Sábado, 4 de junio - Lunes, 6 de junio
Lisbeth Salander sintió un cúmulo de malas vibraciones cuando le tocó el turno al jefe de Noticias Anders Holm. Tenía cincuenta y ocho años, así que en realidad quedaba fuera del grupo, pero de todas formas Lisbeth lo había incluido porque se había peleado con Erika Berger. Era un tipo que no hacía más que tramar intrigas y enviar correos a diestro y siniestro para hablar de lo mal que alguien había hecho un trabajo.
Lisbeth constató que a Holm le caía mal Erika Berger y que dedicaba bastante espacio a realizar comentarios del tipo «ahora la tía bruja ha dicho esto o ha hecho aquello». Cuando navegaba por la red se metía exclusivamente en páginas relacionadas con el trabajo. Si tenía otros intereses, tal vez se entregara a ellos en su tiempo libre y en otro ordenador.
Lo guardó como candidato al papel de El boli venenoso, aunque no estaba muy convencida. Lisbeth meditó un rato sobre por qué no creía que fuera él y llegó a la conclusión de que Holm era tan borde que no necesitaba dar ese rodeo recurriendo a los correos anónimos: si le apeteciera llamar puta a Erika Berger, se lo diría a la cara. Y no le pareció de ese tipo de personas que se molestarían en entrar sigilosamente en la vivienda de Erika Berger en plena noche.
Hacia las diez de la noche hizo una pausa, entró en [La_Mesa_Chalada] y constató que Mikael Blomkvist aún no había vuelto. Se sintió algo irritada y se preguntó qué andaría haciendo y si le habría dado tiempo a llegar a la reunión de Teleborian.
Luego volvió al servidor del SMP.
Pasó al siguiente nombre, que era Claes Lundin, el secretario de redacción de deportes, de veintinueve años. Lisbeth acababa de abrir su correo cuando se detuvo y se mordió el labio inferior. Dejó a Lundin y, en su lugar, se fue al correo electrónico de Erika Berger.
Se centró en los antiguos correos. Se trataba de una lista relativamente corta, ya que su cuenta había sido abierta el dos de mayo. Se iniciaba con una agenda de la mañana enviada por el secretario de redacción Peter Fredriksson. A lo largo de ese primer día, varias personas le habían mandado a Erika mensajes de bienvenida.
Lisbeth leyó detenidamente cada uno de los mails recibidos por Erika Berger. Advirtió que, ya desde el principio, subyacía un tono hostil en la correspondencia mantenida con el jefe de Noticias Anders Holm. No parecían estar de acuerdo en nada, y Lisbeth constató que Holm le complicaba la vida enviándole hasta dos y tres correos sobre temas que eran verdaderas nimiedades.
Pasó por alto la publicidad, el spam y las agendas puramente informativas. Se concentró en todo tipo de correspondencia personal. Leyó cálculos presupuestarios internos, los resultados del departamento de publicidad y marketing y una correspondencia mantenida con el jefe de economía, Christer Sellberg, que se prolongó durante una semana entera y que más bien se podría describir como una tormentosa pelea sobre la reducción de personal. Había recibido también irritantes correos del jefe de la redacción de asuntos jurídicos acerca de un sustituto llamado Johannes Frisk al que Erika Berger, al parecer, había puesto a trabajar en algún reportaje que no gustaba. Exceptuando los primeros mensajes de bienvenida, ninguno de los correos provenientes de los distintos jefes de departamento resultaba agradable: ni uno solo de ellos veía nada positivo en los argumentos o en las propuestas de Erika.
Al cabo de un rato, Lisbeth volvió al principio e hizo un cálculo estadístico. Constató que de todos los jefes del SMP que Erika tenía a su alrededor, sólo había cuatro que no se dedicaban a minar su posición: el secretario de redacción Peter Fredriksson, el jefe de la sección de Opinión Gunnar Magnusson, el jefe de Cultura Sebastian Strandlund y, por último, Borgsjö, el presidente de la junta directiva.
¿No habían oído hablar de las mujeres en el SMP? Todos los jefes son hombres.
La persona con quien Erika tenía menos que ver era con el jefe de cultura, Sebastian Strandlund. Durante todo el tiempo que Erika llevaba trabajando allí sólo había intercambiado dos correos con él. Los más amables y los más manifiestamente simpáticos procedían de Magnusson, el redactor de las páginas de Opinión. Borgsjö era parco en palabras y arisco. Todos los demás jefes se dedicaban al tiro encubierto de forma más o menos abierta.
¿Para qué coño se les ha ocurrido a estos tíos contratar a Erika Berger si luego resulta que lo único que quieren hacer con ella es destrozarla por completo?
La persona con la que parecía tener más relación era el secretario de redacción Peter Fredriksson. La acompañaba a las reuniones como si fuera su sombra; preparaba la agenda con ella, la ponía al corriente sobre distintos textos y problemas, y, en general, hacía girar los engranajes de toda aquella maquinaria.
Fredriksson intercambiaba a diario una docena de correos con Erika.
Lisbeth agrupó todos los correos de Peter Fredriksson dirigidos a Erika y los leyó uno por uno. En más de una ocasión ponía alguna objeción a una decisión tomada por Erika. Él le presentaba sus argumentos. Erika Berger parecía tener confianza en él, ya que a menudo modificaba sus decisiones o aceptaba por completo los razonamientos de Fredriksson. Nunca se mostró hostil. En cambio, no existía ni el más mínimo indicio de que tuviera una relación personal con Erika.
Lisbeth cerró el correo de Erika Berger y meditó un breve instante.
Abrió la cuenta de Peter Fredriksson.
Plague llevaba toda la tarde mangoneando sin demasiado éxito en los ordenadores de casa de diversos colaboradores del SMP. Había conseguido meterse en el del jefe de Noticias Anders Holm, ya que éste tenía una línea abierta de forma permanente con el ordenador de la redacción para poder entrar en cualquier momento y enmendar algún texto. El ordenador privado de Holm era uno de los más aburridos que Plague había pirateado en toda su vida. Sin embargo, había fracasado con el resto de los dieciocho nombres de la lista que le había proporcionado Lisbeth Salander. Una de las razones de ese fracaso era el hecho de que ninguna de las personas a cuyas puertas llamó estaba conectada a Internet esa tarde de sábado. Había empezado a cansarse un poco de esa misión imposible cuando Lisbeth Salander le hizo clin a las diez y media de la noche.
