contestó.

—¿Puedo darte información y tratar cosas contigo sin temer que se las filtres a la policía o a alguna otra persona?

—No estoy dispuesto a implicarme en ningún delito —dijo Armanskij.

—No es eso lo que te he preguntado.

—Mientras no me reveles que te estás dedicando a una actividad delictiva ni a nada por el estilo, puedes confiar en mí al ciento por ciento.

—Vale. Es preciso que nos veamos.

—Esta tarde iré al centro. ¿Cenamos juntos?

—No, no tengo tiempo. Pero si fuera posible que nos viéramos mañana por la tarde, te lo agradecería. Tú y yo, y tal vez unas cuantas personas más, deberíamos sentarnos y hablar.

—¿Quedamos en Milton? ¿A las 18.00?

—Otra cosa… Dentro de un par de horas voy a ver a mi hermana, Annika Giannini. Está pensando si aceptar o no ser la abogada de Lisbeth, pero, como es lógico, no puede hacerlo gratis. Yo estoy dispuesto a pagar parte de sus honorarios de mi propio bolsillo. ¿Podría Milton Security contribuir?

—Lisbeth va a necesitar un abogado penal fuera de lo normal. Sin ánimo de ofender, creo que tu hermana no es la elección más acertada. Ya he hablado con el jurista jefe de Milton y nos va a buscar uno apropiado. Yo había pensado en Peter Althin o en alguien similar.

—Te equivocas. Lisbeth necesita otro tipo de abogado. Entenderás lo que quiero decir cuando nos hayamos reunido. Pero si hiciera falta, ¿podrías poner dinero para su defensa?

—Mi idea era que Milton contratara a un abogado…

—¿Eso es un sí o un no? Yo sé lo que le pasó a Lisbeth. Sé más o menos quiénes estaban detrás. Sé el porqué. Y tengo un plan de ataque.

Armanskij se rió.

—De acuerdo. Escucharé tu propuesta. Si no me gusta, me retiraré.

—¿Has pensado en mi propuesta de representar a Lisbeth Salander? —preguntó Mikael tras darle un beso en la mejilla a su hermana una vez que el camarero les trajo el café y los sándwiches.

—Sí. Y tengo que decirte que no. Sabes que no soy una abogada penalista. Aunque se libre de los asesinatos por los que la andan buscando, todavía le queda una larga lista de acusaciones. Va a necesitar a alguien con un prestigio y una experiencia completamente diferentes a los míos.

—Te equivocas. Eres una abogada con un reconocido prestigio en cuestiones relacionadas con los derechos de la mujer. Me parece que tú eres justo el tipo de abogado que ella necesita.

—Mikael… creo que no lo entiendes. Este es un caso penal muy complicado, y no se trata de un simple caso de malos tratos o de agresión sexual. Que yo me encargara de su defensa podría acabar en una auténtica catástrofe.

Mikael sonrió.

—Creo que te olvidas de lo más importante: si Lisbeth hubiese sido procesada por los asesinatos de Dag y de Mia, entonces habría contratado a alguien como Silbersky o a algún otro peso pesado de los abogados penalistas. Pero este juicio tratará de cuestiones completamente distintas. Y tú eres la abogada más perfecta que puedo imaginar.

Annika Giannini suspiró.

—Es mejor que me lo expliques.

Hablaron durante casi dos horas. Cuando Mikael terminó, Annika Giannini ya se había convencido. Y Mikael cogió su móvil y llamó de nuevo a Marcus Erlander a Gotemburgo.

—Hola. Soy Blomkvist otra vez.

—No tengo novedades sobre Salander —dijo Erlander irritado.

—Algo que, tal y como están las cosas, supongo que son buenas noticias. Yo, en cambio, sí tengo novedades.

—¿Ah, sí?

—Sí. Lisbeth Salander cuenta con una abogada llamada Annika Giannini. La tengo justo delante; te la paso.

Mikael pasó el móvil por encima de la mesa.

—Hola. Me llamo Annika Giannini y me han pedido que represente a Lisbeth Salander. Así que necesito ponerme en contacto con mi clienta para que me dé su consentimiento. Y también necesito el número de teléfono del fiscal.

—Comprendo —dijo Erlander—. Tengo entendido que ya se ha contactado con un abogado de oficio.

—Muy bien. ¿Alguien le ha preguntado a Lisbeth Salander su opinión al respecto?

Erlander dudó.

—Sinceramente, aún no hemos tenido la posibilidad de intercambiar ni una palabra con ella. Esperamos hacerlo mañana, si su estado lo permite.

—Muy bien. Entonces les comunico aquí y ahora que, desde este mismo instante, a menos que la señorita Salander diga lo contrario, deben considerarme su abogada defensora. No la podrán someter a ningún interrogatorio sin que yo me halle presente. Y sólo podrán ir a verla para preguntarle si me acepta como abogada. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo Erlander, dejando escapar un suspiro.

Erlander se preguntó si eso sería válido desde un punto de vista jurídico. Meditó un instante y continuó:

—Más que nada, lo que queremos es preguntarle a Salander si dispone de alguna información sobre el paradero del asesino Ronald Niedermann. ¿Sería posible hacerlo sin que usted se encuentre presente?

Annika Giannini dudó.

—De acuerdo… Pregúntenle a título informativo si les puede ayudar a localizar a Niedermann. Pero no le hagan ninguna pregunta que se refiera a eventuales procesamientos o acusaciones contra ella. ¿Queda claro?

—Creo que sí.

Marcus Erlander se levantó inmediatamente de su mesa, subió un piso y llamó a la puerta de la instructora del sumario, Agneta Jervas. Le relató el contenido de la conversación que acababa de mantener con Annika Giannini.

—No sabía que Salander tuviera una abogada.

—Ni yo. Ha sido contratada por Mikael Blomkvist. Y creo que Salander tampoco lo sabe.

—Pero Giannini no es una abogada penalista; se dedica a los derechos de la mujer. Una vez asistí a una conferencia suya. Es muy buena, pero creo que bastante inapropiada para este caso.

—Eso, no obstante, le corresponde decidirlo a Salander.

—Siendo así, es muy posible que me vea obligada a impugnar esa elección delante del tribunal. Por el propio bien de Salander, debe tener un abogado defensor de verdad, y no una famosa con afán de protagonismo. Mmm. Además, a Salander la declararon incapacitada. No sé qué es lo que se aplica en estos casos.

—¿Y qué hacemos?

Agneta Jervas meditó un instante.

—¡Menudo follón! Además, tampoco estoy segura de quién acabará encargándose del caso; quizá se lo pasen a Estocolmo y se lo den a Ekström. Pero ella necesita un abogado. De acuerdo… pregúntale si acepta a Giannini.

Cuando Mikael llegó a casa sobre las cinco de la tarde, abrió su iBook y retomó el texto que había empezado a redactar en el hotel de Gotemburgo. Trabajó durante siete horas, hasta que identificó las peores lagunas de la historia. Aún quedaba bastante investigación por hacer. Una pregunta a la que, de momento, no podía responder con la documentación de la que disponía era qué miembros de la Säpo, aparte de Gunnar Björck, habían conspirado para encerrar a Lisbeth Salander en el manicomio. Tampoco había logrado aclarar qué tipo de relación existía entre Björck y el psiquiatra Peter Teleborian.

