Capítulo 2.

Viernes, 8 de abril

Sonja Modig y Jerker Holmberg llegaron a la estación central de Gotemburgo poco después de las ocho de la mañana. Bublanski los había llamado para darles nuevas instrucciones: que pasaran de ir a Gosseberga y que, en su lugar, cogieran un taxi y se dirigieran a la jefatura de policía de Ernst Fontells Plats, junto al estadio de Nya Ullevi, sede central de la policía criminal de la región de Västra Götaland. Esperaron durante casi una hora a que el inspector Erlander llegara de Gosseberga acompañado de Mikael Blomkvist. Mikael saludó a Sonja Modig, a la que ya conocía, y le dio la mano a Jerker Holmberg. Luego, un colega de Erlander se unió al grupo con las últimas noticias sobre la persecución de Ronald Niedermann. El informe resultó extremadamente breve:

—Tenemos un grupo de búsqueda al mando de la policía criminal de la región. Por supuesto, hemos emitido una orden de busca y captura a nivel nacional. A las seis de la mañana encontramos el coche patrulla en Alingsås. Ahí terminan las pistas de momento. Sospechamos que ha cambiado de vehículo, pero no se ha recibido ninguna denuncia por robo de coche.

—¿Y los medios de comunicación? —preguntó Modig para, acto seguido, pedirle perdón con la mirada a Mikael Blomkvist.

—Se trata del asesinato de un policía, así que la movilización es total. Daremos una rueda de prensa a las diez.

—¿Alguien sabe algo sobre el estado de Lisbeth Salander? —preguntó Mikael.

Sentía un extraño desinterés por todo lo que tuviera que ver con la persecución de Niedermann.

—La han estado operando durante la noche. Le han sacado una bala de la cabeza. Aún no se ha despertado.

—¿Y su pronóstico?

—Según tengo entendido, no podremos saber nada hasta que no se despierte. Pero el médico que la ha operado dice que alberga esperanzas y que, si no surgen complicaciones, sobrevivirá.

—¿Y Zalachenko? —preguntó Mikael.

—¿Quién? —inquirió el colega de Erlander, que aún no estaba al tanto de todos los intrincados detalles de la historia.

—Karl Axel Bodin.

—Ah, vale. A él también lo han operado durante la noche. Presentaba un horrible corte en la cara y otro justo por debajo de la rodilla. Está bastante maltrecho, pero no hay lesiones que hagan temer por su vida.

Mikael asintió.

—Pareces cansado —dijo Sonja Modig.

—Lo estoy. Apenas he dormido en los últimos tres días.

—Lo cierto es que se durmió en el coche bajando desde Nossebro —apostilló Erlander.

—¿Tienes fuerzas para contarnos toda la historia desde el principio? —preguntó Holmberg—. Me da la impresión de que los detectives aficionados van ganando tres a cero a la policía.

Mikael mostró una pálida sonrisa.

—Me encantaría oír esas palabras de boca de Bublanski —dijo.

Se sentaron en la cafetería de la jefatura para desayunar. Mikael dedicó media hora a explicar, paso a paso, cómo había ido ensamblando las piezas del puzzle de Zalachenko. Cuando terminó, los policías se quedaron en silencio, pensativos.

—Hay algunas lagunas en tu historia —sentenció finalmente Jerker Holmberg.

—Sin duda —respondió Mikael.

—No explicas cómo te hiciste con aquel informe clasificado de la Säpo sobre Zalachenko.

Mikael asintió.

—Lo encontré ayer en casa de Lisbeth Salander, cuando por fin averigüé dónde se había estado ocultando. Supongo que ella lo hallaría a su vez en la casa de campo de Nils Bjurman.

—O sea, que diste con el escondite de Salander —dijo Sonja Modig.

Mikael movió afirmativamente la cabeza.

—Eso lo tenéis que averiguar vosotros. Lisbeth ha dedicado mucho esfuerzo a encontrar una dirección secreta y no voy a ser yo quien se vaya de la lengua.

Las caras de Modig y Holmberg se ensombrecieron ligeramente.

—Mikael… estamos investigando un asesinato —le recordó Sonja Modig.

—Y tú sigues sin entender que, en realidad, Lisbeth Salander es inocente y que la policía ha violado su integridad como no se había hecho nunca con nadie. Banda satánica de lesbianas… ¿Cómo se os ocurren esas cosas? Si ella quiere contaros dónde se encuentra su domicilio, estoy convencido de que lo hará.

—Pero hay algo que no entiendo muy bien —insistió Holmberg—. ¿Cómo entra Bjurman en esta historia? Dices que fue él quien lo puso en marcha todo contactando con Zalachenko y pidiéndole que matara a Salander… pero ¿por qué iba a hacer una cosa así?

Mikael dudó un largo rato.

—Mi teoría es que contrató a Zalachenko para quitar de en medio a Lisbeth Salander. La intención era que ella acabara en ese almacén de Nykvarn.

—Él era su administrador. ¿Qué motivos tendría para quitarla de en medio?

—Es complicado.

—Intenta explicarlo.

—Tenía un motivo de la hostia. Había hecho algo de lo que Lisbeth estaba al corriente. Ella representaba una amenaza contra su futuro y su bienestar.

—¿Qué hizo?

—Eso creo que es mejor que lo cuente la propia Lisbeth.

Su mirada se cruzó con la de Holmberg.

—Déjame adivinarlo —dijo Sonja Modig—. Bjurman hizo algo contra su protegida.

Mikael asintió.

—Me atrevería a pensar que él la sometió a algún tipo de agresión sexual.

Mikael se encogió de hombros y renunció a realizar comentario alguno.

—¿No has visto el tatuaje del estómago de Bjurman?

—¿Tatuaje?

—Un tatuaje de aficionado con una frase que le cruza todo el estómago…: Soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador. Nos hemos devanado los sesos intentando saber de qué va todo esto.

De repente Mikael se rió a carcajadas.

—¿Qué?

