Capítulo 11.

Viernes, 13 de mayo - Sábado, 14 de mayo

Mikael Blomkvist tuvo mucho cuidado en asegurarse de que no lo vigilaban cuando el viernes por la mañana, muy temprano, fue andando desde la redacción de Millennium hasta la antigua casa de Lisbeth Salander en Lundagatan. Debía ir a Gotemburgo para ver a Idris Ghidi. El problema era dar con un medio de transporte seguro con el que no corriera el riesgo de ser observado ni de dejar huellas. Tras pensarlo bien, decidió rechazar la opción del tren, ya que no quería usar ninguna tarjeta de crédito. Por lo general, solía coger el coche de Erika Berger, algo que, sin embargo, ya no era posible. Pensó en pedirle a Henry Cortez, o a quien fuera, que le alquilara uno, pero siempre aparecía el inconveniente de que todo ese papeleo dejaría una huella.

Al final, se le ocurrió la solución más obvia. Tras sacar una considerable suma de dinero de un cajero automático de Götgatan, utilizó las llaves de Lisbeth Salander para abrir la puerta de su Honda color burdeos, que llevaba abandonado en la calle, delante de su antigua casa, desde el mes de marzo. Ajustó el asiento y advirtió que el depósito de gasolina estaba medio lleno. Por último, dio marcha atrás, se incorporó al tráfico y se dirigió hacia la E4 por el puente de Liljeholmen.

Al llegar a Gotemburgo aparcó en una calle perpendicular a Avenyn a las 14.50. Se tomó un almuerzo tardío en el primer café que encontró. A las 16.10, cogió el tranvía que iba a Angered y se bajó en el centro. Tardó veinte minutos en encontrar la dirección donde vivía Idris Ghidi. Llegó a su cita con él con un retraso de poco más de diez minutos.

Idris Ghidi cojeaba. Le abrió la puerta, estrechó la mano de Mikael y lo invitó a pasar a un salón amueblado de forma espartana. En una cómoda que estaba junto a la mesa ante la cual Idris lo invitó a sentarse había una docena de fotografías enmarcadas que Mikael estudió.

—Mi familia —dijo Idris Ghidi.

Hablaba con un fuerte acento. Mikael sospechaba que no sobreviviría al examen de lengua sueca que proponía el Partido Liberal.

—¿Son tus hermanos?

—Los dos de la izquierda fueron asesinados por Sadam en los años ochenta, al igual que mi padre, el del centro. Y mis dos tíos también fueron asesinados por Sadam, pero en los años noventa. Mi madre murió en el año 2000. Mis tres hermanas viven. Residen en el extranjero: dos en Siria, y la otra, la menor, en Madrid.

Mikael movió afirmativamente la cabeza. Idris Ghidi sirvió café turco.

—Kurdo Baksi te manda saludos.

Idris Ghidi asintió.

—¿Te explicó lo que yo quería?

—Kurdo me comentó que querías contratarme para un trabajo, pero no de qué se trataba. Déjame que te diga, ya desde el principio, que no lo voy a aceptar si es algo ilegal. No me puedo permitir implicarme en una cosa así.

Mikael volvió a asentir.

—No hay nada ilegal en lo que te quiero pedir, pero es raro. El encargo que te voy a hacer durará un par de semanas y tendrás que realizarlo, todos los días. Pero sólo te llevará poco más de un minuto y estoy dispuesto a pagarte mil coronas a la semana. El dinero te lo daré en mano de mi propio bolsillo y no lo declararé a Hacienda.

—Entiendo. ¿Qué quieres que haga?

—Tú trabajas como limpiador en el hospital de Sahlgrenska.

Idris Ghidi hizo de nuevo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Una de tus tareas consiste en limpiar todos los días, o seis días a la semana si lo he entendido bien, el pasillo 11C, que es donde está la unidad de cuidados intensivos.

Idris Ghidi asintió.

—Esto es lo que quiero que hagas.

Mikael Blomkvist se inclinó hacia delante y se lo explicó.

El fiscal Richard Ekström contempló pensativo a su visita: un rostro arrugado enmarcado en un pelo corto y canoso. Era la tercera vez que se encontraba con el comisario Georg Nyström. Éste lo visitó por primera vez durante los días que siguieron al asesinato de Zalachenko. Le mostró una placa que confirmaba que trabajaba para la DGP/Seg. Y mantuvieron una larga y discreta conversación.

—Es importante que comprendas que yo no intento influir en absoluto en tu manera de actuar o de hacer tu trabajo —le aclaró Nyström.

Ekström asintió.

—También debo subrayar que, bajo ninguna circunstancia, puedes hacer pública la información que te voy dar.

—Entiendo —dijo Ekström.

A decir verdad, Ekström debía reconocer que no lo entendía muy bien, pero no quería parecer un idiota haciendo demasiadas preguntas. Lo que sí le había quedado claro era que el tema de Zalachenko debía ser tratado con la máxima discreción. Y también que las visitas de Nyström eran totalmente informales, aunque con el beneplácito de las más altas autoridades de la policía de seguridad.

—Estamos hablando de vidas humanas —le explicó Nyström ya en la primera reunión—. Por lo que a la policía de seguridad respecta, todo lo que concierne a la verdad del caso Zalachenko está clasificado. Te puedo confirmar que es un antiguo agente que desertó del espionaje militar ruso y una de las personas clave en la ofensiva rusa contra la Europa occidental de los años setenta.

—Vale… Eso es, por lo visto, lo que Mikael Blomkvist sostiene.

—Y en este caso tiene toda la razón. Es periodista y se ha tropezado con uno de los asuntos más secretos de toda la historia de la defensa sueca.

—Va a publicarlo.

—Por descontado. Él representa a los medios de comunicación con todas sus ventajas y desventajas. Vivimos en una democracia y, naturalmente, no podemos influir en lo que escribe la prensa. La desventaja en este caso es, por supuesto, que Blomkvist sólo conoce una pequeña parte de la verdad sobre Zalachenko y que gran parte de lo que sabe es mentira.

—Entiendo.

—Pero lo que Blomkvist no entiende es que si la verdad sobre Zalachenko sale a la luz, los rusos podrán identificar a los informadores y a las fuentes que tenemos en Rusia. Eso quiere decir que ciertas personas que se juegan la vida luchando por la democracia corren el riesgo de morir.

—Pero ¿no es Rusia hoy en día una democracia? Quiero decir que si esto hubiese ocurrido durante la época comunista…

—Eso son ilusiones. Se trata de gente que es culpable de espionaje contra Rusia y no hay régimen en el mundo que acepte eso, aunque haya pasado mucho tiempo. Y varias de esas fuentes siguen en activo…

Ya no existían agentes así, pero eso no lo podía saber el fiscal Ekström. Tenía que fiarse de la palabra de Nyström. Y tampoco podía remediar sentirse halagado por compartir, de manera informal, información sobre uno de los secretos mejor guardados de toda Suecia. Le sorprendía un poco que la defensa sueca hubiera conseguido infiltrarse en la defensa rusa del modo que insinuaba Nyström, y entendía que, naturalmente, se trataba de información que no debía difundirse bajo ningún concepto.

—Cuando me encargaron que contactara contigo ya habíamos hecho una completa evaluación de tu persona —dijo Nyström.

El arte de la seducción siempre consiste en dar con los puntos débiles de los seres humanos. La debilidad del fiscal Ekström radicaba en lo convencido que estaba de su propia importancia y en el hecho de que él, como cualquier persona, apreciara los halagos. Se trataba de conseguir que se sintiera elegido.

—Y hemos podido constatar que cuentas con una gran confianza dentro de la policía… y, por supuesto, en los círculos gubernamentales —añadió Nyström.

Ekström parecía contento. Que personas anónimas de los círculos gubernamentales tuvieran confianza en él era una información que, de forma tácita, insinuaba que podía contar con cierta gratitud en el caso de que jugara bien sus cartas. Era un buen presagio para el futuro de su carrera profesional.

