¿Dónde estaría ahora? Acaso por la calle, expuesta a mil peligros, o en casa de una amiga hablando de vestidos, del veraneo en Biarritz, de alhajas. Si pudiera tenerla allí delante… con la blusa entreabierta.
Se levantó de la butaca, fue al balcón, miró a través del cristal su propia vida de deseos como un cajón gigantesco donde estuviera arrojada una infame mezcla de tormentos.
Pero ella entonces taconeaba con impaciencia. Mejor no pensar, seguir atentamente la silueta del soldado en el repetido ir y venir ante el recuadro de claridad debilísima de la puerta; escuchar el golpe de los tacones una vez y otra —se alejaban, se acercaban—, hasta verle desaparecer por la derecha; dar una carrera, subir la escalinata y cruzar el gran vestíbulo escasamente iluminado por una bombilla pintada de azul; cerrar tras sí la puerta lateral y adentrarse por el ancho corredor donde no había nadie y donde no se oía ningún ruido.
Las puertas que lo flanqueaban con sus manchas oscuras estaban cerradas y no dejaban ver las oficinas y almacenes que allí habría… Apenas distinguía en la penumbra, yendo hacia el fondo donde estaba la puertecilla cuya llave, apretada en la mano, preparaba para introducirla con firmeza, venciendo los roces previstos, y hacerla girar hasta que el pestillo sonase.
Esperaba que le diera en la cara una bocanada de calor, condensado allí como una sustancia pesada y blanda, pero no fue así. Los hornos estaban apagados y al bajar tres escalones encontró una mayor claridad reflejada por largas filas de formas redondeadas, blanquecinas, a través de las que fue hasta el sitio donde tenía que estar una pila y un grifo. No le oía gotear en el silencio, pero, no obstante, lo vio a la altura de su cara, fijo en la pared, clavado en una cañería que bajaba hacia la oquedad de un fregadero de piedra artificial, ante el que ella abrió el bolso y sacó un rollo de tubo de goma.
Presionando con ambas manos, consiguió enchufarlo en el grifo, dejarlo allí prendido y extenderlo fuera de la pila de manera que hiciera una ligera curva cuyo extremo casi llegaba al suelo, rozándole los zapatos.
Dio el agua y el ruido le anunció que ésta fluía, y cuando borboteaba en el extremo del tubo bajó la vista para vigilar cómo se extendía por el suelo de baldosas encarnadas, y hecho esto se fue rápidamente hacia la puerta, y mientras subía los tres escalones echó una última mirada a los sacos de harina. Volvió a cerrar con llave y salió al vestíbulo.
—Salú —dijo junto al centinela, y por la oscuridad que rodeaba el cuartel caminó hasta la esquina de Amaniel, donde había un coche con los faros apagados, pero en el que retumbaba el ronquido del motor.
Cuando se sentó junto al hombre que estaba al volante, emprendieron la marcha a toda velocidad y salieron a Alberto Aguilera, murmuró:
—Todo bien.
Iba rígida, fija en los suaves destellos de luz que se veían en el cruce de San Bernardo, y sujetaba el bolso sobre las rodillas.
«Igual que Mata-Hari», se dijo, e imaginó su propia cara, tersa y bella, joven aún, echada hacia atrás para que las perlas de una diadema dorada brillaran sobre su frente.
—¿Qué has hecho de la llave? —le preguntó. Ella tuvo un imperceptible movimiento de hombros que él no pudo advertir.
Despacio, entre otros coches con las luces apagadas, cruzaron la glorieta de Bilbao, que hormigueaba de siluetas negras entrando y saliendo del Metro; las tiendas descubrían su iluminación interior al abrirse las puertas.
—¿Pudiste cerrar bien? ¿Comprobaste que había agua?
Ella seguía callada; sólo más tarde, al subir por la calle de Serrano, dijo:
—Mi cuñado quiere pasarse. Es una locura. Si fracasa y le cogen, caeremos todos.
El que conducía no hizo ningún comentario. El coche entró en una calle lateral y se detuvo junto a la acera. Rápidamente, la mujer se inclinó hacia el conductor, le apretó un brazo para despedirse y como si de aquella forma quisiera imponerle sigilo; sin embargo, cerró con un golpe la portezuela y se fue pegada a la pared. El hombre la siguió con la mirada desde su sitio en el volante y partió en dirección contraria.
Con pasos apresurados entró en un gran portal sin luz y subió tanteando la escalera, al final de la cual encendió el mechero para abrir una puerta: en ella había un rótulo bien visible: «Protegido por la Embajada de Bélgica».
En la sala abarrotada de muebles y cuadros se detuvo después de haber dado las luces de una araña que colgaba en el centro del techo. Pasó a otra habitación y un hombre joven fue hacia ella.
—¿Has podido hacerlo?
