El ruido era de un coche que fue a parar delante de la puerta, negro, pequeño, con mil arañazos y señales de golpes y manchas de barro del que llevaban las ruedas adherido y seco, prueba evidente de haber corrido por caminos enfangados o calles medio levantadas aquellos días de lluvia.
Al alzar la vista vio cómo se abría una portezuela y asomaba la cabeza de un soldado que luego sacó las piernas y despacio pisó la acera mirando al portalón, su oscura profundidad, mientras otro soldado, por el lado opuesto del coche, daba la vuelta y echaba un vistazo a la fachada y se ponía detrás del primero, y entonces ambos le miraron a los ojos, fijamente, con la fijeza del que quiere reconocer a alguien y teme que no podrá porque siempre tendrá ante sí a un desconocido. Ellos también eran desconocidos. El centinela lo comprobó desde el primer momento y permaneció sin moverse en el marco monumental de la puerta de piedra renegrida por el paso de tantas personas y vehículos en aquellos dos siglos últimos. Su capote desgastado se confundía con la penumbra que detrás de él formaba el gran portalón, casi como una cueva en la que pudiera caerse de entrar más allá de donde estaba el centinela.
—Quiero hablar con Julio Palomar —dijo el recién llegado, sin dar un paso, sin un gesto que anunciase que hablaba, sin cambiar la expresión hermética de la cara bajo la gorra de plato.
Entonces el centinela iba a mover los labios, a pronunciar unas rápidas palabras que respondieran de alguna forma a aquella especie de mandato, pero la boca no se abrió y, pasando una inexpresiva mirada sobre el rostro del que tenía delante, retrocedió y dio dos pasos en el vestíbulo, como obedeciendo una orden. No la de aquel soldado, sino otra llegada —aunque muda— desde la puertecilla de cristales que había a la izquierda, pues tal fue el movimiento automático hecho por el centinela, o bien que una costumbre le hacía dirigirse a otra persona —a un superior— en cualquier ocasión que inesperadamente le plantease una contingencia que le exigiera decidir, lo cual le estaba prohibido. Pero cuando esta suposición iba a realizarse y cuando se había aproximado a la puertecilla, resonando sus botas con el roce de los clavos en el pavimento de mármol, el centinela se detuvo según avanzaba un poco inclinado hacia delante, con el fusil en el hombro izquierdo y ambas manos en los bolsillos, y giró hacia la calle igual que si hubiera recordado algo en relación con los dos soldados del coche. Volvió a la puerta y se situó en ella como anteriormente, pero ahora en el conjunto de los rasgos de la cara había una rigidez o una severidad apenas perceptible en el gesto concentrado, propio del centinela que monta guardia a la puerta de un cuartel abandonado, pero acentuada por la presión de los labios y las arrugas en la frente, en la parte que dejaba al descubierto el casco de hierro que achataba su cabeza y casi contribuía a que la expresión nueva que le había aparecido en el breve espacio de tiempo de los dos pasos hacia la puerta se hiciera más adusta.
—No está.
Si hubiera llegado hasta la puertecilla, si hubiese gritado como es costumbre «¡Cabo de guardia!» y si al no recibir inmediata contestación hubiese tendido la mano y cogido el picaporte para abrirla… Si no se hubiera movido de la puerta y desde allí sin retirar los ojos de los soldados hubiera dicho «¡Cabo de guardia!» y acompañando estas palabras con un golpe dado en la hoja de la puerta que tenía al lado y que habría resonado estrepitosamente… Pero no, el centinela sólo había hecho aquel movimiento, dos pasos en el interior del vestíbulo, y aquel desplazamiento casi instintivo fue bruscamente interrumpido para venir a pronunciar la seca exclamación «No está», dicha de forma terminante.
Se contemplaron atentamente, sin que mediaran más aclaraciones, como si no hubieran oído aquella respuesta tan breve, tan lógica, pero a la vez tan ambigua. El primer soldado se metió la mano en un bolsillo de la guerrera y sacó un paquete de cigarrillos y lo abrió con toda tranquilidad; se puso uno en la esquina de los labios para encenderlo con una cerilla. Y al levantar la mano llevaba aún entre los dedos el paquete de papel encarnado con rótulos dorados; lo mostró descuidadamente, sin hacer alarde de aquel tabaco inglés que en nada se podía comparar con la cajetilla de envoltura blanca, dentro de la que se deshacían los cigarrillos que apenas si se podían encender, que llevaba el centinela en el bolsillo del capote.
Encendido el pitillo, el soldado murmuró:
—Necesito ver a Julio Palomar. Es urgente.
Lo dijo con la boca tan cerrada que no dejó salir ni una voluta de humo y sólo el cigarrillo se movió y atrajo la mirada del centinela, que, como si recurriera a silencios para hallar las palabras, se quedó callado, ausente de la escena que ocurría ante él, ajeno a la obligación de escuchar y dar alguna respuesta a lo que se le decía en un tono completamente indiferente, mirando con una atención fría la ceniza del cigarrillo, que formaba un cilindro de aterciopelada materia gris que acabó por desprenderse cuando llegó a cierto tamaño, y caer a lo largo de la guerrera y dejar un rastro en ella que los ojos del centinela contemplaron hasta que se encogió de hombros, dio media vuelta y entró en el vestíbulo y pisó otra vez las losas de mármol medio ocultas bajo la suciedad que cientos de pisadas habían dejado allí.
