Viernes, 15 de julio - Sábado, 16 de julio
El juez Jörgen Iversen golpeó el borde de la mesa con el bolígrafo para acallar el murmullo que había surgido a raíz del arresto de Peter Teleborian. Luego guardó silencio durante un buen rato, dando evidentes muestras de que no sabía cómo proceder. Se dirigió al fiscal Ekström.
—¿Tiene algo que añadir a lo que ha sucedido durante la última hora?
Richard Ekström no tenía ni idea de qué decir. Se levantó, miró a Iversen y luego a Torsten Edklinth antes de volver la cabeza y encontrarse con la implacable mirada de Lisbeth Salander. Comprendió que la batalla ya estaba perdida. Dirigió la mirada a Mikael Blomkvist y se dio cuenta, con repentino terror, de que también corría el riesgo de acabar apareciendo en la revista Millennium… Algo que sería una verdadera catástrofe.
Lo cierto era que no comprendía lo que había ocurrido; cuando se inició el juicio, entró con la certeza de que controlaba todos los entresijos de la historia.
Tras las numerosas y sinceras conversaciones previamente mantenidas con el comisario Georg Nyström, había conseguido entender el delicado equilibrio que la seguridad del reino requería. Le aseguraron que el informe que se hizo sobre Salander en 1991 era una falsificación. Le proporcionaron la información inside que él necesitaba. Hizo muchas preguntas —cientos de preguntas— y se las contestaron todas. Un engaño. Y ahora Nyström, según la abogada Giannini, se hallaba detenido. Había confiado en Peter Teleborian, que le había parecido tan… tan competente y tan preparado. Tan convincente.
Dios mío. ¿En qué lío me he metido?
Y luego:
¿Cómo coño voy a salir de él?
Se pasó la mano por la barba. Carraspeó. Se quitó lentamente las gafas.
—Lo lamento, pero parece ser que me han informado mal sobre unos importantes aspectos de esta investigación.
Se estaba preguntando si podría echarles la culpa a los policías investigadores y le vino a la mente el inspector Bublanski. Pero él jamás lo apoyaría. Si Ekström diera un paso en falso, Bublanski convocaría una rueda de prensa. Lo hundiría.
La mirada de Ekström se cruzó con la de Lisbeth Salander. Ella aguardaba pacientemente con una mirada que revelaba tanto curiosidad como deseo de venganza.
Sin contemplaciones.
Pero todavía podría conseguir que la declararan culpable por el delito de lesiones graves de Stallarholmen. Y probablemente pudiera lograr que la condenaran por el intento de homicidio de su padre en Gosseberga. Eso significaba que se vería obligado a cambiar toda su estrategia sobre la marcha y dejar todo lo que tuviera que ver con Peter Teleborian. Y eso, a su vez, significaba que todas esas afirmaciones que aseguraban que ella era una loca psicópata se vendrían abajo; y también quería decir que la versión de Lisbeth se reforzaría hasta llegar a 1991. Toda su declaración de incapacidad se desmoronaría y con eso…
Y tenía esa maldita película que…
Acto seguido cayó en la cuenta.
¡Dios mío! ¡Es inocente!
—Señor juez: no sé lo que ha ocurrido, pero acabo de darme cuenta de que ni siquiera me puedo fiar ya de los papeles que tengo en la mano.
—¿No? —dijo Iversen en un tono seco.
—Creo que me voy a tener que ver obligado a pedir una pausa o que el juicio se interrumpa hasta que me haya dado tiempo a averiguar con exactitud qué es lo que ha ocurrido.
—¿Señora Giannini? —dijo Iversen.
—Exijo que mi clienta sea absuelta de todos los cargos y que sea puesta en libertad inmediatamente. También exijo que el tribunal se pronuncie sobre la declaración de incapacidad de la señorita Salander. Considero que debe ser resarcida del daño que se le ha hecho.
Lisbeth Salander miró al juez Iversen.
Sin contemplaciones.
El juez Iversen le echó un ojo a la autobiografía de Lisbeth Salander. Luego miró al fiscal Ekström.
