Capítulo 10.

Sábado, 7 de mayo - Jueves, 12 de mayo

Mikael Blomkvist apartó la carpeta con la investigación que le había enviado el freelance Daniel Olofsson desde Gotemburgo. Pensativo, miró por la ventana y se puso a contemplar el trasiego de gente que pasaba por Götgatan. Era una de las cosas que más le gustaban de su despacho. Götgatan estaba llena de vida las veinticuatro horas del día y cuando se sentaba junto a la ventana nunca se sentía del todo aislado o solo.

Sin embargo, se sentía estresado a pesar de no tener ningún asunto urgente entre manos. Había seguido trabajando obstinadamente en esos textos con los que tenía intención de llenar el número veraniego de Millennium, pero al final se había dado cuenta de que el material era tan abundante que ni siquiera un número temático sería suficiente. Le estaba sucediendo lo mismo que con el caso Wennerström, así que optó por publicar los textos en forma de libro. Ya tenía material para algo más de ciento cincuenta páginas, pero calculaba que podría llegar a trescientas o trescientas cincuenta.

Lo más sencillo ya estaba: había descrito los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman y dado cuenta de las circunstancias que lo llevaron a descubrir sus cuerpos. Había explicado por qué Lisbeth Salander se convirtió en sospechosa. Dedicó un capítulo entero de treinta y siete páginas a fulminar, por una parte, todo lo que la prensa había escrito sobre Lisbeth y, por otra, al fiscal Richard Ekström y, de forma indirecta, toda la investigación policial. Tras una madura reflexión, había suavizado la crítica dirigida tanto a Bublanski como a sus colegas. Lo hizo después de haber estudiado el vídeo de una rueda de prensa de Ekström en la que resultaba evidente que Bublanski se encontraba sumamente incómodo y manifiestamente descontento con las precipitadas conclusiones de Ekström.

Tras la inicial descripción de los dramáticos acontecimientos, retrocedió en el tiempo hasta la llegada de Zalachenko a Suecia, la infancia de Lisbeth Salander y todo el cúmulo de circunstancias que la llevó a ser recluida en la clínica Sankt Stefan de Uppsala. Se esmeró mucho en cargarse por completo las figuras del doctor Peter Teleborian y la del fallecido Gunnar Björck. Incluyó el informe psiquiátrico forense de 1991 y explicó las razones por las que Lisbeth Salander se había convertido en una amenaza para esos anónimos funcionarios del Estado que se encargaban de proteger al desertor ruso. Reprodujo gran parte de la correspondencia mantenida entre Teleborian y Björck.

Luego reveló la nueva identidad de Zalachenko y su actividad como gánster a tiempo completo. Habló del colaborador Ronald Niedermann, del secuestro de Miriam Wu y de la intervención de Paolo Roberto. Por último, resumió el desenlace de la historia de Gosseberga, donde Lisbeth Salander fue enterrada viva tras recibir un tiro en la cabeza, y explicó los motivos de la inútil y absurda muerte de un agente de policía cuando Niedermann, en realidad, ya había sido capturado.

A partir de ahí el relato avanzaba con más lentitud. El problema de Mikael era que la historia seguía presentando considerables lagunas: Gunnar Björck no había actuado solo; tenía que existir un grupo más grande, influyente y con recursos detrás de todo lo ocurrido. Cualquier otra cosa sería absurda. Pero al final llegaba a la conclusión de que el denigrante y abusivo trato que le habían dispensado a Lisbeth Salander no podría haber sido autorizado por el gobierno ni por la Dirección de la Policía de Seguridad. Tras esa conclusión no se escondía una desmedida confianza en los poderes del Estado sino su fe en la naturaleza humana. Si hubiera tenido una base política, una operación de ese calibre nunca podría haberse mantenido en secreto: alguien habría tenido que arreglar cuentas pendientes con alguien y se habría ido de la lengua, tras lo cual ya haría muchos años que los medios de comunicación habrían descubierto el caso Salander.

Se imaginaba al club de Zalachenko como un reducido y anónimo grupo de activistas. Sin embargo, el problema era que no podía identificar a ninguno de ellos, aparte de, posiblemente, a Göran Mårtensson, de cuarenta años, policía con cargo secreto que se dedicaba a seguir a Mikael Blomkvist.

La idea era que el libro estuviera terminado e impreso para estar en la calle el mismo día en el que se iniciara el juicio contra Lisbeth Salander. Christer Malm y él tenían en mente una edición de bolsillo, que se entregaría plastificada junto con el número especial de verano de Millennium y que se vendería a un precio más alto del habitual. Había repartido una serie de tareas entre Henry Cortez y Malin Eriksson, que tendrían que producir textos sobre la historia de la policía de seguridad, el caso IB y temas similares.

Ya estaba claro que iba a haber un juicio contra Lisbeth Salander.

El fiscal Richard Ekström había dictado auto de procesamiento por graves malos tratos en el caso de Magge Lundin y por graves malos tratos o, en su defecto, intento de homicidio en el caso de Karl Axel Bodin, alias Alexander Zalachenko.

Aún no se había fijado la fecha de la vista, pero, gracias a unos colegas de profesión, Mikael se había enterado de que Ekström estaba preparando el juicio para el mes de julio, aunque eso dependía del estado de salud de Lisbeth Salander. Mikael entendió la intención: un juicio en pleno verano siempre despierta menos atención que uno en otras épocas del año.

Arrugó la frente y miró por la ventana de su despacho.

Todavía no ha terminado: la conspiración contra Lisbeth Salander continúa. Es la única manera de explicar los teléfonos pinchados, que atacaran a Annika, el robo del informe sobre Salander de 1991. Y, tal vez, el asesinato de Zalachenko.

Pero no tenía pruebas.

