Amanecía entre las opacas oscuridades de la gente encogida en sus abrigos, silenciosa en el descanso interrumpido de los ojos velados que la primera claridad del amanecer iba entreabriendo en la compacta fila de bufandas y pañuelos por las cabezas con que abrigaban aún el sueño, cortado en lo mejor para bajar a la calle y tantear la oscuridad hasta llegar a donde se alineaban mujeres y algún viejo y donde se destacaba la figura más alta, erguida sobre sus miradas. Bastaba una ojeada a la cola para distinguirle; diferente del tamaño, color, locuacidad, educación, de los demás, tapados hasta las orejas, unos medio dormidos y otros charlando incansables.
Llegó la luz de la mañana otoñal, comenzó a pasar gente de prisa, cruzaron coches, algún camión, y los cierres de la tienda colectivizada subieron para anunciar que empezaba la entrega del suministro. En rigurosa fila, apretados contra la pared y contra su mayor enemigo, pecho contra espalda, brazo contra brazo, sosteniendo las miradas desde su sitio, anhelando que aquello terminara y, aún peor, que empezara de nuevo para extender las manos y recoger lo que fuera, a cambio de unas monedas que siempre parecían pocas, tanto valor tenía lo que daban, uno a uno, a los de la larga fila que peleaban entre sí, se amenazaban o desafiaban en cuestiones referentes al lugar que ocupaban porque eso era lo único que podía hacerles pelear y sacarles de su obstinada meditación sobre la utilidad que darían a unos trozos de bacalao o unos granos de arroz.
El hombre alto estaba atento al movimiento de la cola, atento a los sacos que se veían dentro de la tienda y cuyo contenido, pasadas unas horas, estaría —cocinado y caliente— en el centro de la mesa, sobre el mantel, idea ante la cual sonrió moviendo los lados de la cara y trazando dos arrugas bajo las mejillas. En el comedor se extendía el olor de la comida, todos iban llegando y se sentaban rápidamente en sus sitios.
Tenían bastantes años, pero aún los dientes brillaban al abrir las bocas; relampagueaban cuando, para reír o burlarse, los labios se separaban y dejaban aparecer las dentaduras afiladas, dispuestas a morder en la risa, a desgarrar en las veladas amenazas, a masticar cuando, la boca cerrada, se movían las mandíbulas por los rezos o el mascullar pensamientos privados, contra alguien al que siempre se deseaba devorar.
Las comidas de cada día eran un festín después de una batalla: los modestos alimentos comunes a todos, repetidos hasta la saciedad, eran los despojos de una hecatombe sobre los que la respiración se inclinaba fatigosa y las miradas se movían con prontitud y los dedos se adelantaban a los tenedores y casi el destello de los cuchillos relampagueaba entre el brillo de los dientes aguzados que igual a garras se tendían hacia la comida humeante en el centro de la mesa.
Igual que en una comida funeraria, los rostros en torno, estaban blancos y rígidos, demacrados y tensos, fijos en el centro del círculo mágico que formaban con su hambre, su decepción, su vaga esperanza, atentos al recipiente con un líquido oscuro acaso pastoso, levemente irisado en el que se hundía el cucharón y parsimoniosamente se iría volcando en cada plato, uno por cabeza y luego vuelta a empezar hasta que la sopera quedara vacía.
Las cucharas entonces subirían a las bocas con rapidez y, para acortar el camino, las cabezas se inclinarían hacia adelante y los sorbidos que como único idioma se oían, parecerían una sarta de maldiciones, de jaculatorias diabólicas contra aquella forzada unión, tan insatisfactoria, en torno a una mesa cuyo centro había quedado ya vacío y así amenazaba continuar hasta que la ira de las miradas entrecruzadas de todos hubieran descubierto que allí no había más esperanza y que efectivamente estaban condenados a sentir la desoladora hambre mirándose unos a otros como máxima insatisfacción.
Solamente la madre sonreía irónicamente. Se levantaba la primera y se iba a la cocina y allí se la oía hacer ruido y mover cacharros y otra vez las miradas se cruzaban entendiendo el pensamiento común que era la sospecha de que la mano pequeña y blanca de la madre, de debajo de un cacharro habría sacado un pastel o una fruta, o un mantecado o una rosquilla de pueblo o uno de esos bollos que a ella le gustaban antes de la guerra, bartolillo, con su crema interior…
La envidia inmovilizaba las caras como camafeos en la oscuridad del comedor, alumbrados por la lámpara central, camafeos antiguos de una época de atrocidades y pasiones, cuando las pelucas blancas y las melenas sobre los hombros enmarcaban los rostros impacientes y crueles recluidos en el marfil que conservaría el recuerdo de aquellos que la guillotina echaba al cesto alto y sangriento.
