—Daría años de vida por tener muchas alhajas, por llevar las manos cubiertas de sortijas y que me doliera el cuello por el peso de los collares.
Apartó los algodones con las pinzas, los echó en el cubo casi lleno y se quitó el guante de goma de la mano izquierda para colocar las yemas del índice y del pulgar en el cuello del hombre, a ambos lados de la tráquea, y retenerlos allí unos segundos, quieta, sin respirar, apretados los labios por los que antes había salido el aire de las palabras que exaltaban el atractivo de las joyas, sus destellos, el lujoso alarde de la pedrería. No sobre una bata blanca cerrada hasta el cuello, suavizada por los cien lavados con lejía, sino sobre un vestido de noche, escotado, ajustado a las caderas, en el que brilla el oro, los diamantes, el raro platino, la turquesa a la luz matizada de los salones…
La carótida dejó de latir y aunque los dedos apretaron, no percibieron los pequeños movimientos que la denunciaban bajo la piel cubierta de una barba crecida.
—Ya no pongas la venda. No hay nada que hacer.
—¿Y para qué querrías todas esas alhajas? ¿Te las ibas a poner ahora? —la otra enfermera le señaló la manga manchada con redondelitos de un rojo oscuro ya seco, de los que también había en el suelo, en el pasillo, delante de las escaleras y en la puerta del patio donde dejaban las camillas unos minutos, muy poco tiempo, pero el suficiente para que debajo, a veces, se formara una mancha que luego el portero lavaba con cubos de agua.
El médico se quedó un momento mirando lo que hacía éste, cómo el agua espumosa y rojiza corría sobre el cemento hacia un sumidero tapado con una rejilla, parecido a una reja de ventana, como tenían antes los conventos, las cárceles, los hospicios, unas rejas grandes y pesadas a las que se aferraban las manos para medir la dureza del hierro, manos que encendían una cerilla; él levantó despacio la suya hasta la altura de los labios y del pitillo, a cuyo extremo acercó la breve llama amarillenta y móvil, pero ahora no tenía el temblor propio de tan inestable elemento, sino otro más acusado, inconfundible, de vejez. El peso de la enorme reja gravitó en sus entrañas y aspiró el humo para arrojarlo fuera y sentirse más libre, pero inútilmente: la pesadumbre interior seguía allí con su desaliento, ante la evidencia del temblor inesperado, del sueño angustioso.
Dio unos pasos hacia la escalera porque es conveniente hablar de los sueños con alguien, contarlos: el filo del bisturí rajaba las muñecas a la vez que oía: «No te sirven para nada», y precisamente soñar eso tras varias horas de trabajo recomponiendo cuerpos en el quirófano… de donde ahora retiraban uno bajo una sábana y la enfermera levantaba la mano izquierda.
—En éste, un anillo de oro; en el del medio, una piedra verde. Cuando me vistiera bien, me pondría los dos, un vestido blanco, de verano, un poco ceñido, con un collar, sería un sueño.
Un sueño tétrico que le había saltado a la conciencia con su brutal absurdo, pero su compañero apenas le prestó atención, hundido en su fatigada postura, con la silla echada hacia atrás para que los fatigados pies se apoyasen en otra, indiferente a lo que oía o incapaz de levantar su mirada y atravesar con su comprensión el grueso cristal que le separaba de aquel sueño ajeno: «Alguien que yo no veía me cortaba las manos con un bisturí y le oí decir: "No te sirven para nada", y estábamos en un sitio lleno de personas que me miraban pendientes de lo que yo hiciese luego».
Hablaba para tranquilizarse, para eliminar aquella fantasía, fluyendo por su cuerpo hasta el borde de las uñas; se contempló los dedos porque aquel temblor podía muy bien no ser anuncio de otra cosa, sino de mero cansancio, de las horas pasadas en el quirófano, sudando bajo la mascarilla, el gorro, los guantes, y no el primer síntoma de la senectud, de la decadencia, porque muchas veces se produce antes de exámenes, comienzos de un combate, la inminencia del acto sexual: aparece un ligero temblor que si en el hipertiroidismo se limita al anular, en otras ocasiones es de todos los dedos, muy visible al encender el cigarrillo, y si se enciende a otra persona, entonces se revela sin posible disimulo, precisamente cuando las manos se necesitan más seguras y deben tenderse hacia los sitios que atraen por su satinada superficie, por la blandura de sus pliegues o protuberancias elásticas de tacto aterciopelado.
