Capítulo 20.

Sábado, 4 de junio

Mikael Blomkvist se bajó del autobús en Slussen, cogió el ascensor de Katarinahissen y paseó hasta Fiskargatan 9. Había comprado pan, leche y queso en la tienda que estaba delante del edificio del Gobierno civil y, nada más entrar, se puso a colocar los productos en la nevera. Luego encendió el ordenador de Lisbeth Salander.

Tras un instante de reflexión también encendió su Ericsson T10 azul. Pasó de usar su móvil normal, ya que, de todos modos, no quería hablar con nadie que no tuviera que ver con la historia de Zalachenko. Constató que durante las últimas veinticuatro horas había recibido seis llamadas, tres de Henry Cortez, dos de Malin Eriksson y una de Erika Berger.

Empezó llamando a Henry Cortez, que estaba en un café de Vasastan y que tenía algunos detalles que tratar con él, aunque nada urgente.

Malin Eriksson sólo había llamado para dar señales de vida.

Luego llamó a Erika Berger pero estaba comunicando.

Entró en el foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada] y encontró la versión final de la autobiografía de Lisbeth Salander. Asintió sonriendo, imprimió el documento y se puso a leerlo en el acto.

Lisbeth Salander iba golpeteando la pantalla de su Palm Tungsten T3. Con la ayuda de la cuenta de Erika Berger, había dedicado una hora a entrar en la red informática del SMP y analizarla. No se había metido en la cuenta de Peter Fleming, pues no resultaba necesario hacerse con los derechos de administración. Lo que le interesaba era acceder a la administración del SMP con los expedientes personales. Y allí Erika Berger ya tenía derechos.

Deseó ardientemente que Mikael Blomkvist hubiese tenido la bondad de pasarle a escondidas su PowerBook con un teclado de verdad y una pantalla de 17 pulgadas en vez del ordenador de mano. Se descargó una lista de todos los trabajadores del SMP y comenzó a repasarla. Se trataba de doscientas veintitrés personas, ochenta y dos de las cuales eran mujeres.

Empezó tachando a todas las mujeres. No es que las excluyera de la locura, pero las estadísticas confirmaban que la gran mayoría de las personas que acosaban a las mujeres eran hombres. Así que quedaban ciento cuarenta y una.

Las estadísticas también hablaban a favor de que una buena parte de los bolis venenosos solían ser o adolescentes o individuos de mediana edad. Como el SMP no contaba con adolescentes entre sus empleados, dibujó una curva de edades y eliminó a todas las personas que se encontraran por encima de los cincuenta y cinco y por debajo de los veinticinco. Quedaban ciento tres personas.

Meditó un rato. No tenía mucho tiempo. Quizá menos de veinticuatro horas. Tomó una rápida decisión. Eliminó de un plumazo a todos los que trabajaban en distribución, publicidad, fotografía, conserjería y departamento técnico. Se centró en el grupo de periodistas y en el personal de redacción y le salió una lista de cuarenta y ocho personas compuesta por hombres con edades comprendidas entre los veintiséis y los cincuenta y cuatro años.

Luego oyó el sonido del llavero. Apagó de inmediato el ordenador y lo guardó bajo el edredón, entre sus muslos. Su última comida de sábado en el Sahlgrenska acababa de llegar. Resignada, se quedó mirando la col en salsa. Después de la comida sabía que no iba a poder trabajar tranquila durante un rato. Guardó el ordenador en el hueco de detrás de la mesilla y esperó a que dos mujeres de Eritrea pasaran la aspiradora y le hicieran la cama.

Una de ellas se llamaba Sara y le había estado pasando furtiva y regularmente unos cuantos Marlboro Light durante el último mes. También le había dado un mechero que Lisbeth escondía detrás de la mesilla. Agradecida, Lisbeth cogió los dos cigarrillos que se iba a fumar esa noche junto a la ventana de ventilación.

Todo recobró la tranquilidad a partir de las dos. Sacó el ordenador de mano y se conectó. Había pensado volver directamente a la administración del SMP, pero se dio cuenta de que también tenía problemas personales que resolver. Realizó su repaso diario comenzando por el foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada]. Constató que Mikael Blomkvist llevaba tres días sin introducir nada nuevo y se preguntó qué estaría haciendo. Seguro que el muy cabrón anda por ahí con alguna tonta tetona.

Acto seguido, entró en el foro de Yahoo [Los_Caballeros] y quiso ver si Plague había contribuido con algo. No lo había hecho.

Luego consultó el disco duro del fiscal Richard Ekström (una correspondencia de menor interés sobre el juicio) así como los del doctor Peter Teleborian.

Cada vez que entraba en el disco duro de Teleborian tenía la sensación de que su temperatura corporal bajaba unos cuantos grados.

Halló el informe psiquiátrico forense que ya había redactado Teleborian sobre ella, pero que, como era lógico, no se iba a realizar oficialmente hasta que éste hubiese tenido la posibilidad de examinarla. Había hecho varias mejoras en su prosa, pero en general no había nada nuevo. Descargó el informe y lo envió a [La_Mesa_Chalada]. Consultó el correo electrónico recibido por Teleborian en las últimas veinticuatro horas abriendo uno a uno cada mail. Estuvo a punto de pasar por alto la importancia de uno de los más breves:

Sábado, 15.00 en el anillo de la estación central. Jonas.

Fuck. Jonas. Una persona que ha aparecido en un montón de correos dirigidos a Teleborian. Usa una cuenta de Hotmail. Sin identificar.

Lisbeth Salander dirigió la mirada al reloj digital de la mesilla: 14.28. Hizo inmediatamente clin en el ICQ de Mikael Blomkvist. No obtuvo respuesta.

Mikael Blomkvist imprimió las doscientas veinte páginas del manuscrito que ya había terminado. Luego apagó el ordenador y se sentó a la mesa de la cocina de Lisbeth Salander con un bolígrafo para corregir las pruebas.

Estaba contento con la historia. Pero el hueco más grande seguía vacío. ¿Cómo iba a poder encontrar al resto de la Sección? Malin Eriksson tenía razón. Resultaba imposible. El tiempo apremiaba.

