Capítulo 12.

Domingo, 15 de mayo - Lunes, 16 de mayo

El comisario Torsten Edklinth, jefe del Departamento de protección constitucional de la Säpo, se pellizcó el lóbulo de la oreja mientras, pensativo, contemplaba al director ejecutivo de la prestigiosa empresa de seguridad Milton Security, quien de pronto lo había llamado para insistir en invitarlo a cenar el domingo en su casa de Lidingö. La esposa de Armanskij, Ritva, les había servido un guiso delicioso. Comieron y mantuvieron una educada conversación. Edklinth se preguntaba qué sería en realidad lo que quería Armanskij. Después de la cena, Ritva se fue al sofá para ver la tele y los dejó solos en la mesa. Armanskij empezó a contar la historia de Lisbeth Salander paso a paso.

Edklinth giraba lentamente la copa del vino tinto.

Dragan Armanskij no era ningún tonto. Eso ya lo sabía.

Edklinth y Armanskij se conocían desde hacía doce años, cuando una diputada de izquierdas recibió una serie de anónimas amenazas de muerte. Ella lo puso en conocimiento del líder del grupo de su partido, tras lo cual se informó al departamento de seguridad del Riksdag. Se trataba de vulgares amenazas que daban a entender que su desconocido autor poseía ciertos conocimientos personales sobre la diputada. La historia fue, por consiguiente, objeto de interés de la policía de seguridad. La diputada recibió protección mientras duró la investigación.

Por aquel entonces, el Departamento de protección personal contaba con el presupuesto más pequeño de toda la Säpo. Sus recursos eran muy limitados. La brigada responde de la protección de la Casa Real y del primer ministro, así como —según las necesidades— de ciertos ministros y líderes de partidos políticos. Esas necesidades superan a menudo los recursos; en realidad, la mayoría de los políticos suecos carece de todo tipo de protección personal seria. La diputada en cuestión recibió protección en algunos actos públicos en los que participaba, pero al acabar la jornada laboral la abandonaban a su suerte; o sea, justo en ese momento en el que aumenta la probabilidad de que un chiflado que se dedica a perseguir a una persona pase a la acción. La desconfianza de la diputada en la capacidad de la policía para protegerla se incrementó rápidamente.

Vivía en un chalet de Nacka. Una noche en la que llegó tarde a casa, tras haber librado una larga batalla con los de la comisión de finanzas, descubrió que alguien había entrado en su domicilio forzando la puerta de la terraza y había escrito denigrantes epítetos sexuales en la pared del salón, además de haberse masturbado en su dormitorio. Por eso cogió el teléfono y contrató a Milton Security, para que ellos se encargaran de su protección personal. No informó a la Säpo de esa decisión, de modo que cuando a la mañana siguiente fue a dar una charla a un colegio de Täby se produjo una colisión frontal entre los matones del Estado y los privados.

En aquella época, Torsten Edklinth era jefe adjunto en funciones del Departamento de protección personal. Por puro instinto, odiaba una situación en la que esos matones privados realizaran las tareas encomendadas a los matones públicos. Pero también se dio cuenta de que las quejas de la diputada estaban justificadas: su cama manchada constituía una prueba más que suficiente de la ineficacia del Estado. En vez de empezar a medirse las fuerzas, Edklinth se calmó, reflexionó e invitó a comer al jefe de Milton Security, Dragan Armanskij. Llegaron a la conclusión de que la situación tal vez resultara más seria de lo que en un principio había sospechado la Säpo y de que había razones de sobra para reforzar la protección de la diputada. Edklinth también era lo bastante inteligente como para percatarse de que la gente de Armanskij no sólo poseía la competencia requerida para realizar el trabajo, sino también una preparación similar —como mínimo— a la de la policía y hasta era probable que un equipamiento técnico mucho mejor. Resolvieron el problema haciendo que la gente de Armanskij asumiera toda la responsabilidad de la protección personal y que la Säpo se encargara de la investigación criminal y de pagar la factura.

Los dos hombres descubrieron que se caían bien y que tenían facilidad para colaborar, algo que, a lo largo de los años, volvería a suceder en otras muchas ocasiones. Desde entonces, Edklinth tenía un gran respeto por la competencia profesional de Dragan Armanskij, de modo que cuando éste lo invitó a cenar para mantener una conversación privada y en confianza se mostró dispuesto a escucharlo.

Lo que nunca se habría imaginado, sin embargo, era que Armanskij le pusiera en las manos una bomba con la mecha encendida.

—A ver si te he entendido bien: ¿me estás diciendo que la policía de seguridad se dedica a actividades criminales?

—No —dijo Armanskij—. No me has entendido. Lo que te estoy diciendo es que algunas personas pertenecientes a la policía de seguridad se dedican a eso. No creo ni por un momento que esto cuente con el beneplácito de la dirección de la Säpo o que tenga algún tipo de aprobación estatal.

Edklinth contempló las fotos que Christer Malm le hizo al hombre que se metió en un coche cuya matrícula empezaba con las letras KAB.

—Dragan… Esto no es una practical joke, ¿verdad?

—Ojalá fuera una broma.

Edklinth meditó un rato.

—¿Y qué diablos quieres que haga yo?

A la mañana siguiente, Torsten Edklinth limpió con gran meticulosidad sus gafas mientras reflexionaba. Era un hombre de pelo canoso, de grandes orejas y enérgico rostro. Sin embargo, en ese instante, su semblante parecía más desconcertado que otra cosa. Se encontraba en su despacho de la jefatura de policía de Kungsholmen y había pasado gran parte de la noche cavilando sobre cómo iba a manejar la información que Dragan Armanskij le había proporcionado.