Como otras veces, ella se subiría la falda para quitarse el uniforme con el movimiento procaz aprendido quizá cuando empezaba a ser mujer y que habría repetido mucho no sólo como seducción, sino para satisfacer su vanidad de mostrar súbitamente proporciones de gran tamaño, pero de perfecta armonía, que nadie podría sospechar bajo los pliegues de la bata blanca o del uniforme gris o de los vestidos para salir a la calle y dar un paseo o subir la escalera que nadie usaba nunca e ir a la habitación vacía donde había una cama y un colchón a rayas y en la pared un brazo metálico con su bombilla.
A la plena luz de la bombilla, el paquete de cigarrillos se veía encima de la mesa, pero esta vez contuvo su deseo de fumar uno o, mejor dicho, de encender una cerilla y ponérsela delante de los ojos para comprobar si duraba el temblor, reflejo de una mala postura o del sueño que perturbaba ahora su conciencia de cirujano experto, primero atendiendo a los milicianos heridos en la Sierra, luego a la población civil como un buen operador, tal como quería ser hasta que el sueño sombrío vino a mezclar sus manos a órganos destinados al horno donde irían a parar con pies o trozos de pulmón u otras azuladas vísceras desechadas, si el pulso inseguro en el bisturí era observado por un colega, que acaso se lo indicaría, o bastaría que cruzase miradas con el ayudante.
—Todos tenemos sueños así. Bah, algo que has oído estos días o que has leído.
Se levantó de la silla para estirarse y notar si las piernas y brazos habían recuperado su tonicidad y fue a abrir la puerta para salir y buscarla donde estuviese y acariciarla por encima de la bata y rozarle las mejillas, aunque acaso no habría terminado su turno.
—Son las cuatro y diez. Vuélvete a la cama.
En el corredor sin luces siguió el imperceptible resplandor de los baldosines blancos, pasó delante de las ventanas abiertas por las que se oía muy lejano el estampido de los antiaéreos, abiertas como tapices de un negro absoluto extendidos en la pared para trazar en ellos el dibujo deseado, que para él no era otro entonces que la mujer subiéndose la falda con una rodilla ligeramente doblada, e hizo un movimiento con la mano para saludar al enfermero del laboratorio que estaba en la puerta bajo la bombilla encendida toda la noche, dejando caer su luz roja por sus hombros y las arrugas de su cara, convirtiéndole en un espectro iluminado por resplandores de un incendio o un asesino manchado con la sangre de su víctima, aunque al saludar al médico, el gesto revelaba a un hombre adormilado y aburrido que estaría pensando en alguna enfermera, acariciarla en un pasillo o, si estaba en el quirófano sola, podría besarla. Pero cuando entró la vio con una compañera poniendo en orden el instrumental, recogiendo las latas de algodón; le sonrió con una mueca cansada, un mechón de pelo le asomaba por debajo de la toca y la piel de la cara tenía pequeños puntos de brillo donde el esfuerzo se manifestaba algunas tardes de verano cuando habían podido subir al piso que nadie usaba, y allí la respiración se hacía desenfrenada y los latidos del corazón llegaban a un máximo casi doloroso.
—¿Cuándo termina tu turno?
—A las cinco… Tengo unas ganas de descansar…
En su cama, en casa, después de tomar algo caliente que la madre le preparase mientras la oía hablar de cosas sin importancia y decir:
—Pues ¿sabes lo que a mí me hubiese gustado? Ser bailarina, trabajar en un teatro de revista, fíjate. Cuando era joven lo pensé muchas veces.
