Capítulo 19.

Viernes, 3 de junio - Sábado, 4 de junio

Lisbeth Salander terminó su autobiografía a eso de las cuatro de la mañana del viernes y envió una copia a Mikael Blomkvist al foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada]. Luego se quedó quieta en la cama mirando fijamente al techo.

Se dio cuenta de que la noche de Walpurgis ya había pasado y de que había cumplido veintisiete años, pero ni siquiera había reflexionado sobre el hecho de que fuera su cumpleaños. Lo había pasado encerrada. Igual que cuando estuvo en la clínica psiquiátrica de Sankt Stefan, y, si las cosas no salían bien, cabía la posibilidad de que tuviera que pasar otros muchos cumpleaños privada de libertad en algún manicomio.

Algo a lo que no estaba dispuesta.

La última vez que estuvo encerrada apenas había llegado a la pubertad. Ahora era adulta y tenía otros conocimientos y otras actitudes. Se preguntó cuánto tiempo le llevaría huir, ponerse a salvo en algún país extranjero y hacerse con una nueva identidad y una nueva vida.

Se levantó de la cama y fue al baño, donde se miró en el espejo. Ya no cojeaba. Se pasó la mano por la cadera: el agujero de la herida de bala había cicatrizado. Giró los brazos de un lado a otro para estirar los hombros. Le tiraba, pero en la práctica estaba recuperada. Se golpeó la cabeza con los nudillos. Suponía que su cerebro no había sufrido mayores daños a pesar de haber sido perforado por una bala revestida.

Había tenido una suerte loca.

Hasta que tuvo acceso a su ordenador de mano no paró de darle vueltas a cómo salir de esa habitación cerrada del hospital de Sahlgrenska.

Luego, el doctor Anders Jonasson y Mikael Blomkvist dieron al traste con todos sus planes entregándole a escondidas su ordenador de mano. Fue entonces cuando leyó los textos de Mikael Blomkvist y reflexionó sobre ellos. Hizo un análisis de las consecuencias, meditó su plan y sopesó las posibilidades. Por una vez en su vida, decidió hacer lo que él le proponía. Iba a poner a prueba al sistema. Mikael Blomkvist la había convencido de que, de hecho, no tenía nada que perder, al tiempo que le ofreció la posibilidad de huir de una manera del todo distinta. Y si el plan fracasara, simplemente tendría que planificar su huida de Sankt Stefan o de algún otro manicomio.

Lo que de verdad le había hecho tomar la decisión de jugar al juego de Mikael fue su sed de venganza. No perdonaba nada.

Zalachenko, Björck y Bjurman estaban muertos. Pero Teleborian vivía.

Y su hermano, Ronald Niedermann, también. Aunque él, en principio, no era problema suyo. Era cierto que él había contribuido a matarla y enterrarla, pero le parecía un personaje secundario. Si algún día me cruzo con él, ya veremos, pero hasta entonces es un problema de la policía.

Aunque Mikael llevaba razón en eso de que detrás de la conspiración tenía que haber otras caras desconocidas que habían contribuido a conformar su vida. Necesitaba los nombres y los números de identificación personal de esos rostros anónimos.

Así que decidió seguir el plan de Mikael. Redactó una árida autobiografía de cuarenta páginas en la que contaba la verdad, desnuda y sin maquillar, de su vida. Tuvo mucho cuidado a la hora de elegir las palabras. El contenido de cada frase era cierto. Había aceptado el razonamiento de Mikael, según el cual los medios de comunicación suecos ya habían dicho sobre ella tantas afirmaciones grotescas que unas cuantas aberraciones más, esta vez verídicas, no mancharían su reputación.

Sin embargo, la biografía era falsa en el sentido de que Lisbeth distaba mucho de contar toda la verdad sobre sí misma y su vida. No tenía por qué hacerlo.

Volvió a la cama y se metió bajo las sábanas. Sentía una irritación que no alcanzaba a definir. Se estiró para coger un cuaderno que Annika Giannini le había dado y que apenas había usado. Abrió la primera página donde había escrito una sola línea:

(x³ + y³ = z³)

El invierno anterior había pasado varias semanas en el Caribe devanándose los sesos hasta más no poder con el teorema de Fermat. Al volver a Suecia, y antes de verse involucrada en la persecución de Zalachenko, siguió jugando con las ecuaciones. El problema era que tenía la irritante sensación de haber visto la solución… de haber experimentado la solución.

Y de no haberla podido recordar.

El no recordar algo era un fenómeno desconocido para Lisbeth Salander. Había entrado en Internet para probarse a sí misma cogiendo al azar unos códigos HTML que memorizó tras leer de corrido para, acto seguido, reproducirlos con toda exactitud.

