Miércoles, 13 de julio - Jueves, 14 de julio
Mikael Blomkvist siempre se había preguntado por qué los altavoces de los tribunales tenían un volumen tan bajo y eran tan discretos. Le costó oír las palabras que avisaban de que el juicio del caso contra Lisbeth Salander comenzaría a las 10.00 en la sala 5. No obstante, consiguió llegar a tiempo y colocarse junto a la entrada. Fue uno de los primeros a los que dejaron pasar. Se sentó en el lugar destinado al público, en el lado izquierdo de la sala, desde donde mejor se veía la mesa de la defensa. Los otros sitios se fueron llenando con rapidez; el interés de los medios de comunicación había ido aumentando gradualmente al acercarse el juicio y, en la última semana, el fiscal Richard Ekström había sido entrevistado a diario.
Ekström había hecho sus deberes.
A Lisbeth Salander se le imputaban los delitos de lesiones y lesiones graves en el caso Carl-Magnus Lundin; de amenazas ilícitas, intento de homicidio y lesiones graves en el caso del fallecido Karl-Axel Bodin, alias Alexander Zalachenko; dos cargos de robo: por una parte, en la casa de campo que el difunto letrado Nils Bjurman poseía en Stallarholmen, y por otra, en el piso que tenía en Odenplan; utilización ilícita de vehículos de motor ajenos —una Harley-Davidson propiedad de un tal Sonny Nieminen, miembro de Svavelsjö MC—; tres delitos de tenencia ilícita de armas: un bote de gas lacrimógeno, una pistola eléctrica y la P-83 Wanad polaca que se halló en Gosseberga; un delito de robo u ocultación de pruebas —la descripción de éste se había efectuado en términos poco precisos, pero se referían a la documentación que encontró en la casa de campo de Bjurman—; así como una serie de delitos menores. En total, a Lisbeth Salander se le imputaban dieciséis cargos.
Ekström también había filtrado una serie de datos que insinuaban que el estado mental de Lisbeth Salander dejaba bastante que desear. Por una parte, se apoyaba en el examen psiquiátrico forense realizado por el doctor Jesper H. Löderman el día en que Lisbeth cumplió dieciocho años, y, por otra, en un informe que había sido redactado por el doctor Peter Teleborian, tal y como decidió el tribunal en una reunión anterior. Como esa chica enferma, fiel a su costumbre, se negaba categóricamente a hablar con los psiquiatras, el análisis se efectuó basándose en «observaciones» que ya comenzaron a hacerse un mes antes del juicio, desde el mismo momento en que ingresó en Kronoberg, Estocolmo, en régimen de prisión preventiva. Teleborian, cuya experiencia en tratar a la paciente se retrotraía a muchos años, determinó que Lisbeth Salander sufría un grave trastorno psíquico, y para definir su naturaleza exacta empleaba términos como psicopatía, narcisismo patológico y esquizofrenia paranoide.
Los medios de comunicación también informaron de que se le habían realizado siete interrogatorios policiales. En todos ellos, la acusada ni siquiera se dignó decir buenos días. Los primeros fueron realizados en Gotemburgo mientras que el resto tuvo lugar en la jefatura de policía de Estocolmo. Las grabaciones de los interrogatorios daban fe de los amables intentos de persuasión de los agentes, de promesas y amenazas encubiertas y de numerosas e insistentes preguntas. Ni una sola respuesta.
Ni siquiera un carraspeo.
En algunas ocasiones se oía la voz de Annika Giannini en las cintas cuando ella hacía constar que, como era obvio, su clienta no tenía intención de contestar a ninguna cuestión. La acusación contra Lisbeth Salander se basaba exclusivamente, por lo tanto, en las pruebas forenses y en aquellos hechos que la investigación policial había podido determinar.
En algunos momentos, el silencio de Lisbeth puso a su abogada en una situación incómoda, ya que la obligaba a permanecer casi tan callada como su clienta. Lo que Annika Gianninni y Lisbeth Salander trataron en privado era confidencial.
Ekström tampoco ocultaba que lo que él ambicionaba era, en primer lugar, exigir asistencia psiquiátrica forzosa para Lisbeth Salander y, en segundo lugar, una considerable sentencia penitenciaria. El procedimiento normal era el inverso, pero Ekström consideró que en el caso de Salander existían unos trastornos psíquicos tan manifiestos y un informe psiquiátrico forense tan claro que no le quedaba otra alternativa. Era extremadamente raro que un tribunal se pronunciara en contra de un informe psiquiátrico forense.
Consideró asimismo que la declaración de incapacidad de Salander no debería ser anulada. En una entrevista explicó, con cara de preocupación, que en Suecia había un gran número de personas sociópatas con unos trastornos psíquicos tan graves que constituían un peligro no sólo para sí mismos sino también para el resto de la población, y que a la ciencia no le quedaba más alternativa que mantenerlas encerradas. Mencionó el caso de Anette, una chica violenta que protagonizó todo un culebrón mediático en la década de los setenta y que, treinta años después, todavía seguía ingresada en una institución psiquiátrica. Cualquier intento de aligerar las restricciones tenía como resultado que Anette, fuera de sí y de la manera más violenta posible, la emprendiera contra familiares y empleados o intentara hacerse daño a sí misma. Ekström consideraba que Salander sufría una forma de trastorno psicopático parecido.