No eran ideas agradables. La policía de seguridad era la institución sueca a la que todos los partidos políticos (bueno, casi todos) le concedían un valor imprescindible y de la que, al mismo tiempo, todos parecían desconfiar atribuyéndole disparatadas teorías conspirativas. Era innegable que los escándalos habían sido muchos, sobre todo en la década de los setenta, dominada por ideas tan radicalmente izquierdistas, cuando, a decir verdad, se produjeron algunos… llamémoslos desaciertos constitucionales. Pero después de que la Säpo fuera objeto de cinco investigaciones realizadas por comisiones estatales, todas duramente criticadas, una nueva generación de funcionarios había tomado el relevo. Se trataba de una escuela más joven de activistas reclutados de entre las brigadas de delitos económicos, de armas y de fraudes de la auténtica policía: agentes acostumbrados a investigar delitos de verdad, y no fantasías políticas.

La policía de seguridad se modernizó y, sobre todo, la protección constitucional adquirió un nuevo y más destacado papel. Su misión, tal y como se formulaba en las instrucciones del gobierno, consistía en prevenir y descubrir las amenazas que pudieran atentar contra la seguridad interior del Reino. Por tal se entendía toda actividad ilegal que, por medio de la violencia, las amenazas o la fuerza, pretendiera modificar nuestra Constitución, provocar que los órganos políticos o las autoridades estatales tomaran decisiones en una determinada dirección o impedir que los ciudadanos ejercieran las libertades y los derechos establecidos en la Constitución.

La misión de la protección constitucional era, por consiguiente, defender la democracia sueca de reales o presuntos intentos antidemocráticos. Ahí entraban, especialmente, los anarquistas y los nazis. Los anarquistas porque se empeñaban en practicar la desobediencia civil provocando incendios en peleterías; los nazis porque eran nazis y, por definición, enemigos de la democracia.

Con la carrera de Derecho a sus espaldas, Torsten Edklinth empezó como fiscal y luego entró en la Säpo, donde llevaba veintiún años. Al principio trabajó sobre el terreno llevando todo lo referente a protección personal y luego pasó a protección constitucional, donde sus tareas estuvieron a caballo entre el análisis y la gestión administrativa para, algún tiempo después, acabar siendo el director del departamento. En otras palabras, era el jefe supremo de la parte policial de la defensa de la democracia sueca. El comisario Torsten Edklinth se consideraba a sí mismo demócrata. En ese sentido, la definición era sencilla: la Constitución era dictada por el Riksdag y el cometido que él tenía consistía en velar por que se mantuviera intacta.

La democracia sueca se basa en una sola ley y puede expresarse con las letras LFLE, que significan Ley Fundamental de la Libertad de Expresión. La LFLE establece el derecho imprescindible que cada persona tiene a decir, opinar, pensar y creer lo que le apetezca. A este derecho se acogen todos los ciudadanos suecos, desde el nazi más chalado hasta el anarquista que tira piedras, pasando por los que quedan en medio.

Todas las demás leyes fundamentales, como por ejemplo la Constitución, son solamente las florituras prácticas de la libertad de expresión. Por lo tanto, la LFLE es la ley en la que se sustenta la democracia. Edklinth consideraba que su misión primordial consistía en defender los derechos legales que los ciudadanos suecos tienen a opinar y decir exactamente lo que deseen, aunque no compartiera ni por un momento el contenido de sus opiniones o de sus palabras.

Esta libertad, sin embargo, no significa que esté todo permitido, algo que ciertos fundamentalistas de la libertad de expresión —sobre todo pedófilos y grupos racistas— intentan defender en el debate político-cultural. Toda democracia tiene sus limitaciones, y los límites de la LFLE están establecidos por la Ley de la Libertad de Prensa, la LLP. Esta ley establece, en principio, cuatro limitaciones de la democracia. Está prohibido publicar pornografía infantil y ciertas descripciones de violencia sexual independientemente del nivel artístico que el autor pretenda imprimirles. Está prohibido incitar a la revuelta y animar a cometer delitos. Está prohibido difamar o calumniar a otra persona. Y está prohibido acosar a un grupo étnico.

También la LLP fue establecida por el Riksdag y contiene esas limitaciones de la democracia que son aceptables tanto social como democráticamente; es decir, ese contrato social que constituye el marco de una sociedad civilizada. La esencia de la legislación reside en que ningún ser humano tiene derecho a acosar o humillar a otra persona.

Siendo la LFLE y la LLP leyes, se requiere una autoridad estatal capaz de garantizar su cumplimiento. En Suecia esa función se ha repartido en dos instituciones, una de las cuales, la Procuraduría General de Justicia, tiene como misión procesar al que comete una violación de la LLP.

En ese sentido, Torsten Edklinth se sentía cualquier cosa menos satisfecho. Consideraba que la Procuraduría General de Justicia era, por tradición, demasiado permisiva a la hora de procesar lo que en realidad constituían claras violaciones de la Constitución sueca. La PGJ solía contestar que el principio de la democracia era tan importante que sólo debía intervenir y dictar auto de procesamiento en casos de extrema necesidad. Sin embargo, durante los últimos años, esa actitud se había empezado a cuestionar cada vez más, en especial desde que el secretario general de la Comisión de Helsinki sueca, Robert Hårdh, encargara un informe que examinaba la falta de iniciativa de la PGJ durante los últimos años. El informe constató que resultaba prácticamente imposible procesar y conseguir que se condenara a alguien por acosar a un grupo étnico.

