Capítulo 23.

Viernes, 1 de julio - Domingo, 10 de julio

Dos semanas antes del juicio contra Lisbeth Salander, Christer Malm terminó la maquetación del libro de trescientas sesenta y cuatro páginas que llevaba el austero título de La Sección. El fondo de la portada era a base de tonos azules. Las letras en amarillo. En la parte baja, Christer Malm había colocado los retratos —en blanco y negro y del tamaño de un sello— de siete primeros ministros suecos. Sobre ellos flotaba la imagen de Zalachenko. Christer había usado la foto de pasaporte de éste como ilustración y le había aumentado el contraste, de modo que las partes más oscuras se veían como una especie de sombra que cubría toda la portada. No se trataba de ningún sofisticado diseño, pero resultaba eficaz. Como autores, figuraban Mikael Blomkvist, Henry Cortez y Malin Eriksson.

Eran las cinco y media de la mañana y Christer Malm llevaba toda la noche trabajando. Estaba algo mareado y sentía una imperiosa necesidad de irse a casa y dormir. Malin Eriksson lo acompañó en todo momento corrigiendo, una por una, las páginas que Christer iba aprobando e imprimiendo. Ella ya se encontraba durmiendo en el sofá de la redacción.

Christer Malm metió en una carpeta el documento, las fotos y los tipos de letra. Inició el programa Toast y grabó dos CDs. Uno lo puso en el armario de seguridad de la redacción. El otro lo recogió un somnoliento Mikael Blomkvist poco antes de las siete.

—Vete a casa a dormir —dijo.

—Eso es lo que voy a hacer —contestó Christer.

Dejaron que Malin Eriksson continuara durmiendo y conectaron la alarma de la puerta. Henry Cortez entraría a las ocho, en el siguiente turno. Se despidieron ante el portal levantando las manos y chocándolas en un high five.

Mikael Blomkvist se fue andando hasta Lundagatan, donde, una vez más, cogió prestado sin permiso el olvidado Honda de Lisbeth Salander. Le llevó personalmente el disco a Jan Köbin, el jefe de Hallvigs Reklamtryckeri, cuya sede se hallaba en un discreto edificio de ladrillo situado junto a la estación de trenes de Morgongåva, a las afueras de Sala. La entrega era una misión que no deseaba confiarle a Correos.

Condujo despacio y sin agobios y se quedó un rato mientras los de la imprenta comprobaban que el disco funcionaba. Confirmó con ellos una vez más que el libro estaría para el día en que empezaba el juicio. El problema no era la impresión sino la encuadernación, que podía llevarles más tiempo. Pero Jan Köbin le dio su palabra de que al menos quinientos ejemplares de una primera edición de diez mil se entregarían en la fecha prometida. El libro saldría en formato bolsillo aunque un poco más grande del habitual.

Mikael también se aseguró de que todos entendieran que la confidencialidad debía ser total. Cosa que, a decir verdad, resultaba innecesaria: dos años antes y bajo circunstancias similares, Hallvigs imprimió el libro de Mikael sobre el financiero Hans-Erik Wennerström. De modo que ya sabían que los libros que venían de la pequeña editorial de Millennium prometían algo fuera de lo normal.

Luego Mikael regresó a Estocolmo conduciendo sin ninguna prisa. Aparcó delante de su vivienda de Bellmansgatan y subió un momento a su casa para coger una bolsa en la que metió una muda de ropa, la maquinilla de afeitar y el cepillo de dientes. Continuó hasta el embarcadero de Stavsnäs, en Värmdö, donde aparcó y cogió el ferri hasta Sandhamn.

Era la primera vez desde Navidad que pisaba la casita. Abrió los postigos de las ventanas, dejó entrar aire fresco y se tomó una botella de Ramlösa. Como le sucedía siempre que terminaba un trabajo y enviaba el texto a la imprenta —cuando ya nada se podía cambiar—, se sintió vacío.

Luego se pasó una hora barriendo, quitando el polvo, limpiando la ducha, poniendo en marcha la nevera, controlando que el agua funcionara y cambiando las sábanas del loft dormitorio. Fue al supermercado ICA y compró todo lo que iba a necesitar para el fin de semana. Luego encendió la cafetera y se sentó en el embarcadero de delante de la casa a fumarse un cigarrillo sin pensar en nada concreto.

Poco antes de las cinco bajó al embarcadero del barco de vapor para ir a buscar a Mónica Figuerola.

—No creía que pudieras cogerte el día libre —le dijo antes de besarla en la mejilla.

—Yo tampoco. Pero le conté a Edklinth la verdad. Durante las últimas semanas he estado trabajando día y noche, y ya empiezo a ser ineficaz. Necesito dos días libres para recargar las pilas.

—¿En Sandhamn?

—No le he dicho adónde pensaba ir —dijo ella, sonriendo.

Mónica Figuerola dedicó un rato a husmear por la casita de veinticinco metros cuadrados de Mikael Blomkvist. El rincón de la cocina, el espacio para la higiene y el loft dormitorio fueron objeto de un examen crítico antes de dar su aprobación con un movimiento de cabeza. Se lavó un poco y se puso un fino vestido de verano mientras Mikael Blomkvist preparaba unas chuletas de cordero en salsa de vino tinto y ponía la mesa en el embarcadero. Cenaron en silencio mientras contemplaban el trasiego de barcos de vela que iban al puerto deportivo de Sandhamn o venían de él. Compartieron una botella de vino.

—Es una casita maravillosa. ¿Es aquí adonde traes a todas tus amiguitas? —preguntó Mónica Figuerola de repente.

—A todas no. Sólo a las más importantes.

—¿Erika Berger ha estado aquí?

—Muchas veces.

—¿Y Lisbeth Salander?

—Ella estuvo aquí unas cuantas semanas cuando escribí el libro sobre Wennerström. Y también durante las fiestas de Navidad de hace dos años.