El interés de los medios de comunicación había aumentado también por la sencilla razón de que la abogada de Salander, Annika Giannini, no se había pronunciado. En todas las ocasiones en las que se le brindó la oportunidad de presentar las opiniones de la defensa se negó a ser entrevistada. Los medios de comunicación se hallaban, consecuentemente, en una complicada situación en la que la parte de la acusación los colmaba de información mientras que la parte de la defensa no había ofrecido, ni una sola vez, la menor insinuación sobre lo que Salander pensaba de los cargos que se le imputaban ni sobre la estrategia que la defensa iba a utilizar.
Estas circunstancias fueron comentadas por el experto jurídico que uno de los periódicos vespertinos contrató para cubrir el asunto. En una de sus crónicas, el experto constató que aunque Annika Giannini era una respetada abogada defensora de los derechos de la mujer, carecía por completo de experiencia en casos penales fuera de ese ámbito, lo cual le llevó a extraer la conclusión de que resultaba inapropiada para defender a Lisbeth Salander. Mikael Blomkvist también supo a través de su hermana que numerosos abogados famosos se habían puesto en contacto con ella para ofrecerle sus servicios. Annika Giannini, por encargo de su clienta, había declinado amablemente todas esas ofertas.
Mientras esperaba que se iniciara el juicio, Mikael miró por el rabillo del ojo al resto del público asistente. En el sitio más cercano a la salida descubrió a Dragan Armanskij.
Sus miradas se cruzaron un instante.
Ekström tenía un considerable montón de papeles sobre su mesa. Con un movimiento de cabeza, saludó a unos periodistas en señal de reconocimiento.
Annika Giannini se hallaba sentada en su mesa, justo enfrente de Ekström. Estaba organizando sus papeles y no miró a nadie. Mikael tuvo la sensación de que su hermana estaba algo nerviosa. El típico miedo escénico, pensó.
Luego entraron en la sala el presidente del tribunal, el asesor y los vocales. El presidente era el juez Jörgen Iversen, un hombre canoso de cincuenta y siete años de edad, de rostro demacrado y paso firme. Mikael había preparado un texto sobre su trayectoria profesional y constató que se trataba de un juez muy correcto y experimentado que había presidido numerosos y célebres juicios.
Por último, Lisbeth Salander fue conducida a la sala.
A pesar de que Mikael estaba acostumbrado a la capacidad que tenía Lisbeth Salander para vestirse de forma escandalosa, le dejó perplejo el hecho de que Annika Giannini le hubiera permitido aparecer enfundada en una negra minifalda de cuero rota por las costuras y una camiseta de tirantes con el texto I am irritated que no ocultaba casi nada de sus tatuajes. Llevaba unas botas, un cinturón de remaches y unos calcetines altos, hasta la rodilla, a rayas negras y lilas. Tenía una buena decena de piercings en las orejas y unos cuantos aritos en los labios y las cejas. Lucía una especie de hirsuto y enmarañado rastrojo de pelo negro de tres meses que no se cortaba desde la operación. Además, iba más maquillada de lo habitual: un lápiz de labios gris, las cejas pintadas y un rímel negro azabache mucho más abundante que lo que Mikael le había visto jamás. En la época en la que estuvieron juntos, ella siempre mostró un interés más bien escaso por el maquillaje.
Ofrecía un aspecto ligeramente vulgar, por expresarlo de manera diplomática. Digamos que gótico. Parecía una vampiresa sacada de alguna artística película del pop-art de los años sesenta. Mikael advirtió que en cuanto ella hizo acto de presencia, algunos de los reporteros que se encontraban entre el público contuvieron el aliento asombrados mientras sonreían entretenidos. Cuando por fin pudieron ver a esa chica de tan mala reputación y sobre la que habían corrido tantos ríos de tinta, todas sus expectativas quedaron de sobra cubiertas.
Luego se dio cuenta de que, en realidad, Lisbeth Salander se había disfrazado. Por regla general, solía vestirse de modo descuidado y, al parecer, sin gusto. Mikael siempre había dado por descontado que no lo hacía por seguir ninguna moda, sino para afirmar su identidad. Lisbeth Salander marcaba su propio territorio como si fuera un dominio hostil. Mikael siempre había considerado las tachuelas de su chupa de cuero iguales al mecanismo de defensa de las púas del erizo. Una señal de advertencia para con su entorno: «No intentes acariciarme. Te dolerá».
Sin embargo, al entrar en la sala del tribunal llevaba una vestimenta tan exagerada que a Mikael le resultó más bien algo paródica.
Entonces fue consciente de que no era una casualidad, sino parte de la estrategia de Annika.
Si Lisbeth Salander hubiese llegado con el pelo engominado, una blusa de lazos y unos impecables zapatos, habría dado la impresión de ser una estafadora que intentaba venderle una historia al tribunal. Simple cuestión de credibilidad. Ahora se presentaba ante ellos tal cual era. Aunque de manera algo exagerada, la verdad; para que no se le escapara a nadie. No fingía ser algo que no era. El mensaje que enviaba a los miembros del tribunal estaba bien claro: no tenía por qué avergonzarse ni hacerles la pelota; le traía sin cuidado que tuvieran algún problema con su aspecto. La sociedad la había acusado de ciertas cosas y el fiscal la había arrastrado hasta allí. Con su simple presencia ya había dejado claro que tenía la intención de rechazar los argumentos del fiscal por considerarlos meras tonterías.
