Capítulo 3.

Viernes, 8 de abril - Sábado, 9 de abril

Alexander Zalachenko llevaba ocho horas despierto cuando Sonja Modig y Marcus Erlander lo visitaron alrededor de las siete de la tarde. Había sido una operación bastante importante, en la cual una parte considerable del hueso de la mejilla se había ajustado y fijado con tornillos de titanio. Tenía la cabeza tan vendada que sólo se le veía el ojo izquierdo. Un médico les explicó que el hachazo no sólo le había destrozado el malar y dañado el hueso frontal, sino que también le había arrancado un buen trozo de carne del lado derecho de la cara y desplazado la cuenca ocular. Las lesiones le causaron un enorme dolor. Tuvieron que suministrarle grandes dosis de analgésicos, pero, aun así, Zalachenko estaba relativamente lúcido y podía hablar. No obstante, la policía no debía cansarle.

—Buenas tardes, señor Zalachenko —saludó Sonja Modig para, acto seguido, identificarse y presentar a su colega Erlander.

—Me llamo Karl Axel Bodin —consiguió decir Zalachenko entre dientes y con no poco esfuerzo. Su voz parecía tranquila.

—Sé perfectamente quién es usted. He leído el expediente de la Säpo.

Algo que no era del todo cierto, ya que la Säpo seguía sin entregar ni un solo papel sobre Zalachenko.

—De eso hace ya mucho tiempo —respondió Zalachenko—. Ahora soy Karl Axel Bodin.

—¿Cómo se encuentra? —continuó Modig—. ¿Está en condiciones de mantener una conversación?

—Quiero denunciar un delito. He sido víctima de un intento de asesinato por parte de mi propia hija.

—Ya lo sabemos. Ese tema se investigará en su debido momento —precisó Erlander—, pero ahora tenemos cosas más importantes de las que hablar.

—¿Qué puede ser más importante que un intento de asesinato?

—Queremos tomarle declaración con respecto a tres asesinatos cometidos en Estocolmo, al menos otros tres en Nykvarn, y también acerca de un secuestro.

—No sé nada de eso. ¿Quién ha sido asesinado?

—Señor Bodin, tenemos argumentos muy sólidos para sospechar que su socio, Ronald Niedermann, de treinta y siete años de edad, es culpable de todos esos actos —dijo Erlander—. Y además, anoche asesinó a un agente de policía de Trolhättan.

A Sonja Modig le sorprendió un poco que Erlander complaciera a Zalachenko utilizando el apellido Bodin para dirigirse a él. Zalachenko volvió ligeramente la cabeza, de modo que pudo ver a Erlander. Su voz se suavizó:

—Lo… lo siento. No sé nada de Niedermann. Yo no he matado a ningún policía. Anoche yo mismo fui víctima de un intento de asesinato.

—De momento estamos buscando a Ronald Niedermann. ¿Tiene alguna idea de dónde podría esconderse?

—No sé en qué círculos se mueve. Yo…

Zalachenko dudó unos segundos. Su voz adquirió un tono más confidencial.

—Debo reconocer… entre nosotros… que en más de una ocasión he estado preocupado por Niedermann.

Erlander se inclinó un poco hacia delante.

—¿Qué quiere decir?

—Me he dado cuenta de que puede ser una persona violenta. De hecho me da miedo.

—¿Quiere decir que se ha sentido amenazado por Niedermann? —preguntó Erlander.

—Eso es. Soy un hombre mayor. No puedo defenderme.

—¿Podría explicarme cómo es su relación con Niedermann?

—Soy un minusválido —comentó Zalachenko, señalando su pie—. Esta es la segunda vez que mi hija intenta matarme. Contraté a Niedermann como ayudante hace ya muchos años. Creí que me podría defender… pero en realidad se ha apoderado de mi vida. Va y viene como le da la gana; a mí no me hace caso.

—¿Y cómo le ayuda? —intervino Sonja Modig—. ¿Haciendo las cosas que usted no puede hacer?

Con el único ojo que le quedaba visible, Zalachenko le lanzó una prolongada mirada a Sonja Modig.

—Tengo entendido que hace diez años Lisbeth Salander le arrojó una bomba incendiaria en el coche —dijo Sonja Modig—. ¿Podría explicar qué la impulsó a hacer eso?

—Eso se lo tendrá que preguntar a mi hija. Está mal de la cabeza.

Su voz volvió a adquirir un tono hostil.

—¿Quiere decir que no se le ocurre ninguna razón por la que Lisbeth Salander le atacara en 1991?

