Capítulo 18.

Jueves, 2 de junio

Una llamada de móvil despertó a Erika Berger a las nueve menos cinco.

—Buenos días, señora Berger. Dragan Armanskij. Tengo entendido que anoche sucedió algo.

Erika contó lo ocurrido y preguntó si Milton Security podía reemplazar a Nacka Integrated Protection.

—Por lo menos sabemos instalar una alarma y hacer que funcione —dijo Armanskij con sarcasmo—. El problema es que el coche más cercano del que disponemos por las noches se encuentra en el centro de Nacka. Tardaría en llegar unos treinta minutos. Si aceptamos el trabajo, tendría que sacar su casa a contrata: hemos firmado un acuerdo de colaboración con una empresa local, Adam Säkerhet, de Fisksätra, cuyo tiempo de llegada sería de unos diez minutos si nada falla.

—Es mejor que la NIP, que no aparece.

—Quiero informarle de que se trata de una empresa familiar compuesta por el padre, dos hijos y un par de primos. Griegos, buena gente; conozco al padre desde hace muchos años. Tienen cobertura unos trescientos veinte días al año. Cuando ellos no pueden acudir, por vacaciones u otras razones, me lo comunican con antelación y entonces es nuestro coche de Nacka el que está disponible.

—Me parece muy bien.

—Le voy a enviar una persona. Se llama David Rosin y puede que ya esté en camino. Va a hacer un análisis de seguridad. Si no va a estar ahí, necesitará las llaves y su permiso para revisarlo todo de arriba abajo. Hará fotos de la casa, del jardín y de los alrededores.

—De acuerdo.

—Rosin tiene mucha experiencia. Luego le haremos una propuesta de medidas de seguridad. La tendrá lista en unos cuantos días. Comprende alarma antiagresión, seguridad contra incendios, evacuación y protección ante posibles intrusos.

—Vale.

—Si ocurre algo también queremos que sepa lo que debe hacer durante los diez minutos que tarda en llegar el coche de Fisksätra.

—¿Sí?

—Esta misma tarde le instalaremos la alarma. Después habrá que firmar el contrato.

Inmediatamente después de la llamada de Dragan Armanskij, Erika se dio cuenta de que se había dormido. Cogió el móvil, llamó al secretario de redacción Peter Fredriksson, le explicó que se había hecho daño y le pidió que cancelara la reunión de las diez.

—¿No te encuentras bien? —preguntó.

—Me he hecho un corte en el pie —dijo Erika—. Iré en cuanto pueda. Cojeando.

Lo primero que hizo fue ir al baño contiguo al dormitorio. Luego se puso unos pantalones negros y le cogió a su marido una zapatilla que podría colocarse en el pie lesionado. Eligió una blusa negra y fue a por una americana. Antes de quitar la cuña de goma de debajo de la puerta del dormitorio se armó con el bote de gas lacrimógeno.

Recorrió la casa en estado de máxima alerta, se dirigió a la cocina y encendió la cafetera eléctrica. Desayunó en la mesa, atenta constantemente a cualquier ruido que se produjera alrededor. Acababa de servirse un segundo café cuando David Rosin, de Milton Security, llamó a la puerta.

Mónica Figuerola fue paseando hasta Bergsgatan y reunió a sus cuatro colaboradores para una temprana charla matutina.

—Ahora tenemos un deadline —dijo Mónica Figuerola—. Nuestro trabajo tiene que estar para el trece de julio, fecha del juicio de Lisbeth Salander. Así que nos queda un mes y pico. Hagamos una puesta en común y decidamos qué cosas son las más importantes ahora mismo ¿Quién quiere empezar?

Berglund se aclaró la voz.

—Ese hombre rubio que se ve con Mårtensson… ¿quién es?

Todos asintieron con la cabeza. Iniciaron la conversación:

—Tenemos fotos suyas, pero ni idea sobre cómo dar con él. No podemos salir con una orden de busca y captura.

—¿Y Gullberg? Tiene que haber un hilo del que tirar. Trabajó para la Policía Secreta del Estado desde principios de los años cincuenta hasta 1964, cuando se fundó la DGP/Seg. Luego desapareció.

Figuerola asintió.

—¿Debemos sacar la conclusión de que el club de Zalachenko fue algo que se fundó en 1964? O sea, ¿mucho antes de que llegara Zalachenko?

—El objetivo tuvo que ser otro: una organización secreta dentro de la organización.

—Eso fue después de lo de Wennerström. Todo el mundo andaba paranoico.

—¿Una especie de policía de espías secreta?

—La verdad es que hay algunos casos paralelos en el extranjero. En Estados Unidos se creó en los años sesenta un grupo especial de cazadores internos de espías dentro de la CIA. Fue liderado por un tal James Jesus Angleton y estuvo a punto de dar al traste con toda la CIA. La pandilla de Angleton se componía de fanáticos y paranoicos: sospechaban que todos los de la CIA eran agentes rusos. Uno de los resultados de sus empeños fue que gran parte de la actividad de la CIA quedara prácticamente paralizada.

—Pero eso no son más que especulaciones…

—¿Dónde se guardan los antiguos expedientes del personal?

—Gullberg no figura ahí. Ya lo he buscado.

—¿Y el presupuesto? Una operación así debe ser financiada de alguna manera…

Siguieron hablando hasta la hora de la comida, cuando Mónica Figuerola se disculpó y se fue al gimnasio para poder reflexionar con tranquilidad.

Erika Berger entró cojeando en la redacción del SMP a mediodía. Le dolía tanto el pie que no podía apoyar la planta ni lo más mínimo. Fue saltando a la pata coja hasta su jaula de cristal y, aliviada, se dejó caer en la silla. Peter Fredriksson la vio desde el lugar que ocupaba en el mostrador central. Ella le hizo señas para que viniera.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó.

—Pisé un trozo de cristal que se rompió y se quedó dentro del talón.

—Pues vaya gracia…

—Pues sí, vaya gracia. Peter, ¿alguien ha recibido algún nuevo correo electrónico raro?

—Que yo sepa no.

—Vale. Estate atento. Quiero saber si está pasando algo extraño en torno al SMP.