—¿Así que tanto Berger como Salander son importantes en tu vida?

—Erika es mi mejor amiga. Llevamos más de veinticinco años siendo amigos. Lisbeth es una historia completamente distinta. Ella es muy especial y la persona más asocial que he conocido jamás. Se puede decir que la primera vez que la vi me causó una profunda impresión. La quiero mucho. Es una amiga.

—¿Te da pena?

—No. Una buena parte de todo ese montón de mierda que le ha caído encima se lo ha buscado ella. Pero siento una gran simpatía hacia ella. Sintonizamos.

—Pero ¿no estás enamorado de ella ni de Erika Berger?

Mikael se encogió de hombros. Mónica Figuerola se quedó contemplando a un tardío fueraborda Amigo 23 que, con las luces encendidas, pasó ronroneando de camino al puerto deportivo.

—Si amor significa querer mucho a alguien, entonces supongo que estoy enamorado de varias personas —dijo.

—¿Y ahora de mí?

Mikael asintió. Mónica Figuerola frunció el ceño y lo miró.

—¿Te molesta? —preguntó Mikael.

—¿Que hayas traído a otras mujeres antes? No. Pero me molesta no saber muy bien qué es lo que está pasando entre nosotros. Y no creo que pueda mantener una relación con un hombre que va por ahí tirándose a quien le da la gana…

—No pienso pedir disculpas por mi vida.

—Y yo supongo que, en cierto modo, me gustas porque eres como eres. Me gusta acostarme contigo porque no hay malos rollos ni complicaciones y me siento segura. Pero todo esto empezó porque cedí a un impulso loco. No me ocurre muy a menudo y no lo tenía planeado. Y ahora hemos llegado a esa fase en la que yo soy una de las mujeres a las que traes aquí.

Mikael permaneció callado un instante.

—No estabas obligada a venir.

—Sí. Tenía que venir. Joder, Mikael…

—Ya lo sé.

—¡Qué desdichada soy! No quiero enamorarme de ti. Me va a doler demasiado cuando termine.

—Esta casita la heredé cuando murió mi padre y mi madre volvió a Norrland. Lo repartimos todo de manera que mi hermana se quedó con el piso y yo con esto. Hace ya casi veinticinco años…

—Ajá.

—Aparte de unos cuantos conocidos ocasionales a principios de los años ochenta, son exactamente cinco las chicas que han estado aquí antes que tú. Erika, Lisbeth, mi ex esposa, con la que estuve casado en los años ochenta, una chica con la que salí en plan serio a finales de los noventa, y una mujer algo mayor que yo que conocí hace dos años y a la que veo de vez en cuando. Son unas circunstancias un poco especiales…

—¿Ah, sí?

—Tengo esta casita para escaparme de la ciudad y estar tranquilo. Casi siempre vengo solo. Leo libros, escribo y me relajo sentado en el muelle mirando los barcos. No se trata del secreto nido de amor de un soltero.

Se levantó y fue a buscar la botella de vino que había puesto a la sombra, junto a la puerta de la casita.

—No pienso prometerte nada —dijo—. Mi matrimonio se rompió porque Erika y yo no podíamos mantenernos alejados el uno del otro. Been there, done that, got the t-shirt.

Llenó las copas.

—Pero tú eres la persona más interesante que he conocido en mucho tiempo. Es como si nuestra relación hubiese ido a toda máquina desde el primer día. Creo que me gustas desde que te vi en mi escalera, cuando fuiste a buscarme. Más de una vez, de las pocas que he ido a dormir a mi casa desde entonces, me he despertado en plena noche con ganas de hacerte el amor. No sé si lo que deseo es una relación estable pero me da un miedo enorme perderte.

Mikael la miró.

—Así que… ¿qué quieres que hagamos?

—Habrá que pararse a pensarlo —dijo Mónica Figuerola—. Yo también me siento tremendamente atraída por ti.

—Esto empieza a ponerse serio —contestó Mikael.

Ella asintió y, de repente, una gran melancolía se apoderó de ella. Luego, apenas hablaron durante un largo rato. Cuando oscureció, recogieron la mesa, entraron y cerraron la puerta tras de sí.

El viernes de la semana anterior al juicio, Mikael se detuvo delante de Pressbyrån y les echó un vistazo a las portadas de los periódicos matutinos. El presidente de la junta directiva del Svenska Morgon-Posten, Magnus Borgsjö, se había rendido y anunciaba su dimisión. Compró los diarios, se fue andando hasta el Java de Hornsgatan y se tomó un desayuno tardío. Borgsjö alegaba razones familiares como causa de su repentina dimisión. No quería comentar las afirmaciones que lo atribuían al hecho de que Erika Berger se hubiese visto obligada a dimitir desde que él le ordenó silenciar la historia de su implicación en la empresa de venta al por mayor Vitavara AB. Sin embargo, en una pequeña columna se anunciaba que el presidente de Svenskt Näringsliv había decidido designar una comisión para que se investigara qué relación tenían las empresas suecas con las del sureste asiático que utilizaban mano de obra infantil.

Mikael Blomkvist soltó una carcajada.

Luego dobló los periódicos, abrió su Ericsson T10 y llamó a la de TV4, a la que pilló comiéndose un sándwich.

—Hola, cariño —dijo Mikael Blomkvist—. Supongo que seguirás sin querer salir conmigo una noche de éstas.

—Hola, Mikael —contestó riendo la de TV4—. Lo siento, pero no creo que haya otra persona en el mundo que se aleje más de mi tipo de hombre. Aunque te quiero mucho.

—¿Podrías, por lo menos, aceptar una invitación para cenar esta noche conmigo y hablar de un trabajo?

—¿Qué estás tramando?

—Hace dos años, Erika Berger hizo un trato contigo sobre el asunto Wennerström. Funcionó muy bien. Y ahora yo quiero hacer otro parecido.

