Cristianno
Me desplomé en la cama sabiendo que la oscuridad de mi habitación me consumiría. El silencio de la madrugada lo invadió todo y dejó vía libre a mis pensamientos.
Su nombre retumbaba en mi cabeza como si alguien me lo estuviera susurrando al oído una y otra vez. Cerré los ojos, desesperado, pero entonces vi su imagen. Parecía dibujarse entre la bruma.
Tan delicada y atractiva. Tan pálida y sensual. Deseé tenerla delante de mí. No dejaría que hablara, únicamente le pediría que me dejara observarla hasta que me venciera el sueño. Y cuando despertara…
«¡¿Pero qué estoy pensando?! ¿Eres estúpido o qué? Es una niñata. No la soportas», me reproché.
No podía permitirme caer, no con ella. No podía… enamorarme.
Suspiré vencido por el sueño. Me quedaba poco tiempo de conciencia. Pronto mi mente sería la dueña de todo mi ser y ahí no tendría nada que hacer. Así que me dejé llevar, convencido de que Kathia sería la protagonista de mis sueños.
Mi padre golpeteaba su rodilla con los dedos. El aroma de su habano había impregnado toda la limusina y mi madre hacía todo lo posible por disimular lo mucho que le molestaba. Hasta que mi padre vio cómo su esposa arrugaba la nariz. Abrió el cenicero y apagó con decisión el puro mientras ahuyentaba la pequeña humareda que se había formado alrededor de su cabeza.
—Cornelio, ¿podrías abrir la ventana? —preguntó mi padre al chófer.
—Enseguida, señor.
La ventanilla comenzó a bajar lentamente y dejó entrar unas gotas de lluvia acompañadas de una brisa helada. No llovía demasiado, pero era suficiente para estropear la entrada triunfal que Adriano había planeado.
Adriano Bianchi había convocado a todos los medios de comunicación de la ciudad poniendo como excusa que se trataba de una fiesta benéfica. Asistía toda la aristocracia, así como los políticos importantes del país. Se suponía que la recaudación iría destinada a los más desfavorecidos: centros de acogida, albergues, hospitales, familias sin trabajo…
Pero, en realidad, era una enorme tapadera. No se haría ninguna obra benéfica, solo era una pretexto para conseguir escaños en su campaña política y así alejarse de Umberto Petrucci, su mayor contrincante en la batalla por la alcaldía de Roma. Simples artimañas políticas para tener el favor del pueblo. Y, si no lo lograba, siempre podía comprar los votos.
—¿Así está bien? —preguntó Cornelio.
—Perfecto, gracias —contestó mi padre, y enseguida cogió la mano de su esposa y añadió—: Disculpa, querida, no recordaba lo mucho que te incomodaba el aroma del cigarro.
Ella sonrió y se acercó para darle un beso en la mejilla. Desvié mi mirada hacia la calle y mis hermanos hicieron lo mismo.
—No pasa nada, mi amor —contestó mi madre.
Después de más de veinticinco años juntos, seguían igual de enamorados. Me preguntaba si yo lograría eso. Seguramente no, pero estaba orgulloso de que mis padres aún disfrutaran de su amor.
—¿Crees que la prensa se enterará? —preguntó Diego, controlando la tensión de sus piernas.
Él era el mayor de los tres; le seguía Valerio.
—Tranquilízate, hijo. Tenemos más de cien personas velando por la seguridad de nuestra «fiesta benéfica». Deja que hagan su trabajo —le cortó mi padre, con aquel tono de voz tan sarcástico y seguro.
—Estoy tranquilo, papá. Pero no creo que se lo traguen. ¡Por favor! Si así fuera, entrarían los medios. Sé que sospecharán —remarcó.
Diego tenía razón; si se descubría que Adriano Bianchi había organizado un evento que no existía, tendríamos problemas con su campaña y todo el proyecto se iría a la mierda. Porque lo que menos nos convenía era que Umberto Petrucci fuera alcalde.
—Diego, ¿es que no has aprendido nada, muchacho? —Mi padre se incorporó y yo me crucé de piernas mientras mordisqueaba mi nudillo—. ¿Crees que dejaríamos que lo descubrieran? Tengo a tres comisarías vigilando la zona y a toda nuestra seguridad controlando el hotel. Necesitamos esos votos sea como sea y tú lo sabes. —Su voz subió ligeramente de tono—. Así que deja de importunar con tus estúpidos miedos de cobarde, ¿quieres?