—Llevaba mucho tiempo preguntándome qué es lo que habría hecho Lisbeth para vengarse. Pero, bueno… no quiero tratar ese tema con vosotros; por las mismas razones que antes. Se trata de su integridad personal. Es Lisbeth la que ha sido objeto de un delito. Ella es la víctima. Es ella quien debe decidir qué quiere contaros y qué no. Sorry.

Puso un gesto casi de disculpa.

—Las violaciones deben denunciarse a la policía —dijo Sonja Modig.

—De acuerdo. Pero esta violación se cometió hace dos años y Lisbeth sigue sin hablar de ello con la policía, lo cual da a entender que no tiene intención de hacerlo. Por mucho que esté en desacuerdo con ella en lo que a sus principios se refiere, es Lisbeth quien debe decidirlo. Además…

—¿Sí?

—No tiene demasiados motivos para confiar en la policía. La última vez que intentó explicar la clase de cerdo que era Zalachenko acabó encerrada en el psiquiátrico.

El fiscal instructor del sumario, Richard Ekström, sintió mariposas en el estómago cuando, poco antes de las nueve de la mañana del viernes, le pidió al jefe del equipo de investigación, Jan Bublanski, que se sentara al otro lado de su escritorio. Ekström se ajustó las gafas y se mesó la barba, cuidadosamente recortada. Vivía esa nueva situación como caótica y amenazadora. Durante un mes había sido el instructor del sumario, el hombre que iba a la caza de Lisbeth Salander. La describió, sin cortarse un pelo, como una loca y peligrosa psicópata. Y filtró información que, personalmente, le favorecería en un futuro juicio. Todo tenía una pinta estupenda.

En su fuero interno, no le cabía la menor duda de que Lisbeth Salander era en realidad culpable de un triple asesinato y de que el juicio sería pan comido, una simple representación de autopropaganda con él mismo en el papel protagonista. Luego todo se torció y, de buenas a primeras, se encontró con otro asesino completamente distinto y un caos que no parecía tener fin. Maldita Salander.

—Bueno, ¡en menudo follón nos hemos metido! —dijo—. ¿Qué has logrado averiguar esta mañana?

—Se ha lanzado una orden nacional de busca y captura de Ronald Niedermann, pero todavía anda suelto. Por ahora sólo se le busca por el asesinato del agente Gunnar Andersson, aunque supongo que también deberíamos buscarlo por los tres asesinatos cometidos aquí, en Estocolmo. Tal vez debas convocar una rueda de prensa.

Bublanski añadió lo de la rueda de prensa sólo para fastidiarle: Ekström odiaba las ruedas de prensa.

—Creo que, por el momento, la rueda de prensa puede esperar —se apresuró a decir Ekström.

Bublanski se cuidó muy mucho de que no se le escapara una sonrisa.

—Esto es más bien un asunto que concierne a la policía de Gotemburgo —aclaró Ekström.

—Bueno, en Gotemburgo tenemos in situ a Sonja Modig y Jerker Holmberg y ya hemos empezado a colaborar con ellos…

—La rueda de prensa esperará hasta que tengamos más información —zanjó Ekström con voz autoritaria—. Lo que quiero saber es hasta qué punto estás seguro de que Niedermann se encuentra realmente involucrado en los asesinatos de Estocolmo.

—Como policía estoy convencido. Sin embargo, no contamos con demasiadas pruebas. No tenemos testigos de los asesinatos y no disponemos de ninguna prueba forense verdaderamente buena. Magge Lundin y Sonny Nieminen, de Svavelsjö MC, se niegan a hacer declaraciones y pretenden hacernos creer que nunca han oído hablar de Niedermann. No obstante, lo tenemos pillado por el asesinato del agente Gunnar Andersson.

—Eso es —dijo Ekström—. Lo que interesa ahora mismo es el asesinato del policía. Pero dime… ¿hay al menos algo que indique que Salander está implicada de algún modo? ¿Se podría pensar que ella y Niedermann cometieron juntos los asesinatos?

—Lo dudo. Y yo que tú me guardaría de ir pregonando esa teoría.

—Pero entonces, ¿cuál es su papel en todo esto?

—Es una historia tremendamente complicada. Como Mikael Blomkvist te anticipaba, se trata de ese personaje llamado Zala… Alexander Zalachenko.

Al oír el nombre de Mikael Blomkvist, al fiscal Ekström le recorrió un visible escalofrío.

—Zala es un sicario ruso que desertó durante la guerra fría y que, a todas luces, carece por completo de escrúpulos —prosiguió Bublanski—. Llegó aquí en los años setenta y es el padre de Lisbeth Salander. Fue protegido por una facción de la Säpo, que silenciaba todos los delitos que cometía. Un policía de la Säpo también se encargó de que, con trece años, Lisbeth Salander fuese encerrada en una clínica psiquiátrica infantil cuando amenazaba con hacer saltar por los aires el secreto de Zalachenko.

—Comprenderás que todo esto resulte un poco difícil de digerir; no es una historia que se pueda hacer pública con facilidad. Si lo he entendido bien, toda esta información sobre Zalachenko es altamente secreta.

—Y sin embargo, es la pura verdad. Tengo documentos que lo prueban.

—¿Puedo verlos?

Bublanski le pasó la carpeta con el informe policial de 1991. Ekström contempló pensativo el sello, que indicaba que el documento constituía una información de alto secreto, así como el número de registro, que identificó enseguida como perteneciente a la Säpo. Hojeó deprisa y corriendo el legajo de casi cien páginas y leyó unas partes al azar para acabar dejándolo de lado.

—Tenemos que intentar suavizar todo esto un poco para que la situación no se nos vaya de las manos. O sea, que encerraron a Lisbeth Salander en el manicomio porque intentó matar a su padre… ese tal Zalachenko. Y ahora le ha dado un hachazo en la cabeza. Eso, en cualquier caso, debe ser considerado intento de homicidio. Y habrá que detenerla por haberle pegado un tiro a Magge Lundin en Stallarholmen.

—Puedes detener a quien te dé la gana, pero yo, en tu lugar, me andaría con cuidado.

—Como esta historia de la Säpo se filtre se va a montar un escándalo enorme.

