Capítulo 26.

Viernes, 15 de julio

El viernes por la mañana, el doctor Peter Teleborian, que se hallaba sentado en el banquillo de los testigos, inspiró mucha confianza. Fue interrogado por el fiscal Ekström durante más de noventa minutos y contestó a todas las preguntas con calma y autoridad. Unas veces su rostro mostraba una expresión de preocupación y otras entretenimiento.

—Resumiendo… —dijo Ekström, hojeando sus notas—, su juicio como psiquiatra, tras muchos años de experiencia, es que Lisbeth Salander sufre de una esquizofrenia paranoide.

—Siempre he dicho que realizar una evaluación exacta de su estado entraña una dificultad extrema. Como ya se sabe, la paciente es prácticamente autista en su relación con los médicos y las autoridades. Mi opinión es que sufre una grave enfermedad psíquica, aunque ahora mismo sería incapaz de ofrecer un diagnóstico exacto. Tampoco puedo decir en qué estado de psicosis se encuentra sin realizar unos estudios mucho más amplios.

—En cualquier caso, usted considera que no se encuentra en un estado psíquicamente sano.

—Todo su historial no es más que una elocuente prueba de que ése no es el caso.

—Ha tenido ocasión de leer la autobiografía, por llamarla de alguna forma, que Lisbeth Salander ha redactado y que le ha dejado al tribunal a modo de explicación. ¿Quiere hacer algún comentario al respecto?

Peter Teleborian hizo un gesto con las manos y se encogió de hombros sin pronunciar palabra.

—Pero ¿qué credibilidad le concede a la historia?

—Aquí no hay ninguna credibilidad. Lo único que hay es una serie de afirmaciones, unas más fantásticas que otras, sobre unas cuantas personas. En general, su redacción confirma las sospechas de que sufre de esquizofrenia paranoide.

—¿Podría poner algún ejemplo?

—Lo más obvio es, claro está, esa supuesta violación de la que culpa a su administrador, el señor Bjurman.

—¿Podría usted ser más preciso?

—La descripción ofrece todo lujo de detalles. Estamos ante el clásico ejemplo de una de esas absurdas y exageradas fantasías que pueden tener los niños. Sobran casos similares de conocidos juicios de incesto en los que el niño realiza unas detalladas descripciones que caen por su propio y absurdo peso y en los que se carece por completo de pruebas técnicas. Se trata, por lo tanto, de unas fantasías eróticas que hasta un niño de muy corta edad podría tener… Más o menos como si estuviesen viendo una película de terror en la televisión.

—Pero Lisbeth Salander no es una niña, sino una mujer adulta —dijo Ekström.

—Sí, y es verdad que nos falta por determinar con exactitud el nivel mental en el que se encuentra. Pero en el fondo tiene usted razón en una cosa: es adulta. Y probablemente ella sí se crea la descripción que nos ha dado.

—¿Quiere decir que se trata de una mentira?

—No; si ella se cree lo que está diciendo, no se trata de ninguna mentira. Se trata de una historia que demuestra que ella no sabe separar la fantasía de la realidad.

—Entonces, ¿no fue violada por el abogado Bjurman?

—No. La probabilidad de que eso haya ocurrido habría que considerarla inexistente. Ella necesita cuidados médicos cualificados.

—Usted también aparece en el relato de Lisbeth Salander…

—Sí, eso resulta un poco morboso, por llamarlo de alguna manera… Pero nos encontramos de nuevo ante una fantasía a la que ella da salida. Si debemos creer a la pobre chica, yo soy más bien un pedófilo…

Sonrió y siguió:

—Pero es una manifestación exacta de lo que estoy diciendo. En la biografía de Salander podemos leer que la mayor parte del tiempo que pasó en Sankt Stefan la maltrataron inmovilizándola con correas a una camilla y que, por las noches, yo me presentaba en su habitación. He aquí un clásico ejemplo de su incapacidad para interpretar la realidad. O, mejor dicho, de cómo ella interpreta la realidad.

—Gracias. Cedo el testigo a la defensa por si la señora Giannini desea hacer alguna pregunta.

Como durante los dos primeros días del juicio Annika Giannini apenas preguntó ni protestó, todos esperaban que actuara del mismo modo: que hiciera unas cuantas preguntas de rigor para, a continuación, dar por concluido el interrogatorio. «La verdad es que el trabajo de la defensa es tan lamentable que hasta da vergüenza», pensó Ekström.

