Capítulo 28

Kathia

Me fui directamente a secretaría para entregarle a Antonieta el justificante por mi falta del viernes. Daniela me había telefoneado para advertirme de la mentira que había escogido para ocultarme; les había dicho a los profesores que me encontraba mal. Así que se lo expliqué a Enrico y él me hizo el favor del firmar mi justificante.

Antonieta no estaba y las clases ya habían comenzado. No sabía qué hacer, si quedarme y esperar, o entrar en clase. De repente la puerta se abrió y me giré creyendo que era Antonieta, pero me equivoqué.

Cristianno se abalanzó sobre mí y me besó con fuerza. Llevábamos sin vernos más de un día y aquel beso me supo a gloria. Le abracé a la vez que me empujaba hacia el despacho del director.

—¿Qué estás haciendo? —mascullé entre beso y beso.

Sonreí al sentir la urgencia de sus besos. Me encantaba que me besara de aquella forma.

—Voy a hacerte el amor sobre la mesa del director —murmuró subiendo sus manos por debajo de mi falda. Acarició mi ropa interior antes de cerrar la puerta del despacho con la pierna.

—Estás loco —sonreí, pero estaba dispuesta a arriesgarme.

Me sentó sobre la mesa y se inclinó sobre mí, pero no me besó. Me observó torciendo el gesto sin dejar de acariciar mis muslos. Resoplé cerrando los ojos. Aquellas caricias creaban dependencia, las necesitaba para continuar respirando. Cristianno disfrutó al verme tan entregada.

—Eres preciosa… —dijo sin dejar de mirarme a los ojos.

Su voz sonó tranquila y absolutamente sincera, y al oírlo no pude evitar sonrojarme. Su intensa mirada me decía que yo era la única. Lo abracé.

—No dejes de repetirlo.

Lo besé acariciando su espalda. Pero enseguida me detuve al escuchar unas voces que se aproximaban. Sin nos descubrían, nos caería una gorda. Era una expulsión asegurada. Empujé a Cristianno contra la pared y lo obligué a esconderse tras una estantería. Él me cogió de la mano intentando que me escondiera con él, pero me deshice de él.

—Quédate ahí, yo le entretendré.

—¿Estás loca?

No dio tiempo a más. El director me cazó. Fingí estar mirando sus libros. Cristianno se puso tenso, justo a unos centímetros de mí. Si no lo veía, sería por un milagro.

—Señorita Carusso —dijo el director arqueando una ceja—, ¿qué hace aquí?

De momento no parecía estar cabreado.

—Venía a entregarle el justificante de falta.

—Entonces aprovecharé para darle unos papeles que debe firmar su padre.

La secretaria estaba justo a su lado y abrió los ojos de par en par. Había descubierto a Cristianno. Temí que hablara, pero se mantuvo callada, observándome.

—¿Qué papeles?

—Nada, no se preocupe. Son para ultimar su matrícula. Olvidé enviárselos la semana que usted inició las clases.

Me entregó una pequeña carpeta marrón.

—Aquí tiene. Si es posible, tráigamelos esta misma tarde.

—Por supuesto. —Tragué saliva. Debía irme y no podía dejar a Cristianno allí—. Señor Espósito, ¿sería tan amable de acompañarme a clase? No quiero importunar y su presencia facilitaría mi llegada.

Jesús, cuánto rollo tenía, pero qué bien había sonado. El director asintió y se dirigió a la puerta.

—Claro, no se preocupe.

Antonieta me miró y me guiñó un ojo para indicarme que ella ayudaría a Cristianno a salir de allí. Le sonreí.

Ricardo detuvo el coche justo enfrente del edificio de los laboratorios Borelli. No había encontrado a mi padre en casa cuando llegué del colegio, así que le pregunté a Sibila dónde se encontraba. Para mi sorpresa, me dijo había ido a los laboratorios. Comí aprisa y me marché.

Quería llevar de vuelta aquellos papeles al San Angelo lo antes posible e irme con Cristianno.

Miré hacia arriba y contemplé los siete pisos del edificio. Era una gran torre de cristal con apariencia de frágil levantada en pleno centro de la ciudad. Aquellos laboratorios pertenecían a los Gabbana; concretamente a la abuela materna de Cristianno, Delia Borelli.

