Capítulo 29.

Sábado, 16 de julio - Viernes, 7 de octubre

Encontró su Palm Tungsten T3 sobre la cómoda de la entrada. Allí estaban las llaves del coche y la bandolera que perdió cuando Magge Lundin la atacó frente a su mismo portal. Allí había también algunas cartas abiertas y otras sin abrir que alguien había traído del apartado postal de Hornsgatan. Mikael Blomkvist.

Dio una detenida vuelta por la parte amueblada de su piso. Por todas partes encontró rastros de él. Había dormido en su cama y trabajado en su mesa. Había usado su impresora. En la papelera, Lisbeth vio los borradores del texto sobre la Sección y unos cuantos apuntes y hojas emborronadas.

Ha comprado un litro de leche, pan, queso, un tubo de paté de huevas de pescado y diez paquetes de Billys Pan Pizza y lo ha metido todo en la nevera.

En la mesa de la cocina encontró un pequeño sobre blanco que llevaba su nombre. Era una nota de él. El mensaje era breve: su número de teléfono móvil. Nada más.

De repente, Lisbeth Salander comprendió que la pelota estaba en su tejado; él no pensaba contactar con ella: había terminado el reportaje, le había devuelto las llaves y no tenía intención de llamarla. Que lo hiciera ella, si quería algo. Joder, qué tío más cabezota.

Preparó una buena cafetera de café y cuatro sándwiches, se sentó en el vano de la ventana y se puso a mirar hacia Djurgården. Encendió un cigarrillo y se quedó pensativa.

A pesar de que ya había pasado todo, le dio la sensación de que su vida se encontraba —ahora más que nunca— en un callejón sin salida.

Miriam Wu se había ido a Francia. Fue culpa mía, por poco te matan. Había temido el momento en el que tendría que reencontrarse con Miriam Wu, y había decidido que ésa sería su primera parada en cuanto fuera puesta en libertad. Y coge y se larga a Francia.

De repente se sintió en deuda con un montón de personas.

Holger Palmgren. Dragan Armanskij. Debería contactar con ellos y darles las gracias. Paolo Roberto. Y Plague y Trinity. Incluso esos malditos policías, Bublanski y Modig, objetivamente hablando, se habían puesto de su parte. No le gustaba estar en deuda con nadie. Se sentía como la ficha de un juego sobre el que no tenía ningún control.

Kalle Blomkvist de los Cojones. Y puede que hasta esa Erika Berger de los Cojones, con sus hoyuelos, su elegante ropa y su maldito aplomo.

«Se acabó», dijo Annika Giannini cuando salieron de la jefatura de policía. Sí. El juicio había terminado. Para Annika Giannini. Y para Mikael Blomkvist, que había publicado su texto y salido en la tele y al que, sin duda, también le darían algún puto premio.

Pero para Lisbeth Salander no había acabado: tan sólo era el primer día del resto de su vida.

A las cuatro de la mañana dejó de pensar. Tiró su atuendo de punky al suelo del dormitorio, fue al cuarto de baño y se duchó. Se quitó todo el maquillaje que había llevado en el tribunal y se vistió con unos oscuros e informales pantalones de lino, una camiseta de tirantes blanca y una cazadora fina. Hizo una pequeña maleta con algo de ropa para cambiarse, ropa interior, un par de camisetas más, y se puso unos cómodos zapatos.

Cogió su Palm y pidió un taxi para la plaza de Mosebacke. Fue hasta Arlanda, adonde llegó poco antes de las seis. Estudió el panel de salidas y compró un billete para el primer sitio que se le antojó. Utilizó su propio pasaporte y su verdadero nombre. La dejó atónita que ni el personal del mostrador de venta de billetes ni el de facturación parecieran reconocerla ni reaccionaran al ver su nombre.

Pudo conseguir plaza en el vuelo a Málaga, donde aterrizó a mediodía bajo un calor sofocante. Dubitativa, se quedó un momento en la terminal. Al final consultó un mapa y reflexionó sobre lo que iba a hacer en España. Lo decidió pasados un par de minutos. Le daba pereza ponerse a pensar en líneas de autobús u otros medios de transporte. Se compró un par de gafas de sol en una tienda del aeropuerto, se dirigió a la parada de taxis y se sentó en el asiento trasero del primero que vio libre.

—Gibraltar. Pago con tarjeta de crédito.

Fueron por la nueva autopista de la Costa del Sol y tardaron tres horas. El taxi la dejó en el control de pasaportes de la frontera con el territorio inglés. Luego Lisbeth subió andando hasta The Rock Hotel, situado en Europa Road, en la misma cuesta que ascendía hasta el peñón, de cuatrocientos veinticinco metros de alto, donde preguntó si había alguna habitación libre. Les quedaba una doble. Dijo que se quedaría dos semanas y entregó su tarjeta de crédito.

Se duchó, se envolvió en una toalla de baño y se sentó en la terraza, donde se puso a contemplar el estrecho de Gibraltar. Vio unos buques de carga y unos veleros. A lo lejos, tras la neblina, pudo divisar Marruecos. Le resultaba tranquilizador.

Estuvo así un rato. Luego se fue a la cama y se durmió.

Al día siguiente, Lisbeth Salander se despertó a las cinco y media de la mañana. Se levantó, se duchó y tomó un café en el bar de la planta baja. A las siete dejó el hotel, fue a comprar una bolsa de mangos y manzanas, cogió un taxi hasta The Peak y se acercó hasta donde se hallaban los monos. Era tan temprano que casi no había turistas; estaba prácticamente sola con los animales.

