Capítulo 22.

Lunes, 6 de junio

El lunes, Erika Berger se despertó a las seis de la mañana. A pesar de no haber dormido más que un par de horas se sentía extrañamente descansada. Supuso que se trataba de algún tipo de reacción física. Por primera vez en muchos meses, se puso ropa de hacer footing y salió a correr a un ritmo furioso hasta el muelle del barco de vapor. Sin embargo, lo de furioso sólo fue verdad durante unos cuantos centenares de metros; luego su lesionado talón empezó a dolerle tanto que aminoró la marcha y continuó corriendo con más parsimonia. Disfrutaba del dolor del pie a cada paso que daba.

Se sentía renacida. Era como si el Hombre de la guadaña hubiera pasado por delante de su puerta y, en el último momento, hubiera cambiado de opinión y continuado hasta la casa del vecino. No le entraba en la cabeza la suerte que había tenido: Peter Fredriksson había tenido sus fotos durante cuatro días y no había hecho nada con ellas. El escaneado que había realizado daba a entender que tenía algo en mente pero que aún no lo había llevado a cabo.

Pasase lo que pasara, este año sorprendería a Susanne Linder con un regalo de Navidad caro. Pensaría en algo especial.

A las siete y media dejó que Greger siguiera durmiendo, se sentó en su BMW y condujo hasta la redacción del SMP, en Norrtull. Aparcó en el garaje, cogió el ascensor hasta la redacción y se instaló en su cubo de cristal. La primera medida que tomó fue llamar a un conserje.

—Peter Fredriksson ha dimitido del SMP a efectos inmediatos —dijo—. Coge sus pertenencias personales de su mesa, mételas en una caja y envíasela a su casa esta misma mañana.

Contempló el mostrador de noticias. Anders Holm acababa de llegar. Sus miradas se encontraron y él la saludó con un movimiento de cabeza.

Ella le devolvió el saludo.

Holm era un cabrón, pero tras el enfrentamiento que tuvieron unas cuantas semanas atrás había dejado de crear problemas. Si continuara mostrando esa misma actitud, quizá sobreviviera como jefe de Noticias. Quizá.

Sintió que era capaz de cambiar el rumbo del barco.

A las 8.45 divisó a Borgsjö cuando éste salió del ascensor y desapareció por la escalera interna para dirigirse a su despacho, en la planta de arriba. Tengo que hablar con él hoy mismo.

Fue a por café y le dedicó un rato a la agenda de la mañana: se presentaba pobre en noticias. El único texto interesante lo constituía una noticia breve que comunicaba de forma aséptica que el domingo Lisbeth Salander había abandonado el hospital y que ya se le había aplicado la prisión preventiva. Dio su visto bueno y se lo envió a Anders Holm.

A las 8.59 Borgsjö la llamó.

—Berger: sube ahora mismo a mi despacho.

Luego colgó.

Magnus Borgsjö estaba lívido cuando Erika Berger abrió la puerta. Se puso de pie, se la quedó mirando y dio un buen golpe en la mesa con una pila de papeles.

—¿Qué coño es esto? —le gritó.

A Erika Berger se le encogió el corazón. Le bastó con echarle un vistazo a la portada para saber qué era lo que Borgsjö se había encontrado esa mañana en su correo.

A Fredriksson no le había dado tiempo a hacer nada con las fotos de Erika. Pero sí a enviarle el reportaje de Henry Cortez a Borgsjö.

Erika se sentó tranquilamente delante de él.

—Eso es un texto que el reportero Henry Cortez ha escrito y que la revista Millennium tenía intención de publicar en el número que salió hace una semana.

Borgsjö daba la impresión de estar desesperado.

—¿Cómo coño te atreves? Yo te traigo al SMP y lo primero que haces es empezar a conspirar contra mí. ¿Qué tipo de puta mediática eres?

Erika Berger entornó levemente los ojos y se quedó gélida. Ya estaba harta de la palabra «puta».

—¿Piensas realmente que esto le importa a alguien? ¿Crees que vas a poder acabar conmigo echándome mierda encima? ¿Y por qué cojones me lo has enviado de forma anónima?

—No es así, Borgsjö.

—Entonces cuéntame cómo es.