—Mi hija es una enferma mental. Hay documentos que lo demuestran.

Sonja Modig ladeó la cabeza. Se dio cuenta de que cuando ella hacía las preguntas Zalachenko contestaba de un modo considerablemente más agresivo y adverso. Se percató de que Erlander también lo había notado. De acuerdo… Good cop, bad cop. Sonja Modig alzó la voz.

—¿No cree que su comportamiento podría tener algo que ver con el hecho de que usted sometiera a su madre a un maltrato tan brutal que le llegó a ocasionar daños cerebrales irreparables?

Zalachenko contempló sin inmutarse a Sonja Modig.

—Eso son chorradas. Su madre era una puta. Lo más seguro es que fuera uno de sus clientes quien la golpeó. Yo sólo pasaba por allí por casualidad.

Sonja Modig arqueó las cejas.

—¿Así que es usted completamente inocente?

—Por supuesto.

—Señor Zalachenko… A ver si lo he entendido bien: ¿me está diciendo que niega haber maltratado a su pareja de entonces, Agneta Sofía Salander, la madre de Lisbeth Salander, a pesar de que eso fuera objeto de un extenso informe, resultado de una investigación clasificada que realizó Gunnar Björck, su mentor en la Säpo por aquel entonces?

—A mí nunca me han condenado por nada. Ni siquiera me han procesado. Yo no puedo responder de lo que un loco de la Säpo se haya inventado en sus informes. Si yo fuera sospechoso, al menos deberían haberme interrogado.

Sonja Modig se quedó sin palabras. La verdad era que Zalachenko parecía sonreír bajo el vendaje.

—Así que quiero poner una denuncia contra mi hija. Ha intentado matarme.

Sonja Modig suspiró.

—Ahora empiezo a entender por qué Lisbeth Salander sintió la necesidad de estamparle un hacha en toda la cabeza.

Erlander aclaró la voz.

—Perdone, señor Bodin… quizá debamos volver a lo que sabe usted sobre las actividades de Ronald Niedermann.

Una vez fuera de la habitación de Zalachenko, Sonja Modig llamó por teléfono al inspector Jan Bublanski desde el pasillo.

—Nada —dijo.

—¿Nada? —repitió inquisidor Bublanski.

—Ha denunciado a su hija por graves malos tratos e intento de asesinato. Afirma no tener nada que ver con los crímenes de Estocolmo.

—¿Y cómo explica que Lisbeth Salander haya sido enterrada en su granja de Gosseberga?

—Dice que estaba resfriado y que se pasó la mayor parte del día durmiendo. Y que si alguien ha disparado contra Salander en Gosseberga, debe de haber sido obra de Ronald Niedermann.

—Vale. ¿Qué tenemos?

—Le dispararon con una Browning del calibre 22. Gracias a eso está viva. Hemos encontrado el arma. Zalachenko reconoce que es suya.

—De acuerdo. O sea, que es consciente de que vamos a encontrar sus huellas en la pistola.

—Exacto. Pero dice que la última vez que la vio estaba en el cajón de su escritorio.

—De modo que es muy posible que el bueno de Ronald Niedermann la cogiera mientras Zalachenko estaba durmiendo y que luego le disparara a Salander. ¿Podemos demostrar que no fue así?

Sonja Modig reflexionó unos segundos antes de contestar.

—Conoce muy bien la legislación sueca y los métodos de la policía. No confiesa absolutamente nada y usa a Niedermann como cabeza de turco. La verdad es que no sé lo que podemos probar. Le he pedido a Erlander que mande su ropa al laboratorio para que investiguen si hay rastros de pólvora, aunque lo más probable es que diga que estuvo practicando el tiro hace un par de días.

Lisbeth Salander percibió un aroma de almendras y etanol. Era como si tuviera alcohol en la boca; intentó tragar y sintió que su lengua estaba dormida y paralizada. Quiso abrir los ojos pero no pudo. A lo lejos, oyó una voz que parecía dirigirse a ella, aunque no fue capaz de discernir las palabras. Algo después, la percibió clara y nítidamente:

—Creo que se está despertando.

Notó que alguien le tocaba la frente e intentó apartar la intrusa mano con un movimiento de brazo. En ese mismo instante, experimentó un intenso dolor en el hombro izquierdo. Se relajó.

—¿Me oyes?

Lárgate.

—¿Puedes abrir los ojos?

¿Quién es este idiota de mierda que me da la lata?

