Viernes, 15 de julio
A las doce y media el juez Iversen golpeó la mesa con la maza, dando así por reanudada la vista oral. No pudo evitar advertir la presencia de una tercera persona en la mesa de Annika Giannini. Holger Palmgren estaba sentado en una silla de ruedas.
—Hola, Holger —dijo el juez Iversen—. Hacía mucho tiempo que no te veía en una sala de tribunal.
—Buenos días, juez Iversen. Bueno, es que algunos casos son tan complicados que los juniors necesitan un poco de ayuda.
—Pensaba que habías dejado de ejercer.
—He estado de baja. Pero la abogada Giannini me ha contratado para este caso como su asesor.
—Entiendo.
Annika Giannini se aclaró la voz.
—También cabe añadir que Holger Palmgren representó durante muchos años a Lisbeth Salander.
—No tengo nada que objetar —contestó el juez Iversen.
Le hizo un movimiento de cabeza a Annika Giannini para que empezara. Ella se levantó. Siempre la había disgustado esa pésima costumbre sueca de realizar una vista oral con todos sentados alrededor de una mesa manteniendo un tono informal, casi como si se tratara de una cena. Se sentía mucho mejor cuando hablaba de pie.
—Creo que tal vez debamos empezar con los últimos comentarios de esta mañana. Señor Teleborian, ¿por qué desestima usted sistemáticamente todas las afirmaciones que provienen de Lisbeth Salander?
—Porque es obvio que son falsas —contestó Peter Teleborian.
Estaba tranquilo y relajado. Annika Giannini asintió y se dirigió al juez Iversen.
—Señor juez: el señor Peter Teleborian afirma que Lisbeth Salander miente y se imagina cosas. Ahora la defensa va a probar que todas y cada una de las palabras que se encuentran en la autobiografía de Lisbeth Salander son verdaderas. Vamos a aportar documentación que demuestra que así es: tanto gráfica y escrita como con la ayuda de algunos testimonios. Hemos llegado ya a ese punto del juicio en el que el fiscal ha expuesto las líneas principales de su demanda. Las hemos escuchado y ahora conocemos exactamente la naturaleza de las acusaciones realizadas contra Lisbeth Salander.
De repente, Annika Giannini notó que tenía la boca seca y que le temblaba la mano. Inspiró profundamente y bebió un poco de Ramlösa. Luego se agarró con firmeza al respaldo de la silla para no revelar sus nervios.
—De la exposición del fiscal podemos extraer la conclusión de que le sobran opiniones, pero que, para su desgracia, le faltan pruebas. Cree que Lisbeth Salander disparó a Carl-Magnus Lundin en Stallarholmen. Afirma que ella fue a Gosseberga con la intención de matar a su padre. Supone que mi clienta es una esquizofrénica paranoica y que sufre todo tipo de enfermedades psíquicas. Y esa suposición se basa en una sola fuente: el doctor Peter Teleborian.
Hizo una pausa y recuperó el aliento. Se obligó a hablar despacio.
—A día de hoy las pruebas se apoyan, única y exclusivamente, en Peter Teleborian. Si él tuviera razón, todo sería perfecto: en tal caso, lo que más le convendría a mi clienta sería recibir esos especializados cuidados médicos de los que hablan tanto él como el fiscal.
Pausa.
—Pero si el doctor Teleborian se equivoca, el asunto toma un cariz completamente distinto. Y si, además, miente conscientemente, entonces estamos hablando de que ahora mismo mi clienta está siendo objeto de una violación de sus derechos que se ha venido cometiendo durante muchos años.
Se dirigió a Ekström.
—Lo que esta tarde haremos será demostrar que su testigo se equivoca y que a usted, como fiscal, le han engañado vendiéndole todas esas falsas conclusiones.
Peter Teleborian mostró una complacida sonrisa. Hizo un gesto con las manos y movió la cabeza invitando a Annika Giannini a continuar. Ella se dirigió al juez Iversen.
—Señor juez: voy a demostrar que la llamada evaluación psiquiátrica forense de Peter Teleborian es falsa de principio a fin. Voy a demostrar que miente conscientemente sobre Lisbeth Salander. Voy a demostrar que mi clienta ha sido objeto de una grave vulneración de sus derechos constitucionales. Y voy a demostrar que es tan inteligente y está tan cuerda como cualquier otra persona de esta sala.
—Perdone, pero… —replicó Ekström.
—Un momento —se apresuró a decir Annika, levantando un dedo—; durante dos días le he dejado hablar sin interrumpirlo. Ahora me toca a mí.
Volvió a dirigirse al juez Iversen.
—No pronunciaría una acusación tan grave ante un tribunal si no tuviera una sólida base de pruebas.
—Descuide… Continúe —dijo Iversen—, pero no quiero saber nada de grandes teorías conspirativas. Recuerde que la pueden procesar por difamación, incluso por afirmaciones hechas ante el tribunal.
—Gracias. Lo tendré en cuenta.
Se volvió hacia Teleborian, que daba la impresión de seguir disfrutando con la situación.
—En repetidas ocasiones esta defensa ha solicitado que se le permitiera consultar el historial médico de Lisbeth Salander correspondiente a la época en la que estuvo ingresada en su clínica de Sankt Stefan, durante sus primeros años de adolescencia. ¿Por qué no nos ha sido entregado?
—Porque un tribunal de primera instancia decidió clasificarlo y eso se hizo pensando en el bien de Lisbeth Salander, pero si una instancia superior anula esa decisión, por supuesto que lo entregaré.
—Gracias. Durante los dos años que Lisbeth Salander pasó en Sankt Stefan, ¿cuántas noches estuvo inmovilizada con correas en una camilla?
—Así, a bote pronto, no sabría decirlo.
—Ella afirma que fueron trescientas ochenta de las setecientas ochenta y seis que pasó en Sankt Stefan.
—No podría decir un número exacto, pero eso es una exageración desmesurada. ¿De dónde sale esa cifra?
—De su autobiografía.
—¿Me quiere usted decir que después de tanto tiempo todavía recuerda el número de noches exactas que pasó amarrada a la camilla? Eso es absurdo.
—¿Lo es? ¿De cuántas se acuerda usted?
—Lisbeth Salander era una paciente muy agresiva y muy inclinada a la violencia, de modo que en más de una ocasión hubo que encerrarla en una habitación libre de estímulos. Quizá sea conveniente que explique el objetivo de la habitación libre de estímulos…
—Gracias, no será necesario. En teoría es una habitación en la que un paciente no debe recibir ningún estímulo sensorial que le pueda causar inquietud. ¿Cuántos días y cuántas noches pasó Lisbeth Salander, con trece años de edad, inmovilizada en un sitio así?
—Unos… grosso modo quizá una treintena de ocasiones mientras permaneció ingresada en la clínica.
—Treinta. Eso es tan sólo una ínfima parte de las trescientas ochenta que afirma ella.
—Indudablemente.
—Menos del diez por ciento de la cifra que ella da.
—Sí.
—¿Nos ofrecería su historial médico una información más exacta del tema?
—Es posible.
—Estupendo —dijo Annika Giannini antes de sacar un considerable montón de papeles de su maletín—. Me gustaría entonces proceder a entregarle al tribunal una copia del historial de Lisbeth Salander de Sankt Stefan. He sumado el número de veces que pasó inmovilizada en la camilla y me sale un total de trescientas ochenta y una, es decir, una cifra incluso superior a la que ha indicado mi clienta.
Los ojos de Peter Teleborian se abrieron de par en par.
—Oiga, un momento… eso es información confidencial. ¿De dónde la ha sacado?
—Me la ha dado un reportero de la revista Millennium. Así que muy confidencial no creo que sea, cuando se encuentra tirada por ahí en la mesa de cualquier redacción cogiendo polvo. Quizá deba añadir que hoy mismo la revista Millennium va a publicar algunos fragmentos de ese historial. De modo que considero que también habría que brindarle a este tribunal la oportunidad de que lo leyera.
