Capítulo 15.

Jueves, 19 de mayo - Domingo, 22 de mayo

Lisbeth Salander dedicó la mayor parte de la noche del jueves a leer los artículos de Mikael Blomkvist y los capítulos de su libro, que ya estaban más o menos terminados. Como el fiscal Ekström tenía previsto celebrar el juicio en julio, Mikael había fijado el deadline para la imprenta para el 20 de junio. Eso quería decir que a Kalle Blomkvist de los Cojones le quedaba poco más de un mes para acabar el texto y rellenar todos los huecos.

Lisbeth no entendía cómo le iba a dar tiempo, pero eso era problema de él, no de ella. Ella ya tenía bastante con decidir qué postura adoptar con respecto a las preguntas que él le había hecho.

Cogió su Palm Tungsten T3 y entró en [La_Mesa_Chalada] para ver si Mikael había escrito algo nuevo durante las últimas veinticuatro horas. Constató que no. Luego abrió el documento que él había titulado [Cuestiones_fundamentales]. Ya se sabía el texto de memoria, pero aun así lo leyó una vez más.

Él había esbozado la estrategia que Annika Giannini le había explicado a ella. Cuando Annika se la presentó, Lisbeth la escuchó con un distraído y distanciado interés, como si no fuera con ella. Pero Mikael Blomkvist conocía secretos que Annika Giannini desconocía; por eso podía presentar ese plan de actuación de una manera más contundente. Bajó hasta el cuarto párrafo.

La única persona que puede decidir cómo va a ser tu futuro eres tú misma. No importa lo que Annika luche por ti ni cómo te apoyemos Armanskij, Palmgren, yo o quien sea. No pienso intentar convencerte de nada; eres tú la que debe decidir qué hacer. O le das un giro al juicio a tu favor o dejas que te condenen. Pero si lo que pretendes es ganar, tendrás que luchar.

Apagó el ordenador y miró al techo: Mikael le pedía permiso para contar en su libro toda la verdad. Tenía intención de ocultar la parte de la violación de Bjurman: ese capítulo ya estaba redactado y Mikael había disfrazado la verdad concluyendo que Bjurman había iniciado una colaboración con Zalachenko que se torció porque el abogado perdió los estribos, razón por la cual Niedermann se vio obligado a matarlo. No entró en los motivos de Bjurman.

Kalle Blomkvist de los Cojones le estaba complicando la vida.

Meditó un largo rato.

A las dos de la mañana cogió su Palm Tungsten T3 y entró en el programa de tratamiento de textos. Abrió un nuevo documento, sacó el puntero y empezó a marcar letras sobre el teclado digital.

Mi nombre es Lisbeth Salander. Nací el 30 de abril de 1978. Mi madre era Agneta Sofía Salander. Me tuvo con diecisiete años. Mi padre era un psicópata, un asesino y un maltratador de mujeres llamado Alexander Zalachenko. Trabajó como agente ilegal en la Europa occidental para el servicio de inteligencia militar de la Unión Soviética, el GRU.

Iba despacio porque tenía que ir marcando una a una las letras. Formulaba cada frase en la cabeza antes de escribirla. No hizo ni un solo cambio en el texto. Eran las cuatro de la mañana cuando apagó su ordenador de mano y lo puso a cargar en el hueco que quedaba por detrás de la mesilla de noche. Había redactado el equivalente a dos hojas DIN A4 a un espacio.

Erika Berger se despertó a las siete de la mañana. A pesar de haber dormido más de ocho horas sin interrupciones, estaba muy lejos de sentirse descansada. Miró a Mikael Blomkvist, que seguía durmiendo profundamente.

Lo primero que hizo fue encender el móvil para comprobar si había recibido mensajes. La pantalla le indicó que su marido, Greger Backman, la había llamado once veces. ¡Mierda! Se me olvidó llamarlo. Marcó su número y le explicó dónde estaba y por qué no había vuelto a casa la noche anterior. Él estaba cabreado.

—Erika, no vuelvas a hacerme esto. Sabes que no es nada personal contra Mikael, pero me has tenido en un estado de desesperación toda la noche. Me moría sólo de pensar que te hubiese ocurrido algo. Si no vienes a dormir, llámame, joder. ¿Cómo se te puede olvidar una cosa así?

Greger Backman estaba del todo conforme con el hecho de que Mikael Blomkvist fuera el amante de su mujer. La relación tenía lugar con su consentimiento y aprobación. Pero cada vez que ella decidía pasar la noche con Mikael siempre llamaba a su marido para decírselo. Esta vez se fue al Hilton sin otra idea en la cabeza más que dormir.

—Perdóname —dijo ella—. Es que anoche caí redonda.

Él siguió gruñendo un rato más.

—No te enfades conmigo, Greger. Ahora no. Ya me echarás esta noche todas las broncas que quieras.

Gruñó un poco menos y prometió echarle una buena bronca en cuanto la tuviera delante.

—De acuerdo. ¿Y qué tal Blomkvist?

—Está durmiendo. —De repente, soltó una carcajada—. Te lo creas o no, nos dormimos cinco minutos después de acostarnos. No nos había pasado nunca.

—Erika, esto es serio. Tal vez deberías ver a un médico.

Cuando acabó la conversación con su marido llamó a la centralita del SMP y dejó un mensaje para el secretario de redacción, Peter Fredriksson. Comunicó que le había surgido un imprevisto y que iría un poco más tarde de lo habitual. Le pidió que cancelara una reunión con los colaboradores de la sección de cultura.

Después cogió su bandolera, buscó un cepillo de dientes y se fue al baño. Luego volvió a la cama y despertó a Mikael.

—Hola —murmuró.

—Hola —dijo ella—. Venga, deprisa, al baño; dúchate y lávate los dientes.

—¿Q… qué?

Se incorporó y miró a su alrededor con tanto desconcierto que ella tuvo que recordarle que se encontraba en el Hilton de Slussen. Él asintió.

—Anda, corre. Al baño.

—¿Por qué?

—Porque en cuanto vuelvas quiero sexo.

Ella consultó su reloj.

—Y date prisa. Tengo una reunión a las once y necesito por lo menos media hora para ofrecer una cara presentable. Y quiero comprarme una camiseta de camino al trabajo. De modo que sólo disponemos de unas dos horas para recuperar todo el tiempo perdido.

Mikael se fue al baño.

