Sábado, 9 de abril - Domingo, 10 de abril
A la una del mediodía del sábado, la fiscal Martina Fransson de Södertälje dejó de darle vueltas al tema. El cementerio del bosque de Nykvarn era un terrible caos y el departamento criminal había acumulado ya una enorme cantidad de horas extra desde ese miércoles en el que Paolo Roberto combatió con Ronald Niedermann en aquel almacén. Se trataba de, al menos, tres asesinatos de personas que luego fueron enterradas por los alrededores, secuestro con violencia y graves malos tratos de Miriam Wu, la amiga de Lisbeth Salander, y, por último, delito de incendio. A lo de Nykvarn había que sumarle el incidente de Stallarholmen —localidad que, en realidad, pertenecía al distrito policial de Strängnäs, en la provincia de Södermanland—, en el cual Carl-Magnus Lundin, de Svavelsjö MC, constituía una pieza clave. En esos momentos, Lundin se hallaba ingresado en el hospital de Södertälje con un pie escayolado y una barra de acero en la mandíbula. En cualquier caso, todos los delitos quedaban bajo la responsabilidad de la policía regional, lo que significaba que sería Estocolmo quien pronunciaría la última palabra.
El viernes se celebró la vista oral y se dictó prisión preventiva. No había duda: Lundin estaba vinculado a Nykvarn. Al final quedó claro que el almacén pertenecía a la empresa Medimport, que a su vez era propiedad de Anneli Karlsson, de cincuenta y dos años de edad y residente en Puerto Banús, España. Era prima de Magge Lundin, no se le conocían antecedentes penales y parecía, más bien, haber hecho de tapadera.
Martina Fransson cerró la carpeta del sumario. Todavía se encontraba en su fase inicial y sería completado con unos cuantos centenares de páginas más antes de que llegara la hora del juicio. Pero ya en ese momento, Martina Fransson se vería obligada a tomar una decisión con respecto a algunas cuestiones. Miró a sus colegas.
—Tenemos suficientes pruebas para dictar auto de procesamiento contra Lundin por haber participado en el secuestro de Miriam Wu. Paolo Roberto lo ha identificado como el hombre que conducía la furgoneta. También dictaré prisión preventiva por presunta implicación en el delito de incendio. Para procesarlo por participación en los homicidios de las tres personas desenterradas, esperaremos por lo menos a que las identifiquen.
Los policías asintieron. Era la información que estaban esperando.
—¿Qué hacemos con Sonny Nieminen?
Martina Fransson buscó a Nieminen entre la documentación que se encontraba sobre la mesa.
—Es un señor con un curriculum impresionante. Robo, tenencia ilícita de armas, malos tratos, graves malos tratos, homicidio y tráfico de estupefacientes. Fue detenido en compañía de Lundin en Stallarholmen. Estoy completamente convencida de su implicación: lo contrario sería inverosímil. Pero el problema es que no tenemos nada que le podamos atribuir.
—Dice que nunca ha estado en el almacén de Nykvarn y que sólo acompañó a Lundin a dar una vuelta con las motos —añadió el inspector responsable de la investigación de Stallarholmen para la policía de Södertälje—. Sostiene que no tenía ni idea de lo que iba a hacer Lundin en Stallarholmen.
Martina Fransson se preguntó si habría alguna manera de pasarle ese asunto al fiscal Richard Ekström, de Estocolmo.
—Nieminen se niega a hacer declaraciones sobre lo ocurrido, pero niega tajantemente haber participado en ninguna actividad delictiva —aclaró el inspector.
—No, la verdad es que más bien parece que las víctimas del delito de Stallarholmen han sido Lundin y él —soltó Martina Fransson, tamborileando irritadamente sobre la mesa con las yemas de los dedos.
—Lisbeth Salander —añadió con aparente duda en la voz—. A ver, estamos hablando de una chica que ni siquiera tiene pinta de haber entrado en la pubertad, que mide un metro y medio y que ni de lejos posee la fuerza que se necesitaría para dominar a Nieminen y Lundin.
—Si no fuera armada… Con una pistola puede compensar en gran medida su frágil constitución.
—Ya, pero no encaja muy bien en la reconstrucción de los hechos.
—No. Ella utilizó gas lacrimógeno. A continuación, le dio un puntapié a Lundin en toda la entrepierna y, acto seguido, otro en la cara, ambos con tanta rabia que el primero le reventó un testículo y el segundo le rompió la mandíbula. El tiro que le pegó en el pie debió de producirse después del maltrato. Pero me cuesta creer que fuera ella la que iba armada.
—El laboratorio ha identificado el arma con la que se disparó a Lundin. Es una P-83 Wanad polaca con munición Makarov. Fue encontrada en Gosseberga, en las afueras de Gotemburgo, y tiene las huellas dactilares de Salander. Podemos dar prácticamente por sentado que fue ella quien la llevó a Gosseberga.
—Ya, pero el número de serie demuestra que la pistola fue sustraída hace cuatro años en el robo en una armería de Örebro. Pillaron al culpable poco tiempo después, pero para entonces ya se había deshecho de las armas. Resultó ser toda una promesa local: un tipo con problemas de droga que se movía en los círculos de Svavelsjö MC. A mí me convence más endosarle la pistola a Lundin o a Nieminen.
—Lo que tal vez ocurriera es, simplemente, que Lundin llevase la pistola, que Salander intentara quitársela y que se disparara por accidente y le diese en el pie. Quiero decir que, en cualquier caso, la intención de Salander no era matarlo, ya que, de hecho, sigue con vida.
—O que tal vez le pegara un tiro en el pie por puro sadismo. ¡Yo qué sé! Pero ¿cómo se las arregló con Nieminen? Él no presenta daños visibles.
—La verdad es que sí: tiene dos pequeñas quemaduras en el tórax.
—Yo diría que producidas por una pistola eléctrica.
—Así que hemos de suponer que Salander iba armada con una pistola eléctrica, gas lacrimógeno y una pistola. ¿Cuánto pesará todo eso?… No, yo estoy bastante convencida de que Lundin o Nieminen llevaban el arma y de que ella se la quitó. Lo que ocurrió exactamente cuando Lundin recibió el disparo no lo podremos aclarar del todo hasta que alguno de los implicados hable.
—Vale.