La otra institución era el Departamento de protección constitucional de la policía de seguridad, y el comisario Torsten Edklinth se tomó esta misión con la máxima seriedad. Consideraba que se trataba del cargo más importante y más bonito que podía tener un policía, y no cambiaría su puesto por ningún otro de toda la Suecia policial y judicial. Era, simplemente, el único policía del país que tenía como misión la de ser policía político. Se hallaba ante una misión delicada que exigía una gran sabiduría a la par que un milimétrico sentido de la justicia, ya que la experiencia de demasiados países demostraba que una policía política podía convertirse fácilmente en la mayor amenaza de la democracia.

En general, tanto los medios de comunicación como los ciudadanos pensaban que la principal tarea de la protección constitucional era controlar a los nazis y a los veganos militantes. Ciertamente, ese tipo de manifestaciones acaparaba una importante parte del interés de la protección constitucional, pero, aparte de eso, había una larga lista de instituciones y fenómenos de los que también se debía ocupar el departamento. Si al rey, pongamos por caso, o al jefe del Estado Mayor de la Defensa se les antojara decir que el parlamentarismo ya había cumplido sus días y que el Riksdag debía ser reemplazado por una dictadura militar o algo parecido, entonces el rey o el jefe del Estado Mayor pasarían rápidamente a ser objeto de interés de la protección constitucional. Y si a un grupo de policías se les ocurriese estirar los límites de la legalidad hasta el punto de que se vieran reducidos los derechos constitucionales de un individuo, entonces también la protección constitucional se vería obligada a actuar. En esos casos tan serios, además, la investigación debería ser realizada por la Fiscalía General del Estado.

El problema era, por supuesto, que la protección constitucional tenía, casi exclusivamente, una función analítica y controladora y ninguna actividad operativa. Por eso, por regla general, era la policía normal u otros departamentos dentro de la policía de seguridad los que intervenían cuando había que detener a los nazis.

A ojos de Torsten Edklinth, esta circunstancia resultaba profundamente insatisfactoria. Casi todos los países normales cuentan, de una u otra forma, con un tribunal constitucional independiente cuya misión consiste en, entre otras muchas, asegurarse de que las autoridades no violen los principios democráticos. En Suecia esta tarea la realizan el Procurador General de Justicia o el Defensor del Pueblo, quienes, sin embargo, sólo pueden dejarse guiar por lo que otros han decidido. Si Suecia hubiese tenido un tribunal constitucional, entonces la abogada de Lisbeth Salander podría haber procesado inmediatamente al Estado sueco por violar los derechos constitucionales de su clienta. Y el tribunal podría haber pedido que se pusieran todos los papeles sobre la mesa y obligado a comparecer a quien se le hubiese antojado —incluso al primer ministro— hasta que el asunto se esclareciera. Tal y como ahora estaban las cosas, el abogado podría poner, como mucho, una denuncia al Defensor del Pueblo, quien, sin embargo, no tenía atribuciones para presentarse en las oficinas de la policía de seguridad y empezar a exigir que le entregaran documentos.

Desde hacía muchos años, Torsten Edklinth había sido un ferviente defensor de la instauración de un tribunal constitucional. De haber existido, ahora habría podido ocuparse de la información proporcionada por Dragan Armanskij de una manera muy sencilla: redactando una denuncia policial y entregándole la documentación al tribunal. De ese modo se habría iniciado un inexorable proceso.

Sin embargo, tal y como estaban las cosas en la actualidad, Torsten Edklinth carecía de poderes jurídicos para iniciar la instrucción de un caso.

Suspiró y se metió un snus en la boca.

Si la información de Dragan Armanskij era cierta, entonces se encontraban ante un caso en el que unos cuantos policías de seguridad que ocupaban cargos importantes habían hecho la vista gorda ante una serie de graves delitos contra los derechos de una mujer sueca; luego, con mentiras, encerraron a su hija en un hospital psiquiátrico y por último le dieron carta blanca a un ex espía ruso para que se dedicara al tráfico de armas, drogas y mujeres. Torsten Edklinth frunció los labios. No quería ni empezar a contar el número de veces que se habría violado la ley en toda esta historia. Por no hablar del robo en la casa de Mikael Blomkvist, el atraco a la abogada de Lisbeth Salander y posiblemente —algo que Torsten Edklinth se negaba a creer— la participación en el asesinato de Alexander Zalachenko.

En fin, un lío en el que a Torsten Edklinth no le apetecía lo más mínimo verse involucrado. Por desgracia, ya lo estaba desde el mismo instante en el que Dragan Armanskij lo invitó a cenar.

Por consiguiente, la pregunta a la que tenía que dar respuesta era cómo manejar la situación. Esa respuesta era formalmente sencilla: si la historia de Armanskij resultaba ser cierta, a Lisbeth Salander —si no a más personas— la habían privado en grado sumo de la posibilidad de ejercer sus derechos y libertades constitucionales. Ante sus ojos se abrió, asimismo, un verdadero enjambre de sospechas sobre si ciertos órganos políticos o algunas autoridades estatales habrían sido obligados a tomar decisiones en una determinada dirección, algo que llegaba hasta el mismo núcleo de la misión de la protección constitucional. Torsten Edklinth era un policía que conocía la existencia de un posible delito y tenía, por lo tanto, la obligación de contactar con un fiscal y poner una denuncia. Desde un punto de vista más informal, la respuesta no resultaba tan sencilla. Francamente, era complicado.

