Riesgos del atardecer

También el sol habría dado en otras caras, habría herido otros ojos y las mejillas de señoras de gesto sufrido con pelo tirante hacia atrás y gargantilla de tul color hueso, y rostros varoniles, unos abotargados por la vida sedentaria muy opípara, otros enjutos con hoscos bigotes sobre el cuello de pajarita, y otros de pelo cuidadosamente pegado con raya sobre frentes estrechas y mirada cansina porque la quietud, la calma, el orden meticuloso de las cajas, daba serenidad a las locas miradas juveniles y cuando el sol entraba cada tarde, los ojos parpadeaban y los dedos les hacían sombra, revelando una sortija de oro, un anillo con piedras engarzadas; ninguna cara faltaba a las citas diarias, a la imperceptible coincidencia en la proximidad de la caja registradora, dejando vagar las miradas por las estanterías alineadas y superpuestas, en las que de haber un hueco hubiera sido descubierto y probablemente recriminado si es que representaba un cambio en el orden, del que él siempre dijo que era la llave del éxito, y con todo cuidado colocaba dentro de la caja un mantón de Manila o una mantilla de blonda y la ponía en su lugar, deseando íntimamente no tener que volverla a tocar, no tener que bajarla para mostrar su contenido a un comprador ignorante o mal educado que venía a pisar el umbral del recinto sagrado y luego a palpar las adquisiciones de laboriosas vidas ejemplares.

Puesto que todos ellos habían pensado que el sol molestaba y podía amarillear los géneros, a él le incumbía cómo evitarlo por medios más generales que no fuera la pantalla de los dedos, ya que en la calle devastada, los dos escaparates resplandecían con numerosos artículos de gran calidad y selección, que si no tanto como pensaba —al colocarlos en las cajas—, que eran marfiles en lechos de terciopelo, sí eran excepcionales junto a los comercios cerrados, las fachadas salpicadas de metralla, el pavimento roto por los obuses y montones de basura junto a la acera. Debía venderlos y para eso estaban, pero bañados de sol atraían la codicia, el deseo no de comprarlos, sino de robárselos de día, violentamente, alegando razones políticas o de guerra, y de noche, saltando los cierres y apoderándose de todo en la oscuridad para echarlo en sacos y a hombros llevarse lo que habría de esperar en los estantes tiempo y tiempo para ganar valor, como joyas en un viejo estuche que se abre para recontarlas y un rayo de luz enciende un rubí como una gota de vino añejo, engarzado en el anillo que brillaba en su dedo y que bajó hacia el mostrador para señalar las manchas de sol que indiscretamente iluminaban todo.

«Entra mucho sol. Baje el cierre de ese escaparate», y cuando estuvo cumplida la orden pensó que las colchas de damasco con tanta luz se destacaban tras las lunas pese a que éstas estaban cruzadas con tiras de papel pegado, y era preferible retirarlas, ponerlas fuera del alcance de las apetencias, de las envidias, lo que tantas veces advertía Eloísa dentro de la trastienda, en el pupitre donde tenía los recibos, los libros, los vales de caja a los que se inclinaba largas horas, en los que apoyaba los nudillos salientes de las manos para afirmar: «Estoy enferma y nadie sabe lo que tengo».

Pero a partir de cierta fecha, cuando decía esto, bajaba la voz y se pasaba los dedos por delante de los ojos, como si algo le hubiera deslumbrado o quisiera retirarse un mechón de pelo invisible, pero quien eso pensara ante gesto tan habitual se equivocaría, como se equivocaban el marido y la hija, porque ella tendía a cubrirse la cara, a cubrir el secreto que llevaba dentro y al que quizá se refería al decir que nadie sabía qué enfermedad era la suya, pese a que el médico de la familia llegaba a media mañana y le tomaba el pulso. Cuántos consejos inútiles había sermoneado el marido a la hora de la cena, y cuántas veces se encogió de hombros la hija que la oía en silencio, sumergida en el estanque antiguo de sus ensueños, mientras la luz de cada mañana rompía peligrosamente las puertas del establecimiento, tal como pensaba él que ocurriría a una mujer bellísima que la claridad viniera a descubrir su cuerpo desnudo, el que había que tapar y proteger, y haciendo los movimientos necesarios, abría y cerraba los brazos: «Sí, vamos a poner unas cortinas de celofán», género sencillo, que se clavaron encima de los escaparates y llegaban hasta el suelo para que quienes mirasen no vieran nada del interior y ellos, desde dentro, sí pudieran ver la calle húmeda del chaparrón reciente, mujeres mal vestidas, niños, algunos hombres uniformados, y en la pared de enfrente unos carteles con dos soldados cruzados por un rótulo: «Ayudad a la defensa de Madrid».