Lisbeth Salander blasfemó, frustrada, intentando contactar con Plague en el ICQ. No contestaba. Miró de reojo el reloj: 14.30.

Se sentó en el borde de la cama e intentó acordarse de las cuentas ICQ. Primero probó con la de Henry Cortez y luego con la de Malin Eriksson. Nadie contestaba. Sábado. Todo el mundo tiene el día libre. Miró de nuevo el reloj: 14.32.

Después trató de localizar a Erika Berger. Nada de nada. Le he dicho que se fuera a casa. Mierda. 14.33.

Podría enviar un SMS al móvil de Mikael Blomkvist… pero estaba pinchado. Se mordió el labio inferior.

Al final, desesperada, se volvió hacia la mesilla y llamó a la enfermera. Eran las 14.35 cuando oyó la llave introducirse en la puerta y una enfermera llamada Agneta que rondaba los cincuenta años asomó la cabeza.

—Hola. ¿Te pasa algo?

—¿Está el doctor Anders Jonasson en la planta?

—¿No te encuentras bien?

—Estoy bien. Pero necesito intercambiar unas palabras con él. Si es posible.

—Lo vi hace un momento. ¿De qué se trata?

—Tengo que hablar con él.

Agneta frunció el ceño. La paciente Lisbeth Salander rara vez llamaba a las enfermeras si no se trataba de un intenso dolor de cabeza o de algún otro problema urgente. Nunca había dado problemas y jamás había solicitado hablar con un determinado médico. Sin embargo, Agneta había advertido que Anders Jonasson había dedicado un considerable tiempo a la paciente detenida, quien, por lo general, solía aislarse por completo del mundo. Era posible que hubiera conseguido establecer algún tipo de contacto.

—De acuerdo. Voy a ver si tiene un minuto —dijo la enfermera amablemente para a continuación cerrar la puerta. Y echar el cerrojo.

Eran las 14.36… Las 14.37 ya.

Lisbeth se levantó de la cama y se acercó a la ventana. De vez en cuando consultaba el reloj: 14.39… 14.40.

A las 14.44 oyó pasos en el pasillo y el sonido del llavero del vigilante de Securitas. Anders Jonasson le echó una inquisitiva mirada y al ver los desesperados ojos de Lisbeth Salander se detuvo.

—¿Ha pasado algo?

—Está pasando ahora mismo. ¿Tienes un móvil?

—¿Qué?

—Un móvil. Tengo que hacer una llamada.

Dubitativo, Anders Jonasson miró de reojo hacia la puerta.

—Anders… ¡Necesito un móvil! ¡Ahora!

Oyó la desesperación de su voz y, metiéndose la mano en el bolsillo, le entregó su Motorola. Lisbeth se lo arrancó prácticamente de las manos. No podía llamar a Mikael Blomkvist ya que su teléfono estaba pinchado por el enemigo. El problema era que no le había dado el número de su secreto Ericsson T10 azul. Nunca se lo planteó ya que nunca se habría imaginado que ella pudiera llamarlo desde su aislamiento. Dudó una décima de segundo y marcó el número de móvil de Erika Berger. Oyó tres tonos antes de que ella respondiera.

Erika Berger se hallaba en su BMW, a un kilómetro de su casa de Saltsjöbaden, cuando recibió una llamada que no esperaba. Aunque también era cierto que Lisbeth Salander ya la había sorprendido por la mañana.

—Berger.

—Salander. No hay tiempo para explicaciones. ¿Tienes el número del teléfono secreto de Mikael? El que no está pinchado.

—Sí.

—Llámalo. ¡Pero ya! Teleborian se va a encontrar con Jonas en el anillo de la estación central a las 15.00.

—¿Qué…?

—Date prisa. Teleborian. Jonas. El anillo de la estación central. 15.00 horas. Tiene un cuarto de hora.

Lisbeth apagó el móvil para que Erika no se viera tentada a derrochar los segundos haciendo preguntas innecesarias. Le echó un vistazo al reloj, que acababa de cambiar a las 14.46.

Erika Berger frenó y aparcó en el arcén de la carretera. Buscó la agenda del bolso y empezó a pasar páginas hasta que encontró el número que Mikael le había dado la noche que cenaron en Samirs gryta.

Mikael Blomkvist oyó el sonido del teléfono. Se levantó de la mesa de la cocina, fue hasta el despacho de Salander y cogió el móvil, que estaba sobre la mesa.

—¿Sí?

—Erika.

—Hola.

—Teleborian se va a encontrar con Jonas en el anillo de la estación central a las 15.00. Te quedan unos minutos.

—¿Qué? ¿Qué?

—Teleborian…

—Ya te he oído. ¿Cómo lo sabes?

—Déjate de preguntas y date prisa.

Mikael miró el reloj: 14.47.

—Gracias. Hasta luego.

Cogió el maletín del ordenador y bajó por las escaleras en vez de esperar el ascensor. Mientras corría marcó el número del T10 azul de Henry Cortez.

—Cortez.

—¿Dónde estás?

—Comprando unos libros en Akademibokhandeln.

—Teleborian se va a encontrar con Jonas en el anillo de la estación central a las 15.00. Yo voy de camino pero tú estás más cerca.

—¡Hostias! Salgo pitando.

Mikael bajó corriendo por Götgatan y se dirigió a toda pastilla hacia Slussen. Llegó jadeando a la plaza y miró su reloj de reojo. Mónica Figuerola tenía razón cuando le dio la lata para que empezara a hacer ejercicio. 14.56. No le iba a dar tiempo. Buscó un taxi.

Lisbeth Salander le devolvió el móvil a Anders Jonasson.

—Gracias —dijo.

—¿Teleborian? —preguntó Anders Jonasson—. No he podido evitar haber oído el nombre.

Lisbeth asintió con la cabeza y lo miró.

—Teleborian es un pájaro de mucho mucho cuidado. No te imaginas cuánto.

—No. Pero sospecho que ahora mismo está pasando algo grave: es la primera vez en todo este tiempo que te veo tan excitada. Espero que sepas lo que estás haciendo.

Lisbeth le dedicó una torcida sonrisa.

—Pronto lo sabrás —dijo ella.