Se reía de su madre, tan mayor, pero se imaginó a sí misma en un escenario adornada con plumas, medio desnuda, sacudiendo las piernas ante la oscuridad repleta de la sala, y algo la intrigó de aquella imagen suya y pensó que no sólo era la satisfacción de llevar collares caros, sino que los demás la contemplasen, él u otro, lo importante era conseguirlo y ser feliz.
—¿Has hablado con tu hermano?
La otra enfermera había salido y aprovecharon para acercarse y ponerle él las manos en las caderas.
—Sí, ya hablé con él.
La lámpara central daba una luz cegadora y se volvió de espaldas, fijándose en que ella tenía la bata muy manchada.
El hermano le contempló fríamente.
—¿Para eso vienes? No nos vemos en tantos meses, ni me llamas ni te importa si me mata un obús, y cuando vienes, ¿es para eso?
—Bueno, se me ha ocurrido preguntártelo.
—Sí, pero lo cierto es que no te acuerdas de que tienes un hermano, ni de que me podías ayudar estando tú en un hospital, y vienes un día y es…
—Tengo mucho trabajo y además tú sabes que yo no puedo hacer nada por ti. Gracias que yo me voy defendiendo.
—No, tú tienes una posición muy buena y te pagan bien, estoy seguro, y ahora me vienes con esa pregunta.
—¿Y qué hay de malo? Mamá no tenía nada, tú lo sabes.
—Sí, ella guardaba algunas de valor.
—No sé por qué dices eso, no tenía nada.
—En el verano que empezó la guerra aún tenía alhajas.
—¿Alhajas? No, hombre, tú sueñas.
—Mamá tenía alhajas, no vas a discutírmelo.
—¿Pero a qué te refieres? ¿A la sortija y a la cadenita? Pero ésas nos las quitaron en un registro. Cómo se ve que tú no has estado aquí. Eso se lo llevaron y no pudimos protestar.
Encontró los ojos de su hermano fijos en él: dos manchas negras que conocía de siempre. Sonrió, hizo una mueca.
—¿Cómo se las llevaron?
—Sencillamente, llevándoselas. Vinieron, amenazaron con los fusiles y se llevaron lo que querían. Ni más ni menos.
—Pero ¿las alhajas? ¿Se llevaron las alhajas? —se levantó y dio un paso hacia la mesa.
—Sí, se las llevaron. Si son unos ladrones estos rojos.
—¿Y cuándo vinieron? ¿A qué hora?
—¿Cuál? ¿Eso? Una mañana. Empezaron a dar golpes en la puerta y hubo que abrir. Ya dentro, nos obligaron a darles todo lo de valor, todo, y nos lo robaron…
—Pero ¿vinieron por qué? ¿Quiénes eran?
—¿Por qué me preguntas eso? ¡Yo qué sé! Te estoy contando que estuve a punto de que me fusilaran…, ¿qué quiénes eran? Pues la policía, los comunistas, buscaban dinero.
—Sí, muy bien, ahora dime, ¿dónde están las alhajas de mamá?
—¿Qué dices de alhajas? ¿Es que no me entiendes? ¿No me oyes? —se irguió y le gritó—: ¡Me las han robado los rojos!
—¿Es que no las tenías escondidas?
—No, no pude esconderlas. Y será mejor que no hablemos de ellas. Ya sabes de qué las tenía mamá. Es preferible no acordarse.
El hermano le miraba con los labios sumidos.
—¿Dónde están?
—Yo qué sé. ¿No ves que estoy enfermo y me obligas a hablar más de lo que puedo?
—Dame la mitad: con eso me conformo.
—Yo no las tengo. Las robaron.
—Dime dónde están las alhajas —repitió con voz lenta.
—Ya no las tenemos y tú no las volverás a ver.
—¿Dónde están las alhajas de mamá? —casi le gritó esta vez, porque se vio con las manos llenas de joyas, dejándolas caer sobre el cuerpo ancho y prominente de Nieves, haciéndole cosquillas con los colgantes y las cadenitas doradas.
—No, no me preguntes de esa forma, no tienes derecho. Eres un mal hermano, me ves enfermo y vienes a torturarme.
