Capítulo 17.

Miércoles, 1 de junio

Nada advirtió previamente a Mikael Blomkvist de que alguien se encontraba en el rellano de la escalera cuando llegó a la puerta de su ático de Bellmansgatan 1. Eran las siete de la tarde. Se detuvo en seco al descubrir a una mujer rubia con el pelo corto y rizado sentada en el último escalón. La identificó de inmediato gracias a la foto de pasaporte que le había facilitado Lottie Karim: Mónica Figuerola, de la DGP/Seg.

—Hola, Blomkvist —lo saludó alegremente y cerró el libro que había estado leyendo. Mikael miró la portada por el rabillo del ojo y constató que estaba en inglés y que trataba de la visión que se tenía de los dioses en la Antigüedad. Alzó la mirada y examinó a su inesperada visitante.

Ella se levantó. Llevaba un veraniego vestido blanco de manga corta y había colgado una cazadora roja de cuero en la barandilla de la escalera.

—Nos gustaría hablar contigo —dijo.

Mikael Blomkvist la observó. Era alta, más alta que él, y la impresión se reforzaba por el hecho de que estaba dos peldaños más arriba. Contempló sus brazos, bajó la mirada hacia sus piernas y se dio cuenta de que tenía bastantes más músculos que él.

—Ya veo que vas mucho al gimnasio —dijo él.

Ella sonrió y sacó su placa.

—Me llamo…

—Te llamas Mónica Figuerola, naciste en 1969 y vives en Pontonjärgatan, en Kungsholmen. Eres oriunda de Borlänge, pero has trabajado como policía en Uppsala. Hace tres años que estás en la DGP/Seg, en protección constitucional. Eres una fanática del ejercicio físico y una vez fuiste una atleta de élite, y casi te clasificaste para entrar en el equipo nacional sueco que participó en los Juegos Olímpicos. ¿Qué quieres de mí?

Ella se quedó sorprendida, pero asintió y se recuperó con rapidez.

—¡Qué bien! —dijo con voz aliviada—. Entonces ya sabes quién soy y no tienes por qué tenerme miedo.

—¿No?

—Ciertas personas necesitan hablar tranquilamente contigo. Como tu casa y tu móvil parecen estar bajo escucha y hay razones para ser discreto, me han enviado a mí para invitarte.

—¿Y por qué querría yo ir a algún sitio con una persona que trabaja en la Säpo?

Reflexionó un rato.

—Bueno… puedes acompañarme aceptando una amable invitación, pero si lo prefieres, te esposo y te llevo conmigo.

Ella sonrió dulcemente. Mikael Blomkvist le devolvió la sonrisa.

—Oye, Blomkvist: entiendo que tengas motivos de sobra para desconfiar de alguien que viene de la Säpo. Pero lo cierto es que no todos los que trabajamos allí somos tus enemigos, y hay muy buenas razones para hablar con mis jefes.

Él aguardó.

—Bueno, ¿qué prefieres? ¿Esposado o voluntario?

—Este año ya me han esposado una vez. Ya tengo el cupo cubierto. ¿Adónde vamos?

Mónica Figuerola conducía un Saab 9-5 nuevo, que estaba aparcado a la vuelta de la esquina de Pryssgränd. Al subir al coche, ella abrió su móvil y marcó un número predeterminado.

—Llegaremos en quince minutos —comunicó.

Le dijo a Mikael Blomkvist que se abrochara el cinturón de seguridad y pasó por Slussen hasta llegar a Östermalm, donde aparcó en una calle perpendicular a Artillerigatan. Se quedó quieta un instante y lo observó.

—Blomkvist: ésta es una invitación amistosa. No te va a pasar nada.

Mikael Blomkvist no dijo nada. Se guardó sus comentarios para cuando supiera de qué iba todo aquello. Ella marcó el código de la puerta. Subieron en el ascensor hasta la cuarta planta, a un apartamento en cuya puerta figuraba el nombre de Martinsson.

—Sólo hemos tomado prestado el piso para la reunión de esta tarde —dijo ella antes de abrir—. A la derecha, al salón.

La primera persona a la que Mikael vio fue Torsten Edklinth, algo que no le produjo ninguna sorpresa, ya que la Säpo estaba implicada en grado sumo en el desarrollo de los acontecimientos y porque, además, Edklinth era el jefe de Mónica Figuerola. Que el jefe de protección constitucional se hubiera molestado en ir a buscarlo indicaba que alguien estaba preocupado.

Luego percibió que una figura que se hallaba junto a la ventana se volvía hacia él. El ministro de Justicia. Eso sí que resultó sorprendente.

A continuación, oyó un ruido por la derecha y vio a una persona enormemente familiar levantarse de un sillón. Nunca se habría imaginado que Mónica Figuerola lo trajera a una más bien nocturna reunión conspirativa con el primer ministro.

—Buenas noches, señor Blomkvist —dijo el primer ministro—. Discúlpenos por haberle pedido con tan poca antelación que venga a esta reunión, pero hemos comentado la situación y todos estamos de acuerdo en que debemos hablar con usted, bueno… contigo. Pasemos de formalidades. ¿Te apetece un café o alguna otra cosa?

Mikael miró a su alrededor. Vio un mueble de comedor de madera oscura repleto de vasos, tazas vacías y restos de una tarta salada. Ya deben de llevar aquí unas cuantas horas.

—Ramlösa —dijo.

Se la sirvió Mónica Figuerola. Luego ellos se sentaron en unos sofás que había al fondo de la habitación y ella permaneció de pie.

—Me ha reconocido y sabe cómo me llamo, dónde vivo, dónde trabajo y que soy una adicta al ejercicio físico —les comentó Mónica Figuerola.

El primer ministro le echó una rápida mirada a Torsten Edklinth en primer lugar y luego a Mikael Blomkvist. De repente, Mikael se dio cuenta de que se encontraba en una posición de poder: el primer ministro necesitaba algo de él y probablemente no tuviera ni idea de lo que Mikael Blomkvist sabía.

—Intento hacerme una idea de quién es quién en todo este cacao —dijo Mikael con un tono ligero de voz.

No seré yo el que engañe al primer ministro.

—¿Y cómo conocías el nombre de Mónica Figuerola? —preguntó Edklinth.

Mikael miró de reojo al jefe de protección constitucional. No tenía ni idea de lo que había llevado al primer ministro a convocar una reunión secreta en un piso prestado del barrio de Östermalm, pero se sentía inspirado. En la práctica, no había tantas posibilidades: era Dragan Armanskij quien había puesto la bola en juego dándole la información a alguien en quien confiaba. Y ese alguien debía haber sido Edklinth o alguna persona cercana. Mikael se arriesgó.

