Capítulo 16.

Viernes, 27 de mayo - Martes, 31 de mayo

Mikael Blomkvist dejó la redacción de Millennium a las diez y media de la noche del viernes. Bajó a la planta baja pero en vez de salir por la puerta giró a la izquierda, atravesó el sótano, cruzó el patio interior y apareció en la calle a través de la salida del edificio contiguo, que daba a Hökens gata. Se topó con un grupo de jóvenes que venían de Mosebacke, aunque ninguno de ellos le prestó la menor atención. Si alguien lo estuviera vigilando pensaría que, como ya venía siendo habitual, se quedaba a pasar la noche en la redacción. Mikael había establecido esa pauta en el mes de abril. En realidad, era Christer Malm quien tenía el turno de noche en la redacción.

Se entretuvo cinco minutos paseando por algunas callejuelas y vías peatonales aledañas a Mosebacke antes de dirigirse a Fiskargatan 9. Una vez allí, introdujo el código, abrió la puerta y subió las escaleras hasta el ático, donde usó las llaves de Lisbeth Salander. Desactivó la alarma. Siempre se sentía igual de desconcertado cuando entraba en esa casa compuesta de veintiuna habitaciones, de las cuales sólo tres estaban amuebladas.

Empezó por prepararse una cafetera y unos sándwiches antes de entrar en el despacho de Lisbeth y encender su PowerBook.

Desde aquel día de mediados de abril en el que robaron el informe de Björck y fue consciente de que estaba siendo vigilado, Mikael había establecido su particular centro de operaciones en la casa de Lisbeth y se había traído todos los papeles importantes. Pasaba varias noches por semana en esa casa, dormía en la cama de Lisbeth y trabajaba en su ordenador. Ella lo había dejado completamente vacío antes de dirigirse a Gosseberga para enfrentarse a Zalachenko, de modo que él imaginó que era muy probable que no pensara regresar. Mikael usó los discos del sistema que tenía Lisbeth para poner de nuevo el equipo en marcha.

Desde el mes de abril ni siquiera había conectado el cable de la banda ancha a su propio ordenador. Utilizó la conexión de Lisbeth, inició el ICQ y abrió la dirección que ella había creado exclusivamente para él y que le había comunicado a través del foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada].

—Hola, Sally.

—Dime.

—He reelaborado los dos capítulos de los que estuvimos hablando el otro día. Tienes la nueva versión en Yahoo. ¿Qué tal te va?

—He terminado diecisiete páginas. Ahora mismo las subo a La Mesa Chalada.

Clin.

—Vale. Ya las tengo. Déjame leerlas y luego hablamos.

—Otra cosa.

—¿Qué?

—He creado otro foro en Yahoo llamado Los Caballeros.

Mikael sonrió.

—Vale. Los Caballeros de la Mesa Chalada.

—Contraseña: yacaracaI2.

—De acuerdo.

—Cuatro miembros: tú, yo, Plague y Trinity.

—Tus misteriosos amigos de la red.

—Por si acaso.

—Vale.

—Plague ha copiado información del ordenador del fiscal Ekström. Lo pirateamos en abril.

—Vale.

—Si pierdo el ordenador de mano, él te mantendrá informado.

—Muy bien. Gracias.

Mikael cerró el ICQ y entró en el recién creado foro de Yahoo [Los_Caballeros]. Todo lo que encontró fue un enlace de Plague a una anónima dirección http que sólo estaba compuesta por números. Copió la dirección en el Explorer, le dio al botón de Enter y accedió en el acto a una página web de algún lugar de la red que contenía los dieciséis gigabytes que conformaban el disco duro del fiscal Richard Ekström.

Plague no se había complicado la vida al copiar, tal cual, el disco duro de Ekström. Mikael dedicó más de una hora a organizar el contenido. Pasó de los archivos del sistema, de los programas y de una infinita cantidad de sumarios que parecían remontarse a varios años atrás. Al final descargó cuatro carpetas. Tres de ellas se llamaban [Sum/Sal], [Papelera/Sal] y [Sum/Niedermann] respectivamente. La cuarta carpeta era una copia de todos los correos que el fiscal Ekström había recibido hasta las dos de la tarde del día anterior.

—Gracias, Plague —dijo Mikael Blomkvist para sí mismo.

Tardó tres horas en leer el sumario y la estrategia de Ekström para el juicio contra Lisbeth Salander. Como cabía esperar, gran parte de la estrategia se centraba en torno a su estado mental. Ekström solicitaba un examen psiquiátrico a fondo y había enviado una gran cantidad de correos con el objetivo de agilizar el traslado de Lisbeth Salander a los calabozos de Kronoberg.

Mikael pudo constatar que las pesquisas para dar con Niedermann parecían haberse estancado. El jefe de la investigación era Bublanski. Había conseguido encontrar ciertas pruebas forenses que inculpaban a Niedermann en el caso de los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman, así como en el del abogado Bjurman. El propio Mikael Blomkvist había aportado una buena parte de esas pruebas durante los tres largos interrogatorios a los que le sometieron en el mes de abril, de modo que, si alguna vez cogieran a Niedermann, se vería obligado a testificar. Al final consiguieron asociar el ADN de unas gotas de sudor y de dos pelos que recogieron en el apartamento de Bjurman con el ADN encontrado en la habitación de Niedermann en Gosseberga. El mismo ADN también fue hallado en abundancia en los restos del experto financiero de Svavelsjö MC, Viktor Göransson.