Hacia medianoche, apagó el ordenador y se fue a la cama. Por primera vez en muchas semanas experimentó la sensación de que podía relajarse y dormir tranquilo. La historia estaba bajo control. Por muchas dudas que quedaran por resolver, ya tenía suficiente material como para desencadenar una auténtica avalancha de titulares.

Sintió el impulso de llamar a Erika Berger y ponerla al tanto de la situación. Luego se dio cuenta de que ella ya no estaba en Millennium. De repente le costó conciliar el sueño.

El hombre del maletín marrón se bajó con mucha prudencia del tren de las 19.30 procedente de Gotemburgo y, mientras se orientaba, permaneció quieto durante un instante en medio de todo aquel mar de gente de la estación central de Estocolmo. Había iniciado su viaje en Laholm, poco después de las ocho de la mañana, para ir a Gotemburgo, donde hizo un alto en el camino para comer con un viejo amigo antes de tomar otro tren que lo llevaría a la capital. Llevaba dos años sin pisar Estocolmo, ciudad a la que, en realidad, había pensado no volver jamás. A pesar de haber pasado allí la mayor parte de su vida profesional, en Estocolmo siempre se sentía como un bicho raro, una sensación que había ido en aumento cada vez que, desde su jubilación, visitaba la ciudad.

Cruzó a paso lento la estación, compró los periódicos vespertinos y dos plátanos en el Pressbyrån y contempló pensativo a dos mujeres musulmanas que llevaban velo y que lo adelantaron apresuradamente. No tenía nada en contra de las mujeres con velo; no era asunto suyo si la gente quería disfrazarse. Pero le molestaba que se empeñaran en hacerlo en pleno Estocolmo.

Caminó poco más de trescientos metros hasta el Freys Hotel, situado junto al viejo edificio de correos del arquitecto Boberg, en Vasagatan. Durante sus cada vez menos frecuentes estancias en Estocolmo siempre se alojaba en ese hotel. Céntrico y limpio. Además era barato, una condición indispensable cuando él se costeaba el viaje. Había hecho la reserva el día anterior y se presentó como Evert Gullberg.

En cuanto subió a la habitación se dirigió al cuarto de baño. Había llegado a esa edad en la que se veía obligado a visitarlo cada dos por tres. Hacía ya muchos años que no pasaba una noche entera sin despertarse para ir a orinar.

Después de visitar el baño, se quitó el sombrero, un sombrero inglés de fieltro verde oscuro de ala estrecha, y se aflojó el nudo de la corbata. Medía un metro y ochenta y cuatro centímetros y pesaba sesenta y ocho kilos, así que era flaco y de constitución delgada. Llevaba una americana con estampado de pata de gallo y pantalones de color gris oscuro. Abrió el maletín marrón, sacó dos camisas, una corbata y ropa interior, y lo colocó todo en la cómoda de la habitación. Luego colgó el abrigo y la americana en la percha del armario que estaba detrás de la puerta.

Era todavía muy pronto para irse a la cama. Y demasiado tarde para salir a dar un paseo, algo que, de todas maneras, no le resultaría muy agradable. Se sentó en la consabida silla de la habitación y miró a su alrededor. Encendió la tele y le quitó el volumen. Pensó en llamar a la recepción y pedir café, pero le pareció demasiado tarde. En su lugar, abrió el mueble bar y se sirvió una botellita de Johnny Walker con un chorrito de agua. Abrió los periódicos vespertinos y leyó detenidamente todo lo que se había escrito sobre la caza de Ronald Niedermann y el caso Lisbeth Salander. Un instante después sacó un cuaderno con tapas de cuero y escribió unas notas.

Evert Gullberg, ex director de departamento de la policía de seguridad de Suecia, la Säpo, tenía setenta y ocho años de edad y, oficialmente, llevaba catorce jubilado. Pero eso es lo que suele suceder con los viejos espías: no mueren nunca, permanecen en la sombra.

Poco después del final de la guerra, cuando Gullberg contaba diecinueve años, quiso enrolarse en la marina. Hizo su servicio militar como cadete y luego fue aceptado en la carrera de oficial. Pero en vez de darle un destino tradicional en alta mar, tal y como él deseaba, lo destinaron a Karlskrona como telegrafista de los servicios de inteligencia. No le costó entender lo necesaria que esa tarea resultaba —consistía en averiguar qué estaba pasando al otro lado del Báltico—, pero el trabajo le parecía aburrido y carente de interés. Sin embargo, aprendió ruso y polaco en la Academia de Intérpretes de la Defensa. Esos conocimientos lingüísticos fueron una de las razones por las que fue reclutado por la policía de seguridad en 1950. Eran los tiempos en los que el impecablemente correcto Georg Thulin mandaba sobre la tercera brigada de la policía del Estado. Cuando Gullberg entró, el presupuesto total de la policía secreta ascendía a dos millones setecientas mil coronas y la plantilla estaba compuesta, para ser exactos, por noventa y seis personas.

Cuando Evert Gullberg se jubiló oficialmente, el presupuesto de la Säpo ascendía a más de trescientos cincuenta millones de coronas, y él ya no sabía decir con cuántos empleados contaba la Firma.

Gullberg se había pasado la vida en el servicio secreto de su Real Majestad o, tal vez, en el servicio secreto de la sociedad del bienestar creada por los socialdemócratas. Ironías del destino, ya que él, elecciones tras elecciones, siempre se había mantenido fiel al Partido Moderado, excepto en el año 1991, cuando no lo votó porque consideró que Carl Bildt era un verdadero desastre político. Entonces, desanimado, le dio el voto a Ingvar Carlsson, del Partido Socialdemócrata. Efectivamente, los años con «el mejor Gobierno sueco», esa coalición de centro-derecha liderada por los moderados, también confirmaron sus peores temores. El gobierno ascendió al poder coincidiendo con la caída de la Unión Soviética y, según su opinión, era difícil encontrar otro peor preparado para enfrentarse a ello y aprovechar las nuevas posibilidades políticas que surgieron en el Este en el arte del espionaje. En vez de eso, el gobierno de Bildt redujo —por razones económicas— el departamento de asuntos soviéticos y apostó por unas chorradas internacionales en Bosnia y Serbia, como si Serbia pudiera representar algún día una amenaza para Suecia. El resultado fue que la posibilidad de colocar a largo plazo informantes en Moscú se fue al traste, y seguro que el gobierno, el día en que el clima político del Este volviera a enfriarse —algo que según Gullberg resultaba inevitable—, plantearía de nuevo desmesuradas exigencias a la policía de seguridad y a los servicios de inteligencia militares. Ni que pudieran sacarse de la manga a los agentes como por arte de magia…

Gullberg había empezado su carrera profesional en el departamento ruso de la tercera brigada de la policía del Estado y, tras pasarse dos años en un despacho, efectuó sus primeras y tímidas incursiones sobre el terreno, de 1952 a 1953, como agregado de las Fuerzas Aéreas de la embajada sueca de Moscú. Curiosamente, siguió los pasos de otro famoso espía. Unos años antes su cargo lo había ocupado un no del todo desconocido oficial de las Fuerzas Aéreas: el coronel Stig Wennerström.