La inspectora Mónica Figuerola, a pesar de su tan poco sueco apellido, nació en Dalecarlia en el seno de una familia cuyos antepasados se instalaron en Suecia como poco en los tiempos de Gustav Vasa. Era una mujer cuya presencia se hacía notar. Y eso se debía a varias circunstancias. Tenía treinta y seis años de edad, ojos azules y medía un metro y ochenta y cuatro centímetros. Su pelo era de un rubio trigueño, corto y rizado. Era guapa y se vestía de una forma que sabía que la hacía atractiva.

Y tenía un cuerpo excepcionalmente atlético.

Esto último se debía a que, de joven, se dedicó al atletismo de élite; incluso estuvo a punto de entrar en el equipo nacional sueco para competir en los Juegos Olímpicos cuando contaba diecisiete años. Ya hacía mucho que había abandonado el atletismo, pero seguía entrenándose afanosamente en el gimnasio cinco días por semana. Se entregaba tanto al ejercicio que las endorfinas funcionaban como una droga que le producía síndrome de abstinencia cada vez que lo dejaba. Corría, jugaba al tenis, practicaba kárate y levantaba pesas; además, durante más de diez años se dedicó en serio al culturismo. Sin embargo, redujo la actividad de esta variante extrema de culto al cuerpo dos años antes, en una época en la que se pasaba dos horas diarias en el gimnasio. Ahora tan sólo lo practicaba unos cuantos minutos al día. No obstante, visto en su conjunto, el ejercicio que practicaba seguía siendo de tal calibre y su cuerpo estaba tan musculado que sus malintencionados colegas solían llamarla «señor Figuerola». Cuando se ponía camisetas de tirantes o vestidos de verano, a nadie le pasaban inadvertidos sus bíceps ni sus omoplatos.

Algo que molestaba a muchos de sus compañeros de trabajo masculinos —aparte de su constitución física— era el hecho de que, además, fuera algo más que una cara bonita. Acabó el bachillerato obteniendo las mejores notas posibles, ingresó en la Academia de policía con poco más de veinte años y, terminada su formación, trabajó en la policía de Uppsala durante nueve años, mientras estudiaba Derecho en su tiempo libre. Por puro gusto, hizo también la carrera de Ciencias Políticas. No le costaba nada memorizar y analizar conocimientos. Raramente leía novelas policíacas u otra literatura de entretenimiento. En cambio, se sumergía con gran interés en libros que versaban sobre temas de lo más variopinto, desde el Derecho internacional hasta la historia de la Antigüedad.

Estando en la policía pasó de trabajar en el servicio de patrulla —lo que representó una gran pérdida para la seguridad callejera de Uppsala— a ocupar un puesto como inspectora, en un primer momento en la brigada de delitos violentos y más tarde en la brigada especializada en delitos económicos. En el año 2000 solicitó plaza en la policía de seguridad de Uppsala y en el año 2001 se trasladó a Estocolmo. Al principio trabajó en el contraespionaje pero, casi de inmediato, Torsten Edklinth —que daba la casualidad de que conocía al padre de Mónica Figuerola y que había seguido de cerca la carrera de la chica— se la llevó al Departamento de protección constitucional.

Cuando finalmente Edklinth decidió que, tras lo que le había contado Armanskij, tenía que actuar, meditó un instante y luego llamó a Mónica Figuerola para que se presentara en su despacho. Ella llevaba menos de tres años en protección constitucional, lo cual significaba que seguía siendo más un policía de verdad que un guerrero chupatintas.

Ese día iba vestida con unos vaqueros ceñidos, unas sandalias de color turquesa con un ligero tacón y una americana azul marino.

—¿En qué andas trabajando ahora? —preguntó Edklinth mientras la invitaba a sentarse.

—Estamos investigando el robo que se cometió hace dos semanas en ese supermercado de barrio de Sunne.

La policía de seguridad no solía investigar robos producidos contra supermercados; ese tipo de trabajo policial le correspondía exclusivamente a la policía ordinaria. Mónica Figuerola era la jefa de una sección compuesta por cinco colaboradores que se dedicaban a analizar la delincuencia política. La herramienta más importante con que contaban consistía en una serie de ordenadores que estaban conectados con la información de incidencias de la policía abierta. Prácticamente todas las denuncias que se hacían en todos los distritos policiales de Suecia pasaban por los ordenadores que estaban al mando de Mónica Figuerola. Los equipos poseían un software que escaneaba automáticamente todos los informes policiales y que tenía por objeto reaccionar a trescientos diez términos específicos, como por ejemplo moraco, cabeza rapada, esvástica, inmigrante, anarquista, saludo hitleriano, nazi, nacionaldemócrata, traidor nacional, puta judía o folla-negros. Si uno de esos términos figuraba en un informe policial, el ordenador les daba el aviso y el informe en cuestión se sacaba y se examinaba de modo individual. Dependiendo de la situación, luego se podía solicitar el sumario y seguir estudiando el caso.

Una de las tareas de la protección constitucional es la de publicar todos los años el informe Amenazas contra la seguridad nacional, que constituye la única estadística fiable sobre la delincuencia política. Dicha estadística se basa exclusivamente en denuncias efectuadas en comisarías locales. En el caso del robo del supermercado de Sunne, el ordenador reaccionó ante tres términos clave: inmigrante, charretera y moraco. Dos jóvenes enmascarados, con amenazas y a punta de pistola, habían robado en un supermercado de barrio cuyo propietario era inmigrante. Se hicieron con una suma de dinero que ascendía a dos mil setecientas ochenta coronas, además de con un cartón de cigarrillos. Uno de los atracadores llevaba una cazadora de media cintura con una bandera sueca en las charreteras del hombro. El otro joven le gritó varias veces «puto moraco» al dueño de la tienda y lo obligó a tumbarse en el suelo.