Caminó segura de sí misma y se sentó en el lugar que le correspondía, junto a su abogada. Barrió al público con la mirada; no había en ella ni el menor atisbo de curiosidad. Dio más bien una impresión desafiante, como si estuviera tomando buena nota mental de las personas que ya la habían condenado en las páginas de los periódicos.
Era la primera vez que Mikael la veía desde que ella yaciera como una sangrante muñeca de trapo sobre el banco de la cocina de Gosseberga. Sin embargo, había pasado más de un año y medio desde la última vez que la vio en circunstancias normales. Si es que la expresión «circunstancias normales» resultaba adecuada tratándose de Lisbeth Salander… Se cruzaron las miradas unos segundos. Ella le sostuvo la suya un breve instante sin darle ni la más mínima muestra de que lo conocía. Examinó, en cambio, los intensos moratones que Mikael tenía en la mejilla y la sien, y la tirita que le atravesaba la ceja derecha. Por espacio de un segundo, Mikael creyó intuir el asomo de una sonrisa en los ojos de Lisbeth. Pero no estaba seguro de si se lo había imaginado. Luego el juez Iversen golpeó la mesa con la maza y comenzó el juicio.
El público estuvo presente en la sala un total de treinta minutos. Pudo escuchar la exposición inicial de los hechos del fiscal Ekström, en la que presentó los cargos de la acusación.
Aunque ya los conocían, todos los reporteros, a excepción de Mikael Blomkvist, los apuntaron, aplicados. Mikael ya tenía escrito su reportaje y sólo había ido al juicio para hacerse notar y cruzar su mirada con la de Lisbeth.
La exposición inicial de Ekström duró poco más de veintidós minutos. Luego le tocó el turno a Annika Giannini. Su réplica duró treinta segundos. Su voz fue firme.
—Esta defensa rechaza todos los cargos a excepción de uno: mi clienta se declara culpable de la tenencia ilícita de armas que supone el bote de gas lacrimógeno. En la totalidad de los demás cargos de los que se la acusa, mi clienta niega cualquier responsabilidad o intención criminal. Vamos a demostrar que las afirmaciones del fiscal son falsas y que mi clienta ha sido objeto de graves abusos judiciales. Exijo que se la declare inocente, que se anule su declaración de incapacidad y que sea puesta en libertad.
Un crujir de papel de cuaderno se oyó entre los reporteros. Por fin se había revelado la estrategia de la abogada Giannini, aunque no era la que ellos esperaban. La conjetura más extendida había sido la de que Annika Giannini utilizaría la enfermedad mental de su clienta para explotarla a su favor. De repente, Mikael sonrió.
—Bien —dijo el juez Iversen antes de tomar nota.
Miró a Annika Giannini.
—¿Ha terminado?
—Esa es mi petición.
—¿Quiere el fiscal añadir algo? —preguntó Iversen.
Fue en ese momento cuando el fiscal Ekström pidió que la vista se realizara a puerta cerrada. Alegó que se trataba de proteger el estado psíquico y el bienestar de una persona vulnerable, así como algunos detalles que podían ir en detrimento de la seguridad del Estado.
—Supongo que se refiere usted al llamado caso Zalachenko —dijo Iversen.
—Correcto. Alexander Zalachenko llegó a Suecia buscando protección como refugiado político tras haber huido de una terrible dictadura. Aunque el señor Zalachenko ya haya fallecido, algunos de los aspectos que conciernen al trato que se le dio, a sus relaciones personales y a cuestiones similares siguen estando clasificados. Por esa razón solicito que la vista oral se realice a puerta cerrada y que se considere el secreto profesional para aquellos puntos del juicio que presentan un carácter particularmente delicado.
—Entiendo —dijo Iversen, arrugando la frente.
—Además, una gran parte del juicio tratará sobre la tutela de la acusada. Afecta a temas que, en circunstancias normales, son clasificados casi de forma automática. Como muestra de deferencia con la acusada me gustaría celebrar el juicio a puerta cerrada.
—¿Qué postura adopta la abogada Giannini respecto a la petición del fiscal?
—Por nuestra parte no hay ningún inconveniente.
El juez Iversen reflexionó un breve instante. Consultó a su asesor y luego comunicó, para gran irritación de los reporteros presentes, que aceptaba la petición del fiscal. En consecuencia, Mikael Blomkvist abandonó la sala del juicio.
Dragan Armanskij esperó a Mikael Blomkvist al pie de las escaleras del juzgado. El calor de julio era abrasador y Mikael vio que el sudor de sus axilas le empezaba a manchar la camisa. Nada más salir, sus dos guardaespaldas se unieron a él. Saludaron a Dragan Armanskij con un movimiento de cabeza y se pusieron a escudriñar los alrededores.
—Me resulta raro andar con dos guardaespaldas —dijo Mikael—. ¿Cuánto me va a costar todo esto?
—Invita la empresa —dijo Armanskij—. Tengo un interés personal en mantenerte con vida. Pero la verdad es que nos hemos gastado unas doscientas cincuenta mil coronas pro bono durante los últimos meses.
Mikael asintió.
—¿Un café? —preguntó, señalando el café italiano de Bergsgatan.
Armanskij asintió. Mikael pidió un caffe latte y Armanskij eligió un espresso doble con una cucharadita de leche. Se sentaron en la terraza, a la sombra. Los guardaespaldas se situaron en una mesa contigua. Tomaron Coca-Cola.