Sin embargo, Ekström contaba con una información tan escasa sobre Zalachenko que resultaba muy extraño.

Mikael encendió un cigarrillo, se acercó a la ventana y miró hacia Djurgården.

En la actualidad, Ekström instruía dos sumarios que habían sido separados por completo: el inspector Hans Faste era el jefe de la investigación de todo lo relacionado con Lisbeth Salander; Bublanski se ocupaba únicamente de Niedermann.

Lo normal habría sido, cuando apareció el nombre de Zalachenko en la investigación preliminar, que Ekström hubiera contactado con el jefe de la policía de seguridad para preguntarle por la verdadera identidad de esa persona. Mikael no pudo encontrar entre los correos de Ekström —ni en su agenda, ni en sus apuntes— nada que probara que ese contacto se había producido. En cambio, resultaba evidente que poseía cierta información sobre Zalachenko: entre sus notas encontró varias frases crípticas:

La investigación sobre Salander es falsa. El original de Björck no se corresponde con la versión de Blomkvist. Confidencial.

Mmm. Luego unos cuantos apuntes que afirmaban que Lisbeth Salander era una esquizofrénica paranoica:

Correcto encerrar a Salander en 1991.

El vínculo entre ambas investigaciones lo encontró Mikael en [Papelera/Sal], es decir, toda esa información adicional que el fiscal consideraba irrelevante para el caso y que, por lo tanto, no se iba a usar en el juicio ni iba a formar parte de la serie de pruebas que se aportaran contra ella. Allí se hallaba casi todo lo que tenía que ver con el pasado de Zalachenko.

La investigación era penosa.

Mikael se preguntó cuánto había sido fruto de la casualidad y cuánto orquestado. ¿Dónde estaba el límite que separaba una cosa de la otra? ¿Era Ekström consciente de la existencia de ese límite?

¿O podría ser que alguien le proporcionara a Ekström, conscientemente, una información creíble pero falsa?

Por último, entró en Hotmail y dedicó los diez minutos siguientes a comprobar la media docena de cuentas anónimas de correo electrónico que había creado. Todos los días consultaba religiosamente la dirección de Hotmail que le había facilitado a la inspectora Sonja Modig. No albergaba mayores esperanzas de que ella diera señales de vida. Por eso, se quedó algo asombrado cuando abrió el buzón y encontró un correo de compañeradeviaje9abril@hotmail.com. El mensaje constaba de una sola línea.

Café Madeleine, planta superior, 11.00 horas, sábado.

Mikael Blomkvist asintió pensativo.

Plague pinchó sobre Lisbeth Salander a medianoche y la pilló en mitad de una frase que ella estaba escribiendo y que hablaba de su vida con Holger Palmgren como administrador. Algo irritada, dirigió la mirada a la pantalla.

—¿Qué quieres?

—Hola, Wasp; yo también me alegro de saber de ti.

—Vale, vale. ¿Qué?

—Teleborian.

Se incorporó en la cama y clavó una tensa mirada en la pantalla del ordenador.

—Cuéntame.

—Trinity lo ha arreglado todo en un tiempo récord.

—¿Cómo?

—El loquero no para quieto. Se pasa la vida viajando entre Uppsala y Estocolmo y no podemos hacer un hostile takeover.

—Ya lo sé. ¿Cómo?

—Juega al tenis dos veces por semana. Más de dos horas. Dejó el ordenador en el coche en un aparcamiento subterráneo.

—Ajá.

—Trinity no tuvo ningún problema para desactivar la alarma del coche y sacar el ordenador. Sólo necesitó treinta minutos para copiarlo todo con el Firewire e instalarle el Asphyxia.

—¿Dónde?

Plague le dio la dirección http del servidor donde guardaba el disco duro de Peter Teleborian.

—Como diría Trinity: This is some nasty shit.

—¿…?

—Échale un vistazo a su disco duro.

Lisbeth Salander se desconectó de Plague y entró en Internet para buscar el servidor que éste le había indicado. Dedicó las siguientes tres horas a examinar, carpeta por carpeta, el ordenador de Teleborian.

Se topó con cierta correspondencia que Teleborian había mantenido con una persona que, desde una dirección de Hotmail, le había enviado una serie de correos encriptados. Como Lisbeth tenía acceso a la clave PGP de Teleborian, no le costó nada leerlos. Su nombre era Jonas; allí no figuraba ningún apellido. Jonas y Teleborian compartían un interés malsano por la falta de salud de Lisbeth Salander.

Yes… podemos probar que existe una conspiración.

Pero lo que realmente le interesó a Lisbeth Salander fueron cuarenta y siete carpetas que contenían ocho mil setecientas cincuenta y seis fotografías de pornografía infantil dura. Las abrió una a una y vio que se trataba de chicos que rondaban los quince años, si no menos. En una de las series aparecían niños de muy corta edad. La mayoría eran niñas. Varias de las imágenes tenían un contenido sádico.

Encontró algunos enlaces de, al menos, una docena de personas de distintos países que se intercambiaban pornografía infantil.