—En fin, la situación actual es la siguiente: dictaré prisión preventiva para Lundin por las razones que mencioné antes. En cambio, contra Nieminen no tenemos nada de nada. Así que pienso ponerlo en libertad esta misma tarde.
Sonny Nieminen estaba de un humor de perros cuando abandonó el calabozo de la jefatura de policía de Södertälje. Tenía además la boca tan seca que su primera parada fue un quiosco donde compró una Pepsi que se bebió allí mismo. También se llevó un paquete de Lucky Strike y una cajita de Göteborgs rapé. Abrió el móvil, comprobó el estado de la batería y luego marcó el número de Hans-Åke Waltari, de treinta y tres años de edad y Sergeant at Arms de Svavelsjö MC, el número tres, por lo tanto, en la jerarquía interna. Sonó cuatro veces antes de que Waltari se pusiera.
—Nieminen. He salido.
—Felicidades.
—¿Dónde estás?
—En Nyköping.
—¿Y qué coño haces en Nyköping?
—Cuando os detuvieron a ti y a Magge, tomamos la decisión de estarnos quietecitos hasta que supiéramos con más exactitud cómo andaban las cosas.
—Bueno, ya sabes cómo andan las cosas. ¿Dónde están los demás?
Hans-Åke Waltari le dijo dónde se encontraban los restantes cinco miembros de Svavelsjö MC. La explicación no tranquilizó ni contentó a Sonny Nieminen.
—¿Y quién coño se encarga de los negocios mientras vosotros os escondéis como gallinas?
—Eso no es justo. Tú y Magge os metéis en un puto curro del que no tenemos ni idea y, de buenas a primeras, os veis implicados en un tiroteo con esa jodida tía a la que busca todo quisqui, y a Magge le pegan un tiro y a ti te detienen. Y luego los maderos se ponen a desenterrar cadáveres en nuestro almacén de Nykvarn.
—¿Y?
—Y empezamos a preguntarnos si Magge y tú nos habéis ocultado algo a los demás.
—¿Y qué cojones se supone que es? Oye, que conste que somos nosotros los que conseguimos los curros.
—Ya, pero a mí no se me ha dicho ni jota de que el almacén fuera también un cementerio. ¿Quiénes son los muertos?
Sonny Nieminen estuvo a punto de soltar una cáustica réplica, pero se contuvo. Aunque Hans-Åke Waltari era gilipollas y bastante corto, la situación no era la más idónea para ponerse a discutir con él; ahora se trataba de reunir a las fuerzas rápidamente. Además, después de haberse pasado cinco interrogatorios negándolo todo, no resultaba demasiado inteligente por su parte anunciar a bombo y platillo por el móvil, a doscientos metros de la comisaría, que tenía información sobre el tema.
—A la mierda los muertos —dijo—. De eso no sé nada. Pero Magge está metido hasta el cuello en toda esa mierda. Pasará una temporadita en el trullo y en su ausencia yo seré el jefe.
—De acuerdo. ¿Y ahora qué? —preguntó Waltari.
—¿Quién vigilará el cuartel general si os habéis largado todos?
—Benny Karlsson está allí y mantiene nuestras posiciones. La policía hizo un registro el mismo día en que os detuvieron. No encontraron nada.
—¡Benny K.! —exclamó Nieminen—. ¡Joder! Pero si no es más que un puto rookie al que no le han salido ni los dientes.
—Tranquilo. Está con el rubio; ya sabes, ese cabrón con el que Magge y tú soléis relacionaros.
Sonny Nieminen se quedó helado. Echó un vistazo rápido a su alrededor y se alejó unos cuantos pasos de la puerta del quiosco.
—¿Qué has dicho? —preguntó en voz baja.
—Ese cabrón rubio al que tú y Magge soléis ver… Apareció de repente pidiéndonos que lo escondiéramos.
—Joder, Waltari, si lo están buscando por todo el puto país por el asesinato de un poli…
—Bueno… por eso quería esconderse. ¿Qué podíamos hacer? Joder, es amigo tuyo y de Magge.
Sonny Nieminen cerró los ojos diez segundos. A lo largo de los años, Ronald Niedermann le había dado a Svavelsjö MC mucho trabajo y proporcionado muy buenos beneficios. Pero en absoluto se trataba de un amigo. Era un tipo de mucho cuidado, además de un psicópata; y, por si fuera poco, un psicópata al que la policía buscaba con una lupa de mil aumentos. Sonny Nieminen no se fiaba ni un pelo de Ronald Niedermann. Lo mejor sería que alguien le pegara un tiro en la cabeza. Así, por lo menos, la atención policial disminuiría un poco.
—¿Y dónde lo habéis metido?
—Benny K. se ha encargado de él. Lo ha llevado a casa de Viktor.
Viktor Göransson, que vivía en las afueras de Järna, era el tesorero y el experto del club en asuntos económicos. Había hecho el bachillerato especializado en economía e iniciado su carrera profesional como asesor financiero de un mafioso yugoslavo, rey del mundo de la restauración, hasta que cogieron a la banda por graves delitos económicos. Conoció a Magge Lundin en la cárcel de Kumla a principios de los noventa. Era el único miembro de Svavelsjö MC que vestía traje y corbata.
—Waltari, coge el coche y vete a Södertälje. Te espero delante de la estación de trenes de cercanías dentro de cuarenta y cinco minutos.
—Vale. ¿Y a qué vienen esas prisas?
—A que tenemos que recuperar el control de la situación cuanto antes.
Ya en el coche, Hans-Åke Waltari miró de reojo a Sonny Nieminen, que permaneció completamente callado mientras se dirigían a Svavelsjö. A diferencia de Magge Lundin, Nieminen no solía mostrar un trato demasiado campechano. Era guapo y de aspecto frágil, pero se trataba de un tipo peligroso que estallaba con mucha facilidad, en especial cuando había bebido. En esos momentos estaba sobrio, pero Waltari estaba preocupado teniendo a alguien como Sonny al mando. En cierto modo, Magge siempre había sabido mantenerlo a raya. Se preguntó qué les depararía el futuro con Nieminen ejerciendo de presidente en funciones.
No se veía a ningún Benny K. en el club. Sonny lo llamó dos veces al móvil, pero no obtuvo respuesta.