De vuelta en Suecia, Gullberg trabajó para el contraespionaje y, diez años más tarde, fue uno de esos jóvenes policías de seguridad que, bajo las órdenes del jefe operativo Otto Danielsson, detuvo a Wennerström y lo condujo a una pena de cadena perpetua en la cárcel de Långholmen.

Cuando en 1964, bajo el mandato de Per Gunnar Vinge, la policía secreta se reestructuró y se convirtió en el departamento de seguridad de la Dirección General de Policía, DGP/Seg, el aumento de plantilla ya se había iniciado. Por aquel entonces, Gullberg ya llevaba catorce años trabajando en la policía de seguridad y se convirtió en uno de los veteranos de más confianza.

Gullberg nunca había usado la palabra «Säpo» para referirse a la policía de seguridad. En los círculos oficiales la llamaba DGP/Seg, mientras que en los no oficiales la denominaba, simplemente, Seg. Con sus colegas se refería a ella como «la Empresa» o «la Firma»; o, si acaso, «el Departamento». Pero nunca jamás como «la Säpo». La razón era sencilla: durante muchos años, la tarea más importante de la Firma había sido realizar el así llamado control de personal, es decir: investigar y fichar a ciudadanos suecos sospechosos de albergar ideas comunistas y de presunta traición a la patria. En la Firma se manejaban los conceptos de «comunista» y de «traidor de la patria» como sinónimos. De hecho, el nombre de «Säpo», posteriormente adoptado y comúnmente aceptado por todos, era una palabra que la revista comunista Clarté, potencial traidora nacional, inventó para insultar a los cazadores de comunistas de la policía. Por consiguiente, ni Gullberg ni ningún otro veterano utilizaban el término. No le entraba en la cabeza que su anterior jefe, P. G. Vinge, empleara ese nombre en el título de sus memorias: Jefe de la Säpo, 1962-1970.

Fue la reestructuración de 1964 la que decidió la futura carrera de Gullberg.

La creación de la DGP/Seg trajo consigo que la policía secreta del Estado se transformara en lo que en los memorandos del Ministerio de Justicia se describió como una organización policial moderna. Eso supuso que se realizaran nuevas contrataciones. La constante necesidad de más personal ocasionó constantes problemas de rodaje, cosa que, en una organización en proceso de expansión, supuso que las posibilidades que tenía el Enemigo para colocar a sus agentes dentro del departamento mejoraran radicalmente. Algo que, a su vez, motivó que el control interno de seguridad se reforzara: la policía secreta ya no podía ser un club interno compuesto por ex oficiales en el que todo el mundo se conocía y donde el mérito más frecuente para el reclutamiento era tener un padre oficial.

En 1963 trasladaron a Gullberg a la sección de control del personal, que había adquirido mayor relevancia como consecuencia del desenmascaramiento de Stig Wennerström. Durante ese período se asentaron las bases de ese registro de opiniones que, hacia finales de los años sesenta, tenía fichados a más de trescientos mil ciudadanos suecos, simpatizantes de inapropiadas ideas políticas. Pero una cosa era llevar a cabo un control personal de los ciudadanos en general y otra muy distinta organizar el control de seguridad de la propia DGP/Seg.

Wennerström había desencadenado una avalancha de dolores de cabeza en el seno de la policía secreta. Si un coronel del Estado Mayor de la Defensa podía trabajar para los rusos —además de ser el consejero del gobierno en asuntos que concernían a armas nucleares y política de seguridad—, ¿podían estar seguros, entonces, de que los rusos no tuviesen también a un agente igual de bien colocado dentro de la policía de seguridad? ¿Quién les garantizaría que los directores y subdirectores de la Firma no trabajaban en realidad para los rusos? En resumen: ¿quién iba a espiar a los espías?

En agosto de 1964, Gullberg fue convocado a una reunión en el despacho del director adjunto de la policía de seguridad, el jefe de gabinete Hans Wilhelm Francke. En la reunión también participaron, aparte de dos personas más de la cúpula de la Firma, el jefe administrativo adjunto y el jefe de presupuesto. Antes de que el día llegara a su fin, la vida de Gullberg ya había adquirido un nuevo sentido: había sido elegido. Le dieron un cargo como jefe de una nueva sección llamada provisionalmente «Sección de Seguridad», abreviado SS. Su primera medida fue cambiarle el nombre por el de «Sección de Análisis». El nombre sobrevivió unos cuantos minutos, hasta que el jefe de presupuesto señaló que, a decir verdad, SA no sonaba mucho mejor que SS. El nombre final fue Sección para el Análisis Especial, SAE, que, en lenguaje coloquial, acabó convirtiéndose en «la Sección», mientras que «el Departamento» o «la Firma» hacían referencia a toda la policía de seguridad.

La Sección fue idea de Francke. La llamó «la última línea de defensa», un grupo ultrasecreto que estaba presente en lugares estratégicos dentro de la Firma, pero que resultaba invisible y en el que, al no aparecer en memorandos ni en partidas presupuestarias, nadie podía infiltrarse. Su misión: vigilar la seguridad de la nación. Francke tenía el poder para llevarlo todo a cabo; necesitaba al jefe de presupuesto y al jefe administrativo para crear la estructura oculta, pero eran todos soldados de la vieja guardia y amigos de docenas de escaramuzas contra el Enemigo.

Durante el primer año, la organización entera estuvo compuesta por Gullberg y tres colaboradores elegidos a dedo. Durante los diez siguientes, la Sección aumentó hasta un total de once miembros, dos de los cuales eran secretarias administrativas de la vieja escuela, mientras que el resto estaba compuesto por profesionales cazadores de espías. Se trataba de una organización sin apenas jerarquía: Gullberg era el jefe, sí, pero todos los demás no eran más que simples colaboradores y veían al jefe casi a diario. Se premiaba más la eficacia que el prestigio y las formalidades burocráticas.

En teoría, Gullberg se hallaba subordinado a una larga lista de personas que, a su vez, se encontraban a las órdenes del jefe administrativo de la policía de seguridad, al cual le debía entregar mensualmente un informe, pero, en la práctica, Gullberg disfrutaba de una situación única con extraordinarios poderes. Él, y sólo él, podía tomar la decisión de examinar con lupa a los más altos directivos de la Säpo. También podía, si le parecía oportuno, poner patas arriba la vida del mismísimo Per Gunnar Vinge (algo que, en efecto, hizo). Podía poner en marcha sus propias investigaciones o realizar escuchas telefónicas sin tener que explicar su objetivo o sin ni siquiera informar a sus superiores. Tomó como modelo a toda una leyenda del espionaje americano, James Jesus Angleton, que gozaba de una posición similar dentro de la CIA y al que, además, llegó a conocer personalmente.