Pero, al llegar la tarde, el sol entre nubes metió sus rayos allí y no sirvieron las cortinas; al contrario, su suave colorido reflejaba en todos sitios e iluminaba más, lo que fue comprobado por él mismo al contemplar desde el centro de la calle el resplandor de oro que tenía así hasta la puerta de la trastienda, color de las catedrales o de un palacio con infinitas luces que hacían tomar a todos los artículos un valor nuevo y magnífico similar al de los encajes ambarinos, que merecían todo esfuerzo, toda dedicación.

Cuando entró, oyó una voz no muy clara, atribuible a algún antepasado: «Sigue dando el sol en la caja de los camisones», y hacia allí dirigió los ojos y, efectivamente, un hilo dorado y luminoso pasaba por encima del mostrador y llegaba hasta el sitio indicado, lugar al que se habrían vuelto los que soñaban con la carne caliente y satinada a que estarían destinadas aquellas prendas algo pecaminosas, inconvenientemente descubiertas por el sol, y entonces, repitiendo el movimiento pudoroso, cerró más las cortinas mientras que, para quitar significación al movimiento, decía a Matías: «Hay mucho género en los escaparates», de lo que en seguida se arrepintió porque la venta podía bajar si no exponían, y su misión en aquella época cruel era salvar el negocio, sobre todo que no lo requisaran, que no lo socializaran.

«Vamos a retirar lo que no sea de temporada», y otra vez con un gesto medido y suficiente de la mano fue señalando prendas: primero, las camisas de mujer, azules camisas «imperio» que entre los dos fueron retirando y colocando en el fondo de una caja donde quedaron arrugadas, en las que coincidieron las miradas de los dos, que se encontraron al levantarse y les produjo un momento de embarazo, de malestar, que desviaron a unos calcetines finos de niño que Matías le iba pasando desde el escaparate y él guardaba hasta que suspendió aquel trabajo y entró en la trastienda.

Vio que su mujer no trabajaba; aunque inclinada sobre las facturas, estaba inmóvil y no leía ni escribía en el diario, ni sumaba mentalmente: una paralización total; dio dos pasos, se le puso delante y ella se sorprendió y fingió estar aplicada en sus cuentas, pero fue evidente que por unos segundos había estado absorta, a lo que él creyó conveniente preguntar: «¿Qué haces?», y oyó la voz de Eloísa: «¿No lo ves?», y siguió haciendo que calculaba, pero estaba atenta a la sombra cercana de él que la miraba exigiéndola algo, reprendiéndola, con una amenaza imprecisa que se refería… ¿a qué? Levantó los ojos para descubrirlo y, al verle fijo en ella, comprendió que la amenazaba sabiamente porque no descubría cuál sería su castigo, sino que lo mantenía pendiente sobre su cabeza días, meses, años.

Se levantó, se puso el abrigo y murmuró: «Voy a ver a mi hermana»; él, sin andar, la siguió con la vista: «Vuelve pronto», y apagó la lamparita que brillaba encima del pupitre.