Gibraltar le gustaba. Era su tercera visita a esa extraña roca que tenía esa ciudad inglesa de absurda densidad de población a orillas del mar Mediterráneo. Gibraltar era un lugar que no se parecía a ningún otro. La ciudad había permanecido aislada durante décadas: una colonia que, inquebrantable, se resistía a incorporarse a España. Por supuesto, los españoles protestaban contra la ocupación. (Sin embargo, Lisbeth Salander consideraba que los españoles deberían cerrar el pico mientras ocuparan el enclave de Ceuta en territorio marroquí, al otro lado del estrecho.) Gibraltar era un lugar que estaba curiosamente aislado del resto del mundo, una ciudad compuesta por una extraña roca, algo más de dos kilómetros cuadrados de superficie urbana y un aeropuerto que empezaba y terminaba en el mar. La colonia era tan pequeña que hubo que aprovechar cada centímetro cuadrado, de modo que la expansión tuvo que hacerse hacia el mar. Incluso para poder entrar en la ciudad, los visitantes tenían que atravesar la pista de aterrizaje del aeropuerto.

Gibraltar le daba al concepto compact living un sentido nuevo.

Lisbeth vio a un corpulento mono macho subir a la muralla que se hallaba junto al paseo. Miró fijamente a Lisbeth. Era un Barbary Ape. Ella sabía muy bien que no había que intentar acariciar a esos animales.

—Hola, amigo —dijo—. He vuelto.

La primera vez que visitó Gibraltar ni siquiera había oído hablar de sus monos. Sólo había subido al pico para disfrutar de la vista y se quedó completamente sorprendida cuando, siguiendo a un grupo de turistas, se vio de pronto en medio de una manada de monos que trepaban y se colgaban por doquier a ambos lados del camino.

Era una sensación especial caminar a lo largo de un sendero y de repente tener a dos docenas de monos alrededor. Los observó con la mayor de las desconfianzas. No eran peligrosos ni agresivos. Sin embargo, poseían la suficiente fuerza para causar devastadoras mordeduras si se les provocaba o se sentían amenazados.

Encontró a uno de los cuidadores, le mostró su bolsa y le preguntó si podía darles fruta a los monos. Éste contestó que sí.

Sacó un mango y lo puso sobre la muralla, a cierta distancia del macho.

—Tu desayuno —dijo ella para, acto seguido, apoyarse contra la muralla y darle un mordisco a una manzana.

El macho se la quedó mirando, le enseñó los dientes y, contento, se llevó el mango.

A eso de las cuatro de la tarde, cinco días después, Lisbeth se cayó de un taburete de la barra del Harry's Bar, situado en una bocacalle de Main Street, a dos manzanas de su hotel. Llevaba borracha desde que dejó la roca de los monos y la mayoría del tiempo la había pasado en el bar de Harry O'Connell, que era el propietario y que hablaba con un forzado acento irlandés, aunque lo cierto era que no había pisado Irlanda en su vida. Él la había estado observando con cara de preocupación.

Cuatro días antes, una tarde en la que Lisbeth pidió su primera bebida, Harry O'Connell le pidió el pasaporte, ya que esa chica le pareció demasiado joven. Supo que se llamaba Lisbeth y empezó a llamarla Liz. Ella solía entrar después de la hora de comer, se sentaba en uno de los altos taburetes del fondo y se apoyaba contra la pared. Luego se dedicaba a ingerir una considerable cantidad de cervezas o de whisky.

Cuando tomaba cerveza le daba igual la marca o el tipo; aceptaba lo primero que él le servía. Pero cuando se decantaba por el whisky siempre elegía Tullamore Dew, a excepción de una sola vez en la que se quedó mirando las botellas que había tras la barra y pidió Lagavullin. Cuando Harry se lo puso, lo olió, arqueó las cejas y luego se tomó un Trago Muy Pequeño. Dejó la copa y la miró fijamente durante un minuto con una cara con la que dio a entender que consideraba su contenido como un enemigo amenazador.

Luego apartó la copa y le dijo a Harry que le diera algo que no se utilizara para embrear un barco. Él volvió a ponerle Tullamore Dew y Lisbeth se consagró de nuevo a su bebida. Harry constató que durante los últimos cuatro días ella solita se había tragado más de una botella. Las cervezas no las había contado. Harry estaba más que sorprendido de que una chica con un cuerpo tan menudo pudiera meterse tanto entre pecho y espalda, pero suponía que si ella quería beber, lo haría de todas maneras, fuera donde fuese, en su bar o en cualquier otro sitio.

Bebía con tranquilidad, no hablaba con nadie y no montaba broncas. Su único pasatiempo, aparte de consumir alcohol, parecía ser un ordenador de mano con el que jugaba y que, de vez en cuando, conectaba a un teléfono móvil. En más de una ocasión él intentó entablar una conversación con ella, pero lo único que consiguió fue un arisco silencio. Parecía evitar las compañías. Algunas veces, cuando el bar se llenaba de gente, ella se iba a la terraza, y otras se metía en un restaurante italiano situado dos puertas más abajo y cenaba allí, tras lo cual volvía al bar de Harry y pedía más Tullamore Dew. Solía salir sobre las diez de la noche y empezaba a caminar lentamente, haciendo eses en dirección norte.

Aquel día en concreto había bebido más de la cuenta y más deprisa que de costumbre, así que Harry empezó a echarle un ojo. Hacía poco más de dos horas que estaba allí y ya llevaba siete copas de Tullamore Dew. Fue entonces cuando Harry decidió no servirle ni una más. Sin embargo, antes de que tuviera ocasión de poner en práctica su decisión, oyó el estruendo que ella produjo cuando se cayó del taburete.

Dejó una copa que estaba lavando, salió de detrás de la barra y la levantó. Ella pareció ofenderse.

—Creo que ya has bebido bastante —dijo él.

Ella lo miró sin poder concentrar la mirada.

—Creo que tienes razón —contestó ella con una voz de una sorprendente nitidez.