—Yo también creo que es una buena idea averiguar exactamente qué es lo que ha ocurrido. Pero mucho me temo que usted no es la persona más adecuada para realizar esa investigación.
Meditó un rato.
—En todos los años que llevo de jurista y de juez, jamás he vivido, ni de lejos, una situación jurídica similar a la del caso que nos ocupa. Debo admitir que no sé qué hacer. Ni siquiera había oído hablar de que el testigo principal del fiscal fuera arrestado ante el tribunal, en pleno juicio, y de que lo que parecían ser unas pruebas convincentes resultaran ser unas simples falsificaciones. Sinceramente, no sé lo que quedará de los cargos de la acusación del fiscal en este momento.
Holger Palmgren carraspeó.
—¿Sí? —preguntó Iversen.
—Como representante de la defensa, no puedo hacer otra cosa que compartir sus opiniones. A veces hay que dar un paso hacia atrás y dejar que la cordura y el sentido común se impongan sobre las formalidades. Quiero señalar que usted, como juez, sólo ha visto el principio de un caso que va a sacudir los cimientos de la Suecia oficial. A lo largo del día de hoy se ha detenido a diez policías de la Säpo. Serán procesados por asesinato y por una serie tan larga de delitos que, sin duda, pasará mucho tiempo antes de que se pueda terminar la investigación.
—Supongo que ahora debería levantar la sesión y hacer una pausa.
—Con todos mis respetos, creo que sería una decisión desafortunada.
—Le escucho.
Obviamente, a Palmgren le costaba encontrar las palabras. Pero hablaba despacio, de modo que no se le trababan.
—Lisbeth Salander es inocente. Su «fantasiosa autobiografía», palabras con las que el señor Ekström ha rechazado con tanto desprecio lo que nuestra clienta ha contado, es, de hecho, la única verdad. Y se puede documentar. Lisbeth ha sido objeto de un escandaloso abuso judicial. Como tribunal, lo que podemos hacer ahora es atenernos a las formalidades y continuar con el juicio hasta que resulte absuelta, o bien… la alternativa es obvia, dejar que una nueva investigación se encargue de todo lo relacionado con Lisbeth Salander. Esa investigación ya está en marcha, pues forma parte de todo este lío que la Fiscalía General tiene ahora ante sí.
—Entiendo lo que quiere decir.
—Como juez que es, usted decide. Lo más sensato en este caso sería no aprobar el sumario del fiscal e instarle a que se fuera a casa e hiciera sus deberes.
El juez Iversen contempló pensativo a Ekström.
—Lo justo es poner en libertad a nuestra clienta a efectos inmediatos. Además, se merece una disculpa, aunque supongo que el desagravio llevará su tiempo y dependerá del resto de la investigación.
—Entiendo su punto de vista, letrado Palmgren. Pero antes de que pueda absolver a su clienta tengo que tener clara toda la historia. Y me temo que eso me llevará un tiempo…
Dudó y contempló a Annika Giannini.
—Si decido suspender el juicio hasta el lunes y les complazco en parte decidiendo que no hay razones para que su clienta permanezca en prisión preventiva, lo que significa que, por lo menos, no se la va a sentenciar a ninguna pena de cárcel, ¿puede usted garantizarme que ella se presentará para continuar el proceso cuando se la llame?
—Por supuesto —respondió Holger Palmgren rápidamente.
—No —dijo Lisbeth Salander con un severo tono de voz.
Todas las miradas se dirigieron hacia la persona protagonista de todo aquel drama.
—¿Cómo? —preguntó el juez Iversen.
—En cuanto me sueltes, me iré de viaje. No pienso dedicar ni un solo minuto más a este juicio.
El juez Iversen miró asombrado a Lisbeth Salander.
—¿Se niega usted a presentarse?
—Correcto. Si quieres que conteste a más preguntas, tendrás que mantenerme en prisión preventiva. Desde el mismo instante en que me liberes todo esto será historia para mí. Y eso no incluye estar un indefinido tiempo a tu disposición, ni a la de Ekström, ni a la de un policía.
