Oyó cada palabra claramente, pues los dos hombres hablaban a su espalda y no cuidaban de decirlo bajo.
En el refugio no conocía a nadie; de pie, los unos pegados a los otros, entrecruzaban conversaciones banales que se cortaban cuando del exterior llegaban ruidos, a la escucha de que las sirenas determinaran lo que sería de ellos. ¿Cómo era posible hablar así? Mientras ellos estaban bien protegidos del bombardeo, miles de soldados se exponían a la muerte, dormían en el barro, amontonados en chabolas llenas de piojos, ninguno de ellos podía lavarse en muchas semanas y tenían tos, y reuma y el estómago no les aguantaba la comida… Mientras tanto, dos hombres de la retaguardia les maldecían, a ellos y a la guerra…
Fuera hará frío; el aire barrerá las nubes abriendo el helado abismo de las constelaciones, a cuyas figuras alzan sus ojos los que esperan ayudas misteriosas. O acaso vendrán más lluvias y, por encima de las cabezas y los cascos de hierro, las lenguas de cristal murmurarán sus purísimas palabras y bruñirán con su roce las calles de la ciudad silenciosa… Volvió un poco la cabeza y miró severamente a los que hablaban contra la República y contra el Frente Popular.
Un viejo le preguntó:
—Usté es extranjero, ¿verdad?
Él ve a todos apretados contra las paredes de cemento, pendientes de los ligeros parpadeos de la bombilla que cuelga del techo, como si esperasen la señal de un mensaje que viniera a salvarlos.
—… para prestar ayuda —dice en voz alta, pero nadie le entiende y a los que le miran se apresura a aclarar—: Sí, soy extranjero.
Los más, tienen un gesto de cansancio, se hacen los distraídos de lo que oyen; los que han querido que él hablase para hacerlo igual a ellos, a pesar de su raro uniforme, le contemplan con curiosidad, pero no dicen ya nada, atraídos por razones personales y urgentes.
El extranjero mira a la mujer callada que lleva la cabeza envuelta en un hermoso pañuelo, se la acerca y murmura que allí no hay peligro alguno, suponiendo que ella comprenderá su intención amistosa de llenar el espeso vacío del refugio, pero la mujer, como si lo hubiera interpretado de forma muy distinta, le responde que ya dura mucho, que todo allí dura demasiado para que al acabar se tengan consideraciones. La escucha y no sabe a qué se refiere; ella bisbisea y baja la cabeza, aunque él la había sonreído abiertamente para impregnar de confianza la lengua clara y diurna que emplea con todos desde que llegó a Madrid. Pero los ojos en ciertos momentos pueden ser un idioma extranjero y así ella le echa una rápida ojeada despreciativa y él no entiende y se queda sorprendido por la aparición de un impulso que le lleva hacia la escalera que da a la calle. Desea salir fuera; el refugio habrá sido una breve espera en casa ajena donde es imposible detenerse y crear amigos y de nuevo se confiará a la fraternidad de las patrullas en los combates al amanecer y en los inciertos golpes de mano, y, sin embargo, allí despierta interés, le reconocen, le han preguntado si era extranjero.
No, ya no era allí extranjero. Se había sentido libre y seguro desde que llegó, únicamente receloso de los rayos translúcidos con que los reflectores recorrían las nubes algunas noches, y sólo entonces volvían los recuerdos de Dresde o de Hamburgo, cuando las manos parecen afilarse y perder vigor, tiemblan ligeramente y nada puede cambiar su tono yerto mientras descansan en el borde de una mesa y los oídos acechan ruidos en la escalera, las botas de los que vendrán a registrar, a incautar papeles, cartas, a detener, a llevar a una larga peregrinación de cárcel en cárcel hasta el matadero bien conocido o entrevisto por la suerte que tuvo algún familiar o algún amigo.
Pero pronto terminará la alarma y volverá a reintegrarse a su unidad, junto a miles de hombres como él, decididos, armados, notando el peso de la pistola en la cadera; no importará el frío de la lluvia al cruzar campos de escasos matorrales donde el viento es el único ser vivo.
—¿Estás de permiso?
La pregunta corta su reflexión y le obliga a planear bruscamente sobre la tela de araña que prende su vida, haciéndole recomponer día a día los restos de la catástrofe que fue su época; para otros, fue una enfermedad, una pequeña herida; para ellos, el riego total, de casi imposible remedio.
«Sólo con la razón comprenderemos lo irracional de esta época», se lo dijo Weiss en el Paseo del Prado, a pleno sol de la tarde invernal, camino de los puestos de libros viejos, atento a su cara demacrada en la que no ve su escueta fisonomía personal, sino una acumulación de rostros con los que se había cruzado desde que huyera del nazismo y que ahora le dijeran: «Tendremos que reconstruir el siglo».