—¿Qué quieres decir?

—Me temo que algún chalado está mandando correos envenenados y que me ha elegido a mí como su víctima. Así que quiero que me informes si te enteras de algo.

—¿Tipo el correo que recibió Eva Carlsson?

—Cualquier historia que te parezca rara. Yo he recibido un montón de correos absurdos que me acusan de todo y que proponen diversas cosas perversas que deberían hacerse conmigo.

El rostro de Peter Fredriksson se ensombreció.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Un par de semanas. Venga, ahora cuéntame: ¿qué vamos a poner en el periódico mañana?

—Mmm.

—¿Mmm qué?

—Holm y el jefe de la redacción de asuntos jurídicos están en pie de guerra.

—Vale, y ¿por qué?

—Por Johannes Frisk. Has prolongado su suplencia y le has encargado un reportaje, y él no quiere comentar de qué va.

—No puede hacerlo. Ordenes mías.

—Eso es lo que él dice. Lo cual ha provocado que Holm y la redacción de asuntos jurídicos estén molestos contigo.

—Entiendo. Concierta una reunión con ellos para esta tarde a las tres; se lo explicaré.

—Holm está bastante mosqueado…

—Y yo estoy bastante mosqueada con él, así que estamos en paz.

—Está tan mosqueado que se ha quejado a la junta.

Erika levantó la vista. Mierda. Tengo que ocuparme del tema de Borgsjö.

—Borgsjö viene esta tarde y quiere reunirse contigo. Sospecho que es por Holm.

—De acuerdo. ¿A qué hora?

—A las dos.

Empezó a repasar la agenda del mediodía.

El doctor Anders Jonasson visitó a Lisbeth Salander durante la comida. Ella apartó un plato de verduras en salsa. Como siempre, le realizó un breve reconocimiento, pero ella notó que él ya no ponía tanto empeño.

—Estás bien —constató.

—Mmm. Deberías hacer algo con la comida de este sitio.

—¿Con la comida?

—¿No podrías conseguirme una pizza o algo así?

—Lo siento. El presupuesto no da para tanto.

—Me lo imaginaba.

—Lisbeth, mañana tendremos una reunión para hablar de tu estado de salud…

—Entiendo. Ya estoy bien.

—Estás lo suficientemente bien como para que te trasladen a Estocolmo, a los calabozos de Kronoberg.

Ella asintió.

—A lo mejor podría prolongar el traslado una semana más, pero mis colegas empezarían a sospechar.

—No lo hagas.

—¿Seguro?

Ella hizo un gesto afirmativo.

—Estoy preparada. Y tarde o temprano tenía que ocurrir.

—Vale —dijo Anders Jonasson—. Entonces mañana daré luz verde para que te trasladen. Lo cual significa que es muy probable que lo hagan de inmediato.

Ella asintió.

—Es posible, incluso, que lo hagan este mismo fin de semana. La dirección del hospital no te quiere aquí.

—Lo entiendo.

—Y… bueno, tu juguete…

—Se quedará en el hueco de detrás de la mesilla.

Ella señaló el sitio.

—De acuerdo.

Permanecieron un momento en silencio antes de que Anders Jonasson se levantara.

—Tengo que ver a otros pacientes más necesitados de mi ayuda.

—Gracias por todo. Te debo una.

—Sólo he hecho mi trabajo.

—No. Has hecho bastante más. No lo olvidaré.

Mikael Blomkvist entró en el edificio de la jefatura de policía de Kungsholmen por la puerta de Polhemsgatan. Mónica Figuerola lo recibió y lo acompañó hasta las dependencias del Departamento de protección constitucional. Mientras subían en el ascensor, en silencio, se miraron de reojo.

—¿Es realmente una buena idea que yo me deje ver por aquí? —preguntó Mikael—. Alguien podría descubrirme y empezar a preguntarse cosas.

Mónica Figuerola asintió.

—Esta será la única reunión que mantengamos aquí. En lo sucesivo nos veremos en un pequeño local que hemos alquilado junto a Fridhemsplan. Nos darán las llaves mañana. Pero no pasa nada. Protección constitucional es una unidad pequeña y prácticamente autosuficiente de la que nadie de la DGP/Seg se preocupa. Y no estamos en la misma planta que el resto de la Säpo.

Saludó a Torsten Edklinth con un simple movimiento de cabeza, sin extenderle la mano, y a dos colaboradores que, por lo visto, formaban parte de la investigación de Edklinth. Se presentaron como Stefan y Anders. Mikael advirtió que no dijeron sus apellidos.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Mikael.

—¿Qué os parece si empezamos por servirnos un poco de café? Mónica…

—Sí, por favor —dijo Mónica Figuerola.

Mikael se percató de que el jefe de protección constitucional vaciló un segundo antes de levantarse e ir a por la cafetera para traerla hasta la mesa donde ya habían puesto las tazas; sin duda, Torsten Edklinth habría preferido que eso lo hubiera hecho Mónica Figuerola. Pero también se percató de que Edklinth sonrió para sí, algo que Mikael interpretó como una buena señal. Luego Edklinth se puso serio.

—Para serte sincero, no sé muy bien cómo manejar esta situación: que haya un periodista presente en las reuniones de trabajo de la policía de seguridad debe de ser un hecho singular. Como ya sabéis, lo que aquí se va a tratar es, en muchos aspectos, información clasificada.

—No me interesan los secretos militares; me interesa el club de Zalachenko —dijo Mikael.

—Pero es necesario que encontremos un equilibrio entre nuestros intereses. Primero: los colaboradores aquí presentes no serán mencionados en tus escritos.

—De acuerdo.

Edklinth miró asombrado a Mikael Blomkvist.

—Segundo: sólo te comunicarás conmigo o con Mónica Figuerola. Seremos nosotros los que decidamos qué información podemos compartir contigo.

—Si tienes una larga lista de exigencias, deberías habérmelo comentado ayer.

—Ayer todavía no me había dado tiempo a reflexionar sobre el tema.