Todo eso en su conjunto fue suficiente para que los colaboradores de Figuerola sacaran el sumario e intentaran averiguar si los atracadores tenían algún vínculo con las pandillas de nazis locales de la provincia de Värmland y si, en tal caso, el robo podría ser etiquetado de racista, ya que uno de los atracadores había manifestado opiniones racistas. De ser así, dicho robo constituiría uno más de los datos que engrosarían la estadística del año siguiente, algo que luego se analizaría y se adjuntaría a la estadística europea que las oficinas de la UE de Viena publicaban anualmente. También podría darse el caso de que los atracadores fueran boy scouts que se habían comprado una cazadora Frövik con la bandera sueca, que fuese pura casualidad que el propietario del supermercado resultara ser inmigrante y que se hubiese pronunciado el término «moraco». En ese caso, el departamento de Figuerola suprimiría el robo de las estadísticas.

—Tengo una misión complicada para ti —dijo Torsten Edklinth.

—Vale —contestó Mónica Figuerola.

—Es un trabajo que acarrea el potencial riesgo de llevarte a la más absoluta desgracia e incluso acabar con tu carrera profesional.

—Entiendo.

—Sin embargo, si tienes éxito y las cosas salen bien, puede suponer un gran avance profesional. He pensado en trasladarte a la unidad operativa del Departamento de protección constitucional.

—Perdona que te lo diga, pero la protección constitucional no tiene unidad operativa.

—Sí —le respondió Torsten Edklinth—. Ahora sí. La he creado esta misma mañana. De momento sólo cuenta con una persona: tú.

Mónica Figuerola puso cara de escepticismo.

—La misión de la protección constitucional es proteger la Constitución de una amenaza interna, lo que por regla general significa nazis o anarquistas. Pero ¿qué hacemos si resulta que la amenaza proviene de nuestra propia organización?

Edklinth dedicó la siguiente media hora a relatar toda aquella historia que Dragan Armanskij le contó la noche anterior.

—¿Quién es la fuente de todas esas afirmaciones? —preguntó Mónica Figuerola.

—Eso, de momento, carece de importancia. Céntrate en la información que nos ha facilitado.

—Lo que quiero saber es si tú consideras que esa fuente tiene credibilidad.

—La conozco desde hace muchos años y considero que es una persona de la máxima credibilidad.

—Es que suena completamente… No sé: decir inverosímil es quedarse corta.

Edklinth asintió.

—A una novela de espías —precisó.

—¿Y qué es lo quieres que haga?

—Desde este mismo instante quedas relevada de todas las demás tareas. Tu única misión es ésta: averiguar el grado de veracidad de esta historia. Debes verificar o desechar las afirmaciones. Sólo me informarás a mí; a nadie más.

—¡Dios mío! —exclamó Mónica Figuerola—. Ahora entiendo a qué te referías con eso de que podría llevarme a la desgracia.

—Sí. Pero si la historia es verdadera… si tan sólo una mínima fracción de todas esas declaraciones es verdadera, tendremos que hacer frente a una crisis constitucional.

—¿Por dónde empiezo? ¿Cómo lo hago?

—Empieza por lo más fácil. Empieza con la lectura de aquel informe que redactó Gunnar Björck en 1991. Después quiero que identifiques a las personas que, supuestamente, están persiguiendo a Mikael Blomkvist. Según mi fuente, el propietario del coche es un tal Göran Mårtensson, de cuarenta años de edad, policía y residente en Vittangigatan, en Vällingby. Luego identifica a la otra persona que aparece en las fotos que hizo el fotógrafo de Mikael Blomkvist. Este joven rubio de aquí.

—De acuerdo.

—A continuación deberás investigar el pasado de Evert Gullberg. Yo no he oído hablar de él en mi vida, pero, según mi fuente, tiene que existir algún vínculo con la policía de seguridad.

—Eso quiere decir que alguien de aquí contrató a un viejo de setenta y ocho años para que asesinara a un espía. No me lo creo.

—Aun así, debes comprobarlo. Y la investigación la harás en secreto. Consúltame antes si piensas tomar alguna medida concreta. No quiero que esto levante olas.

—Lo que me estás pidiendo supone una investigación enorme. ¿Cómo voy a poder hacerla yo sola?

—No vas a estar sola. Si acaso al principio. Si vuelves y me dices que no has encontrado nada, pues ya está y nos olvidamos del asunto. Pero si das con algo sospechoso, ya decidiremos cómo seguir.

Mónica Figuerola dedicó la hora del almuerzo a levantar pesas en el gimnasio de la policía. Su comida consistió en un bocadillo de albóndigas con ensaladilla de remolacha y un café solo que se llevó a su despacho al volver del gimnasio. Cerró la puerta, limpió su mesa y se puso a leer el informe de Gunnar Björck mientras se tomaba el bocadillo.

También leyó el anexo con la correspondencia que mantuvieron Björck y el doctor Peter Teleborian. Apuntó cada nombre y cada hecho concreto que figuraba en el informe y que podía ser objeto de verificación. Al cabo de dos horas se levantó y fue a por más café a la máquina. Al salir del despacho cerró la puerta con llave, algo que formaba parte de las rutinas de la DGP/Seg.

