Capítulo 24.

Lunes, 11 de julio

Eran las seis de la mañana cuando Susanne Linder llamó al T10 azul de Mikael Blomkvist desde Milton Security.

—¿Tú nunca duermes o qué? —preguntó Mikael medio dormido.

Miró de reojo a Mónica Figuerola, que ya se encontraba de pie y que ya se había puesto unos pantalones cortos de deporte pero no la camiseta.

—Sí. Pero me despertó el que estaba de guardia. La alarma silenciosa que instalamos en tu casa se activó a las tres de la mañana.

—¿Sí?

—Así que tuve que ir hasta allí para echar un vistazo. Es un poco complicado de explicar. ¿Puedes pasarte por Milton Security esta mañana? Es bastante urgente.

—Esto es muy serio —dijo Dragan Armanskij.

Eran poco más de las ocho cuando se sentaron ante un televisor de una sala de reuniones de Milton Security. Allí estaban Armanskij, Mikael Blomkvist y Susanne Linder. Armanskij también había convocado a Johan Fräklund —sesenta y dos años, ex inspector de la policía criminal de Solna y actual jefe de la unidad operativa de Milton Security— y al también ex inspector Sonny Bohman, de cuarenta y ocho años, que había seguido el caso Salander desde el principio. Todos reflexionaban sobre la grabación de la cámara de vigilancia que Susanne Linder les acababa de enseñar.

—Lo que hemos visto ha sido a Jonas Sandberg abriendo la puerta de la casa de Mikael Blomkvist a las 03.17 de la madrugada. Y tenía llaves… ¿Os acordáis de que ese cerrajero llamado Faulsson hizo un molde de las llaves de reserva de Blomkvist cuando entró con Göran Mårtensson en la casa hace ya algunas semanas?

Armanskij asintió con cara adusta.

—Sandberg permanece en la casa durante más de ocho minutos. Durante ese tiempo hace lo siguiente: en primer lugar, coge de la cocina una pequeña bolsa de plástico donde mete algo. Luego, con un destornillador, quita la parte trasera de uno de los altavoces que tienes en el salón, Mikael. Y coloca la bolsa ahí.

—Mmm —dijo Mikael Blomkvist.

—El hecho de que vaya a buscar la bolsa a la cocina resulta significativo.

—Es una bolsa de Konsum en la que tenía unos panecillos —dijo Mikael—. Suelo guardarlas para meter en ellas el queso y cosas así.

—Ya, yo también lo hago. Pero lo significativo, claro está, es que la bolsa tiene tus huellas dactilares. Luego se dirige al vestíbulo y coge un periódico viejo de la papelera. Utiliza una página para envolver un objeto que coloca en lo alto del armario.

—Mmm —volvió a murmurar Mikael Blomkvist.

—Otra vez lo mismo: el periódico lleva tus huellas dactilares.

—Entiendo —dijo Mikael Blomkvist.

—Fui a tu casa sobre las cinco. Y me encontré con que lo que había en tu altavoz eran unos ciento ochenta gramos de cocaína. He cogido una muestra de un gramo.

Colocó una pequeña bolsa sobre la mesa.

—¿Y qué hay en el armario? —preguntó Mikael.

—Unas ciento veinte mil coronas en metálico.

Armanskij le hizo un gesto a Susanne Linder para que apagara la televisión. Miró a Fräklund.

—O sea, que Mikael Blomkvist está implicado en el tráfico de drogas —dijo Fräklund de muy buen humor—. Es evidente que han empezado a sentir algún tipo de inquietud por lo que está haciendo Blomkvist.

—Se trata de un contraataque —dijo Mikael Blomkvist.

—¿Un contraataque?

—Ayer por la tarde descubrieron a los vigilantes de Milton en Morgongåva.

Les contó lo que había sabido por boca de Mónica Figuerola sobre la expedición de Sandberg a Morgongåva.

—Un pillo muy aplicado —dijo Sonny Bohman.

—Pero ¿por qué ahora?

—No hay duda de que les preocupa lo que Millennium pueda montar cuando empiece el juicio —contestó Fräklund—. Si detienen a Blomkvist por tráfico de drogas, su credibilidad disminuirá drásticamente.

Susanne Linder asintió. Mikael Blomkvist pareció dudar.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Armanskij.

—De momento, nada —sugirió Fräklund—. Tenemos un as en la manga: un excelente documento que muestra cómo Sandberg coloca el material inculpatorio en tu casa, Mikael. Dejemos que se pillen bien los dedos. Si hace falta, probaremos tu inocencia en el acto y, por si fuera poco, ofreceremos con ello una prueba más del comportamiento delictivo de la Sección. Me encantaría ser el fiscal cuando sienten en el banquillo a esos granujas.

—No sé —dijo Mikael Blomkvist lentamente—. El juicio empieza pasado mañana. Millennium saldrá el viernes, dos días después. Si piensan colgarme lo del narcotráfico, deben hacerlo antes… y no voy a tener tiempo para explicar que se trata de un montaje antes de que salga la revista. Eso quiere decir que corro el riesgo de ser detenido y de perderme el principio del juicio.

—En otras palabras, que hay más de una razón para que te quites de en medio esta semana —propuso Armanskij.

—Bueno, no… Es que tengo que preparar un trabajo con TV4 y algunas otras cosas. Sería muy poco conveniente…

—Pero ¿por qué justo ahora? —inquirió Susanne Linder.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Armanskij.

—Han tenido tres meses para echar por tierra la reputación de Blomkvist. ¿Por qué actúan justo ahora? Hagan lo que hagan no van a poder impedir la publicación.

Permanecieron callados un rato.

—Quizá se deba a que no les ha quedado muy claro lo que vas a publicar, Mikael —dijo Armanskij pausadamente—. Saben que estás tramando algo… pero tal vez piensen que lo único que tienes es el informe de Björck de 1991.

Aunque algo escéptico, Mikael asintió con la cabeza.

—Ni se imaginan que tu intención es denunciar a toda la Sección. Si sólo se tratara del informe de Björck, les bastaría con crear desconfianza hacia tu persona. Tus denuncias se ahogarían en tu detención y tu arresto. Gran escándalo: el famoso reportero Mikael Blomkvist detenido por tráfico de drogas. De seis a ocho años de cárcel.

—¿Me podrías dar dos copias de la película? —pidió Mikael.

—¿Qué vas a hacer?

—Le voy a dar una a Edklinth. Y la otra es para TV4; los voy a ver dentro de tres horas. Creo que no estaría de más que lo tuviésemos todo preparado para sacarlo en la tele en cuanto la bomba estalle.

Mónica Figuerola apagó el DVD y dejó el mando sobre la mesa. Estaban reunidos en el local provisional de Fridhemsplan.

—¡Cocaína! —dijo Edklinth—. Juegan fuerte.

Mónica Figuerola parecía pensativa. Miró de reojo a Mikael.