Se dirigió a la gran escalera de anchas barandas flanqueadas por dos figuras de bronce que sostenían en sus manos, en actitud de tranquila espera, unos pesados mazos que terminaban en globos de cristal, algunos de ellos rotos, y con pasos lentos, poniendo mecánicamente los pies uno tras otro en los escalones de mármol oscurecido, subió. Sólo se detuvo cuando al llegar al primer rellano apoyó la mano izquierda en la baranda y se inclinó hacia delante para ver el vestíbulo desde arriba y las figuras de bronce y la claridad de la puerta de la calle: no había nadie ni tampoco se oía ruido alguno.
Hecho esto, atravesó el arco bordeado de un friso de piedra dorada y entró en un corredor aún bastante iluminado en aquella hora por la fila de ventanales que se sucedían a lo largo de su pared derecha, enfrente de las puertas, altas y negras, de madera trabajada, que llegaban hasta el fondo, donde una zona oscura presagiaba un corte vertical en los propósitos y daba fin a la hilera de ventanales y puertas.
Abrió la primera, no completamente, sino que mantuvo la mano sujetando el pestillo y por el hueco abierto asomó la cabeza y echó un vistazo dentro de la gran habitación donde había mesas y armarios de oficina, pero ni una persona ni señales de ella. Cerró entonces cuidadosamente y tras la segunda puerta encontró otra habitación idéntica, con mesas y máquinas de escribir y papeles tirados por el suelo, e igualmente de hojas de papel estaba cubierto el suelo de la tercera habitación, en la que el aire del balcón abierto movía aquellos papeles desparramados por todos sitios, y ante este abandono, el centinela no hizo nada esta vez para cerrar tras sí la puerta, sino que se limitó a retirarse despacio, como movido por la estremecedora corriente de aire que notaba en las mejillas: ésta fue quien la cerró de golpe, ocultándole los inquietantes roces y los suaves movimientos que allí dentro se producían sin tener ningún testigo.
Salió al centro del corredor y gritó:
—¡Oye!
Luego contempló la cuarta puerta, los arañazos que la cruzaban, las huellas de golpes en los bordes, los agujeros de clavos que a una altura media debía haber clavado una mano torpe, los raspones en el barniz dejando al descubierto la veta clara de la madera, y cuando hubo repasado aquellas señales reveladoras en una puerta se decidió a tocar el pestillo, que se movió desajustado y tardó en girar, y al lograr abrirlo vio otra oficina desordenada. Dos sillas caídas, los armarios abiertos y los cajones de las mesas volcados en el suelo, donde se esparcía el habitual material de oficina que era costumbre conservar ordenadamente en cada cajón y donde era útil cuando se le necesitaba, revuelto y confundido con restos de periódicos y cacharros de cocina que parecían desprender aún su olor característico. El olor le hizo retroceder y cerrar tras sí la hoja de la puerta y afianzar el endeble pestillo, del que retiró la mano tras haberlo sacudido a un lado y a otro para conseguir que cerrara y aquel desorden quedara oculto, como una vergüenza. Lo mismo que una vergüenza hace temblar la mano y ésta se convierte en vacilante cuando tiene que tocar lo que acaso guarda el motivo fundamental de la indignidad, así el centinela dio unos pasos inseguros pegado a la pared, tanteando su superficie con el brazo, y alzó los dedos temblorosos hacía otro picaporte, éste más sólido, con la pretensión de transmitirle su fuerza escasa y lograr que le permitiera pasar y conocer otra realidad que aunque esperada aún le estaba oculta por la alta puerta que, como las otras, permanecía celosamente cerrada. No tanto que cuando la empujó no se abriese con un ligero chirrido de sus goznes y mostrase también allí el desorden y el abandono que había mezclado cuadernos de hule con cajas de plumillas y montones de cuartillas y de oficios escritos a máquina atados con cintas rojas, y dietarios de tapas negras sobre los que se amontonaban tinteros sin usar y manojos de lápices y gomas de borrar, y sobre una silla tendida en el suelo una pierna calzada con bota alta que cubría hasta la rodilla, violentamente doblada, a continuación de la cual se extendía un cuerpo de gran tamaño cuyos brazos abiertos alcanzaban al borde de una cama de campaña y a una mesa derribada, la cual al caer debió tirar una gran cantidad de sobres vacíos que ahora rodeaban los hombros y la cabeza de aquel cuerpo.
El centinela avanzó y se inclinó sobre él y extendió la mano de dedos trémulos con los que rozó la mejilla gris verdosa y quiso imprimir a la cabeza un movimiento, pero ésta no cambió su posición y siguió pesadamente unida al suelo y a sus manchas oscuras, que se alejaban por debajo de la mesa de escritorio en dirección al balcón, del que venía una claridad mortecina aunque suficiente para distinguir el pelo adherido a la mancha uniforme que como una almohada extraña acogía el aparente sueño de la boca entreabierta y los ojos abstraídos en algún remoto pensamiento que tendría o no relación con los sobres blancos y azules que había en el suelo, pero que denotaban una atención concentrada y tranquila, ajena totalmente a la angustia que sintió en la garganta el centinela inclinado sobre él.