Ahora pasaba el rencor a un círculo más próximo y los que por alguna razón no querían levantarse de la mesa —que no les daría más—, se estudiaban y medían para descubrir cuál de ellos en algún escondrijo de su cuarto, ocultaría quién sabe qué deliciosos alimentos. Y como pasaban así en silencio expectante unos minutos, la madre aparecía en la puerta y volvía a sonreír.
Algo les hacía levantarse moviendo las sillas y como distraídos, distantes cuando la verdad es que estaban allí unidos por cortas ataduras de desconfianza. Sí, la comida había terminado y había que pensar en salir a buscar más, la del día siguiente, y preguntar dónde darían algo, en qué tienda, en qué barrio, en qué economato descargarían unos sacos y los repartirían a los que corrieran a formar fila, con bolsas de hule al brazo.
Entre las discusiones, algún empujón, el hombre llegó delante de los empleados que hacían el reparto y abrió la bolsa para recoger aquella compra que más parecía una limosna de las que los conventos daban antiguamente a los pordioseros de la comarca que se alineaban ante una puerta para que un fraile sonriente distribuyera en las escudillas cucharadas de una sopa santa, a una cola agitada y procaz, extrañada de ver a un hombre casi en edad militar, correcto y altivo, que extendía su bolsa y recogía doscientos gramos de lentejas a la vez que un empleado cortaba unos cupones de la cartilla de abastecimiento y se la devolvía y recibía el dinero, unas monedas de donde los ojos subirían a la mujer que pesaba las lentejas y largamente mantendría en ella sus miradas, en los hombros, en los brazos, atravesando el modesto jersey, presionándola como con las yemas de los dedos, en todas las zonas más sensibles, aunque estuvieran cubiertas en la mañana de otoño con ropa tupida y bien cerrada.
No en todas las tiendas había una mujer joven, de rostro serio y atento, con un cuerpo bien modelado y apetecible, que hablaba poco y sólo frases precisas mientras manejaba aquellos modestísimos artículos que estaban destinados al suministro, pero que eran antes manipulados generalmente por personas nerviosas, agitadas en cóleras pasajeras, muchas veces inmotivadas y que acababan anidando en los mil rincones de las caras y trazando en ellas unas caretas que lindaban con los rictus del odio.
En todas las tiendas, desde que se anunciaba el reparto del género, había visto un estremecimiento desesperado igual que si aquella operación tan sencilla en apariencia fuese un desgarramiento de las entrañas, que unos a otros se lacerasen con dientes de lobo. Pero la mujer estaba sorprendentemente tranquila, complaciente y a la vez severa, sin caer en el remolino de las pendencias, de los gestos amenazadores, de las discusiones. Y él la sonreía seguro de que algún día ella le separaría de las personas vociferantes y le aislaría entre todos y le distinguiría por su tranquilidad y su educación, intuyendo que la cortesía era un ropaje digno, un uniforme que se ponen sobre los hombros los elegidos para suavizar las costumbres. Como se decía siempre a las horas de comer, insistiendo mucho Ernesto en que las épocas adversas deben demostrar que las personas han sido forjadas en el control que da la urbanidad, control de uno mismo en los momentos peores para diferenciarse de los que son arrastrados por arrebatos o altercados sobre cuál sitio ocupaban en la cola o si les habían empujado o no.
Salió a la calle despacio y contempló aquella fila siniestra y convulsa ante la idea de que los sacos de lentejas se agotaran, para pensar otra vez insistentemente, alucinación que vuelve, gira y atormenta, en que la casa tenía que estar a la fuerza llena de cosas comestibles porque no podía ser de otra manera. Un gran piso, con muchas habitaciones, repletas de muebles, y éstos, antiguos y pesados, con mil cajoncillos y posibles escondrijos donde era fácil guardar hasta una libra de chocolate y nadie la encontraría, porque todo era ocultado para no repartirlo, como pasó con el trozo de queso, que estaba encima del escritorio, sin saber cómo lo había dejado allí, y entró el tío Pepe Luis y lo descubrió y suplicó un trozo y ante la negativa le ofreció su estilográfica que era de oro, tenía cierto valor pero en el cambio con aquel pedazo de queso probablemente había salido perdiendo.
