Bajaba aquella tarde por la calle de Benito Gutiérrez camino de la Brigada y con el cuidado de no tropezar en los adoquines sueltos apenas si levantaba los ojos del suelo. Por encima de mí, en el cielo, los resplandores del atardecer madrileño, tan asombroso a veces por sus colores grana y cobalto, contrastaban con la penumbra que empezaba a cubrir las fachadas destrozadas de los edificios.
Atravesaba entre montones de tierra, balcones desprendidos, marcos de ventana, crujientes cristales rotos, ladrillos, tejas y en el absoluto silencio del barrio, las botas producían un roce rítmico que yo me entretenía en ir siguiendo.
Calle abajo iba acomodando mi caminar al ritmo de los pasos y mentalmente repetía su compás. Pero al resbalar un pie en un cartucho vacío y pararme y quebrarse aquella música de tambor, me di cuenta que continuaba en un rumor imperceptible que no era el hecho por mí. Creí que el eco —siempre acechándonos desde las casas desiertas— repetía mis pasos. En seguida comprendí que esta vez no era el eco y que venía de la derecha. Miré hacia aquel lado: encontré un palacete rodeado por un jardín que a pesar del invierno conservaba arbustos verdes y grandes enredaderas. Los balcones estaban abiertos y las persianas rotas; una esquina del tejado se había hundido, en la fachada faltaban trozos de cornisa, pero, aun así, tenía un aspecto elegante y lujoso.
Del jardín me llegaba un ruido chirriante y acompasado, ruido metálico como el de las veletas cuando las hace girar el viento. Pero no hacía viento ni había veletas; encima del tejado, las nubes solamente que tomaban colores difícil de describir. No debía extrañarme y me extrañé. Algunas veces subían hasta allí los de la Brigada a buscar una silla o a husmear por las casas vacías, pero aquella tarde presentí algo diferente.
Despacio, sin hacer ruido, me acerqué a la cancela entreabierta y miré dentro del jardín. Estaba cubierto de hierbas, había dos árboles caídos, uno de ellos apoyado sobre la escalinata de piedra blanca que subía hasta una gran puerta, abierta y oscura. Aquello, como era de esperar, estaba vacío y abandonado; recorrí con la mirada todo el jardín, precisé de dónde venía el ruido, y entre las ramas bajas de los arbustos vi dos manos —dos manchas claras en la media luz— que subían y bajaban. Avancé la cabeza, entorné los ojos; sí, ante el brocal de un pozo una persona tiraba de la cuerda y hacía girar la roldana que chirriaba acompasadamente.
—¿Qué hará ése ahí? —me dije, y traspasé la cancela, pero debí hacer ruido con las malditas botas y en un instante las manos desaparecieron y oí cómo chocaba un cacharro de metal en el pozo.
Si hubiera sido un soldado no hubiera huido. Tuve curiosidad y, bordeando la casa, fui hacia allí.
Colgando de la rueda las cuerdas oscilaban aún. Las puntas de los matorrales que crecían alrededor se mecían en el aire y señalaban el sitio por donde había escapado aquella persona: una puerta baja, también abierta, que debía de ser del sótano; la única entrada en aquel lado de la casa.
Aquello era sospechoso y sin pensarlo bien —lo que en realidad debía haber hecho— me metí por ella, bajé unos escalones y en la penumbra distinguí otra puerta. Crucé aquella habitación o lo que fuera y me encontré en un pasillo aún más oscuro. A su final oí un golpe, como de dos maderas que chocasen.
Fui hacia allá con la mano en la funda de la pistola, intentando descubrir algo, ver en la semioscuridad. Subí otros escalones; empujé la puerta entreabierta y choqué, yo también, contra un mueble, acaso una mesa. No me detuve porque en el marco de una puerta abierta y más iluminada había percibido una sombra que desaparecía.
Entonces fue cuando grité por primera vez. No pensé lo que hacía, acaso por la costumbre de gritar órdenes, pero al ver la figura que se esfumaba grité:
—¡Para! ¡Quieto!
Fue un grito tan destemplado que me retumbó dentro de la cabeza y me hizo daño en los oídos: resonó en toda la casa y oí cómo se perdía en aquel edificio abandonado y cómo lo repetían las paredes en lejanas habitaciones. Me estremecí y deseé estar en la calle cuanto antes.
Entré en una pieza amplia, iluminada por dos balcones que dejaban entrar la luz del atardecer. Allí no había nadie; solamente muebles grandes y antiguos, algunas butacas caídas por el suelo que, como la calle, como todo el barrio, como todo el país, estaba cubierto de basuras y escombros.
Lejos, en otra habitación, oí de nuevo un ruido: esta vez más intenso, más continuado; pensé en alguien que cayese por una escalera: un ruido que había oído siendo niño y que fue seguido por los lamentos de mi tía Engracia, que se rompió una pierna. Pero ahora no se oyó voz alguna y todo volvió a quedar en silencio.