El juez Iversen suspiró. Holger Palmgren parecía aturdido.
—Estoy de acuerdo con mi clienta —dijo Annika Giannini—. Es el Estado y las autoridades quienes han abusado de Lisbeth Salander, no al revés. Se merece salir por esa puerta con una absolución en la maleta y dejar atrás toda esta historia.
Sin contemplaciones.
El juez Iversen miró su reloj.
—Son poco más de las tres. No me deja más alternativa que la de mantener a su clienta en prisión preventiva.
—Si ésa es su decisión la aceptaremos. Como representante de Lisbeth Salander, exijo que sea absuelta de los delitos de los que la acusa el fiscal Ekström. Exijo que ponga en libertad a mi clienta sin ningún tipo de restricción y a efectos inmediatos. Y exijo que la anterior declaración de incapacidad se anule y que ella recupere de inmediato sus derechos civiles.
—La cuestión de su declaración de incapacidad es un proceso considerablemente más largo. No puedo decidirlo así como así. Necesito primero que los expertos psiquiátricos la examinen y elaboren un informe.
—No —dijo Annika Giannini—. No lo aceptamos.
—¿Cómo?
—Lisbeth Salander debe tener los mismos derechos civiles que todos los demás suecos. Ha sido víctima de un delito. La declararon incapacitada basándose en documentos falsos; ya lo hemos demostrado. Por lo tanto, la decisión de someterla a tutelaje y administración carece de base legal y debe ser anulada sin condiciones. No hay ninguna razón para que mi clienta se someta a un examen psiquiátrico forense. No hay nada que obligue a nadie a demostrar que no está loco cuando es víctima de un delito.
Iversen meditó el asunto un breve instante.
—Señora Giannini —dijo Iversen—. Me doy cuenta de que esta situación es excepcional. Ahora voy a conceder una pausa de quince minutos para que podamos estirar las piernas y serenarnos un poco. No tengo ningún deseo de mantener esta noche a su clienta en prisión preventiva si es inocente, pero entonces esta sesión de hoy deberá continuar hasta que hayamos terminado.
—Muy bien —dijo Annika Giannini.
En el descanso, Mikael Blomkvist le dio un beso en la mejilla a su hermana.
—¿Qué tal ha ido?
—Mikael, estuve brillante contra Teleborian. Lo fulminé por completo.
—Ya te dije yo que ibas a ser invencible en este juicio. Al fin y al cabo, esta historia no va de espías y sectas estatales, sino de la violencia que se comete habitualmente contra las mujeres y de los hombres que lo hacen posible. En lo poco que pude verte estuviste fantástica. Lisbeth va a ser absuelta.
—Sí. No hay duda.
Tras el descanso, el juez Iversen golpeó la mesa con la maza.
—¿Sería usted tan amable de contarme esta historia de principio a fin para que me quede claro qué es lo que realmente ocurrió?
—Con mucho gusto —dijo Annika Giannini—. Empecemos con el asombroso relato de un grupo de policías de seguridad que se hace llamar la Sección y que se ocupó de un desertor soviético a mediados de los años setenta. La historia al completo ha aparecido publicada hoy en la revista Millennium. Algo me dice que esta noche será la principal noticia de todos los informativos.
A eso de las seis de la tarde, el juez Iversen decidió poner a Lisbeth Salander en libertad y anular su declaración de incapacidad.
No obstante, la decisión se tomó con una condición: el juez Jörgen Iversen exigía que Lisbeth Salander se sometiera a un interrogatorio formal en el que diera cuenta de lo que sabía del asunto Zalachenko. Al principio, Lisbeth se negó en redondo. Esa negación indujo a un momento de discusión hasta que el juez Iversen alzó la voz. Se inclinó hacia delante y le clavó una severa mirada.
—Señorita Salander, que yo anule su declaración de incapacidad significa que, a partir de ahora, tiene usted exactamente los mismos derechos que los demás ciudadanos. Pero también significa que tiene las mismas obligaciones. Es decir, que es su maldito deber responsabilizarse de su economía, pagar impuestos, acatar la ley y colaborar con la policía en casos de delitos graves. En otras palabras: la convocaré a prestar declaración como cualquier otra ciudadana que disponga de información útil para una investigación.