—¿Qué?
—Peter Fredriksson.
—De acuerdo.
—Pasa de todos los demás. Céntrate en él.
—¿Por qué?
—Un presentimiento.
—Eso me va a llevar tiempo.
—Hay un atajo: Fredriksson es secretario de redacción y trabaja con un programa que se llama Integrator para poder controlar su ordenador del SMP desde casa.
—No sé nada de Integrator.
—Un pequeño programa que apareció hace unos años. Ahora está completamente anticuado. Integrator tiene un bug. Está en el archivo de Hacker Rep. En teoría puedes invertir el programa y entrar en su ordenador de casa desde el trabajo.
Plague suspiró: la que un día fuera su alumna estaba más puesta que él.
—Vale. Lo intentaré.
—Si encuentras algo, dáselo a Mikael Blomkvist si yo ya no estoy conectada.
Mikael Blomkvist había vuelto al piso de Lisbeth Salander de Mosebacke poco antes de las doce. Estaba cansado y empezó dándose una ducha y poniendo la cafetera eléctrica. Luego abrió el ordenador de Lisbeth Salander e hizo clin en su ICQ.
—Ya era hora.
—Sorry.
—¿Dónde has estado metido todo este tiempo?
—En la cama con una agente secreto. Y cazando a Jonas.
—¿Llegaste a la reunión?
—Sí. ¿¿¿Avisaste tú a Erika???
—Era la única manera de contactar contigo.
—Muy lista.
—Mañana me meterán en el calabozo.
—Ya lo sé.
—Plague te ayudará con la red.
—Estupendo.
—Entonces ya no queda más que el final.
Mikael asintió para sí mismo.
—Sally… Vamos a hacer lo que hay que hacer.
—Ya lo sé. Eres muy previsible.
—Y tú un encanto, como siempre.
—¿Hay algo más que deba saber?
—No.
—En ese caso, todavía me queda un poco de trabajo en la red.
—Vale. Que lo pases bien.
Susanne Linder se despertó sobresaltada por un pitido de su auricular de botón. Alguien había hecho saltar la alarma que ella misma había colocado en la planta baja del chalet de Erika Berger. Se apoyó en el codo y vio que eran las 5.23 de la mañana del domingo. Se levantó sigilosamente de la cama y se puso unos vaqueros, una camiseta y unas zapatillas de deporte. Se metió el bote de gas lacrimógeno en el bolsillo trasero y se llevó la porra telescópica consigo.
En silencio, pasó ante la puerta del dormitorio de Erika Berger y vio que estaba cerrada, lo que significaba que la llave seguía echada.
Luego se detuvo en la escalera y se quedó escuchando. De pronto, oyó un ligero clic en la planta baja seguido de un movimiento. Bajó muy despacio las escaleras y volvió a detenerse en la entrada aguzando el oído.
En ese momento, alguien arrastró una silla en la cocina. Sostuvo firmemente la porra con la mano y, silenciosa, se acercó hasta la puerta de la cocina, donde vio a un hombre calvo y con barba de un par de días sentado a la mesa con un vaso de zumo de naranja y leyendo el SMP. Advirtió su presencia y levantó la mirada.
—¿Y tú quién diablos eres? —preguntó el hombre.
Susanne Linder se relajó y se apoyó en el marco de la puerta.
—Greger Backman, supongo… Hola. Me llamo Susanne Linder.
—Ajá. ¿Me vas a dar un porrazo en la cabeza o quieres un vaso de zumo?
—Con mucho gusto —dijo Susanne, dejando la porra—. El zumo, quiero decir…
Greger Backman se estiró para coger un vaso del fregadero y se lo sirvió de un tetrabrik.
—Trabajo para Milton Security —dijo Susanne Linder—. Creo que es mejor que tu esposa te explique el porqué de mi presencia.
Greger Backman se levantó.
—¿Le ha pasado algo a Erika?
—Tranquilo, está bien. Pero ha tenido unos problemillas. Te hemos estado buscando en París.
—¿París? ¡Pero si he estado en Helsinki, joder!
—¿Ah, sí? Perdona, pero tu mujer pensaba que se trataba de París.
—Eso es el mes que viene.
Greger se levantó y se dispuso a salir de la cocina.
—La puerta del dormitorio está cerrada con llave. Necesitas un código para abrirla —dijo Susanne Linder.
—¿Un código?
Le dio las tres cifras que debía marcar. Greger subió corriendo por la escalera hasta la planta superior. Susanne Linder alargó la mano y cogió el SMP de la mesa.
A las diez de la mañana del domingo, el doctor Anders Jonasson entró a ver a Lisbeth Salander.
—Hola, Lisbeth.
—Hola.
—Sólo quería advertirte de que la policía vendrá a la hora de comer.
—Vale.
—No pareces muy preocupada.
—No.
—Tengo un regalo para ti.
—¿Un regalo? ¿Por qué?
—Has sido uno de los pacientes que más me ha entretenido en mucho tiempo.
—¿Ah sí? —dijo Lisbeth Salander con suspicacia.
—Tengo entendido que te interesa el ADN y la genética.
—¿Quién se ha chivado? Supongo que esa tía, la psicóloga.
Anders Jonasson asintió.
—Si te aburres en la prisión… éste es el último grito en la investigación del ADN.
Le dio un tocho titulado Spirals: mysteries of DNA, escrito por Yoghito Takamura, un catedrático de la Universidad de Tokio. Lisbeth Salander abrió el libro y estudió el índice del contenido.
—Guay —dijo.
—Sería interesante saber alguna vez a qué se debe que estés leyendo a investigadores a los que ni siquiera yo entiendo.