—Entonces te diré una cosa: ésta es, sin duda, la primera y la última vez en toda mi carrera profesional que le voy a contar a un policía el contenido de un artículo que aún no ha sido publicado. Así que, como tú mismo has dicho… para serte sincero, no sé muy bien cómo manejar esta situación.

Un breve silencio se instaló en torno a la mesa.

—Quizá…

—¿Qué os parece si…?

Edklinth y Mónica Figuerola se pusieron a hablar al mismo tiempo y, acto seguido, se callaron.

—Yo le sigo la pista al club de Zalachenko. Vosotros queréis procesar al club de Zalachenko. Centrémonos en eso nada más.

Edklinth asintió.

—¿Qué tenéis?

Edklinth dio cuenta del resultado de las pesquisas de Mónica Figuerola y su grupo. Mostró la foto de Evert Gullberg acompañado del coronel espía Stig Wennerström.

—Bien. Quiero una copia de esa foto.

—La tienes en el archivo de Åhlén & Åkerlund —dijo Mónica Figuerola.

—La tengo delante de mis ojos. Con un texto al dorso —replicó Mikael.

—De acuerdo. Dale una copia —le ordenó Edklinth.

—Eso quiere decir que Zalachenko fue asesinado por la Sección.

—Un asesinato y un intento de suicidio cometidos por un hombre que, además, se está muriendo de cáncer. Gullberg sigue vivo, pero los médicos le dan, como mucho, un par de semanas. Tras su intento de suicidio, sufre lesiones cerebrales de tal calibre que prácticamente se ha convertido en un vegetal.

—Y se trata de la persona que era el principal responsable de Zalachenko cuando éste desertó.

—¿Cómo lo sabes?

—Gullberg se reunió con Thorbjörn Fälldin seis semanas después de la deserción de Zalachenko.

—¿Puedes probarlo?

—Sí. El libro de visitas de la Cancillería del Gobierno de Rosenbad. Gullberg acompañó al que era jefe de la DGP/Seg por aquel entonces.

—Que ya ha fallecido.

—Pero Fälldin vive y está dispuesto a hablar del asunto.

—¿Has…?

—No, yo no he hablado con Fälldin. Pero otra persona sí lo ha hecho. No puedo decir quién. Protección de fuentes.

Mikael explicó cómo había reaccionado Fälldin a la información sobre Zalachenko y cómo él mismo había ido a Holanda para entrevistar a Janeryd.

—Así que el club de Zalachenko se esconde en algún sitio de esta casa —dijo Mikael, señalando la foto con el dedo.

—En parte. Pensamos que se trata de una organización dentro de la organización. El club de Zalachenko no podría existir sin el apoyo de ciertas personas clave de aquí dentro. Pero creemos que la llamada Sección para el Análisis Especial se estableció en algún lugar fuera del edificio.

—O sea, que una persona puede ser contratada por la Säpo, cobrar la nómina de la Säpo y luego, en realidad, trabajar para otro jefe.

—Más o menos.

—Entonces, ¿quién ayuda al club de Zalachenko aquí dentro?

—Aún no lo sabemos. Pero tenemos algunos sospechosos.

—Mårtensson —propuso Mikael.

Edklinth asintió.

—Mårtensson trabaja para la Säpo, pero cuando lo necesitan en el club de Zalachenko lo sacan de su puesto habitual —dijo Mónica Figuerola.

—¿Y cómo se hace eso en la práctica?

—Muy buena pregunta —dijo Edklinth con una ligera sonrisa—. ¿No te gustaría empezar a trabajar con nosotros?

—En la vida —respondió Mikael.

—Sólo estaba bromeando. Pero es la pregunta lógica. Tenemos un sospechoso, aunque todavía no podemos probar nada.

—A ver… Debe de ser alguien con poderes administrativos.

—Sospechamos del jefe administrativo Hans Shenke —dijo Mónica Figuerola.

—Y aquí nos topamos con el primer escollo —aclaró Edklinth—. Te hemos dado un nombre, pero el dato no está documentado. ¿Cómo piensas actuar?

—No puedo publicar un nombre sin tener pruebas contra él. Si Shenke es inocente, denunciará a Millennium por difamación.

—Bien. Entonces estamos de acuerdo. Esta colaboración debe basarse en una confianza mutua. Te toca. ¿Qué tienes?

—Tres nombres —contestó Mikael—. Los dos primeros fueron miembros del club de Zalachenko en los años ochenta.

Edklinth y Figuerola aguzaron el oído.

—Hans von Rottinger y Fredrik Clinton. Rottinger ha muerto. Clinton se ha retirado. Pero los dos formaban parte del círculo más íntimamente vinculado a Zalachenko.

—¿Y el tercer nombre? —quiso saber Edklinth.

—Teleborian está relacionado con una persona a la que llaman Jonas. Ignoramos su apellido pero sabemos que forma parte del club de Zalachenko, promoción del 2005… Lo cierto es que hemos llegado a creer que quizá sea él quien aparece con Mårtensson en las fotos del Copacabana.

—¿Y cómo surge el nombre de Jonas?

—Lisbeth Salander ha pirateado el ordenador de Peter Teleborian y hemos podido leer correspondencia que demuestra que Peter Teleborian está conspirando con ese tal Jonas de la misma manera que conspiró con Björck en 1991. Jonas le da instrucciones a Teleborian. Y ahora llegamos al segundo escollo —dijo Mikael, sonriendo a Edklinth—. Yo puedo probar mis afirmaciones, pero no puedo daros la documentación sin revelar una fuente. Tenéis que confiar en mí.

Edklinth parecía pensativo.

—Tal vez se trate de algún colega de Teleborian de Uppsala —imaginó—. De acuerdo. Empezamos con Clinton y Von Rottinger. Cuéntanos qué sabes.

El presidente de la junta directiva, Magnus Borgsjö, recibió a Erika Berger en su despacho, contiguo a la sala de reuniones de la junta. Parecía preocupado.

—Me han dicho que te has hecho daño —comentó, señalando el pie de Erika.

—Se me curará —respondió Erika para, acto seguido, apoyar las muletas contra la mesa y sentarse en la silla.

—Bueno, eso está bien. Erika, ya llevas aquí un mes y yo quería reunirme contigo para que tuviéramos ocasión de hacer un balance de todo este tiempo. ¿Cómo va todo?