No había perdido su memoria fotográfica, lo cual se le antojaba una maldición.

Todo seguía igual en su cabeza.

Excepto el hecho de que creía recordar haber visto una solución al teorema de Fermat, pero no se acordaba de cómo, cuándo ni dónde.

Lo peor era que no tenía ningún tipo de interés en el enigma. El teorema de Fermat ya no la fascinaba. Eso era un mal augurio. Pero así solía funcionar ella: le fascinaban los enigmas, pero en cuanto los resolvía perdía el interés por ellos.

Y precisamente eso mismo le pasaba con Fermat. Ya no era aquel diablo que saltaba sobre su hombro llamando su atención y retando a su intelecto. Era una simple fórmula, unos garabatos en un papel, y no sentía ni el más mínimo deseo de entregarse al enigma.

Eso la preocupaba. Dejó el cuaderno.

Debería dormir.

En su lugar, volvió a coger el ordenador de mano y se conectó a la red. Tras pensarlo un instante, entró en el disco duro de Dragan Armanskij, que no miraba desde hacía tiempo. Armanskij colaboraba con Mikael Blomkvist, pero ella no había sentido ninguna necesidad inmediata de estar al corriente de sus actividades.

Leyó distraída el correo electrónico de Dragan.

Se topó con el análisis de seguridad que David Rosin había redactado sobre la vivienda de Erika Berger. Arqueó las cejas.

Un stalker anda detrás de Erika Berger.

Luego encontró un informe de la colaboradora Susanne Linder, quien, al parecer, había pasado la noche en casa de Erika Berger y enviado el informe a altas horas de la madrugada. Miró la hora de envío: poco antes de las tres. El correo informaba de que Berger había descubierto que los diarios personales, las cartas, las fotografías, así como un vídeo de carácter altamente personal, habían sido robados de una cómoda de su dormitorio:

Una vez comentado el tema con la señora Berger, hemos podido constatar que el robo tuvo que cometerse mientras permaneció en el hospital de Nacka tras haber pisado el trozo de cristal. Estamos hablando de un lapso de tiempo de unas dos horas y media, a lo largo de las cuales la casa se encontró sin vigilancia y la defectuosa alarma de NIP permaneció desconectada. En todos los demás momentos, hasta que el robo se descubrió, o Berger o David Rosin se hallaron en la casa.

Eso nos lleva a la conclusión de que su acosador se mantuvo cerca de la señora Berger, pudo observar que se fue en un taxi y, posiblemente también, que cojeaba y tenía el pie lesionado Y entonces aprovechó la ocasión para entrar.

Lisbeth salió del disco duro de Armanskij y, pensativa, apagó el ordenador de mano. Tenía sentimientos encontrados.

No tenía razón alguna para querer a Erika Berger; todavía recordaba la humillación que sintió cuando la vio desaparecer con Mikael Blomkvist en Hornsgatan el día antes de Nochevieja, hacía ahora año y medio.

Nunca se había sentido tan boba en toda su vida. Y nunca más se permitiría ese tipo de sentimientos.

Todavía recordaba el irracional odio que la invadió y el enorme deseo de salir corriendo tras ellos y hacerle daño a Erika Berger.

Vergonzoso.

Ya estaba curada.

Total, que lo cierto era que no tenía ninguna razón para querer a Erika Berger.

Un momento después se preguntó qué sería eso «de carácter altamente personal» que contenía el vídeo. Ella misma tenía uno de carácter altamente personal que mostraba cómo ese Nils Jodido Cerdo Asqueroso Bjurman la violaba. Y ese vídeo se encontraba ahora en posesión de Mikael Blomkvist.

Se preguntó cómo habría reaccionado si alguien hubiese entrado en su casa y robado la película. Algo que, en realidad, era lo que Mikael Blomkvist había hecho, aunque su objetivo no había sido hacerle daño.

Mmm.

Complicado.

Erika Berger no consiguió pegar ojo en toda la noche del viernes. Anduvo cojeando de un lado a otro por todo el chalet mientras Susanne Linder la vigilaba. Su angustia flotaba por la casa como una pesada niebla.

A eso de las dos y media de la madrugada, Susanne Linder consiguió persuadir a Erika Berger de que, por lo menos —ya que no podía conciliar el sueño—, se echara en la cama para descansar. Suspiró aliviada cuando Berger cerró la puerta de su dormitorio. Abrió su ordenador portátil e hizo un resumen de lo ocurrido en un correo que envió a Dragan Armanskij. No había hecho más que mandarlo cuando oyó que Erika Berger se había vuelto a levantar y estaba de nuevo dando vueltas por la casa.