Por lo que respecta a su organización, la Sección se convirtió en una microorganización dentro del Departamento, fuera de, por encima de y al margen del resto de la policía de seguridad. Esto también tuvo sus consecuencias geográficas. La Sección tenía sus oficinas en Kungsholmen pero, por razones de seguridad, en la práctica toda ella se trasladó fuera de aquel edificio, a un piso de once habitaciones ubicado en el barrio de Östermalm. El piso se reformó discretamente hasta convertirlo en unas oficinas fortificadas que nunca permanecían vacías, ya que en dos de las habitaciones que quedaban más cerca de la entrada se habilitó una vivienda para la fiel servidora y secretaria Eleanor Badenbrink. Badenbrink era un recurso inapreciable en quien Gullberg había depositado su total confianza.

Por lo que respecta a su organización, Gullberg y sus colaboradores desaparecieron de la vida pública: fueron financiados por medio de un «fondo especial», pero no existían para la burocracia formal de la política de seguridad, de la cual se rendía cuenta a la Dirección General de la Policía o al Ministerio de Justicia. Ni siquiera el jefe de la DGP/Seg conocía a esos agentes, los más secretos de entre los secretos, a los que se les había encomendado la misión de tratar lo más delicado de lo delicado.

De modo que, con cuarenta años, Gullberg se encontraba en una situación en la que no tenía que justificarse ante nadie y en la que podía abrirle una investigación a quien se le antojase.

Ya desde el principio, le había quedado claro que la Sección para el Análisis Especial corría el riesgo de convertirse en un grupo delicado desde el punto de vista político. La descripción del trabajo resultaba, por no decir otra cosa, difusa, y la documentación escrita, extremadamente parca. En el mes de septiembre de 1964, el primer ministro Tage Erlander firmó una directiva según la cual se destinaban a la Sección para el Análisis Especial unas partidas presupuestarias con el objetivo de que realizaran investigaciones especialmente delicadas y de vital importancia para la seguridad nacional. Ése fue uno de los doce asuntos similares que el director adjunto de la DGP/Seg, Hans Wilhelm Francke, le expuso una tarde al primer ministro en el transcurso de una reunión. El documento fue clasificado en el acto como secreto y archivado en el diario igual de secreto de la DGP/Seg.

La firma del primer ministro significaba que la Sección se convertía en una institución aprobada jurídicamente. La primera partida presupuestaria de la Sección ascendió a cincuenta y dos mil coronas. El hecho de que se solicitara un presupuesto tan bajo fue, según el propio Gullberg, una jugada magistral: daba a entender que la creación de la Sección constituía un asunto sin mayor importancia, uno más del montón.

En un sentido más amplio, la firma del primer ministro significaba que él había dado su visto bueno a la necesidad de crear un grupo que se responsabilizara del «control personal interno». Sin embargo, esa misma firma podía interpretarse como que el primer ministro había dado su aprobación para fundar un grupo que también podría encargarse del control de «personas especialmente sensibles» fuera de la policía de seguridad, como por ejemplo el propio primer ministro. Era esto último lo que, en teoría, podría ocasionar graves problemas políticos.

Evert Gullberg constató que ya se había bebido todo el Johnny Walker. No era muy dado a consumir alcohol, pero habían sido un día y un viaje muy largos y consideró que se hallaba en una etapa de su vida en la que poco importaba si decidía tomarse uno o dos whiskies, y que si le daba la gana, podía volver a llenar el vaso sin que pasara absolutamente nada. Se sirvió una botellita de Glenfiddich.

El asunto más delicado de todos era, por supuesto, Olof Palme.

Gullberg recordaba con todo detalle el día de las elecciones de 1976. Por primera vez en la historia moderna, Suecia había elegido un gobierno no socialdemócrata. Por desgracia, fue Thorbjörn Fälldin quien se convirtió en primer ministro, y no Gösta Bohman, que era un hombre de la vieja escuela e infinitamente más apropiado. Pero, sobre todo, Palme había sido vencido, de modo que Evert Gullberg podía respirar aliviado.

Si Palme resultaba adecuado o no como primer ministro había sido tema de debate de más de una comida celebrada entre los círculos más secretos de la DGP/Seg. En 1969 se despidió a Per Gunnar Vinge después de que éste expresara una opinión compartida por muchas personas del Departamento: el convencimiento de que Palme era un agente de influencia que trabajaba para la KGB rusa. La opinión de Vinge no resultó controvertida en el clima que reinaba dentro de la Firma. Por desgracia, Vinge había tratado abiertamente el asunto con el gobernador civil Ragnar Lassinanti con motivo de una visita que efectuó a la provincia de Norrbotten. Lassinanti arqueó dos veces las cejas y luego informó al gobierno, hecho que tuvo como consecuencia que Vinge fuera convocado a una entrevista personal.

Para gran irritación de Evert Gullberg, la cuestión de los posibles contactos rusos de Olof Palme nunca quedó aclarada. A pesar de sus obstinados intentos por averiguar la verdad y encontrar las pruebas determinantes —the smoking gun—, la Sección jamás pudo hallar la más mínima prueba al respecto. A ojos de Gullberg eso no indicaba en absoluto que Palme fuera inocente, sino más bien que era un espía particularmente astuto e inteligente que no se había visto tentado a cometer los fallos cometidos por otros espías rusos. Palme continuó burlándolos año tras año. En 1982, cuando regresó como primer ministro, el asunto cobró de nuevo actualidad. Luego vinieron los tiros de Sveavägen y el asunto se convirtió para siempre en una cuestión académica.

El año 1976 fue problemático para la Sección. Dentro de la DGP/Seg —entre las pocas personas que conocían la existencia de la Sección— surgió una cierta crítica. Durante los diez anteriores años, sesenta y cinco funcionarios de la policía de seguridad habían sido despedidos de la organización debido a unas supuestas y poco fiables inclinaciones políticas. Sin embargo, en la mayoría de los casos la naturaleza de la documentación no permitió demostrar nada, lo que ocasionó que ciertos superiores empezaran a murmurar que los colaboradores de la Sección eran unos paranoicos que veían conspiraciones por doquier.

A Gullberg todavía le hervía la sangre por dentro cada vez que se acordaba de uno de los asuntos tratados por la Sección. Se trataba de una persona que fue reclutada por la DGP/Seg en 1968 y que el propio Gullberg consideraba sumamente inapropiada. Su nombre era Stig Bergling, inspector de policía y teniente del ejército sueco que luego resultó ser coronel del servicio de inteligencia militar ruso, el GRU. A lo largo de los siguientes años, Gullberg se esforzó, en cuatro ocasiones, en hacer que despidieran a Bergling, pero en cada una de las veces sus intentos fueron ignorados. La cosa no cambió hasta 1977, cuando Bergling fue objeto de sospechas también fuera de la Sección. Ya era hora. Bergling se convirtió en el escándalo más grande de la historia de la policía de seguridad sueca.