Tengo que hablar de lo de Vitavara con él. Pero ¿cómo? ¿Cuándo?

—Empiezo a hacerme una idea. Hay dos aspectos básicos que quería comentarte: por un lado, como ya sabes, el SMP tiene problemas económicos y el presupuesto está a punto de hundir al periódico; por el otro, hay una increíble cantidad de carroña en la redacción.

—¿No hay nada positivo?

—Sí. Un montón de periodistas profesionales que saben cómo hacer su trabajo. El problema es que hay otros que no les dejan hacerlo.

—Holm ha hablado conmigo…

—Ya lo sé.

Borgsjö arqueó las cejas.

—Tiene unas cuantas opiniones con respecto a ti. Casi todas son negativas.

—No pasa nada. Yo también tengo las mías sobre él.

—¿Negativas? Pues si no podéis trabajar juntos…

—Yo no tengo ningún problema en trabajar con él. Es él quien lo tiene conmigo.

Erika suspiró.

—Me saca de quicio. Holm ya está muy rodado y es sin duda uno de los jefes de Noticias más competentes que he conocido. Pero eso no quita que sea un hijo de puta. Anda intrigando y creando desconfianzas entre el personal. Llevo veinticinco años en los medios de comunicación y nunca me he encontrado con un jefe así.

—En un puesto como el suyo la mano dura se hace imprescindible. Le presionan desde todos los lados.

—Mano dura vale, pero no ser un imbécil. Por desgracia, Holm es un desastre y una de las razones principales por las que resulta prácticamente imposible que los colaboradores trabajen en equipo. Su lema parece ser «Divide y vencerás».

—Palabras duras.

—Le daré un mes más para que cambie su actitud. Luego lo relevaré de su cargo.

—No puedes hacer eso. Tu trabajo no consiste en cargarte la estructura de la organización.

Erika se calló y observó al presidente de la junta.

—Perdona que te lo recuerde, pero me has contratado para eso. Incluso hemos redactado un contrato que me da vía libre para realizar los cambios que considere necesarios dentro de la redacción. Mi trabajo consiste en renovar el periódico y eso no se conseguirá sin modificar la organización y los hábitos laborales.

—Holm ha consagrado toda su vida al SMP.

—Sí. Pero tiene cincuenta y ocho años y se jubilará dentro de seis, y no me puedo permitir que sea una carga durante todo ese tiempo. No me malinterpretes, Magnus. Desde el mismo instante en que me senté en esa jaula de cristal, la misión de mi vida pasó a consistir en mejorar la calidad del SMP y en aumentar la tirada. Holm es libre de elegir entre hacer las cosas a mi manera o hacer lo que quiera. Pero yo voy a quitar de en medio a la persona que se interponga en mi camino o que, de uno u otro modo, intente hacer daño al SMP.

Joder… tengo que sacar el tema de Vitavara. Van a despedir a Borgsjö.

De repente Borgsjö sonrió.

—Veo que a ti tampoco te falta mano dura.

—No, y en este caso es lamentable porque no debería ser necesaria. Mi trabajo es hacer un buen periódico y eso sólo se consigue con una dirección que funcione y unos colaboradores que estén a gusto.

Tras la reunión con Borgsjö, Erika volvió cojeando a su jaula de cristal. Se sentía incómoda. Había hablado con Borgsjö durante cuarenta y cinco minutos sin comentar ni una sola palabra sobre Vitavara. Dicho de otra forma: no había sido especialmente directa ni sincera con él.

Cuando Erika encendió su ordenador vio que había recibido un correo de MikBlom@millennium.nu. Como sabía muy bien que en Millennium no existía tal dirección, no le fue demasiado difícil deducir que su cyber stalker volvía a dar señales de vida. Abrió el correo:

¿CREES QUE BORGSJÖ VA A PODER SALVARTE, PUTITA? ¿QUÉ TAL EL PIE?

Automáticamente levantó la vista y observó a la redacción. Su mirada se depositó en Holm. Él la estaba mirando. Luego él la saludó con la cabeza y le sonrió.

«Es alguien del SMP el que está escribiendo los correos,» pensó Erika.

La reunión del Departamento de protección constitucional no terminó hasta las cinco. Acordaron celebrar otra la semana siguiente y decidieron que Mikael Blomkvist se dirigiera a Mónica Figuerola si necesitaba contactar antes con la DGP/Seg.

Mikael cogió el maletín de su portátil y se levantó.

—¿Cómo salgo de aquí? —preguntó.

—No creo que sea buena idea que andes solo por ahí —respondió Edklinth.

—Te acompaño —se apresuró a decir Mónica Figuerola—. Espérame unos minutos, voy a recoger las cosas de mi despacho.

Al salir, atravesaron juntos el parque de Kronoberg en dirección a Fridhemsplan.

—¿Y ahora qué? —quiso saber Mikael.

—Estaremos en contacto —contestó Mónica Figuerola.

—Me empieza a gustar estar en contacto con la Säpo —dijo Mikael, mostrándole una sonrisa.

—¿Te apetece cenar conmigo esta noche? —le soltó Mónica Figuerola.

—¿El bosnio otra vez?

—No, no me puedo permitir cenar fuera todas las noches. Estaba pensando más bien en algo sencillo en mi casa.

Ella se detuvo, le sonrió y añadió:

—¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora mismo? —le preguntó Mónica Figuerola.

—No.

—Llevarte a casa y desnudarte.

—Eso podría complicar las cosas.

—Ya lo sé. Pero no estaba pensando precisamente en contárselo a mi jefe.

—No sabemos adónde nos va a llevar toda esta historia. Podríamos ir a parar a barricadas opuestas.

—Me arriesgaré. ¿Vienes por tu propio pie o voy a tener que esposarte?

Él asintió. Ella lo cogió del brazo y se fueron hacia Pontonjärgatan. A los treinta segundos de cerrar la puerta del apartamento ya estaban desnudos.