Bublanski se encogió de hombros. Su trabajo consistía en investigar delitos, no en controlar escándalos.

—Ese tipo de la Säpo, Gunnar Björck. ¿Qué sabemos del papel que representa en todo esto?

—Es uno de los protagonistas. Está de baja por una hernia discal y en la actualidad vive en Smådalarö.

—Muy bien… De momento nos callaremos lo de la Säpo. Ahora se trata del asesinato de un agente de policía y de nada más. Nuestra misión no es la de crear confusión.

—Creo que será difícil callarlo.

—¿Qué quieres decir?

—He enviado a Curt Svensson para que me traiga a Björck porque quiero interrogarlo. —Bublanski miró su reloj—. Supongo que ya estará allí.

—¿Cómo?

—En realidad había previsto darme a mí mismo el gustazo de ir a Smådalarö, pero luego surgió lo del asesinato del policía.

—No he emitido ninguna orden para que se detenga a Björck.

—Es verdad. Pero no se trata de ninguna detención. Lo traigo aquí para tomarle declaración.

—Esto no me gusta nada.

Bublanski se inclinó hacia delante con un gesto casi confidencial.

—Richard… las cosas son de la siguiente manera: desde su más tierna infancia, Lisbeth Salander ha sido víctima de una serie de abusos contra sus derechos constitucionales. Yo no pienso dejar que esto siga. Si quieres, me puedes relegar de mi cargo de jefe de la investigación, pero en ese caso me veré obligado a redactar una memoria de tono bastante duro sobre el asunto.

Richard Ekström pareció haberse tragado un limón.

Gunnar Björck, de baja de su cargo como jefe adjunto del departamento de extranjería de la policía de seguridad de Suecia, abrió la puerta de la casa de campo de Smådalarö y al levantar la vista se topó frente a frente con un hombre fuerte, con el pelo rubio y rapado y una cazadora de cuero negro.

—Busco a Gunnar Björck.

—Soy yo.

—Curt Svensson, de la policía criminal de Estocolmo.

El hombre enseñó su placa.

—Usted dirá…

—Le rogamos que tenga la bondad de acompañarnos a Kungsholmen para colaborar con la policía en la investigación sobre Lisbeth Salander.

—Eh… debe de tratarse de un error.

—No, no hay ningún error —dijo Curt Svensson.

—No lo entiende. Yo también soy policía. Creo que debería comprobarlo con su jefe.

—Precisamente es mi jefe el que quiere hablar con usted.

—Tengo que hacer una llamada y…

—Puede llamar desde Kungsholmen.

De pronto, Gunnar Björck se resignó.

Ya está. Me van a implicar. Maldito Blomkvist de mierda. Maldita Salander.

—¿Estoy detenido? —preguntó.

—De momento, no. Pero si lo desea, lo podemos arreglar.

—No… no, le acompaño, por supuesto; faltaría más. Claro que quiero colaborar con mis colegas de la policía abierta.

—Muy bien —dijo Curt Svensson mientras acompañaba a Björck hacia el interior de la casa. Le echó un ojo cuando éste fue a buscar ropa de abrigo y apagó la cafetera eléctrica.

A las once de la mañana, Mikael Blomkvist se acordó de que el coche que había alquilado seguía aparcado detrás de un granero en la entrada de Gosseberga, pero estaba tan agotado que no tenía ni fuerzas para a ir a buscarlo; y, menos aún, para conducir una larga distancia sin resultar un peligro para la circulación. Pidió consejo al inspector Marcus Erlander, quien, generosamente, se encargó de que un técnico forense de Gotemburgo trajera el vehículo cuando volviese a casa.

—Considéralo una compensación por cómo te trataron anoche.

Mikael asintió y cogió un taxi hasta el City Hotel de Lorensbergsgatan, cerca de Avenyn. Pidió una habitación individual para una noche que le costó ochocientas coronas y subió directamente. Nada más entrar, se quitó la ropa. Se sentó desnudo sobre la colcha de la cama, sacó el Palm Tungsten T3 de Lisbeth Salander del bolsillo interior de la americana y lo sopesó con la mano. Seguía perplejo por el hecho de que no se lo hubiesen confiscado cuando el comisario Thomas Paulsson lo cacheó, pero éste dio por descontado que se trataba del ordenador de Mikael, y al final no llegaron a meterlo en el calabozo ni le quitaron sus pertenencias. Reflexionó un instante y luego lo introdujo en el compartimento del maletín de su ordenador, donde guardaba el disco de Lisbeth en el que ponía «Bjurman» y que Paulsson también había pasado por alto. Era consciente de que, desde un punto de vista estrictamente legal, estaba ocultando pruebas, pero se trataba de cosas que, sin duda, Lisbeth Salander no desearía que fueran a parar a manos inadecuadas.

Encendió su móvil, vio que la batería estaba en las últimas y enchufó el cargador. Llamó a su hermana, la abogada Annika Giannini.

—Hola, hermanita.

—¿Qué tienes tú que ver con el asesinato del policía de anoche? —le preguntó ésta de inmediato.

Mikael explicó brevemente lo sucedido.

—De acuerdo. De modo que Salander está en la UVI…

—Así es. Hasta que no se despierte no podremos saber la gravedad de sus lesiones, pero va a necesitar un abogado.

Annika Giannini reflexionó un instante.

—¿Crees que me aceptará?

—Lo más probable es que no quiera que nadie la represente. No es de esas personas que van pidiendo favores por ahí.

—Me da la impresión de que necesitará un abogado penal. Déjame echarle un vistazo a la documentación que tienes.

—Habla con Erika Berger y dile que te mande una copia.

En cuanto Mikael terminó la conversación con Annika Giannini llamó a Erika Berger. Como no le contestaba en el móvil, marcó el número de la redacción de Millennium. Se puso Henry Cortez.

—Erika ha salido un momento —dijo Henry.

Mikael le explicó rápidamente lo que había pasado y le pidió a Henry Cortez que se lo comunicara a la redactora jefa de Millennium.

—De acuerdo. ¿Y qué podemos hacer? —preguntó Henry.