La crítica contra la Sección fue en aumento durante la primera mitad de los años setenta, de modo que, hacia la mitad de la década, Gullberg ya había oído varias propuestas de reducción de presupuesto e, incluso, que la actividad resultaba innecesaria.

En su conjunto, la crítica significaba que el futuro de la Sección era puesto en tela de juicio. Ese año, en la DGP/Seg se dio prioridad a la amenaza terrorista, algo que, desde el punto de vista del espionaje, era en todos los sentidos una historia aburrida que concernía principalmente a desorientados jóvenes que colaboraban con elementos árabes o propalestinos. La gran duda de la policía de seguridad era si el control personal iba a recibir asignaciones presupuestarias especiales para vigilar a ciudadanos extranjeros residentes en Suecia, o si eso debería seguir siendo un asunto exclusivo del departamento de extranjería.

De ese debate burocrático algo esotérico le surgió a la Sección la necesidad de reclutar los servicios de un colaborador de confianza que pudiera reforzar el control —el espionaje, en realidad— de los empleados del departamento de extranjería.

La elección recayó en un joven colaborador que llevaba trabajando en la DGP/Seg desde 1970 y del que tanto su historial como su credibilidad política resultaban los más idóneos para que fuera acogido en la Sección. En su tiempo libre era miembro de una organización llamada Alianza Democrática a la que los medios de comunicación socialdemócratas describían como de extrema derecha. En la Sección eso no supuso ninguna carga. De hecho, otros tres colaboradores también eran miembros de la Alianza Democrática y la Sección había tenido una gran importancia para la propia fundación de la Alianza. Contribuyeron asimismo a una pequeña parte de la financiación. Fue a través de esa organización como repararon en el nuevo colaborador y, finalmente, lo reclutaron para la Sección. Su nombre era Gunnar Björck.

Para Evert Gullberg fue una increíble y feliz casualidad que precisamente aquel día —el día de las elecciones de 1976, cuando Alexander Zalachenko desertó a Suecia y entró en la comisaría del distrito de Norrmalm pidiendo asilo político— fuera el joven Gunnar Björck quien lo recibiese, en calidad de tramitador de los asuntos del departamento de extranjería. Un agente que ya estaba vinculado a lo más secreto de lo secreto.

Björck era un chico despierto. Se dio cuenta enseguida de la importancia de Zalachenko, de modo que interrumpió el interrogatorio y metió al desertor en una habitación del hotel Continental. Fue, por lo tanto, a Evert Gullberg, y no a su jefe formal del departamento de extranjería, a quien llamó Gunnar Björck para darle el aviso. La llamada se produjo una vez cerrados los colegios electorales y cuando todos los pronósticos apuntaban a que Palme iba a perder. Gullberg acababa de llegar a casa y encender la tele para seguir la noche electoral. Al principio dudó de las informaciones que el excitado joven le transmitió. Luego se acercó hasta el hotel Continental, a menos de doscientos cincuenta metros de la habitación del Freys Hotel donde se encontraba en ese momento, para asumir el mando del asunto Zalachenko.

A partir de ese instante, la vida de Evert Gullberg se transformó de forma radical. La palabra «secreto» adquirió un significado y un peso enteramente nuevos. Comprendió lo necesario que resultaba crear una estructura propia en torno al desertor.

De manera automática, incluyó a Gunnar Björck en el grupo de Zalachenko. Fue una decisión inteligente y razonable, ya que Björck conocía la existencia de Zalachenko. Era mejor tenerlo dentro que fuera, donde supondría un riesgo para la seguridad. Eso implicó que Björck fuera trasladado desde su puesto oficial en el departamento de extranjería hasta uno de los despachos del piso de Östermalm.

Con el revuelo que se originó, Gullberg decidió ya desde el principio informar solamente a una persona dentro de la DGP/Seg: al jefe administrativo, que ya estaba al tanto de la actividad de la Sección. Este se guardó la noticia durante varios días hasta que le explicó a Gullberg que el asunto alcanzaba tal magnitud que habría que informar al director de la DGP/Seg y también al gobierno.

Por aquella época, el director de la DGP/Seg, que acababa de tomar posesión de su cargo, conocía la existencia de la Sección para el Análisis Especial, pero sólo tenía una vaga idea de a lo que la Sección se dedicaba en realidad. Había entrado para limpiarlo todo tras el escándalo del asunto IB[3] y ya se encontraba de camino a un cargo superior de la jerarquía policial. En conversaciones confidenciales con el jefe administrativo se enteró de que la Sección era un grupo secreto designado por el gobierno que se mantenía al margen de la verdadera actividad de la Säpo y sobre el que no había que hacer preguntas. Ya que, por aquel entonces, el jefe era un hombre al que nunca se le ocurriría formular preguntas susceptibles de generar respuestas desagradables, asintió de forma comprensiva y aceptó, sin más, que existiera algo llamado SAE y que eso no fuera asunto de su incumbencia.

A Gullberg no le hizo mucha gracia tener que informar al jefe sobre Zalachenko, pero aceptó la realidad. Subrayó la absoluta necesidad de mantener una total confidencialidad —cosa con la que su interlocutor se mostró conforme— y dio unas instrucciones tan estrictas que ni siquiera el jefe de la DGP/Seg podría hablar del tema en su despacho sin tomar especiales medidas de seguridad. Se decidió que la Sección para el Análisis Especial se ocupara del asunto Zalachenko.

Informar al primer ministro saliente quedaba excluido. Debido a todo el revuelo que se había organizado a raíz del cambio de poder, el nuevo primer ministro se encontraba muy ocupado designando a los miembros de su gabinete y negociando con los demás partidos de la coalición de centro-derecha. Hasta que no se cumplió un mes de la formación del gobierno, el jefe de la DGP/Seg, acompañado de Gullberg, no acudió a la sede del gobierno de Rosenbad para informar al recién electo primer ministro, Thorbjörn Fälldin. Gullberg estuvo protestando hasta el último momento por el hecho de que se informara al gobierno, pero el director de DGP/Seg no cedió: sería constitucionalmente imperdonable no hacerlo. Durante la reunión, Gullberg trató de convencer por todos los medios al primer ministro —con la máxima elocuencia de la que fue capaz— de lo importante que era que la información sobre Zalachenko no saliera de aquel despacho: que ni siquiera se pusiera en conocimiento del ministro de Asuntos Exteriores, del ministro de Defensa ni de ningún otro miembro del gobierno.

La noticia de que un importante agente ruso había solicitado asilo político en Suecia conmocionó a Fälldin. Empezó diciendo que su deber era tratar el tema como mínimo con los líderes de los otros dos partidos que formaban parte del gobierno de coalición. Gullberg estaba preparado para esa objeción y jugó la carta más importante que guardaba. Le explicó en voz baja que si eso ocurriese, él se vería obligado a presentar su dimisión. La amenaza impresionó a Fälldin. Eso implicaba que si la historia se filtrara y los rusos enviaran un escuadrón de la muerte para liquidar a Zalachenko, el primer ministro sería el único responsable. Y si se revelara que la persona encargada de la seguridad de Zalachenko se había visto obligada a dimitir de su cargo, el primer ministro se vería envuelto en un escándalo político y mediático.