Jerker Holmberg aparcó el Ford de su padre en el patio de la casa del ex primer ministro Thorbjörn Fälldin en Ås, una granja a las afueras de Ramvik, en el municipio de Härnösand. Bajó del coche y miró a su alrededor. Era jueves por la mañana. Estaba chispeando y los campos se veían muy verdes. A sus setenta y nueve años, Fälldin ya no era un agricultor en activo, así que Holmberg se preguntó quién sembraría y recogería la cosecha. Sabía que lo observaban desde la ventana de la cocina. Formaba parte del reglamento rural. Él mismo había crecido en Hälledal, cerca de Ramvik, a un tiro de piedra del puente de Sandö, uno de los lugares más bonitos del mundo. Según Jerker Holmberg.

Se acercó hasta el porche y llamó a la puerta.

El ex líder del Partido de Centro había envejecido, pero daba la impresión de mantenerse todavía fuerte y lleno de vitalidad.

—Hola, Thorbjörn. Me llamo Jerker Holmberg. No es la primera vez que nos vemos, aunque ya hace unos cuantos años de eso. Mi padre es Gustav Holmberg; representó al partido en el consejo municipal en los años setenta y ochenta.

—Hola. Sí, ya me acuerdo de ti, Jerker. Trabajas de policía en Estocolmo, si no me equivoco. Hará unos diez o quince años que no te veía.

—Creo que más. ¿Puedo entrar?

Se sentó a la mesa de la cocina mientras Thorbjörn Fälldin le servía café.

—Espero que tu padre se encuentre bien. Pero no es ésa la razón de tu visita, ¿verdad?

—No. Mi padre está bien. Anda reformando el tejado de la casa de campo.

—¿Cuántos años tiene ahora?

—Cumplió setenta y uno hace dos meses.

—Ajá —dijo Fälldin mientras se sentaba—. ¿Y qué te trae por aquí?

Jerker Holmberg miró por la ventana de la cocina y vio cómo una urraca se posaba junto a su coche y se ponía a inspeccionar el suelo. Luego se dirigió a Fälldin.

—Vengo sin haber sido invitado y con un problema muy gordo. Es posible que cuando termine esta conversación pierda el empleo, pues, aunque estoy aquí por razones de trabajo, mi jefe, el inspector Jan Bublanski, de la brigada de delitos violentos de Estocolmo, no está al tanto de esta visita.

—Parece grave.

—Si mis superiores se enteraran de esto, mi carrera pendería de un hilo.

—Entiendo.

—Pero tengo miedo de que, si no actúo, pueda producirse una terrible injusticia. Y ya irían dos veces…

—Creo que es mejor que me lo expliques todo.

—Se trata de un hombre llamado Alexander Zalachenko. Era espía del GRU soviético y desertó a Suecia el día de las elecciones de 1976. Se le dio asilo político y empezó a trabajar para la Säpo. Tengo razones para creer que estás al tanto de ese asunto.

Thorbjörn Fälldin contempló atentamente a Jerker Holmberg.

—Es una larga historia —dijo Holmberg para, acto seguido, empezar a hablar de la investigación en la que se había visto involucrado durante los últimos meses.

Erika Berger se puso boca abajo y apoyó la cabeza sobre los nudillos. De repente sonrió.

—Mikael, ¿nunca te has parado a pensar si, en realidad, no estaremos locos de remate los dos?

—¿Por qué?

—Pues yo, por lo menos, sí. Me despiertas un irrefrenable deseo. Me siento como una adolescente loca.

—Ajá.

—Y luego quiero ir a casa y acostarme con mi marido.

Mikael se rió.

—Conozco a un buen terapeuta —dijo.

Ella le hundió un dedo en la cintura.

—Mikael, trabajar en el SMP me está empezando a parecer un gran error.

—¡Y una mierda! Es una gran oportunidad para ti. Si alguien puede resucitar a ese muerto, eres tú.

—Sí, tal vez. Pero ése es precisamente el problema. El SMP es como un muerto. Y encima anoche vas y rematas la faena con lo de Magnus Borgsjö. No entiendo qué diablos pinto yo allí.

—Dale tiempo al tiempo.

—Ya, pero lo de Borgsjö no me hace ninguna gracia. No tengo ni idea de cómo voy a llevarlo.

—Yo tampoco. Pero ya pensaremos en algo.

Ella permaneció callada un instante.

—Te echo de menos.

Él asintió y la miró.

—Yo también te echo de menos.

—¿Cuánto pedirías por venirte al SMP y convertirte en jefe de Noticias?

—¡En mi vida! ¿No lo es ya ese Holm, o como se llame?

—Sí. Pero es un idiota.

—En eso te doy la razón.

—¿Lo conoces?

—Claro que sí. Fue mi jefe durante tres meses a mediados de los años ochenta, cuando trabajé cubriendo una baja. Es un cabrón que manipula a la gente. Además…

—¿Además qué?

—Bah, nada. No quiero ir por ahí soltando cotilleos.

—Dime.

—Una chica llamada Ulla no sé qué y que también trabajaba como sustituta dijo que él la acosaba sexualmente. No sé cuánto hubo de verdad y cuánto de falso en todo aquello, pero el comité de empresa no hizo nada al respecto y a ella no le prorrogaron el contrato, cosa que sí iban a hacer antes.

Erika Berger miró el reloj, suspiró, salió de la cama y desapareció en dirección a la ducha. Mikael ni se había movido cuando ella salió, se secó y se puso la ropa.

—Yo me quedo un rato más —dijo él.

Ella le dio un beso en la mejilla, se despidió con la mano y se marchó.

Mónica Figuerola aparcó a veinte metros del coche de Göran Mårtensson, en Luntmakargatan, muy cerca de Olof Palmes gata. Lo vio caminar unos sesenta metros hasta el parquímetro y pagar. Luego él se fue andando hasta Sveavägen.

Mónica Figuerola pasó de pagar el aparcamiento: si se entretuviera en el parquímetro lo perdería. Siguió a Mårtensson hasta Kungsgatan, donde éste giró a la izquierda y entró en Kungstornet. Ella refunfuñó pero no le quedaba otra elección, así que esperó tres minutos y luego entró en el café. Estaba sentado en la planta baja hablando con un hombre de unos treinta y cinco años. Era rubio y parecía estar en bastante buena forma. «Un madero, pensó Mónica Figuerola».

Lo identificó como el hombre que Christer Malm había fotografiado delante del Copacabana el uno de mayo.

Pidió un café, se sentó en el otro extremo del local y abrió el Dagens Nyheter. Mårtensson y su acompañante hablaban en voz baja. No pudo oír ni una sola palabra de lo que decían. Sacó su teléfono y fingió hacer una llamada, algo totalmente innecesario, ya que ninguno de los dos hombres la estaba mirando. Les hizo una foto que sabía que iba a ser de 72 dpi y, por lo tanto, de demasiada baja calidad para publicarla. Sin embargo, podía servir como prueba de que el encuentro se había celebrado.