—Por hoy nada —respondió Mikael—. Necesito dormir. Si no surge ningún imprevisto, volveré a Estocolmo mañana. Millennium dará su versión en el próximo número, y para eso falta casi un mes.

Colgó, se metió bajo las sábanas y apenas tardó treinta segundos en dormirse.

La jefa adjunta de la policía regional, Mónica Spångberg, golpeó con un bolígrafo el borde de su vaso de Ramlösa y pidió silencio. Alrededor de la mesa de su despacho de jefatura había diez personas congregadas: tres mujeres y siete hombres. El grupo estaba compuesto por el jefe de la brigada de delitos violentos, su jefe adjunto, tres inspectores, incluido Marcus Erlander, y el responsable de prensa de la policía de Gotemburgo. A la reunión también se convocó a la instructora del sumario, Agneta Jervas, del Ministerio Fiscal, así como a los inspectores Sonja Modig y Jerker Holmberg, de la policía de Estocolmo. Estos dos últimos habían sido invitados como muestra de su buena voluntad de cooperación con la policía de la capital y, posiblemente, también para enseñarles cómo se realiza una investigación policial de verdad.

Spångberg, que ya estaba acostumbrada a ser la única mujer en un entorno masculino, no tenía precisamente fama de perder el tiempo en formalidades y frases de cortesía. Explicó que el jefe de la policía regional se encontraba en Madrid en una conferencia de la Europol, que había interrumpido su viaje cuando se le avisó del asesinato del policía y que no lo esperaban hasta la noche. Luego se dirigió directamente al jefe de la brigada de delitos violentos, Anders Pehrzon, y le pidió que resumiera la situación.

—Hace ya más de diez horas que nuestro colega Gunnar Andersson fue asesinado en la carretera de Nossebro. Conocemos el nombre del asesino, Ronald Niedermann, pero aún no disponemos de ninguna fotografía de dicha persona.

—En Estocolmo tenemos una foto suya de hace más de veinte años. Nos la dio Paolo Roberto, pero no sirve de mucho —dijo Jerker Holmberg.

—Vale. Como ya sabéis, el coche patrulla que robó ha sido encontrado esta mañana en Alingsås. Se hallaba aparcado en una bocacalle, a unos trescientos cincuenta metros de la estación de trenes. No nos consta que nadie haya denunciado el robo de un coche en la zona.

—¿Cómo está la situación?

—Tenemos vigilados los trenes que llegan a Estocolmo y Malmö. Hemos emitido una orden nacional de busca y captura e informado a la policía de Noruega y Dinamarca. Ahora mismo habrá unos treinta policías trabajando en la investigación y, naturalmente, todo el cuerpo mantiene los ojos bien abiertos.

—¿Pistas?

—De momento ninguna. Pero una persona con un aspecto tan llamativo como el de Niedermann no debe de ser imposible de localizar.

—¿Alguien conoce el estado de Fredrik Torstensson? —preguntó uno de los inspectores de delitos violentos.

—Está en Sahlgrenska. Se encuentra herido de gravedad, más o menos como si hubiese sufrido un accidente de tráfico. Resulta difícil creer que una persona sea capaz de causar esas lesiones tan sólo con sus manos. Aparte de alguna que otra fractura en las piernas y unas cuantas costillas rotas, tiene una vértebra del cuello dañada y corre el riesgo de quedarse parcialmente paralizado.

Todos se quedaron reflexionando un instante sobre el estado de su colega hasta que Spångberg volvió a tomar la palabra. Se dirigió a Erlander:

—¿Qué es lo que en realidad ocurrió en Gosseberga?

—Lo que ocurrió en Gosseberga se llama Thomas Paulsson.

Varios de los que participaban en la reunión emitieron un quejido al unísono.

—¿No hay nadie que pueda jubilar a ese tío? Es una puta catástrofe andante.

—Conozco muy bien a Paulsson —dijo Mónica Spångberg con un tono de voz grave—. Pero no he oído ninguna queja sobre él durante el último… bueno, durante los últimos dos años.

—El jefe de policía de allí arriba es un viejo amigo de Paulsson y lo habrá estado protegiendo. Con las mejores intenciones, dicho sea de paso; esto no es ninguna crítica contra él. Pero anoche Paulsson se comportó de una forma muy rara y varios compañeros me informaron de ello.

—¿Qué es lo que hizo?

Marcus Erlander miró de reojo a Sonja Modig y a Jerker Holmberg. Se sentía manifiestamente avergonzado de tener que sacar a relucir ante sus colegas de Estocolmo las carencias de la organización.

—Creo que lo más raro que hizo fue poner a un técnico forense a hacer un inventario de todo lo que había en el leñero donde encontramos a ese Zalachenko.

—¿Un inventario del leñero? —preguntó Spångberg.

—Sí… bueno… que quería saber el número exacto de leños que había. Para que el informe fuese correcto.

Un elocuente silencio se apoderó del despacho antes de que Erlander se apresurara a seguir.

—Y esta mañana ha salido a la luz que Paulsson está tomando al menos dos psicofármacos que se llaman Xanor y Efexor. Se supone que debería estar de baja, pero ha ocultado su estado a sus colegas.

—¿Qué estado? —preguntó Spångberg con un tono incisivo.

—No lo sé con certeza; el médico se acoge al secreto profesional, ya sabéis, pero los psicofármacos son, por una parte, un potente ansiolítico y, por otra, un estimulante. Anoche, simple y llanamente, estaba como una moto.

—¡Dios mío! —exclamó con énfasis Spångberg. La expresión de su rostro fue como la tormenta que acababa de pasar por Gotemburgo esa misma madrugada—. Quiero hablar con Paulsson. Ahora mismo.

—Creo que va a ser un poco difícil. Esta mañana se ha caído en redondo y se lo han llevado al hospital por agotamiento. Hemos tenido la terrible mala suerte de que se diera la casualidad de que él tenía guardia.

—Una pregunta —dijo el jefe de la brigada de delitos violentos—: ¿Es verdad que anoche Paulsson detuvo a Mikael Blomkvist?