Finalmente abrió los ojos. Al principio sólo vio extraños puntos de luz que acabaron por materializarse en una figura en medio de su campo de visión. Intentó enfocar la mirada pero la figura no hacía más que apartarse. Era como si hubiese cogido una cogorza de tres pares de narices y como si la cama no parara de inclinarse hacia atrás.

—Strstlln —pronunció.

—¿Qué has dicho?

—Diota —dijo.

—Eso suena mejor. ¿Puedes volver a abrir los ojos?

Lo que abrió fueron dos finas ranuras. Vio una cara extraña y memorizó cada detalle. Un hombre rubio con unos ojos intensamente azules y un anguloso y torcido rostro.

—Hola. Me llamo Anders Jonasson. Soy médico. Estás en el hospital. Te han herido y te estás despertando de una operación. ¿Sabes cómo te llamas?

—Pschalandr —dijo Lisbeth Salander.

—De acuerdo. ¿Me puedes hacer un favor? ¿Podrías contar hasta diez?

—Uno, dos, cuatro… no… tres, cuatro, cinco, seis…

Luego volvió a dormirse.

Sin embargo, el doctor Anders Jonasson se quedó contento con la respuesta obtenida. Ella había dicho su nombre y empezado a contar. Eso indicaba que seguía teniendo relativamente intactas sus facultades intelectuales y que no se iba a despertar convertida en un vegetal. Apuntó la hora en la que despertó: 21.06, más de dieciséis horas después de la operación. Él había dormido gran parte del día y volvió a Sahlgrenska sobre las siete de la tarde. En realidad era su día libre, pero tenía papeleo atrasado.

Y no había podido resistir la tentación de pasar por la UVI y echarle un vistazo a la paciente en cuyo cerebro había hurgado esa misma madrugada.

—Dejadla dormir un poco más, pero controlad bien su electro. Temo que puedan aparecer inflamaciones o hemorragias en el cerebro. Pareció tener un dolor agudo en el hombro cuando intentó mover el brazo. Si se despierta, suministradle dos miligramos de morfina cada hora.

Una extraña euforia lo invadió cuando salió por la puerta principal del hospital de Sahlgrenska.

Faltaba poco para las dos de la mañana cuando Lisbeth Salander volvió a despertarse. Abrió lentamente los ojos y vio un haz de luz proveniente del techo. Unos minutos después, volvió la cabeza y se percató de que llevaba un collarín. Tenía un impreciso pero fastidioso dolor de cabeza y, al intentar mover el cuerpo, experimentó un intenso dolor en el hombro. Cerró los ojos.

Hospital, pensó. ¿Qué hago aquí?

Se sentía extremadamente agotada.

Al principio le costó concentrarse. Luego una serie de imágenes sueltas volvió a acudir a su memoria.

Durante unos cuantos segundos fue presa del pánico, cuando afluyó a su mente un torrente de fragmentos de recuerdos en los que se vio escarbando para salir de la tumba. Luego apretó con fuerza los dientes y se concentró en la respiración.

Constató que estaba viva. No sabía muy bien si eso era bueno o malo.

Lisbeth Salander no se acordaba con exactitud de lo sucedido, pero en su memoria guardaba un difuso mosaico de imágenes del leñero y de cómo, llena de rabia, levantó un hacha en el aire y se la hundió a su padre en toda la cara. Zalachenko. Ignoraba si estaba vivo o muerto.

No conseguía recordar qué había ocurrido con Niedermann. Tenía la vaga sensación de haberse sorprendido al verlo salir corriendo como si temiera por su vida, pero no entendía por qué.

De pronto, recordó que había visto a Kalle Blomkvist de los Cojones. No estaba segura de si había soñado todo eso o no, pero se acordaba de una cocina —sería la de Gosseberga— y de que le había parecido que fue él quien se acercó a ella. Habrá sido una alucinación.

Los acontecimientos de Gosseberga se le antojaron ya muy lejanos o, tal vez, un absurdo sueño. Se concentró en el presente.

Estaba herida. No hacía falta que nadie se lo contara. Levantó la mano derecha y se palpó la cabeza. Estaba llena de vendas. Y de repente recordó. Niedermann. Zalachenko. El puto viejo también llevaba un arma. Una Browning del calibre 22, que, comparada con todas las demás pistolas, había que considerar bastante inofensiva. Por eso estaba viva.

Me disparó en la cabeza. Pude meter el dedo en el agujero de entrada y tocar mi cerebro.

La sorprendía estar viva. Constató que se sentía extrañamente despreocupada y que, en realidad, le daba igual. Si la muerte era ese negro vacío del que acababa de despertarse, entonces no había nada de lo que preocuparse. Nunca notaría la diferencia.