—Eso es ilegal…
—No. Lisbeth Salander ha autorizado su publicación. El caso es que mi clienta no tiene nada que ocultar…
—Su clienta fue declarada incapacitada y no tiene derecho, por sí misma, a tomar ninguna decisión al respecto.
—Ya volveremos luego a ese punto. Analicemos primero lo que ocurrió en Sankt Stefan.
El juez Iversen frunció el ceño y cogió el historial que Annika Giannini le entregó.
—Para el fiscal no he hecho ninguna copia; hará ya cosa de un mes que él recibió estos documentos en los que se demuestra cómo se vulneró la integridad de mi clienta.
—¿Cómo? —preguntó Iversen.
—El fiscal Ekström ya recibió, de mano de Teleborian, una copia de este historial clasificado en una reunión mantenida en su despacho a las 17.00 horas del sábado 4 de junio de este mismo año.
—¿Es eso cierto? —preguntó Iversen.
El primer impulso de Richard Ekström fue negarlo todo. Luego se dio cuenta de que tal vez Annika Giannini dispusiera de alguna documentación que lo probara.
—Solicité consultar algunas partes del historial bajo secreto profesional —reconoció Ekström—. Tuve que asegurarme de que Salander tenía realmente el pasado que se decía.
—Gracias —dijo Annika Giannini—. Eso nos confirma que el doctor Teleborian no sólo ha mentido, sino que también, al entregar un historial que está clasificado, cómo él mismo afirma, ha cometido un delito.
—Tomamos nota de eso —dijo Iversen.
De repente, se vio al juez Iversen muy despierto. De una manera muy poco habitual, Annika Giannini acababa de realizar un duro ataque a un testigo y ya había destrozado una parte importante de su testimonio. Y afirma que puede documentar todo lo que dice. Iversen se ajustó las gafas.
—Doctor Teleborian, partiendo de este historial que usted mismo ha redactado, ¿puede decirme ahora cuantos días y cuántas noches pasó Lisbeth Salander inmovilizada con correas?
—No recordaba que hubiesen sido tantos, pero si eso es lo que dice el historial, no me queda más remedio que creérmelo.
—Trescientos ochenta y un días con sus respectivas noches. ¿No es un número excepcionalmente alto?
—Es mucho más de lo normal, sí.
—Si usted tuviera trece años y alguien lo amarrara con un correaje de cuero a una camilla con estructura de acero durante más de un año, ¿cómo se sentiría? ¿Lo viviría como una tortura?
—Debe usted entender que la paciente resultaba peligrosa no sólo para sí misma sino también para los demás…
—Vale, vamos a ver… Peligrosa para sí misma: ¿alguna vez Lisbeth Salander se ha hecho daño a sí misma?
—Temíamos que…
—Repito la pregunta: ¿alguna vez Lisbeth Salander se ha hecho daño a sí misma? ¿Sí o no?
—Un psiquiatra tiene que aprender a interpretar cada caso de forma global. Por lo que respecta a Lisbeth Salander podemos apreciar, por ejemplo, que tiene el cuerpo lleno de una gran cantidad de tatuajes y piercings, algo que también es una muestra de un comportamiento autodestructivo y una forma de infligir daño a su cuerpo. Eso podemos interpretarlo como una manifestación de odio hacia sí misma.
Annika Giannini se volvió hacia Lisbeth Salander.
—¿Son tus tatuajes una manifestación de odio hacia ti misma? —preguntó.
—No —contestó Lisbeth Salander.
Annika Giannini se volvió a dirigir a Teleborian.
—¿Me está usted diciendo que yo, que llevo pendientes y que, de hecho, tengo un tatuaje en un sitio bastante íntimo, represento un peligro para mí misma?
Holger Palmgren no pudo reprimir una risita que acabó convirtiendo en carraspeo.
—No, no es eso… Los tatuajes también pueden formar parte de un ritual social.
—¿Quiere decir que los tatuajes de Lisbeth Salander no se incluyen en este ritual social?
—Usted misma puede observar que sus tatuajes son grotescos y que cubren una parte considerable de su cuerpo. No se trata del típico fetichismo estético ni de una forma normal de decorar su cuerpo.
—¿Cuál es el tanto por ciento?
—¿Perdón?
—¿A partir de qué porcentaje de superficie corporal tatuada deja de ser un fetichismo estético y se convierte en una enfermedad mental?
—Está usted tergiversando mis palabras.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué, según su opinión, es un ritual social completamente aceptable si se trata de mí u otros jóvenes, pero cuando se trata de mi clienta juega en su contra a la hora de evaluar su estado psíquico?
—Como ya he dicho, un psiquiatra debe intentar adquirir una visión global. Los tatuajes son sólo un indicio, uno de los muchos que debo considerar a la hora de evaluar su estado.
Annika Giannini guardó silencio unos segundos y le clavó la mirada a Peter Teleborian. Empezó a hablar muy despacio.
—Pero, doctor Teleborian, usted empezó a amarrar a mi clienta cuando tenía doce años y estaba a punto de cumplir trece. En esa época no llevaba ningún tatuaje, ¿a que no?
Peter Teleborian dudó unos segundos. Annika retomó la palabra.
—Supongo que no la amarró usted a la camilla porque pronosticara que en el futuro ella tendría la intención de hacerse tatuajes.
—No, claro que no. Sus tatuajes no tienen nada que ver con el estado en que se encontraba en 1991.
—Y con eso volvemos a la pregunta que le formulé al principio: ¿alguna vez Lisbeth Salander se hizo daño a sí misma para que usted se viera obligado a mantenerla amarrada a una camilla durante un año? ¿Se cortó, por ejemplo, con una navaja, una cuchilla de afeitar o algo parecido?
Por un momento, Peter Teleborian pareció inseguro.
—No, pero teníamos motivos para creer que constituía un peligro para sí misma.
—Motivos para creer… ¿Quiere decir que la amarró por una simple conjetura…?
—Realizamos nuestras evaluaciones.
—Llevo ya cinco minutos haciendo la misma pregunta. Usted afirma que el comportamiento autodestructivo de mi clienta fue lo que provocó que, de los dos años que la atendió, usted la tuviera inmovilizada más de uno. ¿Sería tan amable de darme, de una vez por todas, algún ejemplo de ese supuesto comportamiento autodestructivo del que ella dio muestras con tan sólo doce años?
—Bueno, la chica estaba, por ejemplo, extremadamente malnutrida. Eso se debía, entre otras cosas, a que se negaba a comer. Sospechamos que era anoréxica. Tuvimos que alimentarla a la fuerza en varias ocasiones.
—¿Por qué?
—Porque se negaba a comer, naturalmente.
Annika Giannini se dirigió a su clienta.
—Lisbeth, ¿es correcto que te negaste a comer en Sankt Stefan?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque ese cabrón me ponía psicofármacos en la comida.
—Ajá. Así que el doctor Teleborian te quería dar una medicación… ¿Y por qué no querías tomarla?
—No me gustaban los medicamentos que me daba. Me producían cansancio y me dejaban sin fuerzas. No podía pensar y estaba como atontada la mayor parte del tiempo. Resultaba desagradable. Y ese cabrón se negó a informarme de lo que contenía ese medicamento.
—De modo que te negaste a tomarla…
—Sí. Entonces empezó a meterme esa mierda en la comida. Y dejé de comer. Cada vez que me ponía algo en la comida me negaba a comer durante cinco días.
—Entonces, ¿pasaste hambre?
—No siempre. A veces, algunos cuidadores me pasaban a escondidas algún que otro bocadillo. Recuerdo en especial a uno que me daba de comer por las noches. Lo hizo en varias ocasiones.
—¿Quieres decir que el personal de Sankt Stefan, al ver que estabas hambrienta, te dio de comer para que no pasaras hambre?
—Fue sólo cuando estuve en guerra con ese cabrón por lo de la medicación.
—¿Así que existía una razón completamente lógica para que te negaras a comer?