Al cabo de algo más de quince minutos, el hombre rubio se levantó y abandonó el Kungstornet. Mónica Figuerola se maldijo por dentro: ¿por qué no se habría quedado fuera? Lo habría reconocido en cuanto hubiera salido. Quiso levantarse e ir tras él enseguida. Pero Mårtensson continuaba allí, tranquilo, tomándose su café. No quería llamar la atención levantándose y siguiendo a ese desconocido interlocutor.

Pasados unos cuarenta segundos Mårtensson fue al baño. En cuanto cerró la puerta, Mónica Figuerola se puso de pie y salió a Kungsgatan. Miró a diestro y siniestro, pero el hombre rubio ya no estaba.

Se la jugó y fue corriendo hasta la intersección de Kungsgatan con Sveavägen. No lo vio por ninguna parte, de modo que bajó a toda prisa hasta el metro. Ni el menor rastro de él.

Volvió a Kungstornet. Mårtensson también había desaparecido.

Erika Berger empezó a soltar palabrotas descontroladamente cuando volvió al sitio donde había aparcado su BMW el día anterior, a dos manzanas de Samirs gryta.

El coche permanecía allí. Pero durante la noche alguien le había pinchado las cuatro ruedas. «Malditas putas ratas de alcantarilla», comenzó a decir mientras le hervía la sangre de rabia.

No había muchas alternativas. Llamó a la grúa y explicó la situación. No tenía tiempo de quedarse esperando, de modo que introdujo las llaves en el tubo de escape para que los de la grúa pudieran entrar en el coche. Luego bajó a Mariatorget y paró un taxi.

Lisbeth Salander entró en la página web de Hacker Republic y constató que Plague estaba conectado. Le pinchó.

—Hola, Wasp. ¿Qué tal las cosas por Sahlgrenska?

—Relajadas. Necesito tu ayuda.

—Vaya, vaya.

—Nunca creí que te la fuera a pedir.

—Debe de ser algo serio.

—Göran Mårtensson, residente en Vällingby. Necesito acceso a su ordenador.

—Vale.

—Debes transferirle todo el material a Mikael Blomkvist, a Millennium.

—De acuerdo. Eso está hecho.

—Gran hermano tiene pinchado el teléfono de Blomkvist y probablemente también su correo. Tienes que mandarlo todo a una dirección de Hotmail.

—Vale.

—Si yo no estoy accesible, Blomkvist te pedirá ayuda. Necesita poder ponerse en contacto contigo.

—Mmm.

—Es un poco cabeza cuadrada, pero te puedes fiar de él.

—Mmm.

—¿Cuánto quieres?

Plague permaneció en silencio durante unos segundos.

—¿Esto tiene que ver con tu situación?

—Sí.

—¿Te puede ayudar?

—Sí.

—Entonces te lo regalo.

—Gracias. Pero siempre pago mis deudas. Voy a necesitar tu ayuda hasta el juicio. Te pagaré 30.000.

—¿Te lo puedes permitir?

—Me lo puedo permitir.

—Vale.

—Me parece que tendremos que recurrir a Trinity. ¿Crees que podrás convencerlo para que venga a Suecia?

—¿Para hacer qué?

—Lo que mejor sabe hacer. Le pagaré sus honorarios habituales + gastos.

—De acuerdo. ¿Quién?

Le explicó lo que quería que hicieran.

El viernes por la mañana, el doctor Anders Jonasson parecía preocupado cuando contempló de modo educado a un inspector Hans Faste sumamente irritado al otro lado de la mesa.

—Lo lamento —dijo Anders Jonasson.

—No lo entiendo. Pensé que Salander se había recuperado. He venido a Gotemburgo en parte para poder interrogarla y en parte para preparar su traslado a una celda de Estocolmo, que es donde debe estar.

—Lo lamento —repitió Anders Jonasson—. Me encantaría deshacerme de ella porque no nos sobran precisamente habitaciones en el hospital. Pero…

—¿Y si está fingiendo?

Anders Jonasson se rió.

—No creo que sea muy probable. Debes entender lo siguiente: a Lisbeth Salander le han pegado un tiro en la cabeza. Yo le saqué una bala del cerebro, pero, a partir de ese momento, que sobreviviera o no era una lotería. Sobrevivió y su evolución ha sido extraordinariamente satisfactoria… tan buena que mis colegas y yo estábamos dispuestos a darle el alta. Y justo ayer observamos un claro empeoramiento. Se quejó de un fuerte dolor de cabeza y, de repente, la fiebre le empieza a subir y bajar. Ayer por la tarde tenía 38 y vomitó en dos ocasiones. Le bajó en el transcurso de la noche y se mantuvo casi sin fiebre, de modo que pensé que se trataba de algo pasajero. Pero cuando la examiné esta mañana le había subido a 39, lo cual es grave. Durante el día le ha vuelto a bajar.

—Entonces, ¿qué le pasa?

—No lo sé, pero el hecho de que su fiebre esté oscilando indica que no se trata de una gripe ni de nada parecido. No sabría decirte a qué se debe con exactitud, pero podría ser algo tan sencillo como una alergia a algún medicamento o alguna otra cosa con la que haya tenido contacto.

Buscó una imagen en el ordenador y le mostró la pantalla a Hans Faste.

—He mandado hacer un escáner craneal. Como puedes observar, justo aquí, en torno a la herida de la bala, hay una zona más oscura. No consigo saber de qué se trata. Podría ser la misma cicatrización, pero también una pequeña hemorragia. Así que, hasta que no sepamos qué es lo que ocurre, no le voy a dar el alta; por muy urgente que sea.

Hans Faste asintió, resignado. No era cuestión de contradecir a un médico, una persona que tiene poder sobre la vida y la muerte y es lo más cercano al representante de Dios que hay sobre la tierra. A excepción de la policía, tal vez. Fuera como fuese, Faste no tenía ni competencia ni conocimientos para determinar la gravedad del estado de Lisbeth Salander.

—¿Y ahora qué va a pasar?

—He prescrito reposo absoluto y una interrupción de su rehabilitación: necesita fisioterapia debido a las lesiones que la bala le produjo en el hombro y la cadera.

—De acuerdo… Debo contactar con el fiscal Ekström de Estocolmo. Esto ha sido toda una sorpresa. ¿Qué le puedo decir?