—Un amigo común habló contigo —le dijo a Edklinth—. Pusiste a Figuerola a investigar lo que estaba pasando y ella descubrió que unos activistas de la Säpo se dedican a realizar escuchas ilegales, a robar en mi casa y actividades por el estilo, con lo cual confirmaste la existencia del club de Zalachenko. Eso te preocupó tanto que sentiste la necesidad de llevar el asunto más allá, pero te quedaste sentado en tu despacho sin saber muy bien a quién acudir. Así que te dirigiste al ministro de Justicia, quien, a su vez, se dirigió al primer ministro. Y aquí estamos. ¿Qué queréis de mí?

Mikael habló con un tono que daba a entender que disponía de una fuente muy bien situada y que le había permitido seguir cada paso dado por Edklinth. Cuando los ojos de éste se abrieron de par en par, vio que el farol que se acababa de marcar había dado resultado. Prosiguió.

—El club de Zalachenko me espía a mí, yo los espío a ellos y tú espías al club de Zalachenko, de modo que, a estas alturas, el primer ministro está tan preocupado como cabreado. Sabe que cuando terminemos esta conversación le espera un escándalo al que tal vez no sobreviva el gobierno.

Mónica Figuerola esbozó una repentina sonrisa, pero la ocultó tras un vaso de Ramlösa. Acababa de percatarse de que Blomkvist se estaba marcando un farol, y de entender cómo la había podido sorprender con el conocimiento de su nombre y hasta del número de zapato que calzaba.

Me vio en el coche en Bellmansgatan. Es una persona que siempre está en guardia. Se quedó con la matrícula y me identificó. Pero todo lo demás son conjeturas.

Ella no dijo nada.

El primer ministro parecía preocupado.

—¿Es eso lo que nos espera? —preguntó—. ¿Un escándalo que va a derrotar al gobierno?

—El gobierno no es mi problema —dijo Mikael—. Mi trabajo consiste en sacar a la luz mierdas como la del club de Zalachenko.

El primer ministro asintió.

—Y el mío consiste en gobernar el país de acuerdo con los principios de la Constitución.

—Lo cual quiere decir que mi problema, en definitiva, también es el problema del gobierno. Pero no al revés.

—Dejemos de dar rodeos. ¿Por qué crees que he preparado este encuentro?

—Para averiguar cuánto sé y qué pienso hacer.

—Por una parte sí. Pero, más concretamente, porque todo esto ha ocasionado una crisis constitucional. Déjame comentarte en primer lugar que el gobierno no tiene nada que ver con este asunto. Nos ha cogido completamente por sorpresa. Nunca he oído hablar de ese… ese club al que llamas el club de Zalachenko. El ministro de Justicia no sabe nada al respecto. Torsten Edklinth, que ocupa un alto cargo dentro de la DGP/Seg y que lleva trabajando allí muchos años, nunca ha oído hablar del tema.

—Sigue sin ser mi problema.

—Ya lo sé. Lo que queremos saber es cuándo piensas publicar tu texto y, preferentemente, el contenido exacto de lo que quieres publicar. Es sólo una pregunta; no tiene nada que ver con una pretensión de controlar posibles daños.

—¿No?

—Blomkvist, lo peor que yo podría hacer en este momento sería intentar influir en el contenido de tu reportaje. En su lugar, voy a proponerte una colaboración.

—Soy todo oídos.

—Ahora que hemos confirmado que existe una conspiración dentro de una parte excepcionalmente delicada de la administración del Estado, he ordenado que se lleve a cabo una investigación —el primer ministro se volvió hacia el ministro de Justicia—: ¿puedes explicarle en qué consiste la orden del gobierno?

—Es muy fácil. Se le ha encomendado a Torsten Edklinth la misión de que investigue con urgencia si todo esto se puede confirmar. Su encargo consiste en recopilar información para que pueda serle entregada al fiscal general, quien, a su vez, ha de decidir si dictar auto de procesamiento o no. En otras palabras, una orden muy clara.

Mikael asintió con la cabeza.

—A lo largo de la tarde, Edklinth nos ha ido informando del desarrollo de la investigación. Hemos tenido una larga discusión sobre algunos detalles constitucionales: queremos, por supuesto, que se hagan bien las cosas.

—Naturalmente —dijo Mikael en un tono que daba a entender que no se fiaba nada de las garantías del primer ministro.

—La investigación se encuentra ahora en una fase delicada. Aún no sabemos con exactitud qué personas están implicadas. Necesitamos tiempo para identificarlas. Por eso enviamos a Mónica Figuerola para que te invitara a esta reunión.

—Pues ha hecho muy bien su trabajo: no me ha dado muchas opciones.

El primer ministro frunció el ceño y miró de reojo a Mónica Figuerola.

—Olvídalo —dijo Mikael—. Su comportamiento ha sido ejemplar. ¿Qué es lo que deseas?

—Queremos saber cuándo piensas publicar tu texto. Ahora mismo la investigación se está llevando a cabo con la máxima confidencialidad, de manera que, si actúas antes de que Edklinth termine, podrías echarlo todo a perder.

—Mmm. ¿Y cuándo quieres que lo publique? ¿Después de las próximas elecciones?

—Eso lo decides tú; yo no puedo influir sobre eso. Lo que te pido es que, antes de hacerlo, nos avises para que nosotros sepamos qué fecha límite tenemos para llevar a cabo nuestra investigación.

—Entiendo. Antes mencionaste algo sobre una colaboración…

—Primero quiero decir que, en circunstancias normales, ni se me habría pasado por la cabeza pedirle a un periodista que asistiera a una reunión como ésta.

—Creo que en circunstancias normales habrías hecho todo lo que hubiera estado en tu mano para mantener alejados a los periodistas de una reunión así.

—Sí. Pero tengo entendido que a ti te motivan varios factores. Como periodista tienes fama de no andarte con chiquitas cuando se trata de corrupción. En ese caso, no hay ninguna discrepancia con respecto a nosotros.

—¿No?

—No. Ni la más mínima. O, mejor dicho… si hay alguna, es más bien de carácter jurídico, pero no en lo que se refiere al objetivo. Si es verdad que existe ese club de Zalachenko, no sólo se trata de una organización criminal, sino también de una amenaza para la seguridad del país. Hay que pararlos y los responsables tienen que ser entregados a la justicia. En eso tú y yo estamos de acuerdo ¿no?

Mikael asintió.

—Tengo entendido que conoces esta historia mejor que nadie. Lo que te proponemos es que compartas tus conocimientos. Si esto hubiera sido una investigación policial normal y corriente en torno a un simple delito, el que instruyera el caso podría haberte convocado a un interrogatorio. Pero esto es, como ya sabes, una situación extrema.

Mikael permaneció callado un instante mientras reflexionaba sobre el asunto.

—¿Y qué me dais a cambio si colaboro?