—Entiendo… ¿Y qué es lo que en realidad quieres?

—Mi misión es, dicho en pocas palabras, ayudarte de la manera más discreta posible con mis conocimientos. Ya sabes lo increíblemente complicada que se ha vuelto esta historia. Por una parte, se está realizando, como es debido, la instrucción de un sumario del que tú eres el máximo responsable. Nadie, ni el gobierno ni la policía de seguridad ni ningún otro, puede entrometerse en cómo la estás llevando a cabo. Tu trabajo consiste en encontrar la verdad y procesar a los culpables. Es una de las funciones más importantes de un Estado de derecho.

Ekström asintió.

—Por otra parte, sería una catástrofe nacional de proporciones más bien incomprensibles que toda la verdad sobre el caso Zalachenko saliera a la luz.

—Entonces, ¿cuál es el objetivo de tu visita?

—Primero, concienciarte de lo delicado del asunto. Creo que Suecia no se ha encontrado en una situación tan delicada desde la segunda guerra mundial. Podríamos decir que el destino de nuestro país está, en cierta medida, en tus manos.

—¿Quién es tu jefe?

—Lo siento, pero no se me permite revelar el nombre de las personas que están trabajando en este tema. Déjame decirte tan sólo que mis instrucciones proceden de la máxima autoridad imaginable.

¡Dios mío! Actúa por orden del gobierno. Pero no lo puede decir porque provocaría una catástrofe política.

Nyström vio que Ekström mordía el anzuelo.

—Lo que sí puedo hacer, en cambio, es proporcionarte alguna información. Tengo amplios poderes para, siguiendo mi propio criterio, iniciarte en el conocimiento de cierto material que se cuenta entre lo más secreto de este país.

—De acuerdo.

—Eso significa que cuando tengas dudas sobre algo, sea lo que sea, es a mí a quien debes dirigirte. No hablarás con nadie más dentro de la policía de seguridad; sólo conmigo. Mi misión consiste en guiarte por este laberinto y, si se produce un choque de diferentes intereses, nos ayudaremos mutuamente a encontrar soluciones.

—Entiendo. En ese caso es mi deber comunicarte que agradezco que tú y tus colegas estéis dispuestos a facilitarme la labor de esa manera.

—Queremos que el proceso judicial siga su curso, aunque la situación es difícil.

—Bien. Te aseguro que voy a ser muy discreto; no es la primera vez que manejo información clasificada…

—No, ya lo sabemos.

En ese primer encuentro Ekström le había hecho docenas de preguntas que Nyström apuntó con total meticulosidad y que luego intentó contestar en la medida de lo posible. En esta tercera visita le respondería a varias de ellas. La más importante de todas se refería al grado de veracidad del informe de Björck de 1991.

—Eso es un problema —dijo Nyström.

Parecía preocupado.

—Tal vez deba empezar por explicarte que, desde que ese informe salió a flote, hemos tenido un grupo de análisis trabajando prácticamente día y noche con la única misión de averiguar lo que en realidad sucedió. Y estamos llegando a un punto en el que ya podemos empezar a sacar conclusiones. Y son conclusiones muy desagradables.

—Eso lo puedo entender, pues ese informe afirma que la policía de seguridad y el psiquiatra Peter Teleborian conspiraron para meter a Lisbeth Salander en una clínica psiquiátrica.

—¡Ojalá no fuera más que eso! —dijo Nyström con una ligera sonrisa.

—¿Ojalá?

—Sí. Porque, si fuera así, la cosa sería muy sencilla. Entonces se habría cometido un delito que llevaría a un proceso. El problema es que el informe no concuerda con los que se encuentran en nuestros archivos.

—¿Qué quieres decir?

Nyström sacó una carpeta azul y la abrió.

—Éste es el verdadero informe que Gunnar Björck redactó en 1991. Aquí también están los documentos originales de la correspondencia que mantuvo con Teleborian y que guardamos en nuestro archivo. El problema es que las versiones no se corresponden.

—Aclárame eso.

—Lo peor de la historia es que Björck se ahorcara. Suponemos que no pudo hacer frente al hecho de que se descubrieran sus deslices sexuales. Millennium pensaba ponerlo en evidencia. Aquello lo condujo a una desesperación tan profunda que optó por quitarse la vida.

—Sí…

—El informe original es una investigación sobre los intentos de Lisbeth Salander de matar a su padre, Alexander Zalachenko, con una bomba incendiaria. Las primeras treinta páginas del informe que Blomkvist encontró concuerdan con el original. En ellas no hay nada raro. Es a partir de la página treinta y tres, cuando Björck extrae sus conclusiones y hace una serie de recomendaciones, donde surge la discrepancia.

—¿Cómo?

—En la versión original, Björck recomienda claramente cinco cosas. No tenemos por qué ocultar que lo que se pretendía era suavizar el asunto Zalachenko en los medios de comunicación. Björck propone que la rehabilitación de Zalachenko, pues sufría graves quemaduras, se efectuara en el extranjero. Y cuestiones por el estilo. También propone que se le ofrezcan a Lisbeth Salander los mejores cuidados psiquiátricos imaginables.

—Vale…

—El problema es que se han modificado, muy sutilmente, unas cuantas frases. En la página treinta y cuatro hay un pasaje donde Björck parece sugerir que Salander sea tachada de psicótica con el fin de echar por tierra su credibilidad en el caso de que alguien empezara a hacer preguntas sobre Zalachenko.

—¿Y ese pasaje no figura en el informe original?

—Eso es. Gunnar Björck nunca escribió nada semejante. Además, habría constituido una vulneración de la ley. Lo que él propuso fue que ella tuviera la asistencia que en realidad necesitaba. En la copia de Blomkvist eso se ha convertido en una conspiración.

—¿Puedo leer el original?

—Toma. Pero tengo que llevármelo cuando me vaya. Y antes de que lo leas, déjame que llame tu atención sobre el anexo con la correspondencia que a continuación mantuvieron Björck y Teleborian. Casi toda ella es una clara falsificación. Ya no se trata de cambios sutiles sino de graves falsificaciones.

—¿Falsificaciones?

—Creo que, en este caso, es la palabra más adecuada. El original da fe de que Peter Teleborian recibió el encargo que le hizo el tribunal para que le realizara un examen psiquiátrico forense a Lisbeth Salander. Hasta ahí todo resulta de lo más normal: Lisbeth Salander tenía doce años y había intentado matar a su padre con una bomba incendiaria; lo llamativo habría sido que no se le hubiera hecho un estudio psiquiátrico.

—Es verdad.

—Si tú hubieses sido el fiscal, supongo que también habrías pedido un informe pericial tanto social como psiquiátrico.

—Por supuesto.

—Por aquel entonces, Teleborian ya era un conocido y respetado psiquiatra infantil y además tenía experiencia en psiquiatría forense. Le encargaron la tarea, efectuó la pertinente evaluación y llegó a la conclusión de que Lisbeth Salander estaba psíquicamente enferma… No creo que sea necesario que entre en los detalles técnicos.

—Bien…

—Teleborian dejó constancia de eso en un informe que envió a Björck y que luego fue presentado ante el tribunal, que decidió que Salander ingresara en Sankt Stefan.

—Entiendo.

—En la versión de Blomkvist, el informe de Teleborian brilla por su ausencia. En su lugar, hay una correspondencia entre Björck y Teleborian que insinúa que Björck le insta a simular una evaluación psiquiátrica.

—Y eso es lo que tú dices que es una falsificación…

—Sin duda.

—Pero ¿a quién le interesaría falsificar eso?

Nyström dejó el informe y frunció el ceño.

—Estás llegando al mismísimo quid de la cuestión.

—Y la respuesta es…

—No la sabemos. Esa es la pregunta en la que anda trabajando sin parar nuestro grupo de análisis.

—¿Podría ser que Blomkvist se hubiera inventado todo eso?

Nyström se rió.