—Creí que era mejor que estuvieseis al tanto —dijo él, encogiéndose de hombros.

—Esto no me gusta nada —contestó ella—. Eso quiere decir que están desesperados y que no se lo han pensado bien; deberían darse cuenta de que si te detienen por tráfico de drogas, no vas a quedarte de brazos cruzados ni dejar que te encierren sin más en el bunker de Kumla.

—Ya —dijo Mikael.

—Aunque te condenen, se arriesgan a que la gente crea en lo que dices. Y tus colegas de Millennium no se van a callar.

—Y además, eso les cuesta mucho dinero —dijo Edklinth—. Lo que significa que tienen un presupuesto que les permite gastar sin pestañear ciento veinte mil coronas, aparte de lo que valga la droga.

—Ya lo sé —dijo Mikael—. Pero lo cierto es que el plan no está nada mal. Cuentan con que Lisbeth Salander acabe en el psiquiátrico y que yo desaparezca envuelto en una nube de sospechas y desconfianzas. Además, creen que toda la posible atención la va a acaparar la Säpo, no la Sección. Como punto de partida es bastante bueno.

—Pero ¿cómo van a convencer a la brigada de estupefacientes para que realice un registro domiciliario en tu casa? Quiero decir que no basta con dar un aviso anónimo para que alguien eche abajo a patadas la puerta de la casa de un periodista famoso. Y para que el plan funcione es necesario que te conviertas en un sospechoso en los próximos días.

—Bueno, la verdad es que no sabemos gran cosa sobre su planificación temporal —dijo Mikael.

Se sentía cansado y deseaba que todo pasara ya. Se levantó.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó Mónica Figuerola—. Me gustaría saber dónde vas a estar.

—He quedado a mediodía con los de TV4. Y a las seis cenaré un guiso de cordero en Samirs gryta con Erika Berger. Tenemos que redactar el comunicado de prensa que vamos a sacar. El resto de la noche lo pasaré en la redacción, supongo.

Al oír el nombre de Erika Berger, los ojos de Mónica Figuerola se cerraron ligeramente.

—Quiero que te mantengas en contacto con nosotros durante todo el día. La verdad es que preferiría que estuviésemos en permanente contacto hasta que empiece el juicio.

—Vale. Quizá pueda mudarme a tu casa un par de días —respondió Mikael, sonriendo como si se tratara de una broma.

A Mónica Figuerola se le ensombreció la mirada. De reojo, miró rápidamente a Edklinth.

—Mónica tiene razón —dijo Edklinth—. Creo que lo mejor sería que te mantuvieras más o menos invisible hasta que todo esto haya pasado. Si los de la brigada de estupefacientes te detuvieran, tendrías que permanecer callado hasta que empiece el juicio.

—Tranquilo —contestó Mikael—. No voy a ser presa del pánico ni estropear nada a estas alturas. Si os ocupáis de lo vuestro, yo me ocuparé de lo mío.

La de TV4 apenas fue capaz de ocultar su excitación por el nuevo material grabado que Mikael Blomkvist le acababa de entregar. A Mikael le hizo gracia su hambre informativa. Durante una semana habían luchado como fieras para hacerse con un material comprensible sobre la Sección que fuera adecuado para un uso televisivo. Tanto su productor como el jefe de Noticias de TV4 se habían dado cuenta de la envergadura del scoop. El reportaje se preparaba con el máximo secreto, con tan sólo unos pocos implicados. Habían aceptado la exigencia de Mikael de que no lo emitieran hasta la noche del tercer día de juicio. Y decidieron realizar un programa especial del informativo Nyheterna de una hora de duración.

Mikael ya le había dado a ella una gran cantidad de fotografías con las que trabajar, pero nada se podía comparar a una imagen en movimiento: un vídeo de una extrema nitidez que mostraba cómo un policía con nombre y apellido colocaba cocaína en el apartamento de Mikael Blomkvist casi le hizo dar saltos de alegría.

—¡Esto es televisión de primera! —dijo ella—. Ya me imagino los titulares: «Aquí podemos ver a la Säpo colocando cocaína en el apartamento del reportero».

—La Säpo no, la Sección —corrigió Mikael—. No cometas el error de confundirlas.

—Pero joder, Sandberg es de la Säpo —replicó ella.

—Ya, pero en la práctica se le puede considerar un infiltrado. Debes separarlas con precisión milimétrica.

—Vale, el reportaje es de la Sección, no de la Säpo. Mikael, ¿me puedes explicar por qué siempre te ves envuelto en este tipo de sensacionales scoops? Tienes razón: esto va a hacer más ruido que lo del caso Wennerström.

—Uno, que tiene talento… Por irónico que pueda parecer, esta historia también empieza con un Wennerström: el espía de los años sesenta.

A las cuatro de la tarde llamó Erika Berger. Estaba en una reunión con los de la patronal Tidningsutgivarna para darles su opinión sobre las reducciones de plantilla previstas en el SMP, algo que había provocado un intenso conflicto sindical desde que Erika dimitió. Le comunicó a Mikael que iba a llegar tarde a la cita que tenían para cenar en el Samirs gryta a las seis; hasta las seis y media no podría llegar.

Jonas Sandberg ayudó a Fredrik Clinton cuando éste se pasó de la silla de ruedas a la camilla que había en ese cuarto de descanso que constituía el puesto de mando de Clinton en el cuartel general de la Sección, en Artillerigatan. Clinton se había pasado todo el día en su sesión de diálisis y acababa de regresar. Se sentía viejísimo e infinitamente cansado. Apenas había dormido durante los últimos días y lo único que deseaba era que todo terminara de una vez por todas. No había terminado de acomodarse en la cama cuando Georg Nyström se incorporó al grupo.

Clinton concentró sus fuerzas.

—¿Ya está? —preguntó.

Georg Nyström hizo un gesto afirmativo.

—Acabo de ver a los hermanos Nikoliç —dijo—. Nos va a costar cincuenta mil.

—Nos lo podemos permitir —respondió Clinton.

Si yo fuera joven… ¡Joder!

Volvió la cabeza y examinó, por este orden, a Georg Nyström y a Jonas Sandberg.

—¿Remordimientos de conciencia? —preguntó.

Los dos negaron con la cabeza.

—¿Cuándo? —preguntó Clinton.

—Dentro de veinticuatro horas —dijo Nyström—. Resulta tremendamente difícil dar con el paradero de Blomkvist; en el peor de los casos, lo tendrán que hacer delante de la redacción.

Clinton asintió.

—Esta misma tarde, dentro de dos horas, se nos va a presentar una oportunidad —dijo Jonas Sandberg.

—¿Ah, sí?

—Erika Berger lo acaba de llamar hace un rato. Van a cenar en el Samirs gryta. Es un restaurante cerca de Bellmansgatan.

—Berger… —dijo Clinton, pensativo.

—Por Dios, espero que ella no… —intervino Georg Nyström.