Henry Cortez salió corriendo de Akademibokhandeln como un loco. Cruzó Sveavägen por el viaducto de Mäster Samuelsgatan y siguió bajando hasta Klara Norra, donde giró para entrar en Klarabergsviadukten y atravesar Vasagatan. Cruzó Klarabergsgatan entre un autobús y dos coches que le pitaron frenéticamente y entró por la puerta de la estación en el preciso instante en que el reloj marcaba las 15.00.

Cogió las escaleras mecánicas bajando los escalones de tres en tres hasta llegar a la planta baja y pasó corriendo por delante de la tienda de Pocketshop antes de aminorar el paso para no llamar la atención. Miró fija e intensamente a la gente que se hallaba alrededor del anillo.

No vio a Teleborian ni al hombre que Christer Malm había fotografiado delante del Copacabana y que pensaban que era Jonas. Miró el reloj: 15.01. Jadeaba como si hubiese corrido el maratón de Estocolmo.

Se la jugó: atravesó el vestíbulo a toda prisa y salió a Vasagatan. Se detuvo y barrió los alrededores con la mirada, estudiando hasta donde sus ojos alcanzaban —y una a una— a todas las personas. Ningún Peter Teleborian. Ningún Jonas.

Dio media vuelta y se metió dentro. 15.03. No había nadie cerca del anillo.

Luego alzó la vista y, por un segundo, divisó el perfil de Peter Teleborian, con su característica cabellera revuelta y su perilla, justo cuando éste salía de Pressbyrån, en el otro extremo del vestíbulo. Acto seguido, el hombre de las fotos de Christer Malm se materializó a su lado. Cruzaron el recinto y salieron a Vasagatan por la puerta norte.

Henry Cortez suspiró. Se secó el sudor de la frente con la palma de la mano y empezó a seguir a los dos hombres.

Mikael Blomkvist llegó en taxi a la estación central de Estocolmo a las 15.07. Entró apresuradamente en el vestíbulo principal, pero no pudo ver ni a Teleborian ni a Jonas. Ni tampoco a Henry Cortez, por otra parte.

Cogió su T10 para llamar a Henry Cortez en el mismo instante en que le empezó a sonar.

—Ya los tengo. Están en el pub Tre Remmare de Vasagatan, junto a la boca de metro de la línea que va hasta Akalla.

—Gracias, Henry. ¿Y tú dónde estás?

—En la barra. Tomándome una caña. Bien merecida.

—Vale. A mí me conocen, así que me quedaré fuera. Supongo que no tienes ninguna posibilidad de escuchar lo que dicen.

—Ni una. Veo la espalda de ese tal Jonas y el maldito Teleborian no hace más que murmurar; ni siquiera puedo ver los movimientos de sus labios.

—De acuerdo.

—Pero puede que tengamos un problema.

—¿Cuál?

—Ese tal Jonas ha dejado su cartera y su móvil encima de la mesa. Y ha puesto un par de llaves de coche sobre la cartera.

—Vale. Ya me encargo yo de eso.

El móvil de Mónica Figuerola sonó con el politono del tema de la película Hasta que llegó su hora. Dejó el libro sobre el deísmo de la Antigüedad, que parecía no terminarse nunca.

—Hola. Soy Mikael. ¿Qué haces?

—Estoy en casa ordenando los cromos de mis antiguos amantes. Esta mañana me han abandonado miserablemente.

—Lo siento. ¿Tienes cerca tu coche?

—La última vez que lo vi estaba aparcado aquí enfrente.

—Bien. ¿Te apetece dar una vuelta por la ciudad?

—No mucho. ¿Qué pasa?

—Peter Teleborian está en Vasagatan tomándose una cerveza con Jonas. Y como yo colaboro con la Stasi… perdón, con la Säpo, he pensado que a lo mejor te apetecería venir.

Mónica Figuerola ya se había levantado del sofá para coger las llaves del coche.

—¿No me estarás tomando el pelo…?

—Ni mucho menos. Y Jonas ha puesto las llaves de un coche encima de la mesa donde se ha sentado.

—Voy para allá.

Malin Eriksson no cogía el teléfono, pero Mikael Blomkvist tuvo suerte y pudo hablar con Lottie Karim, que se encontraba en Åhléns comprando un regalo de cumpleaños para su marido. Mikael le mandó que hiciera horas extra y que se apresurara en ir al pub para servir de refuerzo a Henry Cortez. Luego volvió a llamar a Cortez.

—El plan es el siguiente: dentro de cinco minutos tendremos un coche aquí. Aparcaremos en Järnvägsgatan, delante del pub.

—Vale.

—Lottie Karim llegará dentro de un par de minutos.

—Bien.

—Cuando dejen el pub, tú seguirás a Jonas. Lo harás a pie y, por el móvil, me irás diciendo por dónde vais. En cuanto lo veas acercarse a un coche, comunícamelo. Lottie seguirá a Teleborian. Si no llegamos a tiempo, coge la matrícula.

—De acuerdo.

Mónica Figuerola aparcó en Nordic Light Hotel, frente a Arlanda Express. Mikael Blomkvist abrió la puerta del copiloto un minuto después de que ella hubiese aparcado.

—¿En qué pub están?

Mikael se lo dijo.

—Debo pedir refuerzos.

—No te preocupes. Los tenemos vigilados. Más gente podría estropearlo todo.

Mónica Figuerola lo miró desconfiada.

—¿Y cómo te enteraste de que esta reunión iba a tener lugar?

Sorry. Protección de fuentes.

—¡Joder! ¿Es que en Millenium tenéis vuestro propio servicio de inteligencia? —exclamó ella.

Mikael parecía contento. Siempre resultaba divertido ganar a la Säpo en su propio terreno.

En realidad, no tenía ni la más mínima idea de a qué se debía esa llamada de Erika Berger —tan inesperada como un relámpago en medio de un cielo claro— para avisarle de que Teleborian y Jonas se iban a ver. Desde el diez de abril, ella ya no estaba al corriente del trabajo que se realizaba en la redacción de Millennium. Por supuesto, sabía quién era Teleborian, pero Jonas no entró en escena hasta el mes de mayo y, según tenía entendido Mikael, Erika ignoraba por completo su existencia, así como que era objeto de las sospechas no sólo de Millennium sino también de la Säpo.