Lo primero que hizo fue comprobar el número de registro del informe. Llamó al encargado del registro, quien le comunicó que no existía ningún informe con ese número. El segundo paso consistió en consultar una hemeroteca. Allí hubo más suerte. Los dos periódicos vespertinos y uno de los matutinos habían informado de que, aquel día, una persona había sufrido graves quemaduras en el incendio de un coche en Lundagatan. La víctima del incidente era un hombre de mediana edad cuyo nombre no se revelaba. Uno de los vespertinos decía, además, que, según un testigo, el incendio había sido provocado por una niña pequeña. Esa sería, por tanto, la famosa bomba incendiaria que Lisbeth Salander le tiró a un agente ruso llamado Zalachenko. Por lo menos, eso sí parecía ser cierto.

Gunnar Björck, que figuraba como el autor del informe, existió en realidad. Se trataba de una persona conocida que había ocupado un cargo importante en el Departamento de extranjería, que estuvo de baja debido a una hernia discal y que, por desgracia, acabó suicidándose.

No obstante, el Departamento de recursos humanos no podía informar sobre las actividades realizadas por Gunnar Björck en 1991. Esa información era confidencial incluso para otros colaboradores de la DGP/Seg. Normas de la casa.

Que Lisbeth Salander residió en Lundagatan en el año 1991 y que se pasó los dos siguientes años en la clínica psiquiátrica de Sankt Stefan eran datos fáciles de verificar. En lo relativo a esos detalles por lo menos, la realidad no parecía contradecir el contenido del informe.

Peter Teleborian era un conocido psiquiatra que solía dejarse ver por la tele. Había trabajado en Sankt Stefan en 1991 y en la actualidad era el médico jefe de la clínica.

Mónica Figuerola reflexionó un largo rato sobre el significado del informe. Luego llamó al jefe adjunto del Departamento de personal.

—Tengo una pregunta complicada —anunció.

—¿Cuál?

—Estamos haciendo un análisis que trata de evaluar la credibilidad de una persona y su salud psíquica general. Necesito contactar con un psiquiatra u otro experto que tenga autorización para acceder a información clasificada. Me han hablado de un tal doctor Peter Teleborian y me gustaría saber si podría contratarle.

La respuesta se hizo esperar un rato.

—El doctor Peter Teleborian ha sido asesor externo de la Seg en un par de ocasiones. Está autorizado y puedes hablar con él, en términos generales, sobre información clasificada. Pero antes de dirigirte a él, debes seguir el procedimiento burocrático habitual: tu jefe tiene que dar su visto bueno y hacer una petición formal.

A Mónica Figuerola se le encogió ligeramente el corazón. Acababa de verificar un dato que era imposible que se conociera fuera de un círculo muy reducido de personas: Peter Teleborian había tenido que ver con la DGP/Seg. Con ese dato, la credibilidad del informe quedaba reforzada.

Dejó de lado el informe y se dedicó al resto de la información que le había proporcionado Torsten Edklinth. Estudió las fotos de Christer Malm de las dos personas que, presuntamente, siguieron a Mikael Blomkvist desde el café Copacabana el uno de mayo.

Consultó el registro de coches y constató que, en efecto, Göran Mårtensson existía y poseía un Volvo gris con la matrícula en cuestión. Luego, a través del Departamento de recursos humanos, pudo confirmar que era empleado de la DGP/Seg. Se trataba de la comprobación más sencilla que podía efectuar y también esa circunstancia parecía ser correcta. El corazón se le encogió un poco más.

Göran Mårtensson trabajaba en protección personal. Era guardaespaldas. Formaba parte de ese grupo de colaboradores que, en numerosas ocasiones, se había encargado de la seguridad del primer ministro. Sin embargo, hacía unas cuantas semanas que estaba en comisión de servicios en el Departamento de contraespionaje. La había iniciado el 10 de abril, unos días después de que Alexander Zalachenko y Lisbeth Salander hubieran sido ingresados en el hospital de Sahlgrenska; no obstante, ese tipo de traslados no eran nada raros si faltaba personal para algún asunto urgente.

A continuación, Mónica Figuerola llamó al jefe adjunto de contraespionaje, un hombre al que conocía personalmente y para el que había trabajado durante su breve estancia en ese departamento. Le preguntó si Goran Mårtensson estaba ocupado con alguna misión importante y si podría cedérselo para una investigación de la protección constitucional.

El jefe adjunto del contraespionaje se quedó perplejo. Sin duda la habían informado mal: Göran Mårtensson, de protección personal, no se hallaba allí en comisión de servicios. Lo sentía mucho.

Mónica Figuerola colgó el teléfono y se quedó mirándolo durante dos minutos. En protección personal pensaban que Göran Mårtensson se hallaba en contraespionaje. Pero allí no estaba. Ese tipo de traslados tienen que ser aprobados y gestionados por el jefe administrativo. Se estiró para coger el teléfono y llamarlo, pero se detuvo. Si los de protección personal hubiesen trasladado a Mårtensson, el jefe administrativo tendría que haber dado su visto bueno. Pero Mårtensson no se encontraba en contraespionaje. Algo que el jefe administrativo tenía que saber. Y si hubiesen trasladado a Mårtensson a algún departamento que se dedicara a seguir a Mikael Blomkvist, el jefe administrativo también debería estar al corriente de eso.

Torsten Edklinth le había dicho que no levantara olas. Preguntar al jefe administrativo podría ser sinónimo de tirar una piedra muy grande en un pequeño estanque.