—Cuéntame.

—Hasta que no hayamos acordado las condiciones, no. Al igual que en el caso Wennerström, vamos a publicar un libro que saldrá con un número temático de la revista. Y esta historia va a hacer mucho ruido. Te ofrezco acceso en exclusiva y por anticipado a todo el material, con la condición de que no filtres nada antes de que lo publiquemos. Y esta vez la publicación será especialmente complicada ya que tiene que hacerse en un día determinado.

—¿Cuánto ruido va a hacer la historia?

—Mucho más que el de Wennerström —dijo Mikael Blomkvist—. ¿Te interesa?

—¿Bromeas? ¿Dónde quedamos?

—¿Qué te parece en Samirs gryta? Erika Berger también asistirá.

—¿Qué pasa con Berger? ¿Ha vuelto a Millennium después de que la echaran del SMP?

—No la echaron. Dimitió en el acto después de tener un desacuerdo con Borgsjö.

—Tiene pinta de ser un auténtico imbécil.

—Tú lo has dicho —dijo Mikael Blomkvist.

Fredrik Clinton escuchaba a Verdi con los auriculares puestos. La música era prácticamente lo único que le quedaba en la vida para transportarlo lejos de los aparatos de diálisis y de su creciente dolor en la región sacra de la espalda. No tarareaba. Cerraba los ojos y seguía los compases con la mano derecha, que volaba en el aire y parecía tener vida propia junto a su cuerpo, que se iba apagando poco a poco.

Así es. Nacemos. Vivimos. Envejecemos. Morimos. Él ya había hecho lo suyo. Lo único que le quedaba era apagarse del todo.

Se sentía extrañamente a gusto con la vida.

Tocaba para su amigo Evert Gullberg.

Era sábado, nueve de julio. Quedaba menos de una semana para que comenzara el juicio y la Sección pudiera archivar de una vez por todas esa miserable historia. Se lo habían comunicado esa misma mañana. Gullberg fue fuerte como pocos. Cuando uno se dispara una bala revestida de nueve milímetros contra la sien espera morir. El cuerpo de Gullberg, en cambio, había tardado tres meses en rendirse, algo que sin duda se debía más a la suerte que a esa insistencia con la que el doctor Anders Jonasson se había negado a dar la batalla por perdida. Fue el cáncer, no la bala, lo que al final determinó su destino.

Sin embargo, había sido una muerte no exenta de dolor, cosa que entristeció a Clinton. Gullberg había sido incapaz de comunicarse con su entorno, pero a ratos se hallaba en una especie de estado consciente. Podía percibir la presencia de cuanto lo rodeaba. Los empleados del hospital advirtieron que sonreía cuando alguien le acariciaba la mejilla y que gruñía cuando, aparentemente, sufría. A veces intentaba comunicarse con el personal formulando palabras que nadie entendía muy bien.

No tenía familia y ninguno de sus amigos lo visitó en su lecho de muerte. Su última imagen de la vida fue la de una enfermera de Eritrea llamada Sara Kitama que estuvo junto a él en los momentos finales y que le cogió la mano cuando se durmió para siempre.

Fredrik Clinton se dio cuenta de que pronto seguiría el camino de su anterior compañero de armas. De eso no cabía duda. La probabilidad de que le trasplantaran el riñón que con tanta desesperación necesitaba se reducía a medida que pasaban los días y la descomposición de su cuerpo seguía su curso. Según los análisis, tanto el hígado como los intestinos iban deteriorándose y reduciendo sus funciones.

Esperaba poder llegar a Navidad.

Pero estaba contento. Experimentó una excitante y casi extrasensorial satisfacción por el hecho de que en sus últimos días se le hubiera brindado la ocasión —de esa inesperada y repentina forma— de volver al servicio.

Era un privilegio que nunca se habría esperado.

Los últimos compases de Verdi terminaron justo cuando Birger Wadensjöö abrió la puerta del pequeño cuarto de descanso que Clinton tenía en el cuartel general de la Sección de Artillerigatan.

Clinton abrió los ojos.

Había llegado a la conclusión de que Wadensjöö era una carga. Resultaba, sencillamente, inapropiado como jefe de la punta de lanza más importante de la Defensa sueca. No le entraba en la cabeza cómo él mismo y Hans von Rottinger podían haber juzgado tan mal a Wadensjöö como para considerarlo el claro heredero.

Wadensjöö era un guerrero que necesitaba que el viento soplara a favor. En los momentos de crisis se mostraba débil e incapaz de tomar decisiones. Un marinero de agua dulce. Una asustadiza carga sin agallas que, si hubiese dependido de él, no habría movido un dedo y habría dejado que la Sección se hundiera.

Era así de sencillo.

Unos tenían el don. Otros fallarían siempre llegada la hora de la verdad.

—¿Querías hablar conmigo? —preguntó Wadensjöö.

—Siéntate —dijo Clinton. Wadensjöö se sentó.

—Me encuentro ya en una edad en la que no tengo demasiado tiempo para andarme con rodeos. Así que iré directo al grano: cuando esto haya acabado quiero que dejes la dirección de la Sección.

—¿Ah, sí?

Clinton suavizó el tono.

—Eres una buena persona, Wadensjöö. Pero, por desgracia, resultas completamente inapropiado para suceder a Gullberg y asumir la responsabilidad. Nunca deberíamos habértela dado. Fue un error mío y de Rottinger que, cuando yo me puse enfermo, no nos planteáramos la sucesión de un modo más serio.

—Nunca te he gustado.

—Te equivocas. Fuiste un excelente administrador cuando Rottinger y yo dirigimos la Sección. Habríamos estado perdidos sin ti, y tengo una gran confianza en tu patriotismo. Pero desconfío de tu capacidad de tomar decisiones.

De repente Wadensjöö mostró una amarga sonrisa.

