Nubes de polvo y humo

—Los odio, sólo pienso en matarlos, para no verlos más, para no tener que escucharlos, igual me da que sea una bomba que aplaste todo o un veneno, una cocción de hierbas, una mezcla de zumos y cristal machacado que pasa al paladar, fluye en la garganta, baja ya incontenible a donde debe y allí se encarniza y sólo hay que vigilar la palidez del rostro, el sudor de las manos, la voz temblorosa, y no era tan difícil, porque la repugnante cosa que envolvía el pañuelito era un trozo de su cuerpo y bien podía clavarle alfileres, hacerle morder pastillas de sublimado que se renuevan cada día según los dientes van tomando un color verdoso que anuncia el final cercano; ella se debilitaría a pesar de médicos y medicinas y un día, porque entre los dientes se ha puesto un papel encarnado con letras negras que dicen «muere», todo habría terminado.

Bajaba la cabeza para hundir su mirada en el suelo igual que si buscara los instrumentos mortales de que hablaba y la tensión de haber bebido mucho o acaso la fiebre entorpecía las últimas palabras, y el soldado aprovechó la pausa para preguntarle a quién quería matar, pero en seguida tuvo la respuesta de que si todos mataban, ¿por qué no iba a poder ella hacerlo? También los soldados, en aquel mismo instante, estaban matando a otros infelices, que ni siquiera conocían, y eso parecía bien a todo el mundo, matarse como perros, y variando el tono de la voz empezó a decir que ella sabía cómo hacerlo sin que se enterase nadie porque se lo había explicado la curandera de su pueblo, la que le daba un bebedizo para un muchacho que a ella le gustaba y no la hacía caso, y la tranquilidad con que habló contrastaba con la sirena de unas ambulancias y los gritos de una mujer desde un balcón, vociferando entre el polvo espeso que se movía en la calle igual a una gigantesca masa de algodones sucios.

Estaban los dos muy juntos, respirando polvo de ladrillo machacado y cal, tosiendo, con las cabezas agachadas, totalmente ausentes de la última explosión y de lo que ocurría a unos metros de distancia, atentos ambos a la conversación, único centro de interés, pero él la interrumpió para decirle que matar, a quien quiera que fuese, era un castigo muy grande que se imponía, sólo comprensible si ella se odiaba a sí misma mucho.

—He de matarlos, como sea, ya he sufrido bastante, no puedo soportar por más tiempo depender de su mala intención, y súbitamente enfurecida alzó la cabeza altiva y el soldado percibió su belleza y su juventud, hacia cuyos atractivos quiso avanzar, y la replicó que él no gozaba matando, pero que si era soldado tenía el deber de ir al frente, porque se lo habían pedido y no iba a matar expresamente, sino a disparar apuntando lejos, a montones de tierra o parapetos: yo no mato, sólo disparo, y si mi bala destroza una cabeza, será el destino de aquel hombre que yo, ciegamente y sin culpa, estoy cumpliendo.

—Y si tiras una bomba, ¿no es tu mano la que regará de heridas un ancho redondel?

—Yo no quiero matar, quiero que todos vivan, pero, antes que nadie, quiero vivir yo y ser feliz y los míos; por eso deseo que vuelva en seguida la paz, igual que había dicho cuando salió de su casa y, cruzando el patinejo que la separaba de la calle, había alzado los ojos al cielo y vio la columna de humo, recta hasta gran altura, anunciando que la fábrica de velas trabajaba y, por tanto, se dispondría de luz las noches que faltase la corriente, y el corazón se le llenó de alegría como si hubiera acabado la guerra, porque la chimenea daba su humo de trabajo, de productos traídos de lejos, calor de brasas, el ingenio de las mezclas y el esfuerzo de echarlas en los moldes, y eso era luz en las casas cuando al cenar lo poco que hubiese todos se reunían en torno a la mesa, precisamente el lugar donde se había acordado que él fuera al frente, resolución tomada hacía meses y ahora, siguiendo su curso lógico, las botas, la mochila con algo de ropa, la manta enrollada, esperaban en el suelo junto a la puerta, único equipaje de un emigrante que se encamina a la senda de la esperanza y del deber, porque a su espalda yacía, en forma de personas o planes, todo su futuro y debía defenderlo. Acaso abrazaba a los suyos por última vez —quién sabe si una bala venía hacia él, pasando semanas en su veloz carrera hacia el cuerpo hacia el que estaría destinada fatalmente—, y esta noción le hacía apreciar aún más la templanza de la casa, el olor de las ropas usadas, de los guisos que se habían sucedido en el fogón, la vista de objetos y humildes muebles unidos a su vida de niño y de muchacho.