Erika Berger suspiró aliviada cuando, poco después de las diez y media de la mañana del lunes, se sentó tras la mesa de su cubo de cristal. Necesitaba imperiosamente la taza de café que acababa de traerse de la máquina. Había pasado las primeras horas de trabajo en dos reuniones. La primera había sido una reunión matinal de quince minutos en la que el secretario de redacción Peter Fredriksson trazó las directrices de trabajo de ese día. Ante la escasa confianza que le inspiraba Anders Holm, Erika se vio obligada a fiarse cada vez más del juicio de Fredriksson.

La otra fue una reunión de una hora de duración con el presidente de la junta directiva, Magnus Borgsjö, el jefe de asuntos económicos del SMP, Christer Sellberg, y el responsable del presupuesto, Ulf Flodin. La reunión versó sobre el descenso del mercado publicitario y la bajada de ventas del periódico. Tanto el responsable del presupuesto como el jefe de asuntos económicos se mostraron de acuerdo en que había que tomar medidas para reducir el déficit del SMP.

—El primer trimestre de este año nos hemos mantenido a flote gracias a una ligera subida del mercado publicitario y a la jubilación de dos colaboradores. Sus puestos quedan vacantes —dijo Ulf Flodin—. Es muy probable que consigamos acabar el actual trimestre con un déficit muy pequeño. Pero no cabe duda de que los periódicos gratuitos Metro y Stockholm City siguen comiéndose el mercado publicitario de Estocolmo. El único pronóstico que podemos ofrecer para el tercer trimestre es que tendrá un claro déficit.

—¿Y cómo hacemos frente a eso? —preguntó Borgsjö.

—La única alternativa razonable son los recortes. No reducimos la plantilla desde el año 2002. Pero calculo que antes de fin de año nos veremos obligados a prescindir de al menos diez puestos.

—¿Cuáles? —preguntó Erika Berger.

—Tenemos que actuar según el principio del corta-quesos y quitar un puesto aquí y otro allá. La redacción de deportes tiene ahora seis puestos y medio. Habrá que reducir la plantilla a cinco empleados a jornada completa.

—Si no me equivoco, la redacción de deportes va de cabeza. Eso significa que habrá que reducir la cobertura de deportes.

Flodin se encogió de hombros.

—Si a alguien se le ocurre otra propuesta mejor, soy todo oídos.

—No tengo nada mejor que proponer, pero lo cierto es que si reducimos personal, no nos quedará más remedio que hacer un periódico más fino, y si hacemos un periódico más fino, el número de lectores disminuirá y, con ello, también el número de anunciantes.

—El eterno círculo vicioso —dijo Sellberg, el jefe de asuntos económicos.

—Me habéis contratado para que le dé la vuelta a esta situación. Para lograrlo voy a apostar fuerte por mejorar el periódico y hacerlo más atractivo para los lectores. Pero eso no será posible si me tengo que dedicar a cortar cabezas.

Se dirigió a Borgsjö.

—¿Cuánto tiempo puede seguir haciendo aguas el periódico? ¿Cuánto déficit podemos soportar antes de que nos vayamos a pique?

Borgsjö frunció los labios.

—Desde principios de los años noventa, el SMP se ha ido comiendo una gran parte de los antiguos fondos. Tenemos una cartera de acciones que ha reducido su valor en más de un treinta por ciento a lo largo de los últimos diez años. Se ha invertido mucho dinero en tecnología informática. O sea, que hemos tenido unos gastos enormes.

—He visto que el SMP ha desarrollado un sistema propio de edición de textos, el AXT. ¿Cuánto costó eso?

—Unos cinco millones de coronas.

—Pues no le veo la lógica. Hoy en día tienes en el mercado programas muy baratos. ¿Por qué el SMP ha apostado por invertir tanto dinero en desarrollar los suyos propios?

—Bueno, Erika… no sé qué decirte. Fue el anterior jefe técnico el que nos convenció. Él decía que, a la larga, resultaría más barato y que, además, el SMP podría luego vender licencias del programa a otros periódicos.

—¿Y alguien lo ha comprado?

—Sí, la verdad es que sí. Un periódico local de Noruega.

—Fantástico —dijo Erika Berger con una voz seca—. Siguiente cuestión: estamos usando PC que tienen más de cinco o seis años…

—Por este año queda descartado invertir en nuevos ordenadores —dijo Flodin.

La reunión continuó. Erika empezó a ser consciente de que Flodin y Sellberg ignoraban sus objeciones y propuestas. Para ellos sólo había que hablar de recortes; algo que resultaba comprensible desde el punto de vista de un responsable de presupuesto y un jefe de asuntos económicos, pero inaceptable para la visión de una redactora jefe recién entrada. Sin embargo, lo que a ella le molestaba de verdad era que rechazaran constantemente sus argumentos con amables sonrisas que la hacían sentirse como una colegiala dando cuenta de sus deberes. Sin pronunciar ni una sola palabra inapropiada, los dos adoptaban una actitud tan estereotipada hacia ella que hasta le resultaba divertido. No te estrujes el cerebro con cosas tan complicadas, nena.

Borgsjö tampoco resultó de gran ayuda. Él se mantuvo a la espera y dejó que los demás participantes de la reunión terminaran de hablar; pero Erika no vio en él esa actitud paternalista.