—Bueno… la verdad es que ésa fue una de nuestras primeras ideas. Pero creemos que no. Lo que pensamos es que la falsificación se realizó hace muchos años, con toda probabilidad al mismo tiempo que se redactó el informe original.

—¿Ah, sí?

—Lo cual nos lleva a una desagradable conclusión: el que hizo la falsificación estaba muy al tanto del asunto. Y, por si fuera poco, tuvo acceso a la misma máquina de escribir que usó Gunnar Björck.

—¿Quieres decir que…?

—No sabemos dónde redactó Björck el informe. Es posible que lo hiciera en una máquina de escribir de su casa, de su lugar de trabajo o de algún otro sitio. Podemos imaginar dos cosas: o que el que hizo la falsificación era alguien del mundo de la psiquiatría o de la medicina forense que, por la razón que fuera, quería armarle un escándalo a Teleborian, o que la falsificación fue realizada por algún miembro de la policía de seguridad y estuvo motivada por objetivos completamente distintos.

—¿Por qué?

—Estamos hablando del año 1991. Tal vez fuese un agente ruso infiltrado en la DGP/Seg que le estuviera siguiendo el rastro a Zalachenko. Esa posibilidad es la que nos ha llevado a que en estos momentos nos encontremos estudiando una gran cantidad de antiguos expedientes personales.

—Pero si la KGB se hubiese enterado de… ya hace años que esto habría salido a la luz.

—Bien pensado. Pero no olvides que fue justo en esa época cuando cayó la Unión Soviética y se disolvió la KGB. No sabemos qué salió mal. Quizá se tratara de una operación planificada de antemano que luego se abortó. La KGB dominaba con verdadera maestría el arte de falsificar documentos y el de la desinformación.

—Pero ¿qué objetivo podría tener la KGB falsificando eso…?

—Tampoco lo sabemos. Pero un objetivo obvio sería, por supuesto, el de desacreditar al gobierno sueco.

Ekström se pellizcó el labio inferior.

—¿De modo que la evaluación médica de Salander es correcta?

—Pues, sí. Sin duda. Salander está loca de atar, si me perdonas la expresión. Que no te quepa la menor duda. La medida de ingresarla en aquella unidad cerrada del psiquiátrico fue completamente acertada.

—¿Inodoros? —preguntó la redactora jefe en funciones Malin Eriksson con un deje de duda en la voz, como si pensara que Henry Cortez le estaba tomando el pelo.

—Inodoros —repitió Henry Cortez con un gesto de asentimiento.

—¿Quieres escribir un reportaje sobre inodoros? ¿En Millennium?

Mónica Nilsson soltó una repentina e inapropiada carcajada. Ella había visto su mal disimulado entusiasmo en cuanto él entró con su despreocupado y lento andar a la reunión del viernes; reconoció todos los síntomas que presenta un periodista que tiene un artículo cociéndose en el horno.

—Vale, cuéntamelo.

—Es muy sencillo —dijo Henry Cortez—. La industria más grande de Suecia, con diferencia, es la construcción. Se trata de una industria que, en la práctica, no puede mudarse al extranjero por mucho que Skånska finja tener una oficina en Londres y cosas por el estilo. Las casas, en cualquier caso, hay que construirlas en Suecia.

—Ya, pero eso no es nada nuevo.

—No. Pero lo que sí podría decirse que es más o menos nuevo es que, cuando se trata de crear empresas competentes y eficaces, el negocio de la construcción está a años luz de todas las demás industrias de Suecia. Si Volvo construyera coches de la misma manera, el último modelo valdría alrededor de uno o dos millones de coronas. Para cualquier industria normal el objetivo es reducir los precios. Con la industria de la construcción sucede lo contrario: pasan olímpicamente de reducir costes, lo cual hace que el precio del metro cuadrado aumente y que el Estado realice una serie de subvenciones con dinero público para que el precio final no resulte absurdo.

—¿Y ahí hay un artículo?

—Espera. Es complicado. Pongamos, por ejemplo, que si desde los años setenta la evolución de los precios hubiera sido la misma para una hamburguesa, un Big Mac valdría hoy algo más de ciento cincuenta coronas como mínimo. Lo que costaría con patatas fritas y Coca-Cola no me lo quiero ni imaginar, pero con lo que cobro en Millennium seguro que no me lo podría permitir. ¿Cuántos de los que os encontráis aquí sentados estaríais dispuestos a pagar más de cien coronas por una hamburguesa de McDonald's?

Nadie dijo nada.

—Muy bien hecho. Pero cuando NCC levanta en un pispás y con cuatro ladrillos unos cuantos bloques en Lidingö (en Gåshaga, para ser más exactos), y cobra unas diez o doce mil coronas de alquiler por un piso de dos dormitorios, ¿cuántos de vosotros las pagaríais?

—Yo no me lo podría permitir —dijo Mónica Nilsson.

—No. Pero vives en un piso de Danvikstull que te compró tu padre hace veinte años y por el que te darían, si lo vendieras, digamos que un kilo y medio. Pero ¿qué hace un joven de veinte años que se quiere ir de la casa de sus padres? No se lo puede permitir. De modo que, o vive de alquiler, o subarrendado, o se queda con su vieja hasta que se jubila.

—¿Y qué pintan los inodoros en toda esta historia? —preguntó Christer Malm.

—A eso voy. La pregunta es: ¿por qué son tan endiabladamente caras las casas? Pues porque el que las manda construir no sabe cómo hacerlo. Os pondré un ejemplo: una promotora municipal llama a una empresa de construcción tipo Skånska, le dice que quiere encargar cien pisos y le pregunta que cuánto le costaría. Skånska hace sus cálculos y pongamos que le contesta que quinientos millones. Eso tiene como consecuencia que el precio por metro cuadrado se sitúe en X coronas y que tú tengas que desembolsar diez mil coronas al mes si quieres vivir allí. Porque, a diferencia de lo que pasa con McDonald's, no puedes renunciar a vivir en algún sitio. O sea, que no te queda más remedio que pagar lo que te digan.

—Por favor, Henry… al grano.

—Ese es el grano. ¿Por qué cuesta un pastón trasladarse a esos malditos cajones de mierda del puerto de Hammarby? Pues porque las constructoras pasan de bajar los precios. Y porque al cliente no le queda más remedio que pagar. Una de las cosas que más encarece la vivienda es el material de construcción. El negocio de este material está en manos de empresas mayoristas, que son las que ponen los precios. Como ahí no hay una verdadera competencia, una bañera puede costar en Suecia cinco mil coronas. La misma bañera hecha por el mismo fabricante cuesta en Alemania el equivalente a dos mil coronas. Y no existe ningún coste adicional en Suecia que pueda explicar la diferencia.

—Vale.

—Casi todo esto se puede leer en un informe de la Delegación para el análisis de los costes de construcción que fue designada por el gobierno y que estudió este tema a finales de los años noventa. Desde entonces, no ha pasado gran cosa. Nadie negocia con las empresas de construcción denunciando lo disparatado de sus precios. Los que encargan los edificios pagan sin rechistar lo que cuesta, y, al final, el precio lo asumen los inquilinos y los contribuyentes.

—Henry: ¿y los inodoros?

—Lo poco que ha ocurrido desde aquel informe de la Delegación ha tenido lugar a nivel local, en especial fuera de Estocolmo. Hay clientes que se han cansado de los altos costes. Un buen ejemplo lo constituye Karlskronahem, la empresa municipal de vivienda de Karlskrona, que construye edificios más baratos que ninguna otra, simplemente porque compra el material sin intermediarios. Y la Federación sueca de comercio también se ha metido por medio. Ellos piensan que los precios del material de construcción son del todo absurdos, razón por la cual intentan facilitarle la vida al cliente importando productos equivalentes a un precio más bajo. Y eso motivó un pequeño enfrentamiento en la Feria de la Construcción de Älvsjö de hace un año. La Federación sueca de comercio trajo a un tío de Tailandia que vendía inodoros a quinientas coronas la unidad.

