Capítulo 13.

Martes, 17 de mayo

Mónica Figuerola se despertó a las seis y diez de la mañana del martes, salió a correr una larga vuelta por Norr Mälarstrand, se duchó y fichó la entrada en la jefatura de policía a las ocho y diez. Dedicó la primera hora de la mañana a redactar un informe sobre las conclusiones a las que había llegado el día anterior.

A las nueve llegó Torsten Edklinth. Mónica le dio veinte minutos para que despachara el posible correo de la mañana y luego se acercó a su despacho y llamó a la puerta. Esperó diez minutos mientras su jefe leía el informe que ella acababa de redactar. Leyó las cuatro hojas, de principio a fin, dos veces. Al final alzó la vista y la miró.

—El jefe administrativo —dijo pensativo.

Ella asintió.

—Él tiene que haber dado su visto bueno a la comisión de servicios de Mårtensson. Por lo tanto, ha de saber que Mårtensson no está en contraespionaje, donde, según el Departamento de protección personal, se supone que debe encontrarse.

Torsten Edklinth se quitó las gafas, sacó un pañuelo de papel y las limpió con toda meticulosidad. Reflexionó. Había visto en incontables ocasiones al jefe administrativo Albert Shenke en reuniones y jornadas organizadas por la casa, pero no podía afirmar que lo conociera demasiado. Se trataba de una persona de estatura más bien baja, de pelo fino y rubio tirando a pelirrojo y con una cintura que, con el paso de los años, había dado bastante de sí. Sabía que Shenke tenía unos cincuenta y cinco años y que llevaba prestando sus servicios en la DGP/Seg desde hacía, como poco, veinticinco; tal vez más. Durante la última década había ocupado el puesto de jefe administrativo, y antes trabajó como jefe administrativo adjunto y en otros cargos dentro de la administración. Lo consideraba una persona callada que era capaz de actuar con mano dura si hacía falta. Edklinth no tenía ni idea de a qué se dedicaba Shenke en su tiempo libre, pero recordaba haberlo visto en alguna ocasión en el garaje de la jefatura de policía vestido de sport y con unos palos de golf en el hombro. Asimismo, una vez, hacía ya años y por pura casualidad, se topó con él en la ópera.

—Hay una cosa que me ha llamado la atención —dijo ella.

—¿Qué?

—Evert Gullberg. Hizo el servicio militar en los años cuarenta, se convirtió en asesor fiscal y luego desapareció entre la niebla en los cincuenta.

—¿Sí?

—Cuando el otro día tratamos ese tema, hablamos de él como si fuese un asesino contratado.

—Sé que suena rebuscado, pero…

—Lo que más me ha llamado la atención ha sido que he encontrado tan poco sobre su pasado que me da la sensación de que más bien parece algo fabricado. Durante los años cincuenta y sesenta, tanto IB como la Seg montaron empresas fuera de casa.

Torsten Edklinth hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Me estaba preguntando cuándo te plantearías esa posibilidad.

—Necesitaría una autorización para acceder a los expedientes personales de los años cincuenta —dijo Mónica Figuerola.

—No —respondió Torsten Edklinth, negando con la cabeza—. No podemos entrar en el archivo sin permiso del jefe administrativo y no queremos llamar la atención hasta que tengamos las espaldas bien cubiertas.

—¿Y cómo piensas que debemos proceder?

—Mårtensson —dijo Edklinth—. Averigua qué está haciendo.

Lisbeth Salander estaba examinando la ventana de ventilación de su habitación, cerrada con llave, cuando oyó que se abría la puerta y entraba Anders Jonasson. Eran más de las diez de la noche del martes. El médico frustraba así sus planes para huir del hospital.

Ella ya había medido los centímetros que la ventana podía abrirse, constatado que su cabeza podría pasar y que probablemente no tendría mayores problemas en introducir el resto del cuerpo. Había tres pisos hasta el suelo, pero, con la ayuda de unas sábanas y el cable alargador de tres metros de largo que estaba enchufado a una lámpara, ese problema quedaría resuelto.

Había planificado mentalmente su huida paso a paso. El problema era la ropa. Tenía unas bragas, el camisón del hospital y un par de sandalias de goma que le habían dejado. Contaba con doscientas coronas que Annika Giannini le había prestado para que pudiera pedir golosinas del quiosco del hospital. Sería suficiente para hacerse con unos vaqueros baratos y una camiseta en la tienda del Ejército de Salvación, siempre y cuando pudiera dar con ella en Gotemburgo. El resto del dinero tenía que alcanzar, como fuera, para llamar por teléfono a Plague. Luego ya vería. Había previsto aterrizar en Gibraltar un par de días después de escaparse y hacerse luego con una nueva identidad en alguna parte del mundo.

Anders Jonasson saludó con un movimiento de cabeza y se sentó en la silla destinada a las visitas. Ella se sentó en el borde de la cama.

—Hola, Lisbeth. Perdona que no te haya visitado durante los últimos días, pero he estado muy liado en urgencias y además me han hecho mentor de un par de médicos jóvenes.

Ella asintió. No se esperaba que el doctor Anders Jonasson le hiciera visitas particulares.