—Ha entregado un informe y lo ha denunciado por insultos, tenencia ilícita de armas y oponer resistencia a un funcionario público.

—¿Y Blomkvist qué dice?

—Reconoce los insultos, pero afirma que lo hizo en legítima defensa. Vamos, que quiso impedir a toda costa que Torstensson y Andersson fueran a detener a Niedermann sin más refuerzos.

—¿Testigos?

—Pues… los agentes Torstensson y Andersson. Pero, si te soy sincero, no me creo ni un pelo lo que alega Paulsson en su denuncia; me extraña que Blomkvist se resistiera violentamente a la detención. No es más que una estrategia para defenderse de futuras denuncias por parte de Blomkvist.

—¿Quieres decir que Blomkvist, sin ayuda de nadie, pudo con Niedermann? —preguntó la fiscal Agneta Jervas.

—Amenazándolo con un arma.

—De modo que Blomkvist tenía un arma… Entonces la detención, a pesar de todo, estaba justificada. ¿Y de dónde la sacó?

—No quiere hacer declaraciones al respecto sin hablar antes con un abogado. Pero Paulsson detuvo a Blomkvist cuando intentó entregar el arma a la policía.

—¿Puedo presentar una propuesta informal? —terció Sonja Modig prudentemente.

Todos la miraron.

—En el transcurso de la investigación he visto a Mikael Blomkvist en varias ocasiones y mi evaluación es que, para ser periodista, se trata de una persona bastante sensata. Supongo que eres tú la que debe tomar la decisión de procesarlo o no… —comentó, mirando a Agneta Jervas, quien asintió con la cabeza—. En ese caso: lo de los insultos y la resistencia no son más que tonterías, así que supongo que eso lo desestimarás automáticamente.

—Es muy probable. Pero lo de la tenencia ilícita de armas es algo más serio.

—Yo propondría que esperaras un poco antes de apretar el gatillo. Blomkvist ha ensamblado solito todas las piezas de este puzzle y nos saca mucha ventaja. Nos resulta de mucha más utilidad llevarnos bien y colaborar con él que incitarlo a que ejecute a todo el cuerpo de policía en los medios de comunicación.

Se calló. Unos segundos después, Marcus Erlander carraspeó. Si Sonja Modig podía dar la cara, él no quería ser menos.

—La verdad es que estoy de acuerdo. Yo también veo a Blomkvist como una persona que tiene la cabeza en su sitio. Y le he pedido perdón por cómo lo trataron anoche. Parece dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva.

—Además, es un hombre con principios: ha dado con la vivienda de Lisbeth Salander, pero se niega a decir dónde está. No le da miedo entrar en un debate abierto con la policía… y se encuentra en una posición en la que lo que él diga tendrá el mismo peso en los medios de comunicación que cualquier denuncia de Paulsson.

—Pero ¿se niega a dar información sobre Salander a la policía?

—Dice que le preguntemos directamente a Lisbeth.

—¿Qué arma es? —inquirió Jervas.

—Una Colt 1911 Government. El número de serie es desconocido. Se la he enviado a los forenses y aún no sabemos si se ha cometido algún crimen con ella en Suecia. En ese caso, evidentemente, el asunto adquiriría un cariz distinto.

Mónica Spångberg levantó el bolígrafo.

—Agneta, tú decides si quieres instruir un sumario contra Blomkvist. Te sugiero que esperes al informe forense. Sigamos. Ese tipo, Zalachenko… Vosotros, que venís de Estocolmo: ¿qué nos podéis contar sobre él?

—La verdad es que hasta ayer por la tarde nunca habíamos oído hablar ni de Zalachenko ni de Niedermann —contestó Sonja Modig.

—Yo pensaba que en Estocolmo estabais persiguiendo a una banda satánica de lesbianas —dijo uno de los policías de Gotemburgo.

Algunos de los otros sonrieron. Jerker Holmberg se examinó las uñas. Fue Sonja Modig la que tuvo que hacerse cargo de la pregunta.

—Que esto no salga de aquí, pero supongo que puedo revelar que también nosotros tenemos a nuestro propio «Thomas Paulsson» en la brigada; lo de la banda satánica de lesbianas es más bien una pista paralela que salió de él.

Acto seguido, Sonja Modig y Jerker Holmberg dedicaron más de media hora a dar cuenta de todo lo que había ido surgiendo en la investigación.

Cuando terminaron, un prolongado silencio invadió la mesa.

—Si lo de Gunnar Björck es cierto, menuda le espera a la Säpo —acabó sentenciando el jefe adjunto de la brigada de delitos violentos.

Todos asintieron. Agneta Jervas levantó la mano.

—Si lo he entendido bien, vuestras sospechas se basan, en gran medida, en suposiciones e indicios. Como fiscal, me preocupa un poco la ausencia de pruebas concretas.

—Somos conscientes de eso —respondió Jerker Holmberg—. En líneas generales creemos saber qué ocurrió, pero nos quedan bastantes dudas por aclarar.

—Tengo entendido que andáis ocupados excavando en las afueras de Södertälje —dijo Spångberg—. En realidad, ¿de cuántos asesinatos estamos hablando en toda esta historia?

Jerker Holmberg parpadeó dando muestras de cansancio.

—Empezamos con tres asesinatos en Estocolmo; son los crímenes por los que buscábamos a Lisbeth Salander: el abogado Bjurman, el periodista Dag Svensson y la doctoranda Mia Bergman. Por lo que respecta a las inmediaciones del almacén de Nykvarn, ya hemos encontrado tres tumbas. Hemos identificado a un conocido camello y ladrón que apareció descuartizado en una de ellas. En otra hemos hallado a una mujer que aún no ha sido identificada. Y todavía no nos ha dado tiempo a excavar la tercera. Al parecer, es la más antigua. Además, Mikael Blomkvist ha vinculado todo esto con el crimen de una prostituta cometido en Södertälje hace ya algunos meses.