Pero ¿estaría equivocado? Había oído claramente a su espalda: «Ya no cuentan con la ayuda extranjera, tendrán que rendirse y entregar esta maldita ciudad de basura y mierda, porque les falta el arroz y las municiones y sin eso no pueden defenderla, sin comida no resistirán, esto se está acabando y no habrá perdón para ninguno de ellos…». Hablaban en voz alta y acaso nadie les oía, porque todos estaban pendientes de que sonara la sirena dando fin a la alarma en el gran engaño de que el peligro iba a terminar y sin más riesgos acabarían las inquietudes y se restablecerían sus rutinas diarias para volver a un feliz tiempo pasado.
Rumiando negros pronósticos, al cabo de una hora está en un bar de luz mortecina y pregunta al tabernero si tiene algo para beber.
—Sólo hay ginebra, muy mala, nadie la quiere.
En el mostrador, otro hombre encogido dentro de una gabardina con señales de mojadura en los hombros, medio tapada la cara con las solapas subidas, bebe el líquido cristalino.
—¿Eres un internacional? ¿Cómo estás tú aquí si todos se han ido?
—En cualquier sitio había enemigos. Las noticias de los periódicos, una carta, todo anunciaba la gran mano que podía cogerme dentro.
—Pero ésta también es una ciudad cercada.
—No había tranquilidad para mí y para otros como yo. Lo mismo en Bruselas que luego en París, nos esperaba ser cazados un día.
—Pero aquí las balas perdidas o los obuses alcanzan a todos. Constantemente cae gente muerta en las calles.
—Llegué y comprendí que era la ciudad donde podía quedarme porque estaba defendida por perseguidos como yo… La única ciudad en la que no temería al sufrimiento, o a algo peor.
—Estamos sitiados, bien lo sabes, y los frentes se debilitan y dentro hay miles de enemigos que esperan para atacarnos por la espalda.
Al oír esto, el extranjero se le acerca y le contempla sin pestañear.
—Pero Madrid es un refugio. Entonces me era preciso encontrar una ciudad para dormir sin miedo, que cada pared fuera como el brazo de un amigo, buscar en los ratos de ocio, en los paseos, el recuerdo de otra donde me sentí confiadamente compañero de todos.
El de la gabardina le sonríe y ambos alzan las copas de cristal blanco y beben de un trago.
—No sabría qué hacer con mi vida si no es quedarme aquí. El hambre, las penalidades, todo es mío.
—Sí, comprendo lo que dices y pienso como tú, pero la guerra está terminando, será cuestión de días, de semanas, y todo habrá acabado.
—He andado libremente por las calles. Cuanto es vida seguía su curso, pese a todo lo que está pasando. Aquí, una parte al menos de mi destino dependía de mi decisión y podía calcularlo a plena luz. ¡Oiga, otra copa!
—Si nos rendimos, no sé qué será de nosotros.
El hombre con gabardina saca del bolsillo un periódico, echa una ojeada al tabernero que está inmóvil, ausente, con la botella de ginebra en la mano, y señala una noticia al extranjero, el cual se inclina, lee y hace una mueca con los labios.
—No es posible. Madrid resistirá.
Vuelven a vaciar las copas y se contemplan.
—La guerra está terminando, camarada, ¿tú qué vas a hacer?
—En el refugio he oído…, pero no, no todos piensan así.
—Son dos años y medio de guerra, un esfuerzo superior a lo que pueden porque son albañiles, panaderos, empleados, sastres, no sabían nada de guerra y han tenido que hacerla, un gran esfuerzo… a vida o muerte.
—Ya es hora de cerrar —gruñe el tabernero, y el hombre de la gabardina murmura:
—Si la guerra termina, tendremos que marcharnos…
El extranjero niega echando unas monedas en el mostrador, reacio a los presagios de aquellas palabras.
Salen. La lluvia fría oscurece todo, araña las mejillas y hace bajar las cabezas acortando la respiración para tomar la actitud amenazadora del que corre entre matorrales, atento al primer disparo, engañado por los ruidos del aguacero, por el crujido de una rama rota que se transforma en el estampido cegador cuyos resplandores enrojecen los troncos de los árboles y duran lo suficiente para disparar a ciegas. El extranjero sale al centro de la calle, tropieza, levanta el puño izquierdo, alto, por encima de la boina, y da voces:
—¡Frente rojo! ¡Frente rojo!
Cae la lluvia sin parar y las gotas bajan por la barba hasta el húmedo embozo del capote.
Sentía empapada la gabardina; dos pasos más y se encontró cerca de una oquedad donde podía protegerse del agua, pero a un lado descubrió una figura inmóvil, una persona dormida de pie, un gran saco de ropa parda que le recordó los fardos en las estaciones; cuando avanzó más comprendió que un soldado rígido le contemplaba apoyado en la jamba, resguardado de la lluvia. Se puso a su lado, donde ya no sentía las gotas en la cara, y le miró.