A grandes pasos, sin preocuparme de que mis botas retumbasen, corrí hacia allí; atravesé otra pieza, hallé —como presentía— una escalera espaciosa, subí por ella de dos en dos y al encontrarme en el piso superior noté más luz —mis ojos ya se acostumbraban— y fui atravesando habitaciones que me parecían iguales, con los balcones abiertos y las puertas igualmente abiertas, cuadros antiguos que ocupaban las paredes, mesas cubiertas de polvo, vitrinas vacías, sofás y sillas derribadas por el suelo.
Delante de mí una persona escapaba. Estaba seguro de que no se había ocultado en ningún escondrijo, sino que iba corriendo de habitación en habitación, sorteando los muebles, atravesando las puertas entornadas por las que pasaba yo también anhelante, escudriñando los rincones y las grandes zonas de oscuridad y las altas cornucopias sobre las consolas y los amenazadores cortinones que aún colgaban en algunos sitios. Crucé por tantas habitaciones que pensé si estaría dando vueltas y no iba a encontrar la salida cuando quisiera bajar a la calle. Ninguna puerta estaba cerrada y todas cedían a mi paso como si quisieran conducirme a algún sitio.
No me atrevía a gritar. El grito que di antes había sido repetido tan extrañamente por todos los rincones de la casa que no me atreví a dar otro. Además, era absurdo llamar a alguien que no sabía quién era y si podía escucharme.
Tras una puerta encontré otra escalera: distinta de la anterior, no tan ancha y sin la baranda de madera torneada. Terminaba en una oscuridad completa y de aquel pozo sombrío me llegó un olor extraño, desagradable, que quise recordar de otras veces.
Fue entonces cuando vi el primer gato: desvié la mirada y le vi en el borde del primer escalón, con el lomo arqueado y la cola erizada. Miraba hacia abajo y cuando me oyó pasó junto a mí como un relámpago y entró por donde yo salía. Era un gato de color claro, grande, casi demasiado grande, o al menos eso me pareció. Luego vi otros muchos gatos, había allí docenas de ellos, pero ninguno me desagradó como aquél, aquella forma viva, inesperada que encontraba delante.
Pero a quien yo perseguía no era un gato. Era una persona que sacaba agua de un pozo y no quería encontrarse conmigo. Un animal nunca me hubiera dado la sensación penosa de perseguir a un ser humano. Tuve que lanzarme escaleras abajo, a las habitaciones más oscuras del piso primero donde había más objetos, o qué sé yo qué demonios, contra los que tropezaba, y el suelo parecía estar levantado y lleno de inmundicia.
Entré bruscamente en una sala y percibí un movimiento a la derecha; alguien se movía casi frente a mí. Me encontré con un hombre que sacaba de su funda la pistola: era yo mismo reflejado en un espejo, en un enorme espejo que llegaba hasta el techo. Y confusamente me vi en él, con la cara contraída, la bufanda alrededor del cuello, la gorra encasquetada. Era yo con cara de espanto —perseguidor o perseguido— haciendo algo extraño: cazando a alguien en una casa vacía, medio a oscuras, empuñando un arma, contra mí mismo, dispuesto a disparar al menor movimiento que viese.
En vez de tranquilizarme, verme en el espejo me inquietó aún más, me reveló como un ser raro, como un loco o un asesino. Pero ya no podía detenerme ni abandonar aquella aventura, aquella carrera en que chocaba con obstáculos y sombras, huyendo del miedo. Seguí adelante y tuve que dar patadas a las puertas y a las sillas y hacer ruido y estrépito y entonces empezaron los gatos a cruzar ante mí, silenciosos, rápidos, pegados al suelo, pero en cantidades asombrosas; había tres o cuatro en cada habitación. A mi paso escapaban como en un sueño maldito y algunos se detenían, levantaban la cabeza un segundo para desafiarme y luego huir.
Entonces empecé a blasfemar y a dar gritos, a soltar todas las palabrotas imaginables, vociferando como un energúmeno, y a dar puntapiés a diestro y siniestro. Avancé más y ante la escalera sombría no dudé y bajé por ella hacia lo que debía ser el sótano. Tuve que sacar el mechero y encender y levantarlo por encima de mi cabeza. Otra vez noté el olor repulsivo que me entraba por la boca y la nariz, un olor inexplicable. Así, atravesé cocinas cuyos baldosines reflejaban la ligera llamita azulada que a mi alrededor daba una tenue claridad.
Allí encontré la primera puerta cerrada, una puerta corriente de madera pintada, sin pestillo, que me sorprendió, a la que di especial importancia y ante la que quedé parado.
Apoyé en ella un brazo; no se abrió, pero sí me pareció que cedía un poco, igual que si una persona la sujetase con todas sus fuerzas. Esta idea me hizo estremecer y sentí aún más la tensión nerviosa que se contraía en el centro del estómago y a lo largo de las piernas.
Levanté el pie derecho y le di una patada. Retumbó en la pequeña habitación, pero no se abrió violentamente, como debía haber ocurrido, sino que cedió unos centímetros y a través del espacio abierto vi la impenetrable oscuridad.