La lógica de la argumentación hizo efecto en Lisbeth Salander. Se mordió el labio inferior y pareció disgustarse, pero dejó de discutir.
—Cuando la policía tenga su testimonio, el instructor del sumario, en este caso, la Fiscalía General, considerará si debe llamarla como testigo en un posible y futuro juicio. Como todos los demás ciudadanos suecos, usted podrá negarse a acudir; cómo decida usted actuar no es asunto mío, pero ha de saber que no tiene carta blanca. Si se niega a personarse, podrá, al igual que cualquier persona mayor de edad, ser condenada por desobediencia a la ley o perjurio. No hay excepciones.
Lisbeth Salander se enfurruñó todavía más.
—Usted dirá —concluyó Iversen.
Tras un minuto de reflexión asintió secamente.
De acuerdo, una pequeña concesión.
Durante el repaso del asunto Zalachenko de esa tarde, Annika Giannini atacó duramente al fiscal Ekström. Al cabo de cierto tiempo, el fiscal Ekström admitió que había ocurrido más o menos como Annika Giannini lo relató: recibió la ayuda del comisario Georg Nyström en la instrucción del sumario y aceptó información de Peter Teleborian. En el caso de Ekström no existía ninguna conspiración; como instructor del sumario se había dejado manipular, de buena fe, por la Sección. Cuando realmente comprendió la envergadura del asunto, decidió sobreseer los cargos contra Lisbeth Salander. La decisión significó que se podría prescindir de bastantes formalidades burocráticas. Iversen pareció aliviado.
Holger Palmgren estaba agotado tras su primer día en una sala de tribunal después de muchos años. Tuvo que volver a la cama de la residencia de Ersta. Lo llevó un vigilante uniformado de Milton Security. Antes de irse, puso la mano en el hombro de Lisbeth Salander. Se miraron un rato. Luego, ella asintió y sonrió ligeramente.
A las siete de la tarde, Annika Giannini le hizo una apresurada llamada a Mikael Blomkvist y le comunicó que Lisbeth Salander había sido absuelta de todos los cargos, pero que tendría que permanecer en la jefatura de policía unas cuantas horas más para prestar declaración.
La llamada se produjo cuando todos los colaboradores de Millennium se encontraban en la redacción. Los teléfonos no habían cesado de sonar desde que, a la hora de la comida, empezaron a distribuir, por mensajero, los primeros ejemplares de la revista a las otras redacciones periodísticas de Estocolmo. A lo largo de la tarde, TV4 había emitido en exclusiva las primeras noticias sobre Zalachenko y la Sección. Aquello era una auténtica fiesta mediática.
Mikael se situó en medio de la redacción, se metió los dedos en la boca y silbó.
—Me acaban de avisar de que Lisbeth Salander ha sido absuelta de todos los cargos.
Hubo un aplauso espontáneo. Luego todos siguieron hablando por teléfono como si no hubiese pasado nada.
Mikael alzó la vista y se centró en la televisión que había encendida en la sala. El especial informativo de Nyheterna de TV4 acababa de empezar. En los titulares se mostraba un pequeño fragmento de la película en la que se veía a Jonas Sandberg colocando la cocaína en el apartamento de Bellmansgatan.
—En la imagen pueden ustedes observar cómo un funcionario de la Säpo esconde cocaína en casa del periodista Mikael Blomkvist, de la revista Millennium.
Acto seguido apareció en imagen la presentadora.
—Durante el día de hoy se ha detenido a una decena de agentes de la policía de seguridad acusados de numerosos delitos de gravedad; entre ellos, varios asesinatos. Bienvenidos a este informativo especial que hoy tendrá una duración mayor de lo habitual.
Mikael quitó el sonido justo cuando la de TV4 entró en imagen y se vio a sí mismo sentado en un sillón del estudio. Ya sabía lo que había dicho. Desplazó la mirada hasta la mesa donde Dag Svensson había estado trabajando. No quedaba ni el menor rastro de su reportaje sobre trafficking; el escritorio había vuelto a ser un vertedero de revistas y desorganizados montones de papeles de los que nadie se quería hacer cargo.