En cuanto Anders Jonasson abandonó la habitación, Lisbeth sacó el ordenador de mano. Un último esfuerzo. Gracias al departamento de recursos humanos del SMP, Lisbeth se enteró de que Peter Fredriksson llevaba seis años trabajando allí. Durante esa época había estado de baja durante dos largos períodos: dos meses en 2003 y tres meses en 2004. Consultando los expedientes personales, Lisbeth averiguó que en ambas ocasiones se había debido a estrés. En una de ellas, el predecesor de Erika Berger, Håkan Morander, había cuestionado si Fredriksson podría seguir ocupando el cargo de secretario de redacción.
Palabras. Palabras. Palabras. Nada concreto. A las dos menos cuarto, Plague le hizo clin.
—¿Qué?
—¿Sigues en Sahlgrenska?
—¿Tú qué crees?
—Es él.
—¿Estás seguro?
—Entró en el ordenador del trabajo desde el de casa hace media hora. Aproveché la ocasión y me metí en su ordenador de casa. Tiene escaneadas unas fotos de Erika Berger en el disco duro.
—Gracias.
—Está bastante buena.
—¡Plague!
—Ya lo sé. Bueno, ¿qué hago?
—¿Ha colgado las fotos en la red?
—Por lo que he visto no.
—¿Puedes minar su ordenador?
—Eso ya está hecho. Si intenta enviar fotos por correo o colgar en la red algo que pase de veinte kilobytes, petará el disco duro.
—Muy bien.
—Quería irme a dormir. ¿Te las arreglas sola?
—Como siempre.
Lisbeth se desconectó del ICQ. Miró el reloj y se dio cuenta de que pronto sería la hora de comer. Se apresuró en redactar un mensaje que dirigió al foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada]:
Mikael. Importante. Llama ahora mismo a Erika Berger y dile que Peter Fredriksson es El boli venenoso.
En el mismo instante en que envió el mensaje oyó movimiento en el pasillo. Levantó su Palm Tungsten T3 y besó la pantalla. Luego lo apagó y lo colocó en el hueco de detrás de la mesilla.
—Hola, Lisbeth —dijo su abogada Annika Giannini desde la puerta.
—Hola.
—La policía te vendrá a buscar dentro de un rato. Te he traído ropa. Espero que sea de tu talla.
Con cierto reparo, Lisbeth le echó un vistazo a una selección de pulcros pantalones oscuros y de blusas claras.
Fueron dos uniformadas agentes de la policía de Gotemburgo las que vinieron a buscar a Lisbeth Salander. Su abogada también la iba a acompañar a la prisión.
Cuando salieron de su habitación y pasaron por el pasillo, Lisbeth reparó en que varios empleados la observaron con curiosidad. Con un movimiento de cabeza, los saludó amablemente y alguno que otro le devolvió el saludo con la mano. Por pura casualidad, Anders Jonasson se encontraba en la recepción. Se miraron y se saludaron con la cabeza. Aún no habían doblado la esquina cuando Lisbeth advirtió que Anders Jonasson ya se estaba dirigiendo a su habitación.
Lisbeth Salander no pronunció palabra alguna ni cuando las agentes vinieron a buscarla ni tampoco durante su traslado.
Mikael Blomkvist cerró su iBook y dejó de trabajar a las siete de la mañana del domingo. Se quedó sentado un rato ante el escritorio de Lisbeth Salander mirando fijamente al vacío.
Luego entró en el dormitorio y se puso a contemplar la enorme cama de matrimonio. Al cabo de un rato volvió al despacho, abrió el móvil y llamó a Mónica Figuerola.
—Hola. Soy Mikael.
—Hombre. ¿Ya estás levantado?
—Acabo de terminar de trabajar y me voy a acostar. Sólo quería saludarte.
—Cuando un hombre llama tan sólo para saludar es porque tiene alguna otra cosa en mente.
Mikael se rió.
—Blomkvist, si quieres puedes venirte a dormir aquí.
—Voy a ser una compañía muy aburrida.
—Ya me acostumbraré.
Cogió un taxi hasta Pionjargatan.
Erika Berger pasó el domingo en la cama con Greger Backman. Estuvieron charlando y medio durmiendo. Por la tarde se vistieron y dieron un largo paseo hasta el muelle del barco de vapor y luego una vuelta por el pueblo.
—Lo del SMP ha sido un error —dijo Erika Berger cuando llegaron a casa.
—No digas eso. Ahora es duro, pero eso ya lo sabías. Cuando le hayas cogido el ritmo todo te parecerá más llevadero.
—No es por el trabajo; me las arreglo bien. Es por la actitud.
—Mmm.
—No estoy a gusto. Pero no puedo dimitir a las pocas semanas de haber entrado.
Abatida, se sentó a la mesa de la cocina y miró apáticamente al vacío. Greger Backman nunca la había visto tan resignada.
El inspector Hans Faste vio por primera vez a Lisbeth Salander a las doce y media del domingo, cuando una policía de Gotemburgo la llevó al despacho de Marcus Erlander.
—¡Joder, lo que nos ha costado dar contigo! —le soltó Hans Faste.
Lisbeth Salander se lo quedó mirando un largo rato y concluyó que era idiota y que no iba a dedicar muchos segundos a preocuparse por su existencia.
—La inspectora Gunilla Waring os acompañará hasta Estocolmo —dijo Erlander.
—Bueno —apremió Faste—. Vámonos ya. Hay unas cuantas personas que quieren hablar seriamente contigo, Salander.
Erlander se despidió de Lisbeth Salander. Ella lo ignoró.
Para mayor comodidad, habían decidido trasladar a la prisionera en coche hasta Estocolmo. Gunilla Waring conducía. Hans Faste iba sentado en el asiento del copiloto y se pasó los primeros momentos del viaje con la cabeza vuelta hacia atrás intentando hablar con Lisbeth Salander. A la altura de Alingsås ya había empezado a sentir tortícolis y desistió.
Lisbeth Salander contemplaba el paisaje por la ventanilla lateral. Era como si Faste no existiera en su mundo.
«Teleborian tiene razón. Esta tía es retrasada, joder —pensó Hans Faste—. Ya verá cuando lleguemos a Estocolmo».
A intervalos regulares, miró de reojo a Lisbeth Salander e intentó hacerse una idea de la mujer que llevaba tanto tiempo persiguiendo. Hasta él tuvo sus dudas al ver a esa chica flaca. Se preguntó cuánto pesaría. Se recordó a sí mismo que era lesbiana y, por lo tanto, no una mujer de verdad.