Tras consultar a Malin Eriksson y Christer Malm, Mikael tomó la decisión de que la editorial de Millennium también publicaría, antes del juicio, el libro de Dag Svensson sobre el trafficking. Era mejor presentar todo el lote a la vez, y no había razón alguna para esperar. Todo lo contrario: el libro no despertaría el mismo interés en ningún otro momento. Malin era la principal responsable de la edición final del libro de Dag Svensson, mientras que Henry Cortez ayudaba a Mikael a redactar el del caso Salander. De ese modo, Lottie Karim y Christer Malm (este último en contra de su voluntad) pasaban a ser temporales secretarios de redacción de Millennium y Mónica Nilsson se convertía en la única reportera disponible. La consecuencia de este incremento en la carga de trabajo fue que toda la redacción anduviera de culo y que Malin Eriksson se viera obligada a contratar a numerosos periodistas freelance para producir textos. Temían que les saliera caro, pero no les quedó otra elección.

Mikael anotó en un post-it amarillo que tenía que aclarar el tema de los derechos de autor con la familia de Dag Svensson. Había averiguado que sus padres vivían en Örebro y que eran los únicos herederos. En la práctica, no necesitaba ningún permiso para publicar el libro en nombre de Dag Svensson, pero, en cualquier caso, tenía la intención de ir a Örebro, hacerles una visita y obtener su consentimiento. Lo había ido aplazando porque había estado demasiado ocupado, pero ya era hora de resolver ese detalle.

Luego sólo quedaban otros cientos de detalles. Algunos de ellos concernían a la cuestión del enfoque que le iba a dar a la figura de Lisbeth Salander en los textos. Para poder determinarlo de manera definitiva debía hablar con ella personalmente para que le permitiera contar toda la verdad o, por lo menos, una parte. Pero esa conversación privada no se llegaría a mantener, ya que Lisbeth Salander se encontraba detenida y tenía prohibidas las visitas.

En ese aspecto tampoco Annika Giannini era de gran ayuda. Ella seguía a rajatabla el reglamento vigente y no tenía intención de hacerle a su hermano de chica de los recados llevándole y trayéndole mensajes secretos. Annika tampoco contaba nada de lo que trataba con su clienta, a excepción de los detalles que se referían a la conspiración maquinada contra ella, con los que Annika necesitaba ayuda. Resultaba frustrante pero correcto. Por lo tanto, Mikael no tenía ni idea de si Lisbeth le había revelado a Annika que su ex administrador la había violado y que ella se había vengado tatuándole un llamativo mensaje en el estómago. Mientras Annika no sacara el tema, Mikael tampoco lo haría.

Pero lo que constituía un verdadero problema era, sobre todo, el aislamiento de Lisbeth Salander. Ella era una experta informática y una hacker, cosa que Mikael conocía pero Annika no. Mikael le había hecho a Lisbeth la promesa de que nunca revelaría su secreto. Y la había cumplido. El único inconveniente estaba en que ahora él sentía la imperiosa necesidad de recurrir a las habilidades de Lisbeth Salander.

Así que tenía que ponerse en contacto con ella como fuera.

Suspiró, abrió nuevamente la carpeta de Daniel Olofsson y sacó dos papeles. Uno era un extracto del registro de pasaportes en el que figuraba un tal Idris Ghidi, nacido en 1950. Se trataba de un hombre con bigote, tez morena y pelo negro con canas en las sienes.

El otro documento contenía el resumen que había hecho Daniel Olofsson sobre la vida de Idris Ghidi.

Ghidi era un refugiado kurdo de Irak. Daniel Olofsson había buscado bastante más información sobre Idris Ghidi que sobre ningún otro empleado. La explicación de esa descompensación informativa residía en que, durante un tiempo, Idris Ghidi había despertado la atención de los medios de comunicación, por lo que su nombre figuraba en varios textos de la hemeroteca.

Nacido en 1950 en la ciudad de Mosul, al norte de Irak, hizo la carrera de ingeniería y participó en el gran salto económico que se produjo en el país en los años setenta. En 1984 empezó a trabajar como profesor de técnicas de construcción en el instituto de bachillerato de Mosul. No era conocido como activista político. Sin embargo, era kurdo y, por tanto, un criminal en potencia en el Irak de Sadam Hussein. En octubre de 1987 el padre de Idris Ghidi fue detenido, sospechoso de ser un activista kurdo. No se daban más detalles sobre la naturaleza exacta del delito. Lo ejecutaron, probablemente en enero de 1988, acusado de traicionar a la patria. Dos meses más tarde, la policía secreta iraquí fue a buscar a Idris Ghidi cuando acababa de empezar una clase sobre la resistencia de materiales en la construcción de puentes. Lo llevaron a una cárcel de las afueras de Mosul donde, durante once meses, fue sometido a prolongadas torturas con el único objetivo de hacerle confesar. A Idris Ghidi nunca le quedó muy claro qué era lo que debía confesar, de modo que las torturas continuaron.

En marzo de 1989, un tío de Idris Ghidi pagó una cantidad de dinero equivalente a unas cincuenta mil coronas suecas al líder local del Partido Baath, algo que se consideró suficiente recompensa por el daño que había ocasionado Idris Ghidi al Estado iraquí. Lo soltaron dos días más tarde y se lo entregaron a su tío. En el momento de la liberación pesaba treinta y nueve kilos y era incapaz de andar. Antes de liberarlo, le destrozaron la cadera izquierda con un mazo para que en el futuro no anduviera por ahí haciendo tonterías.