—Tampoco estaría mal del todo —interrumpió Jonas Sandberg.

Clinton y Nyström lo miraron.

—Estamos de acuerdo en que Blomkvist es la persona que mayor amenaza representa contra nosotros y que resulta probable que publique algo en el próximo número de Millennium. No podemos detener la publicación. Así que tenemos que desacreditarle. Si es asesinado como consecuencia de lo que parecerá un ajuste de cuentas del mundo del hampa y luego la policía encuentra drogas y dinero en su casa, la investigación sacará sus propias conclusiones. En cualquier caso, lo último que harán será buscar conspiraciones en el seno de la policía de seguridad.

Clinton asintió.

—No olvidemos que Erika Berger es la amante de Mikael Blomkvist —dijo Sandberg, subrayando las palabras—. Está casada y es infiel. Que ella también falleciera de repente daría lugar a un sinfín de especulaciones que no nos vendrían mal.

Clinton y Nyström se intercambiaron las miradas. Sandberg tenía un talento innato para crear cortinas de humo. Aprendió rápido. Pero tanto Clinton como Nyström tenían sus dudas: Sandberg se mostraba demasiado despreocupado a la hora de decidir sobre la vida y la muerte. Eso no estaba bien. La medida extrema que constituía un asesinato no era algo que se fuera a aplicar simplemente porque se presentara la oportunidad de hacerlo. No se trataba de una panacea universal, sino de una medida a la que tan sólo se podía recurrir cuando no existían otras alternativas.

Clinton negó con la cabeza.

«Collateral damage», pensó. De pronto, sintió asco de todo ese sucio trapicheo.

Después de haber servido toda una vida a la nación, aquí estamos, como simples sicarios. Lo de Zalachenko era necesario. Lo de Björck había sido… lamentable, pero Gullberg tenía razón: habría cedido a la presión. Lo de Blomkvist era… probablemente también necesario. Pero Erika Berger no era más que una espectadora inocente.

Miró de reojo a Jonas Sandberg. Esperaba que el joven no se convirtiera en un psicópata.

—¿Qué es lo que saben los hermanos Nikoliç?

—Nada. De nosotros, quiero decir. Yo soy el único al que han visto, pero he usado otra identidad y es imposible que den conmigo. Creen que el asesinato tiene algo que ver con el trafficking.

—¿Y qué pasará con ellos después del asesinato?

—Abandonarán Suecia inmediatamente —dijo Nyström—. Lo mismo que ocurrió después de lo de Björck. Si luego resulta que la investigación policial no da sus frutos, podrán volver de forma discreta dentro de unas cuantas semanas.

—¿Y el plan?

—Modelo siciliano: se acercarán sin más a Blomkvist, le vaciarán el cargador y se irán de allí. Así de sencillo.

—¿Arma?

—Tienen una automática. No sé de qué tipo.

—Espero que no acribillen a todo el restaurante.

—Tranquilo. Son profesionales y saben cómo hacerlo. Pero si Berger está en la misma mesa que Blomkvist…

«Collateral damage».

—Escucha —dijo Clinton—: es importante que Wadensjöö no se entere de que estamos implicados en esto. Sobre todo si resulta que Erika Berger se convierte en una de las víctimas. Está ya tan tenso que un día de éstos va a explotar. Me temo que vamos a tener que jubilarlo cuando todo esto acabe.

Nyström asintió.

—Eso quiere decir que cuando recibamos la noticia de que han asesinado a Blomkvist tendremos que hacer teatro. Convocaremos una reunión de crisis y haremos creer que el desenlace de los acontecimientos nos ha dejado atónitos. Especularemos sobre quién podría hallarse detrás de los asesinatos, pero sin decir ni una palabra de drogas ni de nada por el estilo hasta que la policía encuentre el material.

Mikael Blomkvist se despidió de la de TV4 poco antes de las cinco. Habían pasado juntos una buena parte de la tarde repasando los puntos del material que aún no estaban del todo claros. Luego maquillaron a Mikael y ella grabó una larga entrevista con él.

La de TV4 le hizo una pregunta que le costó contestar de una manera comprensible y tuvieron que repetirla varias veces.

¿Cómo es posible que algunos funcionarios de la administración pública lleguen al extremo de cometer un asesinato?

Mikael había estado dándole muchas vueltas a esa cuestión bastante antes de que la de TV4 se la planteara. Seguro que la Sección había considerado a Zalachenko una amenaza insólita, pero, aun así, no era una respuesta satisfactoria. La que Mikael finalmente ofreció tampoco resultó del todo satisfactoria.

—La única explicación razonable que puedo dar es que tal vez con el paso del tiempo la Sección haya llegado a convertirse en una secta en el propio sentido de la palabra. Algo parecido a lo que pasó en el pueblo de Knutby, o con la secta del pastor Jim Jones o con algún otro caso similar. Dictan sus propias leyes, en las que conceptos como el bien y el mal han dejado de ser relevantes, y parecen estar completamente aislados del resto de la sociedad.

—¿Casi como si se tratara de una especie de enfermedad mental?

—Es una descripción bastante acertada.

Luego cogió el metro hasta Slussen y constató que todavía era pronto para ir a Samirs gryta. Se quedó un rato en Södermalmstorg. Estaba preocupado, pero al mismo tiempo sentía que, de pronto, volvía a estar contento con la vida. Hasta que Erika Berger regresó a Millennium no se dio cuenta de hasta qué catastrófico punto la había echado de menos. Además, la recuperación del timón por parte de Erika no había llevado a ningún conflicto interno cuando Malin Eriksson volvió a su antiguo trabajo de secretaria de redacción. Todo lo contrario: Malin estaba más bien eufórica gracias al hecho de que la vida —utilizando sus propias palabras— volviera a la normalidad.

La vuelta de Erika también les hizo descubrir lo terriblemente cortos de personal que habían andado durante los tres últimos meses. Erika regresó a su puesto de Millennium con un arranque a todo gas y, con la ayuda de Malin Eriksson, consiguió hacerse con parte de la sobrecarga de trabajo organizativo que habían acumulado. También celebraron una reunión de la redacción en la que se decidió que Millennium ampliaría su plantilla y contrataría, al menos, a un nuevo colaborador o tal vez a dos. Sin embargo, no sabían de dónde iban a sacar el dinero.

Al final, Mikael salió a comprar los periódicos vespertinos y a tomar un café al Java de Hornsgatan para matar el tiempo mientras esperaba a Erika.

La fiscal Ragnhild Gustavsson, de la Fiscalía General del Estado, dejó sus gafas de leer en la mesa y contempló a los reunidos. Tenía cincuenta y ocho años, la cara arrugada —aunque de sanas y sonrosadas mejillas— y el pelo corto y canoso. Hacía veinticinco años que era fiscal y llevaba trabajando en la Fiscalía General del Estado desde principios de los años noventa.