—Sí.
—Entonces, ¿no se debía a que no quisieras comida?
—No. A menudo pasé hambre.
—¿Es correcto afirmar que estalló un conflicto entre tú y el doctor Teleborian?
—Sí, podríamos llamarlo así…
—Acabaste en Sankt Stefan porque rociaste gasolina sobre tu padre para luego prenderle fuego.
—Sí.
—¿Por qué lo hiciste?
—Porque maltrataba a mi madre.
—¿Alguna vez se lo contaste a alguien?
—Sí.
—¿A quién?
—Se lo conté a los policías que me interrogaron, a la comisión de asuntos sociales, a la comisión tutelar de menores, a varios médicos, a un pastor y a ese cabrón.
—¿Cuándo dices «ese cabrón» te refieres a…?
—Ese de ahí.
Señaló al doctor Peter Teleborian.
—¿Por qué lo llamas cabrón?
—Cuando llegué a Sankt Stefan intenté explicarle le ocurrido.
—¿Y qué te dijo el doctor Teleborian?
—No quiso escucharme. Me dijo que eran fantasías. Y que como castigo me iba a amarrar a la camilla hasta que dejara de fantasear. Y luego me intentó meter los psicofármacos.
—¡Tonterías! —dijo Peter Teleborian.
—¿Por eso no hablas con él?
—No le dirijo la palabra desde el día en que cumplí trece años; ése fue el regalo de cumpleaños que me hice a mí misma. Esa noche también estuve amarrada.
Annika Giannini se volvió a dirigir a Peter Teleborian.
—Doctor Teleborian, parece ser que la razón por la que mi clienta se negaba a comer era que ella no aceptaba que usted le administrara aquellos psicofármacos.
—Es posible que ella lo vea así.
—¿Y usted cómo lo ve?
—Tenía una paciente extraordinariamente difícil. Sigo manteniendo que su comportamiento indicaba que era peligrosa para sí misma, pero es posible que se trate de una cuestión de interpretación. En cambio, sí que era violenta y mostraba una conducta psicótica. No cabía duda de que resultaba peligrosa para los demás. De hecho, llegó a Sankt Stefan porque había intentado matar a su padre.
—Ya llegaremos a ese punto. Durante dos años usted fue el responsable de su tratamiento. Lisbeth permaneció trescientos ochenta y un días, con sus respectivas noches, inmovilizada en una camilla. ¿Podríamos decir que ésa fue su forma de castigarla cada vez que mi clienta no hacía lo que usted le decía?
—Eso es un auténtico disparate.
—¿Ah, sí? Veo que, según su historial, casi todas las inmovilizaciones tuvieron lugar durante el primer año… trescientas veinte de un total de trescientas ochenta y una ocasiones. ¿Por qué dejó de amarrarla?
—La paciente evolucionó y se volvió más equilibrada.
—¿No se debió a que sus métodos fueron tachados de excesivamente brutales por el resto del personal?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿Acaso el personal no presentó quejas contra, entre otras cosas, la alimentación forzosa de Lisbeth Salander?
—Como es lógico, siempre existen diferentes opiniones. Eso no tiene nada de extraño. Pero alimentarla a la fuerza se convirtió en una carga porque ella se resistía con mucha violencia…
—Porque se negaba a tomar psicofármacos que le producían cansancio y apatía. No tenía ningún problema con la comida cuando no contenía drogas. ¿No habría sido un método de tratamiento más razonable esperar un poco antes de recurrir a esas medidas de fuerza?
—Con todos mis respetos, señora Giannini: yo soy médico. Imagino que mi competencia en ese campo resulta algo mayor que la suya. Mi trabajo es juzgar qué tratamientos son los más adecuados.
—Es verdad que no soy médica, doctor Teleborian. Aunque lo cierto es que lo que se dice competencia no me falta del todo, pues, además de abogada, soy licenciada en psicología por la Universidad de Estocolmo. Es algo más que necesario para mi profesión.
Un silencio total invadió la sala. Tanto Ekström como Teleborian miraron atónitos a Annika Giannini. Ella continuó, implacable.
—¿No es cierto que su forma de tratar a mi clienta provocó a un fuerte conflicto entre usted y su superior, el médico jefe por aquel entonces, Johannes Caldin?
—No… No es cierto.
—Johannes Caldin falleció hace varios años, así que no podrá prestar declaración. Pero tenemos en la sala a una persona que se reunió con el médico jefe Caldin en varias ocasiones. Se trata de mi asesor, Holger Palmgren.
Se volvió hacia él.
—¿Nos puedes contar por qué?
Holger Palmgren se aclaró la voz. Seguía sufriendo las secuelas de su derrame cerebral y tuvo que concentrarse para formular las palabras sin ponerse a balbucir.
—Fui nombrado tutor de Lisbeth cuando su madre fue tan gravemente maltratada por el padre que se quedó minusválida y no pudo cuidar de su hija. La madre sufrió irreparables daños cerebrales y repetidos derrames.
—¿Estás hablando de Alexander Zalachenko?
El fiscal Ekström se inclinó hacia delante en señal de atención.
—Correcto —dijo Palmgren.
Ekström carraspeó.
—Querría señalar que acabamos de entrar en un tema en el que existe un alto grado de confidencialidad.
—Es difícil que sea un secreto el hecho de que Alexander Zalachenko maltratara durante una larga serie de años a la madre de Lisbeth Salander —replicó Annika Giannini.
Peter Teleborian levantó la mano.
—Me temo que el asunto no está tan claro como pretende hacernos creer la señora Giannini.
—¿Qué quiere decir?
—Es indudable que Lisbeth Salander fue testigo de una tragedia familiar y que en 1991 algo desencadenó un grave maltrato. Pero lo cierto es que no hay ningún documento que confirme que esa situación se prolongara durante muchos años, tal y como la señora Giannini sostiene. Aquello podría haber sido un hecho aislado o una simple discusión que se le fue de las manos. La verdad es que no existe ninguna documentación que demuestre que, en efecto, fue el señor Zalachenko el que maltrató a la madre. Según la información que obra en nuestro poder, ella ejercía la prostitución, así que no sería difícil pensar en la existencia de otros posibles autores.
Annika Giannini miró asombrada a Peter Teleborian. Por un segundo pareció haberse quedado muda. Luego intensificó la mirada.
—¿Puede explicarnos eso? —pidió.
—Lo que quiero decir es que, en la práctica, sólo disponemos de las afirmaciones de Lisbeth Salander.
—¿Y?
—Para empezar eran dos hermanas. La hermana de Lisbeth, Camilla Salander, nunca ha hecho acusaciones de ese tipo. Ella negó que hubiera malos tratos. Luego, no lo olvidemos, si en realidad hubiesen existido malos tratos de la envergadura que su clienta sostiene, habrían sido reflejados, como es lógico, en los informes de los servicios sociales.
—¿Existe alguna declaración de Camilla Salander a la que podamos tener acceso?
—¿Declaración?
—¿Dispone usted de alguna documentación que demuestre que, efectivamente, se interrogó a Camilla Salander sobre lo ocurrido en su casa?
Lisbeth Salander se rebulló inquieta en su silla al oír el nombre de su hermana. Miró a Annika Giannini por el rabillo del ojo.
—Supongo que los servicios sociales investigaron el caso…
—Hace un momento usted ha afirmado que Camilla Salander nunca dijo que Alexander Zalachenko maltratara a su madre; es más: ha afirmado que ella lo negó. ¿De dónde ha sacado usted ese dato?
De repente, Peter Teleborian se quedó callado unos cuantos segundos. Annika Giannini vio que se le transformó la mirada al darse cuenta de que había cometido un error. Comprendió adonde quería ir a parar ella, pero ya no había manera de evadir la pregunta.
—Creo recordar que quedó claro en el informe policial —acabó diciendo.