Idris Ghidi se debatió entre la vida y la muerte durante varias semanas. Un tiempo después, cuando ya estaba bastante recuperado, su tío lo trasladó a la granja de un pueblo situado a unos sesenta kilómetros de Mosul. Durante el verano fue cogiendo fuerzas hasta que reunió las suficientes para volver a aprender a andar, aunque con la ayuda de unas muletas. Tenía muy claro que no se recuperaría del todo. Su única duda era qué iba a hacer en el futuro. De repente, un día de agosto, le informaron de que sus dos hermanos habían sido detenidos por la policía secreta. Nunca los volvería a ver. Suponía que se hallarían enterrados bajo algún montón de tierra en las afueras de Mosul. En septiembre, su tío se enteró de que la policía de Sadam Hussein lo estaba buscando de nuevo. Fue entonces cuando Idris Ghidi tomó la decisión de ir a ver a uno de esos parásitos anónimos que, a cambio de una recompensa equivalente a unas treinta mil coronas, lo llevó al otro lado de la frontera con Turquía y, de allí, con la ayuda de un pasaporte falso, a Europa.

Idris Ghidi aterrizó en Suecia, en el aeropuerto de Arlanda, el 19 de octubre de 1989. No sabía ni una palabra de sueco, pero le habían dado instrucciones para que se dirigiera a la policía del control de pasaportes y solicitara asilo político de inmediato, cosa que hizo en un defectuoso inglés. Fue trasladado a un centro de refugiados políticos de Upplands-Väsby, donde pasó los dos años siguientes, hasta que la Dirección General de Inmigración decidió que Idris Ghidi carecía de suficientes razones de peso para que le fuera concedido el permiso de residencia.

A esas alturas, Ghidi ya había aprendido sueco y recibido asistencia médica por su maltrecha cadera. Lo habían operado dos veces y podía desplazarse sin muletas. Mientras tanto, en Suecia, tuvo lugar el debate de Sjöbo, surgido a raíz de que los gobernantes de ese municipio se hubieran negado a recibir emigrantes, varios centros de acogida de refugiados políticos fuesen objeto de atentados y Bert Karlsson fundara el partido político Nueva Democracia.

Que Idris Ghidi figurara en la hemeroteca se debía, en concreto, a que, a última hora, consiguió un nuevo abogado que se dirigió a los medios de comunicación para explicar su situación. Otros kurdos establecidos en Suecia se comprometieron con el caso, entre ellos algunos miembros de la combativa familia Baksi. Se convocaron reuniones de protesta y se redactaron varias peticiones a la ministra de Inmigración Birgit Friggebo. Todo esto recibió tanta atención mediática que la Dirección General de Inmigración cambió de parecer y Ghidi obtuvo el permiso de residencia y de trabajo en el Reino de Suecia. En enero de 1992 abandonó el centro de refugiados de Upplands-Väsby como un hombre libre.

Tras su salida del centro de refugiados empezó una nueva etapa: debía encontrar un empleo al tiempo que continuaba yendo a fisioterapia por su cadera. Idris Ghidi no tardó en descubrir que el hecho de ser un ingeniero técnico bien preparado, con un buen expediente y muchos años de experiencia, no significaba absolutamente nada. Durante los siguientes años trabajó como repartidor de periódicos, lavaplatos, limpiador y taxista. Tuvo que dejar el empleo de repartidor por algo tan simple como que no podía subir y bajar escaleras al ritmo que se le exigía. Le gustaba ser taxista excepto por dos cosas: desconocía por completo el plano de las calles y carreteras de la región de Estocolmo y era incapaz de permanecer más de una hora quieto en la misma posición sin que el dolor de cadera se hiciera insufrible.

En el mes de mayo de 1998, Idris Ghidi se mudó a Gotemburgo. La razón fue que un familiar lejano se compadeció de él y le ofreció un empleo fijo en una empresa de limpieza. A Idris Ghidi le resultaba imposible trabajar a jornada completa, así que le dieron un puesto a media jornada como encargado de un equipo de limpieza del hospital de Sahlgrenska con el que la empresa tenía una contrata. Su trabajo era fácil y rutinario y consistía en fregar suelos, seis días por semana, en una serie de pasillos, entre ellos el 11C.

Mikael Blomkvist leyó el resumen de Daniel Olofsson y examinó el retrato de Idris Ghidi que aparecía en el registro de pasaportes. Luego entró en la hemeroteca y descargó varios de los artículos utilizados por Olofsson para su resumen. Los leyó con mucha atención y se quedó reflexionando durante un buen rato. Encendió un cigarrillo: con Erika Berger fuera, la prohibición de fumar en la redacción no había tardado en ablandarse. Henry Cortez tenía incluso —ostensiblemente— un cenicero sobre su mesa.

Por último, Mikael sacó la hoja que Daniel Olofsson había redactado sobre el doctor Anders Jonasson. La leyó con unos pliegues en la frente de lo más profundos.

El lunes, Mikael Blomkvist no vio el coche con la matrícula KAB y no tuvo la sensación de que lo estuvieran siguiendo pero, aun así, decidió jugar sobre seguro cuando, desde Akademibokhandeln, se dirigió a la entrada lateral de los grandes almacenes NK, por donde accedió, para a continuación salir por la puerta principal; haría falta ser un superhombre para poder vigilar a una persona dentro de NK. Apagó sus dos móviles y pasó por el centro comercial Gallerian hasta la plaza de Gustaf Adolf, llegó hasta el edificio del Riksdag y entró en Gamla Stan. Por lo que pudo ver, nadie lo estaba siguiendo. Se fue metiendo por algunas pequeñas y estrechas calles y dando grandes rodeos hasta que llegó a la dirección correcta y llamó a la puerta de la editorial Svartvitt.

Eran las dos y media de la tarde. Mikael llegó sin previo aviso, pero allí estaba el redactor Kurdo Baksi, a quien se le iluminó la cara cuando descubrió a Mikael Blomkvist.

—¡Hombre, mira quién ha venido! —exclamó Kurdo Baksi cariñosamente—. Ya nunca vienes a verme.

—¿Ah, no? ¿Y qué es lo que estoy haciendo ahora? —dijo Mikael.

—Ya, pero han pasado por lo menos tres años desde la última vez.

Se estrecharon la mano.