Se fueron a la casa de Nieminen, a poco más de un kilómetro de allí. La policía había realizado un registro domiciliario sin hallar nada de valor para la investigación relacionado con Nykvarn. La verdad era que los agentes no encontraron nada que pudiera confirmar una actividad delictiva, razón por la cual Nieminen se encontraba en libertad.
Se duchó y se cambió de ropa mientras Waltari lo esperaba pacientemente en la cocina. Luego se adentraron algo más de ciento cincuenta metros en el bosque que había detrás de la finca de Nieminen y, con las manos, quitaron la capa de tierra que cubría un baúl profundamente enterrado que contenía seis armas de fuego —una de las cuales era un AK5—, una gran cantidad de munición y más de dos kilos de explosivos. Era el pequeño almacén armamentístico de Nieminen. Dos de las armas eran unas P-83 Wanad polacas. Pertenecían al mismo lote que esa pistola que Lisbeth Salander le quitara en Stallarholmen.
Nieminen apartó de su pensamiento a Lisbeth Salander. Era un tema desagradable. En la celda de la comisaría de Södertälje había repasado mentalmente, una y otra vez, la escena en la que él y Magge Lundin llegaban a la casa de campo de Nils Bjurman y se encontraban con Lisbeth en el patio.
El desarrollo de los acontecimientos había sido completamente imprevisible. Obedeciendo las órdenes de ese rubio de mierda, Nieminen acompañó a Magge Lundin para quemar la maldita casa de campo de Bjurman. Y se toparon con la jodida Salander: sola, un metro y medio de altura y flaca como un palillo. Nieminen se preguntó cuántos kilos pesaría en realidad. Luego todo se fue al garete y estalló en una orgía de violencia que ninguno de los dos había previsto.
Técnicamente podía explicar el curso de los acontecimientos: Salander tenía un bote de gas lacrimógeno que le vació a Magge Lundin en la cara. Magge debería haber estado más alerta, pero no fue así. Ella le propinó dos patadas, y no hace falta mucha fuerza para partirle la mandíbula a alguien de una patada. Lo cogió desprevenido. Se podía explicar.
Pero luego ella también se ocupó de él, Sonny Nieminen: un tipo al que incluso los más fornidos dudarían en atacar. Ella se movió muy rápidamente. Él se las vio y se las deseó para poder sacar su arma. Ella lo dejó fuera de combate con la misma humillante facilidad con la que se aparta un mosquito. Tenía una pistola eléctrica. Tenía…
Cuando se despertó no recordaba casi nada. Magge Lundin había recibido un tiro en el pie y llegó la policía. Tras ciertas discusiones entre los maderos de Strängnäs y Södertälje fue a parar a los calabozos de Södertälje. Y encima, ella le robó la Harley-Davidson a Magge. Y cortó el logotipo de Svavelsjö MC de su chupa de cuero: el mismo símbolo que hacía que la gente le dejara colarse para entrar en los clubes y que le otorgaba un estatus que un sueco normal y corriente ni siquiera sería capaz de comprender. Ella lo había humillado.
De repente, Sonny Nieminen hirvió por dentro. Durante los interrogatorios de la policía había permanecido callado. Nunca jamás podría contar lo que pasó en Stallarholmen. Hasta ese momento, Lisbeth Salander no había significado nada para él. Ella no era más que un trabajillo extra del que se ocupaba —otra vez por encargo del maldito Niedermann— Magge Lundin. Ahora la odiaba con una pasión que lo asombró. Solía ser frío y analítico, pero sabía que algún día se le presentaría la posibilidad de vengarse y reparar la deshonra. Aunque primero tenía que poner orden en ese caos que Salander y Niedermann habían provocado en Svavelsjö MC.
Nieminen sacó las dos armas polacas restantes, las cargó y le dio una a Waltari.
—¿Tenemos algún plan?
—Vamos a ir a hablar con Niedermann. No es uno de los nuestros y nunca ha sido detenido por la policía. No sé cómo reaccionará si lo pillan, pero como cante nos puede pringar a todos. Nos meterán en el trullo pitando.
—¿Quieres decir que vamos a…?
Nieminen ya había decidido que Niedermann desapareciera, pero se dio cuenta de que no convenía asustar a Waltari hasta que llegaran al lugar.
—No lo sé. Hay que tantearlo. Si tiene un plan para largarse al extranjero echando leches, le ayudaremos. Pero mientras exista el riesgo de que la policía lo pueda detener, representa una amenaza para nosotros.
La casa de Viktor Göransson, a las afueras de Järna, se hallaba a oscuras cuando Nieminen y Waltari entraron en el patio al caer la noche. Eso en sí mismo era ya un mal presagio. Se quedaron un rato esperando en el coche.
—Quizá hayan salido —dijo Waltari.
—Seguro. Habrán salido por ahí a tomar algo con Niedermann —le contestó Nieminen para, acto seguido, abrir la puerta del coche.
La puerta de la casa no tenía echado el cerrojo. Nieminen encendió la luz. Fueron de habitación en habitación. Todo estaba perfectamente limpio y recogido, algo que sin duda era obra de esa mujer —se llamara como se llamase— con la que vivía Viktor Göransson.
Encontraron a Viktor Göransson y su pareja en el sótano, concretamente en el cuarto destinado a la lavadora.
Nieminen se agachó y contempló los cadáveres. Con un dedo tocó a la mujer cuyo nombre no recordaba: estaba helada y rígida. Tal vez llevaran muertos unas veinticuatro horas.
Nieminen no necesitaba ningún informe forense para determinar cómo habían fallecido: a ella le habían partido el cuello con un giro de cabeza de ciento ochenta grados. Se hallaba vestida con una camiseta y unos vaqueros y, según pudo apreciar Nieminen, no presentaba más lesiones.
En cambio, Viktor Göransson sólo llevaba puestos unos calzoncillos. Había sido salvajemente destrozado a golpes y tenía moratones y sangre por todo el cuerpo. Le habían roto los brazos, que apuntaban en todas direcciones como torcidas ramas de abedul. Había sido víctima de un prolongado maltrato que, por definición, debía ser considerado una tortura. Por lo que Nieminen fue capaz de apreciar, murió de un fuerte golpe asestado en la garganta: tenía la laringe profundamente metida para dentro.
Sonny Nieminen se levantó, subió la escalera del sótano y salió al exterior. Waltari lo siguió. Nieminen atravesó el patio y entró en el establo, que quedaba a unos cincuenta metros de distancia. Levantó el travesaño y abrió la puerta.