—Vale. ¿Y?

—Su competidor más cercano era una empresa mayorista sueca que se llama Vitavara AB y que vende inodoros auténticamente suecos a mil setecientas coronas cada uno. Así que los compradores inteligentes de las empresas municipales de construcción empezaron a rascarse la cabeza y a preguntarse por qué estaban pagando mil setecientas coronas por un inodoro cuando por quinientas podían traerles de Tailandia uno igual.

—¿Tal vez porque era de mejor calidad? —preguntó Lottie Karim.

—No. La misma.

—Tailandia —dijo Christer Malm—. Eso huele a trabajo infantil y cosas por el estilo. Lo que explicaría el bajo precio.

—No —contestó Henry Cortez—. En Tailandia el trabajo infantil existe sobre todo en la industria textil y en la de los souvenirs. Y en el comercio sexual de los pedófilos, por supuesto. Esto es una industria seria. La ONU controla el trabajo infantil y yo he controlado a la empresa. Se han portado bien. Es una empresa grande, moderna y muy respetada en el ramo de los sanitarios.

—Vale… pero estamos hablando de países con bajos salarios, lo cual significa que corres el riesgo de escribir un artículo que abogue por que la industria sueca sea aniquilada por la industria tailandesa. Despide a los trabajadores suecos, cierra las fábricas de aquí y empieza a importar de Tailandia. Me temo que los sindicatos no te van a dar ninguna medalla…

Una sonrisa se dibujó en los labios de Henry Cortez. Se echó hacia atrás y puso una cara de desvergonzada chulería.

—Pues no —contestó—. Adivina dónde fabrica Vitavara AB esos inodoros por los que pagas mil setecientas coronas.

Se hizo el silencio en la redacción.

—En Vietnam —dijo Henry Cortez.

—No puede ser —respondió la redactora jefe Malin Eriksson.

—Sí, querida —terció Henry—. Llevan por lo menos diez años haciendo inodoros en régimen de subcontratación. A los trabajadores suecos los despidieron en los años noventa.

—Joder.

—Pero ahora viene lo mejor. Si los importáramos directamente de la fábrica de Vietnam, el precio rondaría las trescientas noventa coronas. Adivina cómo se explica la diferencia de precio entre Tailandia y Vietnam.

—No me digas que…

Henry Cortez asintió. Su sonrisa ya era más ancha que su cara.

—Vitavara AB le encarga el trabajo a algo que se llama Fong Soo Industries. Figura en la lista de la ONU sobre las empresas que emplean mano de obra infantil; o eso es, al menos, lo que dice una investigación que se realizó en el año 2001. Pero la gran mayoría de los trabajadores son prisioneros.

Malin Eriksson sonrió.

—Esto es bueno —dijo—. Esto es muy bueno. ¿Tú qué quieres ser de mayor? ¿Periodista? ¿Cuándo podrías tener el artículo?

—En dos semanas. Tengo que comprobar algunas cosas sobre comercio internacional. Y luego necesitamos al malo de la película, de modo que debo averiguar quiénes son los propietarios de Vitavara AB.

—Entonces, ¿lo podríamos incluir en el número de junio? —preguntó Malin esperanzada.

No problem.

El inspector Jan Bublanski observó con una mirada inexpresiva al fiscal Richard Ekström. La reunión duraba ya cuarenta minutos y Bublanski sintió un intenso deseo de alargar la mano y coger ese ejemplar de la Ley del Reino de Suecia que estaba sobre la mesa de Ekström y darle un golpe en la cabeza con él. Se preguntó tranquilamente qué ocurriría si lo hiciera. Sin duda provocaría grandes titulares en los periódicos vespertinos y lo más probable es que lo procesaran por malos tratos. Se quitó la idea de la cabeza: el sentido de ser un hombre civilizado era, precisamente, no ceder a ese tipo de impulsos, con independencia de lo provocador que resultara el comportamiento del otro. Además, por lo general, era cuando alguien había cedido a esos impulsos cuando avisaban al inspector Bublanski.

—Bueno —dijo Ekström—. Entiendo que estamos de acuerdo.

—No, no estamos de acuerdo —contestó Bublanski para, acto seguido, levantarse—. Pero tú eres el instructor del sumario.

Iba mascullando algunas palabras cuando enfiló el pasillo que conducía a su despacho y llamó a los inspectores Curt Svensson y Sonja Modig, quienes constituían todo el personal con el que contaba esa tarde. Jerker Holmberg había decidido cogerse, muy intempestivamente, dos semanas de vacaciones.

—A mi despacho —dijo Bublanski—. Llevaos café.

Una vez sentados, Bublanski abrió su cuaderno, que tenía unas notas tomadas en la reunión con Ekström.

—La situación en la que nos encontramos ahora mismo es que nuestro instructor del sumario ha sobreseído todos los cargos contra Lisbeth Salander respecto a los asesinatos por los que se emitió la orden de busca y captura. Así que, por lo que a nosotros concierne, ella ya no forma parte de la investigación.

—Bueno, supongo que, a pesar de todo, eso habrá que considerarlo como un avance —dijo Sonja Modig.

Curt Svensson, fiel a su costumbre, no dijo nada.

—No estoy tan seguro —respondió Bublanski—. Salander sigue siendo sospechosa de graves delitos en Stallarholmen y Gosseberga. Pero eso ya no forma parte de nuestra investigación. Nosotros debemos concentrarnos en encontrar a Niedermann e investigar el tema del cementerio del bosque de Nykvarn.

—De acuerdo.

—Pero ya está claro que Ekström dictará auto de procesamiento contra Lisbeth Salander. El caso se ha trasladado a Estocolmo y se ha abierto una investigación independiente.

—¿Ah, sí?

—Y adivina quién va a investigar a Salander.

—Me temo lo peor.

—Hans Faste se ha reincorporado al trabajo. Será él quien colabore con Ekström en la investigación sobre Salander.

—¡Joder, pero eso es una locura! Faste es la persona más inapropiada del mundo para investigar a Salander.

—Ya lo sé. Pero Ekström tiene un buen argumento. Faste ha estado de baja desde… bueno, desde el colapso que sufrió en abril, y necesita concentrar sus esfuerzos en un caso sencillo.

Silencio.

—Así que esta misma tarde debemos entregarle a Faste todo el material que tenemos sobre Salander.

—¿Y esa historia sobre Gunnar Björck y la Säpo y el informe de 1991…?

—La llevarán Faste y Ekström.

—Eso no me gusta nada —dijo Sonja Modig.

—A mí tampoco. Pero Ekström es el jefe y cuenta con el apoyo de las altas esferas. En otras palabras: nuestra misión sigue siendo encontrar al asesino. Curt, ¿cómo vamos?

Curt Svensson negó con la cabeza.

—Niedermann sigue desaparecido. Es como si se lo hubiese tragado la tierra. Tengo que reconocer que durante todos los años que llevo en el cuerpo jamás he visto un caso parecido; no hay ni un solo confidente que lo conozca ni que sepa nada sobre su posible paradero.

—¡Qué raro! —exclamó Sonja Modig—. En fin, de todas maneras, si lo he entendido bien, se le busca por el asesinato de un policía en Gosseberga, por un delito de lesiones graves a otro agente, por el intento de asesinato de Lisbeth Salander y por el secuestro y maltrato de la auxiliar dental Anita Kaspersson, así como por los asesinatos de Dag Svensson y de Mia Bergman. En todos los casos, las pruebas forenses son más que concluyentes.

—No está nada mal para empezar… ¿Cómo va la investigación sobre el experto financiero de Svavelsjö MC?

—Viktor Göransson y su pareja, Lena Nygren. Las pruebas forenses con las que contamos vinculan a Niedermann con el lugar. Sus huellas dactilares y su ADN se hallan sobre el cuerpo de Göransson; debió de desollarse los nudillos de lo lindo.

—Vale. ¿Algo nuevo sobre Svavelsjö MC?