Sólo habían pasado tres semanas desde que la llamaron de repente al despacho del fiscal general para ver a Torsten Edklinth. Ese día estaba a punto de terminar unos asuntos rutinarios y de irse seis semanas de vacaciones a su casa de campo de Husarö. En su lugar, le fue encomendada la misión de investigar a un grupo de funcionarios que actuaban bajo el nombre de «la Sección». Todos sus planes de vacaciones fueron cancelados de inmediato. Le comunicaron que dicha investigación sería su principal tarea a partir de ese mismo instante y durante un tiempo indeterminado, y prácticamente le dejaron las manos libres para que ella misma organizara el trabajo y tomara las decisiones oportunas.

—Esta va a ser una de las investigaciones criminales más llamativas de la historia sueca —le dijo el fiscal general.

Ella no pudo más que darle la razón.

Con creciente asombro, escuchó el resumen que Torsten Edklinth le hizo sobre el tema, así como sobre la investigación que éste había realizado por encargo del primer ministro. Aún no la había terminado, pero consideró que se encontraba lo suficientemente avanzada como para presentar el asunto ante un fiscal.

Al principio, Ragnhild Gustavsson intentó hacerse una idea general del material que Torsten Edklinth le había entregado. Cuando empezó a quedarle clara la magnitud de los delitos y de los crímenes, se dio cuenta de que todo lo que hiciera y todas las decisiones que tomara se analizarían con lupa en los futuros libros de historia del país. Desde entonces, había dedicado cada minuto disponible a intentar adquirir una visión general de la más bien incomprensible lista de crímenes y delitos que le había tocado investigar. El caso era único en la historia jurídica sueca y, como se trataba de investigar a un grupo delictivo cuyas operaciones se habían prolongado durante al menos treinta años, comprendió que resultaría necesario establecer una organización de trabajo especial. Se acordó de los investigadores estatales antimafia de Italia, que se vieron obligados a trabajar de manera casi clandestina para sobrevivir durante los años setenta y ochenta. Entendió por qué Edklinth había tenido que trabajar en secreto: no sabía en quién podía confiar.

La primera medida que tomó fue llamar a tres colaboradores de la Fiscalía General del Estado. Eligió a personas a las que conocía desde hacía muchos años. Luego contrató a un prestigioso historiador que trabajaba en el Consejo Nacional para la Prevención de la Delincuencia con el fin de que la asesorara en temas que concernían a la aparición de la policía de seguridad y su evolución a lo largo de los años. Por último, nombró formalmente a Mónica Figuerola jefa de la investigación policial.

De este modo, la investigación sobre la Sección adquirió una forma constitucionalmente válida: ya podía ser considerada como cualquier otra investigación policial, aunque se hubiera decretado el más absoluto secreto de sumario.

Durante las dos últimas semanas, la fiscal Gustavsson había convocado a un gran número de personas a una serie de interrogatorios oficiales pero muy discretos. Por allí pasaron, aparte de Edklinth y Figuerola, el inspector Bublanski, Sonja Modig, Curt Svensson y Jerker Holmberg. Luego llamó a Mikael Blomkvist, Malin Eriksson, Henry Cortez, Christer Malm, Annika Giannini, Dragan Armanskij, Susanne Linder y Holger Palmgren. A excepción de los representantes de Millennium, quienes, por principio, no contestaron a ninguna pregunta que pudiera llevar a identificar a sus fuentes, todos dieron de muy buena gana cumplida cuenta de lo que sabían, al tiempo que aportaron la documentación de que disponían.

A Ragnhild Gustavsson no le hizo ni pizca de gracia el hecho de que le presentaran un calendario, establecido por Millennium, por el que se veía obligada a detener a un número concreto de personas en una fecha determinada. Ella consideraba que habría necesitado unos cuantos meses más de preparación antes de llegar a esa fase de la investigación, pero en este caso no tenía elección. Mikael Blomkvist, de la revista Millennium, fue intransigente. Él no estaba sometido a ningún decreto o reglamento estatal y tenía la intención de publicar el reportaje el tercer día del juicio contra Lisbeth Salander. De forma que Ragnhild Gustavsson se vio obligada a adaptarse y a actuar al mismo tiempo para que no desaparecieran ni las personas sospechosas ni las posibles pruebas. Sin embargo, Blomkvist recibió el curioso apoyo de Edklinth y Figuerola, y, al cabo de un tiempo, la fiscal empezó a ser consciente de que el modelo de Blomkvist ofrecía ciertas ventajas. Como fiscal se beneficiaría de un apoyo mediático bien orquestado que le iría muy bien para continuar con el proceso. Además, todo sería tan rápido que no habría tiempo para que la delicada investigación se filtrara por los pasillos de la administración y acabara en manos de la Sección.

—Para Blomkvist se trata, en primer lugar, de desagraviar a Lisbeth Salander y de que se haga justicia con ella. Noquear a la Sección no es más que una consecuencia de lo primero —constató Mónica Figuerola.

El juicio contra Lisbeth Salander comenzaría el miércoles, dos días más tarde, y la reunión de ese lunes tenía como objetivo hacer un repaso general del material disponible y repartir las tareas.

Trece personas participaron en ella. Desde la Fiscalía General del Estado, Ragnhild Gustavsson se había llevado a dos de sus colaboradores más cercanos. En representación de protección constitucional participaron la jefa de la investigación policial, Mónica Figuerola, y sus colaboradores Stefan Bladh y Anders Berglund. El jefe de protección constitucional, Torsten Edklinth, asistió en calidad de observador.

Sin embargo, Ragnhild Gustavsson había decidido que un asunto de este calibre —cuestión de credibilidad— no podía limitarse a la DGP/Seg. Por eso había convocado al inspector Jan Bublanski y a su equipo, compuesto por Sonja Modig, Jerker Holmberg y Curt Svensson, de la policía abierta, pues llevaban trabajando en el caso Salander desde Pascua y estaban familiarizados con la historia. Y también había llamado a la fiscal Agneta Jervas y al inspector Marcus Erlander de Gotemburgo; la investigación sobre la Sección tenía una relación directa con la investigación sobre el asesinato de Alexander Zalachenko.

Cuando Mónica Figuerola mencionó que tal vez hubiera que tomarle declaración al anterior primer ministro, Thorbjörn Fälldin, los policías Jerker Holmberg y Sonja Modig se rebulleron inquietos en sus sillas.

Durante cinco horas se analizó a cada uno de los individuos que habían sido identificados como activistas de la Sección, tras lo cual se precisó qué delitos se habían cometido y se tomó la decisión de llevar a cabo las pertinentes detenciones. En total, siete personas fueron identificadas y vinculadas al piso de Artillerigatan. Además de éstas, se determinó la identidad de no menos de nueve sujetos que, en teoría, tenían relación con la Sección, aunque nunca acudían al piso de Artillerigatan. Se trataba en su mayoría de gente que trabajaba en la DGP/Seg de Kungsholmen, pero que se había reunido con alguno de los activistas de la Sección.