Al terminar las despedidas emprendió la larga caminata hasta el cuartel del Conde Duque, por callejas sin urbanizar, entre solares donde soplaba el frío del invierno y ahora las tolvaneras de los calores de agosto, y cuando entró en el barrio de Vallecas, camino del Metro, le pareció oír a lo lejos la voz del vendedor de periódicos, un grito sin modular que anunciaba que bajo el brazo llevaba los diarios y los ofrecía al pie de las farolas encendidas, pero tal cosa era imposible, porque hacía meses que aquel hombre había muerto en el frente de la sierra, y ahora las farolas no se encendían y, sin embargo, tuvo la sensación de que oía aquella voz conocida tantos años: lo que parecía un augurio mortal fue para él aviso de que alguna vez volverían los días tranquilos y, olvidada aquella guerra cruel, pasearía por calles iluminadas y podría comprar el periódico y cruzar un saludo con el vendedor, todo ello sin relación alguna con las palabras de cólera que estaba escuchando, de reconcentrada furia, dichas como una letanía a un dios vengativo de inerme piedra y ojos de zafiro que exigiera odio, dispuesto al castigo si no llegaba hasta él la salmodia entrecortada:

—Me despierto y dentro de la almohada escucho: ¡mátalos!, y en sueños alguien me lo dice, y durante el día pienso: debo matar, y espero que caigan muertos allí mismo.

—¿Por qué pones esos ojos de loca? Una muchacha joven como tú, ¿por qué hablas de matar? ¿No te das cuenta que todos los que quieren matar lo que de verdad intentan es matarse a sí mismos, matarse para poner fin a venganzas, a miedos, a desesperaciones que no pueden vencer? Ensáñate si quieres, pero la verdad es ésa, ¿qué te importan los demás si lo único que te interesa y te angustia eres tú misma?

—¿Por qué voy a resignarme más tiempo? A veces les miro y no les conozco, tan torpes, tan dominantes, sin saber dónde ir porque no tienen nada que hacer, salvo comprar más tierras, con ojos vidriados del que ha terminado de ver, ennegrecidos por el entrecejo de los que cuentan billetes y miran de reojo por encima del hombro en su incontenible desconfianza, que les hace decir que a los hijos no les está permitido tocar el dinero que reunieron, pues no lo han incrementado y deben pagar caro lo que desean y, como nada tienen, se les cobra en libertad, en albedrío, en obediencia.

—¿A quién quieres matar? ¿Quiénes son? ¿Alguien de tu trabajo, o nosotros, los republicanos?, como si los soldados jóvenes que disparaban en los frentes fueran responsables de algo ante aquella mujer a la que sus propios pensamientos exaltaban y la hacían murmurar con altanería la sorda desesperación, la ira contenida en largas noches de rencor.

—Noches y días de sometimiento, de humillación, a la espera de que cayesen muertos, siempre con sus enfermedades, ella no cesa de darme instrucciones de cómo llegar a casa de la echadora, repitiendo lo que debía decirle sobre sus dolores y sobre las hierbas que había de tomar, y para que pudiera predecirlo con seguridad le dio aquello, que envolvió en un pañuelito, y se lo puso en la mano a la vez que la empujaba hacia la escalera por la que tantas veces había subido y bajado resignada.