—Hace dos días estaba dispuesto a autorizar su traslado para finales de esta semana. Pero, tal y como están las cosas, vamos a esperar más tiempo. Tienes que advertirle que de momento no voy a tomar ninguna decisión al respecto, y que quizá no os la podáis llevar a Estocolmo para ingresarla en prisión preventiva hasta dentro de dos semanas. Depende por completo de su evolución.

—La fecha del juicio está fijada para el mes de julio…

—Si no surge ningún imprevisto, hay tiempo de sobra para que entonces ya esté en pie.

El inspector Jan Bublanski observó con desconfianza a la musculosa mujer que se hallaba al otro lado de la mesa. Estaban sentados en una terraza de Norr Mälarstrand tomando café. Era viernes, 20 de mayo, y hacía un calor veraniego. Ella lo había pillado a las cinco, justo cuando él ya se iba a casa. Se identificó como Mónica Figuerola, de la DGP/Seg, y le propuso una conversación privada en torno a una taza de café.

Al principio, Bublanski se mostró reacio y malhumorado. Luego ella lo miró a los ojos y le aclaró que no venía a interrogarlo oficialmente y que, por supuesto, no necesitaba decirle nada si no quería. Él le preguntó de qué se trataba y ella le explicó con toda franqueza que su jefe le había encomendado la misión de averiguar, de forma extraoficial, qué había de falso y qué de verdadero en el así llamado «asunto Zalachenko», también conocido en otras ocasiones como el «asunto Salander». Le explicó, asimismo, que ni siquiera estaba del todo claro que tuviera derecho a hacerle preguntas, y que si deseaba contestárselas o no, era decisión suya.

—¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó Bublanski finalmente.

—Cuéntame lo que sepas de Lisbeth Salander, Mikael Blomkvist, Gunnar Björck y Alexander Zalachenko. ¿Cómo encajan todas esas piezas?

Hablaron durante más de dos horas.

Torsten Edklinth reflexionó mucho sobre cómo proseguir. Después de cinco días de pesquisas, Mónica Figuerola le había dado una serie de claros indicios de que algo iba extraordinariamente mal en la DGP/Seg. Comprendía la necesidad de actuar con sumo cuidado hasta que no tuviera bien cubiertas las espaldas. En esos momentos, él mismo se encontraba en medio de un apuro constitucional, ya que no estaba autorizado a llevar a cabo investigaciones operativas en secreto, sobre todo cuando iban en contra de sus propios compañeros.

De manera que se hacía imprescindible dar con una fórmula que legitimara sus actividades. En caso de emergencia, siempre podría recurrir a su condición de policía y decir que el deber de todo miembro del cuerpo era siempre investigar un delito; sin embargo, ahora se trataba de un delito de una naturaleza tan extremadamente delicada desde un punto de vista constitucional que, si diera un solo paso en falso, lo más seguro es que acabara siendo relegado de su puesto. Pasó el viernes encerrado en su despacho cavilando en solitario.

Las conclusiones a las que llegó, por muy inverosímiles que se le antojaran, fueron que Dragan Armanskij tenía razón: había una conspiración en el seno de la DGP/Seg en la cual una serie de personas actuaban al margen de las actividades ordinarias del cuerpo. Como esta actividad venía existiendo desde hacía muchos años —por lo menos desde 1976, cuando Zalachenko llegó a Suecia— debía de haber sido organizada desde más arriba y haber contado con el beneplácito de las altas esferas. Pero no tenía ni idea de hasta dónde llegaba en la jerarquía.

Escribió tres nombres en un cuaderno que estaba sobre su mesa:

Göran Mårtensson, protección personal. Inspector de policía.

Gunnar Björck, jefe adjunto del Departamento de extranjería. Fallecido. (¿Suicidio?)

Albert Shenke, jefe administrativo, DGP/Seg.

Mónica Figuerola había llegado a la conclusión de que por lo menos el jefe administrativo tenía que haber manejado los hilos cuando Mårtensson, de protección personal, fue —en teoría— trasladado al contraespionaje; algo que nunca llegó a ocurrir en realidad, pues se dedicó a vigilar al periodista Mikael Blomkvist, lo cual no tenía nada que ver con el contraespionaje.

A la lista había que añadirle otros nombres, esta vez ajenos a la DGP/Seg:

Peter Teleborian, psiquiatra.

Lars Faulsson, cerrajero.

Teleborian fue contratado por la DGP/Seg como asesor psiquiátrico en unas cuantas ocasiones a finales de los años ochenta y principios de los noventa. Eso ocurrió en tres momentos concretos, así que Edklinth había sacado los informes del archivo para estudiarlos. La primera vez tuvo un carácter extraordinario: el contraespionaje había identificado a un informador ruso dentro de la industria sueca de telecomunicaciones, y el pasado de aquel espía inducía a temer que tal vez se le manifestaran ciertas inclinaciones suicidas en el caso de que fuera desenmascarado. Teleborian efectuó un análisis —remarcable por su agudeza— en el que se sugería que se convirtiera al informador en agente doble. Las otras dos ocasiones en las que consultaron a Teleborian fueron evaluaciones psiquiátricas en casos de menor importancia: una acerca de un empleado de la DGP/Seg que tenía problemas con la bebida y la otra sobre el extraño comportamiento sexual de un diplomático de un país africano.

Pero ni Teleborian ni Faulsson —en especial, Faulsson— ocuparon ningún puesto en la DGP/Seg. Aun así, a través de sus trabajos de asesoramiento, estaban vinculados a… ¿a qué?

La conspiración estaba íntimamente ligada al difunto Alexander Zalachenko, agente ruso que desertó del GRU y que, según todas las fuentes, llegó a Suecia el día de las elecciones de 1976. Y del cual nunca nadie había oído hablar. ¿Cómo era posible?

Edklinth intentó imaginarse lo que podría haber pasado si él hubiese estado al mando de la DGP/Seg en 1976, cuando Zalachenko desertó. ¿Cómo habría actuado? Máxima confidencialidad. Algo fundamental. La deserción sólo podría haber sido conocida por un reducido y exclusivo círculo; si no, la información corría el riesgo de ser filtrada a los rusos y… Pero ¿cuán reducido era el círculo?

¿Un departamento operativo?

¿Un departamento operativo desconocido?

Si todo hubiese sido kosher, el asunto Zalachenko debería haberse confiado al Departamento de contraespionaje. Lo mejor de todo habría sido, claro está, que el servicio de inteligencia militar se hubiera ocupado del caso, pero allí no tenían ni recursos ni competencia para dedicarse a ese tipo de actividades operativas. Así que fue a la DGP/Seg.