En cambio, puede que eso del satanismo fuera una exageración. No daba la impresión de ser muy satánica.
Irónicamente, se dio cuenta de que habría preferido mil veces más haberla arrestado por los tres asesinatos por los que la buscaron en un principio, pues una chica flaca también puede usar una pistola, pero la realidad había acabado imponiéndose en esa investigación. Ahora estaba detenida por maltratar gravemente a los jefes supremos de Svavelsjö MC, un delito del que ella, sin duda, era culpable y del que —en el caso de que negara su culpabilidad— también existían pruebas técnicas.
Mónica Figuerola despertó a Mikael Blomkvist a eso de la una del mediodía. Ella había estado sentada en el balcón terminando el libro sobre el deísmo de la Antigüedad mientras Mikael roncaba en el dormitorio; había tenido un placentero momento de paz. Cuando entró y lo miró fue consciente de que Mikael la atraía más de lo que lo había hecho ningún otro hombre en muchos años.
Era una sensación agradable pero inquietante. Mikael Blomkvist no le parecía un elemento estable en su vida.
Cuando él se despertó, bajaron a Norr Mälarstrand a tomar café. Luego ella se lo llevó a casa e hizo el amor con él hasta bien entrada la tarde. Mikael la dejó a eso de las siete de la tarde. Ella ya empezó a echarlo de menos desde el mismo instante en el que él le dio un beso en la mejilla y cerró la puerta.
A eso de las ocho de la tarde del domingo, Susanne Linder llamó a la puerta de la casa de Erika Berger. No iba a pasar la noche en el chalet, ya que Greger Backman había vuelto, así que la visita no tenía nada que ver con el trabajo. Durante las largas conversaciones que mantuvieron en la cocina, las noches que Susanne estuvo en casa de Erika, llegaron a intimar bastante. Susanne Linder había descubierto que Erika le caía bien, y veía a una mujer desesperada que se disfrazaba para ir impasible al trabajo, pero que, en realidad, no era más que un nudo de angustia andante.
Susanne Linder sospechaba que esa angustia no sólo tenía que ver con El boli venenoso. Pero ella no era psicóloga, y ni la vida ni los problemas vitales de Erika Berger eran asunto suyo. Así que cogió el coche y se acercó a casa de Berger tan sólo para saludarla y preguntarle cómo se encontraba. Ella y su marido se hallaban en la cocina, callados y bajos de ánimo. Daban la impresión de haber pasado el domingo hablando de cosas serias.
Greger Backman preparó café. Susanne Linder sólo llevaba un par de minutos en la casa cuando el móvil de Erika empezó a sonar.
A lo largo del día, Erika Berger había contestado a todas las llamadas con una creciente sensación de inminente cataclismo.
—Berger.
—Hola, Ricky.
Mikael Blomkvist. Mierda. No le he contado que la carpeta de Borgsjö ha desaparecido.
—Hola, Micke.
—Ya han trasladado a Lisbeth Salander a la prisión de Gotemburgo y mañana se la llevarán a Estocolmo.
—Vaya…
—Te ha mandado un… un mensaje.
—¿Ah sí?
—Es muy críptico.
—¿Qué?
—Dice que El boli venenoso es Peter Fredriksson.
Erika Berger permaneció callada durante diez segundos, mientras un cúmulo de pensamientos irrumpía en su cabeza. Imposible. Peter no es así. Salander tiene que haberse equivocado.
—¿Algo más?
—No. Eso es todo. ¿Sabes qué ha querido decir?
—Sí.
—Ricky, ¿qué es lo que estáis tramando tú y Lisbeth? Ella te llamó para que me avisaras de lo de Teleborian y ahora…
—Gracias, Micke. Luego hablamos.
Colgó y se quedó mirando a Susanne Linder con ojos de fiera.
—Cuéntanos —dijo Susanne Linder.
Susanne Linder tuvo sentimientos encontrados; de buenas a primeras, a Erika Berger le habían comunicado que su secretario de redacción, Peter Fredriksson, era El boli venenoso. Y al contarlo, las palabras le salieron atropelladamente. Luego Susanne Linder le preguntó cómo sabía que Fredriksson era su stalker.
De repente, Erika Berger enmudeció. Susanne observó sus ojos y vio que algo había cambiado en su actitud. Erika Berger pareció desconcertada.
—No lo puedo contar…
—¿Qué quieres decir?
—Susanne, sé que Fredriksson es El boli venenoso. Pero no me pidas que te diga cómo me ha llegado la información. ¿Qué hago?
—Si quieres que yo te ayude, tienes que contármelo.
—No… no es posible. No lo entiendes.
Erika Berger se levantó y se acercó a la ventana de la cocina, donde permaneció un instante de espaldas a Susanne Linder. Luego se dio la vuelta.
—Voy a ir a casa de ese cabrón.
—¡Y una mierda! No vas a ir a ninguna parte, y menos a casa de alguien que te odia a muerte.
Erika Berger vaciló.
—Siéntate. Cuéntame lo que ha pasado. ¿Ha sido Mikael Blomkvist el que te ha llamado?
Erika asintió.
—Le he… le he pedido a un hacker que revise los ordenadores de todo el personal.
—Ajá. Y debido a eso, es probable que ahora seas culpable de un grave delito informático. Y no quieres contar quién es ese hacker, claro.
—He prometido no contarlo nunca… Hay otras personas en juego. Es algo en lo que está trabajando Mikael Blomkvist.
—¿Conoce Blomkvist a El boli venenoso?
—No, sólo ha transmitido el mensaje.
Susanne Linder ladeó la cabeza y observó a Erika Berger. De pronto, en su cabeza se generó una cadena de asociaciones:
Erika Berger. Mikael Blomkvist. Millennium. Policías sospechosos que entraban en la casa de Blomkvist e instalaban aparatos de escuchas. Susanne Linder vigilando a los que vigilaban. Blomkvist trabajando como un loco en un reportaje sobre Lisbeth Salander.