Se apoyó en la barra con una mano y con la otra se hurgó el bolsillo de la pechera para sacar unos billetes, y luego se dirigió hacia la salida dando tumbos. Él la cogió suavemente por el hombro.

—Espera un momento. ¿Qué te parece si vamos al cuarto de baño, vomitas esos últimos tragos y te quedas un rato en el bar? No quiero dejarte ir en este estado.

Lisbeth no protestó cuando él la condujo al baño. Se metió los dedos en la garganta e hizo lo que Harry le había propuesto. Cuando ella salió, él ya le había servido un gran vaso de agua mineral con gas. Se la tomó entera y eructó. Le sirvió otro vaso.

—Mañana te sentirás fatal —dijo Harry.

Ella asintió.

—No es asunto mío, pero si yo fuera tú, estaría un par de días sin beber.

Ella volvió a asentir. Luego regresó al baño y vomitó.

Se quedó en Harry's Bar un par de horas más antes de que su mirada se aclarara lo suficiente como para que Harry se atreviera a dejarla marchar. Abandonó el lugar tambaleándose, bajó hasta el aeropuerto y continuó andando por la playa hasta la marina. Paseó hasta que fueron las ocho y media y la tierra dejó de moverse bajo sus pies. Entonces volvió al hotel. Subió a su habitación, se lavó los dientes, se echó agua en la cara, se cambió de ropa y bajó hasta el bar, donde pidió un café y una botella de agua mineral.

Permaneció sentada en silencio y sin hacerse notar, junto a un pilar, mientras estudiaba a la gente del bar. Vio a una pareja de unos treinta años enfrascada en una discreta conversación. La mujer llevaba un vestido claro de verano. El hombre la tenía cogida de la mano por debajo de la mesa. Dos mesas más allá había una familia negra, él con unas incipientes canas en las sienes, ella con un hermoso y colorido vestido amarillo, negro y rojo. Tenían dos hijos que estaban a punto de entrar en la adolescencia. Estudió a un grupo de hombres de negocios vestidos con camisa blanca y corbata y con las americanas colgadas en el respaldo de sus respectivas sillas. Se encontraban tomando cerveza. Vio a un grupo de pensionistas que, sin duda, eran turistas americanos. Los hombres llevaban gorras de béisbol, polos y pantalones de sport. Las mujeres llevaban exclusivos vaqueros de marca, tops rojos y gafas de sol con cordones. Vio entrar desde la calle a un hombre con una americana clara de lino, camisa gris y corbata oscura que fue a buscar la llave a la recepción antes de dirigirse al bar para pedir una cerveza. Ella se hallaba a tres metros de él y lo enfocó con la mirada cuando éste cogió un teléfono móvil y se puso a hablar en alemán.

—Hola, soy yo… ¿todo bien?… Tenemos la próxima reunión mañana por la tarde… no, creo que se va a solucionar… me quedaré cinco o seis días y luego iré a Madrid… no, no estaré de vuelta hasta finales de la semana que viene… yo también… te quiero… claro que sí… te llamaré esta semana… un beso.

Medía un metro ochenta y cinco centímetros y tendría unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Su pelo era rubio, algo canoso, y más tirando a largo que a corto. Tenía un mentón poco pronunciado y una cintura a la que le sobraban unos cuantos kilos. Aun así se conservaba bastante bien. Estaba leyendo el Financial Times. Cuando terminó su cerveza se dirigió al ascensor. Lisbeth Salander se levantó y lo siguió.

Él pulsó el botón de la sexta planta. Lisbeth se puso a su lado y apoyó el cogote contra la pared del ascensor.

—Estoy borracha —dijo ella.

Él la miró.

—¿Ah, sí?

—Sí. He tenido una semana horrible. Déjame adivinar: eres uno de esos hombres de negocios de Hannover o de algún otro sitio del norte de Alemania. Estás casado. Quieres a tu mujer. Y tienes que quedarte aquí en Gibraltar unos cuantos días más. Eso es todo lo que he podido sacar de tu llamada telefónica.

Él la miró asombrado.

—Yo soy de Suecia. Siento la irresistible necesidad de acostarme con alguien. Me importa una mierda que estés casado y no quiero tu número de teléfono.

Él arqueó las cejas.

—Estoy en la habitación 711, una planta más arriba que la tuya. Pienso ir a mi habitación, desnudarme, ducharme y meterme bajo las sábanas. Si quieres acompañarme, llama a mi puerta dentro de media hora. Si no, me dormiré.

—¿Es esto algún tipo de broma? —preguntó cuando se paró el ascensor.

—No. Me da pereza salir a algún bar para ligar. O bajas a mi habitación o paso del tema.

Veinticinco minutos más tarde llamaron a la habitación de Lisbeth. Ella salió a abrir envuelta en una toalla de baño.

—Entra —dijo.

Él entró y, lleno de suspicacia, recorrió la habitación con la mirada.

—Estoy sola —dijo ella.

—¿Qué edad tienes en realidad?

Lisbeth estiró la mano, cogió su pasaporte, que estaba encima de una cómoda, y se lo dio.

—Pareces más joven.

—Ya lo sé —le respondió. Luego se quitó la toalla y la tiró a una silla. Se acercó a la cama y retiró la colcha.

Él se quedó observando fijamente sus tatuajes. Ella lo miró de reojo por encima del hombro.

—Esto no es ninguna trampa. Soy una mujer, estoy soltera y llevo aquí un par de días. Hace meses que no me acuesto con nadie.

—¿Y por qué me has elegido a mí?

—Porque eras la única persona del bar que no parecía estar acompañada.

—Estoy casado…

—No quiero saber quién es, ni tampoco quién eres tú. Y no quiero hablar de sociología. Quiero follar. O te desnudas o vuelves a tu habitación.

—¿Así, sin más?

—¿Por qué no? Ya eres mayorcito y sabes lo que hay que hacer.

