Capítulo 25

Kathia

Ni el increíble minivestido de Alexander McQueen en color negro, ni el ceñidísimo Louis Vuitton rojo rubí. Según mi madre, eran demasiado provocativos y llamaría mucho la atención. Eso, traducido a nuestro idioma, significaba que estaba impresionante con ellos y que le quitaría protagonismo a Marzia si aparecía así en la presentación de la galería de arte. Claro que ella no sabía que mi interés por vestir de ese modo no se debía a querer llamar la atención de todo el mundo, sino de alguien en concreto: Cristianno.

Annalisa y mi madre eligieron un bonito conjunto de falda negra y camisa crema de Óscar de la Renta. Al menos me dejaron escoger los zapatos: unos Bulgari de lo más espectaculares.

Después de una agotadora, pesada y chismosa sesión de belleza, fuimos (para mi desgracia) a comer a un restaurante.

Champán, críticas y más champán. Celebraban de antemano el gran éxito que tendría Marzia esa noche. Mi hermana aprovechaba cualquier ocasión para humillarme ante todas las arpías del club de campo Costa Di Castro. Soportar a catorce mujeres, con edades comprendidas entre los treinta y cinco y los sesenta (exceptuándonos a mi hermana y a mí), fue agotador.

Resoplé delante de mi cappuccino mientras miraba el reloj. Aquel sábado se estaba convirtiendo en el más largo de mi vida.

«16.40.» Cinco horas más y vería a Cristianno.

La madrugada pasada no habíamos podido escaparnos, y no pude dormir en toda la noche pensando en lo bien que hubiera estado entre sus brazos en aquel sofá agujereado. Podría pasarme el resto de la vida viviendo aquel momento.

El sonido de mi iPhone borró mis ensoñaciones. Supe enseguida que era un SMS por la melodía de Florence + The machine. Lo cogí y le di a «Aceptar» mientras tapaba la pantalla para que Marzia no pudiera leer nada. Deduje quién era; el muy capullo había utilizado otro número de teléfono para que no pudiera descubrirlo.

«¿Me echas de menos? Pero k digo, seguro k sí. Quiero verte.»

No pude evitar sonreír mientras se me hacía un nudo en el estómago. Estaba hecha un flan. Él quería verme… ¡Mierda!, yo podría estar con él en ese momento en vez de estar perdiendo el tiempo con todas esas…

Carmina llamó a mi puerta antes de entrar. Estaba arreglando mi cabello y perfumándome cuando irrumpió con un escandaloso ramo de rosas.

—¿Qué demonios es eso, Mina? —Le abreviaba cariñosamente el nombre porque me resultaba más cálido, y a ella le confortaba escucharlo. Enrico y yo éramos los únicos en aquella casa que la tratábamos con respeto.

—Valentino la espera abajo y me ha dicho que le entregue esto. —Me tendió el ramo y yo lo dejé de malos modos en la coqueta sin importarme que varios pétalos cayeran al suelo.

A través del papel transparente que envolvía las flores vi una nota. Sabía que su lectura me iba a irritar más de lo que ya estaba.

«Sé que algún día serás mía

»Es cierto

»Te amo

»Valentino.»

Palabras tan exigentes y egoístas como él. ¡Echaba humo! ¿No se daba cuenta de que no soportaba tenerle cerca? Cerré los ojos y lancé la nota al suelo.

—Señorita…

—Kathia, Mina —la rectifiqué antes de que pudiera continuar hablando.

—Kathia… —Sonrió. No se acostumbraba a tutearme—. También me ha dado esto. —Me entregó una caja rectangular y alargada de color granate.

La abrí con desgana y enarqué las cejas al encontrarme con una pulsera de oro con diamantes. Demasiado cargante. Además, odiaba el oro amarillo. Se me revolvieron las tripas al reconocer que intentaba comprarme con oro y flores. ¡Cómo podía pensar que me conseguiría de esa forma!

—¡Oh, Dios mío! —gritó Marzia, irrumpiendo de golpe en mi habitación.

Empujó a Carmina para poder pasar y se lanzó a por el ramo de rosas. Se puso a bailar con él como si fuera su pareja. No tardó en abalanzarse a por la pulsera.

—¡Mira qué maravilla! Oro de veinticuatro quilates y doce pequeños diamantes… Un gozo para cualquier mujer —musitó mientras acariciaba la pulsera.