La guerra es una maldición, una desgracia para todos, ni uno escapa al estremecimiento de contemplar destrucciones, cuerpos sin vida arrugados en la ropa manchada de un soldado caído de bruces en tierra de nadie que allí espera días y días pudriéndose al sol y a la lluvia, replegándose la piel de la cara y mostrando los dientes aguzados y fríos como dispuesto a morder a quienes le mataron porque los dientes son herramientas de la vida y del ataque y verlos siempre horroriza, aún más saliendo de un fino pañuelo de batista como ella le mostró: una dentadura postiza con largos dientes amarillos sobre encías encarnadas de pasta, extraño objeto que no tenía nada que ver con la joven atractiva que descubrió en el refugio a donde hubo de correr porque, no bien salió del Metro, se le vino encima la sirena de alarma y el estruendo de los aviones y un fragor distante que se acercaba y que hizo brotar gente en las puertas, que se llamaban y cruzaban corriendo hacia un gran letrero que en una fachada se destacaba en blanco, «Refugio», donde también bajó atropelladamente empujado por el miedo a hundimientos, a esquirlas voladoras, a la calle explotando entre relámpagos y trozos de muro desprendidos.

Una insignificante luz colgaba sobre las cabezas que se agitaban mientras los ojos pretendían ver algo, aunque nada había que ver en aquella penumbra, rellena de intranquilidades, impregnada de los posibles e inminentes terrores que en cualquier momento estallaban con un estruendo más cercano o con gritos en la puerta del refugio, y por donde había bajado él, bajaba un grupo de niños que, con rostros llorosos, eran empujados por dos hombres que les tranquilizaban, aunque ellos mismos tartamudeaban y no lograban borrar el miedo de las caras infantiles. Uno de los hombres quedó al lado del soldado y murmuró que era inútil esforzarse en salvarlos, porque un día u otro les matarían, o si no, cuando fuesen jóvenes, en una guerra semejante. Daba igual guarecerse o quedarse en la calle, en el riesgo de lo imprevisible. Por otra parte, lo que se vive aun con gran intensidad resulta que se olvida a los pocos meses, que es una forma de morir.

El soldado le replicó que sólo los que temen morir piensan que cada acontecimiento deja una herencia indeleble que va a llenar un vacío. El otro le contestó que ningún suceso de una guerra puede dar un estigma que enaltezca y aliente; el sufrimiento es inútil, no se logra nada sufriendo y no perduran los rastros de ese pasado precioso que un día encuentras dentro de ti y que te parece una joya.

El soldado le dijo que los acontecimientos pasan rápidos, resbalan y dejan la naturaleza intacta porque nada te hace cambiar ni te perfecciona, aunque sí pueden aumentar la decisión de luchar.

A su lado había una mujer joven que le miraba atentamente y seguía las palabras apenas moduladas que cruzaba con el desconocido sin pensar mucho si le oía, reconcentrado y distante de las razones del otro, pero a ella debía interesarle, porque sostuvo su mirada cuando él la contempló, pero luego no la hizo caso, pues estaba pensando: «Nunca se quiere matar, pero un día ves que es lo único posible, no como venganza, sino para evitar que otros sigan matando, y así acaso colaboro en la vuelta a la paz, aunque alguien pueda decirme que sólo defendemos una fantasía, una quimera». Dijo en voz alta:

—Se mata si es preciso matar.

Ella se le acercó y le miró con ojos dilatados.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué pones esos ojos?

Ella tardó en contestarle:

—Tengo ojos para mirar como quiero, con asco, y yo no te pregunto a ti nada.

Un nuevo grupo de personas bajó en tropel al refugio y les separó, pero no pasó mucho tiempo y volvieron a coincidir y se encontraron sus miradas y el soldado, mientras observaba la ceñida blusa blanca con botones verdes, recuperó la conciencia de que había mujeres en torno suyo y eran deseables y acaso complacientes en aquellas semanas en que la muerte rondaba a todos y exaltaba los deseos, y cuando ella se fue hacia la salida, él la siguió, se puso a su lado y caminaron de prisa a lo largo de la calle en la que crepitaba un incendio en los pisos altos de una casa.

De pronto, otra explosión les hizo guarecerse instintivamente en el quicio de una puerta cerrada, con el tiempo justo para evitar que la onda de aire les derribara, y en seguida la nube de polvo les cegó, y aunque se taparon la nariz y la boca con los pañuelos, las gargantas secas les obligaban a toser sin cesar, y encogidos y pegados uno al otro, así permanecieron unos minutos medio ahogados y lagrimeando hasta que pudieron hablar y ella siguió su confesión como largo razonamiento de un proceso que el soldado ya no atendía: … primero fuimos a campo traviesa y luego por la carretera, con todos los que obligaban a evacuar el pueblo, y esperamos los camiones…, en una cesta habían metido las alhajas y en otra las escrituras de las tierras que me pertenecen porque soy hija única y las necesito ahora, de joven, y no cuando sea una vieja, porque siendo rica podré casarme con quien quiera y están obligados a dármelo ya, sin esperar más.