Él sacó el historial de Lisbeth y estudió con atención la evolución de la curva de la temperatura y la medicación. Observó que tenía una temperatura estable, de entre 37 y 37.2 grados, y que durante la última semana no le habían dado ninguna pastilla para el dolor de cabeza.

—Tu médica es la doctora Endrin, ¿no? ¿Te llevas bien con ella?

—Sí… Bien —dijo Lisbeth sin mayor entusiasmo.

—¿Me dejas que te eche un vistazo?

Ella asintió. Jonasson sacó una pequeña linterna del bolsillo, se inclinó hacia delante e iluminó los ojos de Lisbeth para estudiar las contracciones y dilataciones de sus pupilas. Le pidió que abriera la boca y le examinó la garganta. Luego, con mucho cuidado, le puso las manos alrededor del cuello y le movió la cabeza de un lado a otro un par de veces.

—¿Tienes molestias en el cuello? —preguntó.

Ella negó con un gesto.

—¿Y qué tal el dolor de cabeza?

—Me viene de vez en cuando, pero se me pasa.

—El proceso de cicatrización sigue su curso. El dolor de cabeza te irá desapareciendo poco a poco.

Ella continuaba teniendo el pelo tan corto que no tuvo más que apartar un poco para palpar la cicatriz que se hallaba por encima de su oreja. Se estaba curando sin problemas, pero todavía le quedaba una pequeña costra.

—Has vuelto a rascarte la herida. Ni se te ocurra hacerlo de nuevo, ¿vale?

Ella dijo que sí con la cabeza. Él cogió su codo izquierdo y le alzó el brazo.

—¿Puedes levantarlo tú sola?

Lisbeth lo levantó.

—¿Tienes algún dolor o alguna molestia en el hombro?

Ella negó con la cabeza.

—¿Te tira?

—Un poco.

—Creo que debes entrenar los músculos del hombro un poquito más.

—No es fácil cuando una está encerrada.

Él sonrió.

—Eso no será para siempre. ¿Estás haciendo los ejercicios que te manda el fisioterapeuta?

Ella volvió a asentir.

Sacó el estetoscopio y lo apretó un rato contra su muñeca para calentarlo. Luego se sentó en el borde de la cama, le desabrochó el camisón, le auscultó el corazón y le tomó el pulso. Le pidió que se inclinara hacia delante y le colocó el estetoscopio en la espalda para auscultarle los pulmones.

—Tose.

Ella tosió.

—Vale. Ya puedes abrocharte el camisón. Desde un punto de vista médico estás más o menos recuperada.

Ella asintió. Esperaba que con eso él se levantara y le prometiera que volvería al cabo de unos días, pero se quedó sentado en la silla. Permaneció en silencio un largo rato dando la impresión de estar pensando en algo. Lisbeth esperó pacientemente.

—¿Sabes por qué me hice médico? —preguntó de repente.

Ella negó con la cabeza.

—Vengo de una familia obrera. Siempre quise ser médico. Bueno, la verdad es que de joven pensaba hacerme psiquiatra. Era terriblemente intelectual.

Lisbeth lo miró con una repentina atención en cuanto mencionó la palabra «psiquiatra».

—Pero no estaba muy seguro de ser capaz de hacer una carrera así. De modo que cuando salí del bachillerato me formé como soldador y trabajé de eso durante unos años.

Movió la cabeza afirmativamente como para mostrarle a Lisbeth que no le estaba mintiendo.

—Me pareció buena idea tener algo a lo que recurrir si fracasaba en la carrera de Medicina. Y ser soldador tampoco es tan diferente a ser médico. Se trata de reparar y unir piezas sueltas. Y ahora trabajo aquí en el Sahlgrenska y reparo a gente como tú.

Ella frunció el ceño y se preguntó, llena de suspicacia, si no le estaría tomando el pelo. Pero parecía completamente serio.

—Lisbeth… me pregunto…

Permaneció callado durante tanto tiempo que ella estuvo a punto de preguntarle lo que quería. Pero se contuvo y esperó.

—Me pregunto si te enfadarías conmigo si te hiciera una pregunta íntima y personal. Me gustaría hacértela como persona. O sea, no como médico. No voy a apuntar tu respuesta y no voy a tratar el tema con nadie. Y no hace falta que me respondas si no quieres.

—¿Cuál?

—Es una pregunta indiscreta y personal.

Ella se topó con su mirada.

—Desde que te encerraron en el Sankt Stefan de Uppsala cuando tenías doce años, te has negado a contestar cuando algún psiquiatra ha intentado hablar contigo. ¿Por qué?

Los ojos de Lisbeth Salander se oscurecieron levemente. Contempló a Anders Jonasson con una mirada desprovista de toda expresión. Permaneció callada durante dos minutos.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Si te soy sincero, no lo sé a ciencia cierta. Creo que estoy intentando comprender algo.

La boca de Lisbeth Salander se frunció ligeramente.

—No hablo con los loqueros porque nunca escuchan lo que les digo.

Anders Jonasson asintió y, de buenas a primeras, se rió.