—Sonny Nieminen ha asumido el cargo de jefe mientras Magge Lundin está detenido en espera de juicio por el secuestro de Miriam Wu. Se rumorea que Nieminen ha prometido una gran recompensa para el que le sople dónde se esconde Niedermann.

—Lo que todavía hace más raro que aún no se haya dado con él. ¿Qué hay del coche de Göransson?

—Como el coche de Anita Kaspersson lo encontramos en la casa de Göransson, creemos que Niedermann cambió de vehículo. Pero no hay ni rastro de él.

—Así que la pregunta que debemos plantearnos es si Niedermann sigue escondido en algún lugar de Suecia, y en ese caso dónde y con quién, o si ya se ha puesto a salvo en el extranjero. ¿Con qué nos quedamos?

—No hay nada que indique que se ha ido al extranjero, pero la verdad es que es la única hipótesis lógica.

—En ese caso, ¿qué ha hecho con el coche?

Tanto Sonja Modig como Curt Svensson movieron negativamente la cabeza. En nueve de cada diez casos, el trabajo policial resultaba bastante sencillo cuando se trataba de buscar a una persona con nombre y apellido. Tan sólo era cuestión de crear una cadena lógica y empezar a tirar del hilo. ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Con quién había compartido celda en el trullo? ¿Dónde vive su novia? ¿Con quién solía salir a tomar copas? ¿Dónde está su vehículo? Al final de esa cadena, terminaban encontrando al tipo que buscaban.

El problema de Ronald Niedermann era que no tenía amigos, ni novia, ni había pasado por el trullo y tampoco se le conocía teléfono móvil alguno.

Por consiguiente, una gran parte de las pesquisas se habían centrado en encontrar el coche de Viktor Göransson que, en teoría, estaba utilizando Ronald Niedermann. Eso debería darles una idea de por dónde continuar la búsqueda. Al principio se imaginaron que el coche aparecería al cabo de unos días, probablemente, en algún aparcamiento de Estocolmo. Sin embargo, a pesar de la orden nacional de búsqueda que se cursó, el vehículo todavía brillaba por su ausencia.

—Y en el caso de que se encuentre en el extranjero… ¿dónde está?

—Es ciudadano alemán, así que lo lógico es que se haya marchado a Alemania.

—Allí está en busca y captura. Además, no parece que se haya puesto en contacto con sus viejos amigos de Hamburgo.

Curt Svensson agitó la mano.

—Si su plan era huir a Alemania… ¿para qué iba a ir a Estocolmo? ¿No debería dirigirse hacia Malmö y coger el puente de Öresund o alguno de los ferris?

—Sí, es verdad. Durante los primeros días Marcus Erlander encaminó las pesquisas en esa dirección. La policía de Dinamarca está avisada de los datos del coche de Göransson, y sabemos que Niedermann no ha cruzado en ningún ferri.

—Pero fue a Estocolmo y a Svavelsjö MC, donde mató al contable del club y, supuestamente, desapareció con una desconocida suma de dinero. ¿Cuál sería su próximo paso?

—Salir de Suecia como fuera —dijo Bublanski—. Lo lógico sería coger alguno de los ferris que van hasta los países bálticos. Pero Göransson y su pareja fueron asesinados durante la noche del nueve de abril. Eso significa que Niedermann podría haber cogido el barco a la mañana siguiente. Nos dieron el aviso unas dieciséis horas después de que los hubieran matado y, desde ese momento, buscamos el vehículo.

—Si hubiese cogido el ferri por la mañana, el coche de Göransson debería haber sido hallado en alguno de los puertos de donde salen los barcos —constató Sonja Modig.

Curt Svensson asintió.

—¿Y no podría ser algo tan simple como que no hemos dado con el coche de Göransson porque Niedermann abandonó el país por el norte, vía Haparanda? Una vuelta larguísima rodeando el golfo de Botnia, aunque en unas dieciséis horas podría haber conseguido cruzar la frontera con Finlandia.

—Sí, pero luego tendría que haberse deshecho del coche en algún lugar en Finlandia y, a estas alturas, nuestros colegas de allí ya deberían haberlo encontrado.

Permanecieron callados un largo rato. Al final, Bublanski se levantó y se puso junto a la ventana.

—Va en contra de toda lógica, pero el hecho es que el coche de Göransson sigue sin aparecer. ¿Es posible que haya encontrado un escondite y que se haya instalado allí? Una casa de campo o algo…

—En una casa de campo lo veo difícil. A estas alturas del año, todos los propietarios se acercan hasta sus casas de campo para echar un vistazo.

—Y tampoco en ningún sitio que esté relacionado con Svavelsjö MC. No creo que quiera toparse con ninguno de ellos.

—¿Y con eso ya queda excluido todo el mundo del hampa?… Puede que tenga alguna novia que no conocemos…

Les sobraban las teorías pero carecían de datos concretos en los que centrarse.

Cuando Curt Svensson se fue a su casa, Sonja Modig volvió al despacho de Jan Bublanski y llamó a la puerta. Él le hizo señas para que entrara.

—¿Tienes dos minutos?

—¿Qué pasa?

—Salander.

—De acuerdo.

—No me gusta nada este montaje de Ekström y Faste y del nuevo juicio. Tú has leído el informe de Björck. Yo he leído el informe de Björck. A Lisbeth le destrozaron la vida en 1991 y Ekström lo sabe. ¿Qué diablos estarán tramando?

Bublanski se quitó las gafas de leer y se las guardó en el bolsillo de la pechera de la camisa.

—No lo sé.

—¿Tienes alguna idea?

—Ekström afirma que tanto el informe de Björck como su correspondencia con Teleborian son falsificaciones.

—Y una mierda. Si así fuera, Björck nos lo habría dicho cuando lo trajimos a comisaría.

—Ekström dice que Björck se negó a comentar el tema porque se trata de un asunto clasificado. Me ha criticado por haberme adelantado a los acontecimientos y haberlo traído para interrogarlo.

—Ekström cada vez me gusta menos.

—Lo presionan por todos lados.

—No es una excusa.

—No tenemos el monopolio de la verdad. Ekström asegura que tiene pruebas que demuestran que el informe está falsificado: no existe ningún informe verdadero con ese número de registro. También afirma que la falsificación es muy hábil y que el contenido es una mezcla de verdad y fantasía.

—¿Y qué parte se supone que es la verdadera y cuál la inventada?

—El marco de la historia es más o menos cierto. Zalachenko es el padre de Lisbeth y era un cabrón que maltrataba a su madre. El problema es el mismo de siempre: la madre nunca quiso denunciarlo y, por consiguiente, el maltrato continuó durante varios años. El cometido de Björck era investigar qué ocurrió cuando Lisbeth intentó matar a su padre con una bomba incendiaria. Mantuvo correspondencia con Teleborian, pero la que hemos visto nosotros es una falsificación. Teleborian le hizo a Salander un examen psiquiátrico completamente normal, constató que estaba loca y un fiscal decidió no procesarla. Necesitaba asistencia médica y eso fue lo que recibió en Sankt Stefan.

—Si se trata de una falsificación… ¿quién se supone que la hizo? ¿Y con qué objetivo?

Bublanski hizo un gesto de ignorancia con las manos.

—¿Me estás tomando el pelo?

—Según tengo entendido, Ekström va a volver a exigir un examen psiquiátrico de Salander.

—No lo acepto.

—Ya no es asunto nuestro. Ya no trabajamos en el caso Salander.

—Pero Hans Faste, sí. Jan, si esos cabrones vuelven a meterse con Salander iré a los medios de comunicación…

—No, Sonja. No lo hagas. En primer lugar porque el informe ya no está en nuestro poder, de manera que no podrás probar lo que digas. Te tomarán por una maldita paranoica y tu carrera se habrá acabado.

—Yo sí tengo el informe —dijo Sonja Modig en voz baja—. El fiscal general reclamó las copias antes de que pudiera dar a Curt Svensson la que había hecho para él.