A eso de las siete de la mañana, por fin consiguió que Erika Berger llamara al SMP para decir que estaba enferma. Erika aceptó a regañadientes que no sería muy útil en su lugar de trabajo si no podía mantener los ojos abiertos. Luego se durmió en el sofá del salón, frente a la ventana que había sido cubierta con una madera contrachapada. Susanne Linder le echó una manta por encima. A continuación se preparó café, llamó a Dragan Armanskij y le explicó lo que hacía allí y que David Rosin la había llamado.

—Yo tampoco he pegado ojo esta noche —dijo Susanne Linder.

—De acuerdo. Quédate con Berger. Acuéstate y descansa un par de horas —le contestó Armanskij.

—No sé cómo lo vamos a facturar…

—Ya lo resolveremos.

Erika Berger durmió hasta las dos y media de la tarde. Se despertó y se encontró con Susanne Linder durmiendo en un sillón en el otro extremo del salón.

El viernes por la mañana Mónica Figuerola se quedó dormida, de modo que no tuvo tiempo de salir a correr, como hacía habitualmente antes de irse al trabajo. Culpó a Mikael Blomkvist, se duchó y, acto seguido, lo echó a patadas de la cama.

Él se fue a Millennium, donde todo el mundo se sorprendió de verlo tan temprano. Murmuró algo, fue a por café y convocó a Malin Eriksson y a Henry Cortez a una reunión en su despacho. Dedicaron tres horas a repasar los textos del próximo número temático y a poner en común cómo avanzaban los trabajos de edición de los libros.

—El libro de Dag Svensson se envió ayer a la imprenta —comentó Malin—. Lo sacaremos en formato bolsillo.

—De acuerdo.

—La revista se llamará The Lisbeth Salander Story —intervino Henry Cortez—. Han estado modificando las fechas, pero el juicio se ha fijado ahora para el trece de julio. La tendremos lista para ese día, aunque esperaremos hasta mediados de semana para distribuirla. Tú decides cuándo sale.

—Bien. Entonces sólo nos falta el libro sobre Zalachenko, que, en estos momentos, es una pesadilla. Se titulará La Sección. La primera mitad del libro será más o menos lo mismo que lo que publicamos en Millennium. Los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman constituyen el punto de partida; y luego seguimos con la caza de Lisbeth Salander, Zalachenko y Niedermann. En la segunda parte se tratará lo que sabemos de la Sección.

—Mikael, aunque la imprenta hace lo que puede por nosotros, los originales deberán estar listos para impresión el último día de junio como muy tarde —dijo Malin—. Christer necesita al menos un par de días para maquetarlos. Nos quedan poco más de dos semanas. No sé cómo vamos a poder.

—No nos da tiempo a desenterrar toda la historia —reconoció Mikael—. Pero creo que, aunque hubiésemos tenido un año entero, no habríamos podido hacerlo. Lo que sí haremos en este libro es dar cuenta de lo ocurrido. Si nos faltan fuentes para demostrar algo, lo diré. Si estamos especulando, deberá quedar claro que así es. O sea, expondremos lo que ha pasado y lo que podemos documentar, y luego escribiremos lo que pensamos que se esconde detrás de los acontecimientos.

—Eso no se sostiene ni de coña —dijo Henry Cortez.

Mikael negó con la cabeza.

—Si yo digo que un activista de la Säpo entra en mi casa y que puedo demostrarlo con un vídeo, entonces está documentado. Pero si digo que lo ha hecho por encargo de la Sección, entonces se trata de una especulación, aunque a la luz de todas las revelaciones que hacemos sea una especulación lógica. ¿Entiendes?

—Vale.

—No me dará tiempo a escribir todos los textos yo solo. Henry, aquí tengo una lista de textos que quiero que redactes tú. Corresponde más o menos a cincuenta páginas del libro. Malin, tú eres un backup para Henry, exactamente igual que cuando editamos el libro de Dag Svensson. Los tres figuraremos en la portada como autores. ¿Os parece bien?

—Sí, claro —dijo Malin—. Pero tenemos otros problemas.

—¿Cuáles?

—Mientras tú has estado trabajando en la historia de Zalachenko, se nos ha acumulado un montón de trabajo…

—¿Y quieres decir que no he estado muy disponible para echaros una mano?

Malin Eriksson asintió.

—Tienes razón. Lo siento.

—No lo sientas. Todos sabemos que cuando te obsesionas con un reportaje no existe nada más. Pero eso a los demás no nos vale. Al menos a mí. Erika Berger me tenía a mí como apoyo. Yo tengo a Henry y él es un as, pero está tan metido en tu historia como tú. Y aunque contemos contigo, la verdad es que nos faltan dos personas en la redacción.