Él reflexionó medio minuto. Daba la sensación de que se iba a ir. Ella se sentó en el borde de la cama a esperar. Él se mordió el labio inferior. Luego se quitó los pantalones y la camisa y se quedó en calzoncillos, como si no supiera qué hacer.

—Todo —dijo Lisbeth Salander—. No pienso follar con alguien que lleve calzoncillos. Y tienes que usar condón. Yo sé con quién he estado, pero no con quién has estado tú.

Se quitó los calzoncillos, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Lisbeth cerró los ojos cuando él se agachó y la besó. Sabía bien. Ella dejó que él la tumbara sobre la cama. Pesaba.

El abogado Jeremy Stuart MacMillan sintió cómo se le ponía el vello de punta en el mismo momento en que abrió la puerta de su bufete de Buchanan House en Queensway Quay, por encima de la marina. Le vino un olor a tabaco y oyó el crujir de una silla. Eran poco menos de las siete de la mañana y lo primero que le pasó por la cabeza fue que había sorprendido a un ladrón.

Luego percibió un aroma de café recién hecho que provenía de la cocina. Al cabo de unos segundos entró dubitativamente por la puerta, atravesó el vestíbulo y le echó un vistazo a su amplio despacho, elegantemente amueblado. Lisbeth Salander estaba sentada en la silla de su escritorio, dándole la espalda y con los pies apoyados en el alféizar de la ventana. El ordenador de la mesa estaba encendido y al parecer no había tenido problemas para averiguar su contraseña. Tampoco a la hora de abrir su armario de seguridad: sobre las rodillas tenía una carpeta con correspondencia y contabilidad sumamente privadas.

—Buenos días, señorita Salander —acabó diciendo.

—Mmm —contestó ella—. En la cocina tienes café recién hecho y cruasanes.

—Gracias —dijo él mientras suspiraba resignado.

Bien era cierto que había comprado el bufete con el dinero de Lisbeth y a petición de ella, pero Stuart no se esperaba que se le presentara allí sin previo aviso. Además, ella había encontrado —y, al parecer, leído— una revista porno gay que él escondía en un cajón.

¡Qué vergüenza!

O tal vez no.

Por lo que se refería a las personas que lo irritaban, Lisbeth Salander se le antojaba la persona más intransigente que jamás había conocido, pero luego, por otra parte, ni tan siquiera arqueaba las cejas ante las debilidades de la gente. Ella sabía que, oficialmente, él era heterosexual, pero que su oscuro secreto consistía en que le atraían los hombres y que, desde que se divorciara, hacía ya quince años, se había dedicado a hacer realidad sus fantasías más íntimas.

¡Qué raro! Me siento seguro con ella.

Ya que se encontraba en Gibraltar, Lisbeth había decidido visitar al abogado Jeremy MacMillan, que se ocupaba de su economía. No se ponía en contacto con él desde principios de año y quería saber si, durante su ausencia, él la había estado arruinando.

Pero no urgía, y tampoco era la razón por la que había ido directamente a Gibraltar cuando fue puesta en libertad. Lo había hecho porque sentía una imperiosa necesidad de alejarse de todo, y, en ese sentido, Gibraltar era perfecto. Había pasado casi una semana borracha y luego unos cuantos días más acostándose con ese hombre de negocios alemán que acabó presentándose como Dieter. Dudaba de que ése fuera su verdadero nombre, pero no hizo ni el más mínimo intento por averiguarlo. Él se pasaba todo el día metido en reuniones. Por la noche cenaba con Lisbeth y luego subían a la habitación de él o de ella.

No era del todo malo en la cama, constató Lisbeth. Tal vez un poco falto de costumbre y, a ratos, innecesariamente bruto.

Lo cierto era que Dieter estaba asombrado de que ella se hubiese ligado así, sin más, a un hombre de negocios alemán con sobrepeso que ni siquiera había intentado ligar con nadie. En efecto, estaba casado y no solía ser infiel ni buscar compañía femenina cuando se encontraba de viaje. Pero cuando el destino le puso en bandeja a una delgada y tatuada chica le resultó imposible resistir la tentación, dijo él.

A Lisbeth no le preocupaba mucho lo que él dijera. Ella no tenía más intención que la de pasarlo bien en la cama, pero le sorprendió que él, de hecho, se esforzara en satisfacerla. Fue en la cuarta noche, la última que pasaron juntos, cuando a él le dio una crisis de ansiedad y empezó a comerse la cabeza sobre lo que su esposa le diría. Lisbeth Salander pensó que debería mantener el pico cerrado y no contarle nada a su mujer.

Pero no le dijo nada.

Él ya era mayorcito y podía haber rechazado su invitación. No era problema de ella que él sintiera remordimientos o decidiera confesárselo todo a su mujer. Lisbeth yacía en la cama de espaldas a él y lo escuchó durante quince minutos hasta que, irritada, levantó la vista hacia el techo, se dio la vuelta y se sentó a horcajadas encima de él.

—¿Crees que podrías dejar tu angustia de lado un momento y volver a satisfacerme? —preguntó.

Jeremy MacMillan era una historia muy distinta. Él no ejercía ninguna atracción sobre Lisbeth Salander. Era un canalla. Por raro que pudiera parecer, su aspecto físico era bastante similar al de Dieter. Tenía cuarenta y ocho años, encanto, algo de sobrepeso y un pelo rizado y rubio peinado hacia atrás y por el que empezaban a asomar algunas canas. Llevaba unas gafas con una fina montura dorada.