Entré en el vestíbulo dejando tras de mí el ligero sonido de las puertas correderas al cerrarse. Me quedé de pie para observar la espectacular sala. Parecía la recepción de un hotel, solo que con una luz más grisácea.

La recepcionista me miró por encima de sus gafas y frunció el entrecejo. De pronto, sonrió y se levantó de su sillón negro. Bordeó la mesa de cristal (con forma de semicírculo) y corrió hasta mí arrastrando sus zapatos de tacón.

—¡Kathia, madre mía, cuánto tiempo! —exclamó aquella mujer mientras me cogía de los hombros para darme dos besos. Sonreí intentando recordar quién era—. La última vez que te vi tenías solo cinco años. Estas guapísima.

De repente me vino su nombre: Liviana Marchetti.

—¡Hola, Liviana! —exclamé, sonriente.

—¿Vienes a ver a tu padre? —preguntó, comenzando a caminar hacia su silla.

—Sí.

Por el tono tan natural que Liviana utilizó, parecía que era habitual que mi padre visitara aquel lugar.

—Bien, me pillas por poco. Hoy salgo antes, es el cumpleaños de Claudio, mi hijo pequeño. Cumple nueve años, está hecho un diablillo. —Intenté fingir que me interesaba lo que estaba contándome.

Lo logré porque no dejó de hablar de sus asuntos.

—Bueno, no te entretengo más. Angelo está en la última planta. Si decides irte antes, te dejo la llave de las puertas detrás de la impresora, ¿de acuerdo? —Me mostró cómo escondía una pequeña llave tras el aparato y volvió a sonreír—. No te aconsejo que les esperes, una reunión con ellos te puede llevar horas.

Negué con la cabeza. ¿Una reunión? No dejaba de sorprenderme. Todo era muy extraño y no me sentía cómoda. Una vocecita interior me decía que allí pasaba algo raro. Aunque, bien mirado, desde que llegué a Roma me habían sucedido las cosas más extrañas. ¿Estarían relacionadas? La desazón invadió mi cuerpo sin comprender por qué.

—No, no quiero esperarles, créeme. Di unos pasos hacia el ascensor.

—Perfecto. Bueno, Kathia, me alegro de verte. Pásate un día por aquí y tomemos un café, querida. Así hablamos de nuestras cosas. Se colocó su bolso sobre el hombro.

—Claro. Pronto, lo prometo.

Dudaba que le quedara algo que contarme después de la conversación que habíamos tenido. Bueno, más bien, del monólogo que me había largado ella.

El ascensor se detuvo con un movimiento brusco. La puerta se abrió y yo salí en el mismo momento en que sonó un disparo. Me quedé inmóvil, completamente paralizada. Las manos y los labios comenzaron a temblarme. No podía creer lo que estaba viendo.

Las lágrimas empañaron mis ojos. Los cerré apretando con fuerza. Quería desaparecer. Tragué saliva y los volví a abrir. Estaba muerta de miedo. Mis pupilas enrojecidas se movieron hacia el lugar de donde provino el ruido. Vi a Fabio caer al suelo con el pecho ensangrentado. Mis piernas flaquearon y estuve a punto de caer cuando vi a mi padre, sonriente. Uno de los suyos había matado a Fabio Gabbana a sangre fría y él se reía orgulloso.

«Maldito. ¿Quién eres, papá?» No podía creerlo.

Retrocedí unos pasos hasta que topé con la puerta del ascensor. Fue un sonido leve y seco, casi inapreciable, pero el hombre que mantenía la pistola en la mano miró hacia allí entrecerrando los ojos. Aquel verde esmeralda fue lo último que vi antes de agacharme.

Era Valentino, él había disparado. Él había matado a Fabio delante de todos.

—No te asustes, hijo. Es el ascensor —dijo Adriano. Su padre también estaba.

¿Pero qué clase de reunión era aquella?

«Dios, sácame de esta. Te lo suplico.» Me tapé la boca. Estaba demasiado nerviosa y asustada, a punto de gritar.

—Será mejor que nos vayamos. Enviaré a unos hombres para que se deshagan del cadáver cuanto antes. Si los Gabbana descubren quien lo ha hecho, estamos perdidos —dijo mi padre, saliendo del laboratorio.

¿Si los Gabbana los descubrían? ¡Joder!, ¿qué estaba pasando?, ¿de qué iba todo aquello? Se comportaban como… ¡mafiosos!