—De acuerdo.

—Y yo no soy Erika Berger. Ella tenía una experiencia que yo no tengo. Yo estoy aprendiendo todavía. Mónica Nilsson se deja la piel. Y Lottie Karim también. Pero no tenemos tiempo ni de parar para ponernos a pensar.

—Esto es algo temporal. En cuanto comience el juicio…

—No, Mikael: en cuanto comience el juicio nada… cuando comience el juicio esto será un auténtico infierno. ¿O ya no te acuerdas del caso Wennerström? Lo que sucederá es que en unos tres meses no te vamos a ver el pelo porque tú estarás de gira por los platós.

Mikael suspiró. Asintió lentamente.

—¿Y qué propones?

—Si queremos que Millennium sobreviva al próximo otoño, hay que contratar a más gente. Por lo menos a dos personas, tal vez más. No tenemos capacidad para hacer lo que estamos haciendo y…

—¿Y?

—Y yo no estoy segura de querer seguir haciéndolo.

—Lo entiendo.

—Te lo digo en serio. Como secretaria de redacción soy un hacha, y si encima tengo a Erika Berger como jefa, esto es pan comido. Quedamos en que probaría con el cargo durante el verano… Vale, ya lo he probado. No soy una buena redactora jefe.

—¡No digas tonterías! —exclamó Henry Cortez.

Malin negó con la cabeza.

—De acuerdo —contestó Mikael—. Te entiendo. Pero ten en cuenta que estamos pasando por una situación extrema.

Malin sonrió.

—Considéralo una queja del personal —dijo ella.

La unidad operativa del Departamento de protección constitucional consagró el viernes a intentar analizar la información que les había proporcionado Mikael Blomkvist. Dos de los colaboradores se habían trasladado a un local provisional de Fridhemsplan, adonde llevaron toda la documentación. Era poco práctico, ya que el sistema informático interno se hallaba en el edificio de jefatura, algo que implicaba que tuvieran que andar yendo y viniendo unas cuantas veces al día. Aunque sólo se trataba de un paseo de diez minutos, les suponía cierto fastidio. A la hora de comer ya contaban con un amplio material que daba fe de que tanto Fredrik Clinton como Hans von Rottinger habían estado vinculados a la policía de seguridad durante los años sesenta y también a principios de los setenta.

Von Rottinger procedía del servicio de inteligencia militar, y durante varios años trabajó en la oficina que coordinaba Defensa con la policía de seguridad. Fredrik Clinton había hecho carrera en las Fuerzas Aéreas y empezado a trabajar para el Departamento de control de personal de la policía de seguridad en 1967.

Sin embargo, los dos salieron de allí a principios de la década de los setenta: Clinton en 1971 y Von Rottinger en 1973. Clinton se marchó a la industria privada como asesor y Von Rottinger fue contratado por el órgano internacional de energía atómica para ponerse al frente de las comisiones de investigación. Lo destinaron a Londres.

Hasta bien entrada la tarde, Mónica Figuerola no pudo acudir al despacho de Edklinth para comunicarle que las carreras profesionales de Clinton y de Von Rottinger desde que abandonaron la DGP/Seg eran, con toda seguridad, inventadas. La de Clinton se hacía difícil de rastrear. Ser asesor de una industria privada podía significar prácticamente cualquier cosa, y un asesor no tiene ninguna obligación de dar cuenta de sus actividades privadas ante el Estado. De sus declaraciones de la renta se deducía que ganaba un buen dinerito; por desgracia, sus clientes parecían ser, en su mayor parte, empresas anónimas establecidas en Suiza o países similares. De manera que resultaba imposible probar que aquello no era más que una mentira.

Von Rottinger, sin embargo, nunca puso los pies en ese despacho de Londres donde presuntamente estuvo trabajando: en 1973, el edificio de oficinas donde se suponía que trabajaba había sido derribado y sustituido por una ampliación de la King's Cross Station. Sin duda, alguien metió la pata cuando se inventó la tapadera. A lo largo del día, el equipo de Figuerola se dedicó a entrevistar a varios colaboradores jubilados de aquel órgano internacional de energía atómica. Ninguno de ellos había oído hablar de un tal Hans von Rottinger.

—Bueno, pues ya lo sabemos —concluyó Edklinth—. Sólo nos queda averiguar a qué se dedicaban en realidad.

Mónica Figuerola hizo un gesto afirmativo.

—¿Y qué hacemos con Blomkvist?