—Pero si difundes esa investigación, no sólo te despedirán, sino que además serás culpable de grave prevaricación y de haber filtrado un informe clasificado a los medios de comunicación.

Sonja Modig se quedó callada un segundo contemplando a su jefe.

—Sonja, prométeme que no harás nada.

Ella dudó.

—No, Jan, no te lo puedo prometer. Algo huele a podrido en toda esta historia.

Bublanski asintió.

—Sí. Hay algo podrido. Pero ahora mismo no sabemos quiénes son nuestros enemigos.

Sonja Modig ladeó la cabeza.

—¿Y piensas hacer algo?

—Eso no te lo voy a decir. Confía en mí. Es viernes por la tarde. Cógete el fin de semana. Vete a casa. Esta conversación nunca ha tenido lugar.

Era la una y media de la tarde del sábado cuando el vigilante jurado de Securitas, Niklas Adamsson, levantó la vista del libro sobre economía política, asignatura de la que tenía un examen dentro de tres semanas. Oyó el rotar de los cepillos de la máquina limpiadora que avanzaba con su discreto y habitual zumbido y constató que se trataba del moro que cojeaba. Siempre solía saludar de modo educado, pero se mostraba muy callado y no solía reírse cuando Niklas intentaba bromear con él. Lo vio sacar un bote de Ajax, echar dos veces spray sobre el mostrador de la recepción y limpiarlo con un trapo. Luego cogió una fregona y se puso a limpiar unos rincones de la recepción a los que no llegaban los cepillos de la máquina limpiadora. Niklas Adamsson volvió a sumergirse en su libro y siguió leyendo.

El limpiador tardó diez minutos en llegar hasta donde estaba Adamsson, al final del pasillo. Se saludaron con un movimiento de cabeza. Adamsson se levantó para dejar que el empleado se encargara del suelo de alrededor de la silla que estaba delante de la habitación de Lisbeth Salander. Había visto a ese hombre prácticamente todos los días que había tenido turno de vigilancia, pero por mucho que lo intentara no era capaz de recordar su nombre. En fin, un nombre moro, en cualquier caso. Adamsson no creía necesario comprobar su tarjeta identificativa. En parte porque no iba a limpiar en la habitación de la mujer retenida —eso lo hacían por la mañana dos señoras de la limpieza— y en parte porque no veía que el limpiador que cojeaba supusiera mayor amenaza.

En cuanto el limpiador terminó con el final del pasillo abrió con llave una puerta contigua a la de la habitación de Lisbeth Salander. Adamsson lo miró de reojo, pero tampoco pensaba que eso constituyera una desviación de sus rutinas diarias: era el cuarto de la limpieza. Durante los siguientes cinco minutos, vació el cubo, limpió los cepillos y llenó el carrito de la limpieza con bolsas de plástico para las papeleras. Por último metió el carrito en el trastero.

Idris Ghidi tenía muy en mente la presencia del vigilante jurado de Securitas. Se trataba de un chico rubio de unos veinticinco años que solía estar allí dos o tres veces por semana y que estudiaba libros de economía política. Ghidi sacó la conclusión de que trabajaba en Securitas a tiempo parcial, compaginándolo con los estudios, y que le prestaba a su entorno más o menos la misma atención que un ladrillo.

Idris Ghidi se preguntó qué haría Adamsson si alguien intentara en serio entrar en la habitación de Lisbeth Salander.

Idris Ghidi también se preguntó qué sería lo que en realidad andaba buscando Mikael Blomkvist. No tenía ni idea. Como había leído —claro está— los periódicos, hizo la conexión entre el periodista y la paciente del 11C, de modo que esperaba que Mikael le pidiera que le entregara algo a Lisbeth de forma clandestina. En ese caso se vería obligado a negarse, ya que no tenía acceso a su habitación y nunca la había visto. Pero fuera lo que fuese lo que él se había imaginado no tenía nada que ver con lo que Blomkvist le pidió.

No vio nada ilegal en el encargo. Miró de reojo por la rendija de la puerta y constató que Adamsson se había vuelto a sentar en su silla y que de nuevo estaba leyendo su libro. Se alegraba de que no hubiera nadie más en los alrededores, algo que por lo general solía ocurrir, ya que el cuarto de la limpieza se hallaba situado en un callejón sin salida, justo al final del pasillo. Se metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó un teléfono móvil nuevo de Sony Ericsson, modelo Z600. Idris Ghidi había visto el teléfono en un anuncio y sabía que valía más de tres mil quinientas coronas y que contaba con las últimas y más avanzadas prestaciones del mercado.

Echó un vistazo a la pantalla y notó que el móvil estaba encendido pero que tenía desactivados tanto el timbre de llamada como la función de vibración. Luego se puso de puntillas y quitó, girándola, una blanca y redonda tapa colocada en una rejilla de ventilación que conducía a la habitación de Lisbeth Salander. Colocó el móvil dentro del conducto, fuera de la vista de todo el mundo, exactamente como le había pedido Mikael Blomkvist.

El proceso le llevó en total unos treinta segundos. Al día siguiente necesitaría tan sólo alrededor de diez segundos. Lo que tendría que hacer entonces sería coger el móvil, cambiarle la batería y volver a colocarlo en el conducto de ventilación. La otra batería debería llevársela a casa y cargarla durante la noche.

Esa era toda la misión de Idris Ghidi.

Sin embargo, eso no ayudaría en absoluto a Salander. Al otro lado de la pared había una rejilla fijada con tornillos. Hiciera lo que hiciese, nunca sería capaz de alcanzar el móvil. A no ser que le dieran un destornillador de estrella y una escalera.

—Ya lo sé —le había dicho Mikael—. Pero ella no va a tocar el teléfono.

Idris Ghidi tenía que repetir todos los días el mismo proceso hasta que Mikael Blomkvist le avisara de que ya no resultaba necesario.

Y por ese trabajo, Idris Ghidi se embolsaría mil coronas por semana. Además, una vez concluido el encargo, podría quedarse con el aparato.

Meneó la cabeza. Naturalmente, sabía que Mikael Blomkvist estaba tramando algo, pero por mucho que lo intentara no podía adivinar de qué se trataba. Colocar un móvil en el conducto de ventilación del cuarto de la limpieza, encendido pero no conectado, era una artimaña de un nivel y una sutileza que Ghidi no alcanzaba a comprender. Si Blomkvist quisiera comunicarse con Lisbeth Salander, resultaría bastante más sencillo sobornar a alguna de las enfermeras para que le pasara un móvil. No había ninguna lógica en toda esa maniobra.

Ghidi sacudió la cabeza. Por otra parte no le importaba hacerle ese favor a Mikael Blomkvist mientras éste le pagara mil coronas por semana. Y no pensaba hacerle ni una pregunta.

El doctor Anders Jonasson aminoró algo el paso cuando descubrió a un tipo de unos cuarenta años apoyado contra la verja que había ante el portal de su domicilio de Hagagatan. El hombre le resultaba ligeramente familiar y éste lo saludó como si se conocieran.

—¿El doctor Jonasson?

—Sí, soy yo.

—Perdona que te aborde así en plena calle delante de tu casa. Pero no quería ir a molestarte a tu trabajo y necesito hablar contigo.

—¿De qué se trata y quién eres?

—Mi nombre es Mikael Blomkvist. Soy periodista y trabajo en la revista Millennium. Se trata de Lisbeth Salander.

—Ah, sí, ahora te reconozco. Tú eres el que llamó a Protección Civil cuando le pegaron el tiro. ¿Fuiste tú quien le puso la cinta plateada en la herida?

—Sí, fui yo.

—No estuvo nada mal pensado. Pero lo siento. No puedo hablar de mis pacientes con periodistas. Tendrás que dirigirte al gabinete de prensa del hospital como todos los demás.