Encontró un Renault azul oscuro del año 1991.
—¿Qué coche tenía Göransson? —preguntó Nieminen.
—Un Saab.
Nieminen asintió. Sacó unas llaves del bolsillo de la cazadora y abrió una puerta situada al fondo del establo. Le bastó con echar un rápido vistazo a su alrededor para comprender que había llegado tarde: el pesado armario donde se guardaban las armas se encontraba abierto de par en par.
Nieminen hizo una mueca.
—Más de ochocientas mil coronas —dijo.
—¿Qué? —preguntó Waltari.
—Que Svavelsjö MC guardaba más de ochocientas mil coronas en este armario. Nuestro dinero.
Tan sólo tres personas conocían dónde guardaba Svavelsjö MC el dinero a la espera de invertirlo y blanquearlo: Viktor Göransson, Magge Lundin y Sonny Nieminen. Niedermann estaba huyendo de la policía. Necesitaba dinero. Y sabía que Göransson era el encargado del dinero.
Nieminen cerró la puerta y salió muy despacio del establo. Se sumió en profundas cavilaciones intentando hacerse una idea general de la catástrofe. Una parte de los recursos de Svavelsjö MC se había invertido en bonos a los que él mismo podría tener acceso, y otra podía reconstituirse con la ayuda de Magge Lundin. Pero una gran cantidad del dinero invertido sólo existía en la cabeza de Göransson, a no ser que le hubiese dado indicaciones precisas a Magge Lundin. Algo que Nieminen dudaba, pues a Magge Lundin nunca se le había dado bien la economía. Nieminen estimó que, con la muerte de Göransson, Svavelsjö MC habría perdido a grosso modo cerca del sesenta por ciento de sus recursos. Un golpe devastador. Lo que sobre todo necesitaban era dinero para los gastos corrientes.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Waltari.
—Ahora avisaremos a la policía de lo que ha ocurrido aquí.
—¿Avisar a la policía?
—Sí, joder. Mis huellas dactilares están en esa casa. Quiero que encuentren cuanto antes a Göransson y a su puta para que los forenses puedan determinar que murieron mientras yo estaba en el calabozo.
—Entiendo.
—Bien. Busca a Benny K. Necesito hablar con él. Si es que sigue con vida… Y luego vamos a buscar a Ronald Niedermann. Quiero que cada uno de los contactos que tenemos en los clubes de toda Escandinavia mantenga los ojos bien abiertos. Quiero la cabeza de ese cabrón en una bandeja. Lo más probable es que esté usando el Saab de Göransson. Averigua el número de la matrícula.
Cuando Lisbeth Salander se despertó eran las dos de la tarde del sábado y un médico la estaba toqueteando.
—Buenos días —dijo—. Me llamo Benny Svantesson y soy médico. ¿Te duele?
—Sí —contestó Lisbeth Salander.
—Dentro de un rato te daremos un analgésico. Pero primero quiero examinarte.
Se sentó en la cama y empezó a presionar, palpar y manosear su maltrecho cuerpo. Antes de que terminara, Lisbeth ya se había irritado sobremanera, pero se encontraba demasiado agotada como para iniciar su estancia en el Sahlgrenska con una discusión, de modo que decidió que era mejor callarse.
—¿Cómo estoy? —preguntó ella.
—Saldrás de ésta —dijo el médico mientras tomaba unas notas antes de ponerse de pie.
Un comentario que resultaba poco clarificador.
En cuanto el médico se fue, se presentó una enfermera y ayudó a Lisbeth con una cuña. Luego la dejaron dormir de nuevo.
Alexander Zalachenko, alias Karl Axel Bodin, tomó un almuerzo compuesto tan sólo por alimentos líquidos. Incluso los pequeños movimientos de sus músculos faciales le causaban enormes dolores en la mandíbula y en los malares, así que masticar ni siquiera se le pasó por la cabeza. Durante la operación de la noche anterior le habían colocado dos tornillos de titanio en el hueso de la mandíbula.
Sin embargo, el dolor no le parecía tan fuerte como para no poder aguantarlo. Zalachenko estaba acostumbrado al dolor. Nada era comparable al que sufrió durante semanas y meses, quince años antes, tras haber ardido como una antorcha en aquel coche de Lundagatan. La atención médica que recibió con posterioridad se le antojó un inigualable e interminable maratón de tormentos.
Los médicos concluyeron que, con toda probabilidad, se hallaba fuera de peligro, pero que, considerando su edad y la gravedad de sus heridas, lo mejor sería que permaneciera en la UVI un par de días.
El sábado recibió cuatro visitas.
El inspector Erlander se presentó alrededor de las diez. Esta vez Erlander había dejado en casa a la siesa de Sonja Modig y, en su lugar, lo acompañaba el inspector Jerker Holmberg, bastante más simpático. Hicieron más o menos las mismas preguntas sobre Ronald Niedermann que la noche anterior. Ya tenía su historia preparada y no cometió ningún error. Cuando empezaron a bombardearlo con preguntas sobre su posible implicación en el trafficking y en otras actividades delictivas, volvió a negar que tuviera algún conocimiento de ello: él no era más que un minusválido que cobraba una pensión por enfermedad y no sabía de qué le estaban hablando. Le echó toda la culpa a Ronald Niedermann y se ofreció a colaborar en lo que fuera preciso para localizar a ese asesino de policías que se había dado a la fuga.
Por desgracia, en la práctica no había gran cosa que él pudiera hacer. No tenía ni idea de los círculos en los que Niedermann se movía ni tampoco a quién le podría pedir cobijo.
Sobre las once recibió la breve visita de un representante de la fiscalía que le comunicó formalmente que era sospechoso de haber participado en graves malos tratos o, en su defecto, del intento de asesinato de Lisbeth Salander. Zalachenko contestó explicando con mucha paciencia que él no era más que una víctima y que, en realidad, era Lisbeth Salander la que había intentado matarlo a él. El Ministerio Fiscal le ofreció asistencia jurídica poniendo a su disposición un abogado defensor público. Zalachenko dijo que se lo pensaría.