Fälldin, todavía verde e inseguro como primer ministro, acabó cediendo. Aprobó una directiva que se introdujo de inmediato en el diario secreto y que conllevaba que la Sección se encargara del debriefing de Zalachenko y de su seguridad, así como de que la información no saliera del despacho del primer ministro. De este modo, Fälldin llegó a firmar una directiva que, en la práctica, demostraba que él había sido informado pero que también significaba que nunca podría hablar del tema. En resumen, que se olvidara de Zalachenko.

No obstante, Fälldin insistió en que una persona más de su gabinete fuera puesta al tanto de la situación: un secretario de Estado elegido a dedo que, además, funcionara como persona de contacto en todo lo relacionado con el desertor. Gullberg aceptó. No tendría problemas en manejar a un secretario de Estado.

El director de la DGP/Seg estaba contento: el asunto Zalachenko quedaba asegurado constitucionalmente, algo que, en este caso concreto, quería decir que él tenía las espaldas cubiertas. Gullberg también estaba contento: había conseguido poner el asunto en cuarentena, cosa que le permitía controlar toda la información. Él, y nadie más que él, controlaba a Zalachenko.

Cuando Gullberg regresó a su despacho del piso de Östermalm, se sentó a su mesa y, a mano, hizo una lista de las personas que sabían de la existencia de Zalachenko. La nómina la componían él mismo; Gunnar Björck; Hans von Rottinger, jefe operativo de la Sección; Fredrik Clinton, jefe adjunto; Eleanor Badenbrink, secretaria de la Sección, y dos colaboradores a los que se les había encomendado la tarea de reunir y analizar la información que Zalachenko les pudiera proporcionar. En total, siete personas que, durante los siguientes años, constituirían una sección especial dentro de la Sección. Los bautizó mentalmente como «el Grupo Interior».

Fuera de la Sección, estaban al corriente el jefe de la DGP/Seg, el jefe adjunto y el jefe administrativo. Aparte de ellos, el primer ministro y un secretario de Estado. En total, doce personas. Nunca un secreto de tal magnitud había sido conocido por un grupo tan reducido.

Luego el rostro de Gullberg se ensombreció. El secreto también era conocido por una decimotercera persona. Björck estuvo acompañado por el jurista Nils Bjurman. Convertir a este último en un colaborador de la Sección quedaba totalmente descartado: Bjurman no era un verdadero policía de seguridad —en el fondo no era más que una especie de becario de la DGP/Seg— y no disponía ni de los conocimientos ni de la competencia que se requerían. Gullberg sopesó varias alternativas hasta que al final se decidió por sacar discretamente a Bjurman de la historia. Lo amenazó con cadena perpetua por alta traición si se le ocurría pronunciar una sola sílaba sobre Zalachenko, lo sobornó con promesas de futuros trabajos y, por último, le dio una coba que no hizo sino aumentar la sensación de importancia que Bjurman tenía sobre sí mismo. Se encargó de que contrataran a Bjurman en un prestigioso bufete y de que recibiera toda una serie de encargos que lo mantuvieran ocupado. El único problema residía en que Bjurman era tan mediocre que no supo aprovechar sus oportunidades. Abandonó el bufete al cabo de diez años y abrió el suyo propio, con un solo empleado, en Odenplan.

Durante los siguientes años, Gullberg mantuvo a Bjurman bajo una discreta pero constante vigilancia. No la abandonó hasta finales de los años ochenta, cuando la Unión Soviética se encontraba a punto de caer y Zalachenko ya no constituía un asunto prioritario.

Para la Sección, Zalachenko había representado, en primer lugar, la promesa de abrir una brecha en la resolución del enigma Palme, algo que mantenía permanentemente ocupado a Gullberg. Por consiguiente, Palme fue uno de los primeros temas que Gullberg trató en el largo debriefing.

Sin embargo, sus esperanzas pronto se frustraron: Zalachenko nunca había operado en Suecia y no tenía un verdadero conocimiento del país. Sí había oído rumores, en cambio, sobre el «Caballo Rojo», un destacado político sueco, tal vez escandinavo, que trabajaba para la KGB.

Gullberg escribió una lista de nombres que unió al de Palme. Allí estaban Carl Lidbom, Pierre Schori, Sten Andersson, Marita Ulvskog y unos cuantos más. Durante el resto de su vida, Gullberg volvería a esa nómina una y otra vez sin conseguir jamás dar respuesta al enigma.

De repente, Gullberg se codeaba con los grandes. Le ofrecieron sus respetos en aquel exclusivo club de guerreros elegidos donde todos se conocían y donde los contactos se realizaban mediante la amistad y la confianza personales, y no a través de los canales oficiales ni de las reglas burocráticas. Llegó, incluso, a conocer al mismísimo James Jesus Angleton y a tomarse un whisky con el jefe del MI-6 en un discreto club de Londres. Se convirtió en uno de los grandes.

La otra cara de la profesión era que nunca podría hablar de sus éxitos, ni siquiera en unas memorias póstumas. Constantemente presente se hallaba, asimismo, el miedo a que el Enemigo empezara a percatarse de sus viajes y lo vigilara; de ese modo, sin quererlo, guiaría a los rusos hasta Zalachenko.

En ese aspecto, Zalachenko era su peor enemigo.

Durante el primer año, Zalachenko estuvo alojado en un apartamento propiedad de la Sección. No existía en ningún registro ni en ningún documento público, y dentro del grupo de Zalachenko habían pensado que les sobraba tiempo para plantearse el futuro del desertor. Hasta la primavera de 1978 no le dieron un pasaporte a nombre de Karl Axel Bodin ni le pudieron inventar, con no poco esfuerzo, un pasado: una ficticia pero comprobable vida en los registros oficiales suecos.

Para entonces ya era tarde: Zalachenko ya se había follado a esa maldita puta llamada Agneta Sofía Salander, cuyo apellido de soltera era Sjölander, y se había presentado sin la menor preocupación con su verdadero nombre: Zalachenko. Gullberg pensaba que Zalachenko no estaba del todo bien de la cabeza. Sospechaba que el desertor ruso deseaba más bien ser descubierto. Era como si necesitara estar en el candelero. Si no, resultaba difícil explicar cómo podía ser tan tremendamente estúpido.

Hubo putas, períodos de un exagerado consumo de alcohol y varios incidentes violentos y unas cuantas broncas con porteros de bares y otras personas. En tres ocasiones la policía sueca arrestó a Zalachenko por embriaguez y en otras dos por peleas en un bar. Y, en cada ocasión, la Sección tuvo que intervenir discretamente y sacarle del apuro asegurándose de que los papeles desaparecieran y de que los registros fueran modificados. Gullberg eligió a Gunnar Björck para que se convirtiera en su sombra. El trabajo de Björck consistía en hacer de canguro casi veinticuatro horas al día. Era difícil, pero no había otra alternativa.