Todo el personal de Milton Security sabía que Lisbeth Salander era un hacha en informática. Nadie entendía de dónde le venían esas habilidades pero, por otra parte, Susanne nunca había oído hablar de que Salander fuera una hacker. Sin embargo, en una ocasión Dragan Armanskij había dicho algo sobre el hecho de que Salander entregaba unos informes asombrosos cuando hacía investigaciones personales. Una hacker…
Pero, joder, Salander está retenida e incomunicada en Gotemburgo.
No tenía sentido.
—¿Estamos hablando de Salander? —preguntó Susanne Linder.
Fue como si Erika Berger hubiese sido alcanzada por un rayo.
—No puedo comentar de dónde proviene la información. Ni una sola palabra.
De repente Susanne Linder soltó una risita.
Ha sido Salander. La confirmación de Berger no podía ser más clara. Está completamente desequilibrada.
Pero es imposible.
¿Qué coño está pasando aquí?
O sea, que Lisbeth Salander, durante su cautiverio, asumía la tarea de averiguar quién era El boli venenoso… Una auténtica locura.
Susanne Linder se quedó reflexionando.
No sabía absolutamente nada sobre Lisbeth Salander. Tal vez la hubiera visto en unas cinco ocasiones durante los años que ella estuvo trabajando en Milton Security y nunca intercambió ni una sola palabra con ella. Salander se le antojaba una persona difícil, una chica que adoptaba una actitud social de rechazo y que tenía una coraza tan dura que no la penetraría ni un martillo compresor. También había constatado que Dragan Armanskij la acogió bajo su ala protectora. Susanne Linder respetaba a Armanskij y suponía que a él no le faltaban buenas razones para comportarse de ese modo con la complicada chica.
El boli venenoso es Peter Fredriksson.
¿Tendría razón? ¿Había pruebas?
Luego Susanne Linder consagró dos horas a interrogar a Erika Berger sobre todo lo que sabía acerca de Peter Fredriksson, cuál era su papel en el SMP y cómo había sido su relación desde que Erika se convirtió en su jefa. Las respuestas no le aclararon nada.
Erika Berger dudó hasta la frustración. Oscilaba entre el deseo de ir a casa de Fredriksson para enfrentarse con él y la duda de si podía ser verdad. Al final, Susanne Linder la convenció de que no podía irrumpir en casa de Peter Fredriksson y acusarlo sin más: si resultaba que era inocente, Berger quedaría como una perfecta idiota.
Consecuentemente, Susanne Linder prometió encargarse del tema. Una promesa de la que se arrepintió en el mismo instante en que la hizo, pues no tenía ni la más mínima idea de cómo cumplirla.
A pesar de todo, ahora estaba aparcando su Fiat Strada de segunda mano en Fisksätra, lo más cerca del piso de Peter Fredriksson que pudo. Cerró con llave las puertas del coche y miró a su alrededor. No sabía muy bien cómo proceder, pero suponía que iba a tener que llamar a su puerta y, de una u otra manera, convencerlo para que le contestara algunas preguntas. Era perfectamente consciente de que se trataba de una actividad que quedaba al margen de su trabajo en Milton Security y de que Dragan Armanskij se pondría furioso si se enterara de lo que estaba haciendo.
No era un buen plan. Y en cualquier caso, el plan se resquebrajó antes de que ella ni siquiera hubiese podido ponerlo en marcha.
En el mismo instante en que llegó al patio que había ante la entrada y empezó a acercarse al portal de Peter Fredriksson, la puerta se abrió. Susanne Linder lo reconoció en el acto por la foto del informe que había visto en el ordenador de Erika Berger. Ella siguió andando y se cruzaron. Él desapareció en dirección al garaje. Susanne Linder se detuvo, dubitativa, y lo siguió con la mirada. Luego consultó su reloj y constató que eran poco menos de las once de la noche y que Peter Fredriksson se disponía a ir a algún sitio. Se preguntó adonde se dirigiría y regresó corriendo a su coche.
Mikael Blomkvist se quedó mirando el móvil durante un largo rato desde que Erika Berger colgó. Se preguntó qué estaba sucediendo. Frustrado, contempló el ordenador de Lisbeth Salander; a esas alturas, ya la habían trasladado a los calabozos y no tenía ninguna posibilidad de preguntárselo.
Abrió su T10 azul y llamó a Idris Ghidi a Angered.
—Hola, Mikael Blomkvist.
—Hola —le respondió Idris Ghidi.
—Sólo te llamaba para decirte que ya puedes interrumpir el trabajo que me has estado haciendo.
Idris Ghidi asintió en silencio. Ya sabía que Mikael Blomkvist lo iba a llamar, porque habían trasladado a Lisbeth Salander.
—Entiendo —dijo.
—Puedes quedarte con el móvil, tal y como acordamos. Te mandaré el último pago esta misma semana.
—Gracias.
—Soy yo el que te debe dar las gracias por tu ayuda.
Mikael abrió su iBook y se puso a trabajar. El desarrollo de los acontecimientos de los últimos días significaba que una considerable parte del manuscrito tenía que modificarse y que, con toda probabilidad, había que insertar una historia completamente nueva.
Suspiró.
A las once y cuarto, Peter Fredriksson aparcó a tres manzanas de la casa de Erika Berger. Susanne Linder ya sabía adónde se dirigía y lo dejó actuar para no llamar su atención. Ella pasó por delante del coche de Fredriksson poco más de dos minutos después de que él hubiese aparcado. Constató que estaba vacío. Pasó la casa de Erika Berger, avanzó un poco más y aparcó donde él no pudiera verla. Le sudaban las manos.
Abrió una cajita de Catch Dry y se metió en la boca una dosis de snus.
Luego abrió la puerta del coche y miró a su alrededor. En cuanto se dio cuenta de que Fredriksson se dirigía a Saltsjöbaden, supo que la información de Salander era correcta. Ignoraba por completo cómo lo había averiguado, pero ya no le cabía ninguna duda de que Fredriksson era El boli venenoso. Suponía que Fredriksson no se había acercado hasta Saltsjöbaden para pasar el rato, sino que estaba tramando algo.
Y sería estupendo que ella pudiera pillarlo in fraganti.
Sacó una porra telescópica del compartimento lateral de la puerta del coche y la sopesó con la mano un instante. Pulsó el botón de la empuñadura y, automáticamente, surgió un pesado y elástico cable de acero. Apretó los dientes.