Hubo una vez en la que fue un jurista comercial de sólida formación «Oxbridge» y asentado en Londres. Tenía un futuro prometedor; era socio de un bufete al que contrataban grandes empresas así como advenedizos y forrados yuppies que se dedicaban a comprar inmuebles y a diseñar estrategias para evadir impuestos. Había pasado los felices años ochenta relacionándose con famosos nuevos ricos. Había bebido mucho y esnifado cocaína en compañía de personas junto a las que, en realidad, no habría querido despertarse al día siguiente. Nunca llegó a ser procesado, pero perdió a su mujer y a sus dos hijos, y fue despedido por haber descuidado los negocios y haberse presentado borracho en un juicio de reconciliación.

Sin apenas pensárselo, en cuanto se le pasó la borrachera huyó avergonzado de Londres. ¿Por qué eligió precisamente Gibraltar? No lo sabía, pero en 1991 se asoció con un abogado local y abrió un modesto bufete en un callejón que, oficialmente, se ocupaba de una serie de actividades poco glamurosas de reparto de bienes y testamentos. De forma algo menos oficial, MacMillan & Marks se dedicaba a establecer empresas buzón y a hacer de hombre de paja de diversos y oscuros personajes europeos. El negocio tiraba para delante hasta que Lisbeth Salander eligió a Jeremy MacMillan para que le administrara los dos mil cuatrocientos millones de dólares que le había robado al derrocado imperio del financiero Hans-Erik Wennerström.

Sin duda, MacMillan era un canalla. Pero Lisbeth lo consideraba su canalla, y él se había sorprendido a sí mismo manifestando una intachable honradez para con ella. Al principio lo contrató para una tarea sencilla. Por una modesta suma, él le creó una serie de empresas buzón que Lisbeth podría utilizar y en las que invirtió un millón de dólares. Contactó con él por teléfono, de modo que ella no era más que una lejana voz para él. MacMillan nunca le preguntó de dónde venía el dinero. Hizo lo que ella le pidió y le facturó un cinco por ciento del montante. Poco tiempo después, Lisbeth le pasó una cantidad mayor de dinero que él debería usar para fundar una empresa, Wasp Enterprises, que compró una casa en Estocolmo. De este modo, el contacto con Lisbeth Salander se volvió lucrativo, aunque para él no se tratara más que de calderilla.

Dos meses más tarde, ella fue a visitarlo por sorpresa a Gibraltar. Lo llamó y le propuso una cena privada en su habitación de The Rock, que tal vez no fuera el hotel más grande de La Roca pero sí el de más solera. No sabía a ciencia cierta con qué se iba a encontrar, aunque nunca se hubiera imaginado que su clienta fuera una chica menuda como una muñeca que parecía recién salida de la pubertad. Se creyó víctima de una especie de extraña broma.

Cambió de opinión enseguida. La extraña chica habló despreocupadamente con él sin mostrarle jamás una sonrisa ni el menor asomo de calor humano. Ni tampoco frío, ciertamente. Él se quedó paralizado cuando ella, en cuestión de minutos, le echó abajo por completo esa fachada profesional de mundana respetabilidad que él tanto se esforzaba por conservar.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—He robado una cierta cantidad de dinero —contestó ella con gran seriedad—. Necesito a un canalla que me la administre.

Él se preguntó si ella estaría bien de la cabeza, pero le siguió el juego con educación: constituía una potencial víctima de un rápido regateo que podría proporcionarle algún dinerillo. Luego se quedó paralizado, como si hubiese sido alcanzado por un rayo, cuando ella le explicó a quién había robado el dinero, cómo lo había hecho y a cuánto ascendía la suma. El caso Wennerström era el tema de conversación más candente del mundo financiero internacional.

—Entiendo.

Su cerebro empezó a barajar posibilidades.

—Eres un hábil jurista comercial y un buen inversor. Si fueses un idiota, jamás te habrían dado los trabajos que te dieron en los años ochenta. Lo que pasa es que te comportaste como un idiota y te despidieron.

Él arqueó las cejas.

—A partir de ahora sólo trabajarás para mí.

Ella lo miró con los ojos más ingenuos que él había visto en su vida.

—Exijo dos cosas. Primero, que nunca jamás cometas un delito ni te veas implicado en algo que pueda ocasionarnos problemas o que atraiga el interés de las autoridades por mis empresas y cuentas. Segundo, que jamás me mientas. Nunca jamás. Ni una sola vez. Bajo ningún pretexto. Si me mientes, nuestra relación profesional cesará inmediatamente y si me cabreas demasiado, te arruinaré.

Ella le sirvió una copa de vino.

—No hay ninguna razón para mentirme. Ya conozco todo lo que merezca la pena saber de tu vida. Sé cuánto ganas en un buen mes y en uno malo. Sé cuánto gastas. Sé que casi nunca te alcanza el dinero. Sé que tienes ciento veinte mil libras de deudas, tanto a largo como a corto plazo, y que para poder pagarlas te ves siempre obligado a correr riesgos haciendo chanchullos. Te vistes de manera elegante e intentas mantener las apariencias, pero te estás hundiendo y llevas muchos meses sin comprarte una americana nueva. En cambio, hace dos semanas llevaste una vieja americana a una tienda para que le arreglaran el forro. Coleccionabas libros raros pero los has ido vendiendo poco a poco. El mes pasado vendiste una temprana edición de Oliver Twist por setecientas sesenta libras.

Ella se calló y lo miró fijamente. Él tragó saliva.

—La verdad es que la semana pasada hiciste un buen negocio. Una estafa bastante ingeniosa contra esa viuda a la que representas. Le soplaste seis mil libras que es difícil que eche en falta.

—¿Cómo coño sabes eso?

—Sé que has estado casado, que tienes dos hijos en Inglaterra que no te quieren ver y que, desde que te divorciaste, mantienes sobre todo relaciones homosexuales. Al parecer eso te da vergüenza, porque evitas los bares gays y que tus amistades te vean en la calle con alguno de tus amigos, y porque a menudo pasas la frontera y vas a España en busca de hombres.