No obstante, el asunto nunca llegó al contraespionaje. Björck era la clave; él fue, al parecer, una de las personas que trató con Zalachenko. Aunque Björck nunca había tenido nada que ver con el contraespionaje. Björck constituía un misterio. Formalmente, ocupó un cargo en el Departamento de extranjería desde los años setenta, pero lo cierto es que apenas se le vio por el departamento hasta los años noventa, cuando, de la noche a la mañana, se convirtió en jefe adjunto.

Aun así, Björck constituía la principal fuente de la información de Blomkvist. ¿Cómo habría convencido Blomkvist a Björck para que le revelara esa bomba informativa? ¿A un periodista?

Las putas. Björck iba con putas adolescentes y Millennium pensaba denunciarlo. Blomkvist tenía que haber chantajeado a Björck.

Luego entró Salander en la historia.

El difunto letrado Nils Bjurman trabajó en el Departamento de extranjería al mismo tiempo que el difunto Björck. Fueron ellos los que se encargaron de Zalachenko. Pero ¿dónde lo metieron?

Alguien tuvo que tomar las decisiones. Con un desertor de esa categoría, la orden debió de llegar desde lo más alto.

Desde el gobierno. Tuvieron que contar con el apoyo gubernamental. Todo lo demás resultaba impensable.

¿O no?

Un escalofrío de malestar recorrió el cuerpo de Edklinth. Desde un punto de vista formal todo eso resultaba comprensible. Un desertor de la talla de Zalachenko debía ser tratado con la máxima confidencialidad. Eso era lo que él mismo habría decidido. Eso era lo que el gobierno de Fälldin tenía que haber decidido. Resultaba perfectamente lógico.

Pero lo que ocurrió en 1991 no seguía ninguna lógica. Björck contrató a Teleborian para meter a Lisbeth Salander en un hospital psiquiátrico con el pretexto de que estaba psíquicamente enferma. Eso constituía un delito. Y se trataba de un delito tan grave que Edklinth volvió a sentir un escalofrío de malestar.

Alguien tenía que haber tomado las decisiones pertinentes. Y en ese caso, en absoluto podía haber sido el gobierno… Ingvar Carlsson había sido primer ministro, y luego Carl Bildt. Pero ningún político se atrevería ni siquiera a imaginar una decisión así, que no sólo iba en contra de toda ley y justicia, sino que también —si alguna vez se llegara a conocer— acabaría provocando un verdadero escándalo de catastróficas dimensiones.

Si el gobierno se hubiese visto implicado, entonces Suecia no sería ni un ápice mejor que cualquier dictadura del mundo.

No era posible.

Y luego estaban los acontecimientos del 12 de abril en Sahlgrenska. Zalachenko oportunamente asesinado por un trastornado obseso de la justicia justo en el momento en el que se producía un robo en casa de Mikael Blomkvist y atracaban a Annika Giannini. En ambos casos robaron el extraño informe de Gunnar Björck de 1991. Era información con la que Dragan Armanskij había contribuido off the record. No se había puesto ninguna denuncia policial.

Y al mismo tiempo, Gunnar Björck va y se ahorca. Precisamente la persona con la que, más que con ninguna otra, desearía hablar muy en serio.

Torsten Edklinth no creía en una casualidad de tal megacalibre. El inspector Jan Bublanski no creía en una casualidad así. Mikael Blomkvist no creía en ella. Edklinth volvió a coger el rotulador.

Evert Gullberg, 78 años. ¿¿¿Asesor fiscal???

¿Quién diablos era Evert Gullberg?

Pensó en llamar al jefe de la DGP/Seg, pero se abstuvo de hacerlo por la simple razón de que no sabía hasta qué escalafón llegaba la conspiración dentro de la jerarquía del cuerpo. En resumen: no sabía en quién confiar.

Después de haber rechazado la posibilidad de recurrir a alguien de la DGP/Seg, pensó por un instante en dirigirse a la policía abierta. Jan Bublanski era el encargado de la investigación sobre Ronald Niedermann y, naturalmente, debería estar interesado en toda la información relacionada con ella. Pero, por razones políticas, resultaba imposible.

Sintió un enorme peso sobre los hombros.

Por último, sólo le quedaba una alternativa que era correcta desde un punto de vista constitucional y que tal vez pudiera servirle de protección en el caso de que, en el futuro, llegara a caer en desgracia política. Tenía que dirigirse al jefe y conseguir un apoyo político para lo que estaba haciendo.

Miró el reloj: poco menos de las cuatro de la tarde del viernes. Levantó el auricular y llamó al ministro de Justicia, al que conocía desde hacía varios años y con el que había coincidido en varias presentaciones que había hecho en el ministerio. Consiguió localizarlo en apenas cinco minutos.

—Hola, Torsten —le dijo el ministro de Justicia—. ¡Cuánto tiempo! ¿De qué se trata?

—Sinceramente, creo que te estoy llamando para ver cuánta credibilidad me otorgas.

—¿Cuánta credibilidad? Qué pregunta más extraña. Por lo que a mí respecta tienes una credibilidad muy grande. ¿A qué se debe esa pregunta?

—A una petición urgente y extraordinaria. Necesito reunirme contigo y con el primer ministro. Y corre prisa.

—Vaya.

—Si no te importa, esperaré a tenerte frente a frente para explicártelo. Tengo un asunto sobre mi mesa tan desconcertante que considero que tanto tú como el primer ministro debéis ser informados.

—Parece serio.

—Es serio.

—¿Tiene algo que ver con terroristas y amenazas…?

—No. Es más serio que todo eso. Con esta llamada estoy poniendo en juego no sólo mi reputación sino también toda mi carrera. No lo haría si no fuera porque considero que la situación es sumamente grave.

—Entiendo. De ahí tu pregunta sobre la credibilidad… ¿Cuándo necesitas ver al primer ministro?

—Esta misma noche si es posible.

—Me estás empezando a preocupar.

—Por desgracia, tienes razones para ello.

—¿Cuánto tiempo durará la reunión?

Edklinth reflexionó.

—Me llevará una hora resumir todos los detalles.

—Te llamo dentro de un rato.

El ministro de Justicia volvió a llamar transcurridos quince minutos y le comunicó a Torsten Edklinth que el primer ministro podría recibirlo en su domicilio a las 21.30 horas de esa misma noche. A Edklinth le sudaba la mano cuando colgó. Bueno… Mañana por la mañana mi carrera podría finalizar.

Volvió a coger el teléfono y llamó a Mónica Figuerola.