—¡Qué tiempo tan malo!
—Sí, llueve mucho.
La voz del soldado era tranquila y clara, demasiado alta, como si el silencio de la noche lluviosa o su misión de vigilante no le intimidasen, o creyera que el zumbido del agua cayendo por todos sitios le permitía hablar alto.
Observó que el soldado tenía colgado al hombro el fusil con la bayoneta puesta.
—¿Es esto un cuartel? —necesitó preguntar, y oyó con extrañeza:
—Sí, claro.
Se salió de la puerta.
—Entonces no puedo estar aquí.
—¿Por qué no? Está lloviendo tanto…
—… prohibido.
—Bah…, psss —bostezó y se hundió más en el portalón ante el que caían los goterones del tejado. Entonces el hombre se volvió a poner junto a él y miró para arriba como si quisiera descubrir en la oscuridad nocturna el lugar de donde les llegaba tanta agua pulverizada, en impalpables gotas heladas, pero lo que vio en las nubes fueron dos líneas blanquecinas que insistentemente cruzaban de un lado a otro, perdiéndose y reapareciendo como dos espadas gigantescas cruzadas sobre los tejados de los que a veces saltarían reflejos de charol, despertados del sueño que inundaba la ciudad. Pasó un largo rato en que la atención se concentró exclusivamente en aquellas rayas luminosas, de tenue luz.
—Hay alarma esta noche.
—Sí, aviación.
El hombre se ajusta la bufanda al cuello, encogiéndose en la gabardina.
—Acaso haya bombardeo, está muy nublado, es una noche apropiada y precisamente…
Miró al soldado para comprender lo que habría pensado al oír sus palabras, pero, tras el cuello del capote subido y el casco, no distinguió nada.
—Hoy puede haber un ataque, una sorpresa, los cañones comenzarán de pronto y los morteros harán saltar todo con una tierra tan blanda…, ¿no crees?
—Puede ser…, psss.
—No se puede confiar. Hay que estar siempre alerta. Tú también, claro.
Miraron ambos a un lado y a otro de la calle, cerrada por las rejas de la lluvia tenaz. No se oían pasos ni el ruido de ningún coche: sólo el agua respirando sobre las cosas.
—Voy a Ríos Rosas. ¿Sabes hacia dónde cae?
—Ríos Rosas es… la tercera.
—Me voy, no escampa. Salú, compañero.
Echó a andar. El estómago le recordaba que sólo había tomado un plato de lentejas cuando la radio estaba dando el parte del mediodía; había cogido una cuchara y distraídamente la había hundido en el caldo oscuro y la había dejado así unos segundos, porque los movimientos habían suspendido su función para permitir que el pensamiento siguiera las nítidas imágenes de tropas entre ruinas, trincheras abandonadas, hambre. Cuando alzó la cuchara y vio la redondez de las minúsculas moneditas pardas que la llenaban, y de las que llegaba olor a ajo: «Dentro de poco, ni esto quedará», oyó a alguien que se refería acaso a las trincheras, a las municiones o a las lentejas imprescindibles de cada día.
Suspiró y siguió andando en la atmósfera impregnada de agua. Iba despacio, tanteando el suelo, sin verlo apenas por la falta de farolas, de puertas iluminadas, de balcones encendidos, de anuncios luminosos. Miró las fachadas como muros negros de carbón y arqueó los labios renunciando a aquellos recuerdos, precisamente al desembocar en una calle conocida y dirigirse al suave resplandor de unas puertas con cristales tapados con cartones. Entró en un bar, se fue al teléfono, lo manejó varias veces hasta que consiguió comunicación. Con la mano hizo una bocina para concentrar la voz y que no le oyeran varias personas que estaban allí reunidas, que se volvían hacia él y cruzaban miradas con el hombre del mostrador: sobre el cinc había unas copitas de un líquido oscuro y sus ojos se detuvieron en ellas mientras oía los chasquidos de la línea y una voz soñolienta. Entonces habló:
—Oye, Luis, Luis, soy Santiago. Escúchame. ¿Puedes atenderme ahora? Es que quiero hablarte… un momento sólo, muy poco; no me da tiempo de ir a verte, ya sé que sería mejor en persona, pero me es imposible. Grave, sí. Decirte que no puedes renunciar, que no puedes dejarlo, es tu propia vida y no vas a cambiar en unos días… Escúchame, hay que cargar con la responsabilidad, aunque tú no lo quieras estás sujeto a lo que has sido y a cómo has pensado, es algo fatal, eso está unido a ti, ¿entiendes? Hemos vivido una época muy dura y todos estamos comprometidos, no podemos evitarlo, hagas lo que hagas será tu sombra, como tu sombra, sí, escúchame, escúchame, no puedes renegar de lo que has sido, oye… Luis, Luis…
Se separó del aparato, volvió a escuchar y tras una vacilación colgó el auricular y pasó a lo largo del mostrador para pagar al viejo camarero, pero su atención se fijó en el contenido de las copas, ahora precipitadamente en las manos de los allí reunidos.