—Estoy cansada —y se dejó caer en una butaca junto a la radio para desde allí sonreírle y complacerse en su curiosidad. Le tenía delante: una figura esbelta, ágil, casi ingenua, aunque no era así y sabía cómo se enfrentaba con los braceros en las fincas de Jaén. A veces le era completamente ajeno, desgastado por ratos de antipatía y ratos de deseo. En otra butaca, la pequeña figura del marido esperaba sin duda que ella contase lo que acababa de hacer, pero no se sentía dispuesta a hacerlo y apenas atendió a sus preguntas o a cómo se levantó apoyándose en los dos bastones y se fue, haciendo sus ruidos característicos, de roces y golpes ligeros que no lograban atenuar la práctica y su contención de inválido. Entonces Jorge se le acercó, la cogió la mano y se la llevó varías veces a los labios.
—Ahora ya estará inundada toda la panadería —condescendió ella a decir, dejando escapar una especie de carcajada; él pasó los ojos a lo largo de su cuerpo, desde los hombros a las piernas, piernas largas, bien modeladas en medias de seda tan tersa como si fuera la misma carne, tirante desde la parte alta, donde aparecían dos broches del liguero, hasta el tobillo que se estrechaba para entrar en el zapato negro con gran tacón y una hebilla dorada.
Un zapato para alfombras mullidas y suelos encerados y no para tantear el pavimento de adoquines desnivelados que encontró al bajar del coche. Hizo un gesto con las cejas a través del cristal al hombre que se quedó dentro, puestas las manos en el volante. El aire le agitó de pronto el pelo y tuvo que sujetárselo, y en esa postura, con el brazo alzado, miró a un lado y a otro y cruzó la calle para acercarse al puesto de control que estaba junto al parapeto de piedras.
Cuatro soldados de pequeña estatura y caras oscurecidas la miraban ávidamente, casi dudando de que hasta allí llegase una mujer rubia y bien vestida, de falda corta, que se aproximaba a ellos con pasos seguros, y en la sorpresa de que había bajado de un coche militar, oyeron una voz clara que preguntaba si podía pasar, a la vez que mostraba el pase en regla, debidamente sellado y firmado, al cual se lanzaron los cuatro hombres para leerlo.
Releerlo y volver la vista a ella hasta tener, al fin, que decir que sí y devolvérselo y hacerse a un lado y darle paso por el estrecho hueco que en diagonal atravesaba el parapeto aspillado, coronado de sacos terreros, que cortaba la calle de un lado a otro, cruzado el cual ella pasaba a la zona del frente: una ciudad vacía, barrida por la peste o por nubes venenosas que ahuyentaron a todos, dejando sólo a un oficial que preguntaba si sabía dónde estaba el puesto de mando.
Removido el suelo, levantadas las piedras, que en muchos sitios faltaban, los tacones se hundían en la tierra y la marcha se hacía difícil, pero aun así se esforzó en seguir recta porque sabía que cuatro hombres traspasados de asombro y deseos la estarían mirando hasta que entrara en sus pobres cabezas que debían bajar los ojos, pero el suelo, tan sembrado de objetos de metal y cristales, se movía al poner el pie encima, y había alambres que se enredaban en los finos zapatos y rozaban las medias. La calle se alargaba bordeada de casas en ruinas, fachadas abiertas, con balcones desprendidos y muros agujereados de los que amenazaban caer vigas y bloques de ladrillo que no matarían a nadie, pero cuyo sordo choque repercutiría lejos.
Vio el grupo de soldados que estaban ante el puesto de la División, borrado su aspecto humano por la sucia impedimenta que achataba las figuras. Se limitó a preguntar al centinela, como si fuera el portero de una casa cualquiera, si podía hablar con el capitán Guzmán, y el cabo la acompañó a las oficinas cruzando miradas expresivas con todos los que, al contemplar estupefactos la brillante cabellera y el vestido ceñido, anhelaban morir allí mismo, machacados por el rayo de aquel cuerpo, ahogados en una arena en que se hundían labios y manos. La hizo entrar en un despacho donde estaba el capitán, que se puso de pie junto a la mesa. Al principio se quedaron callados, luego él fue a cerrar la puerta y se volvió.
—¿A qué vienes? ¿Cómo se te ocurre hacer esto? Nos van a descubrir… ¿No te he dicho que me vigilan?
Ella movió la cabeza y respondió a media voz:
—Es mejor aquí. ¿La tienes?
El oficial prestó oído a los ruidos en la pieza contigua, sacó del bolsillo una llave y se la entregó.
—Guárdatela —la mujer le miró fija—. Ahora vete ya, en seguida. Les diré que has venido a pedirme dinero: eso lo creerán.
Se encogió de hombros, dio media vuelta y, acompañada por él, cruzó de prisa las oficinas y bajó al patio. Se detuvieron como si fueran a hablar. Ella sabía que varios hombres la estarían observando desde las ventanas, recorriendo su cuerpo, carnoso y alto, buceando por atravesar las ropas, y sonrió.
—Mi cuñado quiere pasarse, me lo ha dicho.
—Tú estás loca y él no sabe lo que hace.
A lo que contestó con un mohín de los labios como si contuviera un beso o una respuesta.
De pronto apareció una mariposa blanca revoloteando aturdida y fue a parársele en la manga: parecía una flor puesta allí expresamente. Él levantó la mano.