Esa era la razón por la que dejó la policía de Södermalm.
Tan sólo le había dado un arrebato de furia en una ocasión, cuando la patrulla en la que trabajaba, por tercera vez en el mismo número de días, tuvo que acudir a una casa de Hägersten después de que la misma mujer llamara a la policía pidiendo socorro a gritos porque su marido la estaba maltratando. Y, al igual que en las dos primeras ocasiones, la situación se calmó antes de que la patrulla llegara.
Cumpliendo con su rutina, sacaron al marido hasta las escaleras mientras le tomaban declaración a la mujer. No, ella no quería poner una denuncia. No, había sido un error. No, su marido era bueno… en realidad la culpa la tenía ella. Ella lo había provocado…
Y todo ese tiempo el muy cabrón se lo pasó con una sonrisa burlona en la cara y sin apartar la mirada de Susanne Linder.
No sabría explicar por qué lo hizo. Pero, de pronto, algo se quebró en su interior. Sacó la porra y le pegó en toda la boca. El primer golpe apenas tuvo fuerza; sólo le partió el labio y, acto seguido, él se agachó. Durante los diez siguientes segundos —hasta que sus colegas la agarraron y la sacaron de allí a la fuerza— una lluvia de porrazos cayó sobre la espalda, los riñones, las caderas y los hombros de aquel tipo.
Aquello, al final, no llegó a juicio. Dimitió del cuerpo esa misma noche y se fue a casa, donde se pasó una semana entera llorando. Luego se armó de valor y llamó a la puerta de Dragan Armanskij. Le contó lo que había hecho y por qué había dejado la policía. Le pidió trabajo. Armanskij dudó y le dijo que se lo pensaría. Ella ya había perdido la esperanza cuando, seis semanas más tarde, él la llamó para comunicarle que estaba dispuesto a ponerla a prueba.
Susanne Linder hizo una amarga mueca y se metió la porra bajo el cinturón, por la parte de atrás. Comprobó que tenía el bote de gas lacrimógeno en el bolsillo derecho de la cazadora y que los cordones de las zapatillas de deporte estaban bien atados. Se dirigió andando a casa de Erika Berger y entró con mucho sigilo en el jardín.
Sabía que el detector de movimientos de la parte trasera aún no estaba instalado, así que, en silencio, continuó caminando por el césped a lo largo del seto que delimitaba el terreno. No lo pudo ver. Le dio la vuelta a la casa y se quedó quieta. De repente lo divisó: una sombra en la penumbra junto al estudio de Greger Backman.
No se da cuenta de lo estúpido que es volviendo aquí. Es incapaz de mantenerse alejado.
Fredriksson estaba agachado intentado ver algo a través de una rendija de las cortinas de un cuarto de estar que quedaba junto al salón. Luego fue hasta la terraza y miró por la rendija de las persianas bajadas de las ventanas que había junto al enorme ventanal panorámico, que seguía cubierto con la madera contrachapada.
De repente, Susanne Linder sonrió.
Aprovechó que él estaba de espaldas para cruzar el jardín a hurtadillas hasta la esquina del chalet. Se ocultó tras unos arbustos de grosellas que crecían junto a la fachada lateral. Lo podría controlar a través del follaje. Desde su posición, Fredriksson debería poder ver el vestíbulo principal y parte de la cocina. A todas luces, había encontrado algo interesante en lo que centrar su atención, pues transcurrieron diez minutos antes de que volviese a moverse. Se acercó a Susanne Linder.
Cuando Fredriksson dobló la esquina y pasó por delante de Susanne Linder, ella se levantó y le dijo en voz baja:
—Oye, Fredriksson.
Él se detuvo en seco y se volvió hacia ella.
Susanne vio brillar sus ojos en la oscuridad. No consiguió apreciar la expresión de su cara, pero oyó cómo contuvo el aliento, como si se encontrara en estado de shock.
—Podemos resolver esto de una manera sencilla o de una difícil —dijo ella—. Vamos a ir hacia tu coche y…
Fredriksson se dio la vuelta y echó a correr.
Susanne Linder cogió la porra telescópica y le asestó un golpe doloroso y devastador en la parte frontal de la rodilla izquierda.
Cayó emitiendo un ahogado quejido.
Alzó la porra para darle otro golpe pero se contuvo. Sintió los ojos de Dragan Armanskij en la nuca.
Se inclinó hacia delante, lo tumbó boca abajo y le puso una rodilla en la parte baja de la espalda. Agarró su mano derecha, se lo llevó con fuerza hasta la espalda y lo esposó. Era débil y no opuso resistencia.
Erika Berger apagó la luz del salón y subió cojeando hasta el piso superior. Ya no necesitaba las muletas, pero todavía le dolía cuando apoyaba la planta del pie. Greger Backman apagó la luz de la cocina y siguió a su mujer. Nunca la había visto tan infeliz. Nada de lo que le decía parecía poder tranquilizarla o atenuar esa angustia que padecía.
Ella se desnudó y se metió bajo las sábanas dándole la espalda.
—No es culpa tuya, Greger —dijo ella al oírlo meterse en la cama.
—No estás bien —dijo él—. Quiero que te quedes en casa unos días.
Greger le pasó un brazo alrededor del hombro. Ella no intentó rechazarlo, pero mostró una actitud pasiva. Él se acercó y, abrazándose a ella, la besó cariñosamente en el cuello.
—Nada de lo que digas o hagas me va a tranquilizar. Sé que necesito un descanso. Me siento como si me hubiese subido a un tren expreso y acabara de descubrir que me he equivocado de vía.
—Podríamos salir a navegar un par de días. Desconectar de todo.
—No. Yo no puedo desconectar de todo.
Ella se volvió hacia él.
—Tal y como están las cosas, huir sería lo peor. Tengo que resolver los problemas. Luego, si quieres, nos vamos.
—De acuerdo —dijo Greger—. Parece ser que no soy de gran ayuda.
Ella le dedicó una tierna sonrisa.
—No. No lo eres. Pero gracias por estar aquí. Te quiero con locura, ya lo sabes.
Él asintió.