—Resulta todavía imposible determinar el alcance de la conspiración. Ignoramos las circunstancias bajo las cuales estas personas se reúnen con Wadensjöö o con algún otro miembro de la Sección. Pueden ser informadores o puede que les hayan hecho creer que se encontraban trabajando en alguna investigación interna o algo por el estilo. De manera que la duda que tenemos sobre su implicación sólo podrá resolverse si se nos brinda la oportunidad de tomarles declaración. Además, cabe mencionar que se trata tan sólo de las personas que hemos podido descubrir durante las semanas que la investigación ha estado abierta, así que es posible que haya más gente implicada cuya identidad aún desconocemos.

—Pero el jefe administrativo y el jefe de presupuesto…

—Respecto a esos dos podemos afirmar con seguridad que trabajan para la Sección.

Eran las seis de la tarde del lunes cuando Ragnhild Gustavsson decidió que se tomaran un descanso de una hora para cenar, después de lo cual se retomarían las deliberaciones.

Fue en el momento en que todos se levantaron y se disponían a salir cuando el colaborador de Mónica Figuerola de la unidad operativa del Departamento de protección constitucional, Jesper Thorns, solicitó su atención para informarla de las novedades de las pesquisas realizadas en las últimas horas.

—Clinton se ha pasado gran parte del día en diálisis y ha vuelto a Artillerigatan sobre las cinco. El único que ha hecho algo de interés ha sido Georg Nyström, aunque no estamos seguros de qué.

—Vale —dijo Mónica Figuerola.

—A las 13.30 horas, Nyström fue a la estación central y se reunió con dos personas. Fueron andando hasta el hotel Sheraton y tomaron café en el bar. La reunión duró algo más de veinte minutos, tras lo cual Nyström volvió a Artillerigatan.

—Muy bien. Y ¿quiénes son esas dos personas?

—No lo sabemos. Caras nuevas. Dos hombres de unos treinta y cinco años que, a juzgar por su aspecto, parecen ser de la Europa del Este. Desafortunadamente, nuestro hombre los perdió de vista cuando bajaron al metro.

—De acuerdo —dijo Mónica Figuerola, cansada.

—Aquí están las fotos —comentó Jesper Thorns mientras le entregaba una serie de fotografías realizadas por el agente que seguía a Nyström.

Ella observó las imágenes ampliadas de unos rostros que no había visto en su vida.

—Bien, gracias —dijo para, a continuación, dejar las fotos sobre la mesa y levantarse en busca de algo para cenar.

Curt Svensson se encontraba justo a su lado y contempló las fotos.

—¡Anda! —dijo—. ¿Están metidos los hermanos Nikoliç en eso?

Mónica Figuerola se detuvo.

—¿Quiénes?

—Esos dos; son dos elementos de mucho cuidado —dijo Curt Svensson—. Tomi y Miro Nikoliç.

—¿Sabes quiénes son?

—Sí. Dos hermanos de Huddinge. Serbios. Los estuvimos buscando más de una vez cuando yo trabajaba en la unidad de bandas callejeras; por aquella época tendrían unos veinte años. Miro Nikoliç es el más peligroso de los dos. Por cierto, desde hace más de un año está en busca y captura por un delito de lesiones graves. Pero creía que los dos se habían ido a Serbia para meterse a políticos o algo así.

—¿Políticos?

—Sí. Se fueron a Yugoslavia durante la primera mitad de los años noventa para poner su granito de arena en las labores de limpieza étnica. Trabajaron para Arkan, el jefe de la mafia yugoslava, que lideraba algún tipo de milicia fascista particular. Adquirieron fama de shooters.

—¿Shooters?

—Sí. O sea, sicarios. Luego han estado yendo de un lado para otro entre Belgrado y Estocolmo. Su tío lleva un restaurante en Norrmalm para el que trabajan oficialmente de vez en cuando. Nos han dado unos cuantos soplos sobre su participación en por lo menos dos asesinatos relacionados con ajustes de cuentas internos entre los propios yugoslavos en la llamada «guerra del tabaco», pero nunca hemos podido cogerlos por nada.

Mónica Figuerola contempló las fotos en silencio. Luego, de repente, se puso lívida. Se quedó mirando fijamente a Torsten Edklinth.

—¡Blomkvist! —gritó con pánico en la voz—. ¡No se van a contentar con desacreditarlo! ¡Piensan matarlo y dejar que la policía encuentre la cocaína y saque sus propias conclusiones cuando el crimen sea investigado!

Edklinth le devolvió una mirada fija.

—Iba a reunirse con Erika Berger en el Samirs gryta —exclamó Mónica Figuerola, cogiendo a Curt Svensson del hombro.

—¿Vas armado?

—Sí…

—Acompáñame.

Mónica Figuerola salió corriendo de la sala de reuniones. Su despacho se hallaba tres puertas más allá, en ese mismo pasillo. Abrió su despacho y sacó su arma reglamentaria de un cajón del escritorio. En contra de toda normativa, dejó abierta la puerta de par en par al dirigirse a toda velocidad hacia los ascensores. Curt Svensson se quedó indeciso durante algún que otro segundo.

—¡Vete con ella! —le dijo Bublanski a Curt Svensson—. ¡Sonja, acompáñalos!

Mikael Blomkvist entró en Samirs gryta a las seis y veinte. Erika Berger acababa de llegar y había encontrado una mesa libre junto a la barra, cerca de la entrada. Mikael le dio un beso en la mejilla. Pidieron cervezas y guiso de cordero. Les pusieron las cervezas.

—¿Qué tal la de TV4? —preguntó Erika Berger.

—Tan fría como siempre.

Erika Berger se rió.

—Si no tienes cuidado, te vas a obsesionar con ella. Imagínate: existe una chica que no cae rendida a los pies de Mikael Blomkvist.

—La verdad es que hay más chicas que tampoco han caído —dijo Mikael Blomkvist—. ¿Qué tal tu día?

—Desperdiciado. Pero he aceptado participar en un debate sobre el SMP en el Publicistklubben. Será mi última contribución a ese tema.

—Qué bien.

—Es que no te puedes imaginar lo que me alegra estar de vuelta en Millennium —dijo ella.

—Pues tú ni te imaginas lo que yo me alegro de que hayas vuelto. Aún no me lo puedo creer.

—Ha vuelto a ser divertido ir a trabajar.

—Mmm.

—Soy feliz.

—Tengo que ir al baño —dijo Mikael, levantándose.

Dio unos pasos y casi chocó con un hombre de unos treinta y cinco años que acababa de entrar. Por su aspecto, Mikael imaginó que provenía de la Europa del Este y se lo quedó mirando. Luego descubrió la ametralladora.

Al pasar Riddarholmen, Torsten Edklinth los llamó y les explicó que ni Mikael Blomkvist ni Erika Berger tenían disponibles sus móviles. Tal vez los hubieran apagado para cenar.