Fue en esa misma mesa donde el caso Zalachenko empezó para Mikael. Deseó que Dag Svensson hubiera podido vivir aquel final. Algunos ejemplares de su recién impreso libro sobre el trafficking se encontraban ya allí, junto al libro sobre la Sección.
Te habría encantado todo esto.
Oyó que el teléfono de su despacho estaba sonando, pero le dio pereza cogerlo. Cerró la puerta, entró en el despacho de Erika Berger y se dejó caer en uno de los cómodos sillones que había al lado de la mesita, junto a la ventana. Erika estaba hablando por teléfono. Miró a su alrededor. Ya hacía un mes que ella había vuelto, pero aún no había tenido tiempo de abarrotar la estancia con todos esos objetos personales que había recogido cuando dejó su trabajo en abril: tenía vacía la librería y todavía no había colgado ningún cuadro.
—¿Qué tal? —preguntó Erika cuando colgó.
—Creo que soy feliz —dijo.
Ella se rió.
—La Sección va a arrasar. Están como locos en todas las redacciones. ¿Quieres ir a Aktuellt a las nueve para hacer una entrevista?
—No.
—Me lo imaginaba.
—Vamos a tener que hablar de esto durante meses. No hay prisas.
Ella asintió.
—¿Qué vas a hacer esta noche?
—No lo sé.
Mikael se mordió el labio inferior.
—Erika… Yo…
—Figuerola —dijo Erika Berger, y sonrió.
Él asintió.
—¿Va en serio?
—No lo sé.
—Ella está enamoradísima de ti.
—Creo que yo también estoy enamorado de ella —dijo él.
—Me mantendré alejada hasta que lo tengas claro.
Él hizo un gesto afirmativo.
—Bueno, a lo mejor —aclaró ella.
A las ocho, Dragan Armanskij y Susanne Linder llamaron a la puerta de la redacción. Consideraron que el momento exigía champán y traían una bolsa de Systembolaget con botellas. Erika Berger abrazó a Susanne Linder y le enseñó la redacción mientras Armanskij se sentaba en el despacho de Mikael.
Tomaron champán. Nadie dijo nada en un buen rato. Fue Armanskij quien rompió el silencio.
—¿Sabes, Blomkvist? Cuando nos conocimos a raíz de aquella historia de Hedestad me caíste fatal.
—¿Sí?
—Subisteis a firmar cuando contrataste a Lisbeth como investigadora.
—Me acuerdo perfectamente.
—Creo que me diste envidia. Hacía tan sólo un par de horas que la conocías y ella ya se reía contigo. Yo llevaba años intentando ser su amigo y ni siquiera logré que sonriera.
—Bueno… yo tampoco he tenido mucho éxito que digamos.
Permanecieron un rato en silencio.
—Qué bien que esto haya acabado —dijo Armanskij.
—Amén —zanjó Mikael.
Fueron los inspectores Jan Bublanski y Sonja Modig los que realizaron el interrogatorio formal de la testigo Lisbeth Salander. No habían hecho más que llegar a sus respectivas casas, después de una jornada laboral particularmente larga, cuando tuvieron que volver casi enseguida a jefatura.
Salander se encontraba acompañada por Annika Giannini, quien, sin embargo, no tuvo que hacer muchos comentarios. Lisbeth Salander contestó con precisión a todas las preguntas que Bublanski y Modig le formularon.
Mintió sistemáticamente respecto a dos cuestiones principales. Al describir lo ocurrido en Stallarholmen se obstinó en mantener que había sido Sonny Nieminen el que, por error, le disparó en el pie a Carl-Magnus «Magge» en el mismo instante en el que ella le daba con una pistola eléctrica. ¿Que de dónde había sacado la pistola eléctrica? Se la había quitado a Magge Lundin, explicó.
