Dos hombres disparan desde un rincón de muros y cascotes. Invisibles fragmentos de metralla vuelan en torno suyo; les rodea una espesura de balas rebotadas, de ruidos imprecisos, de nieve y lluvia, de truenos de antitanques. De vez en cuando un crujido amenazador, y trozos de tabique se desploman cerca de ellos: un polvo rojo de ladrillos rotos se alza como una gasa ensangrentada. La noche y toda la mañana defienden la posición, un minúsculo cuadrado de tierra bajo sus pies, un suelo encenagado de agua y orines, papeles y restos de comida.
Después del segundo cañoneo hay unos minutos de calma. Se miran.
—Repíteme lo que dijo. Dímelo tú.
—¿Para qué quieres oírlo? ¿No lo sabes?
—… como un siglo que lo he oído. No recuerdo bien.
—Lo recuerdas tan bien como yo, porque no has pensado en otra cosa.
—¿Iba a pensar en eso mientras nos rondaba la muerte?
—Sí, por qué mentir, como yo: los dos no tenemos otro pensamiento desde que ese hombre nos pasó su veneno.
—Lo dijo, sí. Ahora ya no lo dirá más —y hace un gesto hacia uno de los cuerpos que aplastan la cara contra el muro aspillado.
—Qué importa. Lo hablaremos nosotros y no nos lo podremos quitar de la cabeza. Porque yo también…
—Es tan difícil en un barrio vacío, evacuado totalmente, sin agua, sin luz.
—Será un sueño, una mentira: yo prefiero creer que es así.
—Lo explicó bien claro.
Se mete en la boca un trozo de nieve y la masca.
—Hay sueños muy claros.
—En estos meses todo es posible aquí; parecemos locos.
Vuelven a sonar disparos frente a ellos y de nuevo todo el estrépito de un ataque se les viene encima y el suelo tiembla. Unas veces se creen solos y dan voces de miedo y rabia y otras oyen carreras allí cerca y el escape de una ametralladora próxima. A sus lados, encogidos como ropa vieja, hay cuerpos inmóviles. Sobre ellos se inclinan los dos soldados y les van cogiendo de las cartucheras la munición que les falta. Asoman los fusiles por las troneras y apuntan precipitadamente a las arboledas del Parque del Oeste y al terreno donde los morterazos hacen saltar trozos de tierra oscura.
Con el atardecer decrece el ataque y viene un poco de calma. Los dos hombres también se tranquilizan, tosen, se hacen un gesto, se pasan las manos por las mejillas sin afeitar, se rascan debajo del casco.
—¿Tendremos que pasar otra noche?
Suena cerca un silbato. En la posición entran tres soldados y ellos retroceden y se unen a un grupo de la misma brigada. En la penumbra apenas se ven las caras, no se conocen. Tosen, se cierran los capotes y las bufandas en el cuello, encienden cigarrillos.
Un oficial con la cabeza vendada les quiere hablar, tartamudea palabras que ninguno entiende.
—¡Qué noche tan fría va a hacer! —exclaman. El grupo parece dispuesto a marchar; se acercan a un boquete en un muro, miran por él, se asoman a su oscuridad esperando algo que les vendrá del lado contrario del combate. Los dos soldados se han quedado los últimos y cruzan sus miradas. El más joven se pone la mano sobre los ojos.
—Me duele la cabeza, igual que un clavo en la frente, pero no obstante… me iría a la casa encarnada —y al decir esto hace una mueca con los labios como una sonrisa. El otro parece pensar, fijo en el suelo.
—Sí, también yo. Lo único que nos compensaría de este terror que vivimos ahora, de este cansancio, si fuese verdad lo que nos contó.
Oyen ruido de cacerolas que traen dos furrieles. Todos se agolpan, dejan los fusiles apoyados en las paredes, tienden los vasos hacia una garrafa que reparte vino, callados, temiendo despertar con sus voces los peligros ahora sosegados. Esperan quietos el rancho.