—¿Cree recordar?… Yo, en cambio, he buscado con todas mis ganas el informe de una investigación policial que hable de los acontecimientos ocurridos en Lundagatan cuando Alexander Zalachenko sufrió aquellas severas quemaduras. Lo único que he logrado encontrar han sido los escuetos partes redactados por los agentes allí presentes.
—Es posible…
—Así que me gustaría saber cómo se explica que usted haya leído un informe policial al que esta defensa no ha conseguido acceder.
—No puedo contestar a esa pregunta —dijo Teleborian—. Yo consulté el informe de la investigación cuando hice la evaluación psiquiátrica forense de Lisbeth Salander, inmediatamente después del intento de asesinato de su padre.
—¿Y el fiscal Ekström también ha podido ver ese informe?
Ekström se rebulló en su silla y se tiró de la perilla. Ya se había dado cuenta de que había subestimado a Annika Giannini. Sin embargo, no tenía ninguna razón para mentir.
—Sí, lo he visto.
—¿Por qué la defensa no ha tenido acceso a ese material?
—No pensé que fuera relevante para el caso.
—¿Sería tan amable de decirme cómo ha conseguido ver el informe? Cuando me dirigí a la policía me dijeron, simplemente, que ese informe no existe.
—Fue realizado por la policía de seguridad. Está clasificado.
—¿Así que la Säpo ha investigado un caso de grave maltrato a una mujer y luego ha decidido clasificar el informe?
—Eso se debió al autor… a Alexander Zalachenko. Era un refugiado político.
—¿Quién hizo el informe?
Silencio.
—No he oído nada. ¿Quién figuraba como autor del informe?
—Fue redactado por Gunnar Björck, del Departamento de extranjería de la DGP/Seg.
—Gracias. ¿Es el mismo Björck del que mi clienta afirma que colaboró con Peter Teleborian para falsificar la evaluación psiquiátrica que le efectuaron en 1991?
—Supongo que sí.
Annika Giannini se dirigió de nuevo a Peter Teleborian.
—En 1991 el tribunal decidió encerrar a Lisbeth Salander en una clínica psiquiátrica. ¿A qué fue debida esa decisión?
—El tribunal hizo una meticulosa evaluación de los actos cometidos por su clienta y de su estado psíquico; no olvidemos que había intentado matar a su padre con una bomba incendiaria. No se trata de una actividad a la que se dediquen los adolescentes normales, al margen de que lleven tatuajes o no.
Peter Teleborian sonrió educadamente.
—¿Y en qué se basó el tribunal? Si lo he entendido bien, tenían una sola evaluación psiquiátrica en la que basarse. Había sido redactada por usted y un policía llamado Gunnar Björck.
—Señora Giannini: eso trata sobre las teorías conspirativas de la señorita Salander. Aquí tengo que…
—Perdone, pero aún no he formulado la pregunta —dijo Annika Giannini para, a continuación, dirigirse de nuevo a Holger Palmgren—: Holger, estábamos hablando de que viste al jefe del doctor Teleborian, el médico jefe Caldin.
—Sí. Yo acababa de ser nombrado tutor de Lisbeth Salander. Todavía no la conocía; tan sólo me había cruzado con ella un par de veces. Como a todos los demás, me dio la impresión de que, psíquicamente, estaba muy enferma. Pero como iba a ser su tutor, deseaba informarme sobre su estado general de salud.
—¿Y qué te dijo el doctor Caldin?
—Pues que era la paciente del doctor Teleborian. El doctor Caldin no le había dedicado ninguna atención especial; tan sólo las habituales evaluaciones y cosas así. Hasta pasado un año no empecé a hablar de cómo rehabilitarla para volver a integrarla en la sociedad. Yo propuse una familia de acogida. No sé exactamente qué ocurrió en Sankt Stefan, pero, de repente, un día, cuando Lisbeth llevaba más de un año allí, el doctor Caldin empezó a interesarse por ella.
—¿Y cómo se manifestó ese interés?
—Me dio la sensación de que él hizo otra evaluación distinta a la del doctor Teleborian. En una ocasión me contó que había decidido cambiar su tratamiento. No me di cuenta hasta más tarde de que se refería a lo que aquí se ha venido llamando «inmovilización». Caldin decidió, simplemente, que ella no fuera inmovilizada; que no había razones para hacerlo.
—Entonces, ¿se puso en contra del doctor Teleborian?
—Perdone, pero está usted hablando de oídas —objetó Ekström.
—No —dijo Holger Palmgren—. No hablo de oídas; le pedí que me redactara un escrito para ver cómo se podría volver a integrar a Lisbeth Salander en la sociedad. Y el doctor Caldin me lo entregó. Todavía lo conservo.
Le dio un papel a Annika Giannini.
—¿Puedes contarnos lo que pone aquí?
—Es una carta del doctor Caldin dirigida a mí. Está fechada en octubre de 1992, o sea, cuando Lisbeth Salander ya llevaba veinte meses en Sankt Stefan. En la carta el doctor Caldin escribe expresamente que (cito) «mi decisión de que no se inmovilice a la paciente ni se la alimente a la fuerza ha tenido también como resultado visible que ella esté tranquila. No hay necesidad de psicofármacos. Sin embargo, la paciente se muestra extremadamente cerrada y poco comunicativa, y necesita más medidas de apoyo». Fin de la cita.
—O sea, que deja bien patente que se trata de una decisión suya.
—Correcto. También fue el doctor Caldin en persona el que tomó la decisión de que Lisbeth se integrara en la sociedad a través de una familia de acogida.
Lisbeth asintió. Se acordaba del doctor Caldin de la misma manera que se acordaba de todos los detalles de su estancia en Sankt Stefan. Se había negado hablar con él: era un loquero, otro más de la lista de batas blancas que querían hurgar en sus sentimientos. Pero fue amable y bondadoso. Ella estuvo en su despacho y lo escuchó cuando él le contó lo que opinaba de ella.
A Caldin pareció dolerle cuando ella se negó a dirigirle la palabra. Al final, Lisbeth lo miró a los ojos y le explicó su decisión:
—Jamás hablaré contigo ni con ningún otro loquero. No escucháis lo que digo. Podéis tenerme encerrada aquí hasta el día en que me muera. No va a cambiar nada. No hablaré con vosotros.
Lleno de asombro, el doctor Caldin la miró a los ojos. Luego asintió con la cabeza como si se hubiese dado cuenta de algo.
—Doctor Teleborian… Constato que fue usted quien encerró a Lisbeth Salander en una clínica psiquiátrica. Fue usted el que aportó al tribunal ese informe que constituyó la única base para que se tomara esa decisión. ¿Es correcto?
—Es correcto en lo que se refiere a los hechos. Pero yo opino que…
—Luego tendrá tiempo de sobra para expresar su opinión. Cuando Lisbeth Salander estaba a punto de cumplir dieciocho años, usted volvió a intervenir en su vida e intentó de nuevo que la encerraran en una clínica.
—En aquella ocasión no fui yo el que hizo la evaluación médica forense…
—Cierto: el informe fue redactado por un tal doctor Jesper H. Löderman, quien, casualmente, era uno de sus doctorandos por aquel entonces. Usted fue el director de su tesis; por lo tanto, que el informe fuese aprobado dependía de usted.
—No hay nada que no fuera ético ni correcto en esas evaluaciones. Se hicieron respetando todas las reglas del juego.
—Ahora Lisbeth Salander tiene veintisiete años y, por tercera vez, nos encontramos con que intenta convencer al tribunal de que ella está psíquicamente enferma y de que debe ser ingresada en un centro psiquiátrico.
El doctor Peter Teleborian inspiró profundamente. Annika Giannini venía bien preparada; lo había sorprendido con una serie de insidiosas preguntas en las que había conseguido tergiversar sus respuestas. Ella, además, no se había dejado seducir por sus encantos e ignoró por entero su autoridad. Él estaba acostumbrado a que la gente asintiera de forma aprobatoria cuando hablaba.
¿Qué es lo que sabe?