Con esa esotérica reflexión cerró los ojos para volver a dormirse.

Sólo llevaba un par de minutos adormilada cuando percibió unos movimientos y entreabrió ligeramente los párpados. Vio cómo una enfermera de uniforme blanco se inclinaba sobre ella. Cerró los ojos y se hizo la dormida.

—Me parece que estás despierta —dijo la enfermera.

—Mmm —murmuró Lisbeth Salander.

—Hola, me llamo Marianne. ¿Entiendes lo que te digo?

Lisbeth intentó asentir, pero se dio cuenta de que su cabeza estaba inmovilizada por el collarín.

—No, no intentes moverte. No tengas miedo. Te han herido y te han operado.

—¿Me puedes dar agua?

Marianne se la dio con ayuda de una pajita. Mientras bebía, Lisbeth Salander se percató de que una persona más había aparecido a su izquierda.

—Hola, Lisbeth. ¿Me oyes?

—Mmm —contestó Lisbeth.

—Soy la doctora Helena Endrin. ¿Sabes dónde estás?

—Hospital.

—Estás en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo. Te han operado y estás en la UVI.

—Mmm.

—No tengas miedo.

—Me han disparado en la cabeza.

La doctora Endrin dudó un instante.

—Correcto. ¿Recuerdas lo que ocurrió?

—El puto viejo tenía una pistola.

—Eh… sí, eso es.

—Calibre 22.

—¿Ah, sí? No lo sabía.

—¿Estoy muy mal?

—Tu pronóstico es bueno. Has estado bastante mal, pero creemos que tienes muchas posibilidades de recuperarte del todo.

Lisbeth ponderó la información. Luego fijó a la doctora Endrin con la mirada: la veía borrosa.

—¿Qué ha pasado con Zalachenko?

—¿Con quién?

—Con ese puto viejo. ¿Está vivo?

—¿Te refieres a Karl Axel Bodin?

—No. Me refiero a Alexander Zalachenko. Ese es su verdadero nombre.

—Eso ya no lo sé. Pero el hombre mayor que entró al mismo tiempo que tú está malherido, aunque fuera de peligro.

El corazón de Lisbeth se hundió ligeramente. Sopesó las palabras del médico.

—¿Dónde está?

—En la habitación de al lado. Pero no te preocupes por él; preocúpate sólo de curarte tú.

Lisbeth cerró los ojos. Por un instante, pensó si tendría fuerzas para levantarse de la cama, buscar algo que le sirviera de arma y terminar lo que había empezado. Luego descartó esa idea. Apenas le quedaba energía para mantener abiertos los párpados. En otras palabras: había fracasado en su resolución de matar a Zalachenko. Se me va a escapar de nuevo.

—Quiero examinarte un momento. Después te dejaré dormir —dijo la doctora Endrin.

Mikael Blomkvist se despertó de golpe y sin ningún motivo aparente. No sabía dónde se encontraba. Tardó unos segundos en recordar que se había alojado en el City Hotel. La habitación se hallaba completamente a oscuras. Encendió la lámpara de la mesita de noche y miró el reloj: las dos y media de la madrugada. Había dormido quince horas sin interrupción.

Se levantó y fue al baño a orinar. Luego reflexionó durante un breve instante. Sabía que no podría volver a conciliar el sueño, de modo que se metió bajo la ducha. A continuación se vistió con unos vaqueros y un jersey color burdeos al que no le habría venido mal un lavado. Tenía un hambre de mil demonios, así que llamó a la recepción y preguntó si podía tomar un café y un sándwich a esas horas. No había ningún problema.

Se puso unos mocasines y una americana y bajó a la recepción a por el café y un sándwich, envuelto en plástico, de pan de centeno con queso y paté, que se subió a la habitación. Mientras comía, encendió su iBook y conectó la banda ancha. Entró en la página web del Aftonbladet. Como cabía esperar, la detención de Lisbeth Salander era la principal noticia. La información seguía siendo confusa pero, al menos, iba por el buen camino: se buscaba a Ronald Niedermann, de treinta y siete años, por el asesinato del agente. Y la policía también quería interrogarlo acerca de los asesinatos de Estocolmo. La policía aún no había revelado nada sobre el estado de Lisbeth Salander, y a Zalachenko ni lo nombraban. Sólo se hablaba del propietario de una finca de Gosseberga, y resultaba obvio que los medios de comunicación todavía lo consideraban una posible víctima.