—Sí. Deseo hacer unas preguntas —dijo Annika Giannini—. La verdad es que tengo bastantes preguntas y es muy posible que esto se alargue. Son las once y media. Propongo que hagamos una pausa para comer, de manera que a la vuelta pueda interrogar al testigo sin interrupciones.

El juez Iversen decidió levantar la sesión para almorzar.

A Curt Svensson lo acompañaban dos agentes uniformados cuando, a las doce en punto, puso su enorme mano sobre el hombro del comisario Georg Nyström en la puerta del restaurante Mäster Anders, de Hantverkargatan. Éste, asombrado, alzó la vista y miró a Curt Svensson, que casi le estampa la placa en las narices.

—Buenos días. Queda usted detenido como sospechoso de cooperación para cometer homicidio y por intento de asesinato. La totalidad de los cargos le serán comunicados por el fiscal general esta misma tarde. Le sugiero que nos acompañe voluntariamente —dijo Curt Svensson.

Georg Nyström parecía no entender el idioma en el que hablaba Curt Svensson. Pero constató que Curt Svensson era una persona a la que convenía acompañar sin protestar.

El inspector Jan Bublanski estaba acompañado por Sonja Modig y siete agentes uniformados cuando el colaborador Stefan Bladh, de protección constitucional, les dejó entrar a las doce en punto en esa sección cerrada del edificio de la jefatura de policía de Kungsholmen que constituía la sede de la Säpo. Atravesaron los pasillos hasta que Stefan se detuvo y señaló un despacho. La secretaria del jefe administrativo se quedó perpleja cuando Bublanski le enseñó su identificación.

—Haga el favor de permanecer quieta. Esto es una intervención policial.

Se acercó hasta la puerta del despacho interior y, al abrirla, sorprendió al jefe administrativo, Albert Shenke, en plena conversación telefónica.

—¿Qué es esto? —preguntó Shenke.

—Soy el inspector Jan Bublanski. Queda usted detenido por delinquir contra la Constitución sueca. Los diferentes cargos de la acusación le serán comunicados a lo largo de la tarde.

—¡Esto es inaudito! —protestó Shenke.

—¿A que sí? —replicó Bublanski.

Precintó el despacho de Shenke y colocó en la puerta a dos agentes a los que les dio la orden de que no dejaran pasar a nadie. Los autorizó a usar las porras e incluso a sacar sus armas reglamentarias si alguien intentaba entrar utilizando la fuerza.

Continuaron la procesión por el pasillo hasta que Stefan señaló otra puerta y se repitió el procedimiento con el jefe de presupuesto Gustav Atterbom.

Jerker Holmberg recibió el refuerzo de una patrulla del distrito de Södermalm cuando, a las doce en punto, llamó a la puerta de unas oficinas alquiladas provisionalmente en la tercera planta de un edificio situado justo enfrente de la redacción de Millennium, en Götgatan.

Como nadie abría, Jerker Holmberg ordenó que los agentes que lo acompañaban forzaran la puerta, pero antes de que les diera tiempo a hacer uso de la palanqueta se abrió una pequeña rendija.

—¡Policía! —dijo Jerker Holmberg—. ¡Salga con las manos donde yo pueda verlas!

—¡Soy policía! —respondió el inspector Göran Mårtensson.

—Ya lo sé. Y tiene licencia para un puto montón de armas.

—Claro, es que soy policía en misión especial.

—¡Y una mierda! —le replicó Jerker Holmberg.

Le ayudaron a poner a Mårtensson contra la pared y a quitarle el arma reglamentaria.

—Queda detenido por escuchas ilegales, falta grave en el ejercicio de sus funciones, allanamiento de morada en repetidas ocasiones en la casa que el periodista Mikael Blomkvist tiene en Bellmansgatan y, probablemente, por unos cuantos cargos más. Espósalo.

Jerker Holmberg hizo una rápida inspección de las oficinas y constató que allí había suficiente material electrónico como para montar un estudio de grabación. Le ordenó a un agente que se quedara vigilando el lugar y le dio instrucciones muy precisas para que permaneciera sentado y quieto en una silla y no dejara huellas dactilares.

Cuando sacaron a Mårtensson por el portal del inmueble, Henry Cortez alzó su Nikon digital e hizo una serie de veintidós fotografías. Era cierto que no era fotógrafo profesional y que la calidad de las fotos dejaba bastante que desear. Pero las imágenes fueron vendidas al día siguiente a un periódico vespertino a cambio de una cantidad de dinero realmente escandalosa.