—Muy bien. Dime… ¿qué piensas de Peter Teleborian?

Anders Jonasson le soltó el nombre de manera tan inesperada que Lisbeth casi se sobresaltó. Sus ojos se estrecharon considerablemente.

—Joder, esto qué es, ¿el juego de las veinte preguntas? ¿Qué andas buscando?

De repente su voz sonó como a papel de lija. Anders Jonasson se echó hacia delante y se aproximó tanto a ella que casi invadió su territorio personal.

—Porque un… ¿cuál es la palabra que has usado…? loquero llamado Peter Teleborian, no del todo desconocido dentro del gremio, me ha presionado dos veces durante los últimos días para que le permita examinarte.

Lisbeth sintió de golpe un frío gélido recorriéndole la espina dorsal.

—El tribunal de primera instancia va a designarlo para que te haga una evaluación psiquiátrica legal.

—¿Y?

—No me cae nada bien ese Peter Teleborian. Le he negado el acceso. La última vez se presentó en esta planta sin avisar e intentó engañar a una enfermera para que le dejara pasar a tu habitación.

Lisbeth apretó la boca.

—Su comportamiento resultaba un poco extraño y su insistencia algo excesiva para ser normal. Por eso quiero conocer tu opinión sobre él.

Esta vez le tocó a Anders Jonasson esperar pacientemente la respuesta de Lisbeth Salander.

—Teleborian es un hijo de puta —acabó contestando ella.

—¿Es algo personal entre vosotros?

—Sí, se podría decir eso; sí.

—También he mantenido una conversación con un representante de las autoridades que, por decirlo de alguna manera, desea que permita a Teleborian que te vea.

—¿Y?

—Le pregunté qué competencia médica tenía como para evaluar tu estado y le pedí que se fuera al cuerno. Pero con palabras más diplomáticas, claro.

—Muy bien.

—Una última pregunta: ¿por qué me cuentas esto a mí?

—Bueno, porque me has preguntado.

—Ya, pero mira… soy médico y he estudiado psiquiatría. Así que no entiendo por qué hablas conmigo. ¿Debo interpretarlo como una muestra de confianza?

Ella no contestó.

—Vale, lo interpretaré como un sí. Quiero que sepas que eres mi paciente. Eso significa que trabajo para ti y para nadie más.

Ella le observó, escéptica. Él se quedó un rato mirándola en silencio. Luego habló en un tono más distendido.

—Desde un punto de vista estrictamente médico estás casi recuperada. Necesitarás un par de semanas más de rehabilitación. Pero, por desgracia, estás muy sana.

—¿Por desgracia?

—Sí —le contestó, mostrándole una alegre sonrisa—. Más de la cuenta.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que quiero decir es que ya no tengo razones legítimas para mantenerte aquí aislada y que el fiscal pronto te trasladará a Estocolmo y te aplicará prisión preventiva hasta que se celebre el juicio, dentro de seis semanas. No me sorprendería que la semana que viene llegara ya la petición. Y eso significa que Peter Teleborian tendrá ocasión de examinarte.

Ella se quedó completamente quieta en la cama. Anders Jonasson parecía distraído y se inclinó hacia delante para colocarle bien la almohada. Habló como si pensara en voz alta.

—No tienes ni dolor de cabeza ni la más mínima fiebre, así que lo más probable es que la doctora Endrin te dé el alta.

De pronto se levantó.

—Gracias por hablar conmigo. Volveré a visitarte antes de que te vayas.

Ya había llegado a la puerta cuando ella abrió la boca y lo llamó:

—Doctor Jonasson.

Se volvió hacia ella.

—Gracias.

Él asintió antes de salir y cerrar la puerta con llave.

Lisbeth Salander permaneció un buen rato con los ojos puestos en la puerta cerrada. Al final se echó hacia atrás y fijó la mirada en el techo.

Fue entonces cuando descubrió que tenía algo duro bajo la almohada. La levantó y descubrió, para su gran asombro, una pequeña bolsa de tela que, sin lugar a dudas, no estaba antes allí. La abrió y se quedó atónita al descubrir un ordenador de mano Palm Tungsten T3 y un cargador. Luego lo estudió más detenidamente y apreció una pequeña raya en el borde superior. El corazón le dio un vuelco. Es mi Palm. Pero cómo… Perpleja, desplazó de nuevo la mirada hasta la puerta. Anders Jonasson era una caja de sorpresas. De repente, sintió una gran excitación. Encendió el ordenador de inmediato y descubrió que estaba protegido por una contraseña.

Frustrada, clavó la mirada en la pantalla, que centelleaba exigente y con impaciencia. Y cómo diablos se supone que voy a… Luego miró en la bolsa de tela y descubrió un papelito doblado en el fondo. Lo sacó sacudiendo la bolsa, lo abrió y leyó una línea escrita en una letra pulcra.

Tú eres la hacker. ¡Averígualo! Kalle B.