Un trozo de queso auténtico que había llegado de la Mancha por caminos tortuosos para cambiarlo no por dinero sino por algo de ropa o hilos y que debía de haberlo guardado mejor para que nadie hubiera visto su color blanquecino con los bordes de la corteza que reproducía en relieve la trama del cesto de mimbre donde se formó, ni tampoco el medio de bola que le habían dado las hermanas de García Sancho, con suave cáscara de cera roja tan suculenta al tacto de la palma de la mano puesta francamente en el brazo, sobre la molla del músculo bíceps el primer día que ella dejó que la acompañase al terminar su trabajo en una oficina del Ayuntamiento empaquetando ropa para Intendencia. Ya no era ninguna niña y sin embargo iba un poco azorada sonriendo e interesada por lo que él la contaba con voz tranquila, buscando los temas que ella conociese, para decir alguna broma y hacerle reír, con todos aquellos líos de las colas y los zipizapes tan frecuentes en que parecían que iban a matarse, tan distintos —pensaba él— de las conversaciones de sus amistades… Esta maldita guerra… Cada rincón de la casa servía para guardar recuerdos, poco a poco esfumados en el fluir lento de los días ociosos y ahora en la alterada corriente de una época imprevisible y dolorosa.
Una parte de la tensión diaria tenía un motivo más para ejercitar la intuición al estilo de las novelas policíacas siguiendo la técnica de los detectives: dividir cada habitación en parcelas y pensar cuidadosamente, intentando abrir cada reloj de pared, cada rincón donde pudiera haber escondido un trozo de salchicha o almendras.
Siempre la busca reservaba una sorpresa aunque no encontrasen nada pero sabían que allí había guardado algo comestible, tras un armario cargado de ropa vieja o en la caja de música que no sonaba.
—¿Qué estás buscando?
Una vez y otra la pregunta —burlona o colérica— restallaba en el ropero o en el gabinete.
Allí había mucho que buscar aunque la eterna contestación fuera el nada que como una mentira insultante dejaba caer fríamente en especial al tío Pepe Luis o a su padre, que con la diabetes no podía probar el azúcar y sin embargo una mañana de búsqueda dio como resultado encontrar en el revés de una moldura del cuadro más ceremonioso, un bollo, verdadera obra de confitería cara que él había guardado tal como reconoció con furia contenida por el peso de sus ochenta y siete años. Un fantasma que vagaba incansable por la casa vigilando lo que pudiera hacerse sin contar con él, sin tenerle a él en cuenta, que sin entender lo que le hablaban ni oír bien ni poder fijar su atención en nada con los ojos oscurecidos, exigía que se le siguiera teniendo como eje de la familia, de unas personas que esperaban con indiferencia su necesaria muerte sólo retrasada por una desesperada fijación a todos los caprichos que pudieran darle alguna satisfacción casi vegetativa en su insensibilidad. Y vagaba en la tarea de esconder en sitios extraños lo que el hambre incontenible le aconsejaba.
—¿Qué estás haciendo ahí?
Lo que todos, en pugna por sobrevivir precisamente en contra de los demás, pese a los demás, como el tío contaba de los soldados en la campaña de Melilla.
Y lo que se encontraba se devoraba allí mismo, sin pérdida de tiempo, sin preguntar de quién era, ni qué hacía en aquel sitio, porque su dueño tampoco lo reclamaría por no revelarse y sólo se descubriría por la mirada aún más turbia en los breves encuentros en la casa, entre la acumulación de viejos elementos suntuarios que había que bordear para ir de un sitio a otro, canales por los que navegaban afanosamente en busca de algo para comérselo, o usaron cuando niños para jugar y reírse con bromas que se decían, las bromas que se oían a las mujeres de la cola, verdaderas barbaridades que eran pretexto para cogerla del brazo y al soltárselo, acariciarlo ligeramente, esforzándose por ser correcto porque un hombre que habla recibido una formación como la suya aun entonces tenía que actuar como un caballero.
Claro que no debía hacerse, no era ni elegante ni justo aprovechando un descuido, por estar allí tan al alcance de la mano, ningún colega suyo lo hubiera aprobado aunque dijese que era en plena guerra y por una mujer de clase muy baja, pero cogió el anillo de la mesita que la madre tenía en su cuarto, él que había ido buscando las pasas que seguramente se había guardado, lo había visto tan a mano que se lo metió en el bolsillo y salió del cuarto silbando.