Todo podía haber salido bien. A principios de los años ochenta, Zalachenko se tranquilizó y empezó a adaptarse. Pero nunca dejó a la puta de Salander. Y lo que era peor: se había convertido en el padre de Camilla y de Lisbeth Salander.

Lisbeth Salander.

Gullberg pronunció su nombre con una sensación de malestar.

Ya cuando las chicas contaban unos nueve o diez años, Gullberg sentía una extraña sensación en el estómago cada vez que pensaba en ella. No hacía falta ser psiquiatra para comprender que no era normal. Gunnar Björck había informado de que se mostraba rebelde, violenta y agresiva ante Zalachenko, a quien, además, no parecía tenerle el más mínimo miedo. Raramente decía algo pero mostraba de otras mil maneras su descontento con el estado de las cosas. Ella era un problema en ciernes, aunque Gullberg no podía imaginar, ni en la peor de sus pesadillas, las gigantescas proporciones que ese problema alcanzaría. Lo que más temía era que la situación de la familia Salander llevara a una investigación social que se centrara en Zalachenko. Cuántas veces le imploró a Zalachenko que rompiera con la familia y que se alejara de ellos. Él se lo prometía pero siempre acababa incumpliendo su promesa. Tenía otras putas. Le sobraban las putas. Pero al cabo de unos cuantos meses siempre volvía con Agneta Sofía Salander.

Maldito Zalachenko. Un espía que dejaba que su polla gobernara su vida sentimental no podía ser, evidentemente, un buen espía. Pero era como si Zalachenko estuviera por encima de todas las reglas normales. O al menos así pensaba él… Si se hubiese contentado con tirársela sin tener que darle una paliza cada vez que se veían, tampoco habría sido para tanto, pero lo que estaba sucediendo era que Zalachenko maltrataba grave y repetidamente a su novia. Incluso parecía verlo como un entretenido desafío hacia sus vigilantes: la maltrataba sólo para meterse con ellos y verlos sufrir.

A Gullberg no le cabía la menor duda de que Zalachenko era un puto enfermo, pero no le quedaba más alternativa: no contaba precisamente con un montón de agentes desertores del GRU entre los que elegir. Sólo tenía a uno, quien, además, era muy consciente de lo que significaba para él.

Gullberg suspiró. El grupo de Zalachenko había adquirido el papel de empresa de limpieza. Era un hecho innegable. Zalachenko sabía que se podía permitir ciertas libertades y que ellos lo sacarían de cualquier aprieto. Y cuando se trataba de Agneta Sofía Salander se aprovechaba de eso hasta límites insospechados.

No le faltaron advertencias. Lisbeth Salander acababa de cumplir doce años cuando le asestó unas cuantas puñaladas a Zalachenko. Las heridas no fueron graves, pero lo trasladaron al hospital de Sankt Göran y el grupo tuvo que realizar una importante labor de limpieza. En aquella ocasión, Gullberg mantuvo una Conversación Muy Seria con él: le dejó muy claro que jamás permitiría que volviera a contactar con la familia Salander y le hizo prometer que nunca más se acercaría a ellas. Y Zalachenko se lo prometió. Mantuvo su promesa durante más de medio año, hasta que fue de nuevo a casa de Agneta Sofía Salander y la maltrató con tal saña que ella acabó en una institución para el resto de su vida.

Sin embargo, Gullberg jamás se habría podido imaginar que Lisbeth Salander fuera una psicópata asesina capaz de fabricar una bomba incendiaria. Aquel día fue un caos. Les esperaba un laberinto de investigaciones y toda la Operación Zalachenko —incluso toda la Sección— pendieron de un hilo muy fino. Si Lisbeth Salander hablara, podría desenmascarar a Zalachenko. Y si éste fuese descubierto, no sólo se correría el riesgo de que toda una serie de operaciones que estaban en marcha en Europa desde hacía quince años se fueran a pique, sino también que la Sección fuera sometida a un examen público. Algo que había que impedir a toda costa.

Gullberg estaba preocupado. Un examen público haría que, a su lado, el caso IB pareciera una película para toda la familia. Si se abrieran los archivos de la Sección, se desvelaría un conjunto de circunstancias que no eran del todo compatibles con la Constitución, por no hablar de la vigilancia a la que sometieron tanto a Palme como a otros conocidos miembros del Partido Socialdemócrata. Hacía muy pocos años que habían asesinado a Palme y era un tema muy delicado. Eso habría ocasionado que se iniciara una investigación contra Gullberg y otros numerosos miembros de la Sección. Y lo que era peor: que unos cuantos locos periodistas lanzaran, sin cortarse un pelo, la teoría de que la Sección estaba detrás del asesinato de Palme, algo que, a su vez, conduciría a un laberinto más de revelaciones y acusaciones. Otro problema era que la Dirección de la Policía de Seguridad había cambiado tanto que ni siquiera el director de la DGP/Seg conocía la existencia de la Sección. Aquel año todos los contactos con la DGP/Seg no fueron más allá de la mesa del nuevo jefe administrativo adjunto, quien, desde hacía ya una década, era miembro fijo de la Sección.

Un ambiente de pánico y angustia empezó a reinar entre los colaboradores del grupo de Zalachenko. En realidad, fue Gunnar Björck quien dio con la solución: un psiquiatra llamado Peter Teleborian.

Teleborian había sido reclutado por el departamento de contraespionaje de la DGP/Seg para un asunto completamente diferente: trabajar como asesor en la investigación de un presunto espía industrial. En una fase delicada de la investigación, había que averiguar cómo iba a actuar el sospechoso en caso de que se le sometiera a estrés. Teleborian era un joven y prometedor psiquiatra que no soltaba a sus interlocutores la típica jerga oscura, sino que ofrecía concretos y prácticos consejos, los mismos que hicieron posible que la DGP/Seg impidiera un suicidio y que el espía en cuestión pudiera transformarse en un agente doble que enviara desinformación a quienes habían contratado sus servicios.

Después del ataque de Salander contra Zalachenko, Björck, con mucho cuidado, vinculó a Teleborian a la Sección en calidad de asesor externo. Y ahora hacía más falta que nunca.

Resolver el problema había sido muy sencillo: podían hacer desaparecer a Karl Axel Bodin enviándolo a un centro de rehabilitación. Agneta Sofía Salander desaparecería enviándola a una unidad de enfermos crónicos con irreparables daños cerebrales. Todas las investigaciones policiales fueron a parar a la DGP/Seg y se transfirieron, con la ayuda del jefe administrativo adjunto, a la Sección.

Peter Teleborian acababa de obtener un puesto como médico jefe adjunto en la unidad de psiquiatría infantil del hospital de Sankt Stefan de Uppsala. Todo lo que hacía falta era un informe de psiquiatría forense que Björck y Teleborian redactarían juntos y, acto seguido, una decisión rápida y no especialmente controvertida del tribunal. Tan sólo era cuestión de ver cómo presentar los hechos. La Constitución no tenía nada que ver con todo aquello. Al fin y al cabo, se trataba de la seguridad nacional. La gente tenía que entenderlo.