Mónica Figuerola soltó un taco y pasó Södermalmstorg a más de ochenta kilómetros por hora sin quitar la mano del claxon. Enfiló Hornsgatan dando un violento giro. Curt Svensson tuvo que apoyar la mano contra la puerta. Sacó su arma reglamentaria para comprobar que estaba cargada. Sonja Modig hizo lo mismo en el asiento de atrás.

—Tenemos que pedir refuerzos —comentó Curt Svensson—. Los hermanos Nikoliç son de mucho cuidado.

Mónica Figuerola asintió.

—Esto es lo que vamos a hacer —dijo—: Sonja y yo entramos directamente en Samirs gryta… y esperemos que estén allí sentados. Curt, como tú conoces a los hermanos Nikoliç, te quedarás fuera vigilando.

—De acuerdo.

—Si todo está tranquilo, meteremos inmediatamente a Blomkvist y a Berger en el coche y nos los llevaremos a Kungsholmen. Cualquier cosa rara que veamos, nos quedamos dentro y pedimos refuerzos.

—Vale —respondió Sonja Modig.

Mónica Figuerola se encontraba todavía en Hornsgatan cuando la emisora policial chisporroteó bajo el cuadro de mandos:

«A todas las unidades. Aviso de tiroteo en Tavastgatan, Södermalm. En el restaurante Samirs gryta».

Mónica Figuerola sintió un repentino pinchazo en el estómago.

Erika Berger vio cómo Mikael Blomkvist se dirigía a los aseos y chocaba junto a la entrada con un hombre de unos treinta y cinco años. Sin saber muy bien por qué, frunció el ceño: le pareció que el desconocido se quedaba mirando fijamente a Mikael con cara de asombro. Erika se preguntó si se conocerían.

Luego vio al hombre retroceder un paso y dejar caer una bolsa al suelo. Al principio no entendió lo que estaba sucediendo. Se quedó paralizada cuando el hombre levantó un arma automática contra Mikael Blomkvist.

Mikael Blomkvist reaccionó por puro instinto. Alzó su mano izquierda, agarró el cañón y lo elevó hacia el techo. Hubo una fracción de segundo en la que la boca del arma pasó por delante de su cara.

El repiqueteo de la ametralladora resultó ensordecedor dentro del pequeño local. Una lluvia de yeso y cristal de las lámparas cayó sobre Mikael cuando Miro Nikoliç soltó una ráfaga de once balas. Durante un breve instante, Mikael Blomkvist se quedó mirando a su atacante a los ojos.

Luego Miro Nikoliç tiró del arma dando un paso hacia atrás y consiguió arrebatársela a Mikael, al que pilló completamente desprevenido. De pronto se dio cuenta de que se encontraba en peligro de muerte. Se abalanzó sin pensárselo sobre su agresor en vez de intentar buscar protección. Más tarde comprendió que si hubiese reaccionado de otra manera, si se hubiese agachado o hubiese retrocedido, Nikoliç lo habría acribillado a tiros allí mismo. Consiguió hacerse de nuevo con el cañón de la ametralladora. Usó el peso de su cuerpo para acorralar al hombre contra la pared. Oyó otros seis o siete disparos y tiró desesperadamente del arma para dirigir el cañón hacia el suelo.

Al producirse la segunda tanda de tiros, Erika Berger se agachó de forma instintiva. Se cayó y se dio con una silla en la cabeza. Luego se acurrucó en el suelo y, al alzar la mirada, descubrió en la pared tres impactos de bala justo en el sitio donde ella estaba hacía un instante.

En completo estado de shock, volvió la cabeza y vio a Mikael Blomkvist luchando con aquel hombre junto a la entrada. Mikael había caído de rodillas y tenía agarrado el cañón de la ametralladora con las dos manos mientras intentaba quitársela a su agresor. Erika vio cómo éste luchaba para soltarse. No dejaba de darle a Mikael puñetazos en la cara y la cabeza.

Mónica Figuerola frenó en seco frente a Samirs gryta y, abriendo la puerta del coche de un golpe, echó a correr hacia el restaurante. Llevaba su Sig Sauer en la mano y, al reparar en el vehículo que se encontraba aparcado justo delante del restaurante, le quitó el seguro al arma.

En cuanto vio a Tomi Nikoliç al volante, al otro lado del parabrisas, le apuntó en la cara con la pistola.

—¡Policía! ¡Arriba las manos! —le gritó.

Tomi Nikoliç las levantó.

—¡Sal del coche y túmbate en el suelo! —aulló con rabia en la voz.

Volvió la cabeza, le echó una rápida mirada a Curt Svensson y le dijo:

—¡El restaurante!

Curt Svensson y Sonja Modig echaron a correr cruzando la calle.

Sonja Modig pensó en sus hijos. Iba contra cualquier instrucción policial entrar corriendo en un edificio con el arma en alto sin contar de antemano con un buen refuerzo en el lugar y sin tener chalecos antibalas y un buen dominio de la situación…

Luego oyó el estallido de un disparo dentro del restaurante.

Mikael Blomkvist consiguió meter el dedo entre el gatillo y el aro cuando Miro Nikoliç volvió a disparar. Oyó unos cristales romperse a sus espaldas. Sintió un tremendo dolor en el dedo, ya que aquel hombre apretó el gatillo una y otra vez y se lo pilló; pero mientras el dedo permaneciera allí, el arma no podría dispararse. Le llovieron puñetazos en uno de los lados de la cabeza y de repente sintió que tenía cuarenta y cinco años y que estaba en muy mala forma física.

No aguanto más. Tengo que terminar con esto, pensó.

Fue su primera idea racional desde que descubrió al hombre de la ametralladora.

Apretó los dientes e introdujo el dedo aún más allá por detrás del gatillo.

Luego hizo fuerza con las piernas, presionó su hombro contra el cuerpo del hombre y se forzó a ponerse otra vez de pie. Soltó el arma, que había agarrado con su mano derecha, y se protegió con el codo de los puñetazos. Nikoliç le golpeó entonces en la axila y en las costillas. Por un segundo volvieron a encontrarse cara a cara.

Acto seguido, Mikael notó que alguien le quitaba de encima al hombre. Sintió un último y desolador dolor en el dedo y vio el enorme cuerpo de Curt Svensson. Agarrándolo con firmeza por el cuello, Svensson levantó literalmente a Miro Nikoliç y le golpeó la cabeza contra la pared que había junto al marco de la puerta. Miro Nikoliç se desplomó sobre el suelo como un fardo.

—¡Túmbate! —le oyó gritar a Sonja Modig—. ¡Policía! ¡Estate quieto!

Volvió la cabeza y la vio con las piernas abiertas y sosteniendo el arma con las dos manos mientras intentaba adquirir una visión general de la caótica situación. Al final, apuntó al techo con el arma y dirigió la mirada a Mikael Blomkvist.

—¿Estás herido? —preguntó.