Lisbeth se mordió el labio inferior. Por lo demás, su rostro ni se inmutó.

Le vinieron a la memoria esas noches de cuando tenía doce años y se encontraba inmovilizada en la camilla de un cuarto libre de estímulos de la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan. Teleborian acudía una y otra vez a la penumbra de la habitación y la contemplaba al brillo de la tenue luz de la iluminación nocturna.

Ella lo sabía. Él nunca la tocó, pero ella siempre lo había sabido.

Se maldijo a sí misma: debería haberse ocupado de Teleborian hacía ya muchos años. Pero había reprimido su recuerdo e ignorado su existencia.

Ella lo había dejado en paz.

Al cabo de un rato, clicó a Mikael Blomkvist en el ICQ.

Mikael Blomkvist pasó la noche en el apartamento de Lisbeth Salander, de Fiskargatan. No apagó el ordenador hasta las seis y media de la mañana. Se durmió con imágenes de una pornografía infantil muy dura clavadas en la retina. Se despertó a las diez y cuarto y, de un salto, salió de la cama de Lisbeth Salander. Se duchó y pidió un taxi que le esperó delante de Södra Teatern. Se bajó en Birger Jarlsgatan a las once menos cinco y se acercó andando al café Madeleine.

Sonja Modig lo estaba esperando sentada ante una taza de café solo.

—Hola —dijo Mikael.

—Me la estoy jugando —contestó ella sin saludar—. Si alguna vez se descubre que me he reunido contigo, me despedirán y hasta es posible que me lleven a juicio.

—No diré nada.

Ella parecía estresada.

—Un colega mío acaba de visitar al ex primer ministro Thorbjörn Fälldin. Ha ido a verlo a título personal, así que su trabajo también pende de un hilo.

—Entiendo.

—De modo que exijo un total anonimato para los dos.

—Ni siquiera sé de qué colega estás hablando.

—Ahora te lo digo, pero quiero que me prometas que le vas a dar protección de fuente.

—Te doy mi palabra.

Ella miró el reloj.

—¿Tienes prisa?

—Sí. He quedado con mi marido y mis hijos en Sturegallerian dentro de diez minutos. Mi marido cree que estoy en el trabajo.

—¿Y Bublanski no sabe nada de esto?

—No.

—De acuerdo. Tú y tu colega sois fuentes y contáis con la más absoluta protección. Los dos. Hasta la tumba.

—Mi colega es Jerker Holmberg; lo conociste en Gotemburgo. Su padre es del Partido de Centro y Jerker conoce a Fälldin desde que era niño. Holmberg fue a hacerle una visita privada para preguntarle sobre Zalachenko.

—Entiendo.

De repente, el corazón de Mikael se puso a palpitar con intensidad.

—Fälldin parece un hombre simpático. Holmberg le habló de Zalachenko y le pidió que le contara lo que sabía de su deserción. Fälldin no dijo nada. Luego Holmberg le explicó que sospechamos que Lisbeth Salander fue encerrada en la clínica psiquiátrica por los que estaban protegiendo a Zalachenko. Fälldin se indignó mucho.

—Entiendo.

—Fälldin dijo que el jefe de la Säpo de aquel entonces y un colega suyo fueron a verlo poco tiempo después de que se hubiera convertido en primer ministro. Le contaron una increíble historia de espías sobre un desertor ruso que acababa de llegar a Suecia. Y también le aseguraron que se trataba del secreto militar más delicado de toda Suecia… que ni de lejos había nada en toda la defensa sueca que se acercara a la importancia que ese secreto tenía.

—Mmm.

—Fälldin dijo que no sabía cómo tratar el asunto. Acababa de ser elegido primer ministro y su gobierno carecía de experiencia, pues los socialistas llevaban más de cuarenta años en el poder. Le comunicaron que la responsabilidad de tomar una decisión le correspondía a él, y que si consultaba a sus compañeros de gobierno, entonces la Säpo declinaría cualquier responsabilidad en el asunto. Vivió todo aquello como algo muy desagradable y, simplemente, no supo qué hacer.

—Comprendo.

—Al final se vio obligado a hacer lo que le propusieron aquellos señores de la Säpo. Redactó una directiva por la que le otorgaba en exclusiva a la Säpo la custodia de Zalachenko. Se comprometió a no hablar nunca del asunto con nadie. Fälldin ni siquiera llegó a saber el nombre del desertor.

—Ya veo.

—Fälldin no supo prácticamente nada del asunto durante sus dos mandatos. En cambio, hizo algo de una extraordinaria inteligencia: insistió en que también fuera partícipe del secreto un secretario de Estado, que funcionaría como intermediario entre el gobierno y los que protegían a Zalachenko.

—¿Ah, sí?

—Ese secretario de Estado se llama Bertil K. Janeryd, tiene hoy en día sesenta y tres años y es el embajador de Suecia en Ámsterdam.

—¡Anda!

—Cuando Fälldin se dio cuenta de la seriedad de la investigación le escribió una carta a Janeryd.

Sonja Modig le pasó a Mikael un sobre por encima de la mesa:

Querido Bertil:

El secreto que los dos protegimos durante mi mandato se ve ahora muy seriamente puesto en duda. La persona en cuestión ha fallecido y ya no puede sufrir ningún daño. En cambio, otras personas sí.

