Capítulo 31

Kathia

Me tumbé en mi cama y comencé a llorar desconsoladamente. Aún no podía creer lo que había visto y todo lo que había descubierto. Mi familia, su familia… ¡eran mafiosas! Todos estaban dentro, incluso Enrico. Ahora comprendía muchas cosas. No soportaba la idea de pensar que Cristianno había matado, que él estaba metido hasta el cuello en todo esto. Ni siquiera se había esforzado en negarlo…, no podía negar la verdad.

Me había mentido, había estado mirándome a la cara sabiendo que yo era una moneda de cambio. Que era un negocio. Mi boda con Valentino no era más que un trueque de intereses. Un hermanamiento de familias para engrandecer los respectivos clanes.

Clanes. Mafia. ¿Por qué no se me ocurrió antes? Me abracé a la almohada. Si no lo vi antes fue porque no quise mirar. ¡Maldita necia!

Me levanté de golpe y corrí hacia el lavabo. Cerré la puerta y me metí vestida en la ducha para que el agua cubriese mis lágrimas. Aún tenía impregnado el olor de la sangre de Fabio, pero lo peor era que se mezclaba con el aroma de Cristianno.

Cristianno.

Comencé a restregarme con fuerza. Necesitaba borrar su huella de mi cuerpo. Quería olvidarle. Froté y froté hasta que rompí la tela. No dejé de llorar. ¿A quién quería engañar? Amaba a Cristianno.

Me acuclillé en la bañera, abrazándome a mis rodillas. Deseaba que el agua me arrastrara con ella. Quería desaparecer.

Entonces, el pequeño dispositivo que me había entregado Fabio se me cayó del pantalón. Lo contemplé durante unos segundos hasta que reaccioné y me lancé a por él. Salí de la bañera y comencé a secarlo deprisa. Debería habérselo dado a Cristianno, incluso a Enrico, pero se me había olvidado que lo tenía.

Me quedé observándolo hasta que sonaron unos golpes en la puerta. La voz de Sibila llegó desde detrás de la madera.

—Señorita, ¿se encuentra bien? —preguntó temerosa.

Sibila tenía veintiséis años y trabajaba para mi familia desde hacía dos. Desde mi llegada, se había portado muy bien conmigo. Le abrí y me encontró empapada y desolada.

—¡Señorita!, pillará una pulmonía. —Se abalanzó a por una toalla y me la colocó alrededor del cuerpo mientras me llevaba a la cama.

—Qué más da.

Me apoyé en su hombro y volví a llorar. Solo que esta vez sentí cómo ella me abrazaba. No dijo nada, pero yo estaba segura de que conocía el motivo de mi llanto. Lo confirmé enseguida.

—No diga que estuvo en los laboratorios, por favor.

La miré con los ojos abiertos de par en par. Ella ya sabía lo que había ocurrido.

Acarició mi cabello mientras yo seguía observándola impactada.

—Le he dicho a su padre que estaba estudiando y que me había entregado estos papeles. —Me mostró la carpeta que el director me había dado. La había dejado a un lado nada más abalanzarme al lado de Fabio y no me había vuelto a acordar de ella—. Ya están firmados.

Cogí la carpeta sin dejar de mirar a Sibila, temblorosa. Las lágrimas me quemaban los ojos.

—¿Cómo la has conseguido? —balbucí.

—Enrico la encontró y vio su nombre en ella. Todos están muy nerviosos intentado descubrir a la persona a la que seguía Valentino, así que no puede decir nada. Carmina ya les ha comentado que usted lleva toda la tarde encerrada en su habitación. Solo nosotras tres sabemos la verdad, y así debe seguir siendo, ¿comprendido? —explicó con ternura. Me estaba protegiendo. Yo no sabía todavía a qué me enfrentaba.

Aunque estaba aterrorizada, parecía que aún debía sentir más miedo del que ya tenía. Si no, ¿por qué me protegía tanto la asistenta?

—De acuerdo… —me obligué a contestar.

Tragué saliva mientras observaba a Sibila caminar hacia la puerta. Se dio la vuelta y volvió a contemplarme con cariño. Estaba sufriendo tanto como yo.

—Debería deshacerse de esa ropa. Si la ven, sabrán que es de Graciella.

Sibila había descubierto también que había estado en el edificio Gabbana y que la madre de Cristianno me había prestado su ropa.

Asentí y enseguida me dirigí al ropero. Pronto tendría que bajar a cenar y debía prepararme para disimular si no quería que me descubrieran.

Salí de mi cuarto después de esconder bien el USB. Podría hacerme falta más adelante. De repente las palabras de Fabio al entregármelo se me agolparon en la cabeza. ¿Por qué me habría pedido que no le guardara rencor?

Bajé las escaleras recordando el día en el que me cogió entre sus brazos y me acunó hasta que me quedé dormida. Estábamos en Cerdeña; Fabio no había dejado de jugar conmigo durante todas esas vacaciones.

Cristianno

Con Fabio enterré mi relación con Kathia. El dolor que sentía me había llegado por partida doble, pero así lo había querido ella.

Alessio, mi padre y mis hermanos portaban sobre sus hombros el ataúd que encerraba el cuerpo de mi tío. Yo no tuve valor para hacerlo y caminé cabizbajo tras ellos. Más de uno lo tomó como un gesto deshonroso. Los que de verdad me importaban lo vivieron como una reacción ante el dolor.

Enrico también estaba entre ellos. Los Carusso pensaban que él estaba de su lado, y lo enviaban para que vigilara cualquier movimiento extraño, aprovechando la buena relación que tenía con nosotros. Lo que ellos no sabían era que en realidad Enrico los seguía de cerca a ellos.