David Rosin, asesor de seguridad de Milton Security, estaba esperando a Erika Berger cuando ésta llegó a casa a eso de las siete de la tarde. Le dolía el pie una barbaridad, así que entró cojeando en la cocina y se dejó caer en la silla más cercana. Él había hecho café y le sirvió uno.

—Gracias. ¿Preparar café forma parte del acuerdo de Milton Security?

Él sonrió educadamente. David Rosin era un hombre rechoncho de unos cincuenta años y con una perilla roja.

—Gracias por dejarme usar la cocina durante el día.

—No hay de qué. ¿Cómo va la cosa?

—Nuestros técnicos ya han instalado una alarma de verdad. Te enseñaré cómo funciona ahora mismo. También he revisado la casa desde el sótano hasta el desván y he echado un vistazo por los alrededores. Lo estudiaremos todo en Milton y dentro de unos días tendremos listo un análisis que queremos comentar contigo. Pero, mientras, hay algunos temas que debemos tratar.

—Vale.

—En primer lugar tenemos que firmar unas formalidades. El contrato final lo prepararemos más tarde, eso dependerá de los servicios que acordemos, pero aquí hay un documento mediante el que le encargas a Milton la alarma que te hemos instalado hoy. Se trata de un contrato estándar mutuo que significa que nosotros te exigimos ciertas cosas y que nos comprometemos a otras, entre ellas el secreto profesional y cláusulas similares.

—¿Vosotros me exigís cosas a mí?…

—Sí. Una alarma no es más que una alarma, pero que un chalado aparezca en medio del salón de tu casa con un arma automática es algo muy distinto. Para que la seguridad tenga algún sentido, tú y tu marido debéis pensar en ciertos detalles y realizar algunas medidas rutinarias. Quiero repasar esos puntos contigo.

—De acuerdo.

—No me adelantaré al análisis final, pero la situación general la veo de la siguiente manera: tú y tu marido vivís en un chalet. Detrás hay una playa y en las inmediaciones unos pocos chalés grandes. Por lo que he podido apreciar, los vecinos no tienen muchas vistas sobre esta casa; se encuentra bastante aislada.

—Es verdad.

—Eso quiere decir que un intruso cuenta con muchas posibilidades de acercarse sin ser observado.

—Los vecinos de la derecha se pasan gran parte del año de viaje, y en el chalet de la izquierda vive una pareja mayor que se acuesta bastante temprano.

—Exacto. Y además, en las fachadas laterales hay pocas ventanas. Si un intruso entra en tu jardín trasero (le llevaría cinco segundos salirse del camino y meterse allí), ya nadie podrá ver nada. La parte de atrás está rodeada por un enorme seto, el garaje y una edificación independiente bastante grande.

—Es el estudio de mi marido.

—Tengo entendido que es artista.

—Correcto… Bueno, ¿y qué más?

—El intruso que rompió la ventana e hizo esa pintada en la fachada pudo hacerlo con toda tranquilidad. Tal vez se arriesgara un poco rompiendo el cristal, porque alguien podría haberlo oído, pero el chalet está construido en ángulo y el ruido fue amortiguado por la fachada.

—Ajá.

—La otra cosa es que tienes una casa grande de doscientos cincuenta metros cuadrados, sin contar el sótano y el desván. Son once habitaciones distribuidas en dos plantas.

—Es un monstruo de casa. Greger la heredó de sus padres.

—También hay múltiples maneras de entrar en ella. Por la puerta principal, por la de la terraza de atrás, por el porche de la planta superior y por el garaje. Además, algunas ventanas de la planta baja y seis ventanas del sótano carecían completamente de alarma. Por último, también podría entrar por la ventanilla del desván, que sólo está cerrada con un gancho, valiéndome de la escalera de incendios trasera.

—Dicho así, da la sensación de que lo único que le falta a la casa son puertas giratorias. ¿Qué vamos a hacer?

—La alarma que te hemos puesto hoy es provisional. Volveremos la semana que viene para hacer una instalación en condiciones, con una alarma en cada ventana de la planta baja y del sótano. Esa sería la protección antiintrusos para cuando tú y tu marido os encontréis de viaje.

—Vale.

—Pero la situación actual ha surgido porque eres víctima de la amenaza directa de un individuo concreto. Eso es mucho más serio. No tenemos ni idea de quién es ese tipo, ni de cuáles son sus motivos ni hasta dónde está dispuesto a llegar, pero podemos sacar unas cuantas conclusiones. Si sólo se tratara de anónimos correos de odio, lo consideraríamos una amenaza menor, pero en este caso se trata de una persona que, de hecho, se ha molestado en ir a tu casa, y Saltsjöbaden no está lo que se dice a la vuelta de la esquina, y cometer un atentado. Resulta bastante inquietante.

—No podría estar más de acuerdo.

—Hoy he hablado con Armanskij y coincidimos en que hay una amenaza clara y evidente.

—Ya.

—Mientras no sepamos más detalles sobre la persona en cuestión, tenemos que jugar sobre seguro.

—Lo cual quiere decir…

—Primero: la alarma que te hemos puesto hoy contiene dos componentes. Por una parte es una alarma antiintrusos normal y corriente que deberás conectar cuando no estés en casa, y por la otra es un detector de movimientos de la planta baja que activarás por las noches cuando te encuentres en la planta superior.

—De acuerdo.

—Es un poco rollo porque tendrás que desactivar la alarma cada vez que bajes a la planta baja.

—Ya.

—Segundo: también te hemos cambiado la puerta del dormitorio.

—¿Habéis cambiado la puerta?

—Sí. Hemos instalado una puerta de seguridad de acero. No te preocupes, está pintada de blanco y parece una puerta normal. La diferencia es que echa la llave automáticamente cuando la cierras. Para abrir desde dentro sólo necesitas bajar la manivela como en cualquier puerta. Pero para abrirla desde fuera deberás marcar un código de tres cifras en un teclado que se encuentra incorporado a la manivela.

—De acuerdo.

—De modo que si entran en la casa, tienes una habitación segura donde refugiarte. Las paredes son sólidas y les llevará un buen rato derribar esa puerta, aunque dispongan de herramientas. Tercero: vamos a instalar unas cámaras de vigilancia para que puedas ver lo que ocurre en el jardín trasero y en la planta baja cuando estés en el dormitorio. Eso lo haremos esta misma semana, al igual que la instalación de detectores de movimiento de fuera.