—Me estás malinterpretando. No quiero ninguna información; si he venido hasta aquí es por un asunto personal. No hace falta que me digas ni una sola palabra ni que me proporciones ninguna información. Es justo al revés: soy yo el que te va a dar cierta información a ti.

Anders Jonasson frunció el ceño.

—Por favor —pidió Mikael Blomkvist—. No tengo por costumbre abordar a cirujanos así, en plena calle, pero es muy importante que hable contigo. Hay un café a la vuelta de la esquina. ¿Te puedo invitar a un café?

—¿De qué quieres hablar?

—Del futuro de Lisbeth Salander y de su bienestar. Soy su amigo.

Anders Jonasson dudó un buen rato. Se dio cuenta de que si hubiese sido otra persona —si un desconocido se hubiese acercado a él de esa manera—, se habría negado. Pero el hecho de que Mikael Blomkvist fuera una persona conocida hizo que Anders Jonasson se sintiera razonablemente seguro de que no se trataba de nada malo.

—No aceptaré bajo ninguna circunstancia que me hagas una entrevista, y no voy a hablar de mi paciente.

—Me parece muy bien —dijo Mikael.

Al final, Anders Jonasson hizo un breve gesto de cabeza en señal de aprobación y acompañó a Mikael Blomkvist al café en cuestión.

—¿De qué se trata? —preguntó Jonasson en un tono neutro cuando les sirvieron los cafés—. Te escucho pero no pienso comentar nada.

—Tienes miedo de que te cite o te deje en evidencia en algún artículo… Permíteme que, ya desde el principio, te deje muy claro que eso no sucederá nunca. Por lo que a mí respecta, esta conversación nunca ha tenido lugar.

—De acuerdo.

—Quiero pedirte un favor. Pero antes de hacerlo debo explicarte exactamente por qué, para que puedas considerar si te parece aceptable desde un punto de vista moral.

—No me gusta el cariz que está tomando esta conversación.

—Sólo te pido que me escuches. Como médico de Lisbeth Salander, tu trabajo consiste en velar por su salud física y mental. Como amigo de Lisbeth Salander, mi trabajo consiste en hacer lo mismo. No soy médico y, por lo tanto, no puedo hurgar en su cabeza para sacarle balas ni nada por el estilo, pero tengo otras aptitudes que son igual de importantes, si no más, para su bienestar.

—Vale.

—Soy periodista y he averiguado la verdad de lo que le ocurrió.

—De acuerdo.

—Puedo contarte a grandes rasgos de qué va para que te hagas tu propia idea.

—Bien.

—Tal vez debería empezar comunicándote que Annika Giannini es la abogada de Lisbeth Salander. Ya la conoces.

Anders Jonasson asintió.

—Annika es mi hermana y soy yo quien le paga para que defienda a Lisbeth Salander.

—¿Ah, sí?

—Que es mi hermana lo puedes comprobar en el registro civil. El favor que te voy a pedir no puedo pedírselo a ella. Annika no habla de Lisbeth conmigo: ella también se acoge al secreto profesional y, además, se rige por un reglamento completamente distinto al mío.

—Mmm.

—Supongo que has leído la historia de Lisbeth en los periódicos.

Jonasson hizo un gesto afirmativo.

—La han descrito como una asesina en masa lesbiana, psicótica y enferma mental. Tonterías. Lisbeth Salander no es ninguna psicótica y sin duda está tan cuerda como tú o como yo. Y sus preferencias sexuales no son asunto de nadie.

—Si lo he entendido bien, creo que se han reconsiderado los hechos. Ahora parece ser que se relaciona a ese alemán con los crímenes.

—Lo cual es totalmente correcto. Ronald Niedermann es culpable; no es más que un asesino sin ningún tipo de escrúpulos. Pero Lisbeth tiene enemigos muy malos. Pero malos malos de verdad. Algunos de esos enemigos se encuentran dentro de la policía sueca de seguridad.

Anders Jonasson arqueó las cejas, escéptico.

—Cuando Lisbeth tenía doce años la encerraron en una clínica psiquiátrica de Uppsala porque había tropezado con un secreto que la Säpo quería mantener oculto a cualquier precio. Su padre, Alexander Zalachenko, el mismo que acaba de ser asesinado en tu hospital, es un espía ruso que desertó, una reliquia de la guerra fría. También era un maltratador de mujeres que, año tras año, maltrató a la madre de Lisbeth. Lisbeth le devolvió el golpe cuando tenía doce años e intentó matar a Zalachenko con una bomba incendiaria de gasolina. Fue por eso por lo que la encerraron en la clínica.

—¿Y dónde está el problema? Si intentó matar a su padre, tal vez no faltaran razones para que la ingresaran y recibiera tratamiento psiquiátrico.

—Mi historia, la que voy a publicar, es que la Säpo sabía lo que había estado ocurriendo pero optaron por proteger a Zalachenko porque él era una importante fuente de información. De manera que se inventaron un falso diagnóstico y se aseguraron de que Lisbeth fuera recluida.

Anders Jonasson puso una cara tan escéptica que Mikael no pudo reprimir una sonrisa.

—Tengo pruebas de todo lo que te estoy contando. Y voy a publicar un extenso reportaje para cuando se celebre el juicio de Lisbeth. Créeme: se va a armar la de Dios.

—Me lo imagino.

—Voy a poner en evidencia y atacar duramente a dos médicos que han hecho de chico de los recados para la Säpo y que colaboraron para encerrar a Lisbeth en el manicomio. Los voy a denunciar y seré implacable con ellos. Uno de esos médicos es una persona muy conocida y respetada. Pero, en fin, ya tengo toda la documentación que necesito.

—Lo entiendo. Sería una vergüenza para todo el cuerpo que un médico hubiera estado implicado en algo así.

—No, yo no creo en la culpa colectiva. Es una vergüenza para los implicados. Eso mismo se puede aplicar a la Säpo. No me cabe duda de que hay buena gente trabajando para la Säpo. Pero esto va de un grupo de sectarios. Cuando Lisbeth tenía dieciocho años intentaron encerrarla de nuevo. Esta vez fracasaron, pero fue sometida a tutela administrativa. En el juicio volverán a intentar echar toda la mierda que puedan sobre ella. Yo voy a… o mejor dicho, mi hermana va a luchar para que Lisbeth sea absuelta y se anule su declaración de incapacidad.

—Me parece bien.

—Pero necesita munición. En fin, ya conoces las reglas de este juego. Tal vez debería mencionar también que en esta batalla hay unos cuantos policías que están de su parte. Pero no el fiscal que instruye el caso contra ella.

—Ya.

—Lisbeth necesita ayuda en el juicio.

—De acuerdo, pero yo no soy abogado.

—No. Pero eres médico y tienes acceso a Lisbeth.

Los ojos de Anders Jonasson se entornaron.

—Lo que quiero pedirte es algo no ético y es posible que incluso se vea como una violación de la ley.

—Vaya.

—Pero es lo correcto desde un punto de vista moral. Los derechos de Lisbeth están siendo conscientemente vulnerados por las personas que deberían protegerla.

—¿Ah, sí?

—Puedo ponerte un ejemplo. Como ya sabes, Lisbeth tiene prohibidas las visitas y no puede leer los periódicos ni comunicarse con el exterior. Además, el fiscal también ha conseguido que se imponga a su abogada la obligación de guardar silencio. Annika está respetando el reglamento estoicamente. En cambio, ese mismo fiscal es la principal fuente de filtración de los periodistas que siguen publicando mierda sobre Lisbeth Salander.

—¿De veras?

—Esta historia, sin ir más lejos —Mikael le enseñó uno de los periódicos vespertinos de la semana anterior—. Una fuente de dentro del equipo de investigación afirma que Lisbeth está trastornada, lo que se traduce en que se están creando toda una serie de especulaciones sobre su estado mental.

—He leído el artículo. No dice más que tonterías.

—Entonces, ¿no piensas que Salander esté loca?

—Ahí no me puedo pronunciar. En cambio, sí sé que no se le ha hecho ningún tipo de evaluación psiquiátrica. Así que el artículo es una chorrada.