Allí se ocultaba alguien. Casi podía decir que oía su respiración anhelante, acechando el momento de lanzarse contra mí. Percibí la amenaza tan segura y próxima que instintivamente el dedo índice de la mano derecha se dobló sobre el gatillo de la pistola y la detonación, el fogonazo, la presión del aire en los oídos, la sacudida de todo el cuerpo, el corazón detenido un segundo, me obligaron a parpadear y dar un paso atrás.
Oí en la puerta un roce; se abrió un poco más y cuando esperaba ver la figura humana que había estado persiguiendo tanto tiempo vi salir una rata de gran tamaño que desapareció en seguida. Un instante después aparecieron otras, gigantescas, atropellándose, y detrás de mí sentí los desagradables arañazos que hacían al correr; otras cruzaron en distintas direcciones. Miraba a un sitio y a otro y veía un enjambre de animales pequeños y sucios que yo conocía bien de las noches en las trincheras, con sus chillidos alucinantes. En aquel sótano inmundo debía de haber centenares y el disparo las había espantado.
En el silencio que le siguió percibí detrás de la puerta unos ruidos incomprensibles; durante varios minutos los escuché atentamente, sin entender qué eran. Antes de que aquella situación se transformase en una pesadilla avancé y empujé otra vez la puerta.
Al abrirse completamente, a la luz mortecina del encendedor, vi una escena que no había podido prever, pero que no se diferenciaba de la alocada persecución a través de la casa desierta: tenía delante una mujer vestida de verde, luchando con las ratas que le trepaban por la ropa; daba manotazos, patadas, se sacudía de encima las fieras pequeñas y tenaces que la mordían; como si bailase o tuviera un ataque de locura, se revolvía en las sombras y en el hedor nauseabundo de aquel subterráneo.
Había ido huyendo hasta el fondo del sótano, en donde había encontrado otros enemigos peores que yo. Una figura pequeña, vacilante, con un abrigo verde, que se contorsionaba.
La tenía encañonada, bajo la luz del encendedor y bajo mis, ojos. Pero no era una mujer: era un viejo, tenía barba crecida, y un momento en que quedó quieto ante mí y me miró, parpadeando, comprendí que era un hombre joven sin afeitar, con bigote lacio, la piel blanca como la cal y horriblemente delgado.
Vi sus facciones finas, sus orejas casi ocultas por el pelo largo, sus ojos hundidos en terribles ojeras, cegados por el ligero resplandor que yo había llevado a aquel sótano.
Noté que las ratas se me subían por las botas y trepaban por el pantalón, y pensé que tardaría poco en encontrarme como él, sin poder ahuyentarlas.
—¡Fuera, sal de aquí! —grité lo más fuerte que pude, y con el cañón de la pistola le mostré la puerta. Vaciló, pero al fin, encogiéndose, pasó junto a mí sacudiendo sin parar los faldones del abrigo y fue hacia la escalera. Le seguí, pero tuve que guardarme el arma para arrancar de una pierna uno de los animalejos que me había clavado sus dientes en la carne; al cogerle me mordió furiosamente la mano y lo estampé contra la pared. Ya arriba, aún di varios tirones de otro cuerpecillo blando y áspero que se aferraba a la pantorrilla.
Se apagó el encendedor y lo dejé caer. Me orienté por una leve claridad que llegaba de un balcón, y llevando delante a aquel tipo, que andaba torpemente, pero que iba de prisa, conseguí salir al jardín por la puerta central.
Había oscurecido mucho y cuando él se volvió hacia mí su aspecto me pareció aún más sorprendente. Llevaba un abrigo de mujer sujeto con una cinta, el cuello subido, roto en los brazos. Era como un fantasma o un muerto que yo hubiera sacado de la tumba. Me miraba callado y trémulo.
—Vaya carrera, ¿eh? —le dije, midiéndole de arriba abajo, sin levantar la voz.
Oí la suya por primera vez, que tartamudeaba un poco:
—¿Me va a matar?
—No, hombre, ¡qué tontería! —busqué algo que decirle; veía difícilmente su cara entre la oscuridad y la barba crecida, pero me pareció muy asustado—. Hay muchas ratas ahí dentro —se me ocurrió decir.
—Sí, está toda la casa llena.
—Pero los gatos, ¿no las cazan?
Dijo que no con la cabeza.
—Y tú, ¿qué? ¿Eres un emboscao?
No contestó; tenía los ojos fijos en mí y la mandíbula bajó un poco. Luego dirigió su mirada al suelo y ladeó la cabeza como si bruscamente algo le hubiera distraído. Levantó las dos manos y se las miró. Me di cuenta que estaban oscuras, pero en seguida comprendí que eran manchas de sangre. Yo también levanté mi derecha, que goteaba, y sentí el escozor de los desgarrones. Nos mirábamos las manos, pero mi pensamiento fue muy lejos, corrió por todo el país, que goteaba sangre, pasó por campos y caminos, por huertas, olivares y secanos y me pareció que en todos sitios encontraba manos iguales a aquéllas, desgarradas y sangrientas en el atardecer de la guerra.