Miró de reojo al fiscal Ekström, pero se percató de que de ése era mejor no esperar ninguna ayuda. Tenía que capear el temporal él solito.
Se recordó a sí mismo que, a pesar de todo, él era toda una autoridad.
Da igual lo que ella diga. Lo que cuenta es mi evaluación.
Annika Giannini cogió el informe psiquiátrico forense de la mesa.
—Echemos un vistazo a su último informe. Dedica bastante energía a analizar la vida espiritual de Lisbeth Salander. Una buena parte de este informe se ocupa de las interpretaciones que usted ha hecho sobre su persona, su comportamiento y sus hábitos sexuales.
—Intenté ofrecer una visión general.
—Muy bien. Y partiendo de esa visión general llega usted a la conclusión de que Lisbeth Salander sufre de esquizofrenia paranoide.
—Bueno, no quería ceñirme a un diagnóstico demasiado exacto.
—Pero usted no llegó a esa conclusión hablando con Lisbeth Salander, ¿a que no?
—Sabe usted muy bien que su clienta se niega a contestar cuando yo o cualquier otra autoridad intentamos hablar con ella. Ese comportamiento resulta, ya de por sí, bastante elocuente. Se puede interpretar como que los rasgos paranoicos de la paciente se manifiestan con tanta intensidad que es incapaz, literalmente, de llevar una sencilla conversación con una persona de cierta autoridad. Piensa que todo el mundo quiere hacerle daño y se siente tan amenazada que se encierra en su impenetrable caparazón y se queda muda.
—Advierto que se expresa usted con sumo cuidado. Ha dicho que ese comportamiento «se puede interpretar como…».
—Sí, es verdad: me expreso con prudencia. La psiquiatría no es una ciencia exacta y debo tener cuidado con mis conclusiones, si bien es cierto que los psiquiatras no hacemos suposiciones a la ligera.
—Tiene usted mucho cuidado en cubrirse las espaldas, cuando lo que sucede, en realidad, es que no ha intercambiado ni una sola palabra con mi clienta desde la noche en que cumplió trece años, puesto que ella, con gran coherencia por su parte, se niega a hablar con usted.
—No sólo conmigo. No es capaz de entablar una conversación con ningún psiquiatra.
—Eso significa, tal y como escribe usted aquí, que sus conclusiones se basan en su experiencia profesional y en la observación de mi clienta.
—Correcto.
—¿Y qué conclusiones se pueden sacar observando a una chica que está sentada y cruzada de brazos y que se niega a hablar?
Peter Teleborian suspiró y, con un gesto en su rostro, dio a entender que le resultaba muy cansado tener que explicar obviedades. Sonrió.
—De una paciente que permanece callada sólo se puede sacar la conclusión de que se trata de una paciente que es buena en el arte de permanecer callada. Eso es, ya de por sí, un comportamiento perturbado, pero yo no baso mis conclusiones en eso.
—Esta tarde llamaré a declarar a otro psiquiatra. Se llama Svante Branden, es médico jefe de la Dirección Nacional de Medicina Forense y especialista en psiquiatría forense. ¿Lo conoce usted?
Peter Teleborian volvió a sentirse seguro. Sonrió. Había dado por hecho que Giannini iba a llamar a otro psiquiatra para intentar cuestionar sus conclusiones. Era una situación para la que ya venía preparado; podría confrontar, palabra por palabra y sin ningún tipo de problema, cada objeción que se le hiciera. Sería incluso más fácil tratar el tema con un compañero de profesión en una distendida disputa entre colegas que con alguien como Annika Giannini, que no tenía ninguna clase de inhibición y que estaba dispuesta a burlarse de sus palabras.
—Sí. Es un psiquiatra forense de reconocido prestigio. Pero debe entender, señora Giannini, que hacer una evaluación de este tipo es un proceso académico y científico. Usted puede estar en desacuerdo con mis conclusiones, y hasta es posible que otro psiquiatra interprete un comportamiento o un acontecimiento de una manera distinta a como lo haría yo. Se trata de diferentes puntos de vista o, tal vez, incluso, de hasta qué punto conoce un médico a su paciente. Quizá él llegue a una conclusión completamente distinta sobre Lisbeth Salander. No sería nada raro dentro de la psiquiatría.
—No lo he llamado para eso. No ha visto ni examinado a Lisbeth Salander y no va a sacar ninguna conclusión sobre su estado psíquico.
—Ah…
—Le he pedido que lea su informe y toda la documentación que usted ha aportado sobre Lisbeth Salander y que le eche un vistazo al historial de los años en los que estuvo ingresada en Sankt Stefan. Le he pedido que haga una evaluación, no sobre el estado de salud de mi clienta, sino sobre si, desde un punto de vista estrictamente científico, las conclusiones a las que usted ha llegado se sostienen.
Peter Teleborian se encogió de hombros.
—Con todos mis respetos… creo que tengo mejores conocimientos sobre Lisbeth Salander que ningún otro psiquiatra del país. He seguido su evolución desde que tenía doce años y, por desgracia, mis conclusiones han sido siempre confirmadas por su comportamiento.
—Muy bien —dijo Annika Giannini—. Entonces veamos esas conclusiones. Dice usted en su informe que el tratamiento se interrumpió cuando ella tenía quince años y fue destinada a una familia de acogida.
—Correcto. Fue un grave error. Si hubiésemos podido terminar el tratamiento, quizá hoy no estaríamos aquí.
—¿Quiere usted decir que si hubiese tenido posibilidad de mantenerla inmovilizada con correas un año más, tal vez se habría vuelto más dócil?
—Ese ha sido un comentario de muy mal gusto.
—Le pido disculpas. Cita extensamente el informe que su doctorando, Jesper H. Löderman, realizó cuando Lisbeth Salander estaba a punto de cumplir dieciocho años. Escribe usted que «el abuso de alcohol y drogas, así como la promiscuidad a la que ella se ha entregado desde que salió de Sankt Stefan, no hacen sino confirmar su comportamiento autodestructivo y antisocial». ¿A qué se refiere con eso?
Peter Teleborian permaneció callado durante unos segundos.
—Bueno… déjeme que haga memoria. Desde que se le dio el alta de Sankt Stefan, Lisbeth Salander tuvo, tal y como yo predije, problemas con el alcohol y las drogas. Fue detenida por la policía en repetidas ocasiones. Además, un informe de los servicios sociales determinó que mantenía, sin ningún tipo de control, relaciones sexuales con hombres mayores, y que era muy probable que se dedicara a la prostitución.
—Analicemos eso. Dice usted que abusaba del alcohol. ¿Con qué frecuencia se emborrachaba?
—¿Perdón?
—¿Estaba borracha todos los días desde que salió de Sankt Stefan y hasta que cumplió los dieciocho años? ¿Se emborrachaba una vez por semana?
—Eso, como usted comprenderá, no lo sé.
—Pero ha dado por sentado que abusaba del alcohol…
—Era menor de edad y, en repetidas ocasiones, fue detenida en estado de embriaguez por la policía.
—Es la segunda vez que comenta que fue detenida en repetidas ocasiones. ¿Cuántas veces ocurrió? ¿Una vez por semana… una vez cada dos semanas…?
—No, no tantas…
—Lisbeth Salander fue detenida por embriaguez en dos ocasiones cuando contaba, respectivamente, dieciséis y diecisiete años de edad. En una de ellas se encontraba tan borracha que la llevaron al hospital. Esas son todas las «repetidas ocasiones» a las que usted se refiere. ¿Estuvo borracha algún día más?
—No lo sé, pero uno puede sospechar que su comportamiento…
—Perdone, ¿he oído bien? No sabe si en toda su adolescencia estuvo ebria en más de dos ocasiones, pero sospecha que así fue. Y, aun así, se atreve a afirmar que Lisbeth Salander se encuentra en un círculo vicioso de alcohol y drogas.