—Si no todas, dame alguna.
—¡Estúpido! No te digo que aquí no tienes nada que hacer, que no vengas a fastidiarme… Mamá no te dejó nada, no te quería, ni se acordó de ti cuando murió.
—¿Dónde las has guardado?
—¿Pero te atreves a preguntarme…? Eres un miserable. Ahora vienes a arrancarme lo poco que me queda cuando estoy enfermo y solo. Vete de aquí. No me sacarás las alhajas.
—Venga, dámelas.
—No me da la gana, no te daré nada. ¡Canalla! ¡Mal hermano!
La enfermera le miró con un movimiento de cejas.
—¿En qué piensas? ¿Has hablado con él o no?
Tenía las dos manos metidas en la pila y sobre ellas caía el chorro de agua plateada.
—Bah, estaba pensando en un sueño que me ha contado Hidalgo, un disparate como todos los sueños, pero muy raro, casi desagradable, no sé por que tenía que contármelo… Algo como que cortaba las manos a un muerto, me parece, sería en una tumba, claro está, a un hombre que no había servido para nada y él le daba este castigo.
—Ah, ¿pero eso qué es? ¿Por qué me lo cuentas?
Con cara de asco, como quien ve una rata muerta impregnada de materias de alcantarilla, hizo un ruido con la garganta y al recoger la barbilla tuvo una actitud de rechazo.
—Cosas de sueños, pero vino a contármelo y le tuve que escuchar; me estuvo hablando mucho rato y yo me preguntaba qué tenía que ver con eso, pero comprendí que quería desahogarse.
Dio unos pasos en torno a la mesa de operaciones, mirando al suelo, y al pasar cerca de los ventanales levantó la cabeza y le dijo que abriese alguno, que ventilara la atmósfera casi irrespirable y opresiva, cargada de ácido fénico, a lo que ella obedeció, apagó las luces y sólo dejó una sobre las mesas, y al descorrer las cortinas de hule, los cristales cruzados con tiras de papel pegado retemblaron como si desde algún sitio les llegasen vibraciones o el zumbido de un motor en la tranquilidad del amanecer que aún dejaba oscuras las ventanas, negras, donde era posible ver una pantalla encendida de pronto, una proyección que saliera de sus propios recuerdos y fuera a poner allí delante la cara de su madre, con su expresión reservada, y la del hermano con grandes ojeras y facciones anchas, enfurecido.
—Bueno, y tu hermano, por fin, ¿qué te ha dicho?
—Que no las tiene, que se las han robado.
Ella hizo un mohín y siguió lavando algo en el chorro del agua hasta que se vio en la escalera de su casa, donde aquel muchacho tan joven como ella la enseñaba de lejos una sortija y se la ofrecía para que ella accediese, que era dar unos pasos y acercarse y aceptar que él la recorriera el cuello con los labios y la descubriese una sensación nueva que se extendía de la nuca a las rodillas y que había sido todo su pago, porque la sortija no se la dio y echó a correr, pero ya le había dado algo muy valioso: saber cómo lograr regalitos, broches, una peinecilla para el pelo, un imperdible con una figurita.
Por eso no se enfadó, sino que se limitó a quedarse callada para demostrar que la había contrariado una ilusión, que tenía más importancia porque él la había explicado que alguna era antigua, de mucho valor, con la calidad deslustrada del oro viejo guardado hacía años, que a pesar de estar bien protegido en su estuche puede tomar un aspecto mate como tantas veces él las había visto de niño cuando le pedían a la madre que se las enseñase y ella las sacaba y, sin dejárselas tocar, se las mostraba; otras veces ella salía por la noche y las llevaba puestas con el sello de la elegancia que no se pierde y que incluso en aquella época de guerra le permitiría venderlas bien, y ya lo habría hecho de haberse acordado a los pocos días de haber muerto la madre y haber ido a la casa a hacerse cargo de una parte de lo que dejase, aunque fueran objetos de uso personal, si bien nada le interesaba si no era el contenido del estuche de terciopelo, que, claro está, habría que repartirlo con el hermano.