—A puerta cerrada —constató Armanskij.
—Era de esperar. Pero nos favorece porque así podremos controlar mejor el flujo informativo.
—Bueno, da igual, pero el fiscal Richard Ekström me empieza a caer cada vez peor.
Mikael estaba de acuerdo. Se tomaron los cafés mirando hacia el juzgado donde se iba a decidir el futuro de Lisbeth Salander.
—Custer's last stand —dijo Mikael.
—Va bien preparada —lo consoló Armanskij—. Y debo admitir que tu hermana me ha impresionado. Cuando empezó a planear la estrategia creí que lo decía en broma, pero cuanto más lo pienso más inteligente me parece.
—Este juicio no se va a decidir ahí dentro —dijo Mikael.
Llevaba meses repitiendo esas palabras como si fuera un mantra.
—Te van a llamar como testigo —dijo Armanskij.
—Ya lo sé. Estoy preparado. Pero eso no sucederá hasta pasado mañana; o eso es al menos lo que esperamos.
El fiscal Richard Ekström había dejado olvidadas sus gafas bifocales en casa y tuvo que subirse a la frente las que tenía y entornar los ojos para poder leer algo de las notas que había tomado con letra más pequeña. Antes de volver a ponerse las lentes y recorrer la sala con la mirada, se pasó la mano rápidamente por su rubia barba.
Lisbeth Salander se hallaba sentada con la espalda recta y contemplándolo con una impenetrable mirada. Su cara y sus ojos permanecían inmóviles. No parecía estar del todo presente. Había llegado la hora de su interrogatorio.
—Quiero recordarle, señorita Salander, que habla usted bajo juramento —empezó, por fin, a decir Ekström.
Lisbeth Salander no se inmutó. El fiscal Ekström pareció esperar algún tipo de respuesta y aguardó unos cuantos segundos. Arqueó las cejas.
—Bueno… Como ya he dicho, habla usted bajo juramento —repitió.
Lisbeth Salander ladeó ligeramente la cabeza. Annika Giannini estaba ocupada leyendo algo en las actas del sumario y no daba la impresión de tener ningún interés en lo que hacía el fiscal Ekström. Éste recogió sus papeles. Tras un instante de incómodo silencio se aclaró la voz.
—Bueno —dijo Ekström con un tono de voz razonable—. Vayamos directamente a los acontecimientos de la casa de campo del difunto letrado Bjurman, en las afueras de Stallarholmen, ocurridos el seis de abril de este mismo año y que constituyen el punto de partida de la exposición que realicé esta mañana. Intentemos aclarar las razones que la llevaron a ir a Stallarholmen y pegarle un tiro a Carl-Magnus Lundin.
Ekström intimidó a Lisbeth Salander con la mirada. Ella siguió sin inmutarse. De repente, el fiscal pareció resignarse. Hizo un gesto con las manos y pasó a contemplar al presidente del tribunal: al juez Jörgen Iversen se lo veía pensativo. Acto seguido, miró de reojo a Annika Giannini, que seguía inmersa en la lectura de sus papeles, ajena por completo a su entorno.
El juez Iversen carraspeó. Luego se dirigió a Lisbeth Salander:
—¿Debemos entender su silencio como que no quiere contestar a las preguntas? —preguntó.
Lisbeth Salander giró la cabeza y se enfrentó con la mirada del juez Iversen.
—Contestaré con mucho gusto a las preguntas —le respondió.
El juez Iversen asintió.
—Entonces, ¿por qué no contesta a mi pregunta? —terció el fiscal Ekström.
Lisbeth Salander volvió a mirar a Ekström. Permaneció callada.
—¿Hace usted el favor de contestar a la pregunta? —intervino el juez Iversen.
Lisbeth giró nuevamente la cabeza hacia el presidente de la sala y arqueó las cejas. Su voz sonó fuerte y clara.
—¿Qué pregunta? Hasta ahora —señaló con un movimiento de cabeza a Ekström— no ha hecho más que una serie de afirmaciones no confirmadas. Yo no he oído ninguna pregunta.
Annika Giannini alzó la vista. Puso un codo en la mesa y apoyó la cara en la mano mostrando un repentino interés con la mirada.
El fiscal Ekström perdió el hilo durante unos cuantos segundos.
—¿Puede hacer el favor de repetir la pregunta? —propuso el juez Iversen.
—Yo le he preguntado si… ¿Fue usted a la casa de campo que el abogado Bjurman tenía en Stallarholmen con el objetivo de disparar a Carl-Magnus Lundin?
—No, has dicho que querías aclarar las razones que me llevaron a ir a Stallarholmen y pegarle un tiro a Carl-Magnus Lundin. Eso no es una pregunta. Es una afirmación general en la que te adelantas a mi respuesta. Yo no soy responsable de las afirmaciones que tú quieras hacer.
—No sea tan impertinente. Conteste a la pregunta.
—No.
Silencio.
—¿No?
—Es la respuesta a la pregunta.
El fiscal Richard Ekström suspiró. Iba a ser un día largo. Lisbeth Salander lo observaba expectante.
—Tal vez sea mejor que empecemos por el principio —dijo—. ¿Estuvo usted en la casa de campo que el difunto letrado Bjurman tenía en Stallarholmen la tarde del seis de abril?
—Sí.
—¿Cómo se desplazó hasta allí?
—Fui en un tren de cercanías hasta Södertälje y luego cogí el autobús que va a Strängnäs.