Mikael Blomkvist conocía a Kurdo Baksi desde los años ochenta. Él fue una de las personas que le echó una mano a Kurdo cuando éste empezó a sacar su revista Svartvitt haciendo fotocopias clandestinas por la noche en las oficinas del sindicato LO. Kurdo fue pillado in fraganti por Per-Erik Åström, por aquel entonces secretario de investigación de LO, quien años más tarde se convertiría en cazador de pedófilos y prestaría sus servicios a la asociación de ayuda a la infancia Rädda Barnen. Una noche, ya tarde, Åström entró en la sala de la fotocopiadora y se encontró con un cabizbajo Kurdo Baksi junto a montones de páginas del primer número de Svartvitt. Åström le echó un vistazo a la pésimamente maquetada portada y dijo que con esa puta pinta la revista no iba a ningún sitio. Luego diseñó el logotipo que figuraría en la cabecera de Svartvitt durante quince años, hasta que la revista pasó a mejor vida y se convirtió en la editorial Svartvitt. Por esa época, Mikael estaba atravesando un horrible período como informador del gabinete de prensa de LO: su única experiencia en el mundo de los informadores. Per-Erik Aström lo convenció para que corrigiera las pruebas y ayudara a Kurdo a editar Svartvitt. A partir de ese momento, Kurdo Baksi y Mikael Blomkvist se hicieron amigos.

Mikael Blomkvist se sentó en un sofá mientras Kurdo Baksi iba a por café a la máquina del pasillo. Estuvieron charlando un rato de todo un poco, tal y como sucede cuando pasas mucho tiempo sin ver a un amigo, pero fueron interrumpidos una y otra vez porque el móvil de Kurdo no paró de sonar y él no hacía más que mantener breves conversaciones telefónicas en kurdo o posiblemente turco o árabe o alguna otra lengua que Mikael no entendía. Cada vez que Mikael visitaba la editorial Svartvitt se repetía la misma historia: la gente llamaba de todo el mundo para hablar con Kurdo.

—Querido Mikael: te veo preocupado. ¿Qué te pasa? —acabó preguntando Kurdo.

—¿Puedes apagar el móvil durante cinco minutos para que hablemos tranquilos?

Kurdo apagó el teléfono.

—Vale… necesito que me hagas un favor. Un importante y urgente favor… Y el tema no puede salir de esta habitación.

—Tú dirás.

—En 1989 un refugiado kurdo llamado Idris Ghidi llegó a Suecia procedente de Irak. Cuando estaba a punto de ser extraditado, tu familia le ayudó, gracias a lo cual consiguió el permiso de residencia. No sé si fue tu padre u otro miembro de tu familia.

—Fue mi tío, Mahmut Baksi. Conozco a Idris. ¿Qué le pasa?

—En la actualidad trabaja en Gotemburgo. Necesito que me haga un trabajo sencillo. Pagado, claro.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Kurdo: ¿tú confías en mí?

—Por supuesto. Somos amigos.

—El trabajo que necesito que haga es algo peculiar. Muy peculiar. No quiero contarte en qué consiste, pero te aseguro que no se trata de nada ilegal o que os vaya a crear problemas a ti o a Idris Ghidi.

Kurdo Baksi observó atentamente a Mikael Blomkvist.

—Entiendo. Y no quieres contarme de qué se trata.

—Cuanta menos gente lo sepa, mejor. Lo que necesito es que le hables a Idris de mí para que esté dispuesto a escuchar lo que tengo que decirle.

Kurdo reflexionó un momento. Luego se acercó a su mesa y abrió una agenda. Tardó poco tiempo en encontrar el número de Idris Ghidi. Acto seguido levantó el auricular. La conversación se mantuvo en kurdo y, a juzgar por la expresión del rostro de Kurdo, se inició con las habituales frases de saludo y cortesía. Luego se puso serio y le explicó la razón de su llamada.

—¿Cuándo quieres verlo?

—Si es posible, el viernes por la tarde. Pregúntale si puedo ir a su casa.

Kurdo siguió hablando un ratito más antes de despedirse y colgar.

—Idris Ghidi vive en Angered —dijo Kurdo Baksi—. ¿Tienes la dirección?

Mikael asintió.

—El viernes llegará a casa sobre las cinco de la tarde. Estará encantado de recibirte.

—Gracias, Kurdo —respondió Mikael.

—Trabaja en el hospital de Sahlgrenska como limpiador —apostilló Kurdo Baksi.

—Ya lo sé —contestó Mikael.

—Bueno, no he podido evitar leer en los periódicos que estás implicado en esa historia de Salander.

—Correcto.

—Le pegaron un tiro.

—Eso es.

—Tengo entendido que está ingresada en el Sahlgrenska.

—También es correcto.

Kurdo Baksi tampoco se había caído de un guindo.

Comprendió que Mikael Blomkvist estaba tramando algo; era su especialidad. Conocía a Mikael desde la década de los ochenta. Nunca habían sido amigos íntimos, pero siempre se habían llevado bien y cada vez que Kurdo le pedía un favor ahí estaba Mikael. En todos esos años se habían tomado alguna que otra cerveza juntos si habían coincidido en alguna fiesta o en algún bar.

—¿Me vas a involucrar en algo que debería saber? —preguntó Kurdo.

—No te voy a involucrar en nada. Tu único papel ha sido el de hacerme el favor de presentarme a uno de tus amigos. Y repito: no le voy a pedir a Idris que haga nada ilegal.

Kurdo asintió. Eso le bastaba. Mikael se levantó.

—Te debo una.

—Hoy por ti, mañana por mí —dijo Kurdo Baksi.

Henry Cortez colgó el teléfono y empezó a hacer tanto ruido al tamborilear con los dedos en el borde de la mesa que Mónica Nilsson, molesta, arqueó una ceja y le clavó la mirada. Ella constató que él se encontraba profundamente absorto en sus pensamientos. Se sentía algo irritada por todo en general, pero decidió no pagarlo con él.