—Ay, ay, ay. Me parece que a partir de ahora mi dormitorio no va a ser un sitio muy romántico.

—Es un monitor pequeño. Podemos colocarlo en un ropero o en un armario cualquiera para que no tengas que verlo todo el tiempo.

—Bien.

—Más adelante también me gustaría cambiar la puerta del despacho y la de una habitación de aquí abajo. Si ocurriera algo, deberás meterte ahí de inmediato y echarle el cerrojo a la puerta mientras vienen en tu ayuda.

—Vale.

—Si activas la alarma antiintrusos por error, llama enseguida a la central de Milton y anula el servicio. Para poder hacerlo, será necesario que les des la clave que previamente habrás registrado con nosotros. Si se te olvidara esa clave, el coche saldría de todos modos y te cobraríamos una determinada cantidad de dinero.

—Entiendo.

—Cuatro: ya hay alarmas antiagresión en cuatro sitios. Aquí en la cocina, en la entrada, en tu despacho de la planta superior y en vuestro dormitorio. La alarma antiagresión consiste en dos botones que se han de pulsar a la vez y durante tres segundos. Puedes hacerlo con una mano, pero no puedes hacerlo por error.

—Vale.

—Si la alarma antiagresión se activa, ocurrirán tres cosas. La primera es que Milton mandará varios coches. El más cercano vendrá de Adam Säkerhet, en Fisksätra. Son dos fornidos soldaditos que se personarán en diez o doce minutos. Segunda: que un coche de Milton saldrá de Nacka. Su tiempo de llegada es, en el mejor de los casos, de veinte minutos, pero lo más probable es que sean veinticinco. Y la tercera es que se avisa en el acto a la policía. En otras palabras, llegarán varios coches con escasos minutos de intervalo.

—De acuerdo.

—Una alarma antiagresión no se anula de la misma manera que una antiintrusos. O sea, no podrás llamar y decir que ha sido una falsa alarma. Aunque salgas a nuestro encuentro y digas que se trata de un error, la policía entrará en la casa. Querremos asegurarnos de que nadie está apuntando a tu marido con una pistola o algo así. Esta alarma sólo la deberás usar cuando te encuentres realmente en peligro.

—Entiendo.

—No hace falta que sea una agresión física. Basta con que alguien intente entrar o aparezca en el jardín, o algo por el estilo. Si te sientes mínimamente amenazada acciónala, pero no lo hagas a la primera de cambio; utiliza tu buen criterio.

—Lo prometo.

—He observado que has colocado palos de golf por todas partes.

—Sí. Esta noche la he pasado sola.

—Yo me habría ido a un hotel. No me importa que tomes medidas de seguridad por tu cuenta. Pero espero que tengas claro que con un palo de golf puedes matar a un agresor con mucha facilidad.

—Mmm.

—Y si lo haces, lo más probable es que te procesen por homicidio. Si encima luego reconoces que has dejado allí los palos con la intención de armarte podrían, incluso, acusarte de asesinato.

—O sea, que debo…

—No digas nada. Ya sé lo que vas a decir.

—Si alguien me atacara, creo que le destrozaría la cabeza.

—Te entiendo. Pero la idea de contratar a Milton Security es, precisamente, que eso no ocurra. Vas a tener en todo momento la posibilidad de pedir ayuda y, sobre todo, no vas a acabar en una situación en la que no te quede más remedio que partirle el cráneo a alguien.

—De acuerdo.

—Y, por cierto, ¿qué piensas hacer con los palos de golf si el agresor va armado con una pistola? Cuando hablamos de seguridad hablamos de ir un paso por delante de la persona que te quiere hacer daño.

—¿Y qué quieres que haga con un stalker a mis espaldas?

—Asegúrate de que nunca se le brinde la oportunidad de acercarse a ti. Tal y como están las cosas, hasta dentro de unos días no terminaremos de instalarlo todo; y luego también hay que hablar con tu marido… Él tiene que ser tan consciente como tú de la seguridad.

—Vale.

—Hasta entonces, la verdad es que no quiero que te quedes aquí.

—No me puedo ir a ningún sitio. Mi marido volverá dentro de un par de días. Lo cierto es que tanto él como yo viajamos a menudo, cada uno por su lado, y pasamos aquí mucho tiempo solos.

—Entiendo. Aunque sólo se trata de un par de días, hasta que lo instalemos todo. ¿No podrías irte a casa de alguna amiga?

En un principio, Erika pensó en el apartamento de Mikael Blomkvist, pero luego se dio cuenta de que no era una buena idea.

—Gracias… pero creo que prefiero quedarme en casa.

—Me lo temía. En ese caso, quiero que estés acompañada en lo que queda de semana.

—Mmm.

—¿No tienes a nadie que pueda venirse contigo?

—Sí, claro. Pero no a las siete y media de la tarde si hay un asesino loco rondando por el jardín.

David Rosin reflexionó un instante.

—Vale. ¿Te importaría que te acompañara una empleada de Milton? Puedo hacer una llamada para ver si una chica que se llama Susanne Linder está libre esta noche. Seguro que no le importará ganarse un dinero extra.

—¿Cuánto cuesta?

—Eso lo tendrás que arreglar con ella. Esto queda al margen de cualquier acuerdo formal. Es que, de verdad, no quiero que estés sola.

—La oscuridad no me da miedo.

—Te creo. Si así fuera, no habrías pasado la noche aquí. Pero Susanne Linder, además, es ex policía. No serán más que unos cuantos días. Contratar a un guardaespaldas sería algo muy distinto y bastante más caro.

El tono serio de David Rosin hizo que Erika se decidiera. De repente, se dio cuenta de que Rosin estaba hablando con la mayor naturalidad de la posibilidad de que existiera una amenaza contra su vida. ¿Era exagerado? ¿Debería ignorar su preocupación profesional? Y entonces, para empezar: ¿por qué había llamado a Milton?

—Vale. Llámala. Le prepararé la cama en el cuarto de invitados.