Lisbeth se rió por primera vez en varias semanas: Blomkvist le estaba pagando con la misma moneda. Reflexionó unos segundos. Luego cogió el boli digital y escribió la combinación 9277, que se correspondía en el teclado con las letras de WASP. Ese era el código que a Kalle Blomkvist de los Cojones no le quedó más remedio que deducir cuando entró en su piso de Fiskargatan, en Mosebacke, e hizo saltar la alarma antirrobo.

No funcionó.

Lo intentó con 52553, que equivalía a las letras de KALLE.

Tampoco funcionó. Como ese Kalle Blomkvist de los Cojones quería, sin duda, que ella usara el ordenador, lo más probable es que hubiera elegido alguna contraseña sencilla. Había firmado como Kalle, nombre que él odiaba. Ella reflexionó un instante e hizo sus cábalas: tenía que ser algo para pincharla. Luego marcó 63663, que componían la palabra PIPPI.

El ordenador se puso en marcha sin el menor problema.

Le salió un smiley en la pantalla con un bocadillo:

¿Has visto? ¿A que no era tan difícil? Te sugiero que hagas clic en «documentos guardados».

Enseguida encontró el documento «Hola Sally» al principio de la lista. Ella lo abrió y lo leyó:

En primer lugar: esto es algo entre tú y yo. Tu abogada, o sea, mi hermana Annika, no sabe que tienes acceso a este ordenador. Y así debe seguir siendo.

Ignoro hasta qué punto estás enterada de lo que está sucediendo fuera de tu habitación, pero, por raro que pueda resultar, hay (a pesar de tu carácter) unas cuantas personas tontas de remate y llenas de lealtad que están trabajando para ti. Cuando todo esto haya pasado voy a fundar una asociación, sin ánimo de lucro, a la que bautizaré como «Los Caballeros de la Mesa Chalada». Su único objetivo será organizar una cena anual durante la cual nos dedicaremos a hablar mal de ti. (No, no estás invitada.)

Bueno, al grano. Annika anda en plena preparación del juicio. Un problema en cuanto a ese tema es, por supuesto, que ella trabaja para ti e insiste en esas malditas chorradas de la integridad. Así que ni siquiera a mí me cuenta nada de lo que habláis, lo cual me supone un cierto hándicap. Por suerte, acepta recibir información.

Tú y yo tenemos que coordinarnos.

No uses mi correo electrónico.

Puede que me haya vuelto paranoico, pero sospecho —y tengo mis buenas razones— que no soy la única persona que lo está leyendo. Si me quieres mandar algo, entra en el foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada]. Usuario: Pippi, y contraseña: p9i2p7p7i. Mikael.

Lisbeth leyó dos veces la carta de Mikael y miró desconcertada el ordenador de mano. Tras un período de total celibato informático, acusaba una inmensa abstinencia cibernética. Se preguntó con qué dedo del pie habría estado pensando Kalle Blomkvist de los Cojones para meterle a escondidas un ordenador y no tener en cuenta que necesitaba su móvil para poder conectarse a la red.

Se quedó pensando hasta que, de pronto, percibió unos pasos en el pasillo. Apagó enseguida el ordenador y lo guardó debajo de la almohada. Cuando oyó la llave introducirse en la cerradura de la puerta se dio cuenta de que la bolsa de tela y el cargador continuaban sobre la mesilla. Alargó la mano y, de un tirón, metió la bolsa y el cargador debajo del edredón y se subió el lío de cables hasta la entrepierna. Permaneció sin moverse mirando al techo cuando la enfermera de noche entró, la saludó amablemente y le preguntó cómo se encontraba y si necesitaba algo.

Lisbeth le contestó que estaba bien y que quería un paquete de cigarrillos. Su petición fue rechazada de modo amable pero firme. Le dio un paquete de chicles de nicotina. Cuando la enfermera salió por la puerta, Lisbeth divisó al vigilante jurado de Securitas apostado en una silla en el pasillo. Lisbeth esperó a que los pasos se hubieran alejado para volver a sacar el ordenador.

Lo encendió e intentó conectarse a la red.

Casi sufre un shock cuando, de repente, el ordenador de mano indicó que había encontrado una conexión y se conectó automáticamente. ¡Conectada a la red! ¡Imposible!

Saltó de la cama con tanta rapidez que un dolor le recorrió la cadera lesionada. Asombrada, escudriñó la habitación. ¿Cómo? Muy despacio, dio una vuelta examinando cada ángulo y cada rincón… No, allí no había ningún móvil. Aun así, estaba conectada a la red. Luego se dibujó una torcida sonrisa en su cara. Era una conexión inalámbrica realizada a través de un móvil por medio de un Bluetooth que tenía un alcance de diez a doce metros. Dirigió la mirada hacia la rejilla situada cerca del techo.

Kalle Blomkvist de los Cojones le había puesto un teléfono allí mismo. Era la única explicación.

Pero ¿por qué no le pasó también a escondidas el teléfono…? Ah, claro. La batería.

El Palm sólo hacía falta cargarlo más o menos cada tres días. Un móvil enchufado y por el que iba a navegar mucho por la red quemaría la batería rápidamente. Blomkvist, o más bien alguien al que habría contratado y que estaba allí fuera, debía de estar cambiándola con cierta frecuencia.