Jeremy MacMillan se quedó mudo del shock. Fue preso de un repentino pánico. No tenía ni idea de cómo se había enterado ella de todo eso, pero lo cierto era que tenía suficiente información como para aniquilarlo.

—Sólo te lo diré una vez: me importa una mierda con quién te acuestas. No es asunto mío. Quiero saber quién eres, pero nunca utilizaré mis conocimientos. No voy a amenazarte ni chantajearte por eso.

MacMillan no era idiota. Como es natural, se dio cuenta de que la información que ella poseía sobre él suponía una amenaza. Ella tenía el control. Por un momento sopesó la idea de cogerla, levantarla y tirarla por encima de la barandilla de la terraza, pero se controló. Nunca jamás había sentido tanto miedo.

—¿Qué quieres? —consiguió pronunciar con mucho esfuerzo.

—Quiero que seamos socios. Dejarás todos los demás negocios a los que te dedicas y trabajarás en exclusiva para mí. Vas a ganar más dinero del que jamás hayas podido soñar.

Ella le explicó lo que quería que hiciera y cómo deseaba que estuviera organizado todo.

—Yo quiero ser invisible —le aclaró—. Tú te encargas de mis negocios. Todo debe ser legal. Los líos en los que me pueda meter yo solita ni te afectarán ni repercutirán en nuestros negocios.

—De acuerdo.

—Pero sólo me tendrás a mí como cliente. Te doy una semana para que lo liquides todo con los clientes que ahora tienes y para que termines con tus pequeños trapicheos.

También se dio cuenta de que ella acababa de hacerle una oferta que no se le repetiría en la vida. Reflexionó sesenta segundos y luego aceptó. Sólo tenía una pregunta:

—¿Cómo sabes que no te voy a engañar?

—No lo hagas. Te arrepentirás el resto de tus miserables días.

No había razón alguna para andar con trapicheos. La tarea que Lisbeth Salander le había encomendado tenía tanto potencial económico que habría sido absurdo arriesgarlo todo por simple calderilla. Siempre y cuando no tuviera demasiadas pretensiones y no se metiera en líos, su futuro estaba asegurado.

De modo que no pensaba engañar a Lisbeth Salander.

Consecuentemente se volvió honrado, o por lo menos todo lo honrado que se podía considerar a un abogado quemado venido a menos que gestionaba un dinero robado de astronómicas proporciones.

A Lisbeth no le interesaba en absoluto administrar su propio capital. El trabajo de MacMillan consistía en invertir el dinero que ella tenía y en asegurarse de que había liquidez en las tarjetas que ella utilizaba. Hablaron durante horas. Ella le explicó cómo quería que marchara su economía. El trabajo de MacMillan era asegurarse de que todo funcionara sin problemas.

Una gran parte del dinero robado lo invirtió en fondos estables que, desde un punto de vista económico, la hacían independiente para el resto de su vida, incluso en el caso de que se le ocurriera llevar una vida extremadamente lujosa y despilfarradora. Sus tarjetas de crédito se alimentarían de esos fondos.

Respecto al resto del capital, podría jugar con él como mejor se le antojara e invertirlo donde más le conviniera, con la única condición de que no invirtiese en algo que pudiera acarrearle algún tipo de problemas con la policía.

Ella le prohibió que se dedicara a esos ridículos y pequeños delitos y timos del montón que —si la mala suerte les acompañara— podrían dar lugar a investigaciones policiales que, a su vez, podrían ponerla a ella en el punto de mira.

Lo que quedaba por determinar era cuánto ganaría él por su trabajo.

—De entrada te voy a pagar quinientas mil libras. Con eso podrás saldar todas tus deudas y aún te quedará una buena cantidad de dinero. Luego ganarás tu propio dinero. Crearás una sociedad en la que tú y yo figuremos como propietarios. Tú te quedarás con el veinte por ciento de todos los beneficios que genere la empresa. Quiero que seas lo suficientemente rico como para que no te veas tentado a andar chanchulleando, pero no tan rico como para que no te esfuerces en seguir ganando dinero.

Empezó su nuevo trabajo el uno de febrero. A finales de marzo ya había pagado todas sus deudas personales y estabilizado su economía. Lisbeth había insistido en que le diera prioridad a sanear su propia economía para que pudiera ser solvente. En mayo rompió la sociedad con su alcohólico colega George Marks, el otro cincuenta por ciento de MacMillan & Marks. Sintió una punzada de remordimiento hacia su ex socio, pero meterlo en los negocios de Lisbeth Salander estaba descartado.

Comentó el tema con Lisbeth Salander un día en el que ella se dejó caer por Gibraltar en una visita espontánea que le hizo a principios de julio y descubrió que MacMillan trabajaba en casa en vez de hacerlo en el modesto bufete situado en ese callejón donde antes realizaba sus actividades.

—Mi ex socio es un alcohólico y no podría con esto. Todo lo contrario: podría haberse convertido en un enorme factor de riesgo. Pero hace quince años, cuando yo llegué a Gibraltar, él me salvó la vida metiéndome en sus negocios.

Lisbeth meditó el tema durante un par de minutos mientras estudiaba la cara de MacMillan.

—Entiendo. Eres un canalla pero tienes lealtad. Una característica loable, sin duda. Te propongo que le crees una cuenta con algo de dinero que él pueda gestionar. Asegúrate de que se saque unos cuantos billetes al mes para que pueda ir tirando.

—¿Te parece bien?

Ella asintió y escudriñó su vivienda de soltero. Vivía en un estudio con cocina americana en una de las callejuelas que quedaban cerca del hospital. Lo único agradable era la vista. Claro que, tratándose de Gibraltar, resultaba casi imposible que no lo fuera.

—Necesitas un despacho y una casa mejor —constató Lisbeth.

—Todavía no he tenido tiempo —contestó él.

—Ya —le respondió ella.