—Así que con el del agente Gunnar Andersson en Gosseberga ya van, por lo menos, ocho asesinatos… Es una cifra aterradora. ¿Hemos de creer que ese Niedermann es el autor de todos ellos? Quiero decir: ¿estaríamos hablando de un auténtico loco y asesino en masa?

Sonja Modig y Jerker Holmberg se intercambiaron las miradas. Ahora la cuestión era saber hasta dónde estaban dispuestos a llegar en sus afirmaciones. Al final, Sonja Modig tomó la palabra:

—Aunque carecemos de pruebas reales y concretas, la verdad es que mi jefe (o sea, el inspector Jan Bublanski) y yo nos inclinamos a creer que Blomkvist tiene razón al afirmar que los tres primeros asesinatos fueron perpetrados por Niedermann. Eso significaría que Salander es inocente. En cuanto a las tumbas de Nykvarn, Niedermann está relacionado con el lugar a consecuencia del secuestro de la amiga de Salander, Miriam Wu. No cabe duda de que ella estaba en la lista y de que había una cuarta tumba esperándola. Pero el almacén en cuestión es propiedad de un familiar del líder de Svavelsjö MC, y mientras ni siquiera hayamos podido identificar los restos las conclusiones tendrán que esperar.

—Ese ladrón al que habéis identificado…

—Kenneth Gustafsson, cuarenta y cuatro años, un conocido camello y una persona ya conflictiva desde su adolescencia. A bote pronto, yo diría que se trata de algún tipo de ajuste de cuentas interno. Svavelsjö MC está relacionado con toda clase de actividades delictivas, entre otras, la distribución de metanfetamina. Vamos, que bien podría ser un cementerio en medio del bosque para todo aquel que haya acabado mal con Svavelsjö MC. Pero…

—¿Qué?

—La prostituta que fue asesinada en Södertälje… se llamaba Irina Petrova y tenía veintidós años.

—Ya.

—La autopsia reveló que la sometieron a un maltrato sumamente brutal, y los daños que presentaba eran similares a los que tendría alguien que hubiera sido golpeado con un bate de béisbol o algo parecido. Pero las lesiones resultaban ambiguas y el forense no pudo determinar qué tipo de herramienta es el que se podría haber usado. La verdad es que Blomkvist hizo una observación bastante aguda: los daños sufridos por Irina Petrova se podrían haber infligido perfectamente con las manos…

—¿Niedermann?

—Es una suposición razonable. Pero seguimos sin tener pruebas.

—¿Y por dónde vamos a continuar? —preguntó Spångberg.

—Debo hablar con Bublanski, pero el siguiente paso lógico sería interrogar a Zalachenko. Por lo que a nosotros respecta, nos interesa averiguar qué sabe él sobre los asesinatos de Estocolmo, aunque imagino que, en vuestro caso, se trata de coger a Niedermann.

Uno de los inspectores de delitos violentos de Gotemburgo levantó un dedo.

—¿Puedo preguntar… qué es lo que se ha encontrado en esa granja de Gosseberga?

—Muy poca cosa. Hemos dado con cuatro armas de fuego: una Sig Sauer que estaba desmontada y a medio engrasar en la mesa de la cocina; una P-83 Wanad polaca en el suelo, junto al banco de la cocina; una Colt 1911 Government, la pistola que Blomkvist le intentó entregar a Paulsson, y, por último, una Browning del calibre 22, un arma que, dentro de ese conjunto, habrá que considerar más bien como una pistola de juguete. Sospechamos que se trata del arma con la que dispararon a Lisbeth Salander, ya que ella sigue viva con una bala en el cerebro.

—¿Algo más?

—Hemos confiscado una bolsa con unas doscientas mil coronas. Estaba en la planta superior, en una habitación utilizada por Niedermann.

—¿Y estáis seguros de que se trata de su cuarto?

—Bueno, la ropa que había era de la talla XXL. La de Zalachenko será la M, como mucho.

—¿Hay algo que vincule a Zalachenko con alguna actividad delictiva? —preguntó Jerker Holmberg.

Erlander negó con la cabeza.

—Eso depende, claro está, de cómo interpretemos la ley de armas de fuego. Pero aparte de las armas y del hecho de que Zalachenko tuviera instalado un sofisticadísimo sistema de vigilancia con cámaras por toda la zona, no hemos encontrado nada que diferenciase a la granja de Gosseberga de la casa de cualquier campesino de los alrededores. Es una casa decorada de modo muy espartano.

Poco antes de las doce, un policía uniformado llamó a la puerta y le entregó un papel a la jefa adjunta de la policía de la región, Mónica Spångberg. Ella levantó un dedo.

—Me comunican que una persona ha desaparecido en Alingsås: Anita Kaspersson, veintisiete años de edad y auxiliar dental. Salió de su domicilio a las 7.30 horas de la mañana. Dejó a su hijo en una guardería y se supone que tenía que haber llegado a su lugar de trabajo antes de las ocho. Pero no lo ha hecho. Trabaja en la consulta de un dentista particular, a unos ciento cincuenta metros del lugar donde se encontró el coche patrulla robado.

Erlander y Sonja Modig consultaron sus relojes al mismo tiempo.

—Pues nos lleva cuatro horas de ventaja. ¿Qué coche es?

—Un Renault azul oscuro de 1991. Aquí está la matrícula.

—Lanza inmediatamente una orden nacional de búsqueda del coche. A estas alturas puede encontrarse en cualquier lugar situado entre Oslo, Malmö y Estocolmo.

Tras unos cuantos comentarios más, dieron por concluida la reunión con la decisión de que Sonja Modig y Marcus Erlander fueran juntos a interrogar a Zalachenko.

Henry Cortez frunció el ceño y siguió a Erika Berger con la mirada cuando ésta salió de su despacho y desapareció rumbo a la cocina. Apareció al cabo de un rato con un mug de café y se metió de nuevo en el despacho. Cerró la puerta.