Tendría que sentarse a hablar seriamente con Erika Berger dentro de muy poco.

Lisbeth Salander miró la pantalla de su ordenador y arrugó el morro. Después de la llamada realizada con el móvil del doctor Anders Jonasson apartó de su mente cualquier pensamiento relacionado con la Sección y se centró en el problema de Erika Berger. Tras una detenida deliberación, eliminó de la lista del grupo de hombres de entre veintiséis y cincuenta y cuatro años a todos los casados. Sabía que no estaba hilando muy fino y que no se basaba en una argumentación racional, ni estadística ni científicamente hablando, para tomar esa decisión. El boli venenoso podría ser perfectamente un esposo modélico con cinco hijos y un perro. Podría ser una persona que trabajara en la conserjería. Podría ser, incluso, una mujer, aunque no lo creía.

Simplemente necesitaba reducir el número de nombres de la lista y, con esta última decisión, el grupo pasó de cuarenta y ocho a dieciocho individuos. Constató que una gran parte de ellos eran reporteros importantes, jefes o jefes adjuntos; todos ellos, mayores de treinta y cinco años. Si en ese grupo no encontraba nada interesante, podría ampliar de nuevo el cerco.

A las cuatro de la tarde entró en la página web de Hacker Republic y le pasó la lista a Plague. Él le hizo clin unos cuantos minutos más tarde.

—18 nombres. ¿Qué?

—Un pequeño proyecto paralelo. Considéralo un ejercicio.

—¿Eh?

—Uno de los nombres pertenece a un hijo de puta. Encuéntralo.

—¿Cuáles son los criterios?

—Hay que trabajar rápido. Mañana me desenchufan. Para entonces tenemos que haberlo encontrado.

Le contó la historia de El boli venenoso que iba a por Erika Berger.

—Vale. ¿Y yo saco algo de todo esto?

Lisbeth Salander reflexionó un rato.

—Sí. Que no voy a ir hasta Sundbyberg para provocar un incendio en tu casa.

—¿Serías capaz?

—Te pago siempre que te pido que hagas algo para mí. Esto no es para mí. Considéralo impuestos.

—Empiezas a dar muestras de competencia social.

—Bueno, ¿qué?

—Vale.

Le pasó los códigos de acceso de la redacción del SMP y se desconectó del ICQ.

Ya eran las 16.20 cuando Henry Cortez llamó.

—Parece que se van a levantar.

—De acuerdo. Estamos preparados.

Silencio.

—Se están separando en la puerta del pub. Jonas se dirige hacia el norte. Lottie sigue a Teleborian hacia el sur.

Mikael levantó un dedo y señaló a Jonas cuando éste asomó por Vasagatan. Mónica Figuerola asintió. Unos segundos después, Mikael también pudo ver a Henry Cortez. Mónica Figuerola arrancó el motor.

—Está cruzando Vasagatan y continúa hacia Kungsgatan —dijo Henry Cortez por el móvil.

—Mantén la distancia para que no te descubra.

—Hay bastante gente.

Silencio.

—Va hacia el norte por Kungsgatan.

—Al norte por Kungsgatan —repitió Mikael.

Mónica Figuerola metió una marcha y enfiló Vasagatan. Se detuvieron un momento en un semáforo en rojo.

—¿Y ahora dónde estáis? —preguntó Mikael cuando giraron entrando en Kungsgatan.

—A la altura de PUB. Va a paso rápido. Oye, ha cogido dirección norte por Drottninggatan.

—Dirección norte por Drottninggatan —repitió Mikael.

—De acuerdo —dijo Mónica Figuerola, e hizo un giro ilegal para meterse por Klara Norra y acercarse hasta Olof Palmes gata. Se metió por esa calle y se detuvo delante del edificio de SIF. Jonas cruzó Olof Palmes gata y subió hacia Sveavägen. Henry Cortez lo estaba siguiendo al otro lado de la calle.

—Ha girado hacia el este…

—No te preocupes. Os vemos a los dos.

—Tuerce a Holländargatan… Atención… Coche. Un Audi rojo.

—Coche —dijo Mikael, y apuntó el número que Cortez les comunicó.

—¿Cómo está aparcado? —preguntó Mónica Figuerola.

—Mirando al sur —informó Cortez—. Va a salir a Olof Palmes gata, justo delante de vosotros… Ahora.

Mónica Figuerola ya había arrancado y pasado Drottninggatan. Pitó y les hizo señas a un par de peatones que intentaban cruzar por el paso de cebra con el semáforo en rojo.

—Gracias, Henry. Tomamos el relevo.

El Audi rojo se fue hacia el sur por Sveavägen. Mientras lo seguía, Mónica Figuerola abrió su móvil con la mano izquierda y marcó un número.

—Por favor, ¿me podéis buscar una matrícula? Un Audi rojo —dijo, y repitió la matrícula que Henry Cortez les había comunicado.

—Jonas Sandberg, nacido en el 71. ¿Qué has dicho?… Helsingörsgatan, Kista. Gracias.

Mikael apuntó los datos que le dieron a Mónica Figuerola.

Siguieron al Audi rojo por Hamngatan hasta llegar a Strandvägen y luego subieron inmediatamente por Artillerigatan. Jonas Sandberg aparcó a una manzana del Museo del Ejército. Cruzó la calle y entró en el portal de un elegante edificio de finales del siglo XIX.

—Mmm —dijo Mónica Figuerola, mirando de reojo a Mikael.

Mikael asintió con la cabeza. Jonas Sandberg había ido hasta una dirección que se encontraba a una manzana del edificio en el que le dejaron un piso al primer ministro para que celebrara cierta reunión privada.

—Buen trabajo —dijo Mónica Figuerola.

En ese mismo instante llamó Lottie Karim y le contó que el doctor Peter Teleborian había subido hasta Klarabergsgatan por las escaleras mecánicas de la estación y que luego siguió andando hasta la jefatura de policía de Kungsholmen.

—¿La jefatura de policía? ¿Un sábado a las cinco de la tarde? —se preguntó Mikael.