—¡No la toques! Me gustan tanto…
Fingiendo enfado, cruzó de prisa el portal, pasó entre los centinelas y rehízo el camino, pero por calles diferentes igualmente vacías, destrozada la alineación de fachadas y farolas, con fortificaciones preparadas.
Al llegar al control de Princesa miró uno a uno a los soldados y cuando descubrió a un sargento le dijo con voz firme:
—Tengo pase. Vengo de ver al teniente Tijeras.
Cruzó el control y taconeando se alejó por los bulevares hacia el otro control, en la esquina de Vallehermoso. Llevaba dentro de la mano la llave y pensó que con ella abriría la puerta, pero antes tendría que aguardar frente al portalón a que el centinela se distrajese, y escuchar en la oscuridad los recios taconazos que iban y venían, esperar, recorrida por algún escalofrío que ahora sentía, apoyada la espalda en el respaldo de la butaca, concentrada en el esfuerzo para encontrar las palabras que disuadieran al joven. Éste se cruzó de brazos.
—Está decidido. Me paso. Sea como sea. Lo mejor es atravesar el frente.
—No lo hagas. ¿Vas a dejar solo a tu hermano? ¿Y a mí?
Había cruzado las piernas y al hacer el movimiento la falda se había subido y la parte baja del muslo aparecía con la carnosidad apretada por el borde de la butaca, descubriendo que todo el cuerpo estaba a continuación de aquella zona de carne bastando sólo acercarse, vaciar la cabeza de lo que no fuera aquel deseo, tener valor de empujarla hasta tenderla en la alfombra, y buscar los botones, los broches, que, ya sueltos, permitirían desembarazarla de ásperas telas… Desvió la mirada, cogió la americana y dijo:
—Voy a ver a los Álvarez. Ellos me ayudarán a pasarme al otro lado.
—Es muy difícil. Si te descubren, te fusilan —exclamó ella.
Con la linterna se ayudó a bajar la escalera, y fue a tomar el Metro. Insistiría para que le dieran la llave y poder escapar, aunque llegar a la meta le costase arrastrarse entre cieno y detritos y ratas y toda clase de porquerías que en la oscuridad le esperaban para rozarle los labios, las mejillas, las manos, pegándose a los pantalones. Les preguntaría insistentemente por la llave. ¿Por qué no dársela? Ya sabía que había una puerta cerrada, adosada a un plano de ladrillos, no en una pared blanca al sol, sino una puerta en medio del campo, entre barrizales y estercoleros, entrada a la alcantarilla por la que tendría que meterse.
Álvarez, con la mujer al lado, decía que no con la cabeza. Había que esperar una semana al menos, estaba muy vigilada la zona, era aconsejable aguardar a que volviera la calma a aquel sector y que retiraran fuerzas; entonces, sí, él mismo la acompañaría.
¿Adónde llevaba la puerta? ¿Al campo, al río? Eso era lo que él quería. La llave, la llave.
La llave no era bastante. Con ella sólo no conseguiría nada, había que conocer el camino, tener la suerte de llegar hasta la alcantarilla sin ser visto.
Pues abriría de una patada: una puertecilla sucia y mohosa, ¡nada! Lo que él necesitaba era escapar del hambre y del miedo, de no hacer nada, escapar del cerco de fortificaciones, de las calles amenazadoras, de las denuncias, de la detención.
Les hablaba despacio, con palabras tan precisas que parecía golpearles la cara de plano, y era tal su firmeza que Álvarez cedió, se metió en la trastienda y salió con una llave brillante, recién hecha, y se alargó en prolijas descripciones de los sitios que había que cruzar hasta llegar a la boca de la alcantarilla.
Cuando tuvo la llave en la mano, dentro del bolsillo de la americana, cambió el tono de voz, bromeó y se sintió fortalecido por la proximidad de la aventura cuyo final era una nueva vida. Había llegado el momento de proponerle irse con él, dejar todo atrás, olvidarlo y pasar a la otra zona, donde se perderían tras el frente; acaso no habría que rogarla mucho ni discutir porque, ¿no estaría dispuesta, harta de aquel inválido, de aquella rémora que condenaba a los tres, hastiada de no tener la actividad con que ella había soñado y cuya sola idea la llenaba de vanidad? Quizá deseaba quedar libre y gozar otras experiencias, lo que él deducía por miradas sostenidas que había sorprendido en ella o por la despreocupación de no bajarse la falda o cerrarse la blusa; algunas tardes de verano, él estaba seguro, había salido de casa para entregarse a un hombre que la acariciaría las piernas largas y bien modeladas, y cuando las manos avanzaban hacia donde terminaban las medias, oyeron que alguien echaba la llave en la puerta del piso. Se volvió uno al otro, preguntándose qué era aquel ruido, y Jorge se irguió y fue casi corriendo al hall: la puerta estaba cerrada, efectivamente. Allí mismo llamó a su hermano para saber qué pasaba, pero éste no contestó; fue a su alcoba, abrió las otras habitaciones, recorrió la casa, cada vez más alarmado: todo estaba vacío y tuvo que volver junto a ella.
—Se ha ido.