—¿Qué quieres decir?

—Le prometimos tenerlo al corriente de todo lo que encontráramos sobre Clinton y Rottinger.

Edklinth reflexionó.

—Vale. De todos modos lo acabará averiguando… Es mejor llevarnos bien con él. Puedes informarle. Pero utiliza tu sentido común.

Mónica Figuerola se lo prometió. A continuación, dedicaron un par de minutos a hablar del fin de semana: dos de sus colaboradores continuarían trabajando. Ella se lo tomaría libre.

Luego fichó, salió y se fue al gimnasio de Sankt Eriksplan, donde pasó dos frenéticas horas recuperando el tiempo perdido. Llegó a casa a eso de las siete de la tarde; se duchó, preparó una cena ligera y encendió la tele para ver las noticias. A las siete y media ya se sentía inquieta y se puso un chándal para salir a correr. Se detuvo delante de la puerta y escuchó a su cuerpo. Maldito Blomkvist. Cogió el móvil y llamó a su T10.

—Hemos obtenido alguna información sobre Rottinger y Clinton.

—Cuéntame —pidió Mikael.

—Si te pasas a verme, te lo contaré.

—Mmm —dijo Mikael.

—Acabo de cambiarme para ir a correr y quitarme un poco de encima la tensión acumulada —dijo Mónica Figuerola—. ¿Me voy o te espero?

—¿Te parece bien si paso sobre las nueve?

—Estupendo.

A eso de las ocho de la tarde del viernes, Lisbeth Salander recibió una visita del doctor Anders Jonasson. Se sentó en la silla destinada a las visitas y se recostó.

—¿Me vas a reconocer? —preguntó Lisbeth Salander.

—No. Esta tarde no.

—Vale.

—Hoy hemos hecho la evaluación de tu estado y hemos avisado al fiscal de que estamos dispuestos a darte el alta.

—De acuerdo.

—Querían trasladarte a la prisión de Gotemburgo esta misma noche.

—¿Tan rápido?

Él asintió.

—Por lo visto, los de Estocolmo están presionando. Les he dicho que mañana por la mañana tenía que hacerte unas pruebas finales y que no te daré de alta hasta el domingo.

—¿Por qué?

—No lo sé. Me ha irritado que sean tan insistentes.

Por raro que pueda parecer, Lisbeth Salander sonrió. Si le dieran un par de años, sin duda podría convertir al doctor Anders Jonasson en un buen anarquista. Por lo menos tenía talento para la desobediencia civil.

—Fredrik Clinton —dijo Mikael Blomkvist, contemplando desde la cama el techo de la habitación de Mónica Figuerola.

—Como enciendas ese cigarro te lo apagaré en el ombligo —lo amenazó Mónica Figuerola.

Mikael se quedó mirando, sorprendido, el cigarrillo que había sacado del bolsillo de su americana.

—Perdón —dijo—. ¿Puedo salir al balcón?

—Sólo si te lavas los dientes después.

Asintió y se envolvió con una sábana. Ella lo siguió hasta la cocina y abrió el grifo para llenar un gran vaso de agua fría. Se apoyó contra el marco de la puerta, junto al balcón.

—¿Fredrik Clinton?

—Todavía vive. Él es el vínculo con el pasado.

—Se está muriendo. Necesita un riñón nuevo y se pasa la mayor parte del tiempo en diálisis o con algún otro tipo de tratamiento.

—Pero vive. Podríamos contactar con él y hacerle preguntas directamente. Tal vez esté dispuesto a hablar con nosotros.

—No —zanjó Mónica Figuerola—. Para empezar esto es una investigación preliminar y la hace la policía. En ese sentido no hay ningún «nosotros» en esta historia. En segundo lugar, recibes información según lo acordado con Edklinth, pero te has comprometido a no hacer nada que pueda interferir en la investigación.

Mikael la miró y sonrió. Apagó el cigarrillo.

—¡Ay! —dijo—. La policía de seguridad tira de la correa.

De repente ella se quedó pensativa.

—Mikael, esto no es ninguna broma.

El sábado por la mañana, Erika Berger se fue a la redacción del Svenska Morgon-Posten con un nudo en el estómago. Sentía que empezaba a tener control sobre lo que constituía la propia producción del periódico y la verdad era que había estado pensando en la posibilidad de permitirse un fin de semana libre —el primero desde que empezó en el SMP—, pero el descubrimiento de que sus recuerdos más íntimos y personales habían desaparecido junto con la carpeta de la investigación sobre Borgsjö hizo que le resultara imposible desconectar.