Henry Cortez no acababa de ver claro qué era lo que le pasaba a Erika. Millennium era un pequeño lugar de trabajo de esos donde los colaboradores llegan a establecer una relación bastante estrecha. Llevaba cuatro años trabajando a tiempo parcial en la revista y durante ese tiempo había sido testigo de unas tremendas tormentas, en particular durante ese período en el que Mikael Blomkvist cumplió tres meses de cárcel por difamación y la revista estuvo a punto de irse a pique. También vivió los asesinatos del colaborador Dag Svensson y de su novia, Mia Bergman.

Durante todas esas tormentas, Erika Berger había sido una roca a la que nada parecía poder alterar. No le extrañaba lo más mínimo que esa misma mañana ella lo hubiera llamado y despertado muy temprano —al igual que a Lottie Karim— para que se pusiera a trabajar. El asunto Salander había estallado y Mikael Blomkvist se había visto envuelto de repente en el asesinato de un policía en Gotemburgo. Hasta ahí todo estaba claro. Lottie Karim se había instalado en la jefatura de policía para intentar conseguir alguna información que mereciera la pena. Henry se había pasado la mañana haciendo llamadas telefónicas para ver si podía ensamblar las piezas del puzzle de lo acaecido esa noche. Blomkvist no contestó al móvil, pero gracias a toda una serie de diversas fuentes, ahora Henry tenía una imagen bastante clara de lo sucedido.

Erika Berger, sin embargo, había estado ausente en espíritu durante toda la mañana. Era muy raro que ella cerrara la puerta de su despacho; eso sólo ocurría, casi exclusivamente, cuando recibía visitas o cuando se ponía a trabajar de lleno en algún tema. Esa mañana no había tenido ninguna visita y no se encontraba trabajando en nada. Las veces que Henry llamó a su puerta para ponerla al corriente de las novedades la halló sentada en una silla, junto a la ventana, sumida en sus pensamientos y contemplando, aparentemente sin ganas, el río de gente que pasaba por Götgatan. No prestaba atención a lo que Henry le decía. Le pasaba algo.

El timbre de la puerta interrumpió sus reflexiones. Fue a abrir y se topó con Annika Giannini. Henry Cortez había visto a la hermana de Mikael Blomkvist en varias ocasiones, pero no la conocía muy bien.

—Hola, Annika —dijo—. Mikael no está aquí hoy.

—Ya lo sé. Venía a ver a Erika.

Desde su silla, situada junto a la ventana, Erika Berger levantó la vista y volvió en sí en cuanto Henry dejó pasar a Annika.

—Hola —dijo—. Mikael no está aquí hoy.

Annika sonrió.

—Ya lo sé. Me he acercado para ver el informe de Björck. Micke me ha pedido que le eche un vistazo por si represento a Salander.

Erika asintió. Se levantó y cogió una carpeta de su mesa de trabajo.

Cuando ya estaba a punto de irse, Annika dudó un instante. Luego cambió de opinión y se sentó frente a Erika.

—Bueno, ¿y a ti qué te pasa?

—Voy a dejar Millennium. Y no he sido capaz de contárselo a Mikael. Él ha estado tan liado con toda esa historia de Salander que nunca he visto el momento, y no puedo contárselo a los demás hasta que no se lo haya dicho a él. Y me siento fatal.

Annika Giannini se mordió el labio inferior.

—Y ahora me lo estás contando a mí. ¿Qué vas a hacer?

—Voy a ser redactora jefe del Svenska Morgon-Posten.

—¡Vaya! Pues en ese caso, creo que lo mejor es que te felicite y que nos olvidemos de las lágrimas y las lamentaciones.

—Ya, pero no pensaba terminar mis días en Millennium de esta manera, en medio de este maldito caos. La oferta apareció como un relámpago en medio de un cielo claro y no puedo decir que no. Es una oportunidad única. Me lo propusieron justo antes de que mataran a Dag y a Mia, pero con el jaleo que ha habido aquí desde entonces se lo he ocultado a todo el mundo. Y ahora tengo unos remordimientos que no veas.

—Entiendo. Y además te da miedo contárselo a Micke.

—Todavía no se lo he dicho a nadie. Creía que no iba a empezar en el SMP hasta después del verano y que ya habría tiempo de contarlo. Pero ahora quieren que empiece cuanto antes.

Se calló y, al mirar a Annika, casi se puso a llorar.

—En la práctica, ésta será mi última semana en Millennium. La próxima estaré de viaje y luego… necesitaré una semana de vacaciones para recargar las pilas. Y el uno de mayo empezaré en el SMP.

—¿Y qué habría pasado si te hubiese atropellado un coche? De la noche a la mañana se habrían quedado sin redactora jefe.

Erika levantó la mirada.

—Pero no me ha atropellado ningún coche. Lo he ocultado conscientemente durante varias semanas.

—Entiendo que estés pasando por unos momentos difíciles, aunque me da la sensación de que Micke, Christer y los demás sabrán hacer frente a la situación. Pero creo que deberías contárselo enseguida.

—Sí, pero hoy tu maldito hermano está en Gotemburgo. Estará durmiendo y por eso no contesta al teléfono.

—Ya lo sé. Pocas personas son tan expertas en no coger el teléfono como Mikael. Pero ahora no se trata de ti y de Micke. Sé que lleváis unos veinte años trabajando juntos y que os habéis enrollado y todo eso, pero tienes que pensar en Christer y el resto de la redacción.

—Pero Mikael va a…

—Micke va a poner el grito en el cielo. Seguro. Pero si después de veinte años no es capaz de entender que te hayas metido en este lío, no se merece todo ese tiempo que le has dedicado.

Erika suspiró.

—¡Venga, anímate! Llama a Christer y al resto de la redacción. Ahora mismo.

Christer Malm se quedó algo aturdido durante unos segundos después de que Erika Berger hubiera informado a los colaboradores de Millennium en la pequeña sala de reuniones. Los convocó con unos cuantos minutos de antelación, justo cuando —como era habitual los viernes— él ya se disponía a salir un poco antes. Miró por el rabillo del ojo a Henry Cortez y Lottie Karim, que estaban tan asombrados como él. La secretaria de redacción, Malin Eriksson, tampoco sabía nada, al igual que la reportera Mónica Nilsson y el jefe de marketing, Sonny Magnusson. El único que faltaba era Mikael Blomkvist, que se encontraba en Gotemburgo.