Cuando Mikael terminó de leer, abrió el móvil y advirtió que tenía veinte mensajes. Tres de ellos le pedían que llamara a Erika Berger. Dos eran de Annika Giannini. Catorce provenían de otros tantos periodistas de distintos periódicos. Uno era de Christer Malm, que le había enviado un SMS muy directo: «Mejor que cojas el primer tren para casa».

Mikael frunció el ceño. Para ser de Christer Malm le resultó un mensaje raro. Lo había mandado a las siete de la tarde del día anterior. Reprimió el impulso de llamar y despertarlo a las tres de la mañana. En su lugar, consultó en la red el horario de trenes de SJ y vio que el primero para Estocolmo salía a las cinco y veinte.

Abrió un nuevo documento de Word. Después encendió un cigarrillo y se quedó quieto durante tres minutos mirando fijamente la pantalla vacía. Acto seguido, alzó los dedos y se puso a escribir:

Su nombre es Lisbeth Salander y Suecia la ha conocido por las ruedas de prensa de la policía y los titulares de los periódicos vespertinos. Tiene veintisiete años de edad y mide un metro y medio. La han descrito como psicópata, asesina y lesbiana satánica. Apenas ha habido límites para las fantasías que se han vendido sobre su persona. En este número, Millennium cuenta la historia de cómo unos funcionarios del Estado conspiraron contra Lisbeth Salander para proteger a un asesino patológicamente enfermo.

Escribió de modo pausado y realizó pocos cambios en el primer borrador. Trabajó concentrado durante cincuenta minutos y durante ese tiempo rellenó más de dos hojas DIN A4 que, más que otra cosa, eran un resumen de la noche en la que encontró a Dag Svensson y Mia Bergman y de por qué la policía se centró en Lisbeth Salander como presunta asesina. Citó los titulares de los periódicos vespertinos sobre la banda satánica de lesbianas y las esperanzas de que los asesinatos contuvieran suculentos y morbosos ingredientes de sexo BDSM[1].

Por último, consultó su reloj y cerró rápidamente el iBook Recogió sus cosas y bajó a la recepción. Pagó con una tarjeta de crédito y cogió un taxi hasta la estación de Gotemburgo.

Mikael Blomkvist fue inmediatamente al vagón restaurante y pidió café y un sándwich. Luego volvió a abrir su iBook y leyó el texto que había escrito. Se encontraba tan sumido en la forma de presentar la historia de Zalachenko que no se percató de la presencia de la inspectora Sonja Modig hasta que ella carraspeó y le preguntó si podía hacerle compañía. Mikael levantó la vista y cerró el portátil.

—¿De vuelta a casa? —preguntó Modig.

Mikael dijo que sí con un movimiento de cabeza.

—Por lo que veo, tú también.

Ella asintió.

—Mi colega se queda un día más.

—¿Sabes algo del estado de Lisbeth Salander? No he hecho más que dormir desde que nos separamos.

—Hasta anoche no se despertó. Pero los médicos piensan que va a sobrevivir y que se recuperará. Ha tenido una suerte increíble.

Mikael asintió. De repente se dio cuenta de que no había estado preocupado por ella; había dado por descontado que iba a sobrevivir. Cualquier otra cosa resultaba impensable.

—¿Ha ocurrido algo más de interés? —preguntó.

Sonja Modig lo contempló dubitativa. Se preguntó hasta qué punto podría confiar en el reportero, que, de hecho, conocía más detalles de la historia que ella. Por otra parte, había sido ella la que se había sentado en la mesa de Mikael, y a esas alturas seguro que más de un centenar de reporteros ya habrían deducido lo que estaba sucediendo en la jefatura de policía.

—No quiero que me cites —dijo Sonja.

—Sólo pregunto por interés personal.

Ella asintió y le contó que la policía estaba realizando una intensa búsqueda de Ronald Niedermann a nivel nacional, en especial por la zona de Malmö.

—¿Y Zalachenko? ¿Le habéis tomado declaración?

—Sí.

—¿Y?

—No te lo puedo contar.

—Venga, Sonja. Voy a saber de qué estuvisteis hablando exactamente apenas una hora después de llegar a la redacción. No publicaré ni una sola palabra de lo que me cuentes.

Ella dudó un largo rato antes de que sus miradas se cruzaran.

—Ha puesto una denuncia contra Lisbeth Salander por haber intentado matarlo. Es posible que la detengan por graves malos tratos o por intento de homicidio.

—Y es muy probable que ella alegue legítima defensa.

—Eso espero —respondió Sonja Modig.