Volví a tragar saliva, pestañeé e intenté volver a respirar con normalidad. Pero no podía. Las lágrimas no me dejaban ver con claridad. Me encogí y comencé a gatear hasta ocultarme bajo una mesa. No podrían descubrirme allí. Ahora no.

Un hombre alto llamó al ascensor. Este se abrió de inmediato.

—¿Lo ves?, Valentino. Era el ascensor —dijo Jago, su hermano mayor.

Entraron en el ascensor seis hombres. Todos llevaban guantes; reconocí a algunos de ellos: eran los guardaespaldas de mi padre.

En cuanto el ascensor se puso en marcha y empezaron a bajar me lancé a por Fabio. Tenía que ayudarle. Aunque mi padre había dicho que estaba muerto. Vi el agujero de bala que había terminado con su vida. Me tiré de rodillas a su lado apretando los labios y sintiendo cómo las lágrimas brotaban sin control y resbalaban por mis mejillas.

«Si hubiese llegado antes no habría muerto. Mi presencia les habría advertido y no habría pasado nada. Maldita Liviana. ¿Por qué me has entretenido con todos tus cotilleos?», me decía sin poder concentrarme.

Instintivamente presioné la herida de su pecho para que dejara de sangrar. Cogí mi pañuelo y lo coloqué encima. Me acerqué a su nariz y noté que respiraba débilmente. Empecé a zarandearle para que despertara.

El sabor salado de una lágrima mojó mis labios cuando vi que sus ojos se abrían lentamente. Gemí antes de abrazarle.

—¡Oh, Dios mío, Fabio!

Brotó sangre de su boca cuando quiso hablar. Rápidamente la limpié mientras le negaba que hablara.

—No digas nada, te sacaré de aquí —dije entre lágrimas y jadeos.

Con la poca fuerza que le quedaba, Fabio cogió mi brazo, y negó con la cabeza.

—Es-estoy mu-muer-to, Kathia —balbuceó provocándome un llanto aún más desconsolado.

—No, tú solo aguanta. Te salvaré, Fabio.

Dios, me iba a morir de dolor. ¿Cómo lo sacaría de allí si ni siquiera tenía fuerzas para dejar de llorar?

—Mi-mírame… —Fabio acarició mi cara y me aferré a su mano—. To-toma…esto. —Con la otra mano, me entregó un pequeño dispositivo, un USB negro—. Cógelo… y vete.

—No, no te dejaré. Ya te lo he dicho.

Su mirada era tan… tan paternal… Mi padre jamás me había mirado así. Tampoco me había sonreído nunca de aquella forma. Fabio lo hizo aun sin tener fuerzas ni para respirar.

—Eres… tan hermosa… —Se le estaba escapando la vida—. No me guardes… rencor. ¿Me lo prometes?

¿Por qué iba a guardarle rencor? Asentí solo para que se tranquilizara y dejara de hablar. Estaba perdiendo todas las fuerzas que necesitaba para que saliéramos de allí.

—Sí, Fabio, lo prometo. Ahora, vámonos.

Lo cogí de los hombros y lo arrastré por el suelo sin dejar de llorar. Él soltó un gemido de dolor.

—No, de-déjalo. Ven… ven aquí. A-abrázame.

Me lancé a sus brazos antes de escuchar sus últimas palabras.

—Cuida de… Cristianno… Te-te… quiero.

Murió allí, entre mis brazos, y yo no pude hacer más que aferrarme a él y llorar. El dolor me destrozaba, notaba que algo de mí moría con él.

Cogí mi iPhone del bolsillo de mis vaqueros y marqué el número de Cristianno. La pantalla táctil se cubrió de sangre.

Cristianno contestó antes de que terminara el primer tono.

—¿Dónde estás, cariño? —preguntó alegre.

Comencé a llorar descontroladamente.

—Cristianno… —pude balbucear entre sollozos ahogados.

—¿Kathia, qué pasa? ¿Dónde estás? —Se puso nervioso. No pude contestarle. No sabía qué decir. Tenía el cuerpo de su tío en mi regazo, era imposible hablar—. ¡Kathia, por Dios, dime dónde estás! ¿Qué ocurre? —Gritó descontrolado. Escuché la voz de su primo tras él. También parecía preocupado.