Luego Lisbeth fue y le compró un despacho. Optó por uno de unos ciento treinta metros cuadrados que tenía una pequeña terraza que daba al mar y que estaba situado en la Buchanan House de Queensway Quay, algo que, sin lugar a dudas, era upmarket en Gibraltar, contrató a un decorador de interiores que reformó y amuebló la estancia.

MacMillan recordó que cuando él se ocupó de todo el papeleo, Lisbeth supervisó personalmente la instalación de los sistemas de alarma, el equipo informático y ese armario de seguridad en el que, para su sorpresa, ella estaba hurgando cuando él entró en el despacho.

—¿He caído ya en desgracia? —preguntó él.

Ella dejó la carpeta de la correspondencia en la que se había sumergido.

—No, Jeremy. No has caído en desgracia.

—Bien —dijo antes de ir a por un café—. Tienes la capacidad de aparecer cuando uno menos se lo espera.

—Últimamente he estado muy ocupada. Sólo quería ponerme al día de las novedades.

—Según tengo entendido, te han estado buscado por triple asesinato, te han pegado un tiro en la cabeza y te han procesado por un buen número de delitos. Hubo un momento en el que de verdad me llegaste a preocupar. Pero creía que seguías encerrada. ¿Te has fugado?

—No. Me han absuelto de todos los cargos y me han puesto en libertad. ¿Qué es lo que sabes?

Dudó un segundo.

—De acuerdo; nada de mentiras piadosas. Cuando me enteré de que estabas metida en la mierda hasta arriba, contraté a una agencia de traducción que peinó los periódicos suecos y me puso al día de todo. Sé bastante.

—Si todo lo que sabes es lo que dicen los periódicos, no sabes nada. Pero supongo que has descubierto algunos secretos sobre mi persona.

Él asintió.

—¿Y ahora qué va a pasar? —preguntó MacMillan.

Ella lo miró asombrada.

—Nada. Seguimos como antes. Nuestra relación no tiene nada que ver con los problemas que yo tenga en Suecia. Cuéntame lo que ha ocurrido en todo este tiempo. ¿Te has portado bien?

—Ya no bebo —dijo—. Si es eso a lo que te refieres.

—No. Mientras no repercuta en los negocios, tu vida privada no es asunto mío. Me refiero a si soy más rica o más pobre que hace un año.

Cogió la silla destinada a las visitas y se sentó. ¿Qué más daba que ella hubiera ocupado su silla? No había ningún motivo para enzarzarse en una lucha de prestigio con ella.

—Me entregaste dos mil cuatrocientos millones de dólares. Invertimos doscientos en fondos para ti. Y me diste el resto para que jugara con él.

—Sí.

—Aparte de los intereses que te han producido, tus fondos personales no se han modificado gran cosa. Puedo aumentar los beneficios si…

—No me interesa aumentar los beneficios.

—De acuerdo. Has gastado una suma ridícula. Tus gastos más grandes han sido el piso que te compré y el fondo sin ánimo de lucro que abriste para el abogado Palmgren. Por lo demás, sólo has hecho un gasto normal, que tampoco se puede considerar como especialmente excesivo. Los intereses han sido buenos. Cuentas más o menos con la misma cantidad con la que empezaste.

—Bien.

—El resto lo he invertido. El año pasado no ingresamos ninguna cantidad importante. Yo estaba algo oxidado y dediqué un tiempo a estudiar el mercado. Tuvimos algunos gastos. Ha sido este año cuando hemos empezado a generar ingresos. Mientras tú has estado encerrada hemos ingresado poco más de siete millones. De dólares, claro.

—De los cuales te corresponde un veinte por ciento.

—De los cuales me corresponde un veinte por ciento.

—¿Estás contento?

—He hecho más de un millón de dólares en seis meses. Sí. Estoy contento.

—Ya sabes: la avaricia rompe el saco. Puedes retirarte cuando te sientas satisfecho. Pero aun así, sigue dedicándoles de vez en cuando alguna que otra horita a mis negocios.

—Diez millones de dólares —dijo.

—¿Qué?

—Cuando haya ganado diez millones de dólares lo dejaré. Me alegro de que hayas venido. Quería tratar unas cuantas cosas contigo.

—Tú dirás…

Él hizo un gesto con la mano.

—Esto es tanto dinero que estoy la hostia de acojonado. No sé cómo manejarlo. Aparte de ganar cada vez más, no sé cuál es el objetivo de nuestras actividades. ¿A qué se va a destinar el dinero?

—No lo sé.

—Yo tampoco. Pero el dinero puede convertirse en un fin en sí mismo. Y eso es demencial. Por eso he decidido dejarlo cuando haya ganado diez millones de dólares. No quiero tener esa responsabilidad durante demasiado tiempo.

—Vale.

—Antes de dejarlo, me gustaría que decidieras cómo quieres que se administre tu fortuna en el futuro. Tiene que haber un objetivo, unas directrices marcadas y una organización a la que pasarle el testigo.

—Mmm.

—Es imposible que una sola persona se dedique a los negocios de esa manera. He dividido el dinero en inversiones fijas a largo plazo: inmuebles, valores y cosas así. Tienes una lista completa en el ordenador.

—La he leído.

—La otra mitad la he destinado a especular, pero se trata de tanto dinero que no me da tiempo a controlarlo todo. Por eso he fundado una empresa de inversiones en Jersey. De momento, tienes seis empleados en Londres. Dos jóvenes y hábiles inversores y personal administrativo.

—¿Yellow Ballroom Ltd? Me preguntaba qué era eso.

—Nuestra empresa. Está aquí, en Gibraltar, y he contratado a una secretaria y a un joven y prometedor abogado… Por cierto, aparecerán dentro de media hora.

—Vale. Molly Flint, de cuarenta y un años, y Brian Delaney, de veintiséis.

—¿Quieres conocerlos?