En cambio, naturalmente, le había pasado el cargador del Palm. Resultaba imprescindible. Pero era más fácil esconder un objeto que dos. Puede que, a pesar de todo, no sea tan tonto.

Lisbeth empezó por buscar un sitio donde guardar el ordenador. Tenía que encontrar un escondite. Había enchufes al lado de la puerta y en el panel de la pared de detrás de la cama; de ahí salía la corriente de la lámpara de la mesilla y del reloj digital. Y entonces descubrió el hueco dejado por una radio que alguien había sacado de allí. Sonrió. Cabían perfectamente tanto el cargador como el ordenador. Podría utilizar el enchufe de la mesilla de noche para cargar el ordenador durante el día.

Lisbeth Salander se sentía feliz. El corazón le palpitó con intensidad cuando, por primera vez en dos meses, encendió su ordenador de mano y se metió en Internet.

Navegar en un Palm con una pantalla pequeñísima y un boli digital no era lo mismo que navegar en un Power Book con una pantalla de diecisiete pulgadas. Pero estoy conectada. Desde su cama de Sahlgrenska podía llegar a todo el mundo.

Empezó entrando en una página web personal que hacía publicidad de fotografías de bastante poco interés realizadas por un desconocido y no muy competente fotógrafo aficionado llamado Gill Bates, de Jobsville, Pensilvania. En una ocasión, a Lisbeth se le ocurrió comprobarlo y constató que la localidad de Jobsville no existía. A pesar de eso, Bates había hecho más de doscientas fotografías de la población que había colgado en su página en una galería de imágenes en formato thumbnails. Bajó hasta la número 167 e hizo clic en ella para ampliarla. La foto representaba la iglesia de Jobsville. Llevó el puntero hasta la punta de la aguja de la torre e hizo nuevamente clic. Apareció al instante una ventana que le pidió el nombre del usuario y la contraseña. Sacó el boli digital y escribió la palabra Remarcable en la casilla del usuario y A (89)Cx#magnolia como contraseña.

Le salió una ventana con el texto [ERROR — You have the wrong password] y un botón con [OK — Try again]. Lisbeth sabía que si hacía clic encima de [OK — Try again] y probaba con una nueva contraseña, le volvería a saltar, año tras año, la misma ventanilla hasta la eternidad, con independencia de cuántas veces lo intentara. Así que, en su lugar, hizo clic sobre la letra O de la palabra ERROR.

La pantalla se volvió negra. Luego se abrió una puerta animada y se asomó alguien parecido a Lara Croft. Surgió un bocadillo con el texto [WHO GOES THERE?]

Hizo clic en él y escribió la palabra WASP. Recibió casi en el acto la respuesta [PROVE IT — OR ELSE…] mientras la Lara Croft animada le quitaba el seguro a una pistola. Lisbeth sabía que no se trataba de una amenaza ficticia. Si escribía mal la contraseña tres veces seguidas, la página se apagaría y el nombre de WASP se borraría de la lista de miembros. Escribió con mucho cuidado la contraseña MonkeyBusiness.

La pantalla volvió a cambiar de forma una vez más y apareció un fondo azul con el texto:

Welcome to Hacker Republic, citizen Wasp. It is 56 days since your last visit. There are 10 citizens online. Do you want to (a) Browse the Forum (b) Send a Message (c) Search the Archive (d) Talk (e) Get laid?

Hizo clic sobre la casilla (d) [Talk] y luego fue al [Who's online?] del menú, donde le salió una lista de los nombres Andy, Bambi, Dakota, Jabba, BuckRogers, Mandrake, Pred, Slip, Sisterjen, SixOfOne y Trinity.

Hi gang —escribió Wasp.

Wasp. That really U? —escribió SixOfOne de inmediato—. Look who's home.

—¿Dónde has estado metida? —preguntó Trinity.

—Plague nos dijo que te habías metido en un lío —escribió Dakota.

Aunque Lisbeth no estaba segura, sospechaba que Dakota era una mujer. Los demás ciudadanos on-line, incluido el que se hacía llamar Sisterjen, eran chicos. La última vez que se conectó, Hacker Republic contaba con un total de sesenta y dos ciudadanos, cuatro de los cuales eran chicas.

—Hola, Trinity —escribió Lisbeth—. Hola a todos.

—¿Por qué saludas sólo a Trin? ¿Estáis tramando algo, o te pasa algo con nosotros? —escribió Dakota.

—Estamos saliendo —escribió Trinity—. Wasp sólo se relaciona con gente inteligente.

Enseguida le llovieron abuse de cinco sitios.

De los sesenta y dos ciudadanos, Wasp sólo había visto frente a frente a dos personas. Plague, que, por una vez, no estaba conectado, era uno. El otro era Trinity. Era inglés y vivía en Londres. Estuvo con él unas cuantas horas cuando, dos años antes, les ayudó a ella y a Mikael Blomkvist a dar con Harriet Vanger pinchando un teléfono privado del elegante barrio de Saint Albans. Lisbeth movió torpemente el boli digital deseando haber tenido un teclado.

—¿Sigues ahí? —preguntó Mandrake.