—Después de esto no sé si me apetece quedarme en la Sección.

—Ahora que ya no están ni Gullberg ni Rottinger, soy yo y sólo yo el que toma las decisiones definitivas. Y durante los últimos meses tú me las has obstruido todas.

—No es la primera vez que te digo que las decisiones que tomas son disparatadas. Todo esto nos llevará a la ruina.

—Puede. Pero tu falta de decisión habría sido una ruina segura. Ahora, por lo menos, tenemos una oportunidad, y parece que va a salir bien. Millennium está paralizado. Tal vez sospechen que no andamos lejos, pero carecen de pruebas y no cuentan con ninguna posibilidad de encontrarlas. Ni a nosotros tampoco. Hemos establecido un control férreo sobre todo lo que hacen.

Wadensjöö miró por la ventana. Vio los tejados de algunos edificios del vecindario.

—Lo único que queda es la hija de Zalachenko. Si alguien empezara a hurgar en su historia y escuchara todo lo que tiene que decir, podría ocurrir cualquier cosa. Pero el juicio se celebrará dentro de unos días y luego todo habrá pasado. Esta vez hay que enterrarla muy hondo, para que no vuelva a aparecer nunca jamás.

Wadensjöö negó con la cabeza.

—No entiendo tu actitud —dijo Clinton.

—¿No? Bueno, es lógico. Acabas de cumplir sesenta y ocho años. Te estás muriendo. Tus decisiones no son racionales, pero, aun así, pareces haber conseguido hechizar a Georg Nyström y Jonas Sandberg. Te obedecen como si fueses Dios todopoderoso.

Soy Dios todopoderoso en todo lo que se refiere a la Sección. Trabajamos según un plan. Nuestra firmeza le ha dado una oportunidad a la Sección. Y te digo con la más absoluta convicción que la Sección nunca más volverá a pasar por una situación tan delicada. Cuando esto haya acabado, realizaremos una completa revisión de nuestra actividad.

—Entiendo.

—El nuevo jefe va a ser Georg Nyström. En realidad es demasiado viejo, pero es el único capacitado y ha prometido quedarse al menos seis años más. Sandberg es demasiado joven y, al haberte tenido a ti como director, muy poco experimentado. A estas alturas ya debería haber terminado su aprendizaje.

—Clinton, ¿no te das cuenta de lo que has hecho? Has asesinado a una persona. Björck trabajó para la Sección durante treinta y cinco años y tú diste la orden para que lo mataran. ¿No entiendes…?

—Sabes perfectamente que resultaba necesario. Nos habría traicionado. No habría soportado la presión cuando la policía hubiera empezado a apretarle las clavijas.

Wadensjöö se levantó.

—Aún no he terminado.

—Entonces tendremos que seguir más tarde. Tengo cosas que hacer mientras tú estás ahí tumbado fantaseando con ser el Todopoderoso.

Wadensjöö se acercó a la puerta.

—Si estás tan moralmente indignado, ¿por qué no vas a ver a Bublanski y le confiesas tus delitos?

Wadensjöö se volvió hacia el enfermo.

—No creas que no se me ha pasado por la cabeza. Pero, lo creas o no, defiendo a la Sección con todas mis fuerzas.

Justo cuando abrió la puerta se encontró con Georg Nyström y Jonas Sandberg.

—Hola, Clinton —dijo Nyström—. Tenemos que hablar de unos cuantos asuntos.

—Pasa. Wadensjöö ya se iba…

Nyström esperó a que la puerta estuviera cerrada.

—Fredrik, siento una gran inquietud —le comunicó Nyström.

—¿Por qué?

—Sandberg y yo hemos estado pensando. Están ocurriendo cosas que no entendemos. Esta mañana, la abogada de Salander le ha entregado su autobiografía al fiscal.

¿Qué?

El inspector Hans Faste contempló a Annika Giannini mientras el fiscal Richard Ekström servía café de una cafetera termo. Ekström se había quedado perplejo por el documento con el que se desayunó nada más llegar al trabajo esa mañana. Acompañado de Faste, había leído las cuarenta páginas que conformaban la exposición redactada por Lisbeth Salander. Hablaron del extraño documento durante un largo rato. Al final se vio obligado a pedirle a Annika Giannini que viniera para mantener una conversación informal sobre el tema.

Se sentaron en torno a una pequeña mesa de reuniones del despacho de Ekström.

—Gracias por venir —empezó manifestando Ekström—. He leído la… mmm, la declaración que ha entregado esta mañana y siento la necesidad de aclarar algunas cuestiones…

—¿Sí? —preguntó Annika Giannini, solícita.

—La verdad es que no sé por dónde empezar. Quizá debería empezar diciendo que tanto el inspector Hans Faste como yo estamos absolutamente perplejos.

—¿Ah, sí?

—Intento comprender sus intenciones.

—¿Qué quiere usted decir?

—Esta autobiografía, o lo que sea. ¿Cuál es el objetivo?

—Creo que resulta obvio. Mi clienta quiere exponer su versión de los hechos.

Ekström soltó una bonachona carcajada. Se pasó la mano por la barba en un gesto familiar que a Annika, por alguna razón, ya había empezado a irritarle.

—Ya, pero su clienta ha tenido a su disposición unos cuantos meses para explicarse. Y, sin embargo, en todos los interrogatorios que Faste ha intentado hacerle no ha pronunciado palabra.

—Que yo sepa, no hay ninguna legislación que obligue a mi clienta a hablar cuando le venga bien al inspector Faste.

—No, pero quiero decir que… dentro de dos días empieza el juicio contra Salander y a última hora nos sale con éstas. En cierto modo siento una responsabilidad en todo esto que va un poco más allá de mi deber como fiscal.

—¿Ah, sí?

