Capítulo 15

Cristianno

El sol empezaba a asomar. Fabio miraba el puerto a través de la ventanilla del coche. Miré el reloj; la aguja rozaba las doce de la noche. Era la hora de Roma. En Hong Kong eran casi las siete.

Sarah ya estaba de camino a Atenas. Antes de que embarcara en el avión le había dado dinero en efectivo y mi número de teléfono por si alguna vez necesitaba algo. Ella se marchó sin comprender por qué la ayudaba, pero yo tampoco podía explicárselo porque no sabía realmente cuál era la razón.

Al salir del aeropuerto, me había encontrado a Fabio apoyado en el Ferrari. Sonrió al verme.

—Natalie cogió su avión con destino a Marsella a las cuatro —me dijo.

Solté una carcajada silenciosa. Habíamos reaccionado de la misma manera.

—Sarah ha salido a las cinco con destino a Atenas.

Habíamos regresado juntos al hotel y enseguida nos habíamos reunido con los hombres de Wang.

Fabio resopló al ver el estado de aquella parte del puerto. Las naves se alzaban mugrientas y grisáceas. Por todos lados había trozos de cristales rotos, y restos de pescado y fruta podridos. No quise imaginar el olor. Algunos vagabundos cubiertos con unas mantas sucias vagaban o dormían por allí. Pude ver jeringuillas cerca de varios de ellos.

La limusina se detuvo al lado de una nave que presentaba el mismo aspecto que las anteriores. El lugar perfecto para hacer una operación de aquel tipo sin que nadie te descubriese.

Abrí la puerta y mis zapatos Prada de piel negra pisaron un pequeño surco de agua mugrienta y con un ligero tono amarillento. Tragué saliva y deseé terminar con aquello de una vez. Necesitaba volver. Quería volver. Me acercaría a ella y le diría lo mucho que lamentaba haberla conocido. Lo mucho que lamentaba que ella fuera la reina de mis sueños.

Me coloqué bien la gabardina y estiré el cuello hacia arriba para cubrirme. Fabio hizo lo mismo solo que mostrando una sonrisa. Wang ya nos esperaba y, para nuestra sorpresa, Rusia continuaba con él; llevaba el mismo vestido.

—¿Qué tal ha ido la noche, mis queridos Gabbana? —preguntó Wang con aquel asqueroso tono de voz. Mi mirada le descuartizó, aunque nadie pareció percibirlo.

—Bueno, no me puedo quejar. La chica sabe hacer muy bien su trabajo —terminó mascullando mi tío.

Mintió. No es que le fuera fiel a Virginia, su mujer —de vez en cuando algunas caían en sus redes de magnífico conquistador—, pero no le gustaban aquel tipo de situaciones.

—¿Y tú, Cristianno? Dime que Grecia no te ha decepcionado. De lo contrario tendré que castigarla.

«Maldito cabrón. Grecia está sobrevolando nuestras cabezas», me hubiera gustado decirle.

Cerré los puños, ocultos en mis bolsillos, y apreté la mandíbula.

—He estado con ella hasta hace unos minutos —dije regodeándome. Fabio me miró de soslayo—. Créame, sabe hacer su trabajo muy bien.

Al parecer, Wang no supo apreciar la sorna de mi voz.

—Bien, después del placer vienen los negocios. Entremos, caballeros. Tenemos un trato que cerrar.

—Claro, debemos coger el avión antes de las nueve —me apresuré a decir.

Nadie se dio cuenta de lo ansiosas que sonaron esas palabras. Tenía unas ganas locas de volver y sabía que Fabio también.

Entramos en aquella nave. Estaba más desangelada de lo que imaginaba; solo había una mesa en el centro, alumbrada por un foco de luz potente. Yo sabía que aquella luz la utilizaban para examinar la droga. Sobre la mesa había una caja bastante delgada, oculta con una sábana verdosa. Al lado, un portátil plateado conectado a un pequeño aparato que impedía el rastreo. Pude ver a nuestra izquierda unos paneles con bolsas de cocaína bien ordenadas. Listas para la entrega.

Miré a Rusia antes de apoyar mi maletín en la mesa. Parecía disfrutar con lo que se estaba cociendo allí dentro. Ella sí había nacido para ese mundo, me lo decían sus ojos y… sus labios: no dejaba de pasearse la lengua por ellos mientras me observaba. Mientras uno de los secuaces de Wang introducía una contraseña en el ordenador, se acercó a mí.

Acarició mi cinturón.

—No sabes las ganas que tengo de probarte. Yo puedo ser mejor que Grecia —me susurró mientras Wang disfrutaba contemplando la escenita.

Ahogué una sonrisa pasando mi lengua por el labio inferior mientras tocaba el hueso de su cadera. Me acerqué y ella soltó un suspiro muy parecido a un gemido. Era como si estuviese esperando que la empujara sobre aquella mesa y le hiciera el amor delante de todos.

—No sabes la cantidad de mujeres que me dicen lo mismo. —Rocé mis labios con los suyos—. Pero ninguna de las que se parecían a ti lo consiguieron. Así que deja tus manos quietas. Aunque fueras más explícita tocándome no conseguirías nada —le aclaré antes de que se retirara furibunda.

—No sabes lo que te pierdes —refunfuñó molesta.

—Eso es lo que me dicen todas cuando no consiguen que las lleve a la cama —le contesté, irónico.