Mikael se la quedó mirando aturdido. Sangraba por las cejas y la nariz.

—Creo que me he roto el dedo —dijo antes de sentarse en el suelo.

Mónica Figuerola recibió la ayuda de la policía de Södermalm menos de un minuto después de haber forzado a Tomi Nikoliç a tumbarse en la acera. Se identificó, dejó que los uniformados agentes se ocuparan del prisionero y a continuación entró corriendo en el restaurante. Se detuvo en la entrada e intentó hacerse una idea general de la situación.

Mikael Blomkvist y Erika Berger se hallaban sentados en el suelo. Él tenía la cara llena de sangre y parecía encontrarse en estado de shock. Mónica respiró aliviada: estaba vivo. Luego, al ver cómo Erika Berger pasaba un brazo alrededor del hombro de Mikael, frunció el ceño.

Sonja Modig se hallaba agachada y examinó la mano de Blomkvist. Curt Svensson estaba esposando a Miro Nikoliç, que tenía el aspecto de haber sido atropellado por un tren expreso. Vio una ametralladora tirada en el suelo del mismo modelo que utilizaba el ejército sueco.

Alzó la mirada y vio al personal del restaurante también en estado de shock y a los clientes aterrorizados, así como vajilla rota, sillas y mesas volcadas y otros destrozos causados por el tiroteo. Percibió el olor de la pólvora. Pero no vio ningún muerto o herido. Los agentes del furgón de la policía de Södermalm empezaron a entrar en el restaurante con las armas apuntando al techo. Alargó la mano y tocó el hombro de Curt Svensson. Él se levantó.

—¿Dijiste que Miro Nikoliç estaba en busca y captura?

—Correcto. Por un delito de lesiones graves hace más o menos un año. Una pelea en Hallunda.

—De acuerdo. Haremos lo siguiente: yo me largo de aquí echando leches con Blomkvist y Berger. Tú te quedas. La versión oficial de lo ocurrido será que tú y Sonja Modig vinisteis aquí para cenar juntos y tú reconociste a Nikoliç de tu época en la unidad de bandas callejeras. Cuando intentaste detenerlo, él sacó el arma y se puso a disparar. Tú lo desarmaste y lo redujiste.

Curt Svensson puso cara de asombro.

—No se lo van a creer… Hay testigos.

—Los testigos hablarán de alguien que se peleaba y de alguien que disparaba. Sólo hace falta mantener esta versión hasta que salgan los periódicos mañana. La historia es que los hermanos Nikoliç fueron detenidos por pura casualidad porque tú los reconociste.

Curt Svensson barrió con la mirada todo aquel caos. Luego asintió brevemente.

Ya en la calle, Mónica Figuerola se abrió camino entre los policías y metió a Mikael Blomkvist y Erika Berger en la parte trasera de su coche. Se dirigió al oficial que estaba al mando de los agentes, habló con él en voz baja durante unos treinta segundos e hizo un movimiento de cabeza señalando su vehículo. El oficial dio la sensación de hallarse desconcertado, pero al final hizo un gesto afirmativo. Cogió el coche, se fue hasta Zinkensdamm, aparcó y volvió la cabeza.

—¿Estás muy mal?

—Me ha dado unos cuantos puñetazos. Pero los dientes siguen intactos. Me he hecho daño en el dedo meñique.

—Vamos a urgencias, al Sankt Göran.

—¿Qué ha pasado? —murmuró Erika Berger—. ¿Y tú quién eres?

—Perdón —dijo Mikael—. Erika, ésta es Mónica Figuerola. Trabaja en la Säpo. Mónica, ésta es Erika Berger.

—Me lo imaginaba —dijo Mónica Figuerola con una voz neutra. Ni siquiera la miró.

—Mónica y yo nos hemos conocido a raíz de la investigación. Es mi contacto en la Säpo.

—Entiendo —dijo Erika Berger antes de entrar en un repentino estado de shock y ponerse a temblar.

Mónica Figuerola miró fijamente a Erika Berger.

—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó Mikael.

—Hemos malinterpretado lo que pretendían con la cocaína —dijo Mónica Figuerola—. Creímos que querían tenderte una trampa para desprestigiarte. En realidad pensaban matarte y dejar que la policía encontrara la cocaína cuando registraran tu casa.

—¿Qué cocaína? —preguntó Erika Berger.

Mikael cerró los ojos un momento.

—Llévame al Sankt Göran —dijo.

—¿Detenidos? —exclamó Fredrik Clinton. Sintió una pequeña presión, leve como una mariposa, en la zona cardíaca.

—Creemos que no pasará nada —dijo Georg Nyström—. Parece haber sido pura casualidad.

—¿Casualidad?

—Miro Nikoliç estaba en busca y captura por una vieja historia de una agresión. Un madero de la violencia callejera lo ha reconocido por casualidad y lo ha detenido al entrar en Samirs gryta. Nikoliç ha sido presa del pánico y ha intentado liberarse a tiros.

—¿Blomkvist?

—No está involucrado. Ni siquiera sabemos si se encontraba en el restaurante cuando se realizó la detención.

—No me lo puedo creer, joder —dijo Fredrik Clinton—. ¿Qué saben los hermanos Nikoliç?

—¿De nosotros? Nada. Creen que tanto el encargo de Björck como el de Blomkvist eran trabajos relacionados con el trafficking.

—Pero saben que Blomkvist era el objetivo.

—Cierto. Pero veo difícil que se pongan a decir que estaban allí para cometer un asesinato por encargo. Creo que se quedarán callados hasta el juicio. Los condenarán por tenencia ilícita de armas y supongo que también por agredir a un funcionario.

—¡Menudo par de payasos! —dijo Clinton.

—Sí, han metido la pata. De momento tendremos que dejar a Blomkvist en paz, aunque en realidad no ha pasado nada.

Eran las once de la noche cuando Susanne Linder y dos fornidos tipos del Departamento de protección personal de Milton Security fueron a buscar a Mikael Blomkvist y Erika Berger a Kungsholmen.

—¡Hay que ver lo que te mueves! —le dijo Susanne Linder a Erika Berger.

Sorry —contestó Erika, cariacontecida.

En el coche, de camino al hospital de Sankt Göran, Erika había sufrido un serio shock. De repente reparó en que tanto ella como Mikael Blomkvist podrían haber muerto.

Mikael pasó una hora en urgencias. Le hicieron radiografías, le dejaron la cara hecha un emplasto y el dedo corazón de la mano izquierda hecho un paquete de vendas. Sufría graves lesiones en la articulación y lo más probable era que perdiera la uña. Irónicamente, el daño más grave se lo hizo cuando Curt Svensson acudió en su ayuda y le quitó de encima a Miro Nikoliç. Como Mikael tenía el dedo corazón pillado con el gatillo del arma se lo rompió en el acto. Fue un dolor infernal, pero su vida no corría precisamente peligro.