—Bajo ninguna circunstancia desearía expresarme de una manera que pueda usted interpretar como una falta de respeto. No es mi intención. En este país contamos con una ley de enjuiciamiento criminal. Pero, señora Giannini, usted es abogada de temas relacionados con los derechos de la mujer y nunca jamás ha defendido a un cliente en un proceso penal. Yo no he dictado auto de procesamiento contra Lisbeth Salander porque sea mujer, sino porque ha cometido graves delitos violentos. Creo que usted también se ha dado cuenta de que sufre un considerable trastorno psíquico y de que necesita los cuidados y la asistencia que el Estado le pueda facilitar.

—Permítame que le ayude —se ofreció, amable, Annika Giannini—: tiene usted miedo de que yo no sea capaz de ofrecerle una defensa satisfactoria a mi clienta.

—No hay ninguna intención despectiva en mis palabras —le explicó Ekström—. No estoy cuestionando su competencia; tan sólo he señalado que usted carece de experiencia.

—Entiendo. Déjeme que le diga que estoy completamente de acuerdo con usted: tengo muy poca experiencia en procesos penales.

—Y, aun así, ha rechazado sistemáticamente la ayuda que le han ofrecido otros abogados mucho más duchos en la materia.

—Cumplo los deseos de mi clienta. Lisbeth Salander quiere que yo sea su abogada, así que dentro de dos días la representaré en el juicio.

Annika mostró una educada sonrisa.

—De acuerdo. Pero me pregunto si de verdad piensa usted presentar el contenido de este documento ante el tribunal.

—Por supuesto: es la historia de Lisbeth Salander.

Ekström y Faste se miraron de reojo. Faste arqueó las cejas. En realidad, no entendía cuál era el problema: si la abogada Giannini no se daba cuenta de que iba a hundir por completo a su clienta, que la dejara, joder; eso no era asunto suyo. No tenía más que darle las gracias y archivar el caso.

A Faste no le cabía la menor duda de que Salander estaba loca de atar. Valiéndose de todos sus recursos, había intentado que, por lo menos, le dijera dónde vivía. Pero, interrogatorio tras interrogatorio, la maldita tía permaneció totalmente callada mirando a la pared. No se movió ni un milímetro. Se negó a aceptar los cigarrillos que le ofreció, y los cafés, y los refrescos… Ni siquiera se inmutó cuando él se lo imploró o cuando, en momentos de gran irritación, le levantó la voz.

Habían sido, sin lugar a dudas, los interrogatorios más frustrantes que el inspector Hans Faste había realizado en su vida.

Faste suspiró.

—Señora Giannini —dijo Ekström finalmente—: considero que su clienta debería ser eximida de este juicio. Está enferma. Tengo una evaluación psiquiátrica muy cualificada en la que basarme. Debería recibir la asistencia psiquiátrica que ha estado necesitando durante todos estos años.

—En ese caso, supongo que presentará usted todo este material en el juicio.

—Sí, así es. No es asunto mío decirle cómo realizar la defensa de su clienta. Pero si ésta es la línea que va usted a seguir, la situación es absurda a más no poder. Esta autobiografía contiene acusaciones descabelladas, carentes de todo fundamento, contra una serie de personas… sobre todo contra su ex administrador, el letrado Bjurman, y contra el doctor Peter Teleborian. Espero que no crea en serio que el tribunal vaya a aceptar unas alegaciones que, sin el menor atisbo de pruebas, ponen en tela de juicio la credibilidad de Teleborian. Este documento constituirá el último clavo del ataúd de su clienta, si me perdona la metáfora.

—Entiendo.

—Durante el juicio podrá usted negar que está enferma y pedir una evaluación psiquiátrica forense complementaria, y el asunto se remitirá a la Dirección Nacional de Medicina Forense. Pero, si he de serle honesto, con ese documento que va a presentar Salander no cabe duda de que cualquier otro psiquiatra forense llegará a la misma conclusión que Peter Teleborian, pues su propia historia no hace más que confirmar que se trata de una paranoica esquizofrénica.

Annika Giannini mostró una educada sonrisa.

—Pues hay una alternativa —dijo ella.

—¿Cuál? —preguntó Ekström.

—Bueno, pues que su historia sea ciento por ciento verdadera y que el tribunal opte por creer a Lisbeth.

El fiscal Ekström puso cara de asombro. Acto seguido, y pasándose la mano por la barba, mostró igualmente una educada sonrisa.

Fredrik Clinton se había sentado en su despacho en la pequeña mesa que estaba junto a la ventana. Escuchó con mucha atención a Georg Nyström y a Jonas Sandberg. Tenía la cara llena de arrugas, pero sus ojos eran dos granos de pimienta reconcentrados y vigilantes.

—Hemos controlado las llamadas y los correos electrónicos recibidos por los colaboradores más importantes de Millennium desde el mes de abril —dijo Clinton—. Hemos podido constatar que Blomkvist, Malin Eriksson y ese tal Cortez están prácticamente resignados. Hemos leído la versión maquetada del próximo número de Millennium. Parece ser que el propio Blomkvist ha retrocedido a una posición en la que reconoce que, a pesar de todo, Lisbeth Salander está loca. Ha escrito una defensa de carácter social a favor de ella; argumenta que no ha recibido el apoyo de la sociedad que, en realidad, debería haber recibido y que por eso, en cierto sentido, no es culpa suya que haya intentado matar a su padre… pero es una simple opinión que no quiere decir nada. No menciona ni una palabra sobre el robo que se produjo en su apartamento, ni sobre el ataque que sufrió su hermana en Gotemburgo, ni sobre informes desaparecidos. Sabe que no puede probar nada.

—Ese es el problema —sentenció Jonas Sandberg—. Blomkvist debe de saber que está pasando algo. Aunque no sabe exactamente qué. Perdóname, pero no me parece el estilo de Millennium. Además, Erika Berger ha vuelto a la redacción. Ese número de Millennium está tan vacío y falto de contenido que parece una broma.