—No soy un cobarde, papá. Es solo que… estoy algo nervioso. Son demasiados millones los que podrían perderse. Solo quiero que salga bien.
—Pues entonces comienza por relajarte, Diego —le dijo Valerio tocando su hombro—. Todo saldrá como lo planeamos el jueves en la mansión Carusso.
El coche se detuvo frente al hotel Belluci. Ese enorme edificio de cinco estrellas era propiedad de mis abuelos maternos. Así que, en total, contábamos con la seguridad de los Belluci más la que llevaban los más de veinte clanes familiares que allí se daban cita. Parecía suficiente.
—Hemos llegado, señor Gabbana.
En la entrada se agolpaban algunos periodistas equipados con sus cámaras y unos chubasqueros de plástico para evitar que el agua calara su ropa y enseres. La seguridad personal de mi padre se colocó junto a su puerta para evitar que se agolparan allí todos los fotógrafos.
—Bien, vamos allá. —Dibujó su mejor sonrisa y golpeó suavemente el cristal tintado de aquel Maybach.
Emilio, jefe de personal, se colocó la muñeca cerca de su boca y murmuró algo por el dispositivo que llevaba. Abrió la puerta y se inclinó.
—Todo controlado, Silvano. Cuando usted quiera podemos entrar al hotel.
—¿Han llegado todos? —preguntó mi padre colocando un pie fuera del coche.
—Sí, solo falta Valentino Bianchi, que vendrá acompañado de Kathia Carusso.
Sentí un escalofrió al escuchar su nombre. Había olvidado que Kathia estaría allí y que iría acompañada de Valentino. Se me revolvieron las tripas al imaginarlos juntos.
«¿Cómo podía estar con él?», me pregunté.
Valentino no era suficiente hombre para ir al lado de Kathia. Era un capullo que se las daba de inteligente. ¿Eso es lo que ella quería?
Negué con la cabeza, intentando disipar mis pensamientos. No quería que Kathia estuviera en ellos, no quería que perteneciera a ellos. Solo deseaba que desapareciera esa ardiente quemazón que me producía. No quería que una niña engreída se adueñara de mi mente pero, hasta ese momento, lo estaba logrando.
Mi padre salió del coche derrochando el carisma que le caracterizaba. Le siguieron mi madre y mis hermanos. Mientras la prensa les perseguía hacia el hotel (sin apenas dejarles caminar), yo me quedé en el vehículo, esperando para salir sin ser visto.
Me coloqué bien la chaqueta de mi traje Gucci y escondí mi cabeza entre los hombros comenzando a caminar hacia los árboles que guardaban la fachada del hotel; entraría por la parte de atrás.
Kathia
Su mano tomó la mía y se la llevó a los labios para darme un suave beso. Me molestó sentirle tan cerca, a pesar de la dulce y delicada caricia. No le había dado permiso para que se tomara esas confianzas. De hecho, tampoco tenía interés en asistir a la fiesta con él. Por culpa de su actitud cariñosa, todo el mundo tendría la impresión de que Valentino y yo éramos pareja, y eso quedaba muy lejos de la realidad. No era su novia ni quería serlo, por mucho que a mis padres les enloqueciera la idea. Valentino jamás me tendría.
Valentino tomó su copa de cava y yo apreté los labios para intentar controlar mi repentina ira. Solo nos quedaban unas calles para llegar al hotel. Me pareció una travesía interminable.
Me concentré en la lluvia. En ese momento caía con más fuerza y arrastraba una corriente rabiosa que agitaba todo a su paso. Tuve la sensación de que estábamos en noviembre y no en enero.
—Mi madre tiene unas ganas enormes de verte —me dijo. Yo le miré, casi arrastrando mis ojos, y forcé una sonrisa—. No deja de hablar de ti a todas sus amigas…
Annalisa solo había podido verme una vez durante toda la semana, y fue la noche del jueves, cuando los Bianchi y los Gabbana asistieron a la cena que se organizó en mi casa. Al parecer, aquellas veladas se repetían con frecuencia.
—Si habla de mí es porque alguien le ha dado ese tema de conversación, ¿no crees? —dije un tanto molesta.
—Bueno, debo admitir que le he hablado de ti, y a mi madre le ha resultado fascinante.
—¿Puedo saber por qué?