—Están tirando mucho esta noche por Tetuán. Hasta hay incendios.
Se dio cuenta de que en la lejanía oscura que era el ventanal abierto se oía algo parecido a una tormenta de verano presagiando nuevas ambulancias que llegarían mientras Nieves seguía en el lavabo, inclinada hacia la pregunta, extrañada de que él no la diese más explicaciones de por qué no disponía de las alhajas, poco convencida acaso de aquel robo, aunque ella sabía bien que era lo primero en robarse y, según le había confesado una vez, ella misma no había vacilado en dar todos sus ahorros a un vecino que la ofreció una cadena con un medallón que había sustraído en una joyería, cadena que ella se ponía los domingos sin importarle la procedencia, pero sabiendo que era de mucho valor, que fue su gran alegría cuando la tuvo y se encerró en su cuarto y se la puso y se contempló con ella en el espejo del lavabo y se la probó con todos sus vestidos y hasta —también se lo contó— se había desnudado de medio cuerpo para arriba para admirarla sobre la piel.
Llevó la mirada hacia ella para unirla a la imagen del desnudo sugerente, pero en aquel momento se abrió la puerta y entró una enfermera que empezó a contar algo.
—… estoy rendida de sueño.
También él tenía sueño y deseaba acostarse y dormir como una piedra hasta el mediodía, sin saber nada ni oír nada, si eso era posible en sueños en los que irrumpen tantas tonterías, como le había pasado a Hidalgo.
—Qué sueño tan desagradable es éste que ha tenido Hidalgo.
¿Por qué la habría contado eso? ¿Qué intención tenía al venir a decirla aquello tan raro? Un hombre que no servía para nada…, ¿y a ella qué? Algo quiso decirle, como una advertencia o un consejo, probablemente relacionado con su trabajo, pero ¿qué podían recriminarla? ¿Qué no servía para qué? Como si no mereciera las alhajas y tomase ese pretexto para guardárselas, diciéndole que no servía, que estaba muerta.
Fingiendo ir a coger la toalla, le miró de reojo: pálido, demacrado, sin afeitar, contemplaba la oscuridad del ventanal en el que vibró la campana del patio anunciando la llegada de una ambulancia, y el tintineo claro y neto dejó los oídos despiertos para percibir en otros barrios muy distantes los estallidos en serie de las ametralladoras antiaéreas.
Nieves salió al pasillo y tras ella fue el médico y en el rellano de la escalera se detuvieron junto al doctor Hidalgo, que estaba allí escuchando lo que pasaba en el piso bajo, atento a una llamada de ayuda del equipo de guardia al que se esforzaría en demostrar su pericia, la seguridad de las manos, que fuertes y rojizas se tendían hacia las alhajas en su estuche, y pensó en cortar de un hachazo aquellas manos, las de su hermano, sí, otras no: sería una pesadilla terrible si fueran de mujer, yertas, esqueléticas, azuladas, cubiertos los dedos de anillos, por los que ella daría la vida, ponerlos juntos y probárselos delante de un espejo en las manos que tanto se cuidaba, de las que él no podía decir que no sirvieran para nada, y una vez tras otra probaba, extendiendo el brazo y comprobando que no temblaban, que conservaban un pulso perfecto, pese a su mala intención de hermano envidioso que aún le oía gritar: «¡Qué razón tenía madre cuando dijo que no serías más que un medicucho!»; pero ella se las reclamaría porque se las prometió, aunque no comprendiese aquello de «no te sirven para nada», era una maldición ahora ya bordeando la madurez, sin haber logrado la cátedra, en medio de una guerra que le arrollaría con sus compromisos, siempre con el riesgo de que la descubriesen desnuda en la habitación olvidada de todos, esperando una nueva pulsera o un anillo.
El reloj dio las cinco y ellos estaban apoyados en la barandilla, sin advertir que su turno acababa y podían entregarse al descanso, al sueño, al vengativo sueño que si cierra los párpados fatigados abre los ojos a difíciles pesadillas.