Es de vital importancia que nos ayudes a aclarar ciertas cuestiones.

La persona que lleva esta carta trabaja de manera extraoficial y tiene mi confianza. Te ruego que la escuches y que contestes a las preguntas que te haga.

Usa tu reconocido buen juicio.

TF

—Entonces esta carta se refiere a Jerker Holmberg.

—No. Holmberg le pidió a Fälldin que no pusiera ningún nombre. Le dijo expresamente que no sabía quién iba a ir a Ámsterdam.

—¿Quieres decir que…?

—Jerker y yo ya hemos hablado del tema. Estamos caminando sobre un hielo tan fino que si se rompiera, no habría quien nos salvara. No tenemos en absoluto ninguna autorización para ir a Ámsterdam e interrogar al embajador. En cambio tú si podrías hacerlo.

Mikael dobló la carta y estaba a punto de metérsela en el bolsillo de la americana cuando Sonja Modig le agarró la mano. Muy fuertemente.

—Información a cambio de información —dijo ella—. Queremos saber lo que te cuente Janeryd.

Mikael asintió. Sonja Modig se levantó.

—Espera: has dicho que a Fälldin lo fueron a ver dos personas de la Säpo. Una era el jefe. ¿Quién era la otra?

—Fälldin no lo vio más que en esa ocasión y no pudo recordar su nombre. No se apuntó nada en la reunión. Lo recuerda como un hombre delgado con bigote. Fue presentado como el jefe de la Sección para el Análisis Especial o algo por el estilo. Después de la reunión, Fälldin miró un organigrama de la Säpo y fue incapaz de encontrar ese departamento.

El club de Zalachenko, pensó Mikael.

Sonja Modig se volvió a sentar. Parecía medir sus palabras.

—De acuerdo —acabó diciendo—. Aun a riesgo de ser fusilado… Hay una cosa en la que no pensaron ni Fälldin ni los visitantes.

—¿Cuál?

—El registro de las visitas a Rosenbad que se le realizaron al primer ministro.

—¿Y?

—Jerker lo solicitó. Es un documento público.

—¿Y?

Sonja Modig volvió a dudar.

—Ese libro de visitas sólo indica que el primer ministro se reunió con el jefe de la Säpo y un colaborador suyo para tratar un tema de carácter general.

—¿Había algún nombre?

—Sí. E. Gullberg.

Mikael sintió cómo la sangre le subía a la cabeza.

—Evert Gullberg —dijo.

Sonja Modig asintió con semblante serio. Se levantó y se fue.

Mikael Blomkvist seguía sentado en el café Madeleine cuando abrió su móvil anónimo y reservó un vuelo a Ámsterdam. El vuelo salía de Arlanda a las 14.50 horas. Se fue andando hasta el Dressman de Kungsgatan y compró una camisa y una muda. Luego se dirigió a la farmacia de Klara, donde compró un cepillo de dientes y otros útiles de aseo. Se aseguró de que nadie lo estuviera siguiendo cuando echó a correr para coger el Arlanda Express. Cuando llegó al aeropuerto faltaban diez minutos para cerrar el vuelo.

A las seis y media entró en un destartalado hotel del Red Light district, a unos diez minutos a pie desde la estación central de Ámsterdam, y pidió una habitación.

Pasó dos horas intentando localizar al embajador de Suecia hasta que consiguió contactar con él por teléfono a eso de las nueve. Empleó toda su capacidad de persuasión y subrayó que tenía un asunto de máxima importancia que debía tratar sin demora. El embajador acabó cediendo y accedió a verlo a las diez de la mañana del domingo.

Luego Mikael salió a cenar frugalmente en un restaurante cercano al hotel. A las once de la noche ya estaba durmiendo.

El embajador Bertil K. Janeryd se mostró parco en palabras mientras tomaban café en su residencia privada.

—Bueno… ¿Cuál es ese asunto tan importante?

—Alexander Zalachenko. El desertor ruso que llegó a Suecia en 1976 —dijo Mikael, entregándole la carta de Fälldin.

Janeryd pareció quedarse perplejo. Tras leerla, la dejó cuidadosamente.

Mikael dedicó la siguiente media hora a explicarle en qué consistía el problema y por qué Fälldin redactó la carta.

—Yo… yo no puedo tratar ese asunto —terminó diciendo Janeryd.

—Sí puede.

—No, sólo puedo comentarlo ante la comisión constitucional.

—Es muy probable que tenga que comparecer ante ellos. Pero en la carta dice que utilice su buen juicio.

—Fälldin es una persona honrada.

—No me cabe la menor duda. Pero yo no voy a por ustedes. No le pido que revele ni uno solo de esos secretos militares que tal vez Zalachenko revelara.

—Yo no conozco ningún secreto. Ni siquiera sabía que se llamara Zalachenko… Sólo lo conocía bajo un nombre falso.

—¿Cuál?

—Lo conocíamos como Rubén.

—De acuerdo, siga.

—No puedo hablar de eso.

—Sí puede —repitió Mikael mientras se acomodaba—. Porque esta historia se hará pública dentro de poco. Y cuando eso ocurra, los medios de comunicación o le cortarán la cabeza o le describirán como un funcionario honrado que hizo cuanto estuvo en su mano para enfrentarse a esa horrible situación. Fue a usted a quien Fälldin eligió para que hiciera de intermediario entre él y los que se encargaron de Zalachenko. Eso ya lo sé.