—Bueno, ésas fueron las conclusiones de los servicios sociales. No las mías. Se trataba de ver en su conjunto la situación en la que Lisbeth Salander se encontraba. Como cabía esperar, desde que se le interrumpió el tratamiento y su vida se convirtió en un círculo vicioso de alcohol, intervenciones policiales y una descontrolada promiscuidad, su pronóstico no resultaba nada alentador.
—¿A qué se refiere con lo de «descontrolada promiscuidad»?
—Sí… Es un término que indica que no tenía control sobre su propia vida. Mantenía relaciones sexuales con hombres mayores.
—Eso no es ilegal.
—No, pero es un comportamiento anormal para una chica de dieciséis años. De modo que nos podemos preguntar si mantenía esas relaciones por su propia voluntad o si era coaccionada.
—Pero usted afirmó que era prostituta.
—Quizá fuera una consecuencia lógica de su falta de formación, de su incapacidad para asimilar las enseñanzas del colegio y, por lo tanto, de continuar con sus estudios, y de la dificultad para encontrar un trabajo. Es posible que viera a esos hombres mayores como figuras paternales y que las recompensas económicas por los servicios sexuales prestados las viera tan sólo como una bonificación extra. En cualquier caso, lo considero un comportamiento neurótico.
—¿Quiere decir que una chica de dieciséis años que mantiene relaciones sexuales es una neurótica?
—Está tergiversando mis palabras.
—Pero ¿no sabe si ella recibió alguna vez una recompensa económica por sus servicios sexuales?
—Nunca la detuvieron por prostitución.
—Algo por lo que difícilmente podrían haberla detenido, ya que no constituye delito.
—Eh, sí; eso es verdad. Pero en su caso se trata de un compulsivo comportamiento neurótico.
—Y partiendo de ese pobre material no ha dudado ni un instante en sacar la conclusión de que Lisbeth Salander es una enferma mental. Cuando yo tenía dieciséis años cogí una cogorza de muerte bebiéndome media botella de vodka que le robé a mi padre. ¿Quiere eso decir que soy una enferma mental?
—No, claro que no.
—¿No es cierto que usted mismo, en Uppsala, cuando tenía diecisiete años, estuvo en una fiesta en la que se emborrachó tanto que se fue con un grupo al centro y todos juntos se pusieron a romper cristales en una plaza? ¿Y no es menos cierto que lo detuvo la policía, lo metieron en el calabozo hasta que se le pasó la borrachera y luego le pusieron una multa?
Peter Teleborian pareció quedarse perplejo.
—¿A que sí?
—Sí… Uno hace tantas tonterías cuando se tienen diecisiete años… Pero…
—Pero eso no le indujo a deducir que sufría una grave enfermedad mental, ¿verdad?
Peter Teleborian estaba irritado. Esa maldita… abogada tergiversaba constantemente sus palabras y se centraba en detalles insignificantes. Se negaba a ver el caso en su conjunto. Insertaba razonamientos por completo irrelevantes, como lo de que él se había emborrachado… ¿Cómo diablos se había enterado ella de eso?
Carraspeó y alzó la voz.
—Los informes de los servicios sociales resultaron inequívocos y confirmaron en todo lo esencial que Lisbeth Salander llevaba una vida que giraba en torno al alcohol, las drogas y la promiscuidad. Los servicios sociales también dejaron claro que Lisbeth Salander era prostituta.
—No. Los servicios sociales nunca afirmaron que ella fuera prostituta.
—Fue detenida en…
—No. No fue detenida. La cachearon en una ocasión, cuando contaba diecisiete años, porque la sorprendieron en Tantolunden en compañía de un hombre considerablemente mayor. Durante el mismo año fue detenida por embriaguez. En esa ocasión también se encontraba acompañada de un hombre bastante mayor. Los servicios sociales temían que quizá se dedicara a la prostitución. Pero nunca ha salido a la luz ninguna prueba que confirme esa sospecha.
—Tenía una vida sexual muy libertina en la que mantenía relaciones con una gran cantidad de personas, tanto chicos como chicas.
—En su informe, cito de la página cuatro, usted se detiene en los hábitos sexuales de Lisbeth Salander. Sostiene que su relación con su amiga Miriam Wu confirma los temores de que padeciera una psicopatía sexual. ¿Podría ser más explícito?
De repente Peter Teleborian se calló.
—Espero sinceramente que no piense defender que la homosexualidad es una enfermedad mental… Ese tipo de afirmaciones podría ser punible.
—No, claro que no. Me refiero a los ingredientes de sadismo sexual de su relación.
—¿Quiere decir que ella es sádica?
—Yo…
—Tenemos la declaración que la policía le tomó a Miriam Wu. No existía ninguna violencia en su relación.
—Se dedicaban al sexo BDSM y…
—Ahora creo de verdad que se ha pasado leyendo los tabloides. En determinadas ocasiones Lisbeth Salander y su amiga Miriam Wu se entregaban a unos juegos sexuales en los que Miriam Wu ataba a mi clienta y la satisfacía sexualmente. No es ni especialmente raro ni está prohibido. ¿Es por eso por lo que quiere encerrar a mi clienta?
Peter Teleborian hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Si me lo permite, le hablaré de mi vida personal: cuando estaba en el instituto me emborraché varias veces. Con dieciséis años cogí una cogorza de campeonato. He probado las drogas. He fumado marihuana y en una ocasión, hará ya unos veinte años, tomé cocaína. Perdí mi virginidad con un compañero de clase cuando tenía quince años, y, con veinte, tuve una relación con un chico que me ataba las manos al cabecero de la cama. Con veintidós años mantuve una relación de varios meses con un hombre que tenía cuarenta y siete… En otras palabras, ¿soy una enferma mental?
—Señora Giannini: está usted frivolizando sobre el tema; sus experiencias sexuales son irrelevantes en este caso.
—¿Por qué? Cuando leo la evaluación psiquiátrica, por llamarla de alguna manera, que le hizo a Lisbeth Salander me encuentro con que, sacados de su contexto, todos los puntos encajan perfectamente conmigo. ¿Por qué estoy yo sana y Lisbeth Salander es una sádica peligrosa?
—No son ésos los detalles decisivos; usted no ha intentado matar a su padre en dos ocasiones…
—Doctor Teleborian: lo cierto es que no debe usted meterse en con quién se acuesta Lisbeth Salander; eso no es asunto suyo. Como tampoco lo es saber de qué sexo es su pareja o a qué prácticas se entregan en sus relaciones sexuales. Pero, aun así, saca usted de contexto detalles de su vida y los utiliza como pruebas de que ella es una enferma mental.
—La vida escolar de Lisbeth Salander, desde que estaba en primaria, se reduce a una serie de anotaciones en expedientes que hablan de violentos ataques de rabia contra profesores y compañeros de clase.
—Un momento…
De pronto, la voz de Annika Giannini sonó como una rasqueta quitando la capa de hielo de los cristales del coche.
—Mire a mi clienta.
Todos dirigieron la mirada hacia Lisbeth Salander.
—Mi clienta se crió en unas circunstancias familiares terribles, con un padre que, sistemáticamente, durante años, sometió a su madre a graves maltratos.
—Es…
—No me interrumpa. Alexander Zalachenko aterrorizaba a la madre de Lisbeth Salander. Ella no se atrevía a protestar. No se atrevía a ir al médico. No se atrevía a contactar con un centro de acogida de mujeres. La fue destrozando poco a poco y al final la maltrató de forma tan brutal que sufrió daños cerebrales irreparables. La persona que tuvo que asumir la responsabilidad, la única persona que intentó asumir la responsabilidad de la familia, mucho antes de ni siquiera llegar a la pubertad, fue Lisbeth Salander. Y lo tuvo que hacer sola, ya que el espía Zalachenko era más importante que la madre de Lisbeth.
—Yo no puedo…
—Nos encontramos, entonces, con que la sociedad abandona a la madre de Lisbeth y a sus hijas. ¿Le sorprende que Lisbeth tuviera problemas en el colegio? Mírela. Es pequeña y flaca. Siempre ha sido la chica más pequeña de la clase. Era retraída y rara y no tenía amigos. ¿Sabe usted cómo suelen tratar los niños a los compañeros de clase que son diferentes?