Tanto Bublanski como Modig se mostraron escépticos. Pero no existían pruebas ni testigos que pudieran contradecir su explicación. Si acaso, Sonny Nieminen, pero él se negó a pronunciarse sobre el incidente. La verdad era que no tenía ni idea de lo que sucedió unos segundos después de que la descarga de la pistola eléctrica lo dejara K.O.
Por lo que a Gosseberga se refería, Lisbeth explicó que su objetivo había sido ir hasta allí para enfrentarse a su padre y persuadirlo de que se entregara a la policía.
Lisbeth Salander puso carita de inocente.
Nadie podía determinar si decía la verdad o no. Annika Giannini no tenía nada que decir al respecto.
El único que sabía con certeza que Lisbeth Salander había ido hasta Gosseberga con la intención de terminar de una vez por todas sus relaciones con él era Mikael Blomkvist. Pero a él lo habían echado del juicio poco después de que la vista se hubiese retomado. Nadie sabía que él y Lisbeth Salander habían mantenido largas conversaciones nocturnas por Internet mientras ella estuvo aislada en Sahlgrenska.
Los medios de comunicación se perdieron por completo la puesta en libertad de Lisbeth. Si se hubiese conocido la hora, un nutrido grupo de periodistas habría ocupado el edificio de la jefatura de policía. Pero los reporteros estaban agotados tras el caos surgido en esa jornada en la que había salido Millennium y algunos miembros de la Säpo habían sido detenidos por otros miembros de la Säpo.
La de TV4 era la única periodista que, como venía siendo habitual, sabía de qué iba la historia. Su programa, de una hora de duración, se convirtió en un clásico y unos meses después le valió el premio al mejor reportaje informativo de televisión del año.
Sonja Modig sacó a Lisbeth Salander de jefatura. Bajó con ella y Annika Giannini hasta el garaje y luego las llevó al bufete que la abogada tenía en Kungsholms Kyrkoplan. Allí se subieron al coche de Annika Giannini. Antes de arrancar, Annika esperó a que Sonja Modig hubiera desaparecido. Acto seguido enfiló rumbo a Södermalm.
Cuando estaban a la altura del edificio del Riksdag, Annika rompió el silencio.
—¿Adónde? —preguntó.
Lisbeth reflexionó unos segundos.
—Déjame en Lundagatan.
—Miriam Wu no está.
Lisbeth miró de reojo a Annika Giannini.
—Se fue a Francia poco después de que le dieran el alta en el hospital. Vive con sus padres, si quieres contactar con ella.
—¿Por qué no me lo has contado?
—No me lo preguntaste.
—Mmm.
—Necesitaba distanciarse de todo. Esta mañana Mikael me ha dado esto y me ha dicho que probablemente quisieras recuperarlo.
Annika le dio un juego de llaves. Lisbeth lo cogió sin pronunciar palabra.
—Gracias. ¿Me puedes dejar entonces en algún sitio de Folkungagatan?
—¿Ni siquiera a mí me quieres contar dónde vives?
—Otro día. Ahora quiero estar sola.
—Vale.
Annika había encendido su móvil después del interrogatorio, justamente cuando abandonaron el edificio de jefatura de policía. Empezó a pitar cuando pasó Slussen. Miró la pantalla.
—Es Mikael. Ha llamado cada diez minutos más o menos durante las últimas horas.
—No quiero hablar con él.
—De acuerdo. Pero ¿te puedo hacer una pregunta personal?
—Sí.
—¿Qué es lo que Mikael te ha hecho en realidad para que lo odies tanto? Quiero decir que si no fuera por él, lo más probable es que hoy te hubieran encerrado en el psiquiátrico.
—No odio a Mikael. No me ha hecho nada. Es sólo que ahora mismo no lo quiero ver.
Annika Giannini miró de reojo a su clienta.
—No pienso entrometerme en tus relaciones personales, pero te enamoraste de él, ¿verdad?
Lisbeth miró por la ventanilla lateral sin contestar.
—Por lo que respecta a las relaciones sentimentales, mi hermano es un completo irresponsable. Se pasa la vida follando y no es capaz de ver cuánto daño les puede hacer a las mujeres que lo consideran algo más que un ligue ocasional.