—Vale. Pero yo puedo documentar que es un policía que se llama Hans Faste y que trabaja para el fiscal Ekström el que ha filtrado esas informaciones.

—Vaya.

—Ekström va a solicitar que el juicio se celebre a puerta cerrada, lo cual significa que nadie de fuera podrá examinar y evaluar las pruebas que hay contra ella. Pero lo peor es que… ahora el fiscal ha aislado a Lisbeth, de modo que no va a poder hacer la investigación que necesita para poder defenderse.

—Si no me equivoco, es su abogada la que debe encargarse de eso.

—Como seguramente te habrá quedado ya claro a estas alturas, Lisbeth es una persona muy especial. Tiene secretos que yo conozco pero que no puedo revelarle a mi hermana. En cambio, Lisbeth puede elegir si quiere utilizarlos como defensa en el juicio.

—Ajá.

—Y para hacerlo, Lisbeth necesita esto.

Mikael puso sobre la mesa el ordenador de mano Palm Tungsten T3 de Lisbeth Salander y un cargador de batería.

—Esta es el arma más importante con que cuenta Lisbeth en su arsenal. La necesita.

Anders Jonasson miró con suspicacia el ordenador.

—¿Por qué no se lo das a su abogada?

—Porque sólo Lisbeth sabe cómo acceder a las pruebas.

Anders Jonasson permaneció callado durante un buen rato sin tocar el ordenador de mano.

—Déjame que te hable del doctor Peter Teleborian —dijo Mikael mientras sacaba la carpeta donde había reunido todo el material importante.

Permanecieron sentados durante más de dos horas hablando en voz baja.

Eran poco más de las ocho de la tarde del sábado cuando Dragan Armanskij dejó su despacho de Milton Security y fue andando hasta la sinagoga de la congregación de Södermalm de Sankt Paulsgatan. Llamó a la puerta y, tras presentarse, el rabino en persona lo hizo pasar.

—He quedado aquí con un amigo —dijo Armanskij.

—Una planta más arriba. Le enseñaré el camino.

El rabino le ofreció una kipá que Armanskij se puso con no pocas dudas. Se había criado en una familia musulmana donde lo de ponerse una kipá en la cabeza y visitar la sinagoga no formaba precisamente parte de sus hábitos diarios. Se sentía incómodo con ella.

Jan Bublanski también llevaba una.

—Hola, Dragan. Gracias por haberte tomado la molestia de venir. Le he pedido al rabino que nos deje una sala para que podamos hablar con tranquilidad.

Armanskij se sentó enfrente de Bublanski.

—Supongo que tendrás tus razones para andar con tanto secretismo…

—Iré directamente al grano: sé que eres amigo de Lisbeth Salander.

Armanskij asintió.

—Quiero saber lo que tú y Blomkvist habéis tramado para ayudar a Salander.

—¿Y qué te hace creer que estamos tramando algo?

—Pues que el fiscal Richard Ekström me ha preguntado por lo menos una docena de veces qué es lo que en realidad sabéis en Milton Security sobre la investigación de Salander. Y no pregunta por curiosidad sino porque le preocupa que montes algo que pueda tener repercusiones mediáticas.

—Mmm.

—Y si Ekström está preocupado, es porque sabe que estás tramando algo. O por lo menos se lo teme, o supongo que ha hablado con alguien que tiene miedo de que así sea.

—¿Con alguien?

—Dragan, no juegues conmigo al escondite. Tú sabes muy bien que en 1991 Salander fue objeto de un abuso judicial, y tengo miedo de que vaya a ser objeto de otro cuando empiece el juicio.

—Estamos en una democracia y eres policía: si posees alguna información al respecto, debes actuar.

Bublanski hizo un gesto afirmativo.

—Pienso actuar. La cuestión es cómo.

—Venga, dime lo que tengas que decirme.

—Quiero saber en qué andáis metidos Blomkvist y tú. Supongo que no os habéis quedado de brazos cruzados.

—Es complicado. ¿Cómo sé que me puedo fiar de ti?

—Hay un informe de 1991 que Mikael Blomkvist encontró…

—Lo conozco.

—Ya no tengo acceso a ese informe.

—Yo tampoco. Las dos copias que Blomkvist y su hermana tenían se han extraviado.

—¿Extraviado? —preguntó Bublanski.

—La copia de Blomkvist se la llevaron cuando entraron a robar en su casa, y la de Annika Giannini se la quitaron en un atraco en Gotemburgo. Todo eso ocurrió el mismo día en que mataron a Zalachenko.

Bublanski permaneció callado un largo rato.

—¿Por qué no sabemos nada de ese asunto?

—Mikael Blomkvist lo expresó así: sólo existe un momento bueno para publicar y una infinita cantidad de momentos malos.

—Pero vosotros… o sea, él… ¿piensa publicarlo?

Armanskij asintió.

—Un atraco en Gotemburgo y un robo aquí, en Estocolmo. El mismo día. Eso significa que nuestros enemigos están bien organizados —comentó Bublanski.

—Además, tal vez deba añadir que tenemos pruebas de que el teléfono de Giannini está pinchado.

—Aquí hay alguien que está cometiendo una larga serie de delitos.

—Por lo tanto, la cuestión es saber quién es nuestro enemigo —concluyó Dragan Armanskij.

—Eso es. En última instancia es la Säpo la que tiene interés en silenciar el informe de Björck. Pero, Dragan… estamos hablando de la policía de seguridad sueca. Es una autoridad estatal. No me creo que esto sea algo consentido por la Säpo. Ni siquiera creo que sean capaces de orquestar algo así.

—Ya lo sé. A mí también me cuesta digerir todo esto. Por no mencionar el hecho de que alguien entre en el hospital de Sahlgrenska y le vuele la tapa de los sesos a Zalachenko.

Bublanski permaneció callado. Armanskij remató la faena:

—Y al mismo tiempo Gunnar Björck va y se ahorca.

—Así que creéis que se trata de crímenes premeditados. Conozco a Marcus Erlander, el que hizo la investigación en Gotemburgo. No encuentra nada que indique que fuera algo más que el acto impulsivo de una persona enferma. Y hemos investigado la muerte de Björck minuciosamente. Todo apunta a que fue un suicidio.

Armanskij movía la cabeza mientras escuchaba.

—Evert Gullberg, setenta y ocho años, enfermo de cáncer y a punto de morir, tratado por depresión clínica unos meses antes del asesinato. He puesto a Fräklund a que saque todo lo que pueda sobre Gullberg de los archivos públicos.

—Hizo el servicio militar en Karlskrona en los años cuarenta, estudió Derecho y luego se introdujo en el mundo de las empresas privadas como asesor fiscal. Durante más de treinta años tuvo un despacho aquí, en Estocolmo: perfil discreto, clientes privados… quienesquiera que fueran. Se jubiló en 1991. Regresó a su ciudad natal, Laholm, en 1994… Nada que destacar.

—Pero…

—Excepto unos detalles desconcertantes. Fräklund no ha podido hallar en ningún sitio ninguna referencia a Gullberg. Jamás se le ha mencionado en ningún periódico y no hay nadie que sepa qué clientes tenía. Es como si nunca hubiese existido como profesional.

—¿Qué quieres decir?

—La Säpo es la conexión obvia. Zalachenko era un desertor ruso; ¿y quién mejor para ocuparse de él que la Säpo? Y luego está lo de la capacidad de organización que fue necesaria para conseguir que en 1991 encerraran a Lisbeth Salander en el psiquiátrico. Por no hablar de robos, atracos y teléfonos pinchados quince años después… Pero yo tampoco creo que la Säpo esté detrás de esto. Mikael Blomkvist los llama El club de Zalachenko… una pequeña secta compuesta por veteranos y fríos guerreros salidos de su hibernación que se esconden en algún oscuro pasillo de la Säpo.

Bublanski asintió.

—¿Y qué podemos hacer?