Janeryd asintió.

—Cuénteme.

Janeryd permaneció callado durante casi un minuto.

—Nadie me comunicó nada. Yo era joven… y no sabía cómo tratar el asunto. Los vi unas dos veces al año durante el tiempo que duró aquello. Me decían que Rubén… Zalachenko se encontraba bien de salud, que estaba colaborando y que la información que entregaba resultaba inapreciable. Nunca me dieron más detalles. No tenía ninguna necesidad de saber ningún detalle.

Mikael aguardaba.

—El desertor había actuado en otros países y no sabía nada de Suecia, y por eso nunca fue considerado como un asunto importante en nuestra política de seguridad. Informé al primer ministro en un par de ocasiones, pero, por lo general, no había nada que comentar.

—Vale.

—Siempre decían que el asunto se llevaba de la forma habitual y que la información que él daba era procesada a través de nuestros canales habituales. ¿Qué les iba yo a contestar? Si les preguntaba qué querían decir, sonreían y me soltaban que eso quedaba fuera de mi competencia. Me sentía como un idiota.

—¿Nunca se le ocurrió pensar que hubiera algo raro en todo aquello?

—No. Allí no había nada raro. Yo daba por descontado que en la Säpo sabían lo que hacían y que tenían la experiencia y la práctica necesarias para llevar un caso así. Pero no puedo hablar del asunto.

A esas alturas, Janeryd llevaba ya, de hecho, varios minutos hablando del asunto.

—Todo eso resulta irrelevante. Lo único relevante ahora mismo es una sola cosa.

—¿Cuál?

—El nombre de las personas con las que trataba.

Janeryd le echó a Mikael una mirada inquisidora.

—Las personas que se encargaban de Zalachenko han ido mucho más allá de todas las competencias imaginables. Se han dedicado a ejercer una grave actividad delictiva y deben ser objeto de la instrucción de un sumario. Por eso me ha enviado Fälldin aquí. Fälldin no conoce los nombres. Fue usted el que se reunió con ellos.

Janeryd parpadeó y apretó los labios.

—Se reunió con Evert Gullberg… Él era el jefe.

Janeryd asintió.

—¿Cuántas veces lo vio?

—Acudió a todas las reuniones excepto a una. Habría una decena de reuniones mientras Fälldin fue primer ministro.

—¿Y dónde se reunían?

—En el vestíbulo de algún hotel. Por lo general, el Sheraton. Una vez en el Amaranten de Kungsholmen y algunas veces en el pub del Continental.

—¿Y quién más participó en las reuniones?

Janeryd parpadeó resignado.

—Hace tanto tiempo… No me acuerdo.

—Inténtelo.

—Había un tal… Clinton. Como el presidente americano.

—¿Su nombre?

—Fredrik Clinton. Lo vi unas cuatro o cinco veces.

—De acuerdo… ¿Más?

—Hans von Rottinger. Ya lo conocía por mi madre.

—¿Su madre?

—Sí, mi madre conocía a la familia Von Rottinger. Hans von Rottinger era una persona simpática. Hasta que se presentó en una reunión, acompañado de Gullberg, no me enteré de que trabajaba para la Säpo.

—Pues no era así —dijo Mikael.

Janeryd palideció.

—Trabajaba para una cosa llamada «Sección para el Análisis Especial» —dijo Mikael—. ¿Qué es lo que le dijeron sobre ese grupo?

—Nada… Quiero decir… bueno, que eran ellos los que se encargaban del desertor.

—Sí. Pero ¿a que resulta raro que no figuren en ninguna parte del organigrama de la Säpo?

—Eso es absurdo…

—Ya, ¿a que sí? Bueno, y ¿cómo se procedía para convocar las reuniones? ¿Le llamaban ellos a usted o los llamaba usted a ellos?

—No… La hora y el lugar se decidían en la reunión anterior.

—¿Y qué hacía si necesitaba ponerse en contacto con ellos? Por ejemplo, para cambiar la hora de la reunión o algo así…

—Tenía un número de teléfono al que llamar.

—¿Qué número?

—Sinceramente, no me acuerdo.

—¿De quién era el número?

—No lo sé. Nunca lo utilicé.

—De acuerdo. Siguiente pregunta: ¿a quién le cedió el puesto?

—¿Qué quiere decir?

—Cuando Fälldin dimitió. ¿Quién ocupó su lugar?

—No lo sé.

—¿Redactó algún informe?

—No, porque todo era secreto. Ni siquiera podía llevar un cuaderno.

—¿Y nunca informó a ninguno de sus sucesores?

—No.

—¿Y qué pasó?

—Bueno… Fälldin dimitió y le entregó el testigo a Ola Ullsten. A mí me comunicaron que íbamos a esperar hasta después de las siguientes elecciones. Entonces, Fälldin volvió a ganar y se reanudaron nuestras reuniones. Luego se convocaron las elecciones de 1985 y ganaron los socialistas. Y supongo que Palme habría nombrado a alguien para que me sucediera. Yo empecé en el Ministerio de Asuntos Exteriores y me hice diplomático. Me destinaron a Egipto y después a la India.