Mónica Figuerola y Mikael Blomkvist se miraron sin saber qué pensar. Durante unos pocos segundos, Mónica pareció sumergirse en una profunda reflexión. Acto seguido, cogió su móvil y llamó al inspector Jan Bublanski.

—Hola. Mónica, de la DGP/Seg. Nos vimos en Norr Mälarstrand hace algún tiempo.

—¿Qué quieres? —preguntó Bublanski.

—¿Tienes a alguien de guardia este fin de semana?

—Sonja Modig —dijo Bublanski.

—Necesito un favor. ¿Sabes si se encuentra en el edificio de jefatura?

—Lo dudo. Hace un tiempo espléndido y es sábado por la tarde.

—De acuerdo. ¿Podrías intentar contactar con ella o con alguna otra persona del equipo que pudiera buscarse una excusa para acercarse hasta el pasillo del fiscal Richard Ekström? Porque creo que ahora mismo se está celebrando una reunión en su despacho.

—¿Una reunión?

—Ahora no tengo tiempo de explicártelo. Necesito saber si está reunido con alguien. Y en tal caso, ¿quién?

—¿Quieres que espíe a un fiscal que, además, es mi superior?

Mónica Figuerola arqueó las cejas. Luego se encogió de hombros.

—Sí —contestó.

—De acuerdo —dijo Bublanski antes de colgar.

La verdad era que Sonja Modig se encontraba más cerca de jefatura de lo que Bublanski temía. Estaba tomando un café con su marido en el balcón de la casa de una amiga que vivía en el barrio de Vasastan. Los padres de Sonja se habían llevado a los niños para pasar una semana con ellos, así que, al verse libre, el matrimonio decidió hacer algo tan anticuado como salir a cenar por ahí e ir al cine.

Bublanski le explicó lo que quería.

—¿Y qué excusa me invento para entrar así como así en el despacho de Ekström?

—Ayer le prometí que le enviaría un informe puesto al día sobre Niedermann, pero la verdad es que se me olvidó entregárselo antes de irme. Está en mi mesa.

—De acuerdo —dijo Sonja Modig.

Miró a su marido y a su amiga.

—Tengo que ir a la jefatura. Me llevo el coche; con un poco de suerte estaré de vuelta dentro de una hora.

Su marido suspiró. La amiga suspiró.

—Lo cierto es que estoy de guardia —se disculpó Sonja Modig.

Aparcó en Bergsgatan, subió hasta el despacho de Bublanski y buscó los tres folios que constituían el magro resultado de las pesquisas realizadas para dar con el asesino de policías Ronald Niedermann. «No es como para colgarse una medalla», pensó.

Luego salió al rellano de la escalera y subió una planta más. Se detuvo frente a la puerta que daba al pasillo. Esa tarde tan veraniega la jefatura de policía se hallaba casi desierta. No andaba a hurtadillas. Simplemente, caminaba con mucho sigilo. Se paró ante la puerta de Ekström, que estaba cerrada. Oyó el sonido de unas voces y se mordió el labio inferior.

De repente, perdió todo el coraje y se sintió ridícula. En una situación normal habría llamado a la puerta, la habría abierto exclamando algo así como Anda, hola; ¿todavía sigues aquí? y habría entrado como si nada. Ahora se le antojó raro.

Echó un vistazo a su alrededor.

¿Por qué la había llamado Bublanski? ¿De qué iba la reunión?

Miró hacia el otro lado del pasillo. Frente al despacho de Ekström había una pequeña sala de reuniones con sitio para diez personas. Allí había asistido ella a más de una presentación.

Entró y cerró la puerta con mucho cuidado. Las persianas estaban bajadas y la pared de cristal que daba al pasillo tenía las cortinas echadas. La sala estaba en penumbra. Cogió una silla, se sentó y corrió la cortina dejando una fina rendija por la que podía ver el pasillo.

Se sentía incómoda. Si alguien entrara en ese momento, le iba a resultar muy difícil explicarle qué hacía allí. Cogió el móvil y consultó el reloj en la pantalla. Casi las seis. Le desactivó el sonido, se reclinó contra el respaldo de la silla y se puso a mirar la puerta cerrada del despacho de Ekström.

A las siete de la tarde, Plague le hizo clin a Lisbeth Salander.

—De acuerdo. Ya soy administrador del SMP.

—¿Dónde?

Él le descargó una dirección http.

—No nos dará tiempo en veinticuatro horas. Aunque tengamos el correo de los dieciocho, nos llevará días piratear todos sus ordenadores de casa. Es muy probable que la mayoría ni siquiera los tenga conectados un sábado por la tarde.

—Plague, ocúpate de sus ordenadores de casa y yo me encargaré de los del SMP.

—Es lo que pensaba hacer. Tu ordenador de mano es un poco limitado. ¿Alguien en especial en quien deba centrarme?

—No. Cualquiera de ellos.

—De acuerdo.

—Plague.

—Sí.

—Si no encontramos nada de aquí a mañana, quiero que tú sigas.

—De acuerdo.

—En tal caso, te pagaré.

—Bah. Descuida. Esto es divertido.

Se desconectó del ICQ y fue a la dirección http a la que Plague había bajado todos los derechos de administración del SMP. Empezó comprobando si Peter Fleming estaba conectado y se hallaba en la redacción del SMP. No. Así que usó sus códigos de usuario y entró en el servidor del SMP. De esta manera podría leer toda la correspondencia que hubiese existido: también los correos que hubieran sido borrados de las cuentas particulares.

Comenzó con Ernst Teodor Billing, cuarenta y tres años, uno de los jefes del turno de noche del SMP. Abrió su correo y empezó a retroceder en el tiempo. Le dedicó más o menos dos segundos a cada mail, tiempo más que suficiente para hacerse una idea de quién lo había enviado y de lo que contenía. Al cabo de unos cuantos minutos ya había aprendido a identificar lo que constituía el correo rutinario relacionado con el trabajo en forma de memorandos, horarios y otras cosas carentes de interés. Empezó a pasar de todo ello.