—Estoy… —Sorbí y sequé mis lágrimas con el reverso de mi mano. Me llené la cara de sangre—, estoy en los laboratorios Borelli… Han… han matado a… Fabio.

Noté cómo se le cortaba la respiración.

Entonces, la puerta del ascensor se abrió. Miré hacia allí y vi a Valentino acercándose deprisa. Me agaché de golpe y besé a Fabio antes de agazaparme detrás de una estantería. Apoyé la espalda en la pared y encogí las piernas apretando los dientes. Ahora no podía llorar, tenía que recuperar el control.

Miré entre las rejillas de la estantería. Numerosos botes de cristal oscuros y un montón de papeles me ocultaban. Valentino registraba la sala con aire irascible. Se acercó al cuerpo de Fabio, le hurgó en los bolsillos y se incorporó. Le miró desde arriba con cinismo. No percibió que lo había movido.

«Hijo de puta. Deberías estar tú en su lugar.» Fruncí los labios. La rabia me dio fuerzas. Tenía miedo, no podía negarlo, era la primera vez que veía asesinar a alguien; es más, era la primera vez también que veía a alguien querido, pero no me sentí cobarde. La adrenalina y el odio corrieron por mis venas con ímpetu.

Le dio una patada en las costillas a la vez que hacía una mueca bravucona. Giré el rostro deseando no haberlo visto. Se estaba regocijando con un hombre muerto; con un gran hombre. Debía escapar antes de que me viera, pero ¿por dónde? Miré a mi alrededor y vi la puerta de la escalera de emergencia.

Valentino decidió marcharse. No había encontrado lo que buscaba, porque debía de ser lo que yo tenía en las manos. Lo aferré con fuerza apretando la mandíbula. Cuando salió del laboratorio me arrastré hacia la puerta. Se me cayó el móvil al suelo y el paso de Valentino se detuvo en seco frente al ascensor. Me quedé inmóvil observando desde el suelo cómo empuñaba su pistola.

Avanzó un paso, tragué saliva.

Avanzó otro y cargó su arma; el sonido penetró en mis oídos. Aquella bala era para mí.

«Sal de aquí, Kathia. ¡Ahora!»

Cogí el móvil y me abalancé resbalando hacia la puerta. Salí desbocada hasta topar con la barandilla de las escaleras. La oscuridad me envolvió. No se veía nada, solo las señales luminosas que indicaban en qué piso estaba. Empecé a bajar, aterrorizada. Llegué al sexto piso y empujé otra puerta para seguir bajando. Valentino saltaba los escalones de tres en tres intentando apuntarme, pero yo solo era una sombra amparada por la oscuridad.

Empujé la puerta del cuarto piso justo cuando una bala impactó en la barandilla. Sentí la vibración bajo mi mano. ¡Me estaba disparando!

Me estampé contra la puerta de la planta baja. Tras ella estaba el vestíbulo. Tras la impresora estaba la llave. Tras la puerta de la calle estaba mi salvación. Pero aquella maldita puerta estaba cerrada y Valentino iba ya por el segundo piso.

—¡Vamos! ¿Qué clase de escalera de emergencia tiene las puertas cerradas? ¡Mierda! —exclamé entre susurros dándole una patada.

Corrí de nuevo hasta el primer piso y me lancé a la puerta. La única forma de escapar estaba allí. Entré en el salón antes de que Valentino me viera. Volvió a disparar, y yo tropecé cayendo sobre el sofá. Me removí y volví a correr sin saber qué dirección tomar. El ascensor no vendría a tiempo y no había otra escalera. Entré en un despacho que había cerca del ascensor, cerré intentando no hacer ruido y me escondí tras el escritorio. Tenía que pensar bien qué hacer. Estaba atrapada y cualquier movimiento podría delatarme.

Entonces, vi el conducto de la ventilación. Me levanté con rapidez y tiré fuerte de la rejilla con los dedos. Cogí una silla y me impulsé dentro de aquel agujero. Me arrastré a gatas por el conducto cuando escuché otro disparo. Giré deprisa tomando cualquier dirección. No sabía dónde acabaría, pero tenía que aguantar allí.

De repente, la chapa comenzó a tambalearse. Me detuve colocando las palmas de mis manos en la pared, pero la base terminó cediendo y caí.

Mi espalda chocó contra la mesa de cristal del vestíbulo, que se hizo añicos. Caí al suelo arrastrando un millón de cristales.