Mikael le echó una incisiva mirada.

—Ese comentario no me ha sonado muy policial —dijo, adoptando una actitud expectante.

—Bodin… Zalachenko es escurridizo como una anguila y siempre tiene una respuesta preparada. Estoy completamente convencida de que lo que ocurrió es más o menos lo que tú nos contaste ayer. Eso significa que, desde que tenía doce años, Salander ha sido víctima de una constante violación de sus derechos.

Mikael asintió.

—Ésa es la historia que voy a publicar —dijo.

—Una versión que no resultará muy popular entre cierta gente.

Ella volvió a dudar un instante. Mikael aguardaba.

—Hace media hora que he hablado con Bublanski. No me ha dicho gran cosa, pero parece ser que la instrucción del sumario contra Salander por los asesinatos de tus amigos se ha archivado. Ahora se están centrando en Niedermann.

—Lo cual quiere decir que…

Mikael dejó que la inconclusa frase quedara suspendida en el aire, flotando entre los dos. Sonja Modig se encogió de hombros.

—¿Quién se encargará de la investigación de Salander?

—No lo sé. Supongo que la historia de Gosseberga le corresponde en primer lugar a Gotemburgo. Pero seguro que le encargan a alguien de Estocolmo que instruya el caso para procesarla.

—Entiendo. ¿Qué te juegas a que se la dan a la Säpo?

Ella negó con la cabeza.

Poco antes de Alingsås, Mikael se inclinó hacia ella.

—Sonja… creo que ya sabes cómo acabará todo esto. Si la historia de Zalachenko sale a la luz, estallará un escándalo de enormes dimensiones. Activistas de la Säpo han colaborado con un psiquiatra para encerrar a Salander en el manicomio. Lo único que pueden hacer es aferrarse a la afirmación de que Lisbeth Salander está loca de verdad y que su ingreso forzoso en 1991 estuvo justificado.

Sonja Modig hizo un gesto afirmativo.

—Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para impedir que se salgan con la suya. Yo digo que Lisbeth Salander está tan cuerda como tú o como yo. Rara, eso sí, pero sus facultades mentales resultan incuestionables.

Sonja Modig volvió a asentir. Mikael hizo una pausa y la dejó asimilar lo que le acababa de comentar.

—Me haría falta alguien de dentro en quien poder confiar —dijo.

Sus miradas se cruzaron.

—Yo no tengo competencia para decidir si Lisbeth Salander está psíquicamente enferma o no —contestó ella.

—No, pero sí la tienes para evaluar si se han cometido contra ella abusos judiciales o no.

—¿Y qué me propones?

—No pretendo que delates a tus colegas, pero si descubres que Lisbeth va a ser nuevamente objeto de una vulneración de sus derechos, quiero que me lo comuniques.

Sonja Modig permaneció callada.

—No quiero que me largues detalles que tengan que ver con aspectos técnicos de la investigación ni nada por el estilo. Actúa según tu propio criterio. Pero necesito saber lo que va a pasar con el proceso judicial de Lisbeth Salander.

—No se me ocurre mejor idea para que me echen del cuerpo.

—Serás una fuente. Jamás revelaré tu nombre ni te meteré en un aprieto.

Sacó un cuaderno y escribió una dirección de correo.

—Ésta es una dirección de Hotmail anónima. Si quieres contarme algo, utilízala. No uses tu correo particular, ni el oficial. Te recomiendo que crees una cuenta temporal de Hotmail.

Ella cogió el papel y se lo metió en el bolsillo interior de su americana. No le prometió nada.

Una llamada de teléfono despertó al inspector Marcus Erlander a las siete de la mañana del sábado. Oyó unas voces en la tele y percibió un aroma a café recién hecho procedente de la cocina, donde su mujer acababa de ponerse con las tareas matutinas. Erlander había regresado a su piso de Mölndal a la una de la madrugada, así que llevaba durmiendo poco más de cinco horas, después de haber trabajado durante casi veintidós. En consecuencia, no se sentía en absoluto descansado cuando alargó la mano para coger el teléfono.

—Mártensson, del grupo de búsquedas, turno de noche. ¿Estás ya despierto?

—No —contestó Erlander—. Lo que estoy es dormido. ¿Qué pasa?

—Hay novedades. Han encontrado a Anita Kaspersson.

—¿Dónde?

—Justo en las afueras de Seglora, al sur de Borås.

Erlander visualizó el mapa en su cabeza.

—Se dirige hacia el sur —dijo—. Por las carreteras comarcales. Debe de haber cogido la 180 por Borås y girado hacia el sur. ¿Hemos avisado a Malmö?