—Nada. No voy a negociar contigo. Si quieres publicar el texto mañana mismo, hazlo. No quiero verme envuelto en ningún tipo de regateo que pueda ser dudoso desde un punto de vista constitucional. Pido tu colaboración por el bien de la nación.

—Nada puede ser bastante —dijo Mikael Blomkvist—. Déjame decirte una cosa: estoy muy cabreado. Estoy muy cabreado con el Estado, con el gobierno, con la Säpo y con esos malditos cabrones que, sin ninguna razón, encerraron a una niña de doce años en el manicomio para luego asegurarse de que la declaraban incapacitada.

—Lisbeth Salander se ha convertido en un asunto gubernamental —dijo el primer ministro, sonriendo incluso—. Mikael: personalmente estoy muy indignado por todo lo que le ha pasado. Y créeme cuando te digo que los responsables van a pagar por lo que han hecho. Pero antes de hacer nada, necesitamos saber quiénes son.

—Tú tienes tus problemas. El mío es que quiero que se absuelva a Lisbeth Salander y que anulen su declaración de incapacidad.

—Ahí no te puedo ayudar. No estoy por encima de la ley y no puedo dictar lo que han de decidir los fiscales y los jueces. Debe ser absuelta en un juicio.

—De acuerdo —dijo Mikael Blomkvist—. Quieres una colaboración. Dame acceso a la investigación de Edklinth y contaré qué es lo que pienso publicar y cuándo.

—No puedo. Eso me pondría a mí con respecto a ti en la misma situación que vivió el predecesor del ministro de Justicia con aquel Ebbe Carlsson.

—Yo no soy Ebbe Carlsson —dijo Mikael tranquilamente.

—Eso ya me ha quedado claro. Sin embargo, Torsten Edklinth sí que puede decidir, claro está, qué información es la que desea compartir mientras el marco de su misión se lo permita.

—Mmm —murmuró Mikael Blomkvist—. Quiero saber quién era Evert Gullberg.

Un silencio se instaló en el salón.

—Lo más probable es que, durante muchos años, Evert Gullberg fuera el jefe de esa sección de la DGP/Seg a la que tú llamas El club de Zalachenko —dijo Edklinth.

El primer ministro le echó una mirada incisiva a Edklinth.

—Creo que eso ya lo sabía —dijo Edklinth, excusándose.

—Es correcto —intervino Mikael—. Empezó en los años cincuenta en la Säpo y en los sesenta se convirtió en jefe de algo llamado Sección para el Análisis Especial. Fue él quien se ocupó de todo el asunto Zalachenko.

El primer ministro negó con la cabeza.

—Sabes más de lo debido. Y me encantaría enterarme de cómo lo has averiguado. Pero no te lo voy a preguntar.

—Mi historia tiene algunos agujeros —dijo Mikael—. Y quiero taparlos. Dame la información que me falta y no os pondré la zancadilla.

—Como primer ministro no puedo darte esa información. Y Torsten Edklinth estaría en la cuerda floja si lo hiciera.

—¡Y una mierda! Yo sé lo que queréis. Tú sabes lo que yo quiero. Si me dais esa información, os trataré como fuente, con toda la garantía de anonimato que eso implica. No me malentendáis: en mi reportaje voy a contar la verdad tal y como yo la veo. Si tú estás implicado, te dejaré en evidencia y me aseguraré de que nunca jamás vuelvas a ser elegido. Pero, de momento, no tengo motivos para creer que ése sea el caso.

El primer ministro miró de reojo a Edklinth. Tras un instante de duda, movió afirmativamente la cabeza. Mikael lo vio como una señal de que el primer ministro acababa de violar la ley —si bien era cierto que de un modo muy teórico— dando su consentimiento a que Mikael pudiese acceder a información clasificada.

—Esto se soluciona de una forma bastante sencilla —dijo Edklinth—. Soy el responsable de una comisión unipersonal, de modo que yo mismo elijo a mis colaboradores. Tú no puedes formar parte de esa comisión, ya que eso implicaría que te vieras obligado a firmar una declaración de secreto profesional. Pero no hay nada que me impida contratarte como asesor externo.

Desde que Erika Berger tuvo que meterse en el traje del difunto redactor jefe Håkan Morander, su vida se había llenado, día y noche, de un sinfín de reuniones y trabajo. Se sentía en todo momento mal preparada, incapaz y poco puesta al día.

Hasta la tarde del miércoles, casi dos semanas después de que Mikael Blomkvist le diera la carpeta de la investigación de Henry Cortez sobre el presidente de su junta directiva, Magnus Borgsjö, Erika no tuvo tiempo para dedicarse a ese asunto. Cuando la abrió se dio cuenta de que su tardanza también se debía al hecho de que no le apetecía mucho abordar ese tema. Ya sabía que, hiciera lo que hiciese, acabaría en catástrofe.

Llegó al chalet de Saltsjöbaden más pronto de lo habitual, a eso de las siete de la tarde, desactivó la alarma de la entrada y constató sorprendida que su marido, Greger Backman, no estaba en casa. Tardó un rato en recordar que esa mañana ella lo había besado con un cariño especial porque él se iba a París para dar unas conferencias y no volvería hasta el fin de semana. Fue consciente de que no tenía ni idea de a quién le iba a dar las charlas, ni de qué trataban ni de cuándo había recibido la invitación.

Mire, perdone, pero he perdido a mi marido. Se sintió como el personaje de un libro del doctor Richard Schwartz y se preguntó si necesitaría la ayuda de un psicoterapeuta.

Subió a la planta superior, llenó la bañera y se desnudó. Cogió la carpeta de la investigación, se metió con ella en la bañera y dedicó la siguiente media hora a leerla. Cuando terminó no pudo reprimir una sonrisa: Henry Cortez iba a ser un periodista formidable. Tenía veintiséis años y llevaba cuatro trabajando en Millennium, desde que se licenció. Ella sintió un cierto orgullo. Toda esa historia de los inodoros y del señor Borgsjö llevaba la firma de Millennium de principio a fin y no había ni una sola línea que no estuviera muy bien documentada.

Pero también se sintió triste. Magnus Borgsjö era una buena persona y le caía bien. Era discreto, escuchaba, tenía encanto y no le parecía nada arrogante. Además, era su jefe y el que le había dado el trabajo. Maldito Borgsjö… ¿Cómo coño has podido ser tan estúpido?

Reflexionó un rato intentando encontrar una conexión alternativa o alguna circunstancia atenuante, pero ya sabía que no iba a dar con nada que le sirviera de excusa.

Dejó la carpeta de la investigación en el alféizar de la ventana y se estiró en la bañera para meditar sobre el tema.