—El que te ha enviado el texto de forma anónima ha sido Peter Fredriksson. Está despedido del SMP desde ayer.

—¿Qué coño estás diciendo?

—Es una larga historia. Pero llevo dos semanas con ese texto intentando pensar en alguna manera apropiada para sacar el tema contigo.

—¿Tú estás detrás de este texto?

—No, no lo estoy. Henry Cortez investigó y escribió toda la historia. Yo no tenía ni idea.

—¿Y esperas que me lo crea?

—En cuanto mis colegas de Millennium se dieron cuenta de que tú aparecías en el reportaje, Mikael Blomkvist paró la publicación. Me llamó y me dio una copia. Por consideración hacia mí. Me robaron el texto y al final ha terminado en tus manos. Millennium quiso brindarme la oportunidad de hablar contigo antes de publicarlo. Algo que piensan hacer en el número de agosto.

—Jamás he conocido a nadie en el mundo del periodismo con menos escrúpulos. Te llevas la palma.

—Vale. Ya lo has leído, y tal vez también le hayas echado un vistazo a la parte de la investigación. Cortez tiene un reportaje sin fisuras; para ir derechito a imprenta, vamos. Y tú lo sabes.

—¿Y eso qué cojones significa?

—Que si continúas siendo el presidente de la junta del SMP cuando Millennium publique el artículo, le harás daño al periódico. Me he devanado los sesos intentando encontrar una salida, pero no he encontrado ninguna.

—¿Qué quieres decir?

—Que tienes que dimitir.

—¿Me estás tomando el pelo? Yo no he hecho nada que viole ninguna ley.

—Magnus, ¿en serio no eres consciente de la envergadura de esta denuncia? No me hagas convocar a la junta. Resultará vergonzoso.

—Tú no vas a convocar a nadie. Tu trabajo en el SMP ha terminado.

Sorry. Tan sólo la junta puede despedirme. Deberás convocar una reunión extraordinaria. Sugeriría que esta misma tarde.

Borgsjö rodeó la mesa y se acercó tanto a Erika Berger que ella pudo sentir su aliento.

—Berger: tienes una sola oportunidad de sobrevivir a esto. Vas a ir a ver a tus malditos amigos de Millennium y te asegurarás de que esta historia no vaya a la imprenta nunca jamás. Si juegas bien tus cartas, puede que me plantee olvidar todo este asunto.

Erika Berger suspiró.

—Magnus, no entiendes la gravedad del asunto. Yo no tengo ningún tipo de influencia sobre lo que Millennium vaya a publicar. Esta historia verá la luz con independencia de lo que yo diga. Lo único que a mí me interesa es cómo va a afectar al SMP. Por eso debes dimitir.

Borgsjö agarró el respaldo de la silla con las dos manos y se inclinó hacia ella.

—Tal vez tus amiguitos de Millennium se lo piensen mejor si se enteran de que tú serás despedida en el mismo instante en el que filtren esas putas difamaciones.

Él se incorporó.

—Hoy voy a ir a Norrköping a una reunión —dijo.

Se quedó mirándola y luego añadió con énfasis:

—SveaBygg.

—Ajá.

—Mañana, a mi regreso, me informarás de que este asunto está ya zanjado. ¿Entendido?

Se puso la americana. Erika Berger lo observó con los ojos entornados.

—Arregla esto con discreción y quizá sobrevivas en el SMP. Ahora, fuera de mi vista.

Ella se levantó, volvió a su cubo de cristal y permaneció quieta en su silla durante veinte minutos. Luego cogió el teléfono y le pidió a Anders Holm que viniera a su despacho. Él ya había aprendido la lección y se presentó en menos de un minuto.

—Siéntate.

Anders Holm arqueó una ceja y se sentó.

—Bueno, ¿y qué es lo que he hecho mal esta vez? —preguntó irónicamente.

—Anders, éste es mi último día en el SMP. Voy a presentar mi dimisión ahora mismo. Convocaré al vicepresidente y al resto de la junta a una reunión para la hora de comer.

Él la miró perplejo.

—Voy a proponerte como redactor jefe en funciones.

—¿Qué?

—¿Te parece bien?

Anders Holm se reclinó en la silla y contempló a Erika Berger.

—Joder, pero si yo nunca he querido ser redactor jefe —dijo.