—Y a Helsingborg, Landskrona y Trelleborg. Incluso a Karlskrona. Y tampoco podemos olvidarnos de los ferris que van al este.

Erlander se levantó y se frotó el cuello.

—Nos lleva casi veinticuatro horas de ventaja. Puede que ya haya salido del país. ¿Cómo dieron con Kaspersson?

—Empezó a llamar a golpes a la puerta de un chalet de la entrada de Seglora.

—¿Qué?

—Que empezó a llamar a golpes a…

—Sí, ya te he oído. ¿Quieres decir que vive?

—Perdona. Estoy cansado y no me expreso con mucha claridad. Anita Kaspersson entró en Seglora dando tumbos a las 3.10 de la madrugada, empezó a darle patadas a la puerta de un chalet y asustó a una familia con niños que se hallaba durmiendo. Iba descalza, estaba completamente congelada y llevaba las manos atadas a la espalda. Ahora mismo se encuentra ingresada en el hospital de Borås. Su marido está allí con ella.

—¡Joder! Todos habíamos dado por descontado que no la encontrarían con vida.

—A veces la vida te da sorpresas.

—Muy gratas.

—Bueno, ahora vienen las malas noticias. La jefa adjunta de la policía, Spångberg, lleva aquí desde las cinco de la mañana. Ha ordenado que te despiertes inmediatamente y que vayas a Borås para interrogar a Kaspersson.

Como era sábado por la mañana, Mikael supuso que la redacción de Millennium se encontraría vacía. Llamó a Christer Malm cuando el X2000 pasó el puente de Årsta para preguntarle a qué se debía su SMS.

—¿Has desayunado? —quiso saber Christer Malm.

—Uno de esos desayunos de tren.

—Vale. Pásate por casa y te prepararé algo más consistente.

—¿De qué se trata?

—Te lo contaré cuando vengas.

Mikael cogió el metro hasta Medborgarplatsen y caminó hasta Allhelgonagatan. Fue el novio de Christer, Arnold Magnusson, quien le abrió la puerta. Por mucho que lo intentara, Mikael no podía librarse de la sensación de que se encontraba frente a un cartel publicitario: Arnold Magnusson había estado en el Real Teatro Dramático y era uno de los actores más solicitados de Suecia. Siempre le resultaba raro verlo en carne y hueso. Mikael no solía dejarse impresionar por gente famosa, pero Arnold Magnusson tenía un aspecto tan característico y estaba tan vinculado a ciertos papeles del cine y de la televisión —en particular el del colérico pero justo comisario Gunnar Frisk de una serie televisiva muy popular— que Mikael siempre esperaba que Arnold se comportara como el poli de la tele.

—Hola, Micke —saludó Arnold.

—Hola —respondió Mikael.

—En la cocina —dijo Arnold, dejándolo entrar.

Christer Malm sirvió café y gofres recién hechos con confitura de moras boreales.

Se le hizo la boca agua incluso antes de que le diera tiempo a sentarse y se abalanzó sobre el plato. Christer Malm le preguntó por lo acontecido en Gosseberga. Mikael resumió los detalles. Hasta que no se comió el tercer gofre no se le ocurrió preguntar qué sucedía.

—Ha surgido un pequeño problema en Millennium mientras tú estabas en Gotemburgo —dijo Christer.

Mikael arqueó las cejas.

—¿Qué pasa?

—Nada serio. Erika Berger ha sido nombrada redactora jefa del Svenska Morgon-Posten. Ayer fue su último día en Millennium.

Mikael se quedó paralizado, con un gofre a medio camino entre el plato y la boca. Tardó varios segundos en comprender y asimilar por completo la importancia del mensaje.

—¿Y por qué no nos lo ha dicho? —preguntó finalmente.

—Porque primero te lo quería contar a ti, pero como hace unas cuantas semanas que andas corriendo de un lado para otro no ha visto el momento. Sin duda habrá pensado que ya tenías bastante con la historia de Salander. Y como quería comunicártelo a ti en primer lugar, no nos ha dicho nada a los demás y los días han ido pasando… En fin… De buenas a primeras se ha visto metida en una situación que le ha provocado un cargo de conciencia de la hostia y se ha sentido fatal. Y nosotros sin enterarnos…

Mikael cerró los ojos.

—¡Mierda! —dijo.

—Ya… El caso es que tú has sido el último en saberlo. Yo quería ponerte al corriente para que entendieras lo que ha pasado y no pensaras que hemos actuado a tus espaldas.