Era inevitable que Millennium publicara el reportaje. Si ella hubiese seguido como redactora jefe de la revista, no lo habría dudado ni un segundo, y el hecho de que la hubieran puesto al corriente de la historia con antelación no era más que un gesto personal que dejaba claro que Millennium, en la medida de lo posible, quería paliar los daños que a ella, como persona, le pudiesen ocasionar. Si la situación hubiera sido al revés —esto es: si el SMP hubiese encontrado alguna mierda oculta sobre el presidente de la junta de Millennium (aunque, en realidad, fuera ella)—, tampoco habría dudado sobre si publicarlo o no.

La publicación iba a dañar seriamente a Magnus Borgsjö. En realidad, lo más grave del asunto no era que su empresa Vitavara AB le hubiese pedido inodoros a una empresa de Vietnam que figuraba en la lista negra que la ONU había confeccionado con las empresas que se dedican a la explotación laboral infantil. En este caso concreto, la empresa utilizaba, además, mano de obra esclava, la de los prisioneros, algunos de los cuales podrían ser definidos, sin duda, como prisioneros políticos. Lo más grave era que Magnus Borgsjö conocía esas circunstancias y, aun así, había elegido continuar solicitando los inodoros de Fong Soo Industries. Se trataba de una avaricia que, tras la estela dejada por otros gánsteres capitalistas como el destituido director ejecutivo de Skandia, no gustaba mucho al pueblo sueco.

Magnus Borgsjö, naturalmente, afirmaría que no conocía las condiciones de trabajo de Fong Soo, pero Henry Cortez tenía una buena documentación al respecto, de modo que, en el instante en que Borgsjö intentara poner esa excusa, también sería tachado de mentiroso. Porque la verdad era que en el mes de junio de 1997, Magnus Borgsjö viajó a Vietnam para firmar los primeros contratos. En esa ocasión pasó diez días en el país y, entre otras cosas, visitó las fábricas de la empresa. Si intentara mantener que nunca supo que varios de los trabajadores de la fábrica sólo tenían doce o trece años, quedaría como un idiota.

La cuestión de la posible falta de conocimientos de Borgsjö se zanjaría definitivamente por el hecho de que Henry Cortez podría probar que la comisión de la ONU que se ocupaba de estudiar la explotación laboral de los niños incluyó en 1999 a Fong Soo Industries en la lista de empresas que utilizaban mano de obra infantil. Eso provocó la aparición de numerosos artículos en la prensa e indujo a dos organizaciones sin ánimo de lucro, independientes entre sí, entre ellas la mundialmente reconocida International Joint Effort Against Child Labour de Londres, a escribir una serie de cartas a empresas que eran clientes de Fong Soo. A Vitavara AB se mandaron no menos de siete, dos de las cuales se dirigieron personalmente a Magnus Borgsjö. La organización de Londres, encantada, había entregado la documentación a Henry Cortez y aprovechó para comentarle que Vitavara AB no había contestado a ninguna de las cartas.

Sin embargo, Magnus Borgsjö viajó a Vietnam en otras dos ocasiones —2001 y 2004— para renovar los contratos. Ese era el golpe de gracia. Todas las posibilidades con que Borgsjö contaba para alegar ignorancia se acababan ahí.

La atención mediática que se desencadenaría sólo podría conducir a una sola cosa: si Borgsjö fuera inteligente, pediría perdón públicamente y dimitiría de todos sus cargos, porque si se intentara defender, sería aniquilado en el proceso.

A Erika le daba igual que Borgsjö fuese el presidente de la junta de Vitavara AB o no. Para ella, lo más grave era que también fuera presidente del SMP. La publicación de todo ese asunto significaría que se vería obligado a dimitir. En una época en la que el periódico se encontraba al borde del abismo y se acababa de poner en marcha un plan de renovación, el SMP no se podía permitir un presidente de junta que tuviera una vida dudosa. Perjudicaría al periódico. Así que él tendría que irse del SMP.

A Erika Berger, por consiguiente, se le presentaban dos líneas distintas de actuación:

Podía ir a hablar con Borgsjö, ponerle las cartas sobre la mesa, enseñarle la documentación e inducirlo a que él mismo llegara a la conclusión de que debía dimitir antes de que se publicara el reportaje.

Pero si ponía trabas, entonces convocaría a los miembros de la junta, les informaría de la situación y les obligaría a destituirlo. Y si la junta no estuviera de acuerdo con esa forma de proceder, se vería obligada a dimitir de inmediato como redactora jefe del SMP.

Cuando Erika Berger llegó a ese punto de su reflexión, el agua de la bañera ya se había enfriado. Se duchó, se secó, entró en el dormitorio y se puso una bata. Luego cogió el móvil y llamó a Mikael Blomkvist. No hubo respuesta. En su lugar, bajó a la planta baja para preparar café y, por primera vez desde que había empezado a trabajar en el SMP, comprobar si, por casualidad, ponían alguna película en la tele con la que poder relajarse.

Al pasar por delante de la entrada del salón sintió un agudo dolor en el pie, bajó la mirada y descubrió que sangraba profusamente. Dio otro paso y el dolor le recorrió todo el pie. Se acercó hasta una silla de época saltando sobre una pierna y se sentó. Al levantar el pie descubrió, para su horror, que se había clavado un trozo de cristal en el talón. Al principio se sintió desfallecer. Luego se armó de valor, agarró el trozo de cristal y se lo sacó. Le dolió endiabladamente y la sangre empezó a salir a borbotones de la herida.

Abrió un cajón de la cómoda de la entrada donde tenía los fulares, los guantes y los gorros. Encontró un fular que se apresuró a envolver alrededor del pie y atar con fuerza. No fue suficiente y lo reforzó con otra improvisada venda. El flujo de sangre se redujo un poco.

Asombrada, se quedó mirando el ensangrentado trozo de cristal. ¿Cómo ha venido a parar hasta aquí? Luego descubrió más cristales en el suelo. ¿Qué coño…? Se levantó, echó un vistazo al salón y vio que el gran ventanal panorámico con vistas al mar se hallaba roto y que todo el suelo estaba lleno de cristales.

Fue retrocediendo hasta la puerta y se puso los zapatos que se había quitado al llegar a casa. Bueno, se puso un zapato, introdujo los dedos del pie dañado en el otro y entró más o menos saltando a la pata coja para observar los destrozos.

Luego descubrió un ladrillo en medio de la mesa del salón.

Se acercó cojeando hasta la puerta de la terraza y salió. En la fachada, alguien había pintado con spray una palabra cuyas letras tenían un metro de alto:

PUTA

Eran más de las nueve de la noche cuando Mónica Figuerola le abrió la puerta del coche a Mikael Blomkvist. Acto seguido, rodeó el vehículo y se sentó al volante.

—¿Te llevo a casa o quieres que te deje en algún otro sitio?

Mikael Blomkvist miraba al vacío.

—Si te soy sincero… no sé muy bien dónde. Es la primera vez que presiono a un primer ministro.

Mónica Figuerola se rió.