—Él lo decía con mucha seguridad, parecía convencido.
—Aunque fuera un sueño, me gusta creerlo. ¿Cómo puede mentir un hombre poco antes de morir?
—Nosotros ahora podíamos estar como él y, en cambio, vivimos. Iremos a la casa encarnada y buscaremos.
—Yo puedo ir ahora, luego vas tú. Si no la encuentro, te lo digo.
—¿Y por qué has de ir tú?
—Porque yo… necesito tocar su carne y besarla, es muy bella, él lo dijo y lo creo.
—¿Y yo no? Fue a mí a quien se lo dijo, me hablaba a mí, estábamos cerca y veía que yo le escuchaba y le creía.
—Él hablaba para todos, no se dirigió sólo a uno, quería que lo supiéramos por sí eso podía darnos un momento de esperanza y cuando esto acabara nos encontrásemos con ella y supiésemos cómo es una mujer.
Alguien les llama para que se acerquen al grupo y pongan los platos y echarles rancho caliente. Silenciosos, sin mirarse, esperan su turno y luego se apartan y lo toman sorbiendo.
—Me voy, no espero más; aquí estaremos toda la noche, da tiempo de sobra.
—No vayas, quiero ir yo el primero, déjame a mí.
—Espérate, yo veré si es verdad, conozco el sitio, no tardaré nada en llegar.
—El que va soy yo, tú aguardas, primero yo.
—¿Y eso por qué? ¿Qué eres tú más que yo? Los dos una mierda, somos iguales, mañana o pasado habrán terminado con nosotros, de ésta no nos salvamos.
Aumentan los disparos, se ven fogonazos muy próximos y hasta donde están llega una granizada inquietante que golpea las paredes y hace saltar trozos de revoco. Los hombres se agrupan en el fondo de la posición.
—Bueno, pues a suertes, a cara o cruz —saca una moneda, se la pone en la palma de la mano—. Yo, cruz.
—Yo, cara.
La moneda sube en el aire y cae al suelo. Los dos se arrodillan y con la llama de un encendedor la iluminan.
—Cara. Voy yo, ahora mismo, espérame aquí.
Se asomaría a la calle cerrada por montones de escombros, por la caída incesante de los menudos copos. Vacilaría un momento, mirando a un sitio y a otro, pisaría la nieve crujiente, escucharía atento. No se oía un disparo, ni una voz, ni un auto… El soldado avanzaría por calles desiertas, pegado a la pared, sorteando grandes hoyos en el suelo. En un cruce dirigiría su mirada hacia la izquierda: la superficie perforada de una fachada inmensa le haría detenerse, levantar los ojos hasta los últimos pisos: una enorme cuadrícula de ventanas negras, extendida en todas direcciones, dañándole con su igualdad repetida. Por primera vez se fijaría en que balcones y ventanas estaban abiertos, alineados, dispuestos para una visión incomprensible que aumentaría la soledad del barrio deshabitado: se asomaría una mano o una cabeza de alguien inclinado para verle marchar sobre la nieve.
Atento al suelo, seguiría hacia el chalé y junto a éste la casa encarnada, tan alta que se hundía en la niebla. Al llegar frente a ella se encontraría con el portal sombrío y tendría miedo. Cautelosamente, con las manos extendidas y tensas —como un sonámbulo que se obstina en andar a través del sueño—, entraría, bajaría unos escalones tanteando la pared. Echaría la cabeza para atrás y gritaría con fuerza: «¿Dónde estás?».
El grito se perdería por mil sitios y llegaría lejos, pero nadie contestaría. Otros gritos habrían cruzado aquella casa y habrían tenido su respuesta por el hueco de la escalera o detrás de puertas cerradas, pero ahora el soldado no oiría ni una voz lejana ni un susurro cerca de él. Un silencio total.