—Entonces… ¿qué quieres decir, que es un montaje?

Jonas Sandberg asintió.

—En teoría, el número de verano de Millennium debería haber salido la última semana de junio. Gracias al correo que Malin Eriksson le ha enviado a Mikael Blomkvist hemos podido averiguar que lo van a imprimir en Södertälje. Pero hoy he hablado con la empresa y me han dicho que ni siquiera les ha llegado el original. Todo lo que tienen es la petición que le hicieron hace ya un mes.

—Mmm —dijo Fredrik Clinton.

—¿Y dónde lo han imprimido antes?

—En un sitio llamado Hallvigs Reklamtryckeri que está en Morgongåva. Los llamé para preguntarles cómo iban con la impresión haciéndome pasar por alguien que trabaja en Millennium. El jefe de Hallvigs no soltó prenda. Pensaba pasarme por allí esta noche para echar un vistazo.

—De acuerdo. ¿Georg?

—He repasado todas las llamadas de la última semana —dijo Georg Nyström—. Es raro, pero ninguno de los empleados de Millennium habla de nada que tenga que ver con el juicio o el caso Zalachenko.

—¿Nada?

—No. Sólo se menciona cuando hablan con alguien de fuera. Escucha esto, por ejemplo: un reportero de Aftonbladet llama a Mikael Blomkvist para preguntarle si tiene algún comentario que hacer sobre el juicio.

Puso una grabadora encima de la mesa.

—Sorry, pero no tengo comentarios.

—Tú has estado metido en esta historia desde los inicios. Fuiste tú quien encontró a Salander en Gosseberga. Y sigues sin publicar ni una sola palabra. ¿Cuándo piensas publicar algo?

—Cuando sea el momento. Siempre y cuando tenga algo que publicar.

—¿Y lo tienes?

—Tendrás que comprar Millennium y averiguarlo.

Apagó la grabadora.

—Es verdad que no hemos pensado en eso antes, pero ahora me he puesto a escuchar al azar algunas conversaciones anteriores. Todas en ese plan. No habla del asunto Zalachenko más que en términos muy generales. Ni siquiera lo trata con su hermana, que es la abogada de Salander.

—Tal vez no tenga nada que decir.

—Se niega en redondo a especular sobre nada. Parece pasarse las veinticuatro horas del día en la redacción; casi nunca está en su casa de Bellmansgatan. Si estuviera trabajando día y noche, debería haber producido algo más que lo que aparecerá en el próximo número de Millennium.

—¿Y seguimos sin poder hacer escuchas en la redacción?

—Sí —terció Jonas Sandberg—. Allí hay siempre gente. Algo que también resulta extraño.

—Mmm…

—Desde que entramos en el apartamento de Blomkvist siempre ha habido alguien en la redacción. Blomkvist se mete allí y allí se queda; las luces de su despacho permanecen encendidas las veinticuatro horas del día. Y si no es él, es Cortez o Malin Eriksson o ese maricón… ehhh, Christer Malm.

Clinton se pasó la mano por la barbilla. Reflexionó un instante.

—De acuerdo. ¿Conclusiones?

Georg Nyström dudó.

—Bueno… a menos que alguien me demuestre lo contrario, yo diría que están haciendo teatro.

Clinton sintió que un escalofrío le recorría la nuca.

—¿Por qué no nos hemos dado cuenta de eso antes?

—Porque le hemos prestado atención a lo que decían, pero no a lo que no decían. Nos hemos alegrado al escuchar su desconcierto o comprobarlo en sus correos electrónicos. Blomkvist sabe que alguien les robó el informe sobre Salander de 1991, tanto a él como a su hermana. Pero ¿qué diablos va a hacer al respecto?

—¿Y no lo denunciaron?

Nyström negó con la cabeza.

—Giannini ha estado presente en los interrogatorios de Salander. Se muestra educada, pero no dice nada relevante. Y Salander no abre la boca.

—Pero eso juega a nuestro favor: cuanto más cierre el pico, mejor. ¿Qué dice Ekström?

—Lo vi hace un par de horas; acababa de recibir la declaración esa de Salander.

Señaló la copia que Clinton tenía en las rodillas.

—Ekström está desconcertado. Es una suerte que Salander no sepa expresarse por escrito. Para alguien no iniciado, ese texto parece una teoría conspirativa completamente demencial y con ingredientes pornográficos. Aunque la verdad es que casi da en el blanco: cuenta con toda exactitud lo que pasó cuando fue encerrada en el Sankt Stefan, sostiene que Zalachenko trabajaba para la Säpo y cosas por el estilo. Dice que debe de tratarse de una pequeña secta dentro de la Säpo, lo cual da a entender que sospecha que existe algo similar a la Sección. En general, hace una descripción muy acertada de todos nosotros. Pero, como decía, no resulta creíble. Ekström está bastante confuso, ya que ese documento parece constituir también la defensa de Giannini en el juicio.

—¡Mierda! —exclamó Clinton.

Inclinó la cabeza hacia delante y pensó intensamente durante vanos minutos. Luego levantó la mirada.

—Jonas, sube a Morgongåva esta noche y averigua si están tramando algo. Si están imprimiendo Millennium, quiero una copia.

—Me llevo a Falun.

—Bien. Georg, quiero que vayas a ver a Ekström y lo tantees. Hasta ahora todo ha ido sobre ruedas, pero no puedo ignorar lo que me estáis contando.

—De acuerdo.

Clinton permaneció callado un rato más.

—Lo mejor sería que no se celebrara el juicio… —acabó diciendo.

Alzó la vista y miró a Nyström a los ojos. Éste asintió. Sandberg hizo lo mismo. Existía un acuerdo tácito entre ellos.

—Nyström, averigua qué posibilidades hay de que eso sea así.