Y que Lisbeth Salander era una enferma mental resultaba obvio. Unos añitos encerrada en una institución psiquiátrica le vendrían, sin duda, muy bien. Gullberg asintió dando así su visto bueno a la operación.

Todas las piezas del puzle habían encajado. Y eso ocurrió cuando el grupo Zalachenko estaba ya, de todos modos, a punto de disolverse. La Unión Soviética había dejado de existir y la época de esplendor de Zalachenko pertenecía definitivamente al pasado: su fecha de caducidad ya se había sobrepasado con creces.

En su lugar, el grupo Zalachenko le ofreció una generosa indemnización por despido de uno de los fondos reservados de la policía de seguridad. Le proporcionaron las mejores atenciones médicas, y, seis meses más tarde, con un suspiro de alivio, lo llevaron al aeropuerto de Arlanda y le dieron un billete de ida para España. Le dejaron claro que a partir de ese momento los caminos de Zalachenko y de la Sección se separaban. Fue una de las últimas gestiones realizadas por Gullberg. Una semana más tarde, acogiéndose a los derechos que su edad le otorgaba, se jubiló y le dejó su puesto al delfín: Fredrik Clinton. A partir de entonces, a Gullberg sólo lo consultaron como asesor externo y consejero para cuestiones especialmente delicadas. Se quedó en Estocolmo tres años más trabajando casi a diario en la Sección, pero los encargos fueron cada vez a menos y, poco a poco, fue desmantelándose a sí mismo. Volvió a Laholm, su ciudad natal, y continuó haciendo algún que otro trabajo a distancia. Durante los primeros años viajó con cierta regularidad a Estocolmo, pero incluso esas visitas empezaron a ser cada vez más espaciadas.

Había dejado de pensar en Zalachenko. Hasta esa mañana en la que se despertó y se encontró con la hija de éste en las portadas de todos los periódicos, sospechosa de un triple asesinato.

Gullberg había seguido las noticias con una sensación de desconcierto. Comprendió a la perfección que no era ninguna casualidad que Salander hubiese tenido a Bjurman como administrador, pero no pensó que aquello supusiera un peligro inminente para que la vieja historia de Zalachenko saliera a flote. Salander era una enferma mental; no le sorprendía en absoluto que ella fuese la autora de aquella orgía asesina. En cambio, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que Zalachenko pudiera estar vinculado al caso hasta que una mañana escuchó los informativos y se desayunó con las noticias de Gosseberga. Fue entonces cuando se puso a hacer llamadas y acabó comprando un billete de tren para Estocolmo.

La Sección se enfrentaba a su peor crisis desde que él fundara la organización. Todo amenazaba con resquebrajarse.

Zalachenko arrastró los pies hasta el cuarto de baño y orinó. Con las muletas que el hospital de Sahlgrenska le había proporcionado podía moverse. Había dedicado el domingo y el lunes a breves sesiones de entrenamiento. Le seguía doliendo endiabladamente la mandíbula y sólo podía tomar alimentos líquidos, pero ahora era capaz de levantarse y recorrer distancias cortas.

Después de haber vivido con una prótesis durante casi quince años se había acostumbrado a las muletas. Se entrenó en el arte de desplazarse silenciosamente con ellas andando de un lado a otro de su habitación. Cada vez que el pie derecho rozaba el suelo, un intenso dolor le atravesaba la pierna.

Apretó los dientes. Pensó en el hecho de que Lisbeth Salander se encontrara en una habitación cercana. Le había llevado todo el día averiguar que ella se hallaba a tan sólo dos puertas a la derecha.

A las dos de la madrugada, diez minutos después de la última visita de la enfermera, todo estaba en silencio y tranquilo. Zalachenko se levantó con mucho esfuerzo y buscó sus muletas. Se acercó a la puerta y aguzó el oído pero no pudo oír nada. Abrió la puerta y salió al pasillo. Oyó una débil música que procedía de la habitación de las enfermeras. Se desplazó hasta la salida que había al final del pasillo, abrió la puerta e inspeccionó las escaleras: había ascensores. Volvió al pasillo y regresó a su habitación. Al pasar ante la de Lisbeth Salander se detuvo y descansó apoyándose en las muletas durante medio minuto.

Esa noche las enfermeras habían cerrado la puerta de la habitación. Lisbeth Salander abrió los ojos al percibir un débil sonido raspante en el pasillo. No pudo identificarlo, pero sonaba como si alguien estuviera arrastrando algo con mucho cuidado. Por un momento se hizo un silencio absoluto y se preguntó si no serían imaginaciones suyas. Al cabo de un minuto o dos volvió a oír el sonido. Se iba alejando. La sensación de inquietud fue en aumento.

Zalachenko está ahí fuera.

Ella se sentía encadenada a la cama. El collarín le picaba. Le entró un intenso deseo de levantarse. Se incorporó con no poco esfuerzo. Ésas fueron más o menos todas las fuerzas que pudo reunir. Se dejó caer nuevamente en la cama y apoyó la cabeza en la almohada.

Acto seguido se palpó el collarín con los dedos y encontró los cierres que lo mantenían fijo. Los abrió y dejó caer el collarín al suelo. De repente respiró con más facilidad.

Deseó haber tenido un arma a mano y las suficientes energías como para levantarse y aniquilarlo de una vez por todas.

Al final se levantó apoyándose en un codo. Encendió la luz y miró a su alrededor: no pudo ver nada susceptible de ser usado como arma. Luego su mirada se detuvo en una mesa auxiliar situada junto a la pared y a unos tres metros de la cama. Constató que alguien había dejado un lápiz encima.

Esperó a que la enfermera de noche terminara su ronda, algo que parecía realizar cada media hora. Lisbeth supuso que la reducida frecuencia de control se debía a que los médicos habían decidido que ella se encontraba mejor que antes, cuando ese mismo fin de semana la habían estado visitando cada quince minutos o incluso más a menudo. Pero ella no notaba ninguna diferencia.

Una vez sola, reunió fuerzas, se incorporó y pasó las piernas por encima del borde de la cama. Tenía unos electrodos pegados al cuerpo que registraban el pulso y la respiración, pero los cables venían de la misma dirección que donde estaba el lápiz. Con mucho cuidado, se puso de pie y, acto seguido, se tambaleó y perdió el equilibrio por completo. Por un segundo creyó que se iba a desmayar, pero se apoyó en la cama y concentró la mirada en la mesa que tenía delante. Dio tres titubeantes pasos, estiró la mano y alcanzó el lápiz.

Volvió a la cama caminando hacia atrás. Estaba completamente agotada.

Se recuperó al cabo de un rato y se tapó con el edredón. Levantó el lápiz y tocó la punta. Se trataba de un lápiz de madera normal y corriente. Acababan de sacarle punta y estaba afilado como un punzón. Podría utilizarlo como arma contra la cara o los ojos.

Se lo guardó junto a la cadera, bien a mano, y se durmió.