—¿Por qué razón fue a Stallarholmen? ¿Había quedado con Carl-Magnus Lundin y su amigo Sonny Nieminen?
—No.
—¿Y a qué se debía la presencia de esos dos hombres allí?
—Eso se lo tendrás que preguntar a ellos.
—Ahora se lo pregunto a usted.
Lisbeth Salander no contestó. El juez Iversen carraspeó.
—Supongo que la señorita Salander no contesta porque, desde un punto de vista semántico, ha vuelto a realizar usted una afirmación —terció el juez Iversen con amabilidad.
De repente, Annika Giannini soltó una risita lo bastante alta como para que se oyera. Enseguida guardó silencio y volvió a concentrarse en sus papeles. Ekström la miró irritado.
—¿Por qué cree que Lundin y Nieminen aparecieron por la casa de campo de Bjurman?
—No lo sé. Supongo que fueron allí para provocar un incendio. En el maletín de su Harley-Davidson, Lundin llevaba un litro de gasolina metido en una botella.
Ekström arrugó el morro.
—¿Por qué fue usted a la casa de campo del abogado Bjurman?
—Estaba buscando información.
—¿Qué tipo de información?
—La que sospecho que Lundin y Nieminen fueron a destruir porque podía contribuir a aclarar quién asesinó a ese cabrón.
—¿Considera usted que el letrado Bjurman era un cabrón? ¿Lo he entendido bien?
—Sí.
—¿Y por qué tiene esa opinión?
—Era un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador, así que era un cabrón.
Lisbeth citó tal cual las palabras que le tatuó al difunto letrado Bjurman en el estómago, confesando de este modo, aunque indirectamente, que era ella la autora del texto. Eso, sin embargo, no formaba parte de la acusación contra Lisbeth Salander. Bjurman nunca puso ninguna denuncia por lesiones y, además, no se podía probar si se lo había dejado tatuar voluntariamente o si se lo habían realizado a la fuerza.
—En otras palabras, afirma que su administrador abusó de usted sexualmente. ¿Puede contarnos cuándo tuvieron lugar esos supuestos abusos?
—La primera vez el martes 18 de febrero de 2003, y la segunda el viernes 7 de marzo de ese mismo año.
—Se ha negado a contestar a todas las preguntas que le han hecho los interrogadores que han intentado hablar con usted. ¿Por qué?
—No tenía nada que decirles.
—He leído la supuesta autobiografía que inesperadamente me entregó su abogada hace un par de días. Tengo que decir que es un documento extraño; ya volveremos sobre eso. Pero en ese texto afirma usted que el abogado Bjurman la forzó en una primera ocasión a realizarle sexo oral y que en la segunda se pasó una noche entera sometiéndola a repetidas violaciones y a una grave tortura.
Lisbeth no contestó.
—¿Es eso correcto?
—Sí.
—¿Denunció las violaciones a la policía?
—No.
—¿Por qué no?
—Los policías nunca me han hecho caso cuando he intentado contarles algo. Así que no tenía ningún sentido denunciar nada.
—¿Habló de esos abusos con algún conocido suyo? ¿Alguna amiga?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque no era asunto de nadie.
—Vale. ¿Contactó usted con algún abogado?
—No.
—¿Se dirigió a algún médico para que le examinara las lesiones que, según usted, le ocasionó?
—No.
—Y tampoco se dirigió a ningún centro de acogida de mujeres.
—Acabas de hacer una afirmación.
—Perdón. ¿Se dirigió a algún centro de acogida?
—No.
Ekström se volvió hacia el presidente de la sala.
—Quiero llamar la atención del tribunal sobre el hecho de que la acusada ha afirmado que fue víctima de dos abusos sexuales, uno de los cuales debe ser considerado de extrema gravedad. Sostiene que la persona culpable de esas violaciones fue su administrador, el difunto letrado Nils Bjurman. Asimismo, habría que considerar los siguientes hechos…
Ekström hojeó sus papeles.
—La investigación realizada por la brigada de delitos violentos no ha revelado nada en el pasado del abogado Nils Bjurman que pueda reforzar la credibilidad de lo que cuenta Lisbeth Salander. Bjurman nunca ha sido juzgado por ningún delito. Nunca ha sido objeto de ninguna investigación. Nadie lo ha denunciado jamás. Antes de encargarse de la acusada, también fue el administrador o el tutor de otros numerosos jóvenes y ninguno de ellos ha manifestado que fueran sometidos a ningún tipo de abuso. Todo lo contrario: insisten en que Bjurman siempre se portó correcta y amablemente con ellos.
Ekström pasó la página.
—También es mi deber recordar que a Lisbeth Salander la han catalogado como esquizofrénica paranoica. Se trata de una mujer joven con tendencias violentas documentadas que, desde su más temprana adolescencia, ha tenido graves problemas para relacionarse con la sociedad. Ha pasado varios años en una institución psiquiátrica y se encuentra sometida a la tutela de un administrador desde que cumplió los dieciocho años. Por muy lamentable que pueda resultar, hay razones para ello. Lisbeth Salander constituye un peligro para sí misma y para su entorno. Estoy convencido de que lo que necesita no es una reclusión penitenciaria; lo que necesita es asistencia médica.
Hizo una pausa dramática.