Mónica Nilsson sabía que Blomkvist andaba chismorreando con Cortez, Malin Eriksson y Christer Malm sobre la historia de Salander, mientras que de ella y de Lottie Karim se esperaba que se encargaran del trabajo duro para el próximo número de una revista que se había quedado sin directora desde que Erika se marchó. Malin era bastante buena, pero no tenía la experiencia ni el peso de Erika Berger. Y Cortez no era más que un niñato.

La irritación de Mónica Nilsson no se debía a que se sintiera excluida o a que ella quisiera el trabajo que hacían ellos: nada más lejos de la realidad. Su misión consistía en cubrir la información relativa al gobierno, al Riksdag y a las direcciones generales. Era un trabajo con el que se encontraba a gusto y que controlaba a la perfección. Además, andaba muy liada con otros encargos, como el de escribir una columna semanal para una revista sindical, diversos trabajos de voluntaria para Amnistía Internacional y algunas cosas más. Eso era incompatible con ser redactora jefe de Millennium, lo cual significaba trabajar doce horas diarias como mínimo y sacrificar los fines de semana y los días festivos.

Sin embargo, tenía la sensación de que algo había cambiado en Millennium. De repente la revista le resultaba extraña. Y no podía precisar con exactitud qué era lo que estaba mal.

Mikael Blomkvist continuaba siendo tan irresponsable como siempre, desaparecía en sus misteriosos viajes e iba y venía como le daba la gana. Cierto: era copropietario de Millennium y podía decidir lo que quería hacer, pero, joder, algo de responsabilidad se le podía pedir, ¿no?

Christer Malm era el otro copropietario y resultaba más o menos igual de útil que cuando estaba de vacaciones. Se trataba sin duda de una persona inteligente y, además, había asumido el puesto de jefe cuando Erika se hallaba de vacaciones u ocupada con otras historias, pero lo que él hacía era más bien llevar a cabo lo que otras personas ya habían decidido. Era brillante en todo lo relacionado con el diseño gráfico y la maquetación, pero completamente retrasado cuando se trataba de planificar una revista.

Mónica Nilsson frunció el ceño.

No, estaba siendo injusta; lo que la sacaba de quicio era que algo había ocurrido en la redacción: Mikael trabajaba con Malin y Henry y, en cierto modo, todos los demás se habían quedado fuera. Habían creado su propio círculo y se encerraban en el despacho de Erika… de Malin, y salían todos callados. Con Erika la revista siempre había sido un colectivo. Mónica no entendía qué era lo que había ocurrido, aunque sí que la hubieran dejado al margen.

Mikael trabajaba en la historia de Salander y no soltaba prenda. Algo que, por otra parte, era lo más normal: tampoco dijo ni mu sobre el reportaje de Wennerström —ni siquiera a Erika—, pero esta vez tenía a Malin y Henry como confidentes.

En fin, que Mónica estaba irritada. Necesitaba unas vacaciones. Necesitaba cambiar de aires. Vio a Henry Cortez ponerse la americana de pana.

—Voy a salir un rato —le comentó—. Dile a Malin que estaré fuera un par de horas.

—¿Qué pasa?

—Creo que tengo una buena historia. Muy buena. Sobre inodoros. Quiero comprobar algunos detalles, pero, si todo sale bien, el número de junio tendrá un buen reportaje.

—¿Inodoros? —preguntó Mónica Nilsson, siguiéndolo con la mirada.

Erika Berger apretó los dientes y, lentamente, dejó en la mesa el texto sobre el inminente juicio contra Lisbeth Salander. Se trataba de un texto corto, a dos columnas, que aparecería en la página cinco con las noticias nacionales. Se quedó mirándolo un minuto y frunció los labios. Eran las tres y media del jueves. Llevaba doce días trabajando en el SMP. Cogió el teléfono y llamó al jefe de Noticias Anders Holm.

—Hola. Soy Berger. ¿Puedes buscarme al reportero Johannes Frisk y traérmelo al despacho ahora mismo?

Colgó y esperó pacientemente hasta que Holm entró en el cubo de cristal con paso tranquilo y despreocupado seguido de Johannes Frisk. Erika consultó su reloj.

—Veintidós —dijo.

—¿Qué? —preguntó Holm.

—Veintidós minutos. Has tardado veintidós minutos en levantarte de la mesa, caminar quince metros hasta la de Johannes Frisk y arrastrar tus pies hasta aquí.

—No me has dicho que fuera urgente. Estoy bastante ocupado…

—No te he dicho que no fuera urgente. Te he dicho que buscaras a Johannes Frisk y que vinieras a mi despacho inmediatamente y cuando yo digo inmediatamente es inmediatamente, no esta noche ni la próxima semana ni cuando a ti te plazca levantar el culo de la silla.

—Oye, me parece que…

—Cierra la puerta.

Erika esperó hasta que Anders Holm hubo cerrado la puerta. Lo examinó en silencio. Sin duda, era un jefe de Noticias muy competente y su papel consistía en asegurarse de que el SMP se llenara cada día con los textos adecuados, redactados de modo comprensible y presentados en el orden y con el espacio estipulados en la reunión matutina. En consecuencia, Anders Holm tenía cada día entre sus manos una tremenda cantidad de tareas con las cuales hacía malabarismos sin que ninguna de ellas se le cayera.

El problema de Anders Holm era que ignoraba de forma sistemática las decisiones tomadas por Erika Berger. Durante esas dos semanas ella había tratado de encontrar una fórmula para colaborar con él: había razonado amablemente, había probado a darle órdenes directas, lo había animado a que se replanteara las cosas por sí mismo. Lo había intentado todo para que él entendiera cómo quería ella que fuera el periódico.

Sin ningún resultado.