—¡Palomar!
—No era como si le llamase, sino más bien repetir aquel nombre para relacionarlo definitivamente con el recuerdo de su fisonomía, de su corpulencia, del tono de su voz o el tic de la nariz al fumar: la totalidad de la persona auténtica que pertenecía al cuerpo que ahora allí estaba callado, en postura forzada, inutilizado para todo.
No le volvió a tocar; se irguió y contra el capote se frotó los tres dedos con que le había rozado, tras lo cual se llevó las manos a los bolsillos y allí las mantuvo, mientras que con los ojos recorría uno a uno los objetos diseminados en el caos que era el despacho, fijando en su memoria cada detalle por trivial o insólito que pudiera ser, como si previese que algún día tendría que enumerarlos en unas circunstancias parecidas y él tuviera que hablar largamente relatando acontecimientos que hubiese vivido u oído contar, pero que tuvieron trascendencia para todos y para él mismo. No bastaría enumerar los restos, mencionarlos como quien hace un inventario después de un desastre: sintió la necesidad de respetarlos, ya que eran los imprescindibles materiales que sustentan lo heroico, lo audaz, lo generoso, con lo cual volvió a pasar la vista admirada y devotamente por la mezcla de cajas de clips y hojas folio, sellos de caucho con leyendas incomprensibles, y sus correspondientes tampones, carpetas rotuladas y numeradas que lo mismo podían sistematizar destinos humanos que raciones para los regimientos, hacia todo lo cual sintió deferencia y adhesión. Paso a paso, andando para atrás, salió del despacho y miró al fondo del corredor, donde la oscuridad ponía fin a todo, a suelo, puertas y ventanales, proyectos y deseos, en la oscuridad densa que se extiende tanto por la extinción natural de las claridades del día como por la densidad impenetrable que recubre los ánimos y los lugares de un campo de batalla vacío de vida y de su normal estruendo.
Fue hasta la escalera y allí tanteó la baranda con los tres dedos que habían tanteado —como apoyo de otra naturaleza— la mejilla helada y tersa que se extendía con delicadas sinuosidades hasta la sien, encima de la cual la rotura de los tejidos abría un surco bordeado de fragmentos de piel endurecidos que parecían separarse espontáneamente para revelar las esquirlas blanquecinas y, entre ellas, los globulillos translúcidos y venosos de zonas siempre invisibles pero responsabilizadas de elevados cometidos mentales pese a pasajeras obnubilaciones que ponen sombras en la imagen de una derrota o al tantear el apoyo habitual para subir o bajar escalones como aquéllos.
Bajó reconcentrado y hundido en sí mismo, con la cabeza aplastada por el casco, tan ineficaz entonces que el barbuquejo se movía suelto, y la barbilla replegada hacia aquellos labios que debían hablar porque sabían más que nadie en aquel momento en que se hacía ineludible una aclaración a las incógnitas que esperaban en el quicio del portalón. Se acercaba pisando con seguridad, pero muy despacio, como si el tiempo que ganaba demorando el atravesar el vestíbulo estuviese lleno de significado y cargado de todas las experiencias que hubiese acumulado en los últimos tres años y que ahora culminaban en la íntima decisión que le ordenaba adecuarse a la escena que había contemplado arriba, resumen de cientos de peripecias vividas.
Le seguían esperando, no se habían movido, estaban tensos y fijos en el sombrío portalón del que esperaban llegara una respuesta concerniente a Julio Palomar, pero, como una sorpresa casi cómica, lo que de pronto tuvieron de nuevo ante sus ojos fue al centinela hermético, inexpresivo, que volvió a situarse en su sitio y que exclamó con voz clara y enérgica:
—Yo soy Julio Palomar —dicho lo cual sus labios se contrajeron y cerraron tan sólidamente que los dos soldados se enderezaron con una leve sacudida de los hombros para que sus cabezas se alzaran y comprobar con mayor precisión el aspecto del centinela y disipar alguna duda que les hiciera aún vacilar en reconocer como verdaderas las palabras que acababan de escuchar y que si les habían hecho estremecerse, ahora les devolvían la calma con que bajaron del coche. Uno de ellos volvió a sacar su paquete de tabaco inglés, mostró su envoltura lujosa y elegante, con rótulos dorados de un gran atractivo para cualquier fumador, pero más aún para el que relacionase su placer con una clase social, y comenzó a hacer los movimientos del que va a fumar mientras que el otro soldado dio dos pasos, se puso detrás del centinela y pausadamente llevó su mano derecha a la funda de la pistola que pendía del cinturón; la abrió, la extrajo, y también muy despacio, ya empuñándola, la fue alzando hasta la altura del cuello que se veía entre el capote y el borde del casco, y apuntando allí, sin que la mano tuviera la menor oscilación, el dedo índice apretó a fondo el minúsculo gatillo del arma.