—Carece de valor para mí… —Se la entregué.

—¿Una pulsera de casi sesenta mil euros carece de valor para ti? ¡Necia!

Salí de allí antes de ceder a la tentación de tirarme a su yugular.

La galería Marzia Carusso había suscitado mucha expectación entre la gente, por lo que asistió todo el mundo importante en la ciudad. Todos, excepto Cristianno.

Solté la copa de champán sobre la bandeja de un camarero y me fui retirando hasta que conseguí perderme entre las obras de arte. Aquel lugar era enorme, y estaba distribuido en varias salas que se comunicaban entre sí a través de unos arcos de escayola que simulaban las columnas de la antigua Roma. Casi todas tenían grandes ventanales que daban a la calle. Desde la sala de arte contemporáneo, podía ver el río Tíber, y tras él, el castillo de San Angelo. Era una zona muy privilegiada, teniendo en cuenta que la Ciudad del Vaticano estaba justo al lado.

Me dirigí a la sala más alejada, una que ni siquiera estaba decorada, así que nadie pasaría por allí, a menos que tuviera la misma intención que yo, esconderse.

Apoyé mi espalda sobre la pared y suspiré pensativa. ¿Dónde estaría? Me prometió que asistiría a la inauguración porque acudía su familia. También me dijo que tenía motivos para quedarse de principio a fin. Después me besó en el cuello y en la mejilla…

¿Qué estaría haciendo?

Cerré los ojos e imaginé que estaba allí. Que a mi lado tenía…

Entonces sentí sus labios en mi clavícula, subiendo por el cuello para detenerse en la comisura de mis labios. Fue tal la emoción que palpitaba en mi pecho que no pude controlar un pequeño gemido.

—Ya estoy aquí —dijo bajito, dejando el rastro de su voz sobre mi piel.

Me acarició con su nariz mientras envolvía mi cintura con sus maravillosas manos.

—¿Dónde has estado? —pregunté aferrándome a sus hombros.

No quería volver a alejarme de su cuerpo nunca. Era muy consciente que eso era lo que necesitaba.

—Buscándote… —Me miró y, entre la penumbra de aquella sala, sus ojos refulgieron como la noche anterior—. ¿Qué sucedería si te besara aquí, ahora? —dijo suavemente, sin dejar de susurrar.

—Hazlo, Cristianno. —Levanté el mentón buscando sus labios.

—Repítelo.

—Bésame.

No sentí nada. Cristianno no me besó porque justo en ese momento la asquerosa voz de Annalisa Costa, mi supuesta suegra, irrumpió en la sala de al lado, interrumpiendo el que iba a ser el mejor beso de mi vida.

—¡Kathia! —llamaba detrás de la pared.

Si me descubría con Cristianno, tendría problemas. Lo empujé y salí antes de que ella se adentrara en la sala.

Annalisa me arrastró hasta un corrillo de gente compuesto por familiares de Valentino. Por supuesto, también estaba mi madre. Él enseguida me cogió de la mano.

—¡Oh, querida!, no sabes lo mucho que me alegro de que vayas a ser la esposa de mi sobrino. Bienvenida a la familia Bianchi.

¡¿Qué?! ¡Oh, Dios mío! ¿De qué estaba hablando aquella loca?

Miré a Valentino, que sonreía. Disfrutaba de aquel momento. Y mi madre parecía la mujer más feliz del mundo.

—Qué bien que suena: Kathia Carusso, la esposa de Valentino Bianchi.

Cristianno apareció tras la columna. Deseé que la tierra abriera una zanja y me tragara. Había escuchado la felicitación y su mirada me cortó la respiración. La angustia oprimía mi pecho. Vi cómo aligeraba su paso hacia la puerta, hasta que le perdí de vista, otra vez. Quise correr tras él, pero Valentino me besó. Lo aparté simulando otra sonrisa. Me moría de dolor.

—¿Cuándo se hará oficial? —preguntó un tío de Valentino.

—En cuanto mi padre gane las elecciones.

Valentino me miró recordándome que era suya y de nadie más. ¿Cómo podía existir una rata tan repugnante?

—Si me disculpáis… Necesito ir al baño. —Disimulé mis temblores apretando los labios y tragando saliva.

—No tardes, cariño. —Me guiñó un ojo mientras acariciaba mi mejilla.

«Cristianno, no te vayas. Espérame, iré contigo.»