El texto que ella rechazaba por la tarde acababa, a pesar de todo, yendo a la imprenta por la noche, en cuanto ella se iba a casa. «Se nos cayó un texto y nos quedó un hueco que tenía que llenar con algo».

El titular que Erika había decidido se veía, de pronto, ignorado y sustituido por otro completamente distinto. Y no era que la elección resultara siempre errónea, pero se llevaba a cabo sin consultar con ella. Y se hacía de forma ostensiva y desafiante.

Siempre se trataba de pequeños detalles. La reunión de la redacción prevista para las 14.00 se adelantaba de repente a las 13.50 sin que nadie se lo comunicara, de manera que, cuando ella llegaba, ya se habían tomado casi todas las decisiones. «Lo siento… entre una cosa y otra se me pasó avisarte».

Por mucho que lo intentara, Erika Berger no alcanzaba a entender el motivo por el que Anders Holm había adoptado esa actitud hacia ella, pero constató que ni las distendidas conversaciones ni las reprimendas en tono amable surtían efecto. Hasta ahora siempre había preferido no discutir delante de los otros colaboradores de la redacción e intentar dejar su irritación para las conversaciones privadas. Eso no había dado ningún fruto, así que ya iba siendo hora de expresarse con mayor claridad, esta vez ante el colaborador Johannes Frisk, algo que garantizaba que el contenido de la conversación se extendiera por toda la redacción.

—Lo primero que hice cuando empecé fue decirte que tenía un especial interés por todo lo relacionado con Lisbeth Salander. Te manifesté mi deseo de ser informada con antelación de todos los artículos previstos y te dije que quería echarle un vistazo y dar mi visto bueno a todo lo que fuera a ser publicado. Y eso te lo he recordado por lo menos una docena de veces, la última en la reunión del viernes pasado. ¿Qué parte de las instrucciones es la que no entiendes?

—Todos los textos programados o en vías de producción se encuentran en la agenda de la intranet. Se te envían siempre a tu ordenador. Estás informada en todo momento.

—Y una mierda. Cuando esta mañana cogí el SMP de mi buzón me encontré con un artículo a tres columnas sobre Salander y el desarrollo del asunto en torno a Stallarholmen publicado en el mejor espacio posible de Noticias nacionales.

—Sí, el texto de Margareta Orring. Ella es freelance y no me lo dejó hasta las siete de la tarde.

—Margareta Orring llamó para proponer su artículo a las once de la mañana de ayer. Tú lo aprobaste y le encargaste el texto a las once y media. Y en la reunión de las dos de la tarde tú no dijiste ni una palabra al respecto.

—Está en la agenda del día.

—¿Ah, sí? Escucha lo que pone en la agenda del día: «Margareta Orring, entrevista con la fiscal Martina Fransson. Ref: confiscación de droga en Södertälje».

—Sí, claro, la idea original era una entrevista con Martina Fransson referente a una confiscación de esteroides anabolizantes en la que se detiene a un prospect de Svavelsjö MC.

—Exacto. Pero en la agenda del día no se dice ni una palabra sobre Svavelsjö MC ni que la entrevista se fuera a centrar en Magge Lundin y Stallarholmen y, por consiguiente, en la investigación sobre Lisbeth Salander.

—Supongo que eso saldría durante la entrevista…

—Anders, no entiendo por qué, pero me estás mintiendo ante mis propias narices. He hablado con Margareta Orring. Te explicó claramente en qué se iba a centrar su entrevista.

—Lo siento; supongo que no me quedó claro que se fuera a centrar en Salander. Y, además, me lo entregó muy tarde. ¿Qué querías que hiciera? ¿Anularlo todo? La entrevista de Orring era muy buena.

—En eso estamos de acuerdo. El texto es excelente. Pero ya llevas tres mentiras en más o menos el mismo número de minutos. Porque Orring lo dejó a las tres y veinte, o sea, mucho antes de que yo me fuera a casa a eso de las seis.

—Berger, no me gusta tu tono.

—¡Qué bien! Porque, para tu información, te diré que a mí no me gustan ni tu tono ni tus excusas ni tus mentiras.

—Me da la sensación de que piensas que estoy maquinando alguna conspiración contra ti.

—Sigues sin contestar a mi pregunta. Y otra cosa: este texto de Johannes Frisk ha aparecido sobre mi mesa. No recuerdo que hayamos hablado de ello en la reunión de las 14.00. ¿Cómo es posible que uno de nuestros reporteros se haya pasado todo el día trabajando sobre Salander sin que yo esté al corriente?

Johannes Frisk se rebulló en su asiento. Sin embargo, se quedó inteligentemente callado.

—Bueno… hacemos un periódico y debe de haber cientos de textos que tú no conozcas. En el SMP hay unos hábitos a los que debemos adaptarnos todos. No tengo ni el tiempo ni la posibilidad de ocuparme de unos determinados textos de un modo especial.

—No te he pedido que trates ningún texto de un modo especial. Te he exigido que, en primer lugar, me informes de todo lo relacionado con el caso Salander y luego que yo dé mi visto bueno a todo lo que se publica sobre el tema. En fin, una vez más: ¿qué parte de esas instrucciones es la que no entiendes?

Anders Holm suspiró y dejó ver un rostro atormentado.

—De acuerdo —dijo Erika Berger—. Me expresaré con más claridad; no tengo la intención de estar discutiendo continuamente contigo. A ver si entiendes este mensaje: si esto se repite una vez más, te destituiré del puesto de jefe de Noticias. Será muy sonado y se armará un revuelo de mil demonios, pero luego se calmará y tú acabarás editando la página de Familia, la de Humor o algo por el estilo. No quiero tener un jefe de Noticias en el que no confío, que no está dispuesto a colaborar y que, además, se dedica a minar mis decisiones. ¿Lo has entendido?

Anders Holm hizo un gesto con las manos que insinuaba que las amenazas de Erika Berger eran absurdas.