—Has jugado tus cartas bastante bien —dijo—. No tenía ni idea de que tuvieras tanto talento para jugar al póquer y marcarte esos faroles.

—Todo lo que he dicho iba en serio.

—Ya, me refiero a que has dado la impresión de saber bastante más de lo que en realidad sabes. Me di cuenta de ello cuando entendí cómo me habías identificado.

Mikael volvió la cabeza y miró el perfil de Mónica.

—Te quedaste con la matrícula de mi coche cuando estaba aparcado en la cuesta de delante de tu casa.

Él asintió.

—Les has hecho creer que estabas al corriente de todo lo que se hablaba en el despacho del primer ministro.

—¿Y por qué no has dicho nada?

Ella le echó una rápida mirada y se incorporó a Grev Turegatan.

—Son las reglas del juego… No debería haber aparcado allí. Pero fue el único sitio que encontré. Joder, cómo controlas tus alrededores, tío.

—Estabas con un plano en al asiento delantero y hablando por teléfono. Cogí la matrícula y la comprobé por pura rutina. Como hago con todos los coches que me llaman la atención. En general, sin resultados. Pero en tu caso descubrí que trabajas para la Säpo.

—Seguía a Mårtensson. Luego me enteré de que tú ya lo estabas controlando con la ayuda de Susanne Linder, de Milton Security.

—Armanskij la puso allí para que documentara todo lo que sucediera en los alrededores de mi casa.

—La vi entrar en el portal, así que supongo que Armanskij ha instalado algún tipo de vigilancia oculta en tu domicilio.

—Correcto. Tenemos un excelente vídeo de cómo entran en mi apartamento y revisan todos mis papeles. Mårtensson llevaba consigo una fotocopiadora portátil. ¿Habéis identificado al cómplice de Mårtensson?

—Un tipo sin importancia. Un cerrajero con un pasado delictivo al que probablemente están pagando para que abra tu puerta.

—¿Nombre?

—¿Estoy protegida como fuente?

—Por supuesto.

—Lars Faulsson. Cuarenta y siete años. Le llaman Falun. Condenado por reventar una caja fuerte en los años ochenta y otras cosillas. Tiene un negocio en Norrtull.

—Gracias.

—Pero dejemos los secretos para la reunión de mañana.

La reunión con el primer ministro había acabado en un acuerdo que significaba que, al día siguiente, Mikael Blomkvist visitaría el Departamento de protección personal para iniciar el intercambio de información. Mikael reflexionó. Acababan de pasar la plaza de Sergel.

—¿Sabes una cosa? Me muero de hambre. Comí sobre las dos y había pensado preparar pasta al llegar a casa, pero justo entonces me pillaste tú. ¿Has cenado?

—Hace un rato.

—Llévame a algún garito donde den comida decente.

—Toda la comida es decente.

Mikael la miró por el rabillo del ojo.

—Yo pensaba que tú eras una fanática de la dieta sana.

—No, yo soy una fanática del ejercicio. Y si haces ejercicio, puedes comer lo que quieras. Dentro de unos límites razonables, claro está.

Ella fue frenando en el viaducto de Klaraberg sopesando las alternativas. En vez de girar hacia Södermalm siguió recto hasta Kungsholmen.

—No sé cómo son los restaurantes de Södermalm, pero conozco un excelente restaurante bosnio en Fridhemsplan. Tienen un burek fantástico.

—Eso suena muy bien —dijo Mikael Blomkvist.

Tocando las letras una a una con el puntero, Lisbeth Salander iba avanzando en su redacción. Trabajaba una media de cinco horas al día. Se expresaba con exactitud. Tenía mucho cuidado en ocultar todos los detalles que pudieran ser utilizados en su contra.

El hecho de que estuviera encerrada se había convertido en una bendición. Podía trabajar cada vez que la dejaban sola en la habitación y siempre recibía el aviso de que había que esconder el ordenador de mano cuando oía el sonido de un llavero o de una llave que se introducía en la cerradura.

Cuando estaba a punto de cerrar con llave la casa de Bjurman, en las afueras de Stallarholmen, llegaron Carl-Magnus Lundin y Sonny Nieminen en sendas motos. Debido al hecho de que llevaban un tiempo buscándome por encargo de Zalachenko/Niedermann se asombraron al verme allí. Magge Lundin se bajó de la moto y comentó: «Creo que la bollera necesita una buena polla». Tanto él como Nieminen se comportaron de una forma tan amenazadora que me vi obligada a recurrir a mi derecho de actuar en legítima defensa. Abandoné el lugar montada en la moto de Lundin, la cual dejé luego delante del recinto ferial de Älvsjö.

Leyó el párrafo y asintió para sí misma en señal de aprobación. No había razones para añadir que, además, Magge Lundin la había llamado puta y que, por eso, ella se agachó, cogió el P-83 Wanad de Nieminen y castigó a Lundin pegándole un tiro en el pie. La policía, sin duda, podía imaginárselo, pero era cosa suya probar que fue eso lo que ocurrió. No tenía ninguna intención de facilitarles el trabajo confesando algo que le podría acarrear una sentencia de cárcel por lesiones graves.

El texto contaba ya con el equivalente a treinta y tres páginas y se estaba acercando al final. En ciertos pasajes se mostró enormemente parca con los detalles y se esmeró mucho en asegurarse de que en ningún momento presentaba pruebas que pudieran demostrar alguna de las muchas afirmaciones que hacía. Llegó incluso al extremo de ocultar ciertas pruebas obvias para, en su lugar, centrarse en el siguiente eslabón de la cadena de acontecimientos.

Reflexionó un rato y volvió a leer esa parte del escrito en la que daba cuenta de la sádica y brutal violación cometida por el abogado Nils Bjurman. Era el pasaje al que le había dedicado más tiempo y uno de los pocos que redactó varias veces hasta que estuvo contenta con el resultado final. El párrafo comprendía diecinueve líneas. En un tono neutro y objetivo daba cumplida cuenta de cómo él le pegó, la tiró boca abajo sobre la cama, le tapó la boca con cinta y la esposó. A continuación explicaba que, a lo largo de la noche, practicó con ella repetidos y violentos actos sexuales en los que se incluían tanto la penetración oral como la anal. Después describía cómo, en una de las violaciones, él cogió una prenda de ella —su camiseta—, se la pasó alrededor del cuello y se la mantuvo apretada durante tanto tiempo que, en algunos momentos, ella llegó a perder la conciencia. A todo eso le seguían unas cuantas líneas más en las que hacía alusión a los objetos que él usó durante la violación, como por ejemplo un látigo corto, un tapón anal, un grueso consolador y unas pinzas con las que le pellizcó los pezones.

Frunció el ceño y estudió el texto. Después levantó el puntero y redactó unas cuantas líneas más.