Mónica Figuerola fue la única de los policías que participaron en las redadas de ese día que fue víctima de un imprevisto incidente. Ya había recibido los refuerzos de la unidad de intervención del distrito de Norrmalm y de tres colegas de la DGP/Seg cuando, a las doce en punto, entró por el portal del edificio de Artillerigatan y subió las escaleras hasta la última planta, propiedad de la empresa Bellona.

La operación había sido planificada con poco tiempo de antelación. Una vez congregada la fuerza policial ante la puerta del piso, ella dio la señal. Dos corpulentos agentes uniformados levantaron un ariete de acero de cuarenta kilos y derribaron la puerta con dos golpes bien precisos. La fuerza de intervención, provista de chalecos antibalas y armas de refuerzo, apenas tardó diez segundos en ocupar el piso.

Según el dispositivo de vigilancia montado frente al inmueble desde el amanecer, cinco personas identificadas como colaboradores de la Sección entraron en ese portal a lo largo de la mañana. En cuestión de segundos, los cinco fueron detenidos y esposados.

Mónica Figuerola llevaba chaleco antibalas. Recorrió el piso del que fuera cuartel general de la Sección desde los años sesenta y, una por una, abrió todas las puertas. Constató que necesitaría la ayuda de un arqueólogo para catalogar la gran cantidad de papeles que atestaba las habitaciones.

No habían pasado más que unos segundos desde que entró cuando abrió la puerta de un pequeño espacio situado muy al fondo del piso y descubrió que se trataba de un dormitorio. De repente, se encontró cara a cara con Jonas Sandberg. Él había sido uno de los interrogantes que se plantearon en el reparto de tareas de esa mañana. Durante la noche anterior, el policía que lo estuvo vigilando le perdió la pista: su coche seguía aparcado en Kungsholmen y por la noche no se dejó caer por casa. Por la mañana no habían sabido cómo localizarlo y detenerlo.

Tienen vigilancia nocturna en el piso por razones de seguridad. Claro. Y Sandberg está descansando porque le ha tocado el turno de noche.

Jonas Sandberg sólo llevaba puestos unos calzoncillos y parecía que acababa de despertarse. Alargó la mano para coger su arma reglamentaria, que estaba encima de la mesilla de noche. Mónica Figuerola se inclinó hacia delante y tiró el arma al suelo, lejos de Sandberg.

—Jonas Sandberg, queda usted detenido como sospechoso de complicidad en el asesinato de Gunnar Björck y Alexander Zalachenko, así como en el intento de asesinato de Mikael Blomkvist y Erika Berger. Póngase los pantalones.

Jonas Sandberg le dirigió un puñetazo a Mónica Figuerola. Ella lo paró sin inmutarse.

—Estás de coña, ¿no? —dijo.

Ella agarró el brazo de Sandberg y le giró la muñeca con tanta fuerza que lo hizo caer al suelo de espaldas. Lo puso boca abajo y apoyó una rodilla en su región lumbar. Lo esposó. Era la primera vez desde que empezó a trabajar en la DGP/Seg que usaba las esposas estando de servicio.

Entregó a Sandberg a uno de los agentes uniformados y siguió su camino. Para acabar, abrió la última puerta, situada al final del pasillo. Según los planos de la oficina de urbanismo, se trataba de un cuartucho que daba al patio. Se detuvo en el umbral y se quedó mirando al espantapájaros más demacrado que había visto en su vida. Ni por un segundo dudó de que se hallaba frente a un enfermo terminal.

—Fredrik Clinton, queda usted detenido por complicidad en asesinato, intento de asesinato y una larga serie de diferentes delitos —dijo Mónica—. Quédese quieto en la cama. Hemos llamado a una ambulancia para trasladarlo a Kunsgholmen.

Christer Malm se había colocado justo delante de la entrada de Artillerigatan. A diferencia de Henry Cortez, sabía utilizar su Nikon digital. Usó un teleobjetivo corto, por lo que las fotos fueron muy profesionales.

Mostraban cómo, uno tras otro, los miembros de la Sección salían por la puerta acompañados de la policía, eran introducidos en los coches y, por último, cómo una ambulancia venía a buscar a Fredrik Clinton. Sus ojos miraron al objetivo de la cámara justo en el momento en el que Christer pulsó el disparador. Había en ellos preocupación y desconcierto.

Algún tiempo después, esa imagen ganó el premio de «La Fotografía del Año».