—Ya lo sé. Pero tienes suficiente mano dura. Y estás dispuesto a andar pisoteando cadáveres para publicar una buena historia. Sólo desearía que esa cabecita tuya fuera un poco más sensata.

—¿Qué ha pasado?

—Yo tengo un estilo diferente al tuyo. Tú y yo siempre hemos discutido sobre cómo enfocar las cosas y nunca nos pondremos de acuerdo.

—No —dijo—. Nunca estaremos de acuerdo. Pero es posible que mi estilo esté anticuado.

—No sé si «anticuado» es la palabra más adecuada. Eres un periodista de noticias cojonudo pero te comportas como un cabrón. Algo completamente innecesario. Aunque lo cierto es que la mayoría de las veces nos hemos peleado porque tú has sostenido en todo momento que, como jefe de Noticias, no puedes dejar que las consideraciones personales influyan en la cobertura de las noticias.

De repente, Erika Berger le dedicó una maliciosa sonrisa. Abrió su bolso y sacó el original del reportaje sobre Borgsjö.

—Veamos entonces cómo evalúas tú las noticias. Esto que ves aquí es un reportaje que nos ha dado Henry Cortez, colaborador de la revista Millennium. La decisión que he tomado esta mañana es que lo publiquemos. Como la principal noticia del día.

Echó la carpeta a las rodillas de Holm.

—Tú eres jefe de Noticias. Va a ser muy interesante saber si compartes mi evaluación de la noticia.

Anders Holm abrió la carpeta y se puso a leer. Ya en la introducción sus ojos se abrieron de par en par. Se incorporó en la silla y, recto como un palo, miró fijamente a Erika Berger. Luego bajó la vista y leyó el texto de principio a fin. Abrió también el sobre con la documentación y la estudió detenidamente. Le llevó diez minutos. Acto seguido, dejó lentamente la carpeta.

—Se va a armar la de Dios.

—Ya lo sé. Por eso hoy es mi último día aquí. Millennium pensaba publicarlo en el número de junio, pero Mikael Blomkvist lo paró. Me dio el texto para que pudiera hablar con Borgsjö antes.

—¿Y?

—Borgsjö me ha ordenado callarlo.

—Entiendo. ¿Así que piensas publicarlo en el SMP como acto de rebeldía?

—No. Como acto de rebeldía no. Es nuestra única opción. Si el SMP publica la historia tendremos una oportunidad de salir de ésta con la cabeza bien alta. Borgsjö debe dimitir. Pero eso también significa que yo no podré quedarme.

Holm permaneció callado durante dos minutos.

—Joder, Berger… No pensaba que fueras tan dura. Creía que nunca te lo diría, pero, si tienes tantos cojones, la verdad es que lamento que te vayas.

—Tú podrías impedir la publicación, pero si los dos damos nuestro visto bueno… ¿piensas publicarlo?

—Claro que lo publicaremos. Va a filtrarse de todos modos.

—Exacto.

Anders Holm se levantó e, inseguro, permaneció junto a la mesa de Erika.

—Vete a trabajar —le ordenó Erika Berger.

Cuando Holm hubo abandonado el despacho, Erika dejó pasar cinco minutos antes de levantar el auricular del teléfono y marcar el número que Malin Eriksson tenía en Millennium.

—Hola, Malin. ¿Está Henry Cortez por ahí?

—Sí. En su mesa.

—¿Puedes decirle que vaya a tu despacho y conecte los altavoces del teléfono? Tenemos que negociar una cosa.

Quince segundos después Henry Cortez ya se hallaba allí.

—¿Qué pasa?

—Henry, hoy he hecho algo poco ético.

—¿Ah, sí?

—Le he entregado tu reportaje a Anders Holm, el jefe de Noticias del SMP.

—¿Sí?…

—Le he ordenado que lo publique mañana en el SMP. Con tu byline. Y, como es natural, te pagaremos. Puedes cobrar lo que te parezca.

—Erika… ¿Qué coño está pasando?

Le resumió lo sucedido durante las últimas semanas y cómo Peter Fredriksson por poco la destroza.

—¡Joder! —exclamó Henry Cortez.

—Sé que ésta es tu historia, Henry. Pero no me ha quedado otra elección. ¿Te parece bien?