En una ocasión en la que todavía tenía la boca tapada, Bjurman comentó el hecho de que yo llevara varios tatuajes y piercings, entre ellos un arito en el pezón izquierdo. Me preguntó si me gustaban los piercings y, acto seguido, dejó un instante la habitación. Volvió con una aguja con la que me perforó el pezón derecho.

Tras leerlo dos veces, asintió de forma aprobatoria. El tono burocrático le confería al pasaje un carácter tan surrealista que parecía una absurda fabulación.

Dicho de forma simple: la historia no sonaba creíble.

Eso era, justamente, lo que Lisbeth Salander pretendía.

En ese instante oyó el sonido del llavero del vigilante de Securitas. Apagó enseguida el ordenador de mano y lo colocó en el hueco de detrás de la mesilla. Era Annika Giannini. Frunció el ceño: eran más de las nueve de la noche y Giannini no solía aparecer tan tarde.

—Hola, Lisbeth.

—Hola.

—¿Cómo estás?

—No la he terminado todavía.

Annika Giannini suspiró.

—Lisbeth: han fijado la fecha del juicio para el trece de julio.

—Está bien.

—No, no está bien. El tiempo pasa y no confías en mí. Empiezo a tener miedo de haber cometido un terrible error aceptando ser tu abogada. Si queremos tener la más mínima oportunidad, has de fiarte de mí. Debes colaborar conmigo.

Lisbeth examinó a Annika Giannini durante un buen rato. Al final echó la cabeza hacia atrás y miró al techo.

—Ya sé cómo lo vamos a hacer —dijo Lisbeth—. He entendido el plan de Mikael. Y tiene razón.

—No estoy tan segura —dijo Annika.

—Pero yo sí.

—La policía quiere volver a interrogarte. Un tal Hans Faste, de Estocolmo.

—Deja que me interrogue. No diré ni una palabra.

—Debes dar una explicación.

Lisbeth miró fijamente a Annika Giannini.

—Repito: no le vamos a decir ni una sola palabra a la policía. Cuando nos presentemos en la sala del juicio, el fiscal no va a tener ni una sola sílaba sobre la que apoyarse. Todo lo que conseguirá será la declaración que estoy preparando ahora y que, en su mayoría, le va a parecer absurda. Y se la daré unos pocos días antes del juicio.

—¿Y cuándo vas a coger un boli y terminar esa presentación?

—Te la daré dentro de unos días. Pero el fiscal no la verá hasta poco antes del juicio.

Annika Giannini parecía escéptica. De repente, Lisbeth mostró una prudente y torcida sonrisa.

—Hablas de confianza. ¿Yo me puedo fiar de ti?

—Por supuesto.

—Vale, ¿puedes pasarme a escondidas un ordenador de mano para que me mantenga en contacto con la gente por Internet?

—No. Claro que no. Si se descubriera, me procesarían y perdería mi licencia de abogada.

—Pero ¿y si otra persona me pasara uno… lo denunciarías a la policía?

Annika arqueó las cejas.

—Bueno, si no lo conociera…

—Pero ¿y si lo conocieras? ¿Cómo actuarías?

Annika reflexionó un largo rato.

—Haría la vista gorda. ¿Por qué?

—Dentro de poco, ese hipotético ordenador te enviará un hipotético correo. Cuando lo hayas leído, quiero que vuelvas a visitarme.

—Lisbeth…

—Espera. Verás, esto es así: el fiscal juega con las cartas marcadas. Haga lo que haga, me encuentro en una posición de inferioridad, y el objetivo del juicio es volver a encerrarme en una clínica psiquiátrica.

—Lo sé.

—Si quiero sobrevivir, también tengo que recurrir a métodos ilegales.

Al final, Annika Giannini asintió.

—Cuando viniste a verme por primera vez me diste saludos de parte de Mikael Blomkvist. Me ha dicho que te lo ha contado casi todo sobre mí, excepto algunas cosas. Una de esas excepciones es la destreza que él descubrió en mí cuando estuvimos en Hedestad.

—Sí.

—Se refería a que soy cojonuda con los ordenadores. Tan cojonuda que puedo leer y copiar lo que hay en el ordenador del fiscal Ekström.

Annika Giannini palideció.

—Tú no puedes implicarte en eso. Quiero decir que no puedes usar ese material en el juicio —le aclaró Lisbeth.

—No, claro que no.

—O sea, que no lo sabes.

—De acuerdo.

—En cambio, otra persona, digamos tu hermano, puede publicar determinadas partes de ese material. Eso lo debes tener en cuenta cuando planees nuestra estrategia de cara al juicio.

—Entiendo.

—Annika, este juicio lo ganará quien utilice los métodos más duros.

—Ya lo sé.

—Estoy contenta contigo como abogada. Confío en ti y necesito tu ayuda.

—Mmm.

—Pero si vas a ponerme trabas porque yo también empleo métodos poco éticos, entonces perderemos.

—Sí.

—Y si eso es así, quiero saberlo ya. Pero me veré obligada a despedirte y buscar a otra persona.

—Lisbeth, no puedo violar la ley.

—Tú no vas a violar ninguna ley. Pero tienes que cerrar los ojos cuando yo lo haga. ¿Podrás hacerlo?

Lisbeth Salander esperó pacientemente durante casi un minuto hasta que Annika Giannini hizo un gesto afirmativo.

—Bien. Déjame que te ponga al tanto de las líneas generales de mi presentación.

Hablaron durante más de dos horas.

Tenía razón Mónica Figuerola cuando dijo que el burek del restaurante bosnio era fantástico. Mikael Blomkvist la miró con disimulo mientras ella volvía del cuarto de baño. Se movía con la gracia de una bailarina de ballet, pero su cuerpo era como… Mikael no podía remediar sentirse fascinado. Reprimió el impulso de alargar la mano y tocarle los músculos de las piernas.

—¿Desde cuándo haces deporte? —preguntó.

—Desde que era joven.

—¿Y cuántas horas por semana le dedicas?

—Dos horas al día. A veces tres.

—¿Por qué? Quiero decir, entiendo por qué debe uno hacer ejercicio y todo eso, pero…

—Te parece que es exagerado.

—No sé muy bien qué es lo que me parece.

Ella sonrió y en absoluto pareció irritarse por sus preguntas.

—Tal vez sólo sea que te molesta ver a una tía con músculos y que piensas que es poco atractivo y poco femenino.

—No. En absoluto. Lo cierto es que te sienta bien. Te hace muy sexy.

Ella volvió a reírse.

—Ahora estoy bajando el ritmo. Hace diez años me dediqué en serio al culturismo; me machaqué mucho en el gimnasio. Era divertido. Pero ahora debo tener cuidado para que todos los músculos no se conviertan en grasa y empiece a engordar. Así que sólo hago pesas una vez por semana y el resto del tiempo me dedico a correr, nadar, jugar al bádminton y cosas por el estilo. Ejercicio más que entrenamiento duro.