—No me puedo creer que sea Peter Fredriksson —dijo Erika Berger—. Nunca he percibido la más mínima hostilidad de su parte.
Susanne Linder se preguntó si no debería llamar a la puerta de Erika Berger, pero, justo en ese momento, vio apagarse las luces de la planta baja. Bajó la vista y miró a Peter Fredriksson. No había pronunciado palabra. Permanecía absolutamente quieto. Reflexionó un buen rato antes de decidirse.
Se agachó, lo cogió por las esposas y, levantándolo, lo apoyó contra la fachada.
—¿Puedes tenerte de pie? —le preguntó.
Él no contestó.
—Vale, entonces lo haremos de la manera más sencilla. Si opones la más mínima resistencia, le daré el mismo tratamiento a tu rodilla derecha. Y si te resistes, te romperé los brazos. ¿Entiendes lo que te digo?
Percibió que él respiraba con mucha intensidad. ¿Miedo?
Lo condujo hasta la calle a empujones. Luego se lo llevó hasta el coche, aparcado a tres manzanas de allí. Él cojeaba y ella lo ayudaba. Al llegar al vehículo, se encontraron con un hombre que había sacado a pasear al perro y que se detuvo a mirar al esposado Peter Fredriksson.
—Esto es un asunto policial —dijo Susanne Linder con voz firme—. Váyase a casa.
Lo sentó en el asiento de atrás y lo llevó a casa, a Fisksätra. Eran las doce y media de la noche y no se encontraron con nadie al acercarse al portal. Susanne Linder le sacó las llaves y lo condujo hasta su piso, situado en la tercera planta, subiendo por las escaleras.
—Tú no puedes entrar en mi domicilio —dijo Peter Fredriksson.
Era lo primero que decía desde que ella lo esposó.
Abrió la puerta y lo metió a empujones.
—No tienes derecho. Para realizar un registro domiciliario debes…
—Yo no soy policía —le replicó ella en voz baja.
Él se quedó mirándola lleno de desconfianza.
Ella lo agarró por la camisa, lo metió a empujones en el salón y lo sentó en un sofá. Tenía un apartamento de dos habitaciones pulcramente limpio y ordenado. Un dormitorio a la izquierda del salón, la cocina al otro lado del vestíbulo, y un pequeño cuarto para trabajar contiguo al salón.
Echó un vistazo al cuarto de trabajo y suspiró aliviada. The smoking gun. Descubrió enseguida las fotos del álbum de Erika Berger extendidas en una mesa junto a un ordenador. En la pared que quedaba justo al lado, él había clavado una treintena de fotos. Ella contempló la exposición con las cejas arqueadas. Erika Berger era una mujer condenadamente guapa. Y gozaba de una vida sexual más divertida que la de Susanne Linder.
Escuchó a Peter Fredriksson moverse y volvió al salón para contenerlo. Le dio un porrazo, lo arrastró hasta el despacho y lo dejó en el suelo.
—¡Quédate quieto! —le dijo.
Se acercó hasta la cocina y encontró una bolsa de papel de Konsum. Quitó, una tras otra, las fotos de la pared. Encontró el saqueado álbum y los diarios de Erika Berger.
—¿Dónde está el vídeo? —preguntó.
Peter Fredriksson no contestó. Susanne Linder se dirigió al salón y encendió la tele. Había una película metida en el vídeo, pero tardó bastante en dar con el canal en el mando.
Sacó la cinta y dedicó un largo rato a asegurarse de que no había hecho copias.
Encontró las cartas de amor de Erika y el informe de Borgsjö. Luego centró su interés en el ordenador de Peter Fredriksson. Constató que tenía un escáner Microtec conectado a un PC IBM. Levantó la tapa del escáner y se topó con una foto en la que se veía a Erika Berger en una fiesta del Club Xtreme celebrada la Nochevieja de 1986, según rezaba en una banderita que había clavada en la pared.
Encendió el ordenador y descubrió que estaba protegido por una contraseña.
—¿Qué contraseña tienes? —le preguntó.
Peter Fredriksson permaneció obstinadamente quieto en el suelo negándose a hablar con ella.
Una total tranquilidad invadió a Susanne Linder. Sabía que, desde un punto de vista técnico, a lo largo de la noche había cometido un delito tras otro, incluido uno que se podría denominar coacción ilícita e, incluso, secuestro grave. Le daba igual; es más: se sentía más bien eufórica.
Al cabo de un rato, se encogió de hombros, se hurgó los bolsillos y sacó su navaja militar suiza. Quitó todos los cables del ordenador, volvió la parte trasera hacia ella y usó el destornillador estrella para abrir la tapa. Le llevó quince minutos desmontar el ordenador y extraer el disco duro.
Miró a su alrededor. Lo tenía todo, pero para jugar sobre seguro, le dio un buen repaso a los cajones del escritorio, a las pilas de papeles y a las estanterías. De repente, su mirada se depositó en un viejo anuario escolar que se hallaba sobre el alféizar de la ventana. Constató que era del Instituto de Bachillerato de Djursholm y de 1978. ¿No me dijo Erika Berger que era de Djursholm…? Lo abrió y empezó a repasar las fotos clase por clase.
Encontró a Erika Berger, de dieciocho años de edad, con una gorra de estudiante y una radiante sonrisa con hoyuelos. Vestía un fino y blanco vestido de algodón y llevaba un ramo de flores en la mano. Parecía la mismísima personificación de esa típica y cándida adolescente que saca excelentes notas.
Susanne Linder casi pasa por alto el vínculo, aunque aparecía en la página siguiente. Nunca lo habría reconocido, pero el texto del pie de foto no daba lugar a dudas: Peter Fredriksson. Estuvo en el mismo curso que Erika Berger, aunque en otra clase. Vio a un chico flaco con rostro serio mirando a la cámara por debajo de la gorra.
Susanne levantó la mirada y se topó con los ojos de Peter Fredriksson.
—Ya era una puta entonces.
—Fascinante —dijo Susanne Linder.
—Se tiró a todos los chicos del instituto.
—Lo dudo.
—Era una maldita…
—No me lo digas: no te dejó que le quitaras las bragas. ¿A que no?