El padre Matteo abrió las puertas del panteón Gabbana. Allí, con sus nombres grabados en la piedra de las lápidas, descansaban los cuerpos de nuestros familiares. Seguramente, muchos de ellos estarían ardiendo en el infierno por las atrocidades cometidas en vida.

El resplandor de las velas iluminaba el lugar. Pintados en el techo había un cielo, con ángeles y dioses, y las puertas del paraíso trazadas con pan de oro. Ese cielo se extendía alrededor de una bóveda de cristal oscuro que dejaba entrever la luz del verdadero cielo.

Suspiré y ahogué un gemido en el momento en que se escuchaba un trueno. Estaba a punto de llover.

Colocaron el ataúd dentro de una tumba de piedra situada en el centro del panteón. Después de la misa, que se oficiaría en un mes, lo retirarían para unirlo a los demás difuntos.

Contuve las lágrimas. Fabio decía que un Gabbana no podía ser débil, pero jamás me dijo qué se debía hacer en ese tipo de situaciones. Sentí el calor de los brazos de mi madre acariciando mi espalda. La miré de soslayo y cerré los ojos intentando evitar llorar. Ella sabía lo que sentía. Y también sabía que yo era quien más había perdido.

Kathia.

Llevaba dos días sin verla, sin saber de ella. Solo había podido sacarle unas palabras a Enrico. En ese tiempo apenas había salido de su habitación. Ni siquiera había asistido a clase; había fingido encontrarse mal.

Daniela y Luca (también allí presentes con sus respectivas familias: los Ferro y los Calvani) estaban preocupados porque tampoco habían podido hablar con ella. Kathia debía estar procesando todo lo que había descubierto: que sus amigos también formaban parte de mi mundo.

—Necesito salir de aquí… —le susurré a mi madre con los ojos entelados.

Ella asintió y me acarició el rostro indicándome la salida. Habían sido unos días muy duros, y ver a mi familia (mi abuela tirada sobre mi abuelo mientras gritaba; mi padre mirando hacia el cielo intentando preparar una venganza; Alessio aferrado a Patrizia) en aquel estado, era demasiado para mí. Todos, absolutamente todos, estábamos desorientados. Nadie podía creer que Fabio ya no estuviera entre nosotros. Curiosamente, la que parecía más entera era Virginia Liotti, la viuda de mi tío. No tenía los ojos hinchados, no lloraba, ni siquiera se la veía agitada. Solo estaba… afligida. La familia Liotti era conocida por su frialdad y crudeza, pero me resultaba incomprensible que pudieran mantener esa fachada incluso en el entierro de su marido.

Miré hacia fuera. Solo había árboles y panteones en un paisaje de invierno. También un silencio que producía escalofríos. La voz del padre Matteo se quedó tras la puerta cuando cerré. Otro trueno rompió la calma y me hizo mirar hacia arriba.

Contemplaba las nubes cuando, de repente, escuché algo. Me sobresalté y enseguida eché mano a mi pistola. Temía que fuera una emboscada.

Pero tras el tronco de un árbol surgieron sus ojos color plata, penetrantes más que nunca. Solté un gemido al verla. Estaba muy pálida y se le marcaban las ojeras. Se notaba que había estado llorando y que no había dormido mucho.

Cuando me vio caminar hacia ella, tragó saliva algo nerviosa.

—¿Qué haces aquí? —pregunté susurrando sin atreverme a tocarla.

Kathia suspiró y desvió los ojos hacia el suelo.

—Mauro me dijo que hoy era el entierro —explicó sin mirarme—. Le pedí que no te dijera nada.

¡Dios!, si la descubrían allí, tendría problemas muy graves.

—Creí que no volvería a verte.

Ella tragó saliva y al fin me miró.

—Puede que esto sea una despedida.

Cabizbaja, presionó la mandíbula. Me acerqué a ella; si era necesario, estaba dispuesto a suplicar que no me dejara. Apoyé mi frente en la suya y cogí su rostro entre mis manos. Quiso apartarse, pero no lo logró.

—No me hagas esto, Kathia —murmuré en sus mejillas—. Ya es demasiado tarde.

Quería decirle que ya estaba demasiado implicado, que la quería demasiado para que me apartara de su vida.

—Es cierto, ya es demasiado tarde. —Se alejó—. Lamento mucho que Fabio haya muerto. Solo quería decírtelo en persona.

Se marchó dejándome en medio de la arboleda. Miré al suelo. Tal vez, bajo él, estaría mejor. Tal vez, estando muerto, no sentiría aquel desgarro en mi alma.

Domenico, mi abuelo y padre de Fabio, se colocó en el centro del salón y dio unos pequeños golpes en su copa con una cuchara. El murmullo de la estancia cesó enseguida para observar al gran jefe. Suspiró y contempló a sus hijos, Alessio y Silvano, mi padre. Jamás les había visto tan afligidos como aquel día.

—Un padre nunca…, nunca debería enterrar a su hijo. Eso no está bien —bajó la voz mientras mi abuela, Ofelia, escondía la cabeza y empezaba a llorar de nuevo—. No es un dolor que se pueda soportar. Pero debo ser frío… Todos debemos ser implacables, nuestras familias están siendo atacadas por los que creíamos nuestros hermanos. La muerte de mi Fabio no es más que el comienzo de una guerra. No permitiré que vuelvan a arrebatarme a nadie más.

Agaché la mirada en cuanto vi a mi abuelo desaparecer entre la gente. Mi padre quiso apoyarle y se marchó con él, dejando a Alessio en representación de la familia. Respiré hondo y dejé vagar la mirada sobre los presentes. No había rastro de Virginia, hasta que la localicé sentada a la mesa tomándose una copa. Continuaba igual de impertérrita.