A lo largo de la noche, que en su mayoría pasó en vela hablando en la cocina con Susanne Linder, Erika esperaba que El boli venenoso atacara de nuevo y que esas fotos, que eran cualquier cosa menos favorecedoras, se difundieran con toda celeridad. Internet era una herramienta perfecta para los hijos de puta. Dios mío, un maldito vídeo que muestra cómo estoy follando con mi marido y con otro hombre. Acabaré en las portadas de todos los tabloides del mundo. Lo más privado.

Pasó esa noche llena de pánico y angustia.

Al final, Susanne Linder la obligó a irse a la cama.

A las ocho de la mañana, se levantó y se fue al SMP. No podía mantenerse alejada; si amenazaba tormenta, quería ser la primera en enfrentarse a ella.

Pero en la redacción del sábado, con sólo la mitad de la plantilla, todo se le antojó normal. El personal la saludó amablemente cuando pasó por el mostrador central. Anders Holm tenía el día libre. Peter Fredriksson hacía de jefe de Noticias.

—Buenos días. Creía que librabas hoy —le comentó.

—Yo también. Pero como ayer no vine y tengo cosas que hacer… ¿Ha pasado algo?

—No, es una mañana tranquila. Lo más caliente que ha entrado es que la industria maderera de Dalecarlia ha obtenido beneficios y que han cometido un atraco en Norrköping en el que una persona ha resultado herida.

—Vale. Me voy a mi jaula de cristal a trabajar un rato.

Se sentó, apoyó las muletas contra la librería y se conectó a Internet. Empezó por consultar el correo. Había recibido numerosos mails pero ninguno de El boli venenoso. Frunció el ceño: ya habían pasado dos días desde que le robó la carpeta y todavía seguía sin actuar con algo que debería suponerle un verdadero tesoro de posibilidades. ¿Por qué no? ¿Piensa cambiar de táctica? ¿Chantaje? ¿Quiere tenerme en ascuas?

No tenía ningún trabajo particular que urgiera, así que abrió el documento de la nueva estrategia del SMP que estaba redactando. Se quedó observando fijamente la pantalla durante quince minutos sin ver las letras.

Había llamado a Greger, pero no consiguió contactar con él. Ni siquiera sabía si su móvil funcionaba en el extranjero. Naturalmente, habría podido localizarle si hubiese hecho un esfuerzo, pero se sentía completamente apática. Error: se sentía desesperada y paralizada.

Intentó dar con Mikael Blomkvist para informarle de que habían robado la carpeta de Borgsjö. No contestó al móvil.

A las diez todavía no había hecho nada y decidió irse a casa. Acababa de alargar la mano para apagar el ordenador cuando su ICQ hizo clin. Perpleja, miró la barra del menú. Sabía lo que era el ICQ pero no solía chatear, y desde que empezó en el SMP no había usado el programa nunca.

Llena de dudas, hizo clic en Contestar.

—Hola, Erika.

—Hola. ¿Quién eres?

—Asunto privado. ¿Estás sola?

¿Una trampa? ¿El boli venenoso?

—Sí. ¿Quién eres?

—Nos conocimos en casa de Mikael Blomkvist cuando él volvió de Sandhamn.

Erika Berger se quedó mirando la pantalla. Le llevó varios segundos en hacer la asociación. Lisbeth Salander. Imposible.

—¿Sigues ahí?

—Sí.

—Nada de nombres. ¿Sabes quién soy?

—¿Cómo sé que no eres un impostor?

—Sé cómo se hizo Mikael la cicatriz del cuello.

Erika tragó saliva. Había cuatro personas en todo el mundo que sabían cómo se la hizo. Lisbeth Salander era una de ellas.

—Vale. Pero ¿cómo puedes chatear conmigo?

—Se me dan bien los ordenadores.

Lisbeth Salander es un hacha con los ordenadores. Pero ¿cómo coño hará para comunicarse conmigo desde el hospital de Sahlgrenska donde está aislada desde el mes de abril? Esto me supera.

—Vale.

—¿Puedo fiarme de ti?

—¿Qué quieres decir?

—Esta conversación no debe filtrarse.

No quiere que la policía sepa que tiene acceso a Internet. Claro que no. Así que por eso chatea con la redactora jefe de uno de los periódicos más grandes de Suecia.

—Tranquila. ¿Qué quieres?

—Pagar.

—¿Qué quieres decir?

Millennium me ha apoyado.

—Hemos hecho nuestro trabajo.

—Otros periódicos no.

—No eres culpable de lo que te acusan.

—Tú tienes un stalker siguiéndote los pasos.

De repente, a Erika Berger le dio un vuelco el corazón. Dudó un largo instante.

—¿Qué es lo que sabes?