Siguió retrocediendo en el tiempo, correo a correo, tres meses más. Luego fue saltando de mes en mes leyendo sólo el asunto y abriéndolos sólo en el caso de que algo le llamara la atención. Se enteró de que Ernst Billing salía con una mujer llamada Sofía y de que empleaba con ella un tono desagradable. Constató que eso no era nada raro, ya que Billing solía utilizar un tono bastante borde con la mayoría de las personas a las que les escribía algo personal: reporteros, maquetadores y otros. Lisbeth consideró, no obstante, que resultaba llamativo que un hombre se dirigiera a su novia con palabras como «gorda de mierda, imbécil de mierda o puta de mierda».

Cuando ya había retrocedido un año, se detuvo. Accedió entonces al Explorer y empezó a ver los sitios de Internet por los que Billing solía navegar. Descubrió que, al igual que la mayoría de los hombres de su edad, entraba regularmente en páginas porno, pero que casi todas las que visitaba parecían estar relacionadas con su trabajo. Constató también que mostraba interés por los coches y que a menudo se metía en páginas donde se presentaban nuevos modelos.

Tras una hora de indagación, salió del ordenador de Billing y lo borró de la lista. Siguió con Lars Örjan Wollberg, cincuenta y un años, un veterano reportero de la redacción de asuntos jurídicos.

Torsten Edklinth entró en la jefatura de policía de Kungsholmen a las siete y media de la tarde del sábado. Allí lo esperaban Mónica Figuerola y Mikael Blomkvist. Se sentaron en torno a la misma mesa de reuniones donde se sentó Mikael el día anterior.

Edklinth constató que estaba pisando un terreno resbaladizo y que había violado toda una serie de reglas internas al permitir que Blomkvist accediera a ese pasillo. Sin lugar a dudas, Mónica Figuerola no tenía derecho a invitarlo por su cuenta. En circunstancias normales, ni siquiera las esposas o los maridos podían acceder a las dependencias secretas de la DGP/Seg; si querían ver a su pareja, debían esperar en la escalera. Y Blomkvist, para más inri, era periodista. En el futuro sólo lo dejaría entrar en el local provisional que tenían en Fridhemsplan.

Pero, por otro lado, siempre solía haber gente dando vueltas por los pasillos en calidad de invitados especiales. Visitas extranjeras, investigadores, asesores temporales… Él colocó a Blomkvist en la categoría de asesores externos temporales. En fin, todas esas chorradas de la clasificación del nivel de seguridad no eran más que palabras. De repente, alguien decidía que fulanito de tal debía ser autorizado para obtener un determinado nivel de seguridad. Edklinth había decidido que, si alguien lo criticara, diría que él personalmente le había dado a Blomkvist la autorización necesaria.

Siempre y cuando no surgiera un conflicto entre ambos, claro está. Edklinth se sentó y miró a Figuerola.

—¿Cómo te enteraste de la reunión?

—Blomkvist me llamó a eso de las cuatro —contestó ella con una sonrisa.

—¿Y cómo te has enterado tú?

—Me avisó una fuente —dijo Mikael Blomkvist.

—¿Debo llegar a la conclusión de que le has puesto algún tipo de vigilancia a Teleborian?

Mónica Figuerola negó con la cabeza.

—Esa fue también mi primera idea —dijo ella con una alegre voz, como si Mikael Blomkvist no se encontrara allí—. Pero no se sostiene. Aunque alguien se encontrara siguiendo a Teleborian por encargo de Blomkvist, es imposible que esa persona supiera con antelación que iba a ver, precisamente, a Jonas Sandberg.

Edklinth asintió lentamente.

—Bueno… Entonces, ¿qué nos queda? ¿Escuchas ilegales o algo así?

—Te puedo asegurar que no me dedico a realizar escuchas ilegales de nadie y que ni siquiera he oído hablar de que algo así se estuviera llevando a cabo —dijo Mikael Blomkvist para recordarles que él también se hallaba en la habitación—. Seamos realistas: las escuchas ilegales son actividades a las que se dedican las autoridades estatales.

Edklinth hizo una mueca.

—¿Así que no quieres decir cómo te enteraste de la reunión?

—Sí. Ya te lo he contado. Me avisó una fuente. Y la fuente está protegida. ¿Qué te parece si nos centramos en el resultado del aviso?

—No me gusta dejar cabos sueltos —dijo Edklinth—. Pero vale, ¿qué es lo que sabemos?

—Se llama Jonas Sandberg —contestó Mónica Figuerola—. Se formó como buceador militar y luego pasó por la Academia de policía a principios de los años noventa. Primero trabajó en Uppsala y después en Södertälje.

—Tú estuviste en Uppsala.

—Sí, pero no coincidimos. Yo acababa de empezar cuando él se fue a Södertälje.

—Vale.

—En 1998 la DGP/Seg lo reclutó para el servicio de contraespionaje. En el año 2000 fue recolocado en un cargo secreto en el extranjero. Según nuestros papeles, está oficialmente en la embajada de Madrid. He hablado con ellos: no tienen ni idea de quién es Jonas Sandberg.

—Igual que Mårtensson. Según los datos oficiales, lo han trasladado a algún sitio en el que no se encuentra…

—Tan sólo el jefe administrativo tiene la posibilidad de hacer algo así sistemáticamente y conseguir que funcione.

—Y en circunstancias normales, todo se explicaría con la excusa de que se han confundido los papeles; nosotros lo hemos descubierto porque lo estamos estudiando. Y si alguien insiste, no hay más que pronunciar la palabra «Confidencial» o decir que tiene que ver con el terrorismo.

—Todavía queda por investigar el tema del presupuesto.

—¿El jefe de presupuesto?

—Quizá.

—De acuerdo. ¿Qué más?

—Jonas Sandberg vive en Sollentuna. No está casado, pero tiene un hijo con una profesora de Södertälje. Vida intachable. Licencia para dos armas de fuego. Formal y abstemio. Lo único un poco raro es que parece ser creyente y que en los años noventa fue miembro de la secta La Palabra de la vida.

—¿De dónde has sacado todo eso?

—He hablado con mi antiguo jefe de Uppsala. Se acuerda muy bien de Sandberg.

—Vale. Un buceador militar creyente con dos armas y un hijo en Södertälje. ¿Algo más?