Algo que no tenía ninguna intención de hacer. Ya contaba con un abogado; la primera gestión de esa mañana había sido llamarlo para pedirle que viniera cuanto antes. Por lo tanto, la tercera visita fue la de Martin Thomasson. Entró con paso tranquilo y aire despreocupado, se pasó la mano por su abundante pelo rubio, se ajustó las gafas y le tendió la mano a su cliente. Estaba algo rellenito y resultaba sumamente encantador. Era cierto que se sospechaba de él que había trabajado para la mafia yugoslava —algo que todavía seguía siendo objeto de investigación—, pero también tenía fama de ganar todos los juicios.
Cinco años antes, un conocido con el que había hecho negocios le recomendó a Thomasson cuando a Zalachenko le surgió la necesidad de reestructurar ciertos fondos vinculados a una pequeña empresa financiera que poseía en Lichtenstein. No se trataba de desorbitadas sumas, pero Thomasson llevó el asunto con mucha maña y Zalachenko se ahorró los impuestos. Luego, Zalachenko contrató al abogado en un par de ocasiones más. Thomasson sabía perfectamente que el dinero provenía de actividades delictivas, algo que no parecía preocuparle lo más mínimo. Al final, Zalachenko decidió que toda su actividad se reestructurara en una nueva empresa cuyos propietarios serían él mismo y Niedermann. Acudió a Thomasson y le propuso formar parte —en la sombra— como tercer socio y encargarse de la parte financiera. Thomasson lo aceptó sin más.
—Bueno, señor Bodin, esto no tiene muy buen aspecto.
—He sido objeto de graves malos tratos y de un intento de asesinato —dijo Zalachenko.
—Ya lo veo… Una tal Lisbeth Salander, si no estoy mal informado.
Zalachenko bajó la voz.
—Como ya sabrás, Niedermann, nuestro socio, se ha metido en un lío.
—Eso tengo entendido.
—La policía sospecha que yo estoy implicado en el asunto…
—Algo que no es verdad, por supuesto. Tú eres una víctima y es importante que nos aseguremos enseguida de que ésa sea la imagen que se difunda en los medios de comunicación. La señorita Salander no tiene, como ya sabemos, muy buena prensa… Yo me ocupo de eso.
—Gracias.
—Pero, ya que estamos, déjame que te diga que no soy un abogado penal. Vas a necesitar la ayuda de un especialista. Te buscaré un abogado de confianza.
La cuarta visita del día llegó a las once de la noche del sábado y consiguió pasar el control de las enfermeras mostrando su identificación e indicando que se trataba de un asunto urgente. Lo condujeron hasta la habitación de Zalachenko. El paciente seguía despierto y sumido en sus pensamientos.
—Mi nombre es Jonas Sandberg —dijo, extendiendo una mano que Zalachenko ignoró.
Era un hombre de unos treinta y cinco años. Tenía el pelo de color arena y vestía ropa de sport: vaqueros, camisa a cuadros y una cazadora de cuero. Zalachenko lo contempló en silencio durante quince segundos.
—Ya me empezaba a preguntar cuándo aparecería alguno de vosotros.
—Trabajo en la policía de seguridad de la Dirección General de la Policía —dijo Jonas Sandberg, mostrándole su placa: DGP/Seg.
—No creo —contestó Zalachenko.
—¿Perdón?
—Puede que seas un empleado de la Säpo, pero dudo mucho que trabajes para ellos.
Jonas Sandberg permaneció callado un momento y miró a su alrededor. Acercó la silla a la cama.
—He venido a estas horas de la noche para no llamar la atención. Hemos estado hablando sobre cómo le podríamos ayudar, y de alguna manera debemos tener claros los pasos que vamos a dar. Estoy aquí simplemente para escuchar la versión que usted tiene de los hechos e intentar comprender sus intenciones para empezar a diseñar una estrategia conjunta.
—¿Y cómo te imaginas tú esa estrategia?
Jonas Sandberg contempló pensativo al hombre de la cama. Al final hizo un resignado gesto de manos.
—Señor Zalachenko… me temo que hay un proceso en marcha cuyos daños resultan difíciles de calcular. Hemos hablado de la situación. La tumba de Gosseberga y el hecho de que Salander acabara con tres tiros resulta difícil de explicar. Pero no lo demos todo por perdido. El conflicto entre usted y su hija podría explicar su miedo hacia ella y la razón que lo llevó a tomar unas medidas tan drásticas. Pero mucho me temo que va a tener que pasar algún tiempo en la cárcel.
De repente, Zalachenko se sintió de muy buen humor; hasta se habría echado a reír si no hubiese resultado imposible teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba. Todo se quedó en un ligero temblor de labios; cualquier otra cosa le causaba un dolor demasiado intenso.
—¿Así que ésa es nuestra estrategia conjunta?
—Señor Zalachenko: usted conoce a la perfección lo que significa el concepto «control de daños colaterales». Es necesario que lleguemos a un acuerdo conjunto. Vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para proporcionarle asistencia jurídica y lo que precise, pero necesitamos su colaboración y ciertas garantías.
—Yo te daré una garantía. Os vais a asegurar de que todo esto desaparezca —dijo, haciendo un gesto con la mano—. Niedermann es el chivo expiatorio, y os garantizo que nunca lo encontrarán.
—Hay pruebas técnicas que…
—A la mierda con las pruebas técnicas. Se trata de ver cómo se lleva a cabo la investigación y cómo se presentan los hechos. Mi garantía es la siguiente: si no hacéis desaparecer todo esto, convocaré a los medios de comunicación a una rueda de prensa. Me acuerdo de los nombres, las fechas y los acontecimientos. No creo que haga falta que te recuerde quién soy.
—No lo entiende…
—Lo entiendo a la perfección. Tú eres el chico de los recados, ¿no? Pues comunícale a tu jefe lo que te acabo de decir. Él lo entenderá. Dile que tengo copias de… de todo. Os puedo hundir.
—Hay que intentar llegar a un acuerdo.
—No hay más que hablar. Lárgate de aquí inmediatamente. Y diles que la próxima vez manden a un adulto.
Zalachenko volvió la cabeza hasta que perdió el contacto visual con su visita. Jonas Sandberg lo contempló un instante. Luego se encogió de hombros y se levantó. Casi había llegado a la puerta cuando volvió a oír la voz de Zalachenko.
—Otra cosa.
Sandberg se dio la vuelta.
—Salander.
—¿Qué pasa con ella?
—Debe desaparecer.