A Mikael, el shock le sobrevino casi dos horas más tarde, una vez llegado al Departamento de protección constitucional de la DGP/Seg y cuando estaba informando de los acontecimientos al inspector Bublanski y a la fiscal Ragnhild Gustavsson. De pronto, le entraron tiritonas y se sintió tan cansado que estuvo a punto de dormirse entre pregunta y pregunta. Luego surgió una cierta discusión.

—No sabemos lo que están tramando —dijo Mónica Figuerola—. No sabemos si Blomkvist era la única víctima prevista o si también iba a morir Erika Berger. No sabemos si volverán a intentarlo o si hay alguna otra persona de Millennium en el punto de mira… Y, ya puestos, ¿por qué no matar también a Salander, que es quien constituye la verdadera amenaza para la Sección?

—Mientras atendían a Mikael en el hospital he llamado a los colaboradores de Millennium y los he puesto al corriente de la situación —dijo Erika Berger—. Todos van a estarse quietecitos hasta que salga la revista. No habrá nadie en la redacción, permanecerá vacía.

La primera reacción de Torsten Edklinth fue ponerles enseguida un guardaespaldas a Mikael y Erika. Pero luego se dio cuenta —y Mónica Figuerola también— de que contactar con el Departamento de protección personal de la policía de seguridad llamaría la atención y de que tal vez no fuera la jugada más inteligente.

Erika Berger resolvió el problema renunciando a ser escoltada por la policía. Levantó el auricular, llamó a Dragan Armanskij y le explicó la situación. Algo que dio lugar a que Susanne Linder fuese llamada en el acto, ya bien entrada la noche, para trabajar.

Mikael Blomkvist y Erika Berger fueron alojados en la planta alta de una safe house situada más allá de Drottningholm, de camino al centro de Ekerö. Se trataba de un chalet grande de los años treinta con vistas al lago Mälaren, un jardín impresionante y diversas construcciones y terrenos anexos. El inmueble era propiedad de Milton Security, pero estaba ocupado por una tal Martina Sjögren, de sesenta y ocho años de edad y viuda del colaborador Hans Sjögren, quien falleció quince años antes en acto de servicio al pisar el suelo podrido de una casa abandonada de las afueras de Sala. Después del entierro, Dragan Armanskij habló con Martina Sjögren y la contrató como ama de llaves y administradora general del inmueble. Ella vivía gratis en un anexo de la planta baja y mantenía la planta superior preparada para las ocasiones —pocas al año— en las que Milton Security, con muy poco tiempo de antelación, avisaba de que necesitaba ocultar allí a alguna persona que, por razones reales o imaginadas, temía por su seguridad.

Mónica Figuerola los acompañó. Se dejó caer en una silla de la cocina y aceptó el café que Martina Sjögren le sirvió mientras Erika Berger y Mikael Blomkvist se instalaban en la planta de arriba y Susanne Linder comprobaba las alarmas y el equipo electrónico de vigilancia de la casa.

—Hay cepillos de dientes y otros útiles de aseo en la cómoda que está fuera del cuarto de baño —gritó Martina Sjögren por la escalera.

Susanne Linder y los dos guardaespaldas de Milton Security se instalaron en las habitaciones de la planta baja.

—No he parado desde que me despertaron a las cuatro de esta mañana —comentó Susanne Linder—. Repartíos los turnos de guardia como queráis, pero, por favor, dejadme dormir por lo menos hasta las cinco de la mañana.

—Puedes dormir toda la noche; nosotros nos encargamos de esto —respondió uno de los guardaespaldas.

—Gracias —dijo Susanne Linder para, acto seguido, irse a la cama.

Mónica Figuerola escuchaba distraídamente mientras los dos guardaespaldas conectaban las alarmas de detección de movimientos en el jardín y echaban a suertes a quién le tocaría el primer turno. El que perdió se preparó un sándwich y se sentó en una habitación con televisión que se hallaba junto a la cocina. Mónica Figuerola estudió las floreadas tazas de café. Ella tampoco había parado desde primera hora de la mañana y se sentía bastante hecha polvo. Pensó en volver a casa cuando Erika Berger bajó y se sirvió una taza de café. Se sentó al otro lado de la mesa.

—Mikael se ha quedado frito en cuanto se ha metido en la cama.

—El bajón de la adrenalina… —dijo Mónica Figuerola.

—¿Y ahora qué pasará?

—Os tendréis que ocultar durante un par de días. Dentro de una semana todo esto habrá pasado, acabe como acabe. ¿Cómo te encuentras?

—Bueno. Sigo estando un poco tocada. Este tipo de cosas no me pasa todos los días. Acabo de llamar a mi marido para explicarle por qué no iré a casa esta noche.

—Mmm.

—Estoy casada con…

—Sé con quién estás casada.

Silencio. Mónica Figuerola se frotó los ojos y bostezó.

—Tengo que ir a casa a dormir —dijo ella.

—¡Por Dios! Déjate de tonterías y acuéstate con Mikael —dijo Erika.

Mónica Figuerola la contempló.

—¿Tan obvio es? —preguntó.

Erika asintió con la cabeza.

—¿Te ha dicho algo Mikael?…

—Ni una palabra. Suele ser bastante discreto. Pero a veces es como un libro abierto. Y tú me miras con una más que evidente hostilidad… Es obvio que intentáis ocultar algo.

—Es por mi jefe —dijo Mónica Figuerola.

—¿Tu jefe?

—Sí. Edklinth se pondría furioso si supiera que Mikael y yo nos hemos…

—Entiendo.

Silencio.

—No sé lo que hay entre tú y Mikael, pero no soy tu rival —dijo Erika.

—¿No?

—Mikael y yo nos acostamos de vez en cuando. Pero no estoy casada con él.

—Tengo entendido que vuestra relación es especial. Me habló de vosotros cuando estuvimos en Sandhamn.

—¿Has estado en Sandhamn con él? Entonces es serio.

—No me tomes el pelo.

—Mónica: espero que tú y Mikael… Intentaré mantenerme al margen.

—¿Y si no puedes?

Erika Berger se encogió de hombros.

—Su ex esposa flipó cuando Mikael le fue infiel conmigo. Lo echó a patadas. Fue culpa mía. Mientras Mikael esté soltero y sin compromiso no pienso tener ningún remordimiento de conciencia. Pero me he prometido que si él inicia una relación seria con alguien, yo no me pondré en medio.

—No sé si atreverme a apostar por él.

—Mikael es especial. ¿Estás enamorada de él?

—Creo que sí.

—Pues ya está. Dale una oportunidad. Ahora vete a la cama.

Mónica meditó el tema durante un rato. Luego subió a la planta de arriba, se desnudó y se metió bajo las sábanas con Mikael. Él murmuró algo y le puso un brazo alrededor de la cintura.

Erika Berger permaneció sola en la cocina reflexionando un largo rato. De pronto, se sintió profundamente desgraciada.