—Es obvio, ¿no? —Volvió a coger mi mano después de soltar la copa. Desvié mi rostro hacia la ventana intentando controlarme—. Kathia, creo que eres lo suficientemente lista como para saber que me siento atraído por ti. Y, al parecer, por la reacción de tu piel cuando te toco, tú también sientes lo mismo por mí. —Retiré la mano.
—Creo que es… pronto… para hablar de estas cosas, Valentino. —Intenté ser respetuosa a la par que evitaba tartamudear; solía hacerlo cuando estaba demasiado enfurecida.
—¿Pronto? ¿A qué te refieres? —preguntó extrañado.
—Apenas nos conocemos —dije con rotundidad.
El coche se detuvo. La luz anaranjada del hotel Belluci nos iluminó de repente.
—No necesito conocerte, Kathia. Yo sé lo que quiero y con eso me basta. No soy buen amigo del tiempo —continuó, cínico.
—Veo que no te gusta esperar —repetí, susurrando.
«Maldito gusano asqueroso», pensé.
Estaba echado sobre mí, soltándome todas aquellas patrañas como si tal cosa… Era como si me estuviera preparando para lo que me esperaba dentro.
—Sencillamente, hay gente que tiene la suerte de no encontrarse con esa palabra. Suena mal ¿no te parece? No, sin duda la espera no está diseñada para gente como nosotros, Kathia —concluyó.
Mi puerta se abrió y el chófer me ofreció una mano mientras sostenía un paraguas con la otra. En ese momento, unas frías gotas entraron en la limusina y rebotaron contra mis medias. Suspiré y le di la mano. Fue entonces cuando me percaté de los fotógrafos que esperaban en la entrada. Había estado tan absorta en la palabrería de Valentino que ya no recordaba que asistiría la prensa. Rápidamente, se agolparon a mi alrededor. Me envolvieron con flashes y preguntas sin dejar de repetir mi nombre cuando el chófer me cogió del brazo.
—Señorita Carusso, le aconsejo no hablar de la fiesta —me previno el chófer.
—Ricardo, eso no es asunto suyo, ¿no cree? —masculló Valentino, rodeado ya de dos de sus guardaespaldas.
—Lo siento —se disculpó.
¿Qué no era asunto suyo? ¿Qué quería ocultarme Valentino? ¿Qué ocurría con aquella fiesta?
—Por favor, dejen pasar. —El perfilado rostro de Valentino intentaba dar una imagen agradable a los medios.
—Señor Bianchi, ¿viene acompañado de su novia? ¿Kathia Carusso es su pareja? ¿Desde cuándo están juntos? —comenzaron a preguntar todos a la vez casi gritando. Yo no salía de mi asombro, pero me impresionó aún más que Valentino no negara nada. Solo sonreía entre carcajada y carcajada mientras me arrastraba hasta el hotel. Quise matarle.
Al entrar, suspiré intentado recuperarme de lo que acababa de suceder. No estaba acostumbrada a ese tipo de cosas, era la primera vez en mi vida que me abordaban los medios de comunicación y ahora sería portada de todos los periódicos de la ciudad porque Valentino no había sido capaz de desmentir los rumores (que él mismo había creado) sobre nosotros. Él era muy conocido. Era de una familia importante y famosa en el mundo de la política. No sería la primera vez que un Bianchi se convertía en alcalde de Roma.
Le sentí detrás.
—¿Sabes que estás espléndida? —susurró rozando la curva de mi cuello con sus dedos antes de quitarme el abrigo.
Me retiré furiosa y giré el rostro hacia él.
—No somos novios —mascullé.
—No estaban pidiendo tu opinión —dijo, refiriéndose a los periodistas.
—Pero debiste darles la respuesta correcta.
—Puede que esa fuera la respuesta correcta, Kathia. No tomes decisiones tan rápido. —Me acarició el mentón.
Volví a apartarme, irritada por su comportamiento. ¿Qué quería conseguir? Si se trataba de un capricho de niño rico, no tenía ninguna gracia.
—Tengo criterio, Valentino, y sé tomar mis propias decisiones. —Levanté un dedo para señalarle—. Y créeme, sé cuándo son definitivas.
Quise irme, pero me cogió del brazo con fuerza. Miró de soslayo hacia atrás y se percató de que el recepcionista estaba allí intentando mantener el tipo. Apretó los dientes y fue soltando mi brazo lentamente. Quiso remediar su arrebato de furia fingiendo una actitud dulce y delicada.