—Hablar del estado mental de una persona joven es una tarea repugnante. Hay muchas cosas que vulneran su integridad, y su estado psíquico siempre es objeto de múltiples interpretaciones. No obstante, en el caso que nos ocupa no debemos olvidar la distorsionada visión que Lisbeth Salander tiene del mundo. Se manifiesta con toda claridad en esa pretendida autobiografía. En ninguna otra parte su falta de contacto con la realidad resulta tan patente como aquí; no es necesario recurrir a testigos ni interpretar lo que una u otra persona quiera afirmar. Contamos con sus propias palabras. Podemos juzgar por nosotros mismos la credibilidad de sus afirmaciones.
Depositó su mirada en Lisbeth Salander. Ella se la devolvió. Y a continuación sonrió. Cobró un aspecto malvado. Ekström frunció el ceño.
—¿Quiere la señora Giannini añadir algo? —preguntó el juez Iversen.
—No —contestó Annika Giannini—. Tan sólo que las conclusiones del fiscal Ekström no son más que tonterías.
La sesión de la tarde se inició con el interrogatorio de la testigo Ulrika von Liebenstaahl, de la comisión de tutelaje, a quien Ekström había llamado para intentar averiguar si existía algún tipo de queja contra el abogado Bjurman. La señora Von Liebenstaahl lo negó en redondo: esas afirmaciones le parecieron insultantes.
—Llevamos un riguroso control de los asuntos de administración y tutelaje. Durante casi veinte años, el abogado Bjurman trabajó para la comisión de tutelaje antes de ser asesinado de tan vergonzosa manera.
A pesar de que Lisbeth Salander no estaba acusada de homicidio y de que ya había quedado claro que fue Ronald Niedermann el que asesinó a Bjurman, Ulrika von Liebenstaahl contempló a Lisbeth Salander con una mirada fulminante.
—Durante todos esos años no hemos recibido ni una sola queja contra el abogado Bjurman. Era una persona concienzuda que dio frecuentes muestras de un fuerte compromiso para con sus clientes.
—¿Así que no cree usted verosímil que sometiera a Lisbeth Salander a una grave violencia sexual?
—Lo considero absurdo. Tenemos sus informes mensuales, y yo misma me reuní con él en varias ocasiones para tratar este caso.
—La abogada Annika Giannini ha exigido formalmente que la tutela administrativa de Lisbeth Salander se anule a efectos inmediatos.
—A nadie le alegra más que a nosotros anular una tutela administrativa. Sin embargo, tenemos una responsabilidad que nos obliga a atenernos a la normativa vigente. Desde la comisión hemos puesto la condición de que los expertos psiquiátricos, siguiendo el procedimiento normal, declaren curada a Lisbeth Salander antes de que se pueda plantear una posible modificación del estado de su tutela.
—Entiendo.
—Eso significa que debe someterse a un reconocimiento psiquiátrico. Algo que, como todos sabemos, se niega a hacer.
El interrogatorio de Ulrika von Liebenstaahl duró más de cuarenta minutos durante los cuales se estudiaron los informes mensuales de Bjurman.
Annika Giannini hizo una sola pregunta justo antes de que terminara el interrogatorio.
—¿Se encontraba usted en el dormitorio del abogado Bjurman la noche del 7 al 8 de marzo de 2003?
—Claro que no.
—Así que, en otras palabras, no tiene ni la más mínima idea de si los datos que aporta mi clienta son verdaderos o no…
—La acusación contra el abogado Bjurman es absurda.
—Esa es su opinión. ¿Puede usted proporcionarle una coartada o documentar de alguna otra manera que no sometió a mi clienta a abusos sexuales?
—Eso es imposible, claro que no. Pero la probabilidad…
—Gracias. Eso es todo —concluyó Annika Giannini.
A eso de las siete de la tarde, Mikael Blomkvist se encontró con su hermana en Slussen, concretamente en las oficinas de Milton Security, para hacer un resumen de la jornada.
—Ha sido más o menos como me esperaba —dijo Annika—. Ekström se ha tragado la autobiografía de Salander.
—Bien. ¿Cómo se está comportando ella?
Annika se rió.
—Estupendamente; si hasta parece una psicópata auténtica. Actúa con total naturalidad.
—Mmm.
—Hoy se ha tratado más que nada el tema de Stallarholmen. Mañana será lo de Gosseberga, los interrogatorios con gente de la brigada forense y cosas similares. Ekström va a intentar demostrar que Salander fue allí para matar a su padre.
—De acuerdo.
—Pero puede que tengamos un problema técnico: por la tarde Ekström llamó a una tal Ulrika von Liebenstaahl, de la comisión de tutelaje. Y empezó a decir que yo no tenía derecho a defender a Lisbeth.
—¿Por qué?
—Sostiene que Lisbeth está bajo tutela administrativa y que no tiene derecho a elegir un abogado por sí misma.
—¿Cómo?
—Es decir, que técnicamente hablando yo no puedo ser su abogada si la comisión de tutelaje no lo aprueba.
—¿Y?
—Para mañana por la mañana el juez Iversen deberá haber tomado una decisión al respecto. Cuando terminó la sesión de hoy intercambié con él unas breves palabras; creo que va a decir que puedo seguir representándola. Mi argumento ha sido que la comisión de tutelaje ha tenido tres meses para recurrir y que me parecía una impertinencia que protestara cuando el juicio ya se había iniciado.
—El viernes testificará Teleborian. Tienes que ser tú quien lo interrogue.
