Capítulo 38

Kathia

Reboté contra un amasijo de hierros en cuanto la furgoneta se detuvo. Segundos después, me hallaba caminando a trompicones, arrastrada por alguien que me hizo resbalar y caer de rodillas al suelo. Se rieron antes de empujarme por unas escaleras de metal. Me presionaban con fuerza los brazos y no podía ver quiénes eran. Todo estaba oscuro debajo de aquella tela que me raspaba la cara.

Por fin toqué suelo firme. Pisaba cemento y al arrastrar los pies notaba arenilla suelta; seguramente, estábamos en una fábrica de las afueras de Roma.

Me sentaron en una silla y retiraron el saco de mi cabeza. Una luz cegadora me dio la bienvenida y, aunque sabía que había más de dos personas allí dentro, no pude verlas hasta que pasaron unos minutos.

Era el sótano de alguna nave. Todo estaba lleno de polvo y al fondo de la sala había varias estanterías de hierro con objetos amontonados y cubiertos por unas sábanas amarillentas por la suciedad. La única luz era la de aquel foco orientado directamente hacia mí, como si se tratara del interrogatorio de alguna película de espionaje.

Algo se movió detrás de mí y al mirar vi varias ratas hurgando en la pared. Entonces, una de ellas explotó a causa de un disparo y sus restos se incrustaron en la pared. Las otras corrieron a esconderse. Aquel sobresalto me hizo mirar al hombre que le había disparado. Era gordo y alto (muy grande), y su pelo, canoso, hacía resaltar más el traje completamente negro que llevaba adornado con un pañuelo rojo que caía expresamente por el bolsillo de la chaqueta.

Aquello era la mafia. No era un sueño, ni un libro, ni una película. Yo estaba allí, amordazada y rodeada de asesinos mafiosos.

Y mi padre, ni se inmutaba.

Me observaba petulante, con un gesto irónico. No me hubiera extrañado que en cualquier momento se echara a reír. Me contempló con aquellos ojos azules que tanto me recordaban a los de Marzia. Él también llevaba un pañuelo rojo. Se levantó de la silla que había delante de una gran mesa de hierro y comenzó a caminar lentamente hacia mí.

Valentino fumaba con tranquilidad, con su cara sarcástica ya relajada tras los acontecimientos del cementerio. Su padre se hallaba justo a su lado, sentado sobre una caja de listones de madera; bebía algo. También estaban mi tío Carlo y Danilo Pirlo, el marido de mi tía materna, Mariella.

¡Dios!, allí dentro se reunía casi toda mi familia y ¿nadie iba a ayudarme?

Quise cerrar los ojos para dejar de presenciar la escena, pero me topé con algo que no esperaba. No solo estaba rodeada por los que decían ser mi familia, sino también por unos diez hombres que custodiaban cada esquina de la nave y las escaleras.

Y Virginia, que sonrió con perversidad.

Tenía unos ojos miel odiosamente sediciosos. Llevaba un vestido negro que dejaba ver sus rodillas y unas medias negras. Seguramente, para remarcar el rojo de su cabello y sus zapatos. Ella no llevaba pañuelo, pero su calzado lo sustituía con creces. Estaba sentada sobre el regazo de Jago; él se aferraba a su esbelta cintura. No comprendía cómo había podido cambiar a Fabio por aquel calvo asqueroso y fofo. Fabio era guapo, tenía un cuerpo impresionante para tener casi cincuenta años, y era mucho más hombre que Jago. No solo le superaba en inteligencia, sino también en elegancia y carisma. Si Virginia quería poder, solo tenía que haberse quedado con Fabio.

Agaché la cabeza cuando un sicario se acercó y tiró de la cinta que cubría mi boca. Gemí de dolor y Virginia sonrió. La miré como solo podía hacerlo yo cuando estaba endemoniadamente cabreada. Mi mirada la detuvo y miró a mi padre.

—Vaya, qué carácter. Creo que la valentía ahora mismo no te favorece nada, querida —dijo sin que nadie en aquella sala se quejara.

Por algún motivo, ellos querían que Virginia estuviera presente. Mi padre encendió un puro y expulsó el humo, que se expandió por el foco y dibujó su sombra en la pared. Me di cuenta de que solo había una ventana. Era pequeña y estaba pegada al techo.

—Qué sorpresa… Esperaba cualquier cosa de ti, hija mía, pero no que llegaras tan lejos, escapándote con el menor de los Gabbana. —Miró a sus acompañantes—. ¡Es increíble lo inocente que eres! ¿No sabes que Cristianno solo te quiere por el sexo? En cuanto lo consiga, te dejará a un lado, como hace con todas. Y tú serás una traidora.

Yo no había traicionado a nadie. En todo caso ellos me habían traicionado a mí vendiéndome al mejor postor sin dejarme decidir.

—Si enamorarme de Cristianno es traición, entonces soy la más traidora, pero no pienso disculparme. —No podía acobardarme, debía seguir hacia delante. Por él—. Además, ella también lo es —dije señalando con la cabeza a Virginia—, ella es una Gabbana, ¿qué diferencia hay?

No podía controlarme. Sabía que era mejor callar para no arriesgar mi vida, pero en aquel momento me daba igual.

—Demasiada… —murmuró Valentino.

—Ninguna diferencia —le corté—. Yo ni siquiera estoy prometida, pero ella estaba casada —continué antes de que mi padre se acercara con una mirada furibunda.

—¿Tienes idea de dónde te has metido, Kathia? —preguntó mi tío Carlo.

Recibió mi silencio. No pensaba responder.