—Vale.

—Si hago ejercicio es porque me resulta placentero. Es un fenómeno normal entre los que nos entrenamos mucho. El cuerpo desarrolla una sustancia analgésica que te crea adicción. Al cabo de un tiempo te produce síndrome de abstinencia si no sales a correr todos los días. Es un subidón enorme de bienestar darlo absolutamente todo. Casi tan bueno como el sexo.

Mikael se rió.

—Tú también deberías hacer ejercicio —dijo ella—. Se te empieza a notar la tripa.

—Ya lo sé —respondió—. Es un eterno cargo de conciencia. De vez en cuando me da la neura y salgo a correr para quitarme un par de kilos, pero luego me lío con temas del trabajo y no hago nada durante uno o dos meses.

—Has estado bastante ocupado durante los últimos meses.

De repente se puso serio. Luego asintió.

—En las últimas dos semanas he leído un montón de cosas sobre ti —siguió Mónica Figuerola—. Le diste mil vueltas a la policía cuando conseguiste localizar a Zalachenko e identificar a Niedermann.

—Lisbeth Salander fue más rápida.

—¿Cómo diste con Gosseberga?

Mikael se encogió de hombros.

—Investigación normal y corriente. No fui yo quien la encontró sino nuestra secretaria de redacción, la actual redactora jefe, Malin Eriksson. Lo consiguió a través del registro de sociedades. Niedermann era miembro de la junta de la empresa de Zalachenko, KAB.

—Entiendo.

—¿Por qué te convertiste en activista de la Säpo? —preguntó Mikael.

—Lo creas o no, estoy tan pasada de moda como un demócrata. Opino que la policía es necesaria y que una democracia necesita una protección política. Por eso me siento muy orgullosa de poder trabajar para la protección constitucional.

—Mmm —dijo Mikael Blomkvist.

—No te gusta la Säpo.

—No me gustan las instituciones que están por encima del control parlamentario habitual: es una invitación al abuso de poder, por muy buenas que sean las intenciones. ¿Por qué te interesa el deísmo de la Antigüedad?

Ella arqueó las cejas.

—Estabas leyendo un libro sobre ese tema en mi escalera.

—Ah sí, es verdad. El tema me fascina.

—Ajá.

—Me interesan bastantes cosas. En mi época de policía estudié Derecho y Ciencias Políticas. Y antes hice algunos cursos de Historia de las ideas y Filosofía.

—¿No tienes ningún defecto?

—No leo ficción, nunca voy al cine y no veo más que las noticias de la tele. Y tú, ¿por qué te hiciste periodista?

—Porque existen instituciones como la Säpo en las que no hay transparencia ni control parlamentario y es preciso denunciarlas de vez en cuando.

Mikael sonrió.

—Si te digo la verdad, no lo sé muy bien. Pero en realidad la respuesta es la misma que la tuya: creo en una democracia constitucional a la que hay que defender de vez en cuando.

—Como hiciste con el financiero Hans-Erik Wennerström.

—Algo así.

—No estás casado. ¿Estás con Erika Berger?

—Erika Berger está casada.

—Vale. De modo que todos esos rumores que circulan sobre vosotros no son más que chorradas… ¿Tienes novia?

—Ninguna fija.

—Así que esos rumores también son verdaderos…

Mikael se encogió de hombros y volvió a sonreír.

La redactora jefe Malin Eriksson estuvo trabajando en la mesa de la cocina de su casa de Årsta hasta bien entrada la madrugada. Se pasó la noche con los ojos pegados a unas copias del presupuesto de Millennium y se la veía tan ocupada que, al cabo de un rato, su novio, Antón, desistió en sus intentos de mantener una conversación normal con ella. Así que primero se puso a fregar y después se preparó un intempestivo sándwich y un café. Luego la dejó en paz y se sentó ante la tele para ver una reposición de CSI.

Hasta ese momento, Malin Eriksson no había administrado en su vida más presupuesto que el doméstico, pero había visto cómo Erika hacía los balances mensuales, de manera que entendía bien los principios. Ahora se había convertido de repente en redactora jefe, lo que conllevaba una cierta responsabilidad presupuestaria. Pasada la medianoche, decidió que, ocurriera lo que ocurriese, necesitaba a alguien con quien hablar de esos temas. Su colega Ingela Oscarsson, que se encargaba de la contabilidad una vez por semana, no tenía ninguna responsabilidad en cuanto al presupuesto y no era de ninguna ayuda cuando se trataba de decidir cuánto pagarle a un freelance o si se podían permitir una nueva impresora láser cogiendo dinero de fondos distintos a los destinados a las mejoras técnicas. En la práctica era una situación ridícula; Millennium incluso producía beneficios, pero eso era gracias al hecho de que Erika Berger siempre había hecho equilibrios para cerrar los balances con un presupuesto cero. Algo tan sencillo como una nueva impresora láser de color de cuarenta y cinco mil coronas tenía que convertirse en una de blanco y negro de ocho mil.

Por un segundo, sintió envidia de Erika Berger: en el SMP contaban con un presupuesto en el que un gasto así se habría considerado calderilla.

La situación económica de Millennium resultó positiva en la última junta anual, pero el excedente del presupuesto procedía fundamentalmente del libro de Mikael Blomkvist sobre el asunto Wennerström. La cantidad destinada a inversiones iba reduciéndose a un ritmo preocupante. Una de las causas que habían contribuido a crear esa situación eran los gastos de Mikael en relación con la historia Salander. Millennium no disponía de los recursos que se requerían para mantener a un colaborador con un presupuesto corriente y hacer frente a todos los gastos que eso conllevaba, como coches de alquiler, habitaciones de hotel, taxis, compras de material de investigación y teléfonos móviles, y cosas similares.

Malin le dio su visto bueno a una factura del freelance Daniel Olofsson de Gotemburgo. Suspiró. Mikael Blomkvist había aprobado una suma de catorce mil coronas para investigar, durante una semana, una historia que ni siquiera se iba a publicar. Los honorarios a un tal Idris Ghidi de Gotemburgo se incluían en el presupuesto dedicado a honorarios de fuentes anónimas cuyo nombre no se podía mencionar, algo que provocaría que el contable los criticara por la ausencia de recibos y que el asunto se convirtiera en un gasto que tendría que ser aprobado por la junta. Para más inri, Millennium le pagaba unos honorarios a Annika Giannini, que aunque ciertamente iba a ser retribuida con fondos públicos, necesitaba dinero para los billetes de tren y otros gastos.

Dejó el bolígrafo y se quedó mirando los totales obtenidos. Mikael Blomkvist se había fundido, sin ninguna consideración, más de ciento cincuenta mil coronas en la historia Salander, lo cual se escapaba por completo del presupuesto. No podía continuar así.

Llegó a la conclusión de que tenía que hablar con él.