—¡Maravilloso! Desde luego, eres un auténtico Gabbana —dijo Wang entre carcajadas.

Abrí mi maletín y extraje mi portátil. Yo sería el encargado de hacer la transferencia. Sesenta millones de euros para ser exactos. La otra mitad se la había entregado Fabio dos semanas antes. Marqué la contraseña y entré en las cuentas bancarias de Suiza de mi tío. En ese paraíso fiscal escondíamos casi toda nuestra descomunal fortuna.

Uno de los guardias retiró la sábana en cuanto Wang se lo indicó con una ceja. Miré a mi tío. Aguardaba con los brazos cruzados sobre el pecho y el gesto torcido (mostrando aquel talante suyo tan inquebrantable, firme y atractivo). Era la persona más inteligente y astuta que yo hubiera conocido nunca. Sin duda, había aprendido bien de su hermano. Wang lo sabía, por eso le guardaba el aire y le complacía en todo. Podía ser el dueño de Hong Kong, uno de los negociantes más importantes de China o el rey de cualquier negocio oscuro que existiera (desde cadenas de prostitución ilegal hasta tráfico de droga), pero los Gabbana teníamos suficiente poder para destruirle, y él lo sabía. Con solo un chasquido de dedos desde Italia, Wang podía acabar en las profundidades del océano Pacífico con treinta kilos de piedra maciza aferrada a sus tobillos. Y con tortura previa. Él sabía lo insignificante que era para nosotros, pero era el único que podía proporcionarnos aquel material y debíamos ser corteses. Al menos, lo justo.

Después de todo, ¿quién no le tiene miedo a la mafia? Sonreí plácidamente antes de marcar el número de millones que debía transferir.

Abrieron la caja con un cúter y extrajeron el envoltorio de plástico que protegía aquella réplica perfecta de la obra de Leonardo da Vinci, el maravilloso cuadro de La belle ferronière. Mi tío asintió, admirado al ver la perfección del plagio, lo acarició y se recompuso echando mano al bolsillo interior de su chaqueta.

—Por favor… —ordenó al guardia que lo sacara de la caja.

—Enseguida.

En la pantalla apareció una pequeña pestaña que ponía «Aceptar». Solo tendría que clicar ahí para que se completara la transferencia, pero no lo haría hasta que mi tío me lo indicara.

Tomó un pequeño dispositivo negro, del tamaño de una cámara digital de fotos, pero mucho más delgado. Casi parecía un espejo y solo tenía dos botones y una entrada de conexión por cable. Era un invento suyo, de uso personal, así que no podía encontrarse en el mercado y Fabio no quería patentarlo. Wang se extrañó al ver el aparato, pero enseguida bajó su mirada al ver que yo lo observaba de forma perspicaz y autoritaria.

Mi tío presionó uno de los dos botones y extendió el aparato por todo el cuadro. En lo que parecía un espejo, pudo verse el contenido real de aquella obra. Él sonrió al ver que lo que necesitaba se encontraba entre las fibras del lienzo.

—La pintura no es tóxica. No dañará el compuesto y no se detecta. Es un trabajo perfecto —dijo Wang queriendo tocar el cuadro.

—¿Dónde está lo que hablamos? —preguntó Fabio, a la vez que retiraba la mano de Wang.

—Están unidos, Fabio. —Wang se lo mostró.

No alcancé a ver a qué se refería. No comprendía qué otro negocio se traía entre manos.

Fabio me miró y asintió con un simple pestañeo. Le di a «Aceptar» y apareció una línea verde que se cargó en pocos segundos.

—Sesenta millones de euros. El trato está cerrado —dijo Fabio, indicándole a nuestro guardaespaldas que cogiera el cuadro.

—Ha sido un placer, Fabio. Espero volver a hacer negocios contigo. —Wang le dio un apretón de manos.

Encendí un cigarrillo antes de guardar el ordenador. Cerré el maletín y se lo entregué a nuestro escolta.

—Claro, ¿por qué no? —dijo Fabio con desdén.

No quiso hablar más. Deseaba, casi tanto como yo, salir de allí.

No hablamos durante el recorrido, pero le noté extraño. Fabio no solía moverse así, era más armonioso en sus gestos y movimientos, sin embargo, en aquel momento parecía rígido y contenido; aunque no llegaba a estar incómodo.

Miró su reloj, retiró su cabello de la frente y volvió a mirarlo. Acarició aquel reloj infinidad de veces.

—Es un Patek Philippe’s Platinum World, valorado en unos cuatro millones de dólares. Es exclusivo y hecho expresamente para mí —explicó sin mirarme. No sabía por qué me contaba aquello, Fabio no solía presumir de lo que tenía o de lo que gastaba en sus caprichos. Continuó—: No dudes nunca en beneficiarte de él. Puede que algún día te sorprenda su utilidad, no solo marca las horas.

El avión comenzó a rodar, pero apenas le presté atención a la aceleración del despegue. Estaba demasiado aturdido con lo que mi tío acaba de decirme. Él, en cambio, se echó en su asiento y cerró los ojos con tranquilidad. Ya había dicho lo necesario. Él era así, jamás comprendías lo que decía hasta que llegaba el momento propicio.

—Ya eres todo un Gabbana. Serás el mejor, hijo —murmuró antes de dormirse y dejarme peor de lo que estaba.