—¿Lo has entendido? ¿Sí o no?

—Te estoy escuchando.

—Y yo te he preguntado si lo has entendido. ¿Sí o no?

—Crees realmente que vas a salirte con la tuya… Si este periódico sale cada día es porque yo, y otras piezas indispensables de esta máquina, nos matamos trabajando. La junta directiva va a…

—La junta hará lo que yo diga. Estoy aquí para darle un nuevo aire al periódico. Tengo una misión detalladamente formulada que hemos negociado y que me da derecho a introducir importantes cambios por lo que a los jefes de redacción se refiere. Puedo deshacerme de la carroña y reclutar sangre nueva de fuera si así lo deseo. Y te voy a decir una cosa, Holm: cuantos más días pasan, más carroña me pareces.

Erika se calló. Su mirada se cruzó con la de Anders Holm. Parecía furioso.

—Eso es todo —dijo Erika Berger—. Te sugiero que reflexiones sobre lo que te acabo de decir.

—No pienso…

—Tú verás. Eso es todo. Ahora vete.

Se dio la vuelta y salió del cubo de cristal. Ella lo vio atravesar el inmenso mar que era la redacción y desaparecer en dirección a la sala de café. Johannes Frisk se levantó e hizo amago de seguirle los pasos.

—Tú no, Johannes. Quédate. Siéntate.

Sacó su texto y le echó nuevamente un vistazo.

—Tengo entendido que estás haciendo una suplencia.

—Sí. Llevo cinco meses aquí y ésta es la última semana.

—¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete.

—Lamento que hayas tenido que presenciar esta batalla entre Holm y yo. Cuéntame la historia de tu artículo.

—Esta mañana me dieron un soplo y se lo comenté a Holm. Me dijo que continuara con la historia.

—Vale. Hablas de que la policía está investigando si Lisbeth Salander se ha visto implicada en la venta de esteroides anabolizantes. ¿Tiene esto alguna relación con el texto de ayer de Södertälje donde también aparece el tema de los esteroides?

—Que yo sepa no, pero es posible. Esta historia de los esteroides tiene que ver con la relación de Salander con los boxeadores: Paolo Roberto y sus amigos.

—¿Paolo Roberto toma anabolizantes?

—¿Qué?… No, claro que no. Se trata más bien del mundo del boxeo. Salander suele entrenarse con una serie de oscuros personajes de un club de Södermalm. Pero bueno, ése es el enfoque de la policía; no el mío. De ahí habrá surgido la sospecha de que ella podría estar implicada en la venta de anabolizantes.

—¿De modo que en lo único que se apoya la historia es en un rumor?

—El hecho de que la policía esté investigando esa posibilidad no es un rumor, es algo cierto. Ahora bien, no tengo ni idea de si se equivocan o no…

—De acuerdo, Johannes. Entonces quiero que sepas que lo que te estoy diciendo ahora no tiene nada que ver con mi relación con Anders Holm. Creo que eres un excelente periodista. Escribes bien y tienes muy buen ojo para los detalles. En resumen: que ésta es una buena historia. Mi único problema es que no me la creo.

—Te puedo asegurar que es ciento por ciento verdadera.

—Pues yo voy a explicarte por qué hay un error fundamental en el artículo. ¿Quién te dio el soplo?

—Una fuente policial.

—¿Quién?

Johannes Frisk dudó. Era una reacción automática. Al igual que todos los demás periodistas del mundo, se mostraba reacio a revelar el nombre de su fuente. Pero, por otra parte, Erika Berger era la redactora jefe y, por consiguiente, una de las pocas personas que podían requerirle esa información.

—Un policía de la brigada de delitos violentos llamado Hans Faste.

—¿Te llamó él a ti o lo llamaste tú a él?

—Me llamó él a mí.

Erika Berger movió afirmativamente la cabeza.

—¿Por qué crees que te llamó?

—Lo entrevisté un par de veces cuando perseguían a Salander. Sabe quién soy.

—Y sabe que tienes veintisiete años, que estás haciendo una suplencia y que te puede utilizar a su antojo cada vez que quiere sacar a la luz una información que al fiscal le interesa difundir.

—Sí, ya, todo eso lo entiendo. Pero, mira, un policía me da un soplo, voy a tomar un café con Faste y me cuenta todo esto. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Lo he citado tal cual.

—Estoy convencida de que lo has citado tal cual. Pero lo que deberías haber hecho es llevarle la información a Anders Holm, quien, a su vez, debería haber llamado a mi puerta para explicarme la situación y juntos deberíamos haber decidido cómo actuar.

—Entiendo. Pero yo…

—Le diste el material a Holm, el jefe de Noticias. Tú hiciste lo que debías; es Holm quien actuó mal. Pero analicemos tu artículo. Primero, ¿por qué quiere Faste filtrar esa información?

Johannes Frisk se encogió de hombros.

—¿Qué quiere decir eso: que no lo sabes o que pasas del tema?

—Que no lo sé.

—Vale. Y si yo te digo que esta historia es completamente falsa y que Salander no tiene nada que ver con los anabolizantes, ¿qué me dices?

—No puedo demostrar lo contrario.

—Exacto. Con lo cual me estás diciendo que tú crees que debemos publicar una historia que tal vez sea falsa sólo porque carecemos de conocimientos sobre lo contrario.

—No, tenemos una responsabilidad periodística. Pero se trata de buscar el equilibrio. No podemos renunciar a publicar cuando existe una fuente que, de hecho, afirma explícitamente algo.