Mikael continuó haciéndole preguntas durante unos cuantos minutos más, aunque estaba convencido de que ya sabía todo lo que Janeryd iba a poder contarle. Tres nombres:

Fredrik Clinton.

Hans von Rottinger.

Y Evert Gullberg: el hombre que mató a Zalachenko.

El club de Zalachenko.

Dio las gracias a Janeryd por la información y cogió un taxi de vuelta a la estación central. Hasta que se sentó en el taxi no abrió el bolsillo de la americana para apagar la grabadora. Aterrizó en Arlanda a las siete y media de la tarde del domingo.

Erika Berger contempló pensativa la foto de la pantalla. Levantó la mirada y escudriñó la redacción medio vacía que quedaba al otro lado de su jaula de cristal. Anders Holm tenía el día libre. No le pareció que nadie le estuviera prestando la más mínima atención, ni abierta ni furtivamente. Tampoco tenía razones para creer que hubiese alguien en la redacción que quisiera hacerle daño.

El correo había llegado un minuto antes. El remitente era redax@aftonbladet.com. ¿Por qué precisamente Aftonbladet? La dirección era falsa.

Pero esta vez no había ningún texto; tan sólo una foto jpg que abrió con Photoshop.

La imagen era pornográfica y representaba a una mujer desnuda, con unos pechos excepcionalmente grandes y una correa de perro alrededor del cuello. Estaba a cuatro patas y alguien se la estaba follando por detrás.

El rostro de la mujer había sido sustituido por otro.

No se trataba de un retoque hecho con mucha habilidad, aunque sin duda no era ésa la intención. En vez de la cara original, aparecía la de Erika Berger. La foto pertenecía al byline que tenía en Millennium y podía ser bajada de Internet.

En la parte inferior de la imagen habían escrito una palabra con letras de imprenta valiéndose de la función spray del Photoshop.

«Puta».

Era el noveno correo anónimo que recibía Erika con la palabra «puta» y que parecía tener como remitente a una gran y conocida empresa mediática de Suecia. Al parecer, ese cyber stalker que le había caído encima se empeñaba en seguir acosándola.

El capítulo de la escucha telefónica resultó mucho más complicado que el de la vigilancia informática. A Trinity no le costó nada localizar el cable del teléfono de la casa del fiscal Ekström; el problema era, por supuesto, que Ekström usaba muy raramente ese teléfono —por no decir nunca— para realizar llamadas relacionadas con su trabajo. Trinity ni siquiera se molestó en intentar pinchar el que tenía en el edificio de la jefatura de policía de Kungsholmen. Eso habría requerido un acceso a la red de cables sueca que iba más allá de sus posibilidades.

No obstante, Trinity y Bob the Dog dedicaron la mayor parte de la semana a identificar e intentar distinguir el móvil de Ekström de entre el ruido de fondo de casi doscientos mil móviles dentro de un radio de un kilómetro alrededor de la jefatura de policía.

Trinity y Bob the Dog emplearon una técnica que se llamaba Random Frequency Tracking System, RFTS. No se trataba de una técnica desconocida. Había sido desarrollada por la National Security Agency norteamericana, la NSA, y había sido incorporada a una desconocida cantidad de satélites que vigilaban determinados centros de crisis y capitales de especial interés de todo el mundo.

La NSA contaba con enormes recursos a su disposición y usaba una especie de red para captar simultáneamente un gran número de llamadas de móvil en la región que fuera. Cada llamada era separada y procesada digitalmente a través de ordenadores que estaban programados para reaccionar ante palabras como, por ejemplo, «terrorista» o «kalashnikov». Si una de esas palabras aparecía, el ordenador enviaba de forma automática un aviso, y un operador entraba y escuchaba la conversación para decidir si era de interés o no.

Las cosas se complicaban a la hora de identificar un móvil concreto. Cada teléfono móvil tiene una firma propia y única —una huella dactilar— en forma de número de teléfono. Con un equipamiento dotado de una extremada sensibilidad, la NSA podía centrarse en una zona específica y discernir y escuchar las conversaciones. La técnica resultaba sencilla, pero no completamente segura. Las llamadas salientes eran especialmente difíciles de reconocer, mientras que, en cambio, una llamada entrante se identificaba con mayor facilidad, ya que se iniciaba justo con esa huella dactilar cuya función consistía en que el teléfono en cuestión captara la señal.

La diferencia entre las ambiciones de Trinity y las de la NSA con respecto a las escuchas era de carácter económico. NSA tenía un presupuesto anual que ascendía a miles de millones de dólares americanos, cerca de doce mil agentes empleados a tiempo completo y acceso a la más absoluta tecnología punta del mundo de la informática y la telefonía. Trinity no contaba más que con su furgoneta y con unos treinta kilos de material electrónico que, en su mayoría, estaba compuesto por aparatos caseros fabricados por Bob the Dog. La NSA, a través de la vigilancia por satélite, podía dirigir antenas muy sensibles hacia un edificio concreto de cualquier lugar del mundo. Trinity tenía un antena construida por Bob the Dog cuyo alcance efectivo era de unos quinientos metros.