—¿Qué quiere usted decir?
Por un segundo, Sandberg pareció tan preocupado que a Zalachenko no le quedó más remedio que sonreír a pesar de que un fuerte dolor le recorrió la mandíbula.
—Ya sé que unas nenazas como vosotros sois demasiado blandengues para matarla y que tampoco disponéis de recursos para llevar a cabo una operación así. ¿Quién lo iba a hacer?… ¿Tú? Pero tiene que desaparecer. Su testimonio ha de ser invalidado. Debe ingresar en alguna institución de por vida.
Lisbeth Salander percibió unos pasos en el pasillo. Era la primera vez que los oía y no sabía que pertenecían a Jonas Sandberg.
No obstante, su puerta llevaba toda la noche abierta porque las enfermeras venían a verla aproximadamente cada diez minutos. Lo había oído llegar y explicarle a una enfermera que tenía que ver a Karl Axel Bodin para tratar un asunto urgente. Lo oyó identificarse, pero él no pronunció ninguna palabra que diera pista alguna sobre su nombre o su identidad.
La enfermera le pidió que esperara mientras entraba y miraba si el señor Karl Axel Bodin se encontraba despierto. Lisbeth Salander sacó la conclusión de que la identificación debía de haber sido convincente.
Constató que la enfermera se fue hacia la izquierda del pasillo, que necesitó dar diecisiete pasos para llegar a su destino y que, a continuación, al visitante le fueron necesarios catorce para recorrer el mismo trayecto. Le salió una media de quince pasos y medio. Estimó una longitud de unos sesenta centímetros por cada paso, que, multiplicados por quince y medio, dieron como resultado que Zalachenko se encontraba en una habitación situada a novecientos treinta centímetros a la izquierda del pasillo. Vale, digamos que algo más de diez metros. Calculó que la anchura de su cuarto era de unos cinco metros, lo cual significaba que Zalachenko se hallaba a dos habitaciones de ella.
Según las cifras verdes del reloj digital de la mesilla, la visita duró casi nueve minutos.
Zalachenko permaneció despierto mucho tiempo después de que Jonas Sandberg lo dejara. Suponía que ése no era su verdadero nombre, ya que, según su propia experiencia, los espías aficionados suecos tenían una especial fijación por emplear nombres falsos, aunque eso no fuese en absoluto necesario. En cualquier caso, Jonas (o como diablos se llamara) constituía el primer indicio de que la Sección había advertido su situación; considerando toda la atención mediática recibida, resultaba difícil no hacerlo. Sin embargo, la visita también confirmaba que la situación les producía cierta inquietud. Un sentimiento que, sin duda, hacían muy bien en tener.
Sopesó los pros y los contras, hizo una lista de posibilidades y rechazó varias propuestas. Era plenamente consciente de que todo se había ido al garete. En un mundo ideal, él ahora estaría en su casa de Gosseberga, Ronald Niedermann a salvo en el extranjero y Lisbeth Salander sepultada bajo tierra. Aunque comprendía lo ocurrido, no le entraba en la cabeza que ella hubiera conseguido salir de la tumba, llegar a la casa y destrozarle la vida con dos hachazos. Estaba dotada de unos recursos increíbles.
En cambio, entendía muy bien lo que había sucedido con Ronald Niedermann y que echara a correr temiendo por su vida en vez de acabar para siempre con Salander. Sabía que en la cabeza de Niedermann había algo que no funcionaba del todo bien; veía cosas: fantasmas. No era la primera vez que él había tenido que intervenir porque Niedermann había actuado de modo completamente irracional y se había quedado acurrucado preso del terror.
Eso le preocupaba. Como Niedermann no había sido detenido todavía, Zalachenko estaba convencido de que su hijo había procedido de una forma racional durante los días que siguieron a su huida de Gosseberga. Lo más seguro es que se hubiera ido a Tallin, donde podría hallar protección entre los contactos del imperio criminal de Zalachenko. Le preocupaba, sin embargo, no ser capaz de prever el momento en el que Niedermann se quedaría paralizado. Si ocurriese durante la huida, cometería errores, y si cometiera errores, lo cogerían. No se entregaría por las buenas: opondría resistencia, y eso significaba que morirían varios agentes de policía y que, sin lugar a dudas, Niedermann también fallecería.
Esa idea preocupaba a Zalachenko. No quería que Niedermann muriera; era su hijo. Pero, por otra parte, y por muy lamentable que eso resultara, no deberían cogerlo vivo. Niedermann nunca había sido arrestado y Zalachenko no podía adivinar cómo reaccionaría su hijo al verse sometido a un interrogatorio. Sospechaba que, por desgracia, no sabría permanecer callado. Por consiguiente, lo mejor sería que la policía lo matara. Lloraría su pérdida, aunque la alternativa era todavía peor: Zalachenko pasaría el resto de su vida entre rejas.
Pero ya habían pasado cuarenta y ocho horas desde que Niedermann emprendiera la huida y aún no lo habían cogido. Eso era buena señal; quería decir que Niedermann funcionaba a pleno rendimiento, y un Niedermann funcionando a pleno rendimiento resultaba invencible.
Había otra cosa que, a largo plazo, también le preocupaba. Se preguntaba cómo se las iba a arreglar solo, sin un padre a su lado que guiara sus pasos. Con el transcurso de los años, había notado que si dejaba de darle instrucciones o si le soltaba las riendas para que tomara sus propias decisiones, tendía a caer en una apática y pasiva existencia marcada por la indecisión.
Zalachenko constató —una vez más— que era una verdadera pena que su hijo tuviera esa peculiaridad. Ronald Niedermann era, sin duda, un hombre inteligente y dotado de unas cualidades físicas que lo convertían en una persona formidable y temible a la vez. Además, como organizador resultaba excelente y con una gran sangre fría. Su problema residía en que carecía por completo de instinto de liderazgo: necesitaba que alguien le dijera constantemente lo que tenía que hacer.
Pero todo eso, por el momento, quedaba fuera del control de Zalachenko. Ahora se trataba de él mismo: su situación era precaria, quizá más precaria que nunca.
La visita del abogado Thomasson no le pareció particularmente reconfortante: Thomasson era y seguía siendo un abogado de empresa, pero, por muy eficaz que resultara en ese aspecto, poca ayuda podía ofrecerle en su situación actual.