Jonas Sandberg y el cerrajero Lars Faulsson, más conocido como Falun, aparcaron el coche cerca de la estación de trenes y dieron una vuelta por Morgongåva. Eran las ocho y media de la tarde. Había demasiada luz y todavía era pronto para entrar en acción, pero querían inspeccionar el terreno y hacerse una idea general del lugar.

—Si tiene alarma, ni lo intento —dijo Falun.

Sandberg asintió.

—En ese caso, es mejor que mires por la ventana y que si ves algo, tires una piedra, cojas lo que te interese y te vayas echando leches.

—Muy bien —dijo Sandberg.

—Si lo que quieres es sólo un ejemplar de la revista, podríamos ver si hay contenedores de basura en la parte trasera del edificio. Deben de haber tirado pruebas de imprenta o cosas así.

Hallvigs Reklamtryckeri estaba situada en un edificio bajo de ladrillo. Se acercaron por la fachada sur desde la acera de enfrente. Sandberg estaba a punto de cruzar cuando Falun lo agarró del codo.

—Sigue todo recto —dijo.

—¿Qué?

—Que sigas andando como si estuviéramos dando un paseo.

Pasaron Hallvigs y dieron la vuelta a la manzana.

—¿Qué pasa? —preguntó Sandberg.

—Ándate con mil ojos. No sólo tienen alarma; hay un coche aparcado junto al edificio.

—¿Quieres decir que hay alguien allí?

—Es un coche de Milton Security, tío. ¡Joder, la imprenta está vigilada!

—¡Milton Security! —exclamó Fredrik Clinton. Fue como si le hubieran dado un mazazo en todo el estómago.

—Si no hubiese sido por Falun, habría caído directamente en sus brazos —dijo Jonas Sandberg.

—Algo traman —aseguró Georg Nyström—. No es lógico que una pequeña imprenta situada en un pueblo como Morgongåva contrate la vigilancia de Milton Security.

Clinton asintió. Su boca era una línea rígida. Eran las once de la noche y necesitaba descansar.

—Eso significa que Millennium está preparando algo —dijo Sandberg.

—Eso ya lo he pillado —contestó Clinton—. Vale. Analicemos la situación. Pongámonos en lo peor: ¿qué pueden saber?

Miró a Nyström con intimidación.

—Tiene que ser por el informe sobre Salander de 1991 —dijo—. Han aumentado la seguridad después de que robáramos las copias. Deben de haber supuesto que estaban vigilados. En el peor de los casos, tendrán otra copia del informe.

—Pero Blomkvist parecía desesperado por la pérdida del informe.

—Ya lo sé. Pero puede que nos la hayan pegado. No descartemos esa posibilidad.

Clinton asintió.

—De acuerdo. ¿Sandberg?

—Por lo menos ya conocemos la defensa de Salander. Está contando la verdad tal y como ella la ve. He vuelto a leer esa presunta autobiografía. La verdad es que juega a nuestro favor: contiene unas acusaciones tan graves sobre una violación y unos abusos de poder que, simplemente, parecerán los delirios de una mitómana.

Nyström asintió.

—Además, no puede probar ninguna de sus afirmaciones. Ekström usará el texto en su contra. Echará por tierra su credibilidad.

—De acuerdo. El nuevo informe de Teleborian es excelente. Como es natural, existe la posibilidad de que Giannini se saque de la manga a un experto que afirme que a Salander no le pasa nada y que todo el asunto vaya a parar a la Dirección Nacional de Medicina Forense. Pero, insisto, si Salander no cambia de táctica, se negará también a hablar con ellos y llegarán a la conclusión de que Teleborian tiene razón y de que ella, efectivamente, está loca. Ella misma es su peor enemiga.

—De todos modos, lo mejor sería que no se celebrara ningún juicio —dijo Clinton.

Nyström negó con la cabeza.

—Eso resulta prácticamente imposible. A Salander ya la han encerrado en la prisión de Kronoberg y no mantiene contacto con los otros prisioneros. Todos los días hace una hora de ejercicio en el patio de la azotea, pero ahí no podemos acceder. Y no tenemos ningún contacto entre el personal.

—Entiendo.

—Si queríamos actuar contra ella, deberíamos haberlo hecho cuando estaba ingresada en el hospital. Ahora no podemos actuar a escondidas. Hay casi un ciento por ciento de probabilidades de que se detenga al asesino. ¿Y dónde vamos a encontrar a un shooter que acepte unas condiciones así? Con tan poca antelación resulta imposible montar un suicidio o un accidente.

—Me lo imaginaba. Y, además, las muertes inesperadas tienden a despertar la curiosidad de la gente. Bien, veamos cómo se desarrolla el juicio. Objetivamente nada ha cambiado. Siempre hemos esperado a que ellos muevan ficha. Y todo parece indicar que se trata de esta presunta autobiografía.

—El problema es Millennium —dijo Jonas Sandberg.

Todos asintieron.

Millennium y Milton Security —precisó Clinton, pensativo—. Salander ha trabajado para Armanskij y Blomkvist ha tenido una relación con ella. ¿Debemos suponer que los dos han hecho causa común?

—Pues si Milton Security está vigilando la imprenta donde se imprime Millennium, no parece del todo ilógico. No puede ser una simple casualidad.

—De acuerdo. ¿Y cuándo piensan publicarlo? Sandberg, dijiste que se han retrasado dos semanas. Si suponemos que Milton Security está vigilando la imprenta para impedir que nadie le eche el guante a Millennium con antelación, significa, por una parte, que piensan publicar algo que no quieren revelar antes de tiempo, y, por otra, que la revista probablemente ya esté impresa.

—Cuando empiece el juicio —dijo Jonas Sandberg—. Es lo más lógico.

Clinton asintió.

—¿Qué pondrán en la revista? ¿Cuál sería el peor escenario posible?

Los tres reflexionaron durante un largo rato. Fue Nyström quien rompió el silencio.