—Vídeo robado. Han entrado en tu casa.

—Sí. ¿Puedes ayudarme?

Erika Berger se sorprendió a sí misma haciéndole esa pregunta. Era completamente absurdo. Lisbeth Salander estaba ingresada en Sahlgrenska y los problemas personales le salían por las orejas. Resultaba disparatado dirigirse a ella con la esperanza de que le pudiera ofrecer algún tipo de ayuda.

—No lo sé. Déjame intentarlo.

—¿Cómo?

—Pregunta: ¿crees que ese hijo de puta está en el SMP?

—No puedo demostrarlo.

—¿Por qué lo crees?

Erika meditó la respuesta un largo rato antes de responder.

—Es un presentimiento. Todo empezó cuando entré a trabajar aquí. Otras personas del periódico han recibido desagradables correos de El boli venenoso que parecen proceder de mí.

—¿El boli venenoso?

—Es el nombre que le he puesto a ese cabrón.

—Vale. ¿Por qué has sido tú y no otra la que ha sido objeto de atención de El boli venenoso?

—No lo sé.

—¿Hay alguna cosa que te haga creer que es algo personal?

—¿Qué quieres decir?

—¿Cuántos empleados hay en el SMP?

—Más de doscientos treinta, incluida la editorial.

—¿A cuántos conoces en persona?

—No lo sé muy bien. A lo largo de todos estos años he conocido a varios de los periodistas y colaboradores en distintas situaciones.

—¿Alguien con quién te hayas peleado alguna vez?

—No. No específicamente.

—¿Alguien que pienses que querría vengarse de ti?

—¿Vengarse? ¿De qué?

—La venganza es un buen motivo.

Erika se quedó mirando la pantalla mientras intentaba entender a qué se refería Lisbeth Salander.

—¿Sigues ahí?

—Sí. ¿Por qué me preguntas lo de la venganza?

—He leído la lista de Rosin con todos los incidentes que relacionas con El boli venenoso.

¿Por qué no me sorprende?

—¿¿¿Vale???

—No creo que sea obra de un stalker.

—¿Qué quieres decir?

—Un stalker es una persona motivada por una obsesión sexual. Este me parece alguien que está imitando a un stalker. Darle por culo con un destornillador… Por favor, parodia pura.

—¿Sí?

—Yo he visto a stalkers de verdad. Son bastante más pervertidos, vulgares y grotescos. Expresan amor y odio al mismo tiempo. Hay algo que no cuadra en todo esto.

—¿No te parece lo bastante vulgar?

—No. El correo a Eva Carlsson no me cuadra en absoluto con el perfil de un stalker. Es sólo alguien que quiere fastidiarte.

—Entiendo. No me lo había planteado de esa manera.

Stalker no es. Va dirigido a ti en persona.

—De acuerdo. ¿Y qué propones?

—¿Confías en mí?

—Quizá.

—Necesito acceder a la red interna del SMP.

—Para, para.

—Ahora. Dentro de poco me van a trasladar y no tendré Internet.

Erika dudó unos diez segundos. Dejar el SMP en manos de… ¿quién? ¿Una loca? Puede que Lisbeth no fuera culpable de asesinato pero, definitivamente, no era una persona normal.

Pero ¿qué podía perder?

—¿Cómo?

—Necesito introducir un programa en tu ordenador.

—Tenemos cortafuegos.

—Tienes que ayudarme. Inicia Internet.

—Ya está.

—¿Explorer?

—Sí.

—Te voy a escribir una dirección. Cópiala y pégala en Explorer.

—Hecho.

—Ahora ves que te aparece una lista con una serie de programas. Haz clic en Asphyxia Server y descárgalo.

Erika siguió las instrucciones.

—Ya está.

—Inicia Asphyxia. Haz clic en instalar y pincha en Explorer.

Nos ha llevado tres minutos.

—Listo. Perfecto. Ahora tienes que reiniciar el ordenador. Perderemos el contacto durante un rato.

—Vale.

—Cuando lo retomemos, transferiré tu disco duro a un servidor de Internet.

—Vale.

—Reinícialo. Estaremos en contacto dentro de un ratito.

Erika Berger miró fascinada la pantalla mientras su ordenador se reiniciaba lentamente Se preguntó si no se habría vuelto loca. Luego su ICQ volvió a hacer clin.

—Hola de nuevo.

—Hola.

—Es más rápido si lo haces tú: conéctate a Internet y copia y pega la dirección que te voy a mandar.

—Vale.

—Ahora te saldrá una pregunta. Haz clic en Start.

—De acuerdo.

—Ahora te pregunta cómo vas a llamar al disco duro. Llámalo SMP-2.