—Tu tío te está haciendo una pregunta, querida Kathia, así que deberías contestar —intervino Adriano, con fingida suavidad, mostrando una falsa faceta pacífica y poco conflictiva. ¡Qué hipócrita! Todos los que estaban allí eran unos cínicos. Ni en mil años conseguirían estar a la altura de los Gabbana.

Levanté orgullosa el mentón y los contemplé como habría hecho Silvano. Sí, estaba mucho más cerca de sentirme una Gabbana que una Carusso.

—Solo sé una cosa, y su hijo se ha encargado de que me quede bien clara —contesté irónica.

—Ah, ¿sí? y ¿cuál es? —preguntó mi padre con curiosidad.

—Pues que estamos en la mierda. De hecho, no sabía cuánta mierda me rodeaba en realidad hasta que llegué aquí y os descubrí a todos juntos.

Mi padre se lanzó sobre mí y me cogió de la barbilla. Nunca lo había visto tan agresivo, ni siquiera con mi madre. Seguía descubriendo nuevas facetas de mi familia.

—¿Cómo puedes tener la desfachatez de mofarte delante de tantos hombres armados? ¿Acaso eres inmune al miedo?

No, no lo era. Estaba cagada y el pánico me recorrió el cuerpo más aún cuando oí cómo varios hombres cargaban sus armas y se las llevaban al pecho esperando una señal. Me iban a coser a balazos.

Mi padre se dio la vuelta y caminó hacia Valentino. Este agachó la cabeza para escuchar lo que decía.

—Procura no darle en la cara —escuché decir mientras Valentino asentía ante lo que parecía ser la orden maravillosa que estaba esperando.

Chasqueó los dedos y dos hombres aparecieron con un barreño de agua. Lo dejaron a los pies de Valentino y otro matón llegó con unas toallas blancas perfectamente dobladas sobre sus brazos. La sonrisa de Virginia se agrandó en su rostro. Ella sabía mejor que nadie lo que iba a suceder. Estaba disfrutando.

El labio comenzó a temblarme, pero no quise que lo descubrieran. Apreté la mandíbula y observé cautelosa cómo humedecían las toallas. Ahora el terror se apoderó de mis piernas. ¡Dios!, si no me mataban, moriría de un infarto. Tragué saliva adivinando sus intenciones.

¿Cómo podía ser que mi padre lo permitiera?

Valentino cogió el extremo de una toalla y comenzó a estrujarlo mientras otro tipo hacía lo mismo con la otra punta. El agua cayó en el barreño y Valentino pasó a enrollar la tela hasta formar una trenza. Me miró alzando las cejas y caminó hacia mí con socarronería.

Ni siquiera tuve tiempo de reaccionar cuando me caí de la silla. Me estampé contra el suelo sintiendo un dolor quebradizo en mis riñones. Se acercó a mí y me dio una patada en el estómago. No podía creer que pudiera hacerme aquello sin que nadie moviera un dedo. Los golpes con las toallas me destrozarían, pero no dejarían señal alguna en la piel.

Valentino volvió a cogerme del pelo y me levantó sin importarle el dolor que me infligía. Después de todo, eso era lo que él quería, verme sufrir. Matarme no habría sido divertido.

—¿Dónde está Enrico? Él es el experto en interrogatorios —dijo mi padre cerca de mí. Ni siquiera podía fijar la vista. Mi mirada se nubló por el dolor.

—Lo he enviado al edificio Gabbana. Nos dirá cuál es el siguiente paso —contestó Carlo recomponiéndose en la mesa.

—Es una lástima, se volverá loco cuando se entere de que su querida cuñada nos ha traicionado. Bien, Kathia, ¿qué es lo que tienes para mí?

No diría absolutamente nada. Podían hacerme lo que quisieran, pero no vendería a Cristianno y a su familia.

Estaba dispuesta a protegerlo con mi vida.

—Nada —susurré entre dientes con la voz rota.

—¿No tienes nada que decirme? —prosiguió mi padre inclinándose hasta mi oído.

—No.

—Bueno, tendremos que recurrir a la violencia.

Recibí otro latigazo con la toalla húmeda, y otro, y otro, en las costillas, en las piernas, en los muslos, en los brazos. Después Valentino me echó la cabeza hacia atrás para que pudiera mirar la cara de mi padre. Ni un atisbo de sangre, ni una señal de lesión, solo mi dolor interno y mi respiración descontrolada.

—Resulta que para abrir la caja fuerte necesitamos el ojo de Fabio y una pequeña tarjeta, ¿no es así, Virginia? —dijo mi padre con el puro entre los labios.

—Ajá… —La pelirroja sonrió.

—El ojo lo tiene Cristianno. ¿Dónde está la tarjeta?

—No sé de qué me hablas —jadeé. Casi ni se me escuchaba.

Mi padre torció el gesto.

—Kathia, no puedes protegerles. Hemos ganado, solo nos faltan las malditas coordenadas del…

—¡Basta! —gritó mi padre interrumpiendo a mi tío Carlo. Después me dio un bofetón; ahora sí sangraba. Me cogió de los hombros y me zarandeó—. Tú sabes dónde está, dímelo.

Negué con la cabeza.

—¿No has tenido suficiente? —preguntó Valentino agachándose para ponerse a mi altura.

—No, todavía no. —Sonreí entre jadeos. La saliva sabía a sangre. Ni siquiera tenía fuerza para mover los labios.

—No piensas hablar, ¿verdad? —continuó Valentino.

Alcé un poco la cabeza para mirarle a los ojos.

—No pienso hablar, cariño —susurré con desprecio.

Lo último que recuerdo antes de caer inconsciente al suelo, fue el grito desgarrador y lleno de frustración de Valentino.