Salió a la calle abandonando todo, quietud y seguridad de la trastienda, protección de convenciones y costumbres reconocidas y aceptadas, cerrándose bien el abrigo para resguardarse del contacto despiadado del exterior, y al llegar a Noviciado no tomó el camino de casa de su hermana, sino que dobló por Palma, entró en una casa modesta, subió a un piso y saludó a una mujer más joven que ella, alta y fuerte, con gesto decidido; la hizo pasar a un cuartito donde se sentaron a la camilla junto al balcón y donde enhebraron su diálogo íntimo y sincero, a veces doliente y a veces sarcástico, con alusiones ácidas y rencorosas hacia personas distantes e inadvertidas de que dos mujeres canosas, inofensivas, acumulaban la confidencia de su odio y su desprecio sobre sus imágenes evocadas, y mientras ellos cumplían con los ritos del quehacer diario, eran cercados por aquellas palabras de total aversión, mientras él ideaba colgar a cierta altura, en el fondo de los escaparates, batas negras y delantales para tapar todo con aquella pantalla de tela opaca, y cuando lo hicieron, notaron que, efectivamente, la luz dentro había disminuido mucho.

En aquel momento una sombra se interpuso en la puerta por detrás del visillo que hasta la mitad la cubría, y entró un hombre con boina y bufanda.

—Buenas tardes.

—Buenas —respondieron.

—¿Tienen ustedes calcetines de lana?

—No, no tenemos. Hace mucho que se terminaron.

—O de algodón, pero que sean de abrigo.

—No, ya no tenemos.

—Bueno, gracias —dio media vuelta y al abrir la puerta y salir se escuchó un cañoneo lejano.

Matías opinó que no debía de ser un rojo, pero el jefe le replicó que nunca se sabía; a lo mejor, un «mandamás» que se encaprichaba con aquello y lo requisaba, porque la verdad era que en los escaparates seguía habiendo mucho género del que acaso habría que retirar lo más tentador, las prendas de vestir, y un rato estuvieron quitando jerséis y bufandas, sin pensar bien lo que hacían, porque estaba acordándose de que, al dejar las camisas en la caja, se había desdoblado una y movido ella sola y se replegó por un lado, exactamente como si un ser vivo la animase o un cuerpo inmaterial se hubiera deslizado en ella con intención obscena de asustar a Matías, que también la había visto y se había sentido azorado.

En la calle de la Palma, en una casa modesta, las dos mujeres seguían hablando, la una sollozaba y la otra pretendía consolarla, pero su congoja llegaba a tal extremo que su amiga tuvo que acceder y la prometió lo tantas veces ofrecido y otras tantas demorado por las razones que ahora alegaba, pero Eloísa era tan acuciante en su desesperación, tomaba una actitud tan desesperada, que por fin aceptó dárselo aquella tarde, ponérselo en las manos, que cogieron el frasquito y lo encerraron en los guantes negros de punto, o en los de cabritilla o en los encarnados de fantasía que estaban casi rozando el cristal y que retiraron y en su lugar extendieron un felpudo que a nadie atraería y evitaría aquellas entradas tan desagradables, hablar con uno tras otro, salir de la trastienda a despachar, salir de su diálogo con los rostros submarinos de todos los que habían cimentado el comercio, despachar a clientes despreciables, lo que la parecía igual que el comediante al que acaban de atravesar con un puñal de cartón y vuelve a salir al escenario para cantar un aria; una actitud de cantante de ópera tuvieron las dos amigas delante del armario de donde había sacado el frasquito que no bien cogió se quiso marchar, como si pudiera perder la oportunidad de aquella tarde, a una hora determinada, fija desde hacía años y que ella pensaba aprovechar, y su amiga le dio consejos para perfeccionar el efecto y que fuera progresivo, empezando ahora con el fin de que quedara todo pronto terminado, jugada la carta definitiva, arriesgada pero la única salvadora, que para él —lo comentaba con Matías— era impedir la entrada de luz bajando el cierre del escaparate izquierdo, aunque se perdiera visibilidad para los paños de cocina, las batas blancas de médico y los mantelillos de croché sujetos en un cartón, pero cuando lo hicieron comprobaron que habían ganado penumbra y que poco a poco allí dentro había una atmósfera tranquila y opaca como en un mausoleo de ambiciones, de pingües beneficios.