—Yo decido si es definitivo o no. ¿Te queda claro? —replicó con una falsa sonrisa.
—¡No!
—No me grites —me amenazó.
—No me trates como si fuera una estúpida.
Abandoné el vestíbulo y le dejé atrás. Pero cuando entraba en el gran salón, Valentino tomó mi mano y entrelazó sus dedos con los míos. Varias personas contemplaron la escena y él sonrió. Sabía que no podía montar un numerito para que todo el mundo fuera testigo de nuestra reyerta. Me tragué mi orgullo pero intenté transmitirle toda mi furia.
Cristianno
La observé conversar con Annalisa Costa, con Olimpia, con su madre y con Marzia mientras Valentino acariciaba su espalda; esta vez sí estaba cubierta, concretamente por un vestido de cóctel color marfil. Pero daba igual lo que se pusiera, siempre me causaba la misma impresión, el mismo fuego.
No parecía cómoda. Escuchaba parlotear a Annalisa con poco entusiasmo, pero nadie pareció advertirlo. Yo sí. Comenzaba a conocerla, lo que no dejaba de ser preocupante porque significaba que la observaba demasiado.
Enrico tocó mi hombro sacándome de mi ensimismamiento. Se colocó frente a mí con una sonrisa en los labios un tanto incrédula. Como si me estuviera leyendo la mente.
—Es extraño verte tan solo en este tipo de fiestas. Siempre sueles estar acompañado de alguna mujer. ¿Qué ha cambiado? —Cogió un vaso de vodka de una de las bandejas y se apoyó en la barra esperando a que contestara.
Me intimidaba que Enrico me contemplara de aquel modo. No me convenía que lo hiciera durante demasiado tiempo. Sabía que podía terminar descubriendo lo que agitaba mi cabeza. Él me conocía tan bien como Mauro.
Suspiré y tomé un sorbo de mi ron mientras desviaba la mirada hacia Kathia. No pude evitar el impulso de hacerlo.
—En fin, no hace falta que contestes. Tu mirada azul te ha delatado. —Se acercó a mí—. Una vez más.
—Enrico, no sigas por ahí. —Hice una mueca.
Miró hacia la muchacha. Yo sabía que la quería como a una hermana.
—Es una niña maravillosa.
—De niña la verdad es que tiene bien poco, créeme —dije sin poder contenerme.
Soltó una carcajada y aproveché para volver a mirarla.
—¿Por qué no me dices de una vez qué te pasa con ella? Porque está claro que algo sucede. Te conozco bien, Cristianno. Y a Kathia también la conozco muy bien. —Se puso serio—. Y está claro que algo pasa entre vosotros dos.
—No lo sé, Enrico. Lo mismo me ha preguntado Mauro y lo mismo le he respondido. —Resoplé descubriendo un nuevo calor en mi cuerpo—. De lo único que estoy seguro es de que no quiero tenerla cerca. Hace que me sienta…, no sé, como perdido.
Enrico frunció el ceño.
—¿Amor? —dijo.
Me puse tenso y le miré con el rostro duro formando una línea con mis labios. Negué con la cabeza.
—No —dije rotundo—. No menciones esa palabra. Ya sabes lo que el amor significa para mí: nada.
—Eso no quiere decir que alguna vez lo sientas.
—¿Como tú? —contraataqué.
Enseguida me arrepentí de aquel comentario. Sabía que Enrico estaba casado con Marzia pero que no la amaba.
—No puedo enamorarme. No, si voy a ser el dueño del imperio Gabbana. —Me sorprendió el dolor que salió de mi voz—. Los hombres como nosotros no podemos enamorarnos.
—Y tus padres, ¿dime? ¿Y tus abuelos? ¿Y tus tíos? —Empezaba a ofuscarse—. Por Dios, Cristianno, eso son gilipolleces. Puedes ser un hombre de negocios y amar a tu esposa al mismo tiempo. —Me señaló con un dedo—. Lo que a ti te pasa es que tienes miedo de descubrir que estás loco por Kathia. No seas niñato, esa faceta dejaste de tenerla a los trece.
Se marchó aprisa. Si no le conociera, habría creído que estaba enfadado; seguramente solo intentaba darme una lección.
