Capítulo 40

Cristianno

Emilio apareció agarrando a Virginia del brazo. Parecía tranquila y no oponía resistencia. Incluso dejaba que asomara una sonrisa malévola de la comisura de sus labios. No quise mirarla, pero el cristal de la ventana me mostró su reflejo. Se atrevía a envalentonarse después de todo lo que había hecho.

Me levanté lentamente de la silla, contemplándola al fin. Estaba en lo cierto al pensar que sonreía.

Retiré a Emilio de un empujón y le di un bofetón a Virginia antes de cogerla del cuello. La arrastré hacia la mesa y coloqué su cabeza sobre la madera echando mano de mi pistola. La mataría allí mismo ¿por qué esperar?, ¿por qué tener compasión cuando ella no la había tenido ni con Fabio ni con Kathia?

Hundí la punta de mi pistola en sus rizos cobrizos y presioné con fuerza.

—¿Qué tienes que decir ahora, Virginia? Ya no está tú Jago para librarte de esta —mascullé encolerizado mientras quitaba el seguro del arma; estaba preparado para disparar, pero mis hermanos me retiraron a tiempo.

Forcejeé.

—Hijo mío, recuerda que tenemos un final mejor para ella —repuso mi padre mientras Emilio la arrastraba—. Sentadla —ordenó antes de que el rostro se le tensara—. Si no dejas de sonreír no volveré a detener a mi hijo.

Virginia cambió la expresión, pero no dejó de plantarle cara a mi padre. Branko, mi tío materno, se colocó detrás de su cuñado.

—¿Sabes lo que supone para mí que una traidora como tú haya usurpado mi apellido? No lo sabes porque solo eres una rata apestosa. Has jugado con mi nombre, has jugado con mi familia. Has matado a mi hermano pequeño. ¿Cómo has tenido valor? —dijo mi padre reprimiendo las mismas ansias que yo tenía de matarla.

Domenico presionaba el bolígrafo sobre la mesa. Incluso llegó a romper la punta de la rabia que le consumía. Tenía enfrente a la asesina de su hijo menor y era difícil mantener la calma.

—¿Qué te ofrecieron? —preguntó Alessio.

—Nada.

—A Jago —repuse yo mientras mis hermanos me liberaban.

—No lo metas en esto —masculló Virginia, enfurecida.

Me abalancé a por ella dando un golpe en la mesa.

—¡Y una mierda! ¡Tú metiste a Kathia!

—Ella se metió solita.

—¿Sabes lo que pienso hacer? Matar a Jago como tú hiciste con mi tío.

Virginia sonrió soltando una carcajada.

—No, no lo harás, porque ellos tienen a Kathia.

—¿Cómo te atreves a enfrentarte a mí? —masculló mi padre.

—¿Tanto te interesa esa niñata, Silvano? No es más que una…

Alessio le cruzó la cara con el reverso de su mano y después se acercó a su oído.

—Meterte con ella supone meterte con nosotros, cuñada —dijo mi tío.

—¡Fabio robó a los Carusso algo que les pertenecía! —clamó la pelirroja.

Domenico se alzó de la mesa, impetuoso, mientras todos le observábamos. Ella se asustó y entornó los ojos siguiendo los movimientos de mi abuelo, que se inclinó hacia Virginia y colocó su viejo rostro a solo unos centímetros.

—Mientes, fue al revés y lo sabes. No juegues al despiste con nosotros, Virginia —dijo mi abuelo.

Domenico miró hacia la puerta en el momento en que se abrió. Tras ella apareció uno de los guardias escoltando a mi abuela, Ofelia, que portaba una gran caja blanca. Se la entregó al escolta y miró a su marido. Domenico asintió con la cabeza mientras ella se acercaba hasta él.

Me sorprendió ver a mi abuela allí dentro. Siempre se había mantenido al margen, aunque yo sabía que le daba ideas a mi abuelo y que siempre apoyaba a la familia. Pero en aquel momento no se trataba de un simple negocio. Su hijo había muerto y quería mirar a la cara de la persona culpable de aquella desgracia.

Mi abuela miró a Emilio y le hizo un gesto con la barbilla. Este cogió a Virginia del brazo y la puso en pie. Ofelia la observó durante unos segundos con una templanza y frialdad que daban miedo. Después tomó aire y negó con la cabeza antes de que Domenico le colocara una mano en la espalda. Quería compartir el dolor con su esposa.

Sin previo aviso mi abuela le dio una bofetada que retumbó en todos los rincones del despacho. Creo que fue la más dura de todas, porque Virginia ni siquiera se atrevió a levantar la cara. Se ocultó bajo el flequillo y se quedó mirando el suelo.