Como siempre esperar en la calle oscura era un riesgo no porque estuviera desierta, sino porque pasaban personas y algunas se sorprendían de verle quieto, pegado a la pared y estaban a punto de iluminarlo con el encendedor y contemplarlo con la dura curiosidad de aquellos meses en que un hombre parado junto a una puerta podía ser los comienzos de un largo drama o el final de una lucha prolongada contra adversidades que nada puede compensar, ni siquiera un amor —como el que estaba cultivando en las esperas largas en calles sin luz— o un regalo de valor que alegra porque podrá ser cambiado —llegado el día— por billetes y monedas bastando sacárselo del dedo y ofrecerlo al joyero tan fácilmente como antes la mano se tendió y el roce voluptuoso de la sortija entró hasta el fondo y un destello nuevo en la primera falange señaló el regalo.
Ella lo miró echando atrás la cabeza y luego puso la mano delante de la cara de él para que la besase pero fue ella la que se adelantó y le apretó los labios junto a la boca con un movimiento rápido que no hubiera parecido una señal de afecto si no hubiera ido seguido de palabras a media voz con las que ella le revelaba que nunca había encontrado a un hombre al que pudiera querer tan ciegamente, que todo estaba lleno de él.
Sería verdad sin duda que durante las horas de suministro pensaba en él o mientras. Llegaba a su casa y estaba un poco con la familia o se lavaba en la cocina, aún más si le veía en la cola esperando con su bolsa, junto a mujeres y chiquillos y aunque no se hablasen se miraban con insistencia y casi se sonreían: nadie debía descubrir aquellas relaciones admirables en el adusto pasar de meses de hambre y guerra, y aguardaba a que terminase el trabajo para encontrarse y cogerse las manos y pasear tan juntos que se rozaban las caderas limitados a eso por estar en la calle siempre con testigos como si fueran dos adolescentes.
Y luego todo se oscurecía para que las parejas buscasen la confidencia de un cine o calles donde la oscuridad permitiera todo pero el anhelo común era una alcoba discreta donde fuese posible —quizá sólo se sentarían juntos en el borde de la cama—, aquello que había pensado por la mañana en la cola, más lenta que otras veces. Cultivaba un amor en medio de alarmas y bombardeos hasta que todas las cartillas de racionamiento de la casa —eran bastantes— se perdieron y hubo que denunciarlo a la Comisaría, y ella se apresuró a firmar en la declaración jurada para que las dieran de nuevo y las largas explicaciones y la difícil insinuación primera que él la hizo para proponerle aquello fue la situación de su casa. Era peligroso y parecía que lo obtenido no sería proporcional al riesgo, pero a todo se aventuraba por ellos, a los que quería que conociese, antes de lo cual sometió a una lenta preparación describiendo las cualidades de personas que todo lo esperaban de él dado su incapacidad física y desvalimiento, por ser él el único que podía salir, luchar por conseguir comida.
Y el día que fue a visitarlos, cuando entró en la antigua casa, todos estaban esperándola en la sala: sentadas en butacas cerca del balcón la madre y la hija mayor vestidas de negro, y la prima Carmen de pie, con un brazo apoyado en la consola y con el otro alzando el visillo como si le atrajese lo que se veía en la calle hacia donde inclinaba la cabeza, y a su lado Javier también de pie meciéndose sobre las dos piernas con una chaqueta raída y blancuzca que salió del sastre hacía quince años, y enfrente de él dando unos paseos Ernesto con el cuello vendado, rígida la cabeza, y en una silla, casi tapado por la cortina, el tío Pepe Luis haciendo sus muecas de resignación, solícito en la mirada, esbozando una palabra de humildad, de aceptación, que había tenido desde la campaña de Melilla, y yendo de un lado a otro, arrastrando difícilmente los pies, mirándoles como queriendo saberlo todo, el anciano padre, interrogando el acuerdo en que todos se unían para esperar allí la llegada de una mujer joven acompañada de Alberto, que la presentó dando su nombre.
Estaba convenido: en meses de quiebra de lo más querido, había que sobrevivir por encima de toda otra consideración y ceder y aceptar costumbres que siempre habían mirado con desdén. Cuando llegaba una ocasión concreta y el provecho era algo realmente incuestionable y representaba duplicar la ración de lentejas, arroz, boniatos, azúcar, se podía hacer abstracción de la propia estima y tratar como un igual a quien fuese, comprendiendo las razones alegadas por Alberto, que efectivamente tenían un peso y eran acertadas.
Ella avanzó tímidamente hasta el centro del grupo que permanecía callado, cristalizado en el esfuerzo que hacía para ponerse en consonancia con una mujer sencilla que saludaba sonriente.