Daría unos pasos, torcería a la derecha y desembocaría en un patio más sombrío aún que la calle, donde la humedad, las basuras, los restos podridos, precipitaban la noche. «¿Dónde estás?», volvería a gritar.
Al fondo vería un imperceptible punto de luz a ras del suelo. Se aproximaría a él despacio, se agacharía y pasaría su mirada por un ventanuco. Allí arrodillado dejaría de respirar largos segundos; la luz venía de una vela puesta en una mesa. Junto a ella habría una mujer muy vieja que se inclinaba sobre su labor, que las manos pequeñas y delgadas, hacían con presteza. Vería su cabeza casi blanca y el gesto atento, los ojos bajos rodeados de arrugas y sombras que la vela proyectaba sobre la anciana que cosía en silencio.
«Eh, madre —diría con voz forzada, erizado y sometido a una angustia profunda—. Eh, soy yo» —y con los dedos ateridos tamborilearía en los cristales de la ventana, pero a esa llamada la madre no contestaría ni se daría por enterada y toda su atención sería para el movimiento de la aguja. «¿Qué haces ahí? ¿No me oyes?». Creería que hablaba, pero acaso ni llegaría a pronunciar tales palabras y se sentiría traspasado de aire húmedo y de soledad. Cerraría los ojos, se levantaría y pensaría buscar la puerta de aquella habitación, pero en seguida se daría cuenta que era inútil, que ya nunca podría volver a cruzar la palabra con su madre, ni allí ni en ningún sitio, y rozaría la pared como el único apoyo posible. Daría unos pasos y percibiría otro pequeño resplandor, y volvería a agacharse y a mirar ávidamente: dos mujeres, una frente a otra, charlaban y accionaban en una conversación que no podía oír. Y esta vez estaría allí mucho más tiempo, intentando comprender algo, entender el diálogo de sus dos primas, a las que reconocía claramente, como las viera la última vez, pero hasta él no llegaría nada de su voz y el cristal de la ventana resultaba un muro cerrado. Sí, allí olvidaría las balas cruzando por encima de su cabeza como algo pasado hacía muchos años, y largo rato seguiría la charla automática de las dos mujeres sentadas frente a frente. Sólo el agua de un canalón goteaba en algún sitio del patio.
«¡Casilda, Casilda!», llamaría por oír su propia voz en aquel patio de muerte, aun sabiendo que era inútil llamar a los que no tenían ningún nombre.
Comprendería que debía apartarse de allí y buscar a la otra mujer, por la que había venido, una mujer guapa, carnosa, y con esfuerzo echaría un vistazo alrededor y se acercaría a otro ventanuco herméticamente cerrado y después a otro y a otro, y en el tercero habría una ranura iluminada y por allí sorprendería la figura de una mujer joven que afanosamente peinaba su larga mata de pelo bajándole por los hombros. Un peine pasaba una y otra vez a lo largo de aquel pelo oscuro y la mano blanca, lo único que se destacaba en la penumbra, subía y bajaba incansable en la tarea que él había visto hacer tantos días a su hermana, desde niña, con gestos repetidos mil veces.
Miraría aquella cara apenas perceptible y querría comprender por qué su hermana estaba allí, qué hacía ante él, qué quería decirle, pero aquella noche nada tendría aclaración. Desviaría la mirada, primero hacia la oscuridad de la habitación, luego hacia el cerco de la ventana, a la pared, al suelo de nieve sucia, y pretendería volver a la calle. Pero con toda seguridad no le sería posible encontrar el camino.
El soldado que aún tiene en la mano la peseta murmura:
—¿No querías ir? ¿Por qué no lo haces? Aprovecha.
Pero no tiene contestación. Mueve a su compañero, le coge del capote y percibe el peso del brazo abandonado. Le va a iluminar con el encendedor, pero se contiene: comprende que le ha llegado el turno, él ahora tiene que ir a la casa encarnada, salir por el boquete del muro y asomarse a la calle cerrada por montones de escombros, por la caída incesante de menudos copos de nieve.