—Hombre, para haberlo identificado hace tan sólo tres horas no está nada mal…

—Sí, perdona. ¿Qué sabemos de la casa de Artillerigatan?

—No mucho todavía. Stefan ha conseguido dar con alguien de la oficina de urbanismo. Tenemos los planos del edificio. Pisos en propiedad de finales del siglo XIX. Seis plantas con un total de veintidós pisos, más ocho pisos en un pequeño edificio en el patio. Me he metido en los archivos para investigar a los inquilinos, pero no he encontrado nada llamativo. Dos de los que viven en el inmueble tienen antecedentes.

—¿Quiénes son?

—Un tal Lindström en la primera planta. Sesenta y tres años. Condenado por estafas de seguros en los años setenta. Un tal Wittfelt en la tercera. Cuarenta y siete años. Condenado en dos ocasiones por maltrato de su ex mujer.

—Mmm.

—Los que viven allí son de clase media bien. Sólo hay un piso que plantea interrogantes.

—¿Cuál?

—El de la planta superior. Once habitaciones; algo así como un piso señorial. Pertenece a una empresa que se llama Bellona AB.

—¿Y a qué se dedica?

—Sabe Dios. Realizan análisis de mercado y facturan anualmente más de treinta millones de coronas. Todos los propietarios de Bellona residen en el extranjero.

—Ajá.

—¿Ajá qué?

—Sólo eso, ajá. Tú sigue investigando a Bellona.

En ese mismo instante entró el funcionario al que Mikael sólo conocía bajo el nombre de Stefan.

—Hola, jefe —dijo, saludando a Torsten Edklinth—. Esto tiene gracia. He estado indagando el pasado del piso de Bellona.

—¿Y? —preguntó Mónica Figuerola.

—La empresa Bellona se fundó en los años setenta y compró el piso de la testamentaría de la anterior dueña, una mujer llamada Kristin Cederholm, nacida en 1917.

—¿Y?

—Estaba casada con Hans Wilhelm Francke, el vaquero que se peleó con P. G. Vinge cuando se fundó la DGP/Seg.

—Bien —dijo Torsten Edklinth—. Muy bien. Mónica, quiero que se vigile el inmueble día y noche. Que se averigüe qué teléfonos tienen. Quiero saber quién entra y quién sale por esa puerta, qué coches visitan el edificio. Lo de siempre.

Edklinth miró de reojo a Mikael Blomkvist. Parecía estar a punto de decir algo, pero se contuvo. Mikael arqueó las cejas.

—¿Estás contento con todo este caudal informativo? —preguntó Edklinth al final.

—No puedo quejarme. ¿Tú estás contento con la aportación de Millennium?

Edklinth asintió lentamente con la cabeza.

—¿Eres consciente de que se me puede caer el pelo por culpa de esto? —preguntó.

—No será por mi culpa. La información que me dais la trataré como si proviniera de una fuente protegida. Voy a reproducir los hechos, pero no voy a revelar cómo los he averiguado. Antes de llevarlo todo a imprenta te haré una entrevista formal. Si no quieres contestar, no tienes más que decir «Sin comentarios». O bien dices todo lo que piensas de la Sección para el Análisis Especial. Tú decides.

Edklinth se mostró conforme con un movimiento de cabeza.

Mikael estaba contento. En apenas unas horas, la Sección parecía haber cobrado forma. Se trataba de un avance decisivo.

Sonja Modig había podido constatar, llena de frustración, que la reunión del despacho del fiscal Ekström se prolongaba. Sobre la mesa había encontrado una botella de agua mineral Loka olvidada por alguien. Había llamado a su marido dos veces para decirle que se retrasaría y que prometía recompensarlo con una agradable velada en cuanto llegara a casa. Empezaba a inquietarse y se sentía como una intrusa.

La reunión no acabó hasta las siete y media. La pillaron completamente desprevenida cuando se abrió la puerta y salió Hans Faste, seguido del doctor Peter Teleborian. A continuación, un hombre mayor de pelo canoso al que Sonja Modig nunca había visto. En último lugar salió el fiscal Richard Ekström poniéndose una americana a la vez que apagaba la luz y cerraba la puerta con llave.

Sonja Modig sostuvo su móvil frente a la rendija de la cortina e hizo dos fotos de baja resolución de la gente que se encontraba frente a la puerta de Ekström. Tardaron unos segundos en ponerse en marcha y recorrer el pasillo.

Contuvo el aliento cuando pasaron por la sala de reuniones donde ella se escondía agachada. Cuando por fin oyó cerrarse la puerta de la escalera se percató de que estaba envuelta en un sudor frío. Se levantó con las rodillas temblando.

Bublanski llamó a Mónica Figuerola poco después de las ocho de la tarde.

—¿Querías saber si Ekström celebraba alguna reunión?

—Sí —respondió Mónica Figuerola.

—Acaba de terminar. Se ha reunido con el doctor Peter Teleborian y mi ex colaborador, el inspector Hans Faste, así como con una persona mayor a la que no conocemos.

—Un momento —le dijo Mónica Figuerola para, a continuación, tapar el auricular con la mano y volverse hacia los demás—. Nuestra sospecha ha dado sus frutos. Teleborian ha ido directamente a ver al fiscal Ekström.

—¿Sigues ahí?

—Perdón. ¿Hay alguna descripción de ese desconocido tercer hombre?

—Mejor. Te envío una foto.

—¿Una foto? ¡Anda, qué bien! Te debo un gran favor.

—Sería mucho mejor que me dijeras qué estáis tramando.

—Ya te llamaré.

Permanecieron callados en torno a la mesa de reuniones durante un par de minutos.

—De acuerdo —acabó diciendo Edklinth—. Teleborian se reúne con la Sección y luego va directamente a ver al fiscal Ekström. Daría lo que fuera por saber de qué habrán hablado.

—También podrías preguntármelo a mí —propuso Mikael Blomkvist.

Edklinth y Figuerola se quedaron mirándolo.

—Se han reunido para darle el último retoque a la estrategia con la que pretenden noquear a Lisbeth Salander en el juicio que se celebrará contra ella dentro de un mes.

Mónica Figuerola lo contempló. Luego hizo un lento gesto de asentimiento.