El jueves, tras haber estudiado una serie de mapas y fotografías y escuchado las largas conclusiones técnicas sobre lo acontecido en Gosseberga, el fiscal Ekström determinó que todas las pruebas indicaban que Lisbeth Salander había ido en busca de su padre con el propósito de matarlo. El eslabón más fuerte de la cadena de pruebas era que ella había llevado a Gosseberga un arma de fuego, una P-83 Wanad polaca.
El hecho de que Alexander Zalachenko (según la historia de Salander) o tal vez el asesino de policías Ronald Niedermann (según la declaración prestada por Zalachenko antes de ser asesinado en el hospital de Sahlgrenska) hubiesen intentado, a su vez, matar a Lisbeth Salander, así como el hecho de que la enterraran en el bosque, no significaba en absoluto que ella no hubiese perseguido a su padre hasta Gosseberga con el premeditado objetivo de matarle. Además, casi lo consigue, porque le dio con un hacha en la cara. Ekström exigía que Lisbeth Salander fuera condenada por intento de homicidio o, en su defecto, conspiración para cometer homicidio, así como, en todo caso, por lesiones graves.
La versión de Lisbeth Salander era que había ido hasta Gosseberga para enfrentarse a su padre y hacerle confesar los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Esta afirmación era de suma importancia para la cuestión de la premeditación.
Cuando Ekström terminó de interrogar al testigo Melker Hansson, de la brigada forense de la policía de Gotemburgo, la abogada Annika Giannini le hizo unas pocas y breves preguntas.
—Señor Hansson, ¿hay algo, lo que sea, en su investigación y en toda la documentación forense que ha recopilado que, de alguna manera, pueda determinar que Lisbeth Salander esté mintiendo sobre el objetivo de su visita a Gosseberga? ¿Puede usted probar que ella fue allí para matar a su padre?
Melker Hansson reflexionó un instante.
—No —dijo finalmente.
—Entonces, ¿no puede pronunciarse sobre las intenciones de Salander?
—No.
—¿Quiere eso decir que la conclusión del fiscal Ekström, aun siendo elocuente y detallada, es por lo tanto una mera especulación?
—Supongo que sí.
—¿Hay algo en las pruebas forenses que contradiga la afirmación de Lisbeth Salander de que se llevó el arma polaca, una P-83 Wanad, por pura casualidad? ¿Algo que contradiga que simplemente se hallaba en su bolso porque, tras habérsela quitado el día anterior a Sonny Nieminen en Stallarholmen, no supo qué hacer con ella?
—No.
—Gracias —dijo Annika Giannini. Acto seguido, se sentó. Fueron sus únicas palabras durante la hora que duró la declaración de Hansson.
Hacia las seis de la tarde del jueves, Birger Wadensjöö abandonó el edificio de Artillerigatan de la Sección con la sensación de hallarse rodeado de amenazantes nubarrones y de avanzar hacia una inminente hecatombe. Hacía ya unas cuantas semanas que había comprendido que su cargo —el de director, es decir, el de jefe de la Sección para el Análisis Especial— no era más que una fórmula desprovista de significado. Sus opiniones, protestas o súplicas no surtían el menor efecto: Fredrik Clinton había asumido el mando y tomaba todas las decisiones. Si la Sección hubiese sido una institución pública y transparente, no habría importado; le hubiera bastado con dirigirse a su superior para denunciar ese hecho.
Pero tal y como estaban las cosas en esos momentos no había nadie a quien acudir para protestar. Se encontraba solo y abandonado al capricho de una persona que él consideraba psíquicamente enferma. Y lo peor era que la autoridad de Clinton resultaba absoluta. Mocosos como Jonas Sandberg y fieles servidores como Georg Nyström: todos parecían ponerse firmes y cumplir sin rechistar el más mínimo deseo de ese loco enfermo terminal.
Reconoció que Clinton era una autoridad discreta que no trabajaba para su propio beneficio. Podía incluso admitir que trabajaba por el bien de la Sección o, por lo menos, por lo que él consideraba el bien de la Sección. Era como si toda la organización se encontrara en caída libre, en un estado de sugestión colectiva en la que avezados colaboradores se negaban a admitir que cada movimiento que se hacía, cada decisión que se tomaba y se ejecutaba no hacía más que acercarlos cada vez más al abismo.
Wadensjöö sintió una presión en el pecho cuando entró en Linnégatan, calle en la que ese día había encontrado un sitio para aparcar. Desactivó la alarma del coche y sacó las llaves. Ya estaba a punto de abrir la puerta cuando percibió unos movimientos a sus espaldas y se dio la vuelta. Entornó los ojos a contraluz. Tardó unos segundos en reconocer a aquel hombre alto y fuerte que se encontraba sobre la acera.
—Buenas tardes, señor Wadensjöö —dijo Torsten Edklinth, jefe del Departamento de protección constitucional—. Llevo más de diez años apartado del trabajo de campo, pero hoy me ha parecido que tal vez mi presencia resulte apropiada.
Wadensjöö miró desconcertado a los dos policías civiles que flanqueaban a Edklinth. Eran Jan Bublanski y Marcus Erlander.
De repente se dio cuenta de lo que le iba a pasar.
—Tengo el triste deber de comunicarle que el fiscal general ha decidido detenerle por una serie de delitos tan larga que sin duda llevará semanas catalogarlos todos con exactitud.
—Pero ¿qué es esto? —protestó Wadensjöö indignado.