Luego había venido a visitarlo Jonas Sandberg. Sandberg constituía una cuerda de salvación considerablemente más fuerte. Pero esa cuerda también podría convertirse en una soga. Debía jugar bien sus cartas y asumir el control de la situación. El control lo era todo.
Y en último lugar estaba la confianza en sus propios recursos. De momento necesitaba cuidados médicos. Pero dentro de unos días, una semana quizá, ya se habría recuperado. Si las cosas llegaran a sus últimas consecuencias, era muy probable que la única persona en la que pudiese confiar fuera él mismo. Eso significaba que debía desaparecer ante las mismas narices de los policías que ahora pululaban a su alrededor. Iba a necesitar un escondite, un pasaporte y dinero en efectivo. Todo eso se lo podría suministrar Thomasson. Pero primero tenía que recuperarse lo suficiente y reunir las fuerzas necesarias para huir.
A la una, la enfermera del turno de noche vino a echarle un ojo. Se hizo el dormido. Cuando ella cerró la puerta, él, con mucho esfuerzo, se incorporó en la cama y movió las piernas hasta que quedaron colgando. Permaneció quieto durante un largo instante mientras comprobaba su sentido del equilibrio. Luego, con mucho cuidado, apoyó el pie izquierdo en el suelo. Afortunadamente, el hachazo le había dado en su ya maltrecha pierna derecha. Alargó la mano para coger la prótesis que se encontraba en un armario que había junto a la cama y se la sujetó al muñón. Acto seguido se levantó. Se apoyó en su ilesa pierna izquierda e intentó poner la derecha en el suelo. Cuando desplazó el peso del cuerpo, un intenso dolor le recorrió la extremidad.
Apretó los dientes y dio un paso. Le hacían falta sus muletas, pero estaba convencido de que el hospital se las ofrecería en breve. Se apoyó en la pared y, cojeando, avanzó hasta la entrada. Le llevó varios minutos: a cada paso que daba tenía que pararse para vencer el dolor.
Apoyándose en una pierna, abrió un poco la puerta y dirigió la mirada hacia el pasillo. Al no ver a nadie se asomó. Oyó unas débiles voces a la izquierda y volvió la cabeza. La habitación donde se hallaban las enfermeras estaba a unos veinte metros, al otro lado del pasillo.
Volvió la cabeza a la derecha y vio una salida al final del pasillo.
Ese mismo día, un poco antes, había preguntado sobre el estado de Lisbeth Salander. A pesar de todo, él era su padre. Al parecer, las enfermeras tenían instrucciones de no hablar de los pacientes. Una de ellas le contestó, en un tono neutro, que su estado era estable. Pero al decírselo desplazó la mirada, inconsciente y fugazmente, hacia la izquierda del pasillo.
En alguna de las habitaciones que quedaban entre la suya y la de las enfermeras se encontraba Lisbeth Salander.
Cerró la puerta con cuidado, volvió cojeando a la cama y se quitó la prótesis. Cuando por fin consiguió meterse bajo las sábanas estaba empapado en sudor.
El inspector Jerker Holmberg regresó a Estocolmo el domingo a mediodía. Se sentía cansado, tenía hambre y estaba muy quemado. Cogió el metro hasta Rådhuset, enfiló Bergsgatan y, nada más entrar en la jefatura de policía, se dirigió al despacho del inspector Jan Bublanski. Sonja Modig y Curt Svensson ya habían llegado. Bublanski había convocado la reunión precisamente en domingo porque sabía que ese día el instructor del sumario, Richard Ekström, estaba ocupado en otro sitio.
—Gracias por venir —dijo Bublanski—. Creo que ya va siendo hora de que hablemos con tranquilidad e intentemos aclarar todo este follón. Jerker, ¿alguna novedad?
—Nada que no haya dicho ya por teléfono. Zalachenko no da su brazo a torcer ni un milímetro: se declara inocente y dice que no nos puede ayudar en nada. Sólo que…
—¿Qué?
—Tenías razón, Sonja: es una de las personas más desagradables que he conocido en mi vida. Suena ridículo decirlo. Los policías no deberíamos razonar en estos términos, pero hay algo que da miedo bajo su fría y calculadora fachada.
—De acuerdo —dijo Bublanski tras aclararse la voz—. ¿Qué sabemos? ¿Sonja?
Ella esbozó una fría sonrisa.
—Los detectives aficionados nos han ganado este asalto. No he podido encontrar a Zalachenko en ningún registro oficial; lo que sí figura es que un tal Karl Axel Bodin nació en Uddevalla en 1942. Sus padres eran Marianne y Georg Bodin. Existieron realmente, pero fallecieron en un accidente en 1946. Karl Axel Bodin se crió en casa de un tío suyo que vivía en Noruega. O sea, que no hay datos sobre él hasta que regresó a Suecia, en los años setenta. Parece imposible verificar que se trate de un agente que desertó del GRU, tal y como afirma Mikael Blomkvist, pero me inclino a creer que tiene razón.
—¿Y eso qué significa?
—Resulta obvio que alguien le proporcionó una falsa identidad. Y eso tiene que haberse hecho con el beneplácito de las autoridades.
—O sea, de la Säpo.
—Eso es lo que sostiene Blomkvist. Pero ignoro cómo se hizo. De ser así, tanto su certificado de nacimiento como toda una serie de documentos habrían sido falsificados e introducidos en los registros suecos oficiales. No me atrevo a pronunciarme sobre la legalidad de tales actividades; supongo que todo depende de la persona que tomara la decisión. Pero, para que resulte legal, la decisión debe haberse tomado prácticamente a nivel gubernamental.
Un cierto silencio invadió el despacho de Bublanski mientras los cuatro inspectores reflexionaban sobre las implicaciones.
—De acuerdo —dijo Bublanski—. No somos más que cuatro maderos tontos. Si el gobierno está implicado, no seré yo quien llame a sus miembros para tomarles declaración.
—Mmm —murmuró Curt Svensson—. Eso podría desencadenar una crisis constitucional. En Estados Unidos los miembros del gobierno pueden ser llamados para prestar declaración en un tribunal cualquiera. En Suecia debe realizarse a través de la comisión de asuntos constitucionales del Parlamento.
—Lo que sí podríamos hacer, no obstante, es preguntarle al jefe —sugirió Jerker Holmberg.