Henry Cortez permaneció en silencio durante unos segundos.

—Gracias por llamarme, Erika. Vale, publica el reportaje con mi byline. Si a Malin le parece bien, por supuesto.

—Está bien —dijo Malin.

—Perfecto —contestó Erika—. Podéis avisar a Mikael, supongo que aún no ha llegado.

—Yo hablaré con Mikael —respondió Malin Eriksson—. Pero, Erika: ¿esto significa que desde hoy estás en el paro?

Erika se rió.

—He decidido que voy a tomarme unas vacaciones durante lo que queda de año. Créeme, unas semanas en el SMP han sido más que suficientes.

—No me parece buena idea que empieces a planear tus vacaciones —dijo Malin.

—¿Por qué no?

—¿Te podrías pasar por Millennium esta tarde?

—¿Para qué?

—Necesito ayuda. Si quieres volver a ser la redactora jefe, puedes empezar mañana mismo.

—Malin, tú eres la redactora jefe de Millennium. Y punto.

—Vale. Entonces empieza como secretaria de redacción —dijo Malin, riéndose.

—¿Hablas en serio?

—Por Dios, Erika: te echo tanto de menos que creo que me voy a morir. Acepté el puesto de Millennium, entre otras cosas, para tener la oportunidad de trabajar contigo. Y de repente coges y te me vas a otro sitio.

Erika Berger permaneció callada durante un minuto. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de volver a Millennium.

—¿Sería bienvenida? —preguntó con cierta prudencia.

—¿Tú qué crees? Mucho me temo que montaríamos una enorme fiesta y que yo sería la primera en organizarla. Y regresarías justo a tiempo para la publicación de lo que tú ya sabes.

Erika miró el reloj de su mesa: las diez menos cinco. En menos de una hora todo su mundo había dado un giro radical. De pronto, se dio cuenta de cuánto echaba de menos volver a subir las escaleras de Millennium.

—Aquí tengo todavía para unas cuantas horas de trabajo. ¿Te parece bien que pase sobre las cuatro?

Susanne Linder miró a Dragan Armanskij directamente a los ojos mientras le contaba con toda exactitud lo sucedido durante la noche. Lo único que omitió fue el pirateo del ordenador de Fredriksson y su propia convicción de que había sido obra de Lisbeth Salander. Y lo hizo por dos razones: por una parte porque le pareció demasiado irreal; por la otra, porque sabía que Dragan Armanskij, al igual que Mikael Blomkvist, andaba implicado en grado sumo en el asunto Salander.

Armanskij la escuchó con atención. Cuando Susanne Linder terminó, permaneció callada esperando su reacción.

—Greger Backman me llamó hace una hora —dijo.

—Ajá.

—Él y Erika Berger se pasarán a lo largo de esta semana para firmar un contrato. Quieren darle las gracias a Milton y en especial a ti por el trabajo realizado.

—Entiendo. Es bueno que los clientes estén contentos.

—También ha solicitado un armario de seguridad para su casa. Lo instalaremos esta misma semana, al igual que todas las demás alarmas.

—Bien.

—Quiere que facturemos el trabajo que has hecho este fin de semana.

—Mmm.

—En otras palabras, que va a ser una factura bastante gorda lo que les vamos a enviar.

—Ajá.

Armanskij suspiró.

—Susanne, ¿eres consciente de que Fredriksson puede ir a la policía y denunciarte por un montón de cosas?

Ella asintió.

—Es cierto que, si lo hace, lo pagará muy caro, pero quizá piense que merece la pena.

—No creo que tenga los suficientes cojones para ir a la policía.

—Tal vez, pero te has saltado por completo todas las instrucciones que te di.

—Lo sé —reconoció Susanne Linder.

—¿Cómo crees que debo reaccionar ante eso?

—Eso sólo lo puedes decidir tú.

—Pero ¿cómo piensas que debería reaccionar?

—Lo que yo piense es lo de menos. Siempre te quedará la opción de despedirme.

—No creo. No me puedo permitir perder a un colaborador de tu calibre.

—Gracias.

—Pero si vuelves a hacer algo parecido, me voy a cabrear mucho.

Susanne Linder asintió.

—¿Qué has hecho con el disco duro?