—Es una suposición —dijo Edklinth—. A menos que tengas poderes paranormales.

—No es ninguna suposición —replicó Mikael—. Se han visto para ultimar los detalles del informe psiquiátrico forense sobre Salander. Teleborian acaba de terminarlo.

—No digas chorradas. Salander ni siquiera ha sido examinada.

Mikael Blomkvist se encogió de hombros y abrió el maletín de su ordenador.

—Ese tipo de nimiedades no suele detener a Teleborian. Aquí está la última versión del informe psiquiátrico forense. Como podéis ver, está fechada la misma semana en la que va a dar comienzo el juicio.

Edklinth y Figuerola se quedaron observando los documentos. Luego se intercambiaron las miradas y, acto seguido, miraron a Mikael Blomkvist.

—¿Y dónde has conseguido este informe? —preguntó Edklinth.

Sorry. Protección de fuentes —dijo Mikael Blomkvist.

—Blomkvist… tenemos que poder fiarnos el uno del otro. Nos estás ocultando información. ¿Guardas más sorpresas de este tipo?

—Sí, claro; tengo mis secretos. Al igual que estoy convencido de que tú no me vas a dar carte Manche para que mire todo lo que tenéis aquí en la Säpo. ¿A que no?

—No es lo mismo.

—Sí. Es exactamente lo mismo. Se trata de una colaboración. Como tú bien dices, tenemos que poder fiarnos el uno del otro. Yo no oculto nada que pueda contribuir a tu misión de investigar a la Sección e identificar los diferentes delitos que se han cometido. Ya te he entregado todo el material que demuestra que, en 1991, Teleborian cometió un delito en colaboración con Björck, y te he contado que van a contratarlo para hacer lo mismo esta vez. Y aquí tienes el documento que lo demuestra.

—Pero guardas secretos.

—Por supuesto. Tú eliges: o lo aceptas o se interrumpe esta colaboración.

Mónica Figuerola levantó un diplomático dedo.

—Perdona, pero ¿esto significa que el fiscal Ekström trabaja para la Sección?

Mikael frunció el ceño.

—No lo sé. Más bien me da la sensación de que se trata de un idiota útil del que la Sección se aprovecha. Es un trepa, pero yo lo veo honrado, aunque un poco tonto. En cambio, una fuente me ha comentado que se tragó prácticamente todo lo que Teleborian contó sobre Lisbeth Salander en una presentación que éste hizo cuando todavía la estaban buscando.

—Vamos, que no hace falta gran cosa para manipularlo. ¿No es eso?

—Exacto. Y Hans Faste es un idiota que piensa que Lisbeth Salander es una lesbiana satánica.

Erika Berger estaba sola en su chalet de Saltsjöbaden. Se sentía paralizada e incapaz de concentrarse en ningún tipo de actividad útil. Se pasaba las horas esperando a que alguien la llamara para contarle que ya habían colgado sus fotos en alguna página web de Internet.

Se sorprendió pensando una y otra vez en Lisbeth Salander, y se dio cuenta de que había depositado en ella vanas esperanzas. Salander se hallaba encerrada en Sahlgrenska. Tenía prohibidas las visitas y ni siquiera podía leer los periódicos. Pero era una chica asombrosamente rica en recursos; a pesar de su aislamiento había podido contactar con Erika a través del ICQ y luego también por teléfono. Y dos años antes, ella solita consiguió acabar con el imperio de Wennerström y salvar a Millennium.

A las ocho de la tarde, Susanne Linder llamó a la puerta. Erika se sobresaltó como si alguien hubiese disparado una pistola dentro de la habitación.

—Hola, Berger. Mírala, ahí sentada en la penumbra con esa cara tan triste…

Erika asintió y encendió la luz.

—Hola. Voy a preparar un poco de café…

—No. Ya lo hago yo. ¿Hay alguna novedad?

Bueno, Lisbeth Salander se ha puesto en contacto conmigo y ha tomado el control de mi ordenador. Y también me ha llamado para informarme de que Teleborian y alguien llamado Jonas se iban a reunir en la estación central esta misma tarde.

—No. Nada nuevo —dijo—. Pero hay algo que me gustaría consultarte.

—Tú dirás…

—¿Crees que existe alguna posibilidad de que no sea un stalker sino alguien de mi círculo de conocidos que quiere fastidiarme?

—¿Cuál es la diferencia?

—Para mí un stalker es un individuo desconocido que se ha obsesionado conmigo. La otra variante sería que fuera alguien que quiere vengarse de mí o arruinarme la vida por razones personales.

—Una idea interesante. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—Es que… hoy he hablado con una persona sobre mi situación. No puedo dar su nombre, pero era de la opinión de que las amenazas de un verdadero stalker serían diferentes. Sobre todo porque un tipo así nunca le habría escrito esos correos a Eva Carlsson, la de Cultura. Lo cierto es que no tiene ningún sentido.

Susanne Linder asintió lentamente con la cabeza.

—No le falta razón. ¿Sabes?, la verdad es que nunca he leído esos correos. ¿Me los dejas ver?

Erika sacó su laptop y lo puso sobre la mesa de la cocina.

Mónica Figuerola escoltó a Mikael Blomkvist en su salida de la jefatura de policía a eso de las diez de la noche. Se detuvieron en el mismo sitio del día anterior, en el parque de Kronoberg.

—Bueno, otra vez aquí. ¿Piensas salir corriendo para irte a trabajar o te apetece venir a mi casa y meterte en la cama conmigo?

—Bueno…

—Mikael, no te sientas presionado por mí. Si necesitas trabajar, adelante.

—Oye, Figuerola, eres muy pero que muy adictiva.

—Y a ti no te gustan las adicciones. ¿Es eso lo que quieres decir?

—No. No es eso. Pero esta noche hay una persona con la que tengo que hablar y me va a llevar un rato. Y seguro que antes de que termine tú ya te habrás dormido.

Ella asintió.

—Ya nos veremos.

Él le dio un beso en la mejilla y subió hacia Fridhemsplan para coger el autobús.

—¡Blomkvist! —gritó ella.

—¿Qué?

—Mañana también libro. Pásate a desayunar si tienes tiempo.