Acto seguido, Ofelia escupió a sus pies. Virginia siguió sin mirar, pero se encogió aún más.

—Ni siquiera llegas al nivel de ese escupitajo. Eres bazofia. —Mi abuela miró hacia el escolta que había entrado con ella y asintió con la cabeza. El guardia enseguida abrió la caja y retiró el papel de seda que cubría el interior—. Pero, después de todo, voy a obsequiarte con algo. Adelante, Leandro, trae el presente a nuestra querida Virginia.

Leandro sonrió entre dientes y extrajo un vestido rojo de corte griego. Por un instante imaginé a Kathia con un vestido parecido a ese. El rojo le favorecía mucho más que cualquier otro color.

Virginia por fin miró y frunció el ceño al ver aquello. Sabía que algo se ocultaba tras aquel gesto y yo sonreí al verla por fin con rostro dubitativo y algo temeroso.

—Espero que sea de tu agrado. Es de diseño, concretamente de Roberto Cavalli. ¿Os he dicho que adoro a ese diseñador? —Mi abuela hizo una mueca—. No me gusta el corpiño en este tipo de vestidos, pero me he permitido una excepción contigo, ¿quieres saber por qué? —Me miró con fijeza.

Aquello significaba que me daba permiso para que yo continuara.

—El corpiño lleva unos filamentos de fibra de carbono rellenos de nitroglicerina. Se unen a un pequeño dispositivo que hay en la cintura; «tu marido» lo inventó. De esa forma no explotará antes de lo previsto —dije con sorna mientras acariciaba el filo de la mesa. Sabía que no me quitaba los ojos de encima. Me acerqué hasta la caja para coger un pequeño mando. Era plateado y tenía unos botones numéricos y tres más sobre la minúscula pantalla—. En el momento en que se presione este botón —dije señalándole el de color rojo— la nitroglicerina hará explotar un perímetro de quinientos metros. Espero que comiences a entender lo que te estoy diciendo.

Virginia tenía los ojos abiertos de par en par y sus pupilas temblaban. Ya no le quedaban fuerzas para burlarse. Estaba aterrada. Había entendido perfectamente. Ella sería la bomba.

Se humedeció los labios y se recompuso.

—Kathia estará en el barco. ¿También piensas hacerla saltar por los aires? —repuso, torciendo el gesto.

Sonreí imitando su expresión. Mi frialdad sorprendió a los presentes, que sabían que me descontrolaba cuando se mencionaba a Kathia.

—Para cuando tus extremidades se mezclen con las de los demás invitados, Kathia estará a salvo, conmigo.

Virginia apretó los dientes antes de enseñarlos cual perro rabioso.

—Irás a la fiesta y fingirás; eso se te da muy bien, ¿no es cierto? Si intentas quitarte el vestido, morirás. Y si piensas hacer alguna estupidez también morirás —continué explicando bajo la sonrisa de mis abuelos y de mis tíos.

—¿Y si les aviso? —Me provocó y yo caminé hacia su posición.

Me coloqué detrás de ella, retiré su cabello con delicadeza y acaricié su nuca. La piel de su cuello se erizó y su cuerpo se estremeció. Eso me dio más seguridad. Me incliné hacia su oído y lo rocé con mis labios.

—Mañana morirás de cualquiera de las formas. Pero puedes estar contenta, Jago te hará compañía.

Kathia

La suntuosa limusina negra se detuvo frente a una alfombra roja que llevaba a la pasarela del barco. Los fotógrafos y los periodistas se agolpaban a ambos lados de unas cintas custodiadas por el personal de seguridad. Gritaban y agitaban sus micrófonos y cámaras, histéricos por intentar hablar con el nuevo alcalde de Roma. Aquello parecía más el estreno mundial de una superproducción cinematográfica de Hollywood que una ceremonia política. Si supieran cómo terminaría la noche, seguro que estarían haciendo que sus portátiles echaran humo para escribir un artículo que describiera la masacre. Nadie que subiera a ese barco sobreviviría. Excepto Enrico y yo.

Quizá debería haberme sentido mal por lo que iba a ocurrir, quizá debería avisar a mi familia. Pero ya no sentía ninguna estima por ellos, solo odio. Que ardieran en el infierno era lo único que deseaba.

Casi todos los invitados habían llegado; ministros, magnates, aristócratas…

Valentino me observó las piernas y se bebió la copa de champán de un sorbo. Después, echó un vistazo a los fotógrafos.

—No deberías haberte puesto un vestido corto. Se trata de una ceremonia, no de un cóctel ni nada parecido. ¿Acaso no te han enseñado las reglas del protocolo, niña?