—Vale.

—Ve a tomarte un café. Esto tardará un rato.

Mónica Figuerola se despertó a eso de las ocho de la mañana del sábado, más de dos horas después de lo habitual. Se incorporó en la cama y contempló a Mikael Blomkvist. Estaba roncando. «Well. Nobody is perfect».

Se preguntó adonde la llevaría su historia con Mikael Blomkvist. Él no pertenecía a ese tipo de hombres fieles con los que se podía planificar una relación a largo plazo; teniendo en cuenta su curriculum, eso le quedaba muy claro. Por otro lado, ella no estaba segura de si en realidad buscaba una relación estable con novio, frigorífico y niños. Tras una docena de fracasados intentos que se remontaban a su juventud, había empezado a inclinarse, cada vez más, hacia la teoría de que las relaciones estables estaban sobrevaloradas. Su relación más larga la tuvo con un colega de Uppsala con el que convivió durante dos años.

A eso había que añadirle que ella tampoco era una chica muy dada a one night stands, aunque consideraba que el sexo estaba subestimado como remedio contra prácticamente todo tipo de dolencias. Y el sexo con Mikael Blomkvist estaba bien. Bueno, mucho más que bien, la verdad. Y además era una buena persona. Te hacía desear volver a por más.

¿Un rollo de verano? ¿Enamoramiento? ¿Estaba ella enamorada?

Se fue al baño, se lavó la cara, se lavó los dientes y luego se puso unos pantalones cortos y una chaqueta fina de deporte, y salió del apartamento andando de puntillas. Hizo unos cuantos estiramientos y corrió durante cuarenta y cinco minutos, pasando por el hospital de Rålambshov, bordeando Fredhäll y volviendo por Smedsudden. A las nueve ya estaba de vuelta y constató que Blomkvist continuaba durmiendo. Se agachó y le mordió la oreja hasta que él abrió los ojos desconcertado.

—Buenos días, cariño. Necesito a alguien que me frote la espalda.

Él la miró y murmuró algo.

—¿Qué has dicho?

—Que no hace falta que te duches. Estás chorreando.

—He estado corriendo. Deberías acompañarme.

—Sospecho que si intentara seguir tu ritmo, tendrías que llamar a una ambulancia. Paro cardíaco en Norr Mälarstrand.

—¡No digas tonterías! Venga, hora de levantarse.

Él le frotó la espalda y le enjabonó los hombros. Y las caderas. Y el vientre. Y los pechos. Y al cabo de un rato, Mónica Figuerola ya había perdido completamente el interés por la ducha y se lo llevó de nuevo a la cama. Hasta las once de la mañana no llegaron a Norr Mälarstrand para desayunar.

—Podrías convertirte en una mala costumbre —dijo Mónica Figuerola—. Sólo hace unos cuantos días que nos conocemos.

—Me atraes un montón. Pero creo que eso ya lo sabes.

Ella asintió.

—¿Por qué?

Sorry. No puedo contestar a esa pregunta. Nunca he entendido por qué de repente una determinada mujer me atrae y otra no me despierta ningún interés.

Ella sonrió pensativa.

—Tengo el día libre —dijo ella.

—Yo no. Tengo un montón de trabajo hasta que empiece el juicio y he pasado las tres últimas noches contigo en vez de trabajando.

—Qué pena.

Él asintió, se levantó y le dio un beso en la mejilla. Ella le agarró la manga de la camisa.

—Blomkvist, me gustaría mucho seguir viéndote.

—A mí también —afirmó—. Pero hasta que no hayamos terminado este reportaje, me temo que mi vida va a ser un poco caótica.

Desapareció subiendo por Hantverkargatan.

Erika Berger había ido a por café y ahora estaba observando la pantalla. Durante cincuenta y tres minutos no pasó absolutamente nada, a excepción de que su salvapantallas se activaba a intervalos regulares. Luego el ICQ volvió a hacer clin.

—Ya está. Tienes mucha mierda en tu disco duro; dos virus, por ejemplo.

Sorry. ¿Cuál es el próximo paso?

—¿Quién es el administrador de la red informática del SMP?

—No lo sé. Tal vez Peter Fleming, que es el jefe técnico.

—Vale.

—¿Qué tengo que hacer ahora?

—Nada. Vete a casa.

—¿Nada más?

—Estaremos en contacto.

—¿Tengo que dejar el ordenador encendido?

Pero Lisbeth Salander ya se había ido. Frustrada, Erika Berger se quedó mirando la pantalla. Al final apagó el ordenador y salió a buscar un café donde poder sentarse a pensar tranquilamente.