La mirada de Lisbeth se topó con la de Annika.
—No quiero hablar de Mikael contigo.
—Vale —dijo Annika.
Paró el coche junto al bordillo de la acera poco antes de Erstagatan.
—¿Está bien aquí?
—Sí.
Permanecieron un instante en silencio. Luego Annika apagó el motor.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Lisbeth.
—Pues lo que pasa es que a partir de ahora ya no estás sometida a tutela administrativa. Puedes hacer lo que te dé la gana. Aunque hoy hemos avanzado mucho en el tribunal, la verdad es que todavía queda bastante papeleo. En la comisión de tutelaje se abrirá una investigación para exigir responsabilidades, y también se hablará de una compensación y cosas por el estilo. Y la investigación criminal seguirá.
—No quiero ninguna compensación. Quiero que me dejen en paz.
—Lo entiendo. Pero mucho me temo que da igual lo que tú pienses. Este proceso va más allá de tus intereses personales. Te aconsejo que te busques un abogado que te pueda representar.
—¿No quieres seguir siendo mi abogada?
Annika se frotó los ojos. Después de las emociones de ese día se sentía completamente vacía. Quería irse a casa, ducharse y dejar que su marido le masajeara la espalda.
—No lo sé. No confías en mí. Y yo no confío en ti. La verdad es que no tengo ganas de involucrarme en un largo proceso donde sólo me encuentro con frustrantes silencios cuando propongo algo o quiero hablar de alguna cosa.
Lisbeth permaneció callada un largo rato.
—Yo… Las relaciones no se me dan muy bien. Pero la verdad es que confío en ti.
Sonó casi como una excusa.
—Es posible. Pero no es mi problema que se te den fatal las relaciones. Aunque sí lo sería si te vuelvo a representar.
Silencio.
—¿Quieres que siga siendo tu abogada?
Lisbeth asintió. Annika suspiró.
—Vivo en Fiskargatan 9, al lado de la plaza de Mosebacke. ¿Me puedes llevar hasta allí?
Annika miró a su clienta por el rabillo del ojo. Al final arrancó el motor. Dejó que Lisbeth la guiara hasta la dirección correcta. Paró el coche un poco antes de donde se encontraba el edificio.
—De acuerdo —dijo Annika—. Intentémoslo. Te representaré, pero éstas son mis condiciones: cuando necesite hablar contigo quiero que me cojas el teléfono; cuando necesite saber cómo quieres que actúe, exijo respuestas claras; si te llamo y te digo que tienes que ver a un policía o a un fiscal, o que hagas alguna otra cosa relacionada con la investigación, será porque he considerado que resulta imprescindible. Exijo que te presentes en el lugar y a la hora acordados y que no me vengas con excusas. ¿Podrás vivir con eso?
—Vale.
—Y si empiezas a complicarme la vida, dejaré de ser tu abogada. ¿Lo has entendido?
Lisbeth asintió.
—Otra cosa: no quiero verme envuelta en ningún drama entre tú y mi hermano. Si tienes problemas con él, los tendrás que arreglar tú solita. Pero la verdad es que él no es tu enemigo.
—Ya lo sé. Lo arreglaré. Pero necesito tiempo.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—No lo sé. Puedes contactar conmigo por correo electrónico. Prometo contestar en cuanto pueda, aunque quizá no lo mire todos los días…
—Tener una abogada no te convierte en ninguna esclava. De momento, nos contentaremos con eso. Anda, sal del coche: estoy hecha polvo y quiero irme a casa a dormir.
Lisbeth abrió la puerta y salió. Se detuvo cuando estaba a punto de cerrar. Dio la impresión de que deseaba decir algo y no encontraba las palabras. Por un momento, Lisbeth se le antojó a Annika casi casi vulnerable.
—Está bien —dijo Annika—. Vete a casa a descansar. ¡Y no te metas en líos!
Lisbeth Salander se quedó en la acera siguiendo con la mirada el coche de Annika Giannini hasta que las luces traseras desaparecieron al doblar la esquina.
—Gracias —acabó diciendo.