—No, tranquilo; ¿cómo voy a pensar eso? ¡Dios mío! Me alegro un montón por ella si quiere trabajar para el SMP… pero ¿qué coño vamos a hacer ahora en la redacción?

—A partir del próximo número, Malin será la redactora jefe en funciones.

—¿Malin?

—A no ser que quieras tú el puesto…

—¡Joder, no! En absoluto.

—Ya me lo imaginaba. De modo que Malin será la redactora jefe.

—¿Y quién ocupará su lugar?

—Henry Cortez será el nuevo secretario de redacción. Lleva cuatro años con nosotros y ya no es precisamente un becario inexperto.

Mikael meditó las propuestas.

—¿Tengo algo que decir al respecto? —preguntó.

—No —contestó Christer Malm.

Mikael soltó una seca carcajada.

—Vale. Que sea como vosotros habéis decidido. Malin es dura, aunque insegura. Henry es demasiado impulsivo. Habrá que vigilarlos.

—Eso es, los vigilaremos.

Mikael se quedó en silencio. Pensó en lo tremendamente vacía que se quedaría la redacción sin Erika y en lo que pasaría con la revista en el futuro.

—Tengo que llamar a Erika y…

—No, no la llames.

—¿Por qué?

—Porque esta noche la pasa en la redacción. Mejor vas y la despiertas.

Mikael encontró a una Erika Berger profundamente dormida en el sofá cama de su despacho. Había pasado la noche vaciando las estanterías y recogiendo de su mesa sus pertenencias y los papeles que quería guardar. Llenó cinco cajas. Antes de entrar, Mikael la contempló un largo rato desde la puerta. Se sentó en el borde de la cama y la despertó.

—Ya que has decidido quedarte por aquí, ¿por qué diablos no te vas a dormir a mi casa? —le preguntó.

—Hola, Mikael —dijo ella.

—Christer me lo ha contado.

Ella empezó a decir algo cuando él se inclinó y la besó en la mejilla.

—¿Estás enfadado?

—Mucho —contestó él secamente.

—Perdóname. Es que no podía decir que no. Pero me siento fatal; es como si os dejara con la mierda hasta el cuello en el peor momento.

—No creo que yo sea la persona más adecuada para criticarte por abandonar el barco. Hace dos años yo también me marché de aquí y te dejé sola con toda la mierda, en una situación considerablemente más complicada que la de ahora.

—Son cosas distintas: tú te tomaste un descanso; yo me voy para siempre y te lo he ocultado. Lo siento muchísimo.

Mikael permaneció callado un instante. Luego le mostró una pálida sonrisa.

—Cuando llega la hora, llega la hora. A woman's gotta do what a woman's gotta do and all that crap[2].

Erika sonrió. Eran las mismas palabras que ella le soltó cuando él se fue a Hedeby. Mikael extendió la mano y le alborotó el pelo amistosamente.

—Entiendo que quieras dejar esta casa de locos, pero que quieras ocupar un puesto de jefa en el periódico más soso, carca y machista de toda Suecia me llevará algún tiempo asimilarlo.

—Hay bastantes chicas que trabajan allí.

—Bah. Échale un vistazo a la página de Opinión. De los tiempos de Maricastaña. Hay que ser masoca… ¿Vamos a tomar un café?

Erika se incorporó.

—Me tienes que contar lo que pasó anoche en Gotemburgo.

—Estoy escribiéndolo —dijo Mikael—. Pero se va a armar una auténtica guerra cuando lo publiquemos.

—Cuando lo publiquemos no, cuando lo publiquéis.

—Ya lo sé. Lo sacaremos cuando empiece el juicio. Supongo que no te llevarás la historia al SMP. La verdad es que quiero que escribas algo sobre la historia de Zalachenko antes de que dejes Millennium.

—Micke, yo…

—Tu último editorial. Puedes escribirlo cuando te dé la gana. Pero lo más probable es que no se publique antes del juicio, sea cuando sea…

—No sé si es una buena idea. ¿De qué debe tratar?

—De la moral —contestó Mikael Blomkvist—. Y del hecho de que uno de nuestros colaboradores haya sido asesinado porque hace quince años el Estado no hizo su trabajo.

No necesitaba más explicaciones; Erika Berger sabía exactamente qué tipo de editorial quería Mikael. Lo meditó un momento. Lo cierto era que ella estaba de redactora jefe cuando asesinaron a Dag Svensson. De repente, se sintió mucho mejor.

—De acuerdo —asintió—. Mi último editorial.