Lo que realmente le fastidiaba es que la marca de mi ropa fuera Dolce & Gabbana. ¡Ja!, que ironía.

—No seré tan niña si me quieres convertir en tu esposa —repuse con desdén.

Quiso contestar, pero le interrumpió el nuevo chófer.

—Cuando esté listo, señor Bianchi.

—Ya lo estoy —contestó con arrogancia. Lo miré con fijeza y sonreí.

La pierna me quedó al aire cuando empecé a salir del coche. Era un vestido entubado y de escote pronunciado; la falda tenía una abertura desde la rodilla hasta el muslo, así que quise aprovecharla. Me pareció gracioso ver cómo los fotógrafos se peleaban por conseguir una instantánea de mi pierna semidesnuda. Quería provocar y lo estaba consiguiendo. Me retiré el cabello y volví la mirada hacia Valentino.

—Hoy a cualquier persona la llaman señor o caballero. Que contrariedad, ¿no te parece? —Salí del coche con aire de superioridad.

La Kathia arrogante y calculadora en la que me habían convertido en tan solo unos días me hacía sentir poderosa. Pero Valentino no se quedó de brazos cruzados. Me cogió de la cintura y esperó a que todos los flashes estuvieran en nuestra dirección para soltarme un beso. No un beso cualquiera, sino un beso digno de grabar. La mitad de Roma me habría colgado por pensar que los labios de Valentino me resultaban asquerosos. Todo el mundo estaba loco con aquel muchacho de veinte años. De hecho, todo el mundo lo admiraba, aunque si la prensa hablaba de él era porque no podía hacerlo del menor de los Gabbana, que se lo tenía prohibido, y por tanto debía alimentarse de las sobras, es decir, de Valentino.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté furiosa alejándome de sus labios.

—Besar a mi futura esposa.

—Deja de decir eso de una vez. Me dan náuseas cada vez que lo escucho.

Me empujó hacia los periodistas para que empezaran las preguntas. No estaba dispuesta a escuchar nada, pero me fue imposible zafarme. Debía aguantar y las miradas de Enrico, desde el barco, me lo confirmaron.

—¿Por qué os casáis tan jóvenes?

—Eso mismo le pregunto yo —intervine mirando a Valentino expectante.

Él me devolvió una mirada cargada de furia pero supo disimular.

—Bueno, nos amamos demasiado y es una tontería esperar, ¿no es cierto, cariño?

Si las miradas matasen, Valentino habría caído fulminado. Me lo quedé mirando con cara de póquer hasta que dejó de hablar y se despidió de todos los periodistas.

—Eres un hijo de…

—Dime una cosa, Kathia —me interrumpió—, ¿por qué te resistes? ¿Por Cristianno? —Apreté los dientes al escuchar su nombre—. Cuidado con el escalón.

Como el gran «caballero» que era, Valentino pasó primero y se puso a hablar con los invitados reunidos en la cubierta de proa.

Sin poder evitarlo, miré hacia el puerto. Sabía que no los vería, pero me encantaba pensar que estaban allí, escondidos en alguna parte. Por un momento creí que les tenía a mi lado, y aquello me dio fuerza.

En cubierta, me quité el chaquetón. No es que hiciera calor, pero quería exhibir aquel maravilloso vestido, lo que provocó no pocas miradas, algunas de ellas procedentes de los camareros. ¡Los camareros! Ellos no tenían la culpa de nada y sus vidas…

Entonces, sentí una caricia conocida en mi brazo.

—Estás preciosa —susurró Enrico en mi oído antes de que me diera la vuelta y le mirara—. ¿Estás bien?

—Todo lo que uno puede estar en una situación como esta. —Me obligué a sonreír—. Tengo ganas de que todo termine.

—Solo quedan un par de horas. ¿Recuerdas lo que te he dicho?

—Perfectamente.

—Por favor, Kathia, no te pierdas de vista. Saldremos del barco quince minutos antes de la explosión.

Volví a mirar a los camareros, a la orquesta. Todos ellos morirían. Y mi familia… también.

—Aquí no hay gente inocente, Kathia. Todos están implicados. —Enrico interrumpió mis pensamientos—. Desde el primer camarero hasta el último violinista. Todos saben lo que se cuece aquí.

Los miré de nuevo y escudriñé en sus ojos. Seguramente era cierto, y mis ojos inexpertos no lo habían descubierto. Tenía que aprender tantas cosas…

—No te lamentes, porque no hay nada que lamentar.

—Quince minutos antes de las doce —susurré mirando el suelo.