«¡Dios mío! Mikael no sabe nada —pensó Christer Malm—. Me pregunto cómo va a reaccionar».

Luego se percató de que Erika Berger había dejado de hablar y de que un profundo silencio se había apoderado de la sala. Se sacudió la cabeza, se levantó y le dio un abrazo y un beso en la mejilla.

—¡Felicidades, Ricky! —le dijo—. ¡Redactora jefa del SMP! No está nada mal dar un salto así desde esta pequeña embarcación.

Henry Cortez volvió en sí e inició un aplauso espontáneo. Erika levantó las manos.

—Para —dijo—. Hoy no me merezco ningún aplauso.

Hizo una breve pausa y miró uno por uno a todos los colaboradores de la pequeña redacción.

—Veréis… Siento muchísimo el giro que han tomado las cosas. Hace ya varias semanas que os lo quería contar, pero con todo el caos que se formó a raíz de los asesinatos quedó eclipsado. Mikael y Malin han trabajado como posesos y… bueno, simplemente no se ha presentado la ocasión. Y por eso hemos llegado a esto.

Malin Eriksson se dio cuenta con una clarividencia aterradora de las pocas personas que en realidad componían la redacción y del terrible vacío que dejaría Erika. Pasara lo que pasase, o estallara el caos que estallase, ella había sido el pilar en el que Malin se había podido apoyar, siempre firme e inalterable ante el temporal. Bueno, pues… no era de extrañar que el Dragón Matutino la hubiera contratado. Pero ¿qué iba a ocurrir ahora? Erika siempre había sido una persona clave en Millennium.

—Hay algunos temas que debemos aclarar. Entiendo perfectamente que todo esto os cree cierta inquietud. No ha sido ésa mi intención. En absoluto. Pero ahora las cosas son como son. En primer lugar: no abandonaré Millennium del todo; seguiré siendo copropietaria y participaré en las reuniones de la junta directiva. Aunque, como es lógico, no tendré nada que ver con el trabajo de redacción: eso podría crear un conflicto de intereses.

Christer Malm asintió pensativo.

—Segundo: oficialmente acabo el último día de abril. Pero en la práctica hoy es mi último día de trabajo; como ya sabéis, la próxima semana estaré de viaje, algo ya previsto desde hace mucho tiempo. Y he decidido que no voy a regresar para retomar el mando tan sólo unos cuantos días.

Guardó silencio durante un breve instante.

—El próximo número está en el ordenador, terminado. Quedan algunas cosillas por arreglar. Será mi último número. Luego otro redactor jefe tendrá que tomar el relevo. Esta misma noche dejaré libre mi mesa de trabajo.

Se hizo un denso silencio.

—Todavía hemos de tratar y decidir en la junta quién me sustituirá como redactor jefe. Pero también es algo que debéis hablar vosotros en la redacción.

—Mikael —dijo Christer Malm.

—No. Cualquier otro menos Mikael. Sería la peor elección posible. Como editor responsable resulta perfecto, y es cojonudo deshaciendo y recomponiendo textos imposibles para publicarlos. Su papel es el de frenarlo todo. El redactor jefe tiene que ser alguien que se lance al ataque de manera ofensiva. Además, Mikael tiende a enterrarse en sus propias historias y a ausentarse durante semanas. Rinde más cuando la cosa está que arde, pero por lo que respecta al día a día es un desastre. Ya lo sabéis.

Christer Malm asintió.

—Si Millennium ha funcionado hasta ahora es porque tú y Mikael os complementáis.

—No sólo por eso —añadió Erika—. Supongo que os acordáis de cuando Mikael se pasó casi un maldito año entero de morros allí arriba, en Hedestad. Millennium funcionó sin él, al igual que la revista tendrá que hacerlo ahora sin mí.

—De acuerdo. ¿Y qué propones?

—Mi idea era que tú ocuparas mi puesto, Christer…

—Ni hablar —contestó Christer Malm, haciendo un gesto de rechazo con las manos.

—… pero como ya sabía que ibas a decir que no, se me ha ocurrido otra solución: Malin, a partir de hoy empezarás como redactora jefa en funciones.

—¿Yo? —preguntó Malin, asombrada.

—Sí, tú. Como secretaria de redacción has sido cojonuda.

—Pero yo…

—Inténtalo. Esta noche dejaré libre mi mesa; podrías trasladarte el lunes por la mañana. El número de mayo está casi terminado: nos lo hemos currado mucho. En junio saldrá un número doble y luego viene el mes de vacaciones. Si no funciona, la junta tendrá que buscar a otra persona en agosto. Henry, tú pasarás a jornada completa y sustituirás a Malin como secretario de redacción. Aparte de eso deberéis reclutar a algún que otro colaborador. Pero ésa es ya una elección vuestra y de la junta.

Se calló un instante y contempló pensativa a todo el grupo.

—Otra cosa: yo voy a trabajar en otro periódico. Puede que en la práctica el SMP y Millennium no sean competidores, pero yo no quiero saber nada más de lo que ya sé sobre el contenido del próximo número. A partir de ahora todo eso lo deberéis tratar con Malin.

—¿Y qué hacemos con la historia de Salander? —preguntó Henry Cortez.

—Pregúntaselo a Mikael. Yo sé cosas de Salander, pero las meteré en un saco. No me llevaré la historia al SMP.

De repente, Erika sintió un enorme alivio.

—Eso es todo —dijo. Terminó la reunión, se levantó y, sin más comentarios, regresó a su despacho.

La redacción permaneció en silencio. Hasta pasada una hora Malin Eriksson no llamó a su puerta.

—Hola.

—¿Sí?

—La redacción quiere decirte algo.

—¿Qué?

—Aquí fuera.

Erika se levantó y se acercó a la puerta. Habían montado una mesa con tarta y café.—Más adelante haremos una fiesta en condiciones para celebrarlo —dijo Christer Malm—. Pero, de momento, tendremos que contentarnos con café y tarta.

Erika Berger sonrió por primera vez en el día.