Mónica Figuerola y Mikael Blomkvist no salieron de la habitación hasta las diez de la noche, envueltos en sábanas, y fueron a la cocina para preparar, con los restos que había en la nevera, una ensalada fría de pasta con atún y beicon. Bebieron agua. De repente, a Mónica Figuerola se le escapó una risita tonta.

—¿Qué?

—Sospecho que Edklinth se molestaría de lo lindo si nos viera ahora mismo. No creo que se refiriera al sexo cuando me dijo que debía vigilarte de cerca.

—Fuiste tú quien empezó. Sólo me diste la opción de elegir entre venir esposado o por mi propio pie.

—Lo sé. Pero tampoco fue demasiado difícil convencerte.

—Tal vez no seas consciente de ello, aunque creo que sí, pero tu cuerpo pide sexo a gritos. ¿Qué hombre sería capaz de resistirse?

—Gracias. Pero no creo que sea tan sexy. Y tampoco tengo tantas relaciones sexuales.

—Mmm.

—Es verdad. No suelo acabar en la cama con demasiados hombres. Esta primavera he estado más o menos saliendo con uno. Pero se terminó.

—¿Por qué?

—Era bastante mono, pero nos pasábamos el día echándonos pulsos y resultaba muy cansado. Yo era más fuerte y él no lo pudo soportar.

—Ya.

—¿Eres tú uno de esos tíos que va a querer echar un pulso conmigo?

—¿Te refieres a si me supone un problema que tú estés en mejor forma y seas más fuerte que yo? No.

—Si te soy sincera, me he dado cuenta de que bastantes hombres se interesan por mí, pero luego empiezan a desafiarme e intentan buscar diferentes maneras de dominarme. Sobre todo cuando descubren que soy poli.

—Yo no pienso competir contigo. Yo hago lo mío mejor que tú. Y tú haces lo tuyo mejor que yo.

—Bien. Con esa actitud puedo vivir.

—¿Por qué has querido liarte conmigo?

—Suelo ceder a mis impulsos. Y tú has sido uno de ellos.

—Vale. Pero eres poli, de la Säpo para más inri, y encima estás metida en una investigación en la que yo soy uno de los implicados…

—¿Quieres decir que ha sido muy poco profesional por mi parte? Tienes razón. No debería haberlo hecho. Y me causaría grandes problemas si se llegara a saber. Edklinth montaría en cólera.

—No me voy a chivar.

—Gracias.

Permanecieron un instante en silencio.

—No sé adónde nos llevará esto. Tengo entendido que eres un hombre que liga bastante. ¿Es una descripción acertada?

—Sí. Me temo que sí. Pero no estoy buscando una novia formal.

—Vale. Estoy advertida. Creo que yo tampoco estoy buscando un novio formal. ¿Podemos mantener esto en plan amistoso?

—Mejor. Mónica: no le diré a nadie que nos hemos enrollado. Pero si las cosas se tuercen, podría acabar metido en un conflicto de la hostia con tus colegas.

—La verdad es que no lo creo. Edklinth es honrado. Y realmente queremos acabar con ese club de Zalachenko. Si tus teorías se confirman, todo eso es una absoluta locura.

—Ya veremos.

—También te has enrollado con Lisbeth Salander.

Mikael levantó la mirada y miró a Mónica Figuerola.

—Oye… Yo no soy un diario abierto que todo el mundo pueda leer. Mi relación con Lisbeth no es asunto de nadie.

—Es la hija de Zalachenko.

—Sí. Y tendrá que vivir con eso. Pero no es Zalachenko. Hay una gran diferencia. ¿No te parece?

—No quería decir eso. Sólo me preguntaba hasta dónde llega tu compromiso en toda esta historia.

—Lisbeth es mi amiga. Con eso basta.

Susanne Linder, de Milton Security, llevaba vaqueros, cazadora de cuero negra y zapatillas de deporte. Llegó a Saltsjöbaden alrededor de las nueve de la noche, recibió las instrucciones de David Rosin y dio una vuelta por la casa con él. Iba armada con un portátil, una porra telescópica, gas lacrimógeno, esposas y cepillo de dientes en una bolsa militar verde que deshizo en el cuarto de invitados de Erika Berger. Luego, Erika la invitó a café.

—Gracias. Pensarás que te ha caído una invitada a la que debes entretener de mil maneras. En realidad no es así; soy un mal necesario que de pronto se ha metido en tu vida aunque sólo sea para un par de días. Fui policía durante seis años y ahora llevo cuatro trabajando para Milton Security. Soy guardaespaldas profesional.

—Muy bien.

—Hay una amenaza contra ti y yo estoy aquí para servirte de centinela, para que tú puedas dormir tranquilamente o trabajar o leer un libro o hacer lo que te apetezca. Si necesitas hablar con alguien, te escucharé con mucho gusto. Si no, he traído un libro para entretenerme.

—De acuerdo.

—Lo que quiero decir es que sigas con tu vida normal y que no sientas que me tienes que entretener. Entonces yo me convertiría en un ingrediente molesto de tu vida cotidiana. Así que lo mejor será que me veas como una compañera de trabajo temporal.

—Debo admitir que esta situación es nueva para mí. He sufrido amenazas con anterioridad, cuando era redactora jefe de Millennium, pero pertenecían al ámbito profesional. En este caso se trata de un tipo jodidamente desagradable…

—Que se ha obsesionado contigo.

—Algo así.

—Contratar un guardaespaldas de verdad para que te proteja te supondría mucho dinero y, además, es un tema que deberías tratar con Dragan Armanskij. Para que te mereciera la pena, las amenazas tendrían que ser muy claras y muy concretas. Esto es sólo un trabajillo extra para mí. Cobro quinientas coronas por cada noche que pase aquí en lo que queda de semana. Es barato y muy por debajo de lo que te facturaríamos si yo realizara este trabajo por encargo de Milton. ¿Te parece bien?

—Me parece muy bien.

—Si ocurriera algo, quiero que te encierres en el dormitorio y que dejes que yo me ocupe de todo. Tu trabajo consiste en pulsar el botón de alarma antiagresión.

—De acuerdo.