—Quince minutos.

—Por favor, presten atención, será solo un momento —dijo Valentino subido en el escenario.

Le miré temerosa presintiendo lo que se disponía a hacer.

—Quiero aprovechar esta pequeña reunión para hacer publico algo muy importante para mí.

«Pequeña reunión, será imbécil.»

—Kathia, mi amor, ¿por qué no te acercas?

Me sonrojé al percibir las miradas de todos los asistentes. Di un paso atrás, pero Enrico lo evitó.

—No pienso ir —musité, negándome.

—Quince minutos antes de las doce, ¿recuerdas? —me animó Enrico indicándome con la mirada que caminara hacia Valentino.

«Cristianno, en un rato estaré contigo», pensé mientras fingía una sonrisa.

Subí al escenario y Valentino cogió mi mano.

—Bien, todos sabéis que esta es una noche muy importante. Pero no solo porque estamos aquí reunidos celebrando que mi padre ha ganado las elecciones, aunque… ¿quién lo dudaba? —Todos rieron con aquel chiste sin gracia—. También porque quiero deciros que estoy enamorado. —Se oyó un «¡Oh!» al unísono. Repugnante—. Y quiero que todos seáis testigos de este momento. —Valentino me miró y se acercó a mí—. Kathia, ¿quieres casarte conmigo?

Mi corazón se paralizó y todos los invitados dejaron de respirar para escuchar la respuesta. Se les notaba locos de contento. Enrico se atusó el cabello con nerviosismo y mi padre me hacía señas con los ojos para que dijera el puñetero «Sí, quiero» de una vez.

Entonces, vi a Virginia apoyada en la barra, que me miraba por encima de su copa mientras Jago le besaba el cuello. No me casaría con Valentino, solo debía fingir que sí lo haría.

Lo miré y sonreí.

—Sí, claro que sí. —Solo Enrico supo comprender la sorna de mis palabras.

Estallaron en aplausos mientras soportaba los besos de Valentino. Me abrazó con fuerza.

—Has estado genial —susurró.

—Lo sé. Ahora, si me disculpas, tengo que ir al lavabo. Me han entrado ganas de vomitar.

Me alejé deprisa esquivando a toda la gente que se empezaba a agolpar alrededor para felicitarnos. Descendí unos escalones y entré en una pequeña sala. Después crucé un pasillo hasta los lavabos. Entré empujando con fuerza. Necesitaba estar sola, aunque solo fueran cinco minutos.

Me humedecí la cara y me contemplé en el espejo cuando vi que el pomo de la puerta giraba. La persona que menos esperaba apareció con una gran sonrisa en su cara.

—Vaya, vaya, mira a quién tenemos aquí. La señora Bianchi —dijo Virginia con chanza mientras cerraba la puerta y se apoyaba en ella.

Cerré el grifo y me di la vuelta. La miré de arriba abajo y sonreí.

—Sabes, Virginia, me pregunto si te sientes cómoda con ese vestido. La verdad es que es un corte muy caído para que lleves corpiño. —Torcí el gesto cuando ella endureció sus facciones. Sus ojos miel se tornaron carbón—. ¡Ah, perdona, no es un corpiño! Lo olvidaba, lo siento.

Cristianno

Me puse rígido en cuanto escuché la voz de Kathia por el auricular que llevaba en la oreja. Toda mi familia me observó, y Mauro me colocó la mano en el hombro y la apretó levemente para tranquilizarme. Ya había escuchado demasiadas cosas aquella noche (una de ellas, el compromiso de Valentino y Kathia) y lo único que quería era ver aquel barco estallar con todas las ratas dentro.

Me apoyé en el capó de uno de los coches y me crucé de brazos.

—Tú eres tan traidora como yo —dijo Virginia con tono altivo—. No te hagas la tonta, sabes de lo que hablo.

Al parecer, Kathia la miró incrédula.

—Al menos yo no he matado a nadie —masculló.

—Lo harías —dijo Virginia.

—Sí, pero no del mismo modo que tú. Si no le amabas, solo tenías que alejarte. Pero preferiste traicionarle y permitir que lo mataran.

Miré de reojo a los demás. Todos escuchaban atentos. Mauro, Eric y Alex parecían orgullosos de que Kathia estuviera hablando con tanto aplomo.

—Tú no sabes nada de eso —farfulló Virginia.

—Lo vi todo. Estuve allí y vi cómo caía. Cómo se desangraba. Tu amor por otro le llevó a la tumba. Y ni siquiera derramaste una lágrima. Eres una sucia ramera.