Ella escribía letra a letra.

Sorry. Sólo tengo un Palm. Va lento.

—¿Qué le ha pasado a tu ordenador? —preguntó Pred.

—No le ha pasado nada. Es a mí a quien le están pasando cosas.

—Cuéntaselo a tu hermano mayor —escribió Slip.

—El Estado me tiene encerrada.

—¿Qué? ¿Por qué? —apareció rápidamente de tres chateadores.

Lisbeth resumió su situación en cinco líneas, las cuales fueron recibidas con lo que parecía ser un murmullo de preocupación.

—¿Y cómo estás? —preguntó Trinity.

—Tengo un agujero en la cabeza.

—Pues no te noto nada raro, yo te veo igual —constató Bambi.

—Wasp siempre ha tenido aire en el coco —dijo Sister Jen; comentario que fue seguido por una serie de invectivas peyorativas que hacían referencia a las dotes intelectuales de Wasp. Lisbeth sonrió. La conversación se retomó con la intervención de Dakota.

—Espera. Esto es un ataque contra un ciudadano de Hacker Republic. ¿Cómo respondemos a esto?

—¿Ataque nuclear contra Estocolmo? —propuso SixOfOne.

—No, sería exagerado —dijo Wasp.

—¿Una bomba muy pequeña?

—Vete a la mierda, SixOO.

—Podríamos organizar un apagón en Estocolmo —propuso Mandrake.

—¿Un virus que cause un apagón en la sede del gobierno?

Por regla general, los ciudadanos de Hacker Republic no solían propagar virus informáticos. Todo lo contrario: eran hackers y, por lo tanto, enemigos irreconciliables de los idiotas que enviaban virus con el solo propósito de sabotear la red y averiar los ordenadores. Eran adictos a la información y querían una red que funcionara para poder piratearla.

Sin embargo, la idea de organizar un apagón en el gobierno sueco no era una amenaza vacía. Hacker Republic constituía un club muy exclusivo, integrado por lo mejor de lo mejor, un comando de élite al que cualquier ejército estaría dispuesto a pagar una fortuna para poderlo utilizar con objetivos cibermilitares, siempre y cuando fueran capaces de incitar a the citizens a que sintieran ese tipo de lealtad por un Estado. Algo que no resultaba muy probable.

Pero todos eran Computer Wizards, y no precisamente ignorantes en el arte de crear virus informáticos. Tampoco eran reacios a llevar a cabo campañas especiales si la situación lo requería. Unos años antes, a un citizen de Hacker Rep que en la vida civil era creador de programas en California, una nueva empresa puntocom le robó una patente y encima tuvo la desfachatez de llevarlo a juicio. Eso indujo a todos los ciudadanos de Hacker Rep a dedicar, durante seis meses, una enorme energía a piratear y destruir todos los ordenadores de la empresa en cuestión. Con gran deleite, colgaron en la red cada secreto profesional de la empresa y cada correo electrónico —así como algunos documentos falsificados que podían ser interpretados como que el director ejecutivo de la empresa defraudaba al fisco—, junto a información sobre la amante secreta de éste y fotos de una fiesta de Hollywood en la que se lo veía esnifando cocaína. La empresa quebró al cabo de seis meses, pero todavía, varios años después, había miembros rencorosos de la milicia popular de Hacker Rep que se dedicaban de vez en cuando a acosar al ex ejecutivo.

Si una cincuentena de los mejores hackers del mundo se decidiera a realizar un ataque coordinado contra un Estado, lo más seguro es que el Estado en cuestión sobreviviera, aunque no sin haber sufrido importantes daños. Es muy probable que los costes ascendieran a miles de millones de coronas si Lisbeth diese su visto bueno para una acción así. Ella lo meditó un instante.

—Ahora no. Pero si las cosas no salen como yo quiero, quizá os pida ayuda.

—No tienes más que decírnoslo —se ofreció Dakota.

—Hace mucho que no nos metemos con un gobierno —dijo Mandrake.

—Tengo una propuesta; la idea sería invertir el sistema fiscal. Un programa que sería perfecto para un pequeño país como Noruega —escribió Bambi.

—Bien, pero Estocolmo está en Suecia —escribió Trinity.

—¿Qué más da? Se puede hacer de la siguiente manera…

Lisbeth Salander se apoyó contra la almohada y siguió la conversación con una sonrisa torcida. Se preguntó por qué ella, a la que le costaba tanto hablar de sí misma con gente a la que veía cara a cara, podía confiarle, sin la menor preocupación, sus secretos más íntimos a una pandilla de chalados completamente desconocidos de Internet. Pero la verdad era que si Lisbeth Salander tenía una familia y se sentía parte integrante de un grupo, era junto a esos locos. En realidad, ninguno de ellos tenía posibilidades de ayudarla con sus problemas con el Estado sueco. Pero ella sabía que si hiciera falta, dedicarían un tiempo y una energía considerables a unas apropiadas manifestaciones de fuerza. A través de esta red de contactos también podía conseguir escondites en el extranjero. Fue gracias a los contactos de Plague en la red como logró hacerse con un pasaporte a nombre de Irene Nesser.