—Me trató como a una mierda. Se rió de mí. Y cuando empezó en el SMP, ni siquiera me reconoció.
—Ya, ya —le espetó Susanne Linder cansinamente—. Y ahora me vendrás con eso de que has tenido una infancia muy dura. Vale, ¿podemos hablar ya en serio?
—¿Qué quieres?
—No soy policía —le aclaró Susanne Linder—. Soy alguien que se encarga de gente como tú.
Esperó y dejó que la imaginación de él hiciera el trabajo.
—Quiero saber si has colgado sus fotos en Internet.
Él negó con la cabeza.
—¿Seguro?
Él asintió.
—Será Erika Berger quien decida si quiere poner una denuncia contra ti por acoso, amenazas ilícitas y allanamiento de morada o si, por el contrario, prefiere llegar a un acuerdo contigo.
Él no dijo nada.
—Si ella decide pasar de ti, que me parece que es el único desgaste de energía que te mereces, yo te vigilaré.
Levantó la porra en el aire.
—Si alguna vez te acercas a la casa de Erika Berger o le envías un correo o la acosas de alguna otra manera, yo volveré a verte. Y te daré tal somanta de palos que no te reconocerá ni tu madre. ¿Me has entendido?
Él no dijo nada.
—En otras palabras, el final de esta historia está en tus manos. ¿Te interesa?
Asintió lentamente.
—En ese caso yo convenceré a Erika Berger para que permita que te vayas. No te molestes en aparecer por el trabajo; estás despedido a efectos inmediatos.
Él asintió.
—Desaparecerás de su vida y de Estocolmo. Me importa una mierda lo que hagas o adónde vayas. Búscate un trabajo en Gotemburgo o en Malmö. Pide la baja. Haz lo que quieras. Pero deja en paz a Erika Berger.
Asintió.
—¿Estamos de acuerdo?
De repente Peter Fredriksson se echó a llorar.
—No quería hacerle daño —dijo—. Sólo quería…
—Sólo querías convertir su vida en un infierno y lo has conseguido. ¿Tengo tu palabra?
Asintió.
Ella se agachó, lo puso boca abajo y le quitó las esposas. Se llevó la bolsa de Konsum con la vida de Erika Berger y lo dejó tirado en el suelo.
Eran las dos y media de la madrugada del lunes cuando Susanne Linder salió por el portal del edificio de Peter Fredriksson. Su primera intención fue esperar hasta el día siguiente, pero luego pensó que, si se hubiese tratado de ella, le habría gustado enterarse esa misma noche. Además, su coche seguía aparcado en Saltsjöbaden. Llamó a un taxi.
Greger Backman abrió la puerta antes de que le diera tiempo a tocar el timbre. Llevaba vaqueros y no parecía recién despertado.
—¿Está despierta Erika? —preguntó Susanne Linder.
Asintió.
—¿Hay novedades? —preguntó.
Susanne asintió y sonrió.
—Entra. Estamos hablando en la cocina.
Entró.
—Hola, Berger —dijo Susanne Linder—. Deberías intentar dormir de vez en cuando.
—¿Qué ha pasado?
Le dio la bolsa de Konsum.
—A partir de ahora Peter Fredriksson promete dejarte en paz. Sabe Dios si nos podemos fiar de una promesa tal, pero si mantiene su palabra, nos causará menos quebraderos de cabeza que poner la denuncia y pasar por un juicio. Tú decides.
—¿Es él?
Susanne Linder asintió. Greger Backman sirvió café, pero Susanne lo rechazó: llevaba unos cuantos días tomando demasiado café. Se sentó y les contó lo que había ocurrido esa misma noche ante su misma casa.
Erika Berger permaneció en silencio un largo rato. Luego se levantó, subió a la planta superior y volvió con su ejemplar del anuario del instituto. Contempló la cara de Peter Fredriksson durante mucho tiempo.
—Lo recuerdo —terminó diciendo—. Pero no tenía ni idea de que se trataba del mismo Peter Fredriksson que trabajaba en SMP. Hasta que no lo he visto aquí ni siquiera me acordaba de su nombre.
—¿Qué pasó? —preguntó Susanne Linder.
—Nada. Absolutamente nada. El era un chico callado y sin ningún tipo de interés que estaba en otra clase del mismo curso. Creo que estuvimos juntos en alguna asignatura. Francés, si no recuerdo mal.
—Me dijo que pasaste de él.
Erika asintió.
—Es posible. Yo no lo conocía y no formaba parte de nuestra pandilla.
—¿Le acosasteis o algo parecido?
—¡No, por Dios! Nunca he aprobado ese tipo de cosas. En el instituto teníamos campañas en contra del acoso escolar y yo era la presidenta del consejo de alumnos. No puedo recordar que se dirigiera a mí ni una sola vez ni que intercambiara una sola palabra con él.
—Vale —dijo Susanne Linder—. Lo que está claro, en cualquier caso, es que te guardaba bastante rencor. Ha estado de baja durante dos largos períodos por estrés y porque sufrió un colapso. Quizá las causas de esas bajas fueran otras que no conocemos.
Se levantó y se puso la cazadora de cuero.
—Me llevo su disco duro. Técnicamente se trata de material robado y no deberías tenerlo aquí. No te preocupes, lo destrozaré nada más llegar a casa.
—Espera, Susanne… ¿Cómo voy a poder agradecerte esto?
—Bueno, me puedes apoyar cuando toda la furia desatada de Dragan Armanskij me caiga encima como una tormenta del cielo.
Erika la contempló seriamente.
—¿Te la has jugado con esto?
—No sé… la verdad es que no lo sé.
—Podemos pagarte por…
—No. Pero Armanskij quizá te facture esta noche. Espero que sí, porque significará que aprueba lo que he hecho y, entonces, difícilmente podrá despedirme.
—Me aseguraré de que me pasa la factura.
Erika Berger se levantó y le dio un largo abrazo a Susanne Linder.
—Gracias, Susanne. Si alguna vez necesitas ayuda, aquí tienes a una amiga. Sea lo que sea.
—Gracias. No dejes esas fotos en cualquier lugar. Por cierto, Milton Security te puede instalar unos armarios de seguridad muy chulos.
Erika Berger sonrió.