La técnica de la que disponía Trinity le obligaba a aparcar la furgoneta en Bergsgatan o en alguna de las calles colindantes y calibrar laboriosamente el equipo hasta que identificara esa huella dactilar que constituía el número de móvil del fiscal Richard Ekström. Como no sabía sueco, debía enviar las llamadas, a través de otro móvil, a casa de Plague, que era quien las escuchaba en realidad.

Durante cinco días con sus cinco noches, un Plague cada vez más ojeroso escuchó hasta la saciedad una enorme cantidad de llamadas que entraban y salían de la jefatura de policía y los edificios cercanos. Escuchó fragmentos de investigaciones en curso, descubrió furtivos encuentros amorosos y grabó una gran cantidad de llamadas que contenían chorradas sin ningún tipo de interés. La noche del quinto día, Trinity le envió una señal que una pantalla digital identificó en el acto como el número del fiscal Ekström. Plague sintonizó la antena parabólica en la frecuencia exacta.

La técnica RFTS funcionaba sobre todo en las llamadas que le entraban a Ekström. Lo que la antena parabólica de Trinity hacía era simplemente captar la señal de búsqueda del número de móvil de Ekström, que se desviaba por el espacio de toda Suecia.

En cuanto Trinity empezó a grabar las llamadas de Ekström, pudo también obtener las huellas de su voz para que Plague trabajara con ellas.

Plague procesaba la voz de Ekström a través de un programa llamado VPRS, que significa Voiceprint Recognition System. Eligió una docena de palabras frecuentes, como por ejemplo «vale» o «Salander». En cuanto dispuso de cinco ejemplos diferentes de una palabra, el programa analizó el tiempo que se tardaba en pronunciarla, la profundidad del tono de la voz y su registro de frecuencia, cómo acentuaba las terminaciones y una docena más de marcadores. El resultado fue un gráfico que permitía a Plague escuchar también las llamadas que salían del móvil del fiscal Ekström. La antena parabólica se mantenía en permanente escucha buscando una llamada en la que apareciera, precisamente, la curva gráfica de Ekström en alguna de esa docena de palabras de uso frecuente. La técnica no era perfecta. Pero alrededor del cincuenta por ciento de las llamadas que Ekström hacía desde su móvil y desde las inmediaciones de la jefatura era escuchado y grabado.

Por desgracia, la técnica adolecía de una obvia desventaja: en cuanto el fiscal Ekström abandonaba la jefatura cesaban las posibilidades de realizar escuchas; a no ser que Trinity supiera dónde se encontraba Ekström y pudiera aparcar por los alrededores.

Una vez obtenida la orden de la máxima autoridad, Torsten Edklinth pudo crear por fin una pequeña pero legítima unidad operativa. Eligió a dedo a cuatro colaboradores. Optó, conscientemente, por aquellos jóvenes talentos que contaban con cierta experiencia en la policía abierta y que acababan de ser reclutados para la DGP/Seg. Dos procedían de la brigada de fraudes, otro de la policía financiera y el cuarto de la brigada de delitos violentos. Fueron convocados al despacho de Edklinth, donde éste les dio una charla sobre el carácter de la misión y la necesidad de mantenerla bajo una absoluta confidencialidad. También subrayó que la investigación se realizaba obedeciendo una petición directa del primer ministro. Mónica Figuerola se convirtió en el jefe de los nuevos agentes y dirigió la investigación con una fuerza que se correspondía con la de su físico.

Pero la investigación avanzaba despacio, algo que en gran parte se debía a que nadie estaba muy seguro de a quién o a quiénes investigar. En más de una ocasión, Edklinth y Figuerola sopesaron la posibilidad de detener simplemente a Mårtensson y empezar a hacerle preguntas. Pero siempre acababan decidiendo que debían esperar: una detención significaría que toda la investigación saldría a la luz.

No fue hasta el martes, once días después de la reunión con el primer ministro, cuando Mónica Figuerola llamó a la puerta del despacho de Edklinth y le dijo:

—Creo que tenemos algo.

—Siéntate.

—Evert Gullberg.

—¿Sí?

—Uno de nuestros investigadores habló con Marcus Erlander, el que está investigando el asesinato de Zalachenko. Según Erlander, la DGP/Seg se puso en contacto con la policía de Gotemburgo apenas dos horas después del asesinato y le entregó información sobre las amenazadoras cartas de Gullberg.

—Menuda diligencia.

—Sí. Demasiada. Los de la DGP/Seg enviaron por fax nueve cartas, supuestamente redactadas por Gullberg, a la policía de Gotemburgo. Sin embargo, hay un problema.

—¿Cuál?

—Dos de ellas iban dirigidas al Ministerio de Justicia: al ministro de Justicia y al ministro de la Democracia.

—Sí. Eso ya lo sabía.

—Ya, lo que pasa es que la carta que era para el ministro de la Democracia no se registró en el ministerio hasta el día siguiente. Llegó en una entrega postal más tardía.

Edklinth se quedó mirando fijamente a Mónica Figuerola. Por primera vez sintió verdadero miedo ante la posibilidad de que todas sus peores sospechas se confirmaran. Mónica Figuerola siguió, implacable.

—En otras palabras, la DGP/Seg mandó por fax una carta que aún no había sido recibida por el destinatario.

—¡Dios mío! —dijo Edklinth.

—Fue un colaborador de protección personal el que envió las cartas por fax.

—¿Quién?