Lisbeth ignoraba por completo el aspecto de los ciudadanos de Hacker Rep y no tenía más que una vaga idea de a lo que se dedicaban fuera de la red: su imprecisión a la hora de referirse a sus identidades era notoria. Por ejemplo, SixOfOne afirmaba que era un ciudadano americano negro de origen católico y residente en Toronto, Canadá. Pero igual podría ser una mujer blanca luterana residente en Skövde.

Al que mejor conocía era a Plague: fue él quien la introdujo en la familia, y nadie podía ser miembro de este exclusivo grupo sin una buena recomendación. Además, todo aquel que entrara debía conocer en persona a otro ciudadano: en el caso de Lisbeth, Plague.

En la red, Plague era un ciudadano inteligente y con buenas aptitudes sociales. En la realidad, se trataba de un asocial y extremadamente obeso treintañero de Sundbyberg que cobraba una pensión de invalidez. No se lavaba lo suficiente —ni de lejos—, y su piso olía a tigre. Lisbeth no solía visitarlo muy a menudo que digamos. Ya tenía bastante con relacionarse con él en la red.

Mientras seguían chateando, Wasp fue descargando los archivos de los correos electrónicos que habían llegado a su buzón particular de Hacker Rep. Uno de ellos procedía de un miembro llamado Poison y contenía una versión mejorada de su programa Asphyxia 1.3, que Lisbeth había colocado en el Archivo para que fuera accesible a todos los ciudadanos de la república. Asphyxia era un programa con el cual se podían controlar los ordenadores de otras personas en Internet. Poison le comentaba que lo había usado con éxito y que su versión actualizada incluía las últimas versiones de Unix, Apple y Windows. Lisbeth le respondió dándole las gracias por la nueva versión.

Durante la siguiente hora, mientras empezaba a hacerse de noche en Estados Unidos, otra media docena de citizens entraron on-line, le dieron la bienvenida a Wasp e intervinieron en el debate. Cuando Lisbeth finalmente se dispuso a salir, la discusión versaba sobre si se podría manipular el ordenador del primer ministro sueco de modo que enviara correos educados pero completamente disparatados a otros jefes de gobierno del mundo. Para abordar la cuestión se creó un grupo de trabajo. Lisbeth se despidió con una breve intervención:

—Seguid hablando, pero no hagáis nada sin mi visto bueno. Volveré cuando pueda.

Todos le mandaron besos y abrazos y la instaron a que se cuidara el agujero de la cabeza.

Cuando Lisbeth abandonó Hacker Republic entró en www.yahoo.com para luego ir hasta el foro privado [La_Mesa_Chalada]. Descubrió que sólo tenía dos miembros: ella y Mikael Blomkvist. El buzón contenía un solo mensaje que había sido enviado dos días antes. Llevaba el título de [Lee esto primero].

Hola, Sally. La situación es la siguiente:

• La policía no ha dado aún con tu casa y no dispone del DVD con la violación de Bjurman. El disco constituye una prueba muy contundente pero no quiero dárselo a Annika sin tu consentimiento. También tengo las llaves de tu casa y el pasaporte a nombre de Irene Nesser.

• En cambio, la policía tiene la mochila que te llevaste a Gosseberga. No sé si contiene algo inapropiado.

Lisbeth reflexionó un instante. Bueno, pues no mucho: un termo de café medio vacío, unas manzanas y una muda. Nada por lo que preocuparse.

Te van a procesar por un delito de lesiones graves y por el intento de homicidio de Zalachenko, así como por otro delito de lesiones graves contra Carl-Magnus Lundin, de Svavelsjö MC, en Stallarholmen. Es decir: por pegarle un tiro en el pie y partirle la mandíbula de una patada. Sin embargo, una fuente fiable de la policía afirma que, en ambos casos, las pruebas resultan algo vagas. Lo siguiente es importante:

(1) Antes de que mataran a Zalachenko, él lo negó todo y dijo que tenía que haber sido Niedermann el que te disparó y te enterró en el bosque. Te denunció por intento de homicidio. El fiscal va a insistir en que es la segunda vez que intentas matar a Zalachenko.

(2) Ni Magge Lundin ni Sonny Nieminen han dicho una sola palabra de lo ocurrido en Stallarholmen. Lundin está detenido por el secuestro de Miriam Wu. Nieminen está libre.

Lisbeth sopesó las palabras de Mikael y se encogió de hombros. Todo eso ya lo había hablado con Annika Giannini. Era una situación pésima, pero nada novedosa. Ya había dado cuenta con toda franqueza de lo sucedido en Gosseberga, aunque se había abstenido de entrar en detalles sobre Bjurman.

Durante quince años estuvieron protegiendo a Zala sin importarles prácticamente lo que hiciera. Muchas carreras se forjaron aprovechándose de la importancia de Zalachenko. En numerosas ocasiones fueron detrás de él limpiando sus fechorías. Todo eso constituye una actividad delictiva. Las autoridades suecas, por consiguiente, han contribuido a ocultar delitos cometidos contra algunos individuos.