En vez de relajarse tumbada en el sofá delante de la tele, Erika Berger se pasó la noche en el servicio de urgencias del hospital de Nacka. El trozo de cristal había penetrado tan profundamente que la herida no cesaba de sangrar y en el reconocimiento médico se vio que todavía tenía clavada en el talón una punta de cristal que había que extraer. Le dieron anestesia local y luego cerraron la herida con tres puntos de sutura.

Todo el tiempo que Erika Berger permaneció en el hospital se lo pasó blasfemando e intentando llamar, ora a Greger Backman, ora a Mikael Blomkvist. No obstante, ni su marido ni su amante se dignaban coger el teléfono. A eso de las diez de la noche le habían puesto un fuerte vendaje. Le dejaron unas muletas y cogió un taxi hasta su casa.

Cojeando de un pie y apoyándose en algunos dedos del otro, le llevó un buen rato barrer y limpiar el salón. Pidió un nuevo cristal a Glasakuten. Tuvo suerte: había sido una noche tranquila en el centro y los de Glasakuten llegaron en veinte minutos. Luego la suerte la abandonó: el cristal del salón era demasiado grande y en esos momentos no disponían de un tamaño así. El operario se ofreció a cubrir el ventanal, de forma provisional, con madera de contrachapado, algo que Erika aceptó agradecida.

Mientras colocaban la madera llamó al número de teléfono de guardia de la compañía de seguros NIP, esto es, Nacka Integrated Protection, y preguntó por qué diablos la costosa alarma de la casa no se había activado cuando alguien tiró un ladrillo a través de la ventana más grande de su chalet de doscientos cincuenta metros cuadrados.

Un coche de la NIP pasó para echar un vistazo y se constató que el técnico que en su día instaló la alarma se olvidó, al parecer, de conectar los hilos de esa ventana.

Erika Berger se quedó sin palabras.

La NIP se ofreció a enmendar el error a la mañana siguiente. Erika contestó que no se molestaran. En su lugar, llamó al número de guardia de Milton Security, explicó la situación y dijo que quería un sistema de alarma completo cuanto antes. «Sí, ya sé que hay que firmar un contrato, pero dile a Dragan Armanskij que soy Erika Berger… y aseguraos de que la alarma esté instalada mañana por la mañana».

Por último, también llamó a la policía. Le comunicaron que en esos momentos no había ningún coche patrulla disponible para ir a tomar nota de la denuncia. Le aconsejaron que se dirigiera a la comisaría más cercana al día siguiente. «Gracias». Fuck off.

Luego se quedó sola y, de la misma rabia, la sangre le hirvió durante un largo rato hasta que la adrenalina le empezó a bajar y se dio cuenta de que iba a pasar la noche sola en un chalet sin alarma mientras alguien que la estaba llamando puta y que mostraba tendencia a la violencia rondaba por los alrededores.

Se preguntó por un instante si no debería irse al centro y pasar la noche en un hotel, pero la verdad era que Erika Berger era una de esas personas que odiaban que la expusieran a amenazas y, mucho más, que la obligaran a doblegarse ante ellas. Joder, me cago en diez. No voy a dejar que un puto saco de mierda me eche de mi propia casa.

Sin embargo, tomó unas sencillas medidas de seguridad.

Mikael Blomkvist le había contado cómo con un palo de golf Lisbeth Salander había despachado al asesino en serie Martin Vanger. Así que salió al garaje y estuvo diez minutos buscando su bolsa de golf, a la que llevaba unos quince años sin acercarse. Eligió el palo de hierro que mejor swing tenía y lo colocó a una distancia cómoda de la cama de su dormitorio. Colocó un putter en la entrada y un palo más en la cocina. Cogió un martillo de la caja de herramientas del sótano y lo dejó en el cuarto de baño contiguo al dormitorio.

Sacó su bote de gas lacrimógeno de su bolso y lo puso en la mesilla de noche. Finalmente buscó una cuña de goma, cerró la puerta del dormitorio y metió la cuña por debajo. Luego casi deseó que ese maldito idiota que la llamaba puta y que se dedicaba a romper los cristales de su casa volviese durante la noche.

Cuando se sintió satisfactoriamente escudada era ya la una de la madrugada. Debía estar en el SMP a las ocho. Consultó su agenda y constató que, a partir de las diez, tenía concertadas cuatro reuniones. El pie le dolía muchísimo y cojeaba. Se desnudó y se metió bajo las sábanas. Como ella no utilizaba camisones, se preguntó si no debería ponerse una camiseta o algo así, pero decidió que, como había dormido desnuda desde que era adolescente, un ladrillo por la ventana del salón no iba a cambiar sus hábitos.

Luego, claro está, se quedó despierta cavilando.

Puta.

Había recibido nueve correos que contenían la palabra «puta» y que parecían proceder de distintas fuentes dentro de los medios de comunicación. El primero llegó desde su misma redacción, pero el remitente era falso.

Salió de la cama y cogió el nuevo Dell laptop que le habían dado nada más empezar a trabajar en el SMP.

El primer correo —que también era el más vulgar y amenazador y en el que le decían que le dieran por el culo con un destornillador— había llegado el 16 de mayo, hacía ya diez días.

El segundo apareció dos días más tarde, el 18 de mayo.

Cesaron una semana y luego volvió a recibirlos, esta vez con un intervalo de aproximadamente veinticuatro horas. Después, el ataque contra su casa. Puta.

Mientras tanto, Eva Carlsson, de cultura, había recibido unos cuantos correos idiotas que daban la impresión de proceder de la propia Erika. Y si Eva Carlsson había recibido ese tipo de correos, era perfectamente posible que el autor también se hubiese aplicado en otros lares: o sea, que más personas desconocidas por ella hubieran recibido supuestos correos de «ella».

Era un pensamiento desagradable.

Sin embargo, lo que más la preocupaba era el ataque contra su chalet de Saltsjöbaden.

Significaba que alguien se había molestado en ir allí, localizar su casa y tirar un ladrillo por la ventana. El ataque había sido preparado: el agresor se había traído un bote de pintura en spray. Un instante después se quedó helada cuando se dio cuenta de que posiblemente hubiera que añadir otra agresión a la lista; alguien le había pinchado las cuatro ruedas del coche cuando pasó la noche con Mikael Blomkvist en el Hilton de Slussen.

La conclusión resultaba tan obvia como desagradable: un stalker andaba tras ella.

Ahí fuera había ahora una persona que, por razones desconocidas, se dedicaba a acosar a Erika Berger.

Que la casa de Erika fuese objeto de un ataque resultaba comprensible: estaba donde estaba y era difícil esconderla o cambiarla de lugar. Pero que su coche hubiese sido objeto de un ataque mientras se encontraba aparcado en una calle cualquiera del barrio de Södermalm quería decir que el stalker siempre rondaba a su alrededor.