En ese momento fue mi padre quien se tensó al percibir la angustia en la voz de Kathia. Ella había sido testigo de la muerte de Fabio y a todos nos dolía que hubiera sido así.

Se oyó un golpe seco y yo me incliné hacia delante para atisbar hasta el último rincón del yate. Desde aquella parte del puerto no se podía ver mucho, solo se apreciaba la gran cantidad de luces y el rastro de la orquesta que llegaba mezclado con la brisa y el sonido del mar.

—¿En qué piensas mientras te acuestas con él? —preguntó Virginia, mientras Kathia jadeaba. Intentaba soltarse de algo.

—¿En qué debería pensar? —gimió Kathia.

—¡Basta! —grité cogiendo mi pistola y cargándola. Antes de que pudiera dar un paso, mi primo me detuvo—. ¡Pienso coserla a balazos!

—Cristianno, no parece que necesite ayuda —añadió Alessio que fumaba con aparente tranquilidad apoyado en su coche.

—Pelea de gatas —dijo guasón Valerio antes de que lo fulminara con la mirada.

—No, Valerio, ni se te ocurra bromear con esto —le apunté con mi dedo índice.

—En la traición no eres menos zorra que yo —seguía diciendo Virginia.

Apreté la mandíbula y caminé hasta mi padre. Tenía las manos guardadas en los bolsillos de su gabardina y observaba el barco.

—Si vuelve a insultarla te juro… —No me dejó terminar.

—Te quedarás ahí quieto —masculló.

—Yo, al menos, no finjo amar a los dos. Solo amo a Cristianno y con él tengo más que suficiente. En cambio a ti no te bastó con uno. Tenías que acostarte con los dos.

Escuchar a Kathia decir que me amaba era superior a mis fuerzas, mi respiración se paralizó bajo la sonrisa comprensiva de mi padre.

—Debería haber matado a Cristianno. Seguramente, todavía esté a tiempo si se lo digo a Valentino —dijo Virginia.

De fondo, escuché la respiración agitada de Kathia.

—Si le tocáis un pelo te juro que tú serás la primera en mi lista de muertes.

—¡Esa es mi chica! —exclamó Alex dando una patada al aire—. Silvano, creo que tu hijo por fin ha encontrado la horma de su zapato. —Terminó sonriendo, como todos.

A esas alturas, todos adoraban a Kathia.

—No tienes valor —masculló la pelirroja.

—No vuelvas a mencionar su nombre. No te acerques a él. Te mataré mil veces si hace falta —repuso Kathia con una voz que jamás le había escuchado. Realmente, parecía furiosa—. No me subestimes. Bajo este vestido hay mucha más mujer que tú. Y ahora, si me permites, debo volver. Me están esperando.

—Como si te importara —susurró Virginia.

—No, tienes razón, me importa una mierda quien esté allí arriba, porque lo que realmente amo no está en este barco. Porque daría cualquier cosa por llevar el apellido que tú has deshonrado. No has sido una buena Gabbana. —Kathia salió de aquel lugar.

Mi familia no cabía en sí de gozo tras haber tenido el privilegio de escuchar lo que acaba de decir Kathia.

«Muy pronto serás una Gabbana, te lo prometo», dije para mis adentros.

—En fin —suspiró Virginia—. Siéntete orgulloso, Cristianno. Es la última vez que la oirás hablar.

Miré a mi padre mientras escuchaba cómo Virginia empujaba a Kathia. Cogí los prismáticos que portaba Emilio y los guié hacia el barco con la esperanza de verla, pero todavía estaban abajo.

—¡Joder! —grité, volviendo a mirar a mi padre.

—¿Crees que soy tan estúpido como para ignorar que ibas a traicionarnos de nuevo? —habló mi padre dirigiéndose a Virginia.

Me detuve frente a él.

—Silvano, tengo a Kathia. Deberías rendirte. Termina con esto de una vez. Hemos ganado —dijo Virginia.

Volví a cargar mi arma mientras Alex me lanzaba varios cargadores y un silenciador.

—No, mi querida Virginia, esto termina cuando yo lo diga. —Mi padre desconectó el micrófono para que la pelirroja no pudiera escuchar lo que hablaba, pero sí continuamos escuchándola a ella. Kathia gimió por un golpe mientras mi padre miraba el reloj—. Tienes diez minutos para sacarla de allí, ni uno más, como tú bien dijiste. En trece minutos el barco explotará —me dijo mi padre mientras cerraba los ojos al escuchar a Kathia gemir.

Asentí con la cabeza y sin pensarlo me quité la gabardina para que no me estorbara para nadar. Me alejé de ellos con rapidez enroscando el silenciador de mi pistola.