Suspiró, conectó su laptop y abrió el correo electrónico. Había recibido diecinueve correos. Cuatro de ellos eran spam de alguien que quería (1) que comprara Viagra, (2) ofrecerle cybersexo con The sexiest Lolitas on the net a cambio de una modesta suma de cuatro dólares americanos por minuto, (3) hacerle una oferta algo más fuerte de Animal Sex, the Juiciest Horse Fuck in the Universe, y (4) que se suscribiera a mode.nu, un newsletter producido por una empresa basura que inundaba el mercado de anuncios y que no paraba de mandar esa mierda por mucho que ella les avisara de que no le interesaban sus ofertas promocionales. Otros siete correos consistían en las llamadas «cartas de Nigeria», remitidas por la viuda del ex jefe del Banco Nacional de Abu Dhabi, que le ofrecía fantásticas sumas de dinero; bastaba con que estuviera dispuesta a contribuir con un capital menor para crear confianza, y otras chorradas por el estilo.

Los restantes mails estaban compuestos por la agenda matinal; la de mediodía; tres correos del secretario de redacción Peter Fredriksson, que la ponía al tanto del desarrollo de la principal noticia del día; un correo de su asesor fiscal personal, que quería concertar una reunión para hablar de los cambios de su sueldo tras haberse pasado de Millennium al SMP, así como un correo de su higienista dental, que le recordaba que ya le tocaba hacerse su chequeo trimestral. Apuntó la hora en su agenda electrónica y se dio cuenta de que iba a tener que cancelarla porque para ese día tenía fijada una importante reunión con la redacción.

Por último abrió un correo cuyo remitente era centralred@smpost.se y el asunto [Para el conocimiento de la redactora jefe]. Dejó lentamente la taza de café.

[¡PUTA! ¿QUIÉN COÑO TE CREES QUE ERES, MALDITA ZORRA? NO VENGAS AQUÍ TODA CHULA. ¡QUE TE DEN POR EL CULO CON UN DESTORNILLADOR, PUTA! CUANTO ANTES TE LARGUES DE AQUÍ MEJOR.]

Erika Berger levantó automáticamente la mirada y buscó al jefe de Noticias Anders Holm. No estaba en su sitio y no lo veía por la redacción. Volvió a mirar quién lo mandaba y luego levantó el auricular y llamó a Peter Fleming, jefe técnico del SMP.

—Hola. ¿A quién pertenece la dirección centralred@smpost.se?

—A nadie. Esa dirección no es del SMP.

—Pues acabo de recibir un correo con ese remite.

—Es falso. ¿Tiene un virus?

—No. O al menos el programa antivirus no se ha activado.

—Vale. La dirección no existe. Pero es muy fácil falsificar una dirección para que parezca auténtica. En la red hay páginas web mediante las cuales puedes enviar ese tipo de correos.

—¿Es posible rastrearlo?

—Resulta prácticamente imposible, aunque la persona en cuestión sea tan tonta como para haberlo mandado desde su ordenador personal de casa. Como mucho se podría rastrear el número IP hasta un servidor, pero si ha usado una cuenta de Hotmail, por ejemplo, no hay nada que hacer.

Erika le dio las gracias por la información. Reflexionó unos instantes. No era precisamente la primera vez que recibía un correo amenazador o el mensaje de un chalado. El correo se refería, como era obvio, a su nuevo trabajo como redactora jefe del SMP. Se preguntó si procedería de algún loco que hubiera leído algo sobre ella relacionado con la muerte de Morander o si el remitente se encontraba en el edificio.

Mónica Figuerola reflexionó largo y tendido sobre lo que iba a hacer con lo de Evert Gullberg. Una de las ventajas que conllevaba trabajar en el Departamento de protección constitucional era que le otorgaba amplios poderes para consultar prácticamente cualquier investigación policial de Suecia que pudiera estar relacionada con algún delito racista o político. Constató que Alexander Zalachenko era inmigrante y que analizar la violencia dirigida contra personas nacidas en el extranjero, para comprobar si se trataba de delitos motivados por racismo o no, formaba parte de su cometido. Por lo tanto, tenía legítimo derecho a acceder a la investigación sobre el asesinato de Zalachenko para determinar si Evert Gullberg estaba vinculado a una organización racista o si había expresado ideas racistas en relación con el homicidio. Pidió el informe de la investigación y lo estudió meticulosamente. Allí encontró las cartas que en su día fueron enviadas al ministro de Justicia y se percató de que, aparte de una serie de ataques personales de carácter denigrante y obsesivo, también figuraban los términos «follamoros» y «traidor de la patria».

Luego dieron las cinco. Mónica Figuerola guardó todo el material en la caja fuerte de su despacho, quitó la taza de café de la mesa, apagó el ordenador y fichó al salir. Con paso decidido y rápido, fue andando hasta un gimnasio de Sankt Eriksplan y dedicó la siguiente hora a hacer pesas en plan tranquilo.

Cuando hubo acabado, volvió caminando a su apartamento en Pontonjärgatan, se duchó y se tomó una cena tardía pero sana. Pensó por un instante en llamar a Daniel Mogren, que vivía tres manzanas más abajo en la misma calle. Daniel era carpintero y culturista y durante tres años había sido, de vez en cuando, su compañero de entrenamiento. Durante los últimos meses también se habían enrollado en varias ocasiones.

Era cierto que el sexo resultaba casi tan satisfactorio como un duro entrenamiento en el gimnasio, pero a los treinta y tantos, o más bien cuarenta menos algo, Mónica Figuerola había empezado a pensar si no debería, a pesar de todo, empezar a interesarse por un hombre y una situación vital más permanentes. Tal vez incluso niños. Aunque no con Daniel Mogren.

Tras un momento de reflexión llegó a la conclusión de que en realidad no tenía ganas de ver a nadie. En su lugar se fue a la cama con un libro sobre la historia de la Antigüedad. Se durmió poco antes de medianoche.