Otra vez en la puerta apareció una persona, pero no entró, se limitó a mirar al interior y con su corpulencia tapaba todo el cristal, en tanto los dos se habían echado para atrás, ansiosos, rígidos, pegados al mostrador, en un silencio en que oían sus respiraciones y el leve chasquido de la carcoma, hundidos en interminables segundos, esperando que la puerta se abriese y ocurriera lo temido, y delante de la puerta del piso Eloísa se inclinó hacia su amiga, la besó y le dijo al oído: «Les odio a todos», y ambas estuvieron unos segundos abrazadas, reconfortándose con su afecto y sus demostraciones al despedirse. Pero aquella persona no llegó a entrar, se fue y ambos se movieron en las palabras de Matías: «Qué susto nos ha dado. ¿Quién sería? A lo mejor un comisario político que venía a incautarse de algo». «Lo que hay aquí más peligroso es la caja registradora: indica que este comercio la necesita, que hace muchas ventas. Habría que quitarla», pero se limitó a toser, a teclear con las uñas en el mostrador, a cimbrear la cabeza aprobando algo que pensaba y que le distanciaba de las personas que pasaban fugazmente por la calle, sin relación responsable con ellas, ajeno a armas y a amenazas, a manos que asesinan, a lugares de perdición en que campea el vicio, sin relación con personas abyectas que bordean la muerte, con desafíos en los barrios extremos o comilonas en el Casino de Madrid, seguidas de bacanales donde cada copa de champán es un paso al delito, cuando toda rigidez se quiebra y es posible dejar de ser lo que se es.

Era Eloísa que volvía; abrió la puerta y sin decir nada, ni un saludo ni un comentario a la oscuridad que encontró y al cañoneo que parecía aumentar y presagiaba una noche de obuses, pasó a la trastienda, fijos en ella los cuatro ojos, severos unos, respetuosos otros, y cuando ya había desaparecido, él levantó la voz para preguntar si había traído el termo con el café y desde dentro Eloísa contestó: «Sí, ahora te lo preparo».

La vio de espaldas, sin hacer nada, sin duda preparando ya la malta con una pastilla de sacarina que todas las tardes tomaba en la trastienda, despacio, saboreándola, con un dedo anular metido en el bolsillo del chaleco, escuchando si fuera Matías despachaba. «¿Está ya?», secamente, como enfadado por aquella marcha intempestiva, pero Eloísa tuvo un sobresalto y con la mano derecha le tendió el vasito, que era la tapa del termo, lleno de un líquido oscuro, para que se lo bebiese, pero tenía la cabeza vuelta, sin interesarse de qué forma lo tomaría, lo que él hizo como siempre, chascando la lengua y pasándose el pañuelo por los labios después de devolverle el vaso, y entonces sí encontró las pupilas dilatadas de la mujer fijas en él.

Cuando salió, ella metió en el bolso un frasquito vacío y con movimientos agitados se asomó a la puerta de la trastienda y allí esperó.

La tarde iba declinando y el comercio estaba sumido en la oscuridad, apenas se veía. «Los comercios están ahora muy amenazados», y a aquella hora el aire se adensaba con evocaciones de tiempos anteriores, con rumores que nadie podía producir, pero que eran inconfundibles, incluso crujidos de seda, el fru–fru antes soñado y deseado por clientas distinguidas, casi un zumbido en los oídos, y si se pudiera abrir un rato la puerta para respirar mejor, sentir el pecho lleno de aire satisfecho de haber terminado el día, uno más, plagado de peligros y unas ráfagas de destellos a la izquierda como si joyas engarzadas de diamantes cruzasen la tranquila atmósfera oscura y templada sin extrañarle, aunque tuvo que apoyarse en el mostrador, porque aquel espacio era el punto de condensación de anhelos, propósitos, esfuerzos de una larga familia, a la que también Eloísa pertenecía, aunque ahora su mente repasaba el exorcismo, el conjuro: «Los tres primeros días sólo se sienten mal; el cuarto se desmayan».