Sostenía en la palma de la mano la dentadura postiza como la única limosna que le hubieran dado, pero el soldado miraba su pelo cubierto de cal y la cara blanqueada, ahora manchada de las primeras nieblas del atardecer, y un gesto de ella de una total desesperación le enterneció y la echó un brazo por los hombros como para darle un cobijo mientras ella hablaba tan apasionadamente que no se dio cuenta de que la abrazaba, excitada por su misma confesión más que por el miedo, poseída de un delirio, como liberándose de culpas ajenas, haciendo cargos y reconvenciones a alguien cuyos dientes mordían la fina trama del pañuelito mientras él la estrechaba contra sí e imaginaba que los botones de la blusa se abrían y cedían a la presión de los pechos y éstos, como una materia portentosa, de cerámica o piedra pulimentada, se descubrían, con la posibilidad de un contacto enloquecedor, pero un nuevo retumbar de muros que se desploman cerca le hicieron interrumpirla para decir que había que marcharse de allí.

De prisa, en dirección contraria a la última explosión, saltando por encima de bloques de ladrillo y restos de ventanas, huían los dos, pero una persona se interpuso ante ellos, un hombre alto, con la cabeza ligeramente echada para atrás, blanco de cal y un reguero de sangre por la frente y la cara, y cuando estuvo más cerca vieron que tenía los ojos cerrados; tanteando el suelo con un bastón, daba un sollozo ahogado, no podía ir de prisa y tropezaba: así desapareció por una bocacalle entre montones de escombros. La joven cogió de un brazo al soldado y estuvo unos segundos callada mirando hacia aquel sitio.

—Un espectro, manchado de yodo, con algodones pegados, pasaba por ahí, con la boca abierta, quería decirme algo.

Él la tranquilizó diciéndole que también lo había visto, que era un ciego, que la guerra hacía que todos pareciesen fantasmas. Ella dejó que él la cogiese del brazo y se alejaron casi corriendo por calles que comenzaban a estar a oscuras y vacías, donde la basura se arremolinaba delante de tiendas cerradas y portales entreabiertos con el maullido de algún gato en la fresca humedad de los patios abandonados. Al adentrarse por el barrio de Tetuán, él comprendió que la muchacha conocía bien el camino: calles cruzadas por personas rápidas, obreros ensimismados, chiquillos alegres, casitas de una planta entre otras, igualmente modestas, de pisos, delante de una de las cuales se detuvo y se preguntó que por qué iba con ella… pues… para acompañarla, no debía ir sola, era muy tarde y él no tenía prisa hasta las once, en que habría de estar en el cuartel, a lo que ella negó con la cabeza, pero a la vez señaló al portal y murmuró que él no debía subir, y aun así, ambos entraron en la oscuridad de la escalera crujiente y cuando subieron dos pisos él la detuvo y le preguntó si tenía novio, si se había acostado alguna vez con un hombre, pero no obtuvo contestación y la sujetó contra la pared y empezó a acariciarle los hombros y el cuello y estuvieron unos minutos como si fueran a entregarse al amor, y la calma de la escalera les envolvía con su carne confidente mientras él susurraba: Qué cuerpo tan precioso tienes…, debes de ser muy blanca…, y la besaba las mejillas y las sienes, pero de pronto ella se desprendió de sus manos y subió corriendo la escalera hasta donde brillaba una bombilla cubierta con papel azul, en la buhardilla, donde se detuvo y esperó a que él se la uniera para llamar con los nudillos dos veces en una puertecita, y cuando abrieron dijo: «Vengo a ver a doña Luisa», a la vez que entraban en un pasillo estrecho junto a la sombra de alguien que les cedía el paso y fueron a una habitación de techo bajo y allí encontraron a una anciana detrás de una mesa camilla de la que apenas sobresalían sus hombros y su cabeza inclinada sobre el tapete desgastado, en el que se veían las cartas desparramadas, y allí, aunque ahogaba el denso olor a suciedad y vejez, la joven se sentó y tendió los dedos hacia la baraja.