Después, la vieron siempre con el vestido de flores, el de una criada, aunque no fue a visitarles muchas veces a causa de aquella inspección que hicieron en la tienda, después de llamarla a un interrogatorio que contó a Alberto, tan diferente al empaque de la madre, que como si fuera una auténtica madre, la tendió las manos y la cogió por los brazos para besarla en ambas mejillas, donde se extendió la palidez del susto aunque ella, segura, había hablado con pocas palabras esperando que los funcionarios la dejasen ver qué sospechaban sobre las cartillas, pendientes todos de sus movimientos como si fuera un animal exótico que alguien hubiera traído a la casa para distraerles y calibraron sus aptitudes o su disposición a ser engañada, según hacía el tío Pepe Luis adelantándose a hablarla, expuesta a una sospecha grave de falsificación que se delataba por sí misma y porque habían aparecido cupones de las cartillas perdidas, con las que ellos podían alimentarse un poco más a su edad, faltos de todo, gracias a Alberto que iba a las colas ya que era joven, o el más joven, añadió Javier, aunque allí de pie parecía súbitamente combatido por los años en sus arrugas, su pelo canoso.
Acaso ella era una persona de esas que no necesitan que la cara del que aman tenga tal o cual proporción, o mejor, que no perciben una boca sumida, ni ojos hundidos, ni una excesiva distancia entre nariz y labio superior, porque se volvió hacia él con simpatía mirándole junto al cuerpo raquítico del padre que avanzaba en su impertinencia, incluso capaz de confiar en los rasgos de su cara aunque fuesen como las huellas que, al querer ser amables, aparecieron en todos los rostros, al darle la bienvenida y saludarla e interesarse por su trabajo, lo primero que peligraría si descubrían que ella había estado haciendo aquello durante bastantes semanas, lo que oyó Alberto con respiración entrecortada por el esfuerzo de pensar, precisamente cuando planeaba que fuera a casa más a menudo para que se acostumbrasen a verla y un día, inadvertidamente, la metería en su cuarto, a lo que ella habría accedido, pero la mayoría de los familiares, lo que querían era atraerla para conseguir algún favor en el suministro, en parte porque no estaban enterados de cómo funcionaba y en parte por la costumbre de cuando su padre fue senador, y ante ellos, fijándose en los muebles y en tan abigarrada decoración, ella estuvo varias tardes allí hablando nimiedades que todos esperaban cortar para decir frases interesantes pero éstas nunca salían en la expectativa de tomar la palabra y asombrarla.
Un hielo de espanto les clavó entre mesitas de laca y banquetas de caoba cuando supieron que podían pagar muy caro la doble ración de azúcar o de arroz, y Alberto ahora les pedía a ellos una solución de aquel riesgo que le animaron a correr con tanta frivolidad.
Y ella al escuchar lo que le dijeron en el interrogatorio decidió pedirle que la ayudase como le fuera posible, realmente cogida de un pánico de animal indefenso pero ya no pudo hablar con Alberto porque éste no volvió a presentar su alta estatura y prestancia en las colas y sí en la antesala de la Comisaría y en el despacho del comisario, sin recelo alguno porque él sabía expresarse, y le pidió escucharle en la mayor reserva con idéntica seriedad y circunspección que él mantuvo siempre en la fila, y reconocer que él y su familia habían sido víctimas de un abuso de confianza, de una explotación por su desconocimiento de tales cuestiones y que habían accedido a la propuesta de una conocida, la que con ojos tiernos le veía ir avanzando entre mujeres con capachos. ¿Sería superflua aquella aclaración? Eran responsables, pero también con el atenuante de que los ancianos y enfermos sólo se prestaron a ello, no se habían beneficiado del doble suministro y creían no tener relación con aquel documento que ella, con su mano áspera y caliente, en la que brillaba discreto un anillo, se había apresurado a redactar y avalar. ¿Podían pedir reserva de su deseo de que no trascendiera a ella? Sí, toda la familia asumía la responsabilidad que le incumbía aunque exculpándose como era casi un deber. Porque si había culpables era la empleada del economato.
Que era grave no había duda, el castigo llegaría o no, la interesada hablaría claramente o la retendría alguna razón —el respeto tal vez—, pero de nuevo en el salón reunidos en torno a los padres sentados, la espera se prolongó tiempo y tiempo permitiéndoles hacer toda clase de cábalas, sólo distraídos por ligeros bostezos de apetito contenido, agotando las previsibles consecuencias de aquel desagradable contratiempo de los muchos de una guerra, hasta que a las ocho de la noche sonó el timbre en el lejano vestíbulo.
Las caras se volvieron hacia allá, con una expresión atónita, y todos, sentados y de pie, compusieron el grupo de una fotografía familiar sorprendidos en agradable reunión de balneario cuando los estómagos ahítos reposan en sillones de mimbre y la conversación versa, despreocupada, sobre la campaña de Melilla.