—Hola, Mónica. Tienes servicio esta noche. Preséntate aquí a las 21.00. Correctamente vestida.

—Yo siempre voy correctamente vestida —dijo Mónica Figuerola.

El primer ministro contempló al jefe de protección constitucional con un aire que más bien podría describirse como desconfiado. A Edklinth le dio la sensación de que, tras las gafas del primer ministro, había unas ruedas dentadas girando a toda velocidad.

Luego, el primer ministro desplazó la mirada hasta donde estaba Mónica Figuerola, que no había dicho nada en toda la hora que duró la presentación. Vio a una mujer inusualmente alta y musculosa que le devolvió una mirada educada y expectante. Acto seguido, observó al ministro de Justicia, que se había puesto algo pálido durante la presentación.

Por último, el primer ministro inspiró profundamente, se quitó las gafas y permaneció un largo instante mirando al vacío.

—Creo que necesitamos más café —acabó diciendo.

—Sí, por favor —pidió Mónica Figuerola.

Edklint asintió con la cabeza y el ministro de Justicia se lo sirvió de una cafetera termo que se hallaba sobre la mesa.

—Déjeme resumírselo para asegurarme de que lo he entendido bien —dijo el primer ministro—: Sospecha usted que hay una conspiración dentro de la policía de seguridad que está actuando al margen de su misión constitucional, y que esa conspiración se ha dedicado durante muchos años a algo que se podría denominar actividades delictivas.

Edklinth asintió.

—¿Y viene a verme a mí porque no confía en la Dirección de la Policía de Seguridad?

—Bueno —contestó Edklinth—. Decidí dirigirme directamente a usted porque esas actividades violan la Constitución, pero no conozco el objetivo de la conspiración ni tampoco si he interpretado algo mal. A lo mejor resulta que la actividad es legítima y está autorizada por el gobierno. En ese caso, podría estar actuando basándome en una información errónea o en un malentendido y se correría el riesgo de que yo desvelara una operación secreta en curso.

El primer ministro miró al ministro de Justicia. Los dos entendían que Edklinth estaba cubriéndose las espaldas.

—Nunca he oído hablar de nada parecido. ¿Tú sabes algo de todo esto?

—En absoluto —contestó el ministro de Justicia—. No he visto nada en ningún informe de la policía de seguridad que pueda hacer referencia a algo así.

—Mikael Blomkvist piensa que se trata de una fracción dentro de la Säpo. El los llama El club de Zalachenko.

—Ni siquiera he oído hablar jamás de que Suecia haya recibido y mantenido a un desertor ruso de ese calibre… Así que desertó durante el gobierno de Fälldin.—Me cuesta creer que Fälldin ocultara semejante información —dijo el ministro de Justicia—. Una deserción así debería haber sido un asunto de alta prioridad a la hora de informar al siguiente gobierno.

Edklinth carraspeó.

—Ese gobierno de centro-derecha cedió el poder al gobierno de Olof Palme. No es ningún secreto que algunos de los que me precedieron en la DGP/Seg albergaban unas ideas bastante curiosas sobre Palme…

—¿Quiere eso decir que a alguien se le olvidó informar al gobierno socialdemócrata?…

Edklinth asintió.

—Quiero recordarles que Fälldin estuvo en el poder durante dos mandatos. Y en ambos se resquebrajó el gobierno de coalición. Al principio le entregó el poder a Ola Ullsten, quien lideró un gobierno de minoría en 1979. Luego, el gobierno volvió a romperse una vez más, cuando el Partido Moderado abandonó y Fälldin gobernó con los liberales. Lo más seguro es que, durante el traspaso de poderes al gobierno entrante se produjera un cierto caos en la Cancillería del gobierno. Es incluso posible que un asunto como el de Zalachenko se mantuviese dentro de un círculo tan reducido que, simplemente, el primer ministro Fälldin no estuviera muy al corriente y que por eso no tuviera en realidad nada sustancial sobre lo que informar a Palme.

—Y en ese caso ¿quién es el responsable? —preguntó el primer ministro.

Todos menos Mónica Figuerola negaron con la cabeza.

—Supongo que resulta inevitable que esto se filtre a los medios de comunicación —dijo el primer ministro.

—Lo van a publicar Mikael Blomkvist y Millennium. Dicho de otro modo: nos encontramos en una situación que nos obliga a actuar.

Edklinth se afanó en incluir las palabras «nos encontramos». El primer ministro asintió. Se dio cuenta de la gravedad de la situación.

—Bueno, ante todo debo agradecerle que haya venido a informarme de este asunto con tanta celeridad: No suelo aceptar este tipo de visitas apresuradas, pero el ministro de Justicia me dijo que usted era una persona sensata y que algo extraordinario tenía que haber ocurrido para que quisiera verme saltándose todos los cauces normales.

Edlinth suspiró algo aliviado. Pasara lo que pasase, por lo menos no sería objeto de la ira del primer ministro.

—Ahora sólo nos queda decidir cómo actuar. ¿Tiene alguna idea?

—Quizá —contestó Edklinth dubitativo.

Permaneció callado tanto tiempo que Mónica Figuerola carraspeó.

—¿Podría decir algo?

—Adelante —le respondió el primer ministro.

—Si resulta que el gobierno no está al tanto de esta operación, entonces es ilegal. El responsable en esos casos es el delincuente, o sea, el o los funcionarios que hayan sobrepasado sus límites. Si podemos verificar todas las afirmaciones que hace Mikael Blomkvist, un grupo de empleados de la policía de seguridad se ha dedicado a realizar actividades delictivas. A partir de ahí el problema se divide en dos.

—¿Qué quiere usted decir?

—Primero hay que responder a la pregunta de cómo ha sido posible todo esto. ¿De quién es la responsabilidad? ¿Cómo ha podido surgir una conspiración así dentro del marco de una organización policial establecida? Quiero recordarles que yo misma trabajo para la DGP/Seg y que estoy orgullosa de hacerlo. ¿Cómo ha podido prolongarse durante tanto tiempo? ¿Cómo han podido ocultar y financiar las actividades?

El primer ministro asintió.

—Por lo que se refiere a ese primer aspecto, ya se escribirán libros sobre todo eso —prosiguió Mónica Figuerola—. Pero una cosa está clara: tiene que haber una financiación y estamos hablando, como poco, de varios millones de coronas al año. He echado un vistazo al presupuesto de la policía de seguridad y no he encontrado nada que pueda hacer referencia al club de Zalachenko. Pero, como usted bien sabe, hay una serie de fondos ocultos a los que tienen acceso el jefe administrativo y el jefe de presupuesto, pero no yo.