—Dígame qué va a ser de mí.

La echadora movió las cartas, las tocó, las ordenó y sin variar de postura empezó a murmurar:

—Una mujer, envidian, envidian tu cuerpo, el placer, tu edad. Aquí un hombre, te elige, es pecado…

Se calló y al pedirle la joven que dijese más sólo respondió:

—No veo, no hay nada.

Entonces el pañuelo blanco fue desenvuelto y apareció la dentadura; con un movimiento rápido, la vieja la colocó sobre una carta; con otras fue trazando un círculo y luego las levantó para ponerlas boca arriba.

—No veo a nadie, todo está vacío, estos dientes no son de nadie.

Poco después emprendieron el regreso por las calles del barrio, donde se oían conversaciones a través de las ventanas abiertas, y, junto a las bocas de los portales, había corrillos de vecinos que buscaban el fresco de la noche, todo lo cual animaba al soldado a hablar y a proponerla verse cuando volviera del frente con permiso y ella le preguntaba en qué trabajaba, pero iba pensativa, sin la exaltación que la dominó cuando salieron del refugio, enfriado su oscuro resentimiento, y sólo pareció volver en sí al llegar a la calle de Bravo Murillo, cerca de Estrecho, y escuchar el sordo arrastrar de los cañonazos en el frente, denunciando su presencia e imponiendo una realidad que estaba adherida a sus vidas como a las de tantos hombres y mujeres que aún a aquellas horas viajaban en el vagón trepidante del Metro, mascullando su inquietud, sacudidos por vaivenes, en la atmósfera maloliente de una guerra infecta que envenenaba la respiración de todos y nutría pensamientos de odio, pero ella lo negó y dijo que ya antes detestaba a muchas personas, y él replicó que la guerra no empezó con los tiros, que hacía mucho tiempo todo lo que ocurría en el país era una sorda lucha: la intolerancia, las envidias, la ambición, los abusos del despotismo eran una guerra latente, porque imponer la injusticia origina, tarde o temprano, negras calamidades.

Salieron del Metro y cruzaron calles bajo la claridad difusa de la luna en cuarto creciente, y al llegar a una plazoleta se detuvieron: ante ellos había grupos de personas, unos autos parados junto a la acera, el suelo cruzado de mangas de agua y un esqueleto erguido, iluminado por hogueras interiores, una fachada agujereada por los balcones encendidos de fuego, y al ver lo cual la joven echó a correr y desapareció entre la gente que hablaba con voces cansadas, junto al enorme montón de escombros delante de la casa; aún allí había llamas y penachos de humo que aumentaban el calor de la noche de verano: una casa más destruida, desplomados sus muros no muy sólidos de ladrillo y vigas de madera que ahora la bomba incendiaria convertía en pavesas y (volvió a encontrarse con la muchacha y ésta le gritó algo con expresión de asombro) cuánto esfuerzo, experiencia, caudales de recuerdos se perdían con cada casa calcinada.

Ella llevaba la dentadura en la mano: blandía un símbolo de la época terrible; forzosamente, la guerra había de tener signos enigmáticos que se materializan de pronto y cuyo significado no era posible interpretar y sólo podían ser contemplados con extrañeza, como el oír en la lejanía el grito de un vendedor de periódicos que hace meses ha muerto, o comprobar que el fundamental motivo de las guerras es la codicia de algunos, y que si buen número de manos empuñan los fusiles, otras muchas se curvan sobre joyas y billetes, dando a los rostros un gesto desalmado. Ella se le acercó y le dijo: «¡Ha ardido todo!». Pero el soldado ya daba media vuelta. Sobre las ruinas de la casa había entrevisto una columna de humo que cruzaba el cielo claro y recordó una estela idéntica sobre su barrio, sobre las familias que nada tienen sino trabajo, y a la hora de la cena, una vela encendida, erguida en el gollete de una botella, ilumina la calma nocturna cuando los ojos empiezan a velarse y la mirada vaga sin fijeza cediendo a la necesidad de descansar porque al día siguiente habrá de volverse a la tarea, al frente, y hay que dormir, dormir, dejar que los párpados se cierren para olvidar los horrores de aquel tiempo, la pasión de matar y la sed inextinguible de riquezas.