—En el peor de los casos, les queda una copia del informe de 1991.

Clinton y Sandberg hicieron un gesto afirmativo; habían llegado a la misma conclusión.

—La cuestión es cuánto provecho le pueden sacar —dijo Sandberg—. Ese informe compromete a Björck y a Teleborian. Björck está muerto. Atacarán duramente a Teleborian, aunque él puede afirmar que simplemente realizó un examen psiquiátrico forense normal y corriente. Será su palabra contra la de ellos, y, por descontado, Teleborian se desentenderá de todas esas acusaciones.

—¿Cómo debemos actuar si publican el informe? —preguntó Nyström.

—Creo que tenemos las de ganar —dijo Clinton—. Si el informe provoca algún revuelo, se centrarán en la Säpo, no en la Sección. Y cuando los periodistas empiecen a hacer preguntas, la Säpo sacará el informe de sus archivos…

—Y no será el mismo informe —dijo Sandberg.

—Shenke ha metido el otro en el archivo; o sea, el modificado, la versión que ha leído el fiscal Ekström. Y se le ha dado un número de registro. De ese modo podremos sembrar, con bastante rapidez, una gran cantidad de desinformación en los medios de comunicación… Porque nosotros tenemos el original, el que pilló Bjurman, y Millennium sólo tiene una copia. Incluso podríamos difundir alguna información que insinuara que Blomkvist ha falsificado el informe.

—Bien. ¿Qué más podría saber Millennium?

—No pueden saber nada de la Sección. Es imposible. Así que se centrarán en la Säpo, lo que hará que Blomkvist parezca un tipo obsesionado con las conspiraciones y la Säpo sostendrá que está chalado.

—Es bastante conocido —dijo Clinton lentamente—. Después del caso Wennerström goza de una alta credibilidad.

Nyström asintió.

—¿Habría alguna manera de reducir esa credibilidad? —preguntó Jonas Sandberg.

Nyström y Clinton intercambiaron miradas. Luego los dos asintieron. Clinton volvió a mirar a Nyström.

—¿Crees que podrías conseguir… digamos unos cincuenta gramos de cocaína?

—Tal vez de los yugoslavos.

—Vale. Inténtalo. Pero urge. El juicio empieza dentro de dos días.

—No entiendo… —dijo Jonas Sandberg.

—Es un truco tan viejo como el oficio. Pero sigue siendo enormemente eficaz.

—¿Morgongåva? —preguntó Torsten Edklinth, frunciendo el ceño. Estaba en casa, sentado en el sofá con la bata puesta y leyendo la autobiografía de Salander por tercera vez, cuando lo llamó Mónica Figuerola. Como eran más de las doce de la noche, dio por sentado que no se trataba de nada bueno.

—Morgongåva —repitió Mónica Figuerola—. Sandberg y Lars Faulsson subieron hasta allí a eso de las siete de la tarde. Curt Svensson, del equipo de Bublanski, los estuvo siguiendo todo el camino, tarea facilitada por el hecho de que tenemos instalada una emisora en el coche de Sandberg. Aparcaron cerca de la vieja estación de trenes, dieron un paseo por los alrededores y luego volvieron al coche y regresaron a Estocolmo.

—Entiendo. ¿Se encontraron con alguien o…?

—No. Eso es lo raro. Se bajaron del coche, dieron una vuelta y, acto seguido, volvieron al coche y regresaron a Estocolmo.

—Ajá. ¿Y por qué me llamas a las doce y media de la noche para contarme eso?

—Tardamos un rato en comprenderlo. Pasaron por delante del edificio en el que se encuentra Hallvigs Reklamtryckery. He hablado con Mikael Blomkvist; es allí donde imprimen Millennium.

—¡Joder! —dijo Edklinth.

Comprendió en el acto lo que eso implicaba.

—Como lo acompañaba Falun, supongo que pensaban hacer una visita a la imprenta, pero interrumpieron la expedición —dijo Mónica Figuerola.

—¿Por qué?

—Porque Mikael Blomkvist le ha pedido a Dragan Armanskij que vigile la imprenta hasta que se distribuya la revista. Probablemente descubrieran el coche de Milton Security. He pensado que te gustaría saberlo de inmediato.

—Tienes razón. Eso significa que han empezado a sospechar que hay moros en la costa…

—O, como poco, que se les activaron las alarmas cuando descubrieron el coche. Sandberg dejó a Faulsson en el centro y luego volvió al edificio de Artillerigatan. Sabemos que Fredrik Clinton está allí. Georg Nyström llegó más o menos al mismo tiempo. La cuestión es saber cómo van a actuar.

—El juicio empieza el martes… ¿Puedes llamar a Blomkvist y decirle que aumente las medidas de seguridad en Millennium? Por si acaso.

—Ya tienen una seguridad bastante buena. Y su manera de echar cortinas de humo alrededor de sus teléfonos pinchados es de profesionales. La verdad es que Blomkvist se ha vuelto tan paranoico que ha desarrollado unos métodos para desviar la atención de los que también podríamos sacar provecho nosotros.

—De acuerdo. Pero llámalo de todos modos.

Mónica Figuerola colgó su móvil y lo dejó encima de la mesilla de noche. Levantó la mirada y contempló a Mikael Blomkvist, que estaba tumbado desnudo con la cabeza apoyada a los pies de la cama.

—Que te llame para decirte que aumentes las medidas de seguridad de Millennium —le dijo.

—Gracias por la idea —respondió algo seco.

—Te lo digo en serio. Si empiezan a sospechar que hay moros en la costa, corremos el riesgo de que empiecen a actuar de forma improvisada. Y entonces puede que recurran al robo.

—Henry Cortez duerme allí esta noche. Y tenemos una alarma conectada con Milton Security, que está a tres minutos de Millennium.

Permaneció callado un segundo.

—Paranoico… —murmuró.