—¿Preguntarle al jefe? —se sorprendió Bublanski.
—Thorbjörn Fälldin. Era el primer ministro.
—Ah, muy bien. Así que subimos a verlo hasta donde quiera que viva y le preguntamos si él le falsificó los documentos de identidad a un espía ruso que desertó. Pues mira, no.
—Fälldin reside en Ås, en el municipio de Härnösand. Yo nací allí, a unos pocos kilómetros de donde él vive. Mi padre es del Partido de Centro y lo conoce bien. Yo le he visto varias veces, tanto de niño como de adulto. Es una persona muy campechana.
Perplejos, los tres inspectores miraron a Jerker Holmberg.
—¿Tú conoces a Fälldin? —preguntó Bublanski escéptico.
Holmberg asintió. Bublanski frunció los labios.
—Sinceramente… —dijo Holmberg—, podríamos resolver unos cuantos problemas si consiguiéramos que el anterior primer ministro nos explicara de qué va todo esto. Yo puedo ir a hablar con él. Si no dice nada, no dice nada. Pero si habla, a lo mejor nos ahorramos bastante tiempo.
Bublanski sopesó la propuesta. Luego negó con la cabeza. Por el rabillo del ojo vio que tanto Sonja Modig como Curt Svensson asentían pensativos.
—Holmberg… Agradezco tu oferta, pero creo que, de momento, esa idea tiene que esperar. Volvamos al caso. Sonja…
—Según Blomkvist, Zalachenko llegó aquí en 1976. Y esa información, en mi opinión, solamente ha podido sacarla de una sola persona.
—Gunnar Björck —precisó Curt Svensson.
—¿Qué nos ha contado Björck? —preguntó Jerker Holmberg.
—No mucho. Se acoge al secreto profesional y dice que no puede tratar nada con nosotros sin el permiso de sus superiores.
—¿Y quiénes son sus superiores?
—Se niega a revelarlo.
—¿Y qué va a pasar con él?
—Yo lo detuve por violar la ley de comercio sexual; Dag Svensson nos proporcionó una magnífica documentación. Ekström se indignó bastante, pero como yo ya había puesto una denuncia formal, no puede archivar el caso así como así sin correr el riesgo de meterse en líos —dijo Curt Svensson.
—Bueno, ¿y qué le puede caer por violar la ley de comercio sexual? ¿Una multa?
—Probablemente. Pero ya lo tenemos introducido en el sistema y podemos volver a convocarlo para un interrogatorio.
—Sí, pero os recuerdo que nos estamos metiendo en el territorio de la Säpo. Eso podría crear una cierta agitación.
—Lo que pasa es que nada de lo que en estos momentos está sucediendo podría haber pasado si la Säpo no hubiera estado implicada de una u otra manera. Es posible que Zalachenko fuera realmente un espía ruso que desertó y al que le dieron asilo político. También es posible que trabajara para la Säpo como agente o como fuente, no sé muy bien cómo llamarlo, y que existiese una buena razón para darle una falsa identidad y un anonimato. Pero hay tres problemas. Primero, la investigación que se hizo en 1991 y que condujo al encierro de Lisbeth Salander es ilegal. Segundo, la actividad de Zalachenko desde entonces no tiene absolutamente nada que ver con la seguridad del Estado. Zalachenko es un gánster normal y corriente que seguro que ha participado en varios asesinatos y en unos cuantos delitos. Y tercero, no hay ninguna duda sobre el hecho de que se disparara y enterrara a Lisbeth Salander en los dominios de su granja de Gosseberga.
—Por cierto, me gustaría mucho leer el famoso informe de la investigación —dijo Jerker Holmberg.
A Bublanski le cambió la cara.
—Ekström se lo llevó el viernes, y cuando le pedí que me lo devolviera me dijo que iba a hacer una copia, algo que, sin embargo, no hizo. En su lugar me llamó y me comentó que había hablado con el fiscal general y que existía un problema: según el fiscal general, el sello de confidencial implica que el informe no pueda ser copiado ni difundido. El fiscal ha reclamado todas las copias hasta que el asunto se haya investigado a fondo. Sonja le ha tenido que mandar la suya por mensajero.
—¿Así que ya no tenemos el informe?
—No.
—¡Joder! —exclamó Holmberg—. Esto no me gusta nada.
—No —intervino Bublanski—. Pero sobre todo quiere decir que alguien está actuando en nuestra contra y que, además, lo está haciendo de forma muy rápida y eficaz; fue el informe lo que por fin nos puso en el buen camino.
—Lo que tenemos que hacer entonces es averiguar quién está actuando en nuestra contra —concluyó Holmberg.
—Un momento —dijo Sonja Modig—. No olvidemos a Peter Teleborian; él contribuyó a nuestra investigación con el perfil que trazó de Lisbeth Salander.
—Es verdad —asintió Bublanski con una voz más apagada—. ¿Y qué fue lo que dijo? No me acuerdo muy bien…
—Se mostró muy preocupado por la seguridad de Lisbeth Salander y dijo que quería lo mejor para ella. Pero al final de su discurso señaló que era peligrosísima y potencialmente capaz de oponer resistencia. Hemos basado gran parte de nuestros razonamientos en lo que él nos explicó aquel día.
—Además encendió a Hans Faste —apostilló Holmberg—. Por cierto, ¿sabemos algo de él?
—Se ha cogido unos días libres —contestó Bublanski—. La cuestión ahora es cómo seguir adelante.
Dedicaron dos horas más a debatir las diferentes posibilidades. La única decisión práctica que se tomó fue que Sonja Modig regresara a Gotemburgo al día siguiente para ver si Salander tenía algo que decir. Cuando finalmente concluyeron la reunión, Sonja Modig acompañó a Curt Svensson al garaje.
—He estado pensando que… —empezó a decir Curt Svensson para, acto seguido, callarse.
—¿Sí? —preguntó Modig.
—… que cuando estuvimos hablando con Teleborian tú eras la única del grupo que le hizo preguntas y que le puso peros.
—Sí, ¿y?
—Nada que… Bueno, buen instinto —le contestó.
Curt Svensson no era precisamente conocido por ir repartiendo elogios a diestro y siniestro. Esta era, sin ninguna duda, la primera vez que le decía algo positivo o alentador a Sonja Modig. La dejó perpleja junto al coche.