Peter Teleborian suspiró.
—Puedo volver a mirar los expedientes del colegio y repasar, unos tras otro, los casos en los que Lisbeth dio muestras de violencia —dijo Annika Giannini—; todos ellos estuvieron precedidos por provocaciones. Reconozco muy bien las señales del acoso escolar. ¿Sabe usted una cosa?
—¿Qué?
—Yo admiro a Lisbeth Salander. Ella es más dura que yo. Si a mí, con trece años, me hubieran inmovilizado con correas durante un año, sin duda me habría derrumbado por completo. Lisbeth devolvió el golpe con la única arma que tenía a su disposición: su desprecio hacia usted. Ella se niega a hablar con usted.
De repente Annika Giannini alzó la voz. Hacía ya tiempo que su nerviosismo se había disipado. Ahora sentía que controlaba la situación.
—En la declaración que hizo usted esta mañana insistió bastante en sus fantasías; dejó bien claro, por ejemplo, que la descripción de Lisbeth sobre la violación cometida por el abogado Bjurman es una fantasía.
—Correcto.
—¿En qué basa esa conclusión?
—En mi experiencia de cómo ella suele fantasear.
—Su experiencia de cómo ella suele fantasear… ¿Y cómo sabe usted cuándo fantasea ella? Cuando ella dice que ha pasado trescientos ochenta días, con sus respectivas noches, inmovilizada con unas correas, ¿es, según su opinión, una fantasía, a pesar de que su propio historial demuestre que su afirmación es cierta?
—Eso es otra cosa. No existe ni el menor atisbo de prueba forense que demuestre que Bjurman violara a Lisbeth Salander. Quiero decir que unas agujas en los pezones y esa violencia tan grave de la que habla habrían necesitado, sin duda, un traslado urgente en ambulancia al hospital… Es obvio que eso no pudo haber tenido lugar.
Annika Giannini se dirigió al juez Iversen.
—He pedido que se me facilitara un proyector para hacer una presentación visual de un DVD…
—Ahí lo tiene —dijo Iversen.
—¿Podemos correr las cortinas?
Annika Giannini abrió su PowerBook y conectó los cables del proyector. Se volvió hacia su clienta.
—Lisbeth, vamos a ver una película. ¿Estás preparada?
—Ya lo he vivido —dijo Lisbeth secamente.
—¿Y me das tu consentimiento para que la enseñe?
Lisbeth Salander asintió. No hacía más que mirar fijamente a Peter Teleborian.
—¿Puedes contarnos cuándo se grabó esta película?
—El 7 de marzo de 2003.
—¿Y quién la grabó?
—Yo. Usé una cámara oculta, uno de esos equipos estándar de Milton Security.
—¡Un momento! —gritó el fiscal Ekström—. ¡Esto empieza a parecer un circo!
—¿Qué es lo que vamos a ver? —quiso saber el juez Iversen, empleando un tono severo.
—Peter Teleborian afirma que lo relatado por Lisbeth Salander es una fantasía. Yo voy a demostrar, en cambio, con un documento gráfico, que es verdadero palabra por palabra. La película tiene noventa minutos; mostraré tan sólo ciertos pasajes. Advierto que contiene algunas escenas desagradables.
—¿Es esto algún tipo de truco? —preguntó Ekström.
—Hay una buena manera de averiguarlo —respondió Annika Giannini y metió el DVD en el ordenador.
—Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio —dijo a modo de saludo el abogado Bjurman con desabrido tono.
Al cabo de nueve minutos, el juez Iversen golpeó la mesa con la maza justo en el momento en que el abogado Nils Bjurman quedaba inmortalizado para la posteridad al introducir violentamente un consolador en el ano de Lisbeth Salander. Annika Giannini había puesto el volumen bastante alto. Los gritos medio apagados que Lisbeth dejaba escapar a través de la cinta adhesiva que cubría su boca resonaron en toda la sala.
—¡Quite la película! —dijo Iversen con un tono de voz muy alto y firme.
Annika Giannini pulsó la tecla de stop. Se encendieron las luces. El juez Iversen se había sonrojado. El fiscal Ekström se había quedado petrificado. Peter Teleborian estaba lívido.
—Abogada Giannini, ¿qué duración ha dicho que tiene esa película? —preguntó el juez Iversen.
—Noventa minutos. La violación propiamente dicha tuvo lugar repetidamente a lo largo de unas cinco o seis horas; no obstante, mi clienta recuerda de forma muy vaga la violencia de las últimas horas.
Annika Giannini se volvió hacia Peter Teleborian.
—Aunque sí está la escena en la que Bjurman atraviesa el pezón de mi clienta con una aguja y que el doctor Teleborian sostiene que es una muestra más de la exagerada fantasía de Lisbeth Salander. Tiene lugar en el minuto setenta y dos y estoy dispuesta a mostrar esa escena ahora mismo.
—Gracias, pero no va a ser necesario —dijo Iversen—. Señorita Salander…
Se quedó callado un segundo sin saber cómo continuar.
—Señorita Salander, ¿por qué grabó usted esa película?
—Bjurman ya me había violado una vez, pero quería más. En aquella primera ocasión el muy asqueroso me obligó a hacerle una mamada. Creí que me obligaría a hacerle lo mismo una vez más, de modo que pensé que así podría conseguir unas pruebas lo suficientemente buenas como para poder chantajearlo y mantenerlo alejado de mí. Lo juzgué mal.
—Pero teniendo una documentación tan… tan convincente, ¿por qué no puso una denuncia policial por grave violación?
—Yo no hablo con policías —contestó Lisbeth Salander con voz monótona.
De repente, Holger Palmgren se levantó de la silla de ruedas. Se apoyó contra el borde de la mesa. Su voz sonó muy clara:
—Por principio, nuestra clienta no habla con policías ni con ninguna otra autoridad estatal ni, sobre todo, con los psiquiatras. La razón es muy sencilla: desde que era niña intentó, una y otra vez, hablar con policías, psicólogos y las autoridades que fueran para explicar que su madre era maltratada por Alexander Zalachenko. En todas esas ocasiones fue castigada porque los funcionarios del Estado habían decidido que Zalachenko era más importante que Salander.
Carraspeó y siguió.
—Y cuando al final se dio cuenta de que nadie la escuchaba, la única salida que le quedó para intentar salvar a su madre fue la de utilizar la violencia contra Zalachenko. Y entonces ese cabrón que se llama a sí mismo doctor —señaló con el dedo a Teleborian— redacta un falso informe psiquiátrico que la declara mentalmente enferma y que le brinda la posibilidad de tenerla amarrada a una camilla de Sankt Stefan durante trescientos ochenta días. ¡Qué asco!
Palmgren se sentó. Iversen pareció sorprenderse por el exabrupto que acababa de soltar Palmgren. Se dirigió a Lisbeth Salander.
—Tal vez quiera usted descansar…
—¿Por qué? —preguntó Lisbeth.
—De acuerdo, prosigamos. Abogada Giannini: la película será examinada. Quiero un informe técnico que certifique su autenticidad. Pero continuemos…
—Con mucho gusto. A mí también me resulta muy desagradable todo esto. Pero la verdad es que mi clienta ha sido víctima de abuso físico, psicológico y judicial. Y la persona que más culpa tiene en todo esto es Peter Teleborian. Traicionó su juramento hipocrático y traicionó a su paciente. Junto con Gunnar Björck, colaborador de un grupo ilegal de la policía de seguridad, redactó un informe psiquiátrico pericial con el propósito de encerrar a una testigo difícil. Creo que este caso debe de ser único en la historia jurídica sueca.
—Esas acusaciones son tremendas —dijo Peter Teleborian—. Yo he intentado ayudar a Lisbeth Salander de la mejor manera que he sabido. Ella intentó matar a su padre. Resulta obvio que algo le pasaba…
Annika Giannini lo interrumpió.