—Lo digo en serio. No te quiero ver por ahí en medio si hay algún jaleo.

Erika Berger se fue a la cama a eso de las once de la noche. Al cerrar la puerta del dormitorio oyó el clic de la cerradura. Se desnudó, pensativa, y se metió bajo las sábanas.

A pesar de haberla instado a no entretener a su invitada, lo cierto es que se pasó dos horas sentada a la mesa de la cocina con Susanne Linder. Descubrió que se llevaban estupendamente y que su compañía le resultaba agradable. Hablaron de las razones psicológicas que inducen a ciertos hombres a perseguir a las mujeres. Susanne Linder explicó que todo ese rollo psiquiátrico le traía al fresco. Le dijo que lo importante era pararles los pies a esos descerebrados y que se encontraba muy a gusto trabajando para Milton Security, ya que gran parte de su labor consistía en ofrecer resistencia a esos pirados.

—¿Por qué dejaste la policía? —preguntó Erika Berger.

—Mejor pregúntame por qué me hice policía.

—Vale. ¿Por qué te hiciste policía?

—Porque cuando tenía diecisiete años, tres guarros asaltaron y luego violaron a una íntima amiga mía en un coche. Me hice policía porque tenía la imagen romántica de que la policía estaba para impedir ese tipo de delitos.

—¿Y…?

—No pude impedir una mierda; siempre llegaba después de que se hubiese cometido el delito. Encima, no soportaba la jerga estúpida y chula del furgón. Y aprendí enseguida que ciertos delitos ni siquiera se investigan. Tú eres un buen ejemplo de ello. ¿Has intentado llamar a la policía y contarle lo que te ha ocurrido?

—Sí.

—¿Y vinieron pitando?

—No exactamente. Me dijeron que pusiera una denuncia en la comisaría más cercana al día siguiente.

—Bueno, pues ya lo sabes. Y ahora trabajo para Armanskij y entro en escena antes de que se cometa el delito.

—¿Mujeres amenazadas?

—Me ocupo de todo tipo de cosas: análisis de seguridad, guardaespaldas, vigilancia y encargos similares. Pero a menudo se trata de personas que se encuentran amenazadas y estoy mucho más a gusto en Milton que en la policía.

—Ya.

—Hay un inconveniente, claro.

—¿Cuál?

—Que sólo ofrecemos nuestros servicios a gente que pueda pagarlos.

Ya en la cama, Erika Berger reflexionó sobre lo que Susanne Linder le acababa de decir. No todo el mundo se podía costear una vida segura. Ella, por su parte, había aceptado sin pestañear las propuestas hechas por David Rosin: cambiar las puertas, pequeñas reformas, sistemas de alarma dobles, etcétera, etcétera. La suma total ascendería a cerca de cincuenta mil coronas. Ella se lo podía permitir.

Reflexionó un momento sobre la sensación que tuvo de que la persona que la estaba amenazando pertenecía al ámbito del SMP. El tipo en cuestión sabía que se había hecho un corte en el pie. Pensó en Anders Holm. No le caía bien, algo que, evidentemente, contribuía a aumentar su desconfianza hacia él, pero, por otra parte, la noticia de su herida había corrido como la pólvora desde el mismo segundo en que la vieron entrar con muletas en la redacción.

Y todavía tenía que abordar el tema de Borgsjö.

De pronto, se incorporó en la cama, frunció el ceño y miró a su alrededor. Se preguntó dónde había colocado la carpeta sobre Vitavara AB de Henry Cortez.

Se levantó, se puso la bata y se apoyó en una muleta. Luego abrió la puerta del dormitorio, fue hasta su despacho y encendió la luz. No, no había entrado allí desde… la noche anterior, cuando leyó la carpeta en la bañera. La había dejado en el alféizar de la ventana.

Miró en el baño: la carpeta no estaba en la ventana.

Se quedó parada un buen rato reflexionando.

Salí de la bañera, me acerqué a la cocina para preparar café, pisé el cristal y a partir de ahí ya tuve otras cosas en las que pensar.

No recordaba haber visto la carpeta por la mañana. Pero no la había cambiado de sitio.

De repente, un frío glacial le recorrió el cuerpo. Dedicó los siguientes cinco minutos a buscar sistemáticamente por el cuarto de baño y a revisar las pilas de papeles y periódicos de la cocina y del dormitorio. Al final, no le quedó más remedio que aceptar que la carpeta no estaba.

En algún momento del tiempo transcurrido entre que pisó el cristal y apareció David Rosin por la mañana, alguien entró en el cuarto de baño y cogió el material de Millennium sobre Vitavara AB.

Luego cayó en la cuenta de que guardaba más secretos en la casa. Volvió cojeando apresuradamente al dormitorio y abrió el cajón inferior de la cómoda que estaba junto a la cama. Se le encogió el corazón. Todo el mundo tiene secretos y ella guardaba los suyos en un cajón de su dormitorio. Erika Berger no escribía un diario regularmente, pero hubo épocas en las que sí lo hizo. En ese cajón también estaban las cartas de amor de su juventud.

Allí había, además, un sobre con fotografías que le parecieron divertidas en su momento, pero que no resultaba nada apropiado publicar. Cuando Erika tenía unos veinticinco años fue miembro del Club Xtreme, que organizaba fiestas privadas de citas para los aficionados al cuero y al charol. Si uno miraba las fotos en estado sobrio, se podría pensar que se trataba de una auténtica loca.

Y lo más catastrófico de todo: allí había un vídeo rodado a principios de los años noventa durante unas vacaciones en las que ella y su marido fueron invitados a la casa de verano que el artista del cristal Torkel Bollinger tenía en la Costa del Sol. Durante su estancia en aquel lugar, Erika descubrió que su marido tenía una tendencia marcadamente bisexual y los dos acabaron en la cama con Torkel. Habían sido unas vacaciones maravillosas. Las cámaras de vídeo seguían siendo un fenómeno bastante nuevo, y la película que grabaron como simple diversión no era apta para todos los públicos.

El cajón estaba vacío.

¿Cómo coño he podido ser tan estúpida?

En el fondo del cajón, alguien había pintado con spray las consabidas cuatro letras.