—Filosofía pura. Podríamos preguntarnos por qué le interesa a esa fuente que esa información salga a la luz. Déjame que te explique por qué he dado la orden de que todo lo que esté relacionado con Salander pase por mi mesa: da la casualidad de que yo tengo ciertos conocimientos sobre el tema que nadie más de esta redacción tiene. Los de la redacción de temas jurídicos están al corriente de ello y saben que no puedo contarles nada. Millennium va a publicar un reportaje que, por razones contractuales, no puedo revelarle al SMP, a pesar de estar trabajando aquí. Recibí la información en calidad de redactora jefe de Millennium y ahora mismo me encuentro entre dos tierras. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—Sí.

—Y esos conocimientos míos de cuando yo estaba en Millennium me permiten afirmar, sin el menor atisbo de duda, que esa historia es una mentira y que su único objetivo es hacerle daño a Lisbeth Salander ante el inminente juicio.

—No es fácil hacerle daño a Lisbeth Salander después de todas las cosas que se han dicho sobre ella…

—Cosas que, en su mayoría, son falsas y retorcidas. Hans Faste es uno de los responsables de que se hayan extendido todas esas ideas de que Lisbeth Salander es una paranoica y violenta lesbiana que se dedica al satanismo y al sexo BDSM. Y los medios de comunicación han comprado la campaña de Faste por la sencilla razón de que se trata de una fuente aparentemente seria y porque siempre resulta divertido escribir sobre sexo. Y ahora lo que pretende es darle un nuevo enfoque para continuar minando la imagen que la opinión pública tiene de Lisbeth Salander, y quiere que el SMP le ayude a difundirlo. Sorry, pero conmigo no.

—Entiendo.

—¿Ah, sí? Bien. Entonces te lo resumiré en una sola frase: tu misión como periodista consiste en cuestionarlo y examinarlo todo con sentido crítico, no en repetir lo primero que alguien te diga, por muy bien situado que esté en la administración del Estado. Que no se te olvide nunca. Escribes muy bien, pero ese talento no tendrá ningún valor si olvidas tu misión.

—Ya.

—Voy a suprimir tu artículo.

—Vale.

—No se sostiene. No me creo el contenido.

—De acuerdo.

—Eso no significa que no confíe en ti.

—Gracias.

—Por eso voy a mandarte a tu mesa y proponerte un nuevo artículo.

—¿Ah, sí?

—Está relacionado con mi contrato con Millennium. No puedo revelar, por lo tanto, lo que sé de la historia de Salander. Al mismo tiempo, soy redactora jefe de un periódico que corre el riesgo de patinar considerablemente porque la redacción no tiene la información de la que yo dispongo.

—Mmm.

—Y eso no puede ser. Nos hallamos ante una situación única y que sólo atañe a Salander. Por eso he decidido buscar a un reportero al que guiar por el buen camino para que no nos pillen con los pantalones bajados y el culo al aire cuando Millennium publique la historia.

—¿Y tú crees que Millennium va a publicar algo remarcable sobre Salander?

—No es que lo crea; lo sé. Millennium está preparando un scoop que le dará la vuelta a la historia de Salander y me saca de quicio no poder hacerlo yo. Pero, simplemente, resulta imposible.

—Pero acabas de decir que suprimes mi artículo porque sabes que es falso… Con lo cual has dado a entender que hay algo en esta historia que todos los periodistas han pasado por alto.

—Exacto.

—Perdóname, pero me cuesta creer que todos los medios de comunicación de Suecia hayan caído en la misma trampa…

—Lisbeth Salander ha sido objeto de una persecución mediática. En esos casos las normas establecidas dejan de tener vigencia y cualquier sinsentido va a parar a primera página.

—¿Me quieres decir que Lisbeth Salander no es lo que parece?

—Empieza por imaginarte que es inocente de los cargos de los que se la acusa, que la imagen que se ha dado de ella en las portadas de los periódicos es una tontería y que hay en movimiento otras fuerzas muy diferentes a las que han salido a la luz hasta ahora.

—¿Eso es lo que piensas?

Erika Berger asintió con la cabeza.

—Entonces eso significa que lo que acabo de escribir es parte de una continua campaña contra ella.

—Exacto.

—Pero ¿no me puedes decir de qué va la historia?

—No.

Pensativo, Johannes Frisk se rascó un instante la cabeza. Erika Berger esperó.

—De acuerdo… ¿Qué quieres que haga?

—Vuelve a tu mesa y ponte a pensar en otro reportaje. No te estreses, pero poco antes del juicio me gustaría poder publicar un largo texto, tal vez de dos páginas enteras, que analice el grado de veracidad de todas las afirmaciones que se han hecho hasta ahora sobre Lisbeth Salander. Empieza por los recortes de prensa: haz una lista de todas las cosas que se han dicho sobre ella y luego las vas repasando una por una.

—Vale…

—Piensa como un periodista. Averigua quién difunde la historia, por qué lo hace y a quién beneficia.

—Pero no estaré en el SMP cuando empiece el juicio. Como ya te he dicho, ésta es mi última semana de suplencia.

Erika abrió una funda de plástico que sacó de un cajón de su mesa y le dio un papel a Johannes Frisk.

—He prolongado tu suplencia tres meses más. Continúa esta semana con tu trabajo y el lunes vienes a verme.

—Vale…

—Bueno, si es que quieres que prolonguemos tu contrato…

—Claro que sí.

—Se te contratará para hacer una investigación al margen del habitual trabajo de redacción. Estarás bajo mis órdenes directas. Cubrirás de modo especial el juicio de Salander por encargo del SMP.

—Me parece que el jefe de Noticias tendrá algo que objetar…

—No te preocupes por Holm. He hablado con el jefe de la redacción de temas jurídicos para que no surja ningún conflicto. Pero vas a investigar el fondo, no a cubrir las noticias. ¿Te parece bien?

—Me parece fenomenal.

—Bueno, pues… venga, ya está. Nos vemos el lunes.

Le hizo señas para que se fuera del cubo de cristal. Al levantar la vista sorprendió a Anders Holm observándola desde el otro lado del mostrador central. Él bajó la mirada y fingió no haberla visto.