Kathia
Annalisa no dejaba de cotorrear mientras intentaba moverse en aquel vestido color canela tres tallas más pequeño. Era una mujer recia, apasionada por las joyas, y una cotilla de mucho cuidado. Conocía los movimientos de todas las personas que se encontraban en aquel hotel. Era la típica cincuentona de cabello rubio oxigenado, rellena de silicona y malgastadora compulsiva que no se daba cuenta del millón de problemas que tenía en casa, pero sí de los pequeños contratiempos que tenían los demás. Por supuesto, era íntima amiga de mi madre. Tanto, que ambas eran fundadoras del club de campo (utilizando sus famosos apellidos): Costa Di Castro, también conocido como «El club de las arpías». ¿Qué se podía esperar de personas como ellas? Tomaban té, jugaban al golf y criticaban a sus maridos sin pensar que todo se lo habían proporcionado ellos. Resultaba patético.
—Debo confesarte que eres la perfecta compañera de mi hijo —me dijo Annalisa, sin darse cuenta de que yo me encendía.
—No somos… —quise corregirla.
—Llevas razón, mamá. Le he dicho que estaba preciosa justo antes de entrar —interrumpió Valentino.
Se acercaban a nuestro grupo más amigas-arpías de mi madre. Mis tripas comenzaron a removerse.
A esas alturas, mi sonrisa prácticamente solo servía como anuncio de dentífrico. Valentino se aferró aún más a mi cintura aprovechando que la gente me observaba maravillada. Solo me faltaba un letrero de luces de neón sobre mi cabeza que pregonara «la hija de Angelo Carusso ha vuelto». Repugnante.
La tortura de estar allí subió de nivel cuando mi hermana comenzó a comportarse como una adolescente. Siempre llamaba la atención de la manera más ridícula. Por suerte, todavía no estaba ebria. Aunque no le hacía mucha falta recurrir al alcohol si tenía a mi madre cerca; formaban un dúo perfecto.
—Debo decir, Marzia, que estás fabulosa esta noche.
—¿A que sí? —reiteró, haciendo aspavientos.
La miré de arriba abajo. Llevaba un vestido rosa pálido de cuya falda le colgaban una especie de plumas. Era horroroso.
—Estás ideal, querida. —Mi madre seguía halagándola.
«Encima de falsa, mentirosa», gritó una voz en mi fuero interno.
—Marzia está maravillosa, pero debo decir que Olimpia está realmente hermosa esta noche —añadió Valentino, tomando la mano de mi madre y llevándosela a los labios.
—¡Valentino! Tú siempre tan encantador —contestó mi madre, sonriendo como una adolescente. Me resultó vomitivo.
—Oye, dónde está… —Iba a preguntar por mi cuñado Enrico cuando noté sus dedos deslizarse por mi brazo.
—¿Me buscabas? —preguntó guiñándome un ojo.
—¡Enrico! —Me lancé a sus brazos—. Sálvame, por favor —susurré en su oído.
—Aguanta un poco más. —Me sonrió y se apartó un poco.
—Vaya, Enrico. No sabía que podías ser tan cariñoso —interrumpió Marzia con un extraño ataque de celos. Como si yo fuera a arrebatarle a su marido. Por Dios, era mi cuñado; un hermano para mí. Siempre habíamos estado muy unidos y ella lo sabía, no era nada nuevo. No comprendía por qué se extrañaba de nuestras muestras de cariño.
Enrico dio un paso hacia ella guardando una mano en el bolsillo. Estaba tan guapo aquella noche que costaba dejar de mirarle. Resopló y retiró un mechón del cabello rubio de Marzia para colocarlo tras su oreja. Ella se tensó al sentirlo tan cerca. Llevaban cerca de cinco años casados y todavía no se habituaba al dulce tacto de su esposo.
—Mi carencia de cariño hacia ti se debe a tu comportamiento esquivo, Marzia. No me ignores como lo haces y tendrás lo que quieres —le susurró, aunque los que estábamos alrededor lo escuchamos perfectamente.
—¿Lo que quiero? —preguntó, incrédula.
—Sí, lo que quieres.
—La verdad es que dudo mucho que tú seas capaz de darme lo que quiero, Enrico.
—Es verdad, no soy capaz de darte lo que quieres porque aborrezco ese aroma a alcohol que siempre llevas impregnado en la ropa —masculló, tensando su cuerpo—. Tal vez Marcello lo soporta mejor que yo. Kathia, mi vida, estaré rondando por aquí —me dijo, y dejó a los presentes sin saber qué decir.