—Lo he destruido. Lo fijé esta mañana a un torno de sujeción y lo hice añicos.

—De acuerdo. Hagamos borrón y cuenta nueva.

Erika Berger se pasó el resto de la mañana llamando a los miembros de la junta directiva del SMP. Localizó al vicepresidente en su casa de campo de Vaxholm y lo hizo meterse en el coche y dirigirse a la redacción a toda prisa. Tras el almuerzo, se reunió una junta considerablemente diezmada. Erika Berger dedicó una hora a dar cumplida cuenta del contenido de la carpeta de Cortez y de las consecuencias que había tenido.

Como cabía suponer, las propuestas de buscar una solución alternativa —en cuanto terminó de hablar— no se hicieron esperar. Erika explicó que el SMP tenía la intención de publicar la historia en el número del día siguiente. También les informó de que era su último día de trabajo y de que su decisión era irrevocable.

Erika consiguió que la junta aprobara e incluyera en las actas dos decisiones: que se le pidiera a Magnus Borgsjö que pusiera de inmediato su cargo a disposición de la junta y que Anders Holm pasara a ser redactor jefe en funciones. A continuación, se disculpó y dejó que los demás miembros de la junta debatieran la situación sin su presencia.

A las dos de la tarde bajó al Departamento de recursos humanos y redactó un contrato. Luego subió a la redacción de Cultura para hablar con el jefe de la sección, Sebastian Strandlund, y con la reportera Eva Carlsson.

—Según tengo entendido, aquí en Cultura consideráis que Eva Carlsson es una buena reportera y que tiene talento.

—Así es —dijo el jefe de Cultura Strandlund.

—Y en la petición presupuestaria de los dos últimos años solicitasteis que se ampliara la sección de Cultura con, al menos, dos personas.

—Sí.

—Eva, teniendo en cuenta toda esa correspondencia en la que te has visto envuelta, quizá surjan maliciosos rumores si te doy un puesto fijo. ¿Sigues interesada?

—Por supuesto que sí.

—En ese caso, mi última decisión en el SMP será la firma de este contrato.

—¿Tu última decisión?

—Es una larga historia. Termino hoy. ¿Podréis hacerme el favor de guardar silencio al respecto durante una o dos horas?

—¿Qué?…

—Dentro de un rato os llegará un comunicado.

Erika Berger firmó el contrato y se lo pasó a Eva Carlsson.

—Buena suerte —dijo sonriendo.

—El desconocido hombre mayor que participó en la reunión celebrada en el despacho de Ekström el sábado pasado se llama Georg Nyström y es comisario —dijo Mónica Figuerola, dejando las fotos sobre la mesa, delante de Torsten Edklinth.

—Comisario —murmuró Edklinth.

—Stefan lo identificó anoche. Llegó en coche al piso de Artillerigatan.

—¿Qué sabemos de él?

—Procede de la policía abierta y trabaja en la DGP/Seg desde 1983. En 1996 le ofrecieron un puesto como investigador con responsabilidad propia, en el que aún continúa. Hace controles internos y analiza los asuntos ya concluidos por la DGP/Seg.

—De acuerdo.

—Desde el pasado sábado, un total de seis personas de interés han entrado en el portal de Artillerigatan. Aparte de Jonas Sandberg y Georg Nyström, en la casa también se encuentra Fredrik Clinton, aunque esta mañana se lo llevaron al hospital para su sesión de diálisis.

—¿Y los otros tres?

—Un señor que se llama Otto Hallberg. Trabajó en la DGP/Seg en los años ochenta, pero en realidad ahora se encuentra vinculado al Estado Mayor de la Defensa. Pertenece a la Marina y al servicio de inteligencia militar.

—Ajá. ¿Por qué no me sorprende?

Mónica Figuerola puso otra foto sobre la mesa.

—A este chico no lo hemos identificado. Se fue a comer con Hallberg. A ver si conseguimos identificarlo esta tarde, cuando vuelva a casa después del trabajo.

—Sin embargo, la persona más interesante es ésta.

Colocó otra foto en la mesa.

—A éste lo conozco —dijo Edklinth.

—Se llama Wadensjöö.

—Exacto. Trabajó en la brigada antiterrorista hará unos quince años. General de despacho. Fue uno de los candidatos al puesto de jefe aquí en la Firma. No sé lo que pasó con él.