—Ahora me gustaría atraer la atención del tribunal con el segundo informe psiquiátrico pericial que el doctor Teleborian realizó sobre mi clienta, el mismo informe que se ha presentado hoy en esta sala. Yo afirmo que es falso, al igual que la falsificación de 1991.
—¡Pero bueno, esto es…!
—Juez Iversen, ¿puede pedirle al testigo que deje de interrumpirme?
—Señor Teleborian…
—Ya me callo. Pero estas acusaciones son inauditas. No le extrañe que me indigne…
—Señor Teleborian, guarde silencio hasta que se le haga una pregunta. Prosiga, abogada Giannini.
—Este es el informe psiquiátrico pericial que el doctor Teleborian le ha presentado al tribunal. Se basa en las llamadas observaciones que se le realizaron a mi clienta, las cuales tuvieron lugar, en teoría, a partir del mismo momento en que la trasladaron a la prisión de Kronoberg, el 6 de junio, y hasta, supuestamente, el 5 de julio.
—Sí, así lo tengo entendido —dijo el juez Iversen.
—Doctor Teleborian, ¿es cierto que no tuvo usted ninguna posibilidad de realizarle a mi clienta alguna prueba u observación antes del 6 de junio? Como ya sabemos, ella estuvo aislada en el hospital de Sahlgrenska hasta ese mismo día…
—Sí.
—Durante el tiempo que mi clienta permaneció en el Sahlgrenska, usted intentó hablar con ella en dos ocasiones. En ambas le negaron el acceso. ¿Es eso cierto?
—Sí.
Annika Giannini abrió de nuevo su maletín y sacó un documento. Rodeó la mesa y se lo entregó al juez Iversen.
—Muy bien —asintió Iversen—. Esta es una copia del informe del doctor Teleborian. ¿Qué se supone que va a demostrar este documento?
—Quiero llamar a dos testigos que están esperando en la puerta del tribunal.
—¿Quiénes son esos testigos?
—Mikael Blomkvist, de la revista Millennium, y el comisario Torsten Edklinth, jefe del Departamento de protección constitucional de la policía de seguridad.
—¿Y están esperando ahí fuera?
—Sí.
—Hágalos entrar —dijo el juez Iversen.
—Eso es antirreglamentario —protestó el fiscal Ekström, que llevaba un largo rato callado.
Prácticamente en estado de shock, Ekström se había dado cuenta de que Annika Giannini estaba a punto de fulminar a su testigo clave. La película resultaba demoledora. Iversen ignoró a Ekström y, con la mano, le hizo una seña al conserje para que abriera la puerta. Mikael Blomkvist y Torsten Edklinth entraron en la sala.
—Quiero llamar, en primer lugar, a Mikael Blomkvist.
—Entonces tendré que pedirle a Peter Teleborian que se retire un momento.
—¿Ya han terminado ustedes conmigo? —preguntó Teleborian.
—No, ni de lejos —dijo Annika Giannini.
Mikael Blomkvist ocupó el lugar de Teleborian en el banquillo de los testigos. El juez pasó rápidamente por todas las formalidades y Mikael pronunció las palabras por las que juraba decir toda la verdad.
Annika Giannini se acercó a Iversen y le pidió que le devolviera el informe que le acababa de entregar. Acto seguido, se lo dio a Mikael.
—¿Has visto este documento con anterioridad?
—Sí, lo he visto. Tengo tres versiones en mi poder. La primera me la dieron alrededor del 12 de mayo, la segunda el 19 de mayo y la tercera, que es ésta, el 3 de junio.
—¿Puedes contarnos cómo conseguiste esta copia?
—Lo recibí en calidad de periodista; me la dio una fuente que no voy a revelar.
Lisbeth Salander miró fijamente a Peter Teleborian: estaba lívido.
—¿Qué hiciste con el informe?
—Se lo di a Torsten Edklinth, del Departamento de protección constitucional.
—Gracias, Mikael. Me gustaría llamar ahora a Torsten Edklinth —dijo Annika Giannini, volviendo a coger el informe. Se lo dio a Iversen, que lo sostuvo en la mano, pensativo.
Se repitió el procedimiento del juramento.
—Comisario Edklinth, ¿es correcto afirmar que Mikael Blomkvist le dio un informe psiquiátrico pericial sobre Lisbeth Salander?
—Sí.
—¿Cuándo lo recibió?
—Se registró en la DGP/Seg con fecha de 4 de junio.
—¿Y se trata del mismo informe que acabo de entregarle al juez Iversen?
—Si mi firma figura al dorso, se trata del mismo informe.
Iversen le dio la vuelta al documento y constató que la firma de Torsten Edklinth se encontraba allí.
—Comisario Edklinth, ¿puede usted explicarme cómo es posible que reciba en mano un informe psiquiátrico pericial sobre una persona que sigue aislada en el hospital de Sahlgrenska?
—Sí, puedo.
—Cuéntenoslo.
—El informe psiquiátrico pericial de Peter Teleborian es una falsificación que él redactó en colaboración con una persona llamada Jonas Sandberg, al igual que hizo en 1991 con la ayuda de Gunnar Björck.
—Eso es mentira —protestó ligeramente Teleborian.
—¿Es mentira? —preguntó Annika Giannini a Torsten Edklinth.
—No, en absoluto. Quizá deba mencionar que Jonas Sandberg es una de las aproximadamente diez personas que han sido detenidas hoy por decisión del fiscal general del Estado. Está detenido por haber participado en el asesinato de Gunnar Björck. Forma parte de un grupo ilegal que ha operado dentro de la policía de seguridad y que ha protegido a Alexander Zalachenko desde los años setenta. Se trata de la misma banda que anduvo detrás de la decisión de encerrar a Lisbeth Salander en 1991. Tenemos abundantes pruebas, al igual que la confesión del jefe de ese grupo.
Un silencio sepulcral se extendió por toda la sala.
—¿Desea el señor Peter Teleborian comentar algo al respecto? —quiso saber Iversen.
Teleborian negó con la cabeza.
—En ese caso, le comunico que va a ser denunciado por perjurio y es muy posible que también por otros cargos —dijo el juez Iversen.
—Con la venia… —intervino Mikael Blomkvist.
—¿Sí? —preguntó Iversen.
—Peter Teleborian tiene problemas más grandes que ésos. En la puerta hay dos policías que quieren llevárselo para interrogarlo.
—¿Me está pidiendo que los haga pasar? —preguntó el juez Iversen.
—Creo que sería una buena idea.
Iversen le hizo una seña al conserje con la mano para que dejara entrar a la inspectora Sonja Modig y a una mujer que el fiscal Ekström reconoció enseguida. Su nombre era Lisa Collsjö, inspectora de la brigada de asuntos especiales, una unidad de la Dirección General de la Policía cuya misión, entre otras cosas, era ocuparse de los abusos sexuales cometidos contra los niños y de los delitos de pornografía infantil.
—Bien, ¿a qué se debe su presencia aquí?
—Hemos venido a detener a Peter Teleborian, siempre y cuando eso no interfiera en el desarrollo de esta vista oral.
Iversen miró de reojo a Annika Giannini.
—Todavía no he terminado del todo con él, pero vale.
—Adelante —dijo Iversen.
Lisa Collsjö se acercó a Peter Teleborian.
—Queda usted detenido por cometer un delito grave contra la ley de pornografía infantil.
Peter Teleborian se quedó mudo. Annika Giannini constató que toda la luz que pudiera haber en sus ojos se había apagado por completo.
—Concretamente, por tenencia de más de ocho mil fotografías de pornografía infantil en su ordenador.
Se inclinó hacia delante y cogió el maletín del ordenador portátil que Teleborian llevaba consigo.
—Este ordenador queda confiscado —dijo.
Mientras era conducido fuera de la sala y salía por la puerta del tribunal, la mirada de Lisbeth Salander le abrasó como fuego la espalda.