Me costó digerir que Enrico supiera que el amante de su esposa era mi primo. Y no solo eso, sino que lo soportaba. ¿Por qué hacía una cosa así? Yo hubiese escapado hace tiempo.
Después de más de una hora recibiendo halagos de todas aquellas mujeres (y de alguno de sus maridos) con la sombra de Valentino pisando mis talones, me topé con Silvano y su hermano Fabio. Eran lo más parecido a Enrico que había en aquella sala. Me confortó hablar con ellos.
—Kathia, tan maravillosa como siempre. No sabes el placer que me da verte por aquí. La otra noche no pude decirte que espero que sea durante mucho tiempo —dijo Silvano, tras besarme en la mejilla.
Su sola presencia imponía tanto que hasta Valentino dejó de hablar. Ni siquiera intervino, y yo agradecí prescindir de su voz durante un rato.
—Debo decir que he vuelto para quedarme, Silvano. No volveré al internado. Además, falta menos de un año para que cumpla la mayoría de edad y ya podré decidir —dije con convencimiento. Esperaba una reacción de Valentino, pero se limitó a mirarme con cierto desafío en los ojos, sin atreverse a contradecirme.
En ese momento, Fabio miró a Valentino de una forma exigente. Él le apartó la mirada con rapidez. No comprendí bien aquel gesto, pero percibí cierta tensión entre ambos.
—Enseguida vuelvo —dijo Valentino en cuanto vio a mi padre.
Sonreí volviendo la mirada a los Gabbana.
—¡Por fin! Creí que nunca se marcharía. Es increíble lo insistente que es.
Ambos sonrieron, pero percibí que Fabio no parecía a gusto con mi presencia. Me observaba atentamente y aquella mirada no me ayudaba demasiado. Era increíblemente parecida a la de Cristianno. Se notaba que eran familia.
—No deberías fiarte de él —dijo Fabio en un tono autoritario, pero cariñoso—. No es bueno para ti.
—Lo sé, pero mi madre está loca por él y ya sabéis lo que eso significa.
Fabio masculló algo antes de soltar la copa sobre la bandeja que portaba un camarero.
—Olimpia no sabe lo que hace. —Estiró las mangas de su chaqueta y se acercó a mí para coger mi mano—. Ha sido un placer hablar contigo, Kathia.
Se marchó caminando con paso ligero y dejándome completamente aturdida. ¿Por qué se había comportado así? ¿Acaso yo tenía la culpa?
—Lo lamento si he dicho algo…
—No, no. Tranquila. Es solo que está algo nervioso y cansado —dijo Silvano casi dándome un abrazo.
Fingí tranquilizarme, pero interiormente hervía de inquietud.
Valentino me arrastró a la pista de baile. Bailamos un vals demasiado pegados para lo que exigía aquel estilo. Aún no había visto a Cristianno y tenía que confesar que me fastidiaba que así fuera. No sabía por qué, pero necesitaba verle. Echaba de menos su mirada intimidatoria sobre mí.
Era preocupante, sí. Comenzaba a tener síntomas de masoquista.
La canción terminó y todo el mundo comenzó a aplaudir. Cuando quise hacer lo mismo Valentino me soltó un beso en los labios, arrastrándome contra su cuerpo y apretándome por la cintura. Me deshice de él de un empujón y le miré furiosa.
—No vuelvas a hacer eso. La próxima vez te arrancaré los labios —mascullé antes de desaparecer.
Necesitaba estar sola y no se me ocurrió mejor lugar que el cuarto de baño. O eso creía. Me disponía a abrir la puerta cuando escuché unas voces conocidas: las de mi abuela y mi madre. Hablaban fervientemente.
—¿Podrías bajar la voz? —clamó mi abuela entre susurros—. Me alteras los nervios cuando te comportas de ese modo. Obligándola no conseguirás nada —gruñó.
—Pues si hace falta, lo haré, pero quiero que su relación se formalicé lo antes posible. No he estado esperando tanto tiempo para que los caprichos de una niña me impidan lograr mi objetivo. Kathia acatará mis deseos.
¿Cómo? Fruncí el ceño al reconocer que yo era la protagonista de aquella conversación.
—Deberías ser más paciente. Tú eres la que tiene el as en la manga. No lo desperdicies ahora por tu codicia y sed de venganza, Olimpia. Todo llegará, pero a su debido momento.
—El momento llegó en cuanto volvió a pisar Roma.