—Presentó su dimisión en 1991. Adivina con quién estaba comiendo hace más o menos una hora.

Mónica Figuerola depositó la última foto sobre la mesa.

—El jefe administrativo Albert Shenke y el jefe de presupuesto Gustav Atterbom —señaló Edklinth—. Quiero que se vigile a todos estos tipos las veinticuatro horas del día. Quiero saber con quién se reúnen.

—Imposible. Sólo dispongo de cuatro personas. Y algunos tienen que trabajar con la documentación.

Edklinth asintió y, pensativo, se pellizcó el labio inferior. Un instante después, levantó la vista y miró a Mónica Figuerola.

—Necesitamos más gente —dijo—. ¿Crees que podrías contactar discretamente con el inspector Jan Bublanski y preguntarle si le apetecería cenar conmigo esta noche después del trabajo? Digamos sobre las siete.

Edklinth se estiró para coger el teléfono y marcó un número de memoria.

—Hola, Armanskij. Soy Edklinth. ¿Me dejarías que te devolviera esa cena tan agradable a la que me invitaste hace poco?… No, insisto. ¿Te parece bien las siete?

Lisbeth Salander había pasado la noche en la prisión de Kronoberg, en una celda cuyas dimensiones serían de dos por cuatro metros. Del mobiliario no había mucho que decir. Se durmió cinco minutos después de que la encerraran y se despertó el lunes por la mañana, muy temprano. Se puso a hacer los ejercicios de estiramiento que el fisioterapeuta de Sahlgrenska le había mandado. Acto seguido, le trajeron el desayuno y luego se quedó sentada en la litera mirando al vacío en silencio.

A las nueve y media la condujeron hasta una sala de interrogatorios situada en el otro extremo del pasillo. El guardia era un señor mayor de baja estatura, calvo, con cara redonda y unas gafas que tenían la montura de pasta. La trató con una apacible y bondadosa corrección.

Annika Giannini la saludó amablemente. Lisbeth ignoró a Hans Faste. Luego conoció al fiscal Richard Ekström y se pasó la siguiente media hora sentada en una silla y con la mirada puesta en un punto de la pared que quedaba un poco más arriba de la cabeza de Ekström. No pronunció palabra alguna y no movió ni un solo músculo.

A las diez, Ekström interrumpió su fracasado interrogatorio. Le irritaba no haber conseguido provocar la más mínima reacción en ella. Por primera vez, se mostró inseguro al contemplar a esa delgada chica que parecía una muñeca. ¿Cómo era posible que hubiese podido agredir a Magge Lundin y Sonny Nieminen en Stallarholmen? ¿El tribunal se llegaría a creer esa historia? ¿Incluso si él presentaba pruebas convincentes?

A las doce, le dieron a Lisbeth un almuerzo sencillo, y la siguiente hora la dedicó a resolver ecuaciones en su mente. Se centró en un pasaje de astronomía esférica de un libro que había leído hacía ya dos años.

A las dos y media la volvieron a llevar a la sala de interrogatorios. El guardia que la acompañó esta vez era una mujer joven. La sala estaba vacía. Se sentó en una silla y siguió meditando sobre una ecuación particularmente compleja.

Al cabo de diez minutos se abrió la puerta.

—Hola, Lisbeth —saludó amablemente Teleborian.

Él sonrió. Lisbeth Salander se quedó helada. Los elementos de la ecuación que había formulado en el aire se le cayeron al suelo y se le desperdigaron. Oyó como los números y los signos rebotaban y tintineaban como si hubiesen cobrado forma física.

Peter Teleborian se quedó quieto y la observó durante uno o dos minutos antes de sentarse frente a ella. Lisbeth seguía con la mirada fija en la pared.

Al cabo de un rato, desplazó la mirada y lo miró a los ojos.

—Lamento que hayas acabado así —dijo Peter Teleborian—. Haré todo cuanto esté en mi mano para ayudarte. Espero que consigamos crear un ambiente de confianza mutua.

Lisbeth examinó cada centímetro de la persona que tenía enfrente. El pelo enmarañado. La barba. Esa pequeña separación entre sus dos dientes delanteros. Sus finos labios. La americana marrón. La camisa con el cuello abierto. Oyó la pérfida amabilidad de su suave voz:

—También espero poder ayudarte mejor que la última vez que nos vimos.