Si esto sale a la luz, se armará un escándalo político que salpicará tanto a gobiernos socialdemócratas como a gobiernos no socialistas. Pero lo más importante es que unas cuantas personas de la Säpo serán denunciadas por haber apoyado actividades delictivas e inmorales. Aunque los delitos ya han prescrito, el escándalo va a ser inevitable: se trata de pesos pesados que ya se han jubilado o que están a punto de hacerlo. Harán todo lo posible para reducir daños y ahí es donde tú te vas a convertir, una vez más, en una pieza de la partida. En esta ocasión, sin embargo, no sacrificarán a ningún peón; ahora están obligados a actuar para poder limitar los daños y salvar el pellejo. De modo que te tienen que neutralizar.

Pensativa, Lisbeth se mordió el labio inferior.

Lo que pasa es lo siguiente: saben que no van a poder guardar el secreto sobre Zalachenko mucho más tiempo. Yo conozco la historia y soy periodista. Saben que, tarde o temprano, la publicaré. Ya no tiene tanta importancia, porque está muerto. Pero ahora luchan por su propia supervivencia. Por eso, los siguientes puntos ocupan un puesto destacado en su orden de día:

(1) Tienen que convencer al tribunal de primera instancia (o sea, a la opinión pública) de que la decisión de encerrarte en Sankt Stefan en 1991 fue una decisión justificada: que estabas realmente enferma psíquicamente.

(2) Tienen que separar «el asunto Lisbeth Salander» del «asunto Zalachenko». Intentan hacerse con una posición desde la que poder decir «Sí, claro que Zalachenko era un hijo de puta, pero eso no tiene nada que ver con la decisión de encerrar a su hija. Ella fue recluida porque era una enferma mental; cualquier otra afirmación son imaginaciones morbosas de periodistas amargados. No, no hemos ayudado a Zalachenko a ocultar ningún delito: eso son sólo tonterías y fantasías de una adolescente psíquicamente enferma».

(3) El problema es, por supuesto, que si te absuelven en el juicio, el tribunal estará diciendo que no estás loca, lo que, en consecuencia, constituiría una prueba de que en tu internamiento de 1991 hubo algo raro. Así que, cueste lo que cueste, harán lo que sea para que te condenen a reclusión forzosa en el psiquiátrico. Si el tribunal determina que eres una enferma mental, el interés de los medios de comunicación por seguir hurgando en el asunto Salander disminuirá. Los medios funcionan así.

¿Me sigues?

Lisbeth asintió para sí misma. Todo eso ya lo había deducido ella. El problema era que no sabía muy bien qué hacer.

Lisbeth, en serio, este combate se decidirá en los medios de comunicación y no en la sala del tribunal. Desgraciadamente, el juicio, «por razones de integridad», se celebrará a puerta cerrada.

El mismo día en que asesinaron a Zalachenko entraron a robar en mi casa. No hay ninguna marca en la puerta que indique que la forzaran, y no tocaron ni movieron nada, a excepción de una sola cosa: se llevaron la carpeta que estaba en la casa de campo de Bjurman y que contenía el informe de Gunnar Björck de 1991. Mientras eso ocurría, alguien atracó a mi hermana y le robó su copia. Esa carpeta constituye tu prueba más importante.

Yo he actuado como si hubiese perdido los papeles de Zalachenko. En realidad, me quedaba una tercera copia que le iba a dar a Armanskij. He hecho más y las he ido colocando aquí y allá.

Nuestros adversarios, esto es, algunos representantes de las autoridades y ciertos psiquiatras, también se dedican, claro está, a preparar el juicio con la ayuda del fiscal Richard Ekström. Tengo una fuente que me proporciona información sobre lo que están tramando, pero sospecho que tú tendrás mejores formas de encontrar información relevante… En el caso de que así sea, urge.

El fiscal va a intentar hacer que te condenen a reclusión psiquiátrica forzosa. Para ayudarle está tu viejo amigo, Peter Teleborian.

Annika no va a poder llevar una campaña mediática de la misma manera que el fiscal, que filtrará la información que le convenga. Así que las manos de Annika están atadas.

En cambio, a mí no se me han impuesto ese tipo de restricciones. Puedo escribir exactamente lo que quiera; además, tengo una revista entera a mi disposición.

Me faltan dos detalles importantes:

1. En primer lugar, quiero algo que demuestre que, en la actualidad, el fiscal Ekström está colaborando ilícitamente con Teleborian con el objetivo de meterte de nuevo en el manicomio. Quiero aparecer en el mejor programa de la tele y presentar documentos que echen por tierra los argumentos del fiscal.

2. Para poder llevar una guerra mediática contra la Säpo necesito hablar en público de cosas que es probable que tú consideres asuntos privados tuyos. A estas alturas ya es tarde para el anonimato, teniendo en cuenta todo lo que se ha escrito de ti desde Pascua. Tengo que construirte una imagen mediática completamente nueva —por mucho que pienses que eso vulnera tu integridad— y me gustaría contar con tu visto bueno. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Lisbeth abrió el archivo de [La_Mesa_Chalada]. Contenía veintiséis documentos de diverso tamaño.