—Esto es el momento en el que queda detenido como sospechoso de cooperación para cometer homicidio. También se le acusa de extorsión, sobornos, escuchas ilegales, varios casos de grave falsificación y grave malversación, robo, abuso de autoridad, espionaje y un largo etcétera. Ahora se va usted a venir conmigo a Kungsholmen, donde hablaremos tranquila y seriamente.
—¡Yo no he cometido ningún homicidio! —dijo Wadensjöö, conteniendo el aliento.
—Eso lo tendrá que decidir la investigación.
—¡Fue Clinton! ¡Todo esto es culpa de Clinton! —dijo Wadensjöö.
Torsten Edklinth asintió, contento.
Todo policía está familiarizado con el hecho de que hay dos maneras de realizar un interrogatorio a un sospechoso: con el poli bueno y con el poli malo. El poli malo amenaza, suelta palabrotas, da puñetazos en la mesa y, por lo general, se comporta como un borde con el único objetivo de atemorizar al detenido y provocar así su sumisión y confesión. El poli bueno —a ser posible, un señor mayor algo canoso—, invita a cigarrillos y café, asiente con simpatía y emplea un tono comprensivo.
La mayoría de los policías —aunque no todos— también saben que, por lo que al resultado respecta, la técnica interrogativa del poli bueno resulta, a todas luces, superior. Un ladrón ya curtido y duro de pelar no se deja impresionar lo más mínimo por el poli malo. Y un inseguro aficionado que tal vez confiesa dejándose intimidar por un poli malo, siempre acaba de todos modos confesando, al margen de la técnica interrogativa que se utilice.
Mikael Blomkvist escuchó el interrogatorio de Birger Wadensjöö desde una sala contigua. Su presencia había sido objeto de una serie de disputas internas antes de que Edklinth decidiera que, sin lugar a dudas, podrían sacar provecho de las observaciones de Blomkvist.
Mikael constató que Torsten Edklinth empleaba una tercera variante de interrogatorio policial: el policía indiferente, estrategia que, en este caso concreto, parecía funcionar aún mejor. Edklinth entró en la sala de interrogatorios, sirvió café en unas tazas de porcelana, enchufó la grabadora y se reclinó en la silla.
—Tenemos contra ti todas las pruebas técnicas imaginables. Nuestro único interés en oír tu versión es, sencillamente, que nos confirmes las cosas que ya sabemos. Aunque sí nos gustaría, tal vez, que nos respondieras a una pregunta: ¿por qué? ¿Cómo pudisteis ser tan idiotas de empezar a liquidar a la gente, aquí, en Suecia, como si estuviésemos en el Chile de la dictadura de Pinochet? La grabadora está en marcha. Si quieres decir algo, éste es el momento. Si no quieres hablar, la apago, te quitamos la corbata y los cordones de los zapatos y te subimos a los calabozos, a la espera de abogado, juicio y sentencia.
Luego Edklinth se tomó un trago de café y permaneció completamente callado. Como en los dos minutos que siguieron Wadensjöö no dijo nada, alargó la mano y apagó la grabadora. Se levantó.
—Voy a asegurarme de que te vengan a buscar dentro de un par de minutos. Adiós.
—Yo no he matado a nadie —soltó Wadensjöö cuando Edklinth ya había abierto la puerta. Éste se detuvo en el umbral.
—No me interesa mantener una conversación general contigo. Si quieres dar explicaciones, me siento y pongo la grabadora. Toda la Suecia oficial, sobre todo el primer ministro, espera con ansiedad tus palabras. Si me lo cuentas, puedo ir a ver al primer ministro esta misma noche para darle tu versión de los acontecimientos. Si no me lo cuentas, serás en cualquier caso procesado y condenado.
—Siéntate —dijo Wadensjöö.
Resultó obvio para todo el mundo que ya se había resignado. Mikael respiró aliviado. Lo acompañaban Mónica Figuerola, la fiscal Ragnhild Gustavsson, Stefan, el anónimo colaborador de la Säpo, así como otras dos personas del todo desconocidas. Mikael sospechó que una de las dos, como poco, representaba al ministro de Justicia.
—Yo no tuve nada que ver con los asesinatos —dijo Wadensjöö cuando Edklinth volvió a poner en marcha la grabadora.
—Los asesinatos —le dijo Mikael Blomkvist a Mónica Figuerola.
—Schhh —contestó ella.
—Fueron Clinton y Gullberg. Yo no tenía ni idea de lo que iban a hacer. Lo juro. Me quedé en estado de shock cuando me enteré de que Gullberg había matado de un tiro a Zalachenko. No me podía creer que fuera verdad… No me lo podía creer. Y cuando me enteré de lo de Björck por poco me da un infarto.
—Háblame del asesinato de Björck —dijo Edklinth sin cambiar el tono de voz—. ¿Cómo se llevó a cabo?
—Clinton contrató a alguien No sé ni siquiera cómo lo hicieron, pero eran dos yugoslavos. Serbios, si no me equivoco. Fue Georg Nyström quien les hizo el encargo y les pagó. Nada más saberlo, comprendí que todo aquello acabaría siendo nuestra ruina.
—Retomémoslo desde el principio —propuso Edklinth—. ¿Cuándo empezaste a trabajar para la Sección?
Cuando Wadensjöö comenzó a hablar ya no hubo quien lo parara. El interrogatorio se prolongó durante casi cinco horas.