Dejó sobre la mesa un pequeño cuaderno y un bolígrafo. Lisbeth bajó la mirada y observó el bolígrafo. Era un tubo afilado de color plata.

Análisis de consecuencias.

Reprimió el impulso de extender la mano y coger el bolígrafo.

Sus ojos buscaron el dedo meñique izquierdo de él. Descubrió una débil línea blanca justo donde ella, quince años antes, le había clavado los dientes y cerrado la mandíbula con tanta rabia que casi le cortó el dedo. Fueron necesarios tres enfermeros para inmovilizarla y abrirle la mandíbula a la fuerza.

En aquella ocasión yo era una pequeña y asustada niña que apenas había alcanzado la pubertad. Ahora soy adulta. Ahora puedo matarte cuando quiera.

Fijó la mirada en un punto de la pared situado por detrás de Teleborian, recogió los números y los signos matemáticos que se le habían caído al suelo y empezó a recomponer la ecuación.

El doctor Peter Teleborian contempló a Lisbeth Salander con una expresión neutra en el rostro. No se había convertido en un psiquiatra de renombre mundial por carecer de conocimientos sobre el ser humano, todo lo contrario: poseía una gran capacidad para leer sentimientos y estados de ánimo. Tuvo la impresión de que una gélida sombra atravesó la sala, pero lo interpretó como un signo de que la paciente sentía miedo y vergüenza bajo su inmutable apariencia. Lo vio como una buena señal de que ella, a pesar de todo, reaccionaba ante su presencia. También se mostró satisfecho con el hecho de que ella no hubiera modificado su comportamiento. Se ahorcará ella solita.

La última medida que Erika Berger tomó en el SMP fue sentarse en su cubo de cristal y redactar un comunicado para los colaboradores. Se encontraba bastante irritada cuando se puso a escribirlo y, aun a sabiendas de que se trataba de un error, le salieron dos folios enteros en los que explicaba por qué abandonaba el SMP y lo que pensaba de ciertas personas. Borró todo el texto y volvió a empezar empleando un tono más objetivo.

No mencionó a Peter Fredriksson. Si lo hiciera, todo el interés se centraría en él, y las verdaderas razones se ahogarían en un mar de titulares sobre el acoso sexual.

Alegó dos motivos. El más importante era que se había encontrado con una masiva oposición dentro de la dirección al presentar su propuesta de que los jefes y los propietarios redujeran sus sueldos y sus bonificaciones. Por culpa de eso, se vería obligada a iniciar su época en el SMP con drásticas reducciones de personal, algo que no sólo constituía un incumplimiento de las perspectivas presentadas cuando la convencieron para que aceptara el cargo, sino que también imposibilitaría cualquier intento de cambiar y reforzar el periódico a largo plazo.

El segundo motivo fue el reportaje que revelaba las actividades de Borgsjö. Erika explicó que éste le había ordenado que silenciara la historia y que eso no formaba parte de su trabajo. De modo que, al no tener elección, se veía obligada a abandonar la redacción. Terminó diciendo que los problemas del SMP no había que buscarlos en el personal sino en la dirección.

Leyó su escrito sólo una vez, corrigió un error de ortografía y se lo envió a todos los colaboradores del grupo. Hizo dos copias y le mandó una al Pressens tidning y otra al órgano sindical Journalisten. Luego metió su laptop en la bolsa y fue a ver a Anders Holm.

—Hasta luego —dijo.

—Hasta luego, Berger. Ha sido un horror trabajar contigo.

Se sonrieron.

—Una última cosa —dijo.

—¿Qué?

—Johannes Frisk ha estado trabajando en un reportaje por encargo mío.

—Nadie sabe en qué diablos anda metido.

—Apóyalo. Ya ha llegado bastante lejos y yo voy a estar en contacto con él. Déjaselo terminar. Te prometo que saldrás ganando.

Pareció pensativo. Luego asintió.

No se dieron la mano. Ella dejó el pase de la redacción sobre la mesa de Holm y bajó al garaje a por su BMW. Poco después de las cuatro estaba aparcando cerca de la redacción de Millennium.