—No. ¿Es Brian tu amante?

—¿Qué? No.

Pareció quedarse perplejo.

—No mezclo…

—Bien.

—Por cierto… no me interesan los chicos jóvenes… sin experiencia, quiero decir.

—No, a ti te atraen más los chicos que tienen una actitud algo más dura que la que un mocoso te pueda ofrecer. Sigue siendo algo que no es asunto mío, pero Jeremy…

—¿Sí?

—Ten cuidado.

En realidad no había pensado quedarse en Gibraltar más que un par de semanas para volver a encontrar el norte. Descubrió que no tenía ni idea de qué hacer ni adónde ir. Se quedó doce semanas. Consultó su correo electrónico una vez al día y contestó obedientemente a los ocasionales correos de Annika Giannini. No le dijo dónde estaba. No contestó a ningún otro correo.

Seguía acudiendo al Harry's Bar, pero ahora sólo entraba para tomarse alguna que otra cerveza por las noches. Pasó la mayor parte de los días en The Rock, bien en la terraza, bien en la cama. Tuvo una esporádica relación con un oficial de la marina inglesa de treinta años, pero aquello se quedó sólo en un one night stand y, a grandes rasgos, se trató de una experiencia carente de interés.

Se dio cuenta de que estaba aburrida.

A principios de octubre cenó con Jeremy MacMillan; durante su estancia sólo se habían visto en contadas ocasiones. Ya había caído la noche y se encontraban tomando un afrutado vino blanco y hablando del destino que le darían a los miles de millones de Lisbeth cuando, de pronto, él la sorprendió preguntándole qué era lo que la apesadumbraba.

Ella lo contempló mientras reflexionaba. Luego, de forma igual de sorprendente, le habló de su relación con Miriam Wu y de cómo ésta había sido maltratada y casi asesinada por Ronald Niedermann. Por su culpa. Aparte de unos recuerdos que, de su parte, le dio Annika Giannini, Lisbeth no sabía nada de Miriam Wu. Y ahora se había mudado a Francia.

Jeremy MacMillan permaneció callado un largo rato.

—¿Estás enamorada de ella? —preguntó de repente.

Lisbeth Salander meditó la respuesta. Al final negó con la cabeza.

—No. No creo que yo sea de las que se enamoran. Era una amiga. Y lo pasábamos muy bien en la cama.

—Nadie puede evitar enamorarse —dijo él—. Tal vez uno quiera negarlo, pero es posible que la amistad sea la forma más frecuente de amor.

Ella se quedó mirándolo perpleja.

—¿Te cabreas si te doy un consejo?

—No.

—¡Ve a París, por Dios! —dijo él.

Aterrizó en el aeropuerto de Charles De Gaulle a las dos y media de la tarde, cogió el autobús hasta el Arco del Triunfo y se pasó dos horas dando vueltas por los barrios de alrededor buscando un hotel libre. Fue andando hacia el sur, hacia el Sena, y al final consiguió una habitación en el pequeño hotel Víctor Hugo de la Rue Copernic.

Se duchó y llamó a Miriam Wu. Quedaron sobre las nueve de la noche en un bar cercano a Notre-Dame. Miriam Wu llevaba una blusa blanca y una americana. Estaba radiante. Lisbeth se sintió avergonzada de inmediato. Se saludaron con un beso en la mejilla.

—Siento no haber contactado contigo ni haberme presentado en el juicio —dijo Miriam Wu.

—No te preocupes. De todos modos, el juicio se celebró a puerta cerrada.

—Estuve ingresada en el hospital durante tres semanas y luego, cuando volví a Lundagatan, todo me resultó caótico. No podía dormir. Tenía pesadillas con ese maldito Niedermann. Llamé a mi madre y le dije que quería venirme.

Lisbeth asintió.

—Perdóname.

—No seas idiota. Soy yo la que he venido hasta aquí para pedirte disculpas a ti.

—¿Por qué?

—No caí en la cuenta. Nunca se me ocurrió que te exponía a un peligro de muerte cediéndote mi casa mientras yo seguía empadronada allí. Por mi culpa por poco te matan. Entendería que me odiaras.

Miriam Wu se quedó atónita.

—Ni siquiera se me había ocurrido. Fue Ronald Niedermann el que me intentó matar. No tú.

Permanecieron calladas un rato.

—Bueno —dijo Lisbeth al final.

—Sí —soltó Miriam Wu.

—No he venido hasta aquí porque esté enamorada de ti —le explicó Lisbeth.

Miriam asintió con la cabeza.

—Lo pasábamos de puta madre en la cama, pero no estoy enamorada de ti —subrayó Lisbeth.

—Lisbeth… Creo…

—Lo que quería decirte era que espero que… ¡Joder!

—¿Qué?

—No tengo muchos amigos…

Miriam Wu hizo un gesto afirmativo.

—Voy a quedarme en París una temporada. Mis estudios de Suecia se fueron a la mierda, pero me he matriculado aquí. Me quedaré al menos un año.

Lisbeth asintió.

—Luego no sé lo que haré. Pero volveré a Estocolmo. Estoy pagando los gastos de la casa de Lundagatan y pienso quedarme en el piso. Si te parece bien.

—La casa es tuya. Haz lo que quieras con ella.

—Lisbeth, eres muy especial —dijo—. Me gustaría mucho seguir siendo tu amiga.

Hablaron durante dos horas. Lisbeth no tenía por qué ocultarle su pasado a Miriam Wu. El caso Zalachenko era conocido por todos los que tenían acceso a la prensa sueca y Miriam Wu había seguido el asunto con gran interés. Le contó con todo detalle lo que ocurrió en Nykvarn la noche en la que Paolo Roberto le salvó la vida.

Luego se fueron a la habitación que Miriam tenía en la residencia estudiantil que quedaba cerca de la universidad.