—No creo que tenga nada que ver con esto. Por la mañana ya las tenía sobre su mesa, y poco después del asesinato le encargaron que contactara con la policía de Gotemburgo.

—¿Y quién le hizo ese encargo?

—La secretaria del jefe administrativo.

—Dios mío, Mónica… ¿Entiendes lo que eso significa?

—Sí.

—Que la DGP/Seg está implicada en el homicidio de Zalachenko.

—No. Lo que significa, definitivamente, es que había personas dentro de la DGP/Seg que estaban al tanto del asesinato antes de que se cometiera. La única cuestión es saber quiénes.

—El jefe administrativo…

—Sí. Pero empiezo a sospechar que ese club de Zalachenko se encuentra fuera de la casa.

—¿Qué quieres decir?

—Mårtensson. Fue trasladado desde protección personal y trabaja por su cuenta. Durante la última semana lo hemos estado vigilando a jornada completa. Que sepamos, no ha estado en contacto con nadie de dentro de la casa. Recibe llamadas a un móvil, pero no conseguimos escucharlas porque no sabemos qué número es; lo único que sabemos es que no es su móvil privado. Se ha reunido con ese hombre rubio al que no hemos podido identificar todavía.

Edklinth frunció el ceño. En ese mismo instante, Anders Berglund llamó a la puerta. Era el colaborador de entre los recién reclutados que había trabajado para la policía financiera.

—Creo que he encontrado a Evert Gullberg —dijo Berglund.

—Entra —dijo Edklinth.

Berglund puso una descantillada fotografía en blanco y negro sobre la mesa. Edklinth y Figuerola contemplaron la foto. En ella aparecía un hombre al que los dos reconocieron de inmediato. Se veía a dos corpulentos policías vestidos de paisano haciéndole pasar por una puerta. Se trataba del legendario coronel espía Stig Wennerström.

—Esta foto procede de la editorial Åhlén & Åkerlund y se publicó en la revista Se en la primavera de 1964. Fue realizada durante el juicio en el que Wennerström fue condenado a cadena perpetua.

—Vale.

—Al fondo se ven tres personas. A la derecha, el comisario Otto Danielsson, o sea, el que detuvo a Wennerström.

—Sí…

—Mira al hombre que está detrás de Danielsson, a su izquierda.

Edklinth y Figuerola vieron a un hombre alto con un fino bigote y un sombrero. Recordaba vagamente al escritor Dashiell Hammett.

—Comparad su cara con la que tiene Gullberg en su foto de pasaporte. Ya había cumplido los sesenta y seis años cuando se la hizo.

Edklinth frunció las cejas.

—No me atrevería a jurar que se trata de la misma persona…

—Pero yo sí —dijo Berglund—. Dale la vuelta.

El dorso llevaba un sello que indicaba que la foto pertenecía a la editorial Åhlén & Åkerlund y que el nombre del fotógrafo era Julius Estholm. El texto estaba escrito a lápiz: «Stig Wennerström flanqueado por dos policías entrando en el tribunal de Estocolmo. Al fondo O. Danielsson, E. Gullberg y H. W. Francke».

—Evert Gullberg —dijo Mónica Figuerola—. Estaba en la DGP/Seg.

—No —dijo Berglund—. Técnicamente hablando no estaba allí. Por lo menos, no cuando se hizo esta foto.

—¿No?

—La DGP/Seg no se fundó hasta cuatro días después. Aquí todavía pertenecía a la Policía Secreta del Estado.

—¿Quién es H. W. Francke? —preguntó Mónica Figuerola.

—Hans Wilhelm Francke —respondió Edklinth—. Murió a principios de los años noventa, pero fue el director adjunto de la Policía Secreta del Estado a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Toda una leyenda, al igual que Otto Danielsson. De hecho, lo he visto en un par de ocasiones.

—¿Sí? —dijo Mónica Figuerola.

—Dejó la DGP/Seg a finales de los sesenta. Francke y P. G. Vinge nunca se llevaron bien; siempre estaban discutiendo, y supongo que lo echarían con unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Abrió su propio negocio.

—¿Su propio negocio?

—Sí, se convirtió en asesor de seguridad para la industria privada. Tenía las oficinas cerca de Stureplan, pero de vez en cuando también daba conferencias para formar al personal de la DGP/Seg. Fue así como lo conocí yo.

—Bien. ¿Y por qué discutían Vinge y Francke?

—Chocaban; eran muy distintos. Francke era algo así como un cowboy que veía agentes de la KGB por todas partes, mientras que Vinge era un burócrata de la vieja escuela. Poco tiempo después echaron a Vinge porque pensaba que Palme trabajaba para la KGB, lo que es bastante irónico.

—Mmm —dijo Mónica Figuerola, observando la foto en la que Gullberg y Francke estaban juntos.

—Creo que ya va siendo hora de que volvamos a hablar con el ministro de Justicia —intervino Edklinth.

Millennium ha salido hoy —comentó Mónica Figuerola.

Edklinth le echó una incisiva mirada.

—Ni una palabra sobre el asunto Zalachenko —añadió ella.

—Total, que nos queda probablemente un mes hasta que salga el próximo número. Es bueno saberlo. Pero tenemos que ocuparnos de Blomkvist; es como una bomba de relojería en medio de todo este lío.