El primer ministro asintió apesadumbrado. ¿Por qué la gestión de la Säpo tenía que ser siempre una pesadilla?

—El otro aspecto del problema versa sobre las personas involucradas. O, más concretamente, sobre las que habría que detener.

El primer ministro hizo una mueca.

—Desde mi punto de vista, todas esas cuestiones dependen de la decisión que usted tome durante los próximos minutos.

Torsten Edklinth contuvo la respiración. Si hubiese podido darle una patada en la espinilla a Mónica Figuerola, lo habría hecho: al afirmar que el responsable era el primer ministro en persona, se acababa de cargar de un solo golpe toda la retórica. Él ya había pensado llegar a la misma conclusión, pero no sin antes dar un largo rodeo diplomático.

—¿Y qué decisión piensa usted que debería tomar? —preguntó el primer ministro.

—Tenemos intereses comunes. Llevo tres años trabajando en protección constitucional y considero que es una misión de capital importancia para la democracia sueca. Durante los últimos años la policía se ha portado bien en contextos constitucionales. Como es natural, no quiero que el escándalo afecte a la DGP/Seg. Para nosotros es importante destacar que se trata de una actividad delictiva llevada a cabo por ciertos individuos a título personal.

—Definitivamente, una actividad de este tipo no cuenta con la autorización del gobierno —aclaró el ministro de Justicia.

Mónica Figuerola asintió con la cabeza y reflexionó unos segundos.

—Desde su perspectiva, supongo que resulta importante que el escándalo no afecte al gobierno, que es lo que sucedería si se intentara ocultar la historia —dijo ella.

—El gobierno no suele ocultar actividades criminales —le respondió el ministro de Justicia.

—No, pero partamos de la hipótesis de que quisiera hacerlo: se convertiría en un escándalo de enormes proporciones.

—Continúe —dijo el primer ministro.

—La situación actual se complica por el hecho de que, para poder investigar esta historia, los de protección constitucional, en la práctica, nos vemos obligados a ir en contra de nuestro reglamento. Queremos que se haga de forma jurídica y constitucionalmente correcta.

—Todos lo queremos —apostilló el primer ministro.

—En tal caso, propongo que usted, en calidad de primer ministro, le ordene a protección constitucional que investigue todo este lío cuanto antes. Denos una orden por escrito y concédanos las competencias necesarias.

—No estoy seguro de que lo que usted propone sea legal —dijo el ministro de Justicia.

—Sí. Es legal. El gobierno tiene poder para tomar medidas de gran alcance en el caso de que la Constitución se vea amenazada de ser modificada de una forma ilegítima. Si un grupo de militares o policías empieza a llevar una política exterior independiente, lo que tenemos, de facto, es que en nuestro país se ha producido un golpe de Estado.

—¿Una política exterior…? —preguntó el ministro de Justicia.

El primer ministro asintió de repente.

—Zalachenko era desertor de un país extranjero —le recordó Mónica Figuerola—. La información que él iba revelando se entregaba, según Mikael Blomkvist, a servicios de inteligencia extranjeros. Si el gobierno no estaba informado, nos encontramos con que se ha dado un golpe de Estado.

—Entiendo su argumentación —dijo el primer ministro—. Ahora déjeme hablar a mí.

Se levantó y dio una vuelta alrededor de la mesa del salón. Al final se detuvo delante de Edklinth.

—Tiene usted una colaboradora muy inteligente. Además, no se anda con rodeos.

Edklinth tragó saliva y asintió. El primer ministro se volvió hacia su ministro de Justicia.

—Llama a tu secretario de Estado y al director jurídico. Mañana por la mañana quiero un documento que le otorgue a protección constitucional poderes extraordinarios para actuar en este asunto. La misión consiste en estudiar el grado de veracidad de las afirmaciones que hemos comentado hoy, recabar documentación acerca de su envergadura e identificar a las personas que son responsables o están implicadas.

Edklinth asintió con la cabeza.

—En el documento no figurará que está usted trabajando en la instrucción de un sumario; puede que me equivoque, pero creo que es tan sólo el fiscal general quien puede designar al instructor de un sumario en esta situación. No obstante, lo que sí puedo hacer es encomendarle la tarea de formar una comisión unipersonal para averiguar la verdad. De modo que lo que realizará será la investigación de una comisión estatal. ¿Entiende?

—Sí. Pero permítame mencionar que en el pasado yo he sido fiscal.

—Mmm. Tenemos que pedirle al director jurídico que le eche un vistazo a esto y que determine qué sería lo formalmente correcto. En cualquier caso, usted será el único responsable de esta investigación; usted mismo designará a cuantos colaboradores necesite. Si encuentra pruebas de actividades delictivas, deberá ponerlo en conocimiento del fiscal general, quien decidirá si dictar auto de procesamiento o no.

—Tengo que consultar el procedimiento legal exacto, pero creo que hay que informar al presidente del Riksdag y a la comisión constitucional… Esto se va a filtrar rápidamente —apostilló el ministro de Justicia.

—En otras palabras, debemos actuar ya —concluyó el primer ministro.

—Mmm —dijo Mónica Figuerola.

—¿Qué? —preguntó el primer ministro.

—Hay dos problemas… Primero, la publicación de Millennium puede entrar en conflicto con nuestra investigación, y segundo, el juicio contra Lisbeth Salander empieza dentro de un par de semanas.

—¿Sería posible averiguar para cuándo tiene prevista Millennium la publicación?

—Podríamos preguntarlo —contestó Edklinth—. Lo que menos deseamos es meternos en la actividad de los medios de comunicación.

—Por lo que se refiere a esa tal Salander… —empezó diciendo el ministro de Justicia para, acto seguido, reflexionar un breve instante antes de seguir— sería terrible que hubiese sido objeto de los abusos de los que habla Millennium… ¿Cabe la posibilidad de que eso sea realmente cierto?

—Me temo que sí —respondió Edklinth.

—En ese caso, tenemos que asegurarnos de que sea indemnizada y, sobre todo, de que no vuelva a ser víctima de otra vulneración de sus derechos —dijo el primer ministro.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó el ministro de Justicia—. El gobierno no debe, bajo ninguna circunstancia, intervenir en un proceso jurídico en curso. Sería una violación de la ley.

—¿Y si hablamos con el fiscal…?

—No —contestó Edklinth—. Como primer ministro no debe influir en el proceso jurídico de ninguna manera.

—En otras palabras, Salander tendrá que pelear sus asaltos en la sala del tribunal —dijo el ministro de Justicia—. Hasta que no pierda el juicio y recurra al gobierno no podemos intervenir para indultarla u ordenarle al fiscal general que investigue si hay razones para celebrar un nuevo juicio.

Luego añadió algo:

—Pero eso sólo valdrá en el caso de que la condenen a prisión. Si dictan una sentencia de internamiento en una clínica psiquiátrica, el gobierno no podrá hacer nada: se trataría de una cuestión médica y el primer ministro no tiene competencia para decidir si está loca o no.

A las diez de la noche del viernes, Lisbeth Salander oyó una llave introduciéndose en la cerradura. Apagó inmediatamente el ordenador de mano y lo metió bajo la almohada. Al levantar la vista, vio a Anders Jonasson cerrar la puerta.

—Buenas noches, señorita Salander —saludó—. ¿Cómo te encuentras esta noche?

—Tengo un terrible dolor de cabeza y también fiebre —dijo Lisbeth.

—Eso no suena nada bien.

Lisbeth Salander no parecía estar especialmente torturada por la fiebre ni los dolores de cabeza. El doctor Anders Jonasson la examinó durante diez minutos. Constató que en el transcurso de la tarde la fiebre le había vuelto a subir en exceso.

—Es una pena que se nos presente ahora esto con lo que habías mejorado en las últimas semanas. Me temo que ya no te podré dar el alta hasta dentro de dos semanas como mínimo.

—Dos semanas deberían ser suficientes.

Jonasson le echó una larga mirada.

La distancia, que hay entre Londres y Estocolmo por tierra, es, grosso modo, de 1.800 kilómetros que, en teoría, se recorren en aproximadamente veinte horas. En la práctica, tras casi veinte horas de viaje sólo habían llegado a la frontera de Alemania con Dinamarca. El cielo estaba cubierto de nubes de un gris plomizo, y el lunes, cuando el hombre al que llamaban Trinity se encontraba en medio del puente de Öresund, empezó a diluviar. Redujo la velocidad y activó los limpiaparabrisas.

A Trinity le parecía un infierno conducir por Europa, ya que toda la Europa continental se empeñaba en conducir por el lado erróneo de la calzada. Había metido su equipaje en la furgoneta el sábado por la mañana y cogido un ferri entre Dover y Calais para luego atravesar Bélgica vía Lieja. Cruzó la frontera con Alemania en Aquisgrán y luego cogió la Autobahn con dirección a Hamburgo y desde allí continuó hasta Dinamarca.

Su compañero, Bob the Dog, dormía en el asiento de atrás. Se habían turnado al volante y, aparte de las paradas que habían hecho para comer en restaurantes de carretera, habían conducido a una velocidad fija de unos noventa kilómetros por hora. La furgoneta tenía dieciocho años y no podía alcanzar mucho más.

Había maneras más sencillas de desplazarse entre Londres y Estocolmo, pero en un vuelo regular, desafortunadamente, no resultaba muy probable que les dejaran pasar los controles con más de treinta kilos de equipos electrónicos. Por tierra, sin embargo, a pesar de haber pasado seis fronteras, no los paró ni un solo aduanero ni controlador de pasaportes. Trinity era un entusiasta defensor de la UE, cuyas normas facilitaban sus viajes continentales.

Trinity contaba treinta y dos años de edad y había nacido en la ciudad de Bradford, aunque vivía en el norte de Londres desde que era pequeño. Sus estudios fueron bastante mediocres: en una escuela de formación profesional donde le dieron un certificado en el que se hacía constar que era técnico en telecomunicaciones; y, en efecto, durante tres años, desde que cumplió los diecinueve, había trabajado como instalador para British Telecom.

En realidad, sus conocimientos teóricos en electrónica e informática le habrían permitido participar sin miedo en debates sobre la materia y superar sin problema a cualquier arrogante y experto catedrático. Había vivido rodeado de ordenadores desde que contaba unos diez años de edad y su primer pirateo lo realizó con trece. Le cogió el gusto, y cuando tenía dieciséis sus conocimientos eran tales que ya estaba compitiendo con los mejores del mundo. Hubo una época en la que cada minuto que estaba despierto se lo pasó delante de la pantalla del ordenador haciendo sus propios programas y colocando insidiosos bucles en la red. Se metió en la BBC, en el Ministerio de Defensa inglés y en Scotland Yard. Incluso consiguió tomar, por un momento, el mando de un submarino atómico británico que patrullaba en el Mar del Norte. Por fortuna, dentro del mundo de los piratas informáticos, Trinity más bien pertenecía a la categoría de los curiosos que a la de los malvados. Su fascinación cesaba en el instante en que conseguía violar los códigos de un ordenador, acceder a él y enterarse de sus secretos. Como mucho, gastaba alguna que otra practical joke como, por ejemplo, dar instrucciones a un ordenador del submarino para que le dijera al capitán que se limpiara el culo, cuando lo que éste había pedido era que le indicara la posición. Este último incidente dio lugar a una serie de gabinetes de crisis en el Ministerio de Defensa, por lo que, pasado algún tiempo, Trinity empezó a comprender que tal vez no fuera una buena idea ir alardeando de sus habilidades, si es que el Estado iba en serio con sus amenazas de condenar a los hackers a duras penas de cárcel.

Se hizo técnico en telecomunicaciones porque ya sabía cómo funcionaba la red telefónica. Constató de inmediato que estaba tremendamente anticuada y cambió de profesión: se hizo asesor de seguridad y empezó a instalar sistemas de alarma y a supervisar las medidas de protección de robos. A ciertos clientes especialmente elegidos también podía ofrecerles servicios tan sofisticados como vigilancia y escuchas telefónicas.

Era uno de los fundadores de Hacker Republic, de la cual Wasp era ciudadana.

Eran las siete y media de la tarde del domingo cuando él y Bob the Dog llegaron a Estocolmo. Cuando pasaron el IKEA de Kungens kurva, en Skärholmen, Trinity abrió su móvil y marcó un número que tenía memorizado.

—¡Plague! —dijo Trinity.

—¿Dónde estáis?

—Me dijiste que te llamara al pasar IKEA.

Plague les describió el camino hasta el albergue de Långholmen, donde había hecho una reserva para sus colegas de Inglaterra. Como Plague no salía prácticamente nunca de su apartamento, quedaron en verse en su casa al día siguiente a las diez de la mañana.

Tras un instante de reflexión, Plague decidió hacer un gran esfuerzo y se puso a fregar, limpiar y ventilar la casa para recibir a sus invitados.