—¿Hay algo para tomar?
—Bueno… si quiere, aquí, un coñac…
Dijo que sí con la cabeza y cuando se acercó la copita a los labios encontró las caras hoscas de los clientes del bar, fijos en él, vigilantes, siguiendo en silencio el movimiento que hacía para beber, como preparando una réplica a su gesto. Bajó la mano, se sintió rodeado de personas extrañas, de extranjeros que viviesen en otra ciudad, que tuvieran otras costumbres y otro porvenir. En medio de enemigos que esperaban algo diferente a lo que él aguardaba, levantó la copa y dijo con voz no muy segura:
—¡Viva la República!
Y después del trago, echó dinero en el mostrador y salió a la humedad, a la noche obstinada, donde todo aumentaba la impenetrable oscuridad; fue despacio hasta el cruce con Abascal, pisando la acera con pies cautelosos. Se detuvo en un portal cuya puerta aún no estaba cerrada y donde el aire helado parecía atenuarse, y al rato oyó bajar a una persona que se puso a su lado: era una mujer. Ambos se quedaron allí sujetos por los soplos de la lluvia hiriente, ambos cerrándose los cuellos.
—Qué manera de caer. Si no voy a poder salir…
—Está lloviendo mucho.
—Y el frío de mil demonios. Dónde vamos a parar con tanta agua… —hubo unos segundos de silencio. Chascó la lengua—: Y sin comida y sin carbón, todo el día helados de frío, y además los obuses… Son muchos meses, no se puede más. Hay carbón, pero no lo dan. Dicen que es para la industria… Es imposible aguantar más. Si esto no acaba pronto, va a ser la muerte de todos.
El hombre salió del quicio y siguió andando con los ojos entornados para evitar las gotas; apenas los necesitaba en la oscuridad. Las calles se extendían bajo un cielo con nubes claras.
Se detuvo delante de un portalón, enorme espacio vacío, apenas visible, resonante de los taconazos del centinela, y le dijo secamente:
—Necesito hablar al comandante Carranza.
Y para ello le llevaron por una escalera hasta un despacho donde había un oficial de espaldas, inclinado sobre una mesa, hojeando papeles. Se le hubiera podido matar fácilmente si alguien llegase allí con este fin y aprovechara para liquidar a uno de sus más totales enemigos.
—Hola, Carranza.
—¿Qué? —al volverse bruscamente abrió los brazos—. Si eres tú. Qué sorpresa. Me alegro de verte —casi se abrazaron—. ¿Qué pasa? ¿Por qué vienes a estas horas?
—Comprendo que te extrañará, pero no he querido esperar a mañana para hablarte. Tengo que decirte algo.
Se sentaron con la mesa por medio. Frente a él, el oficial grueso, pálido, con pelo entrecano sobre las gafas, le miró sin decir palabra, pero había una gran atención en sus ojos miopes.
—¿Qué quieres?
—Decirte que esto va mal, que no os fiéis de nadie, que dependemos de vosotros.
El oficial asintió con la cabeza; si no fuera por la fijeza de su mirada, parecería un cabeceo de sueño a aquellas horas de la noche.
—Tú lo sabes bien, pero yo quiero repetírtelo: miles de vidas están en vuestras manos, familias enteras.
—Sí…, un gran peligro.
—Y aquí dentro, en las calles, en las casas; habría que aumentar la vigilancia, poner guardia en esquinas y tejados, y también fuera, ahí…
Señaló un mapa que estaba clavado en la pared, entrecruzado de rayas y señales rojas y azules como la red venosa de un gran órgano abierto.
—Todos hablamos de eso —murmuró el comandante.
—¿Del frente?
—De los últimos días.
Quedaron callados y el oficial se puso la mano izquierda sobre los ojos, cegado por la evidencia de lo que decía. Luego parpadeó:
—¿Por qué has venido?
—No sé… Esto está terminado. Una rendición, o rompen el frente en cualquier momento, y entonces…
Volvieron a mirar el recuadro amenazador en la pared, de líneas incomprensibles. En aquella habitación se notaban aislados por el silencio de la hora que se extendía fuera igual que una niebla densa.
—Sólo he querido comentarlo contigo; eres de los pocos en quienes aún tengo confianza.
Se levantó y le tendió la mano.
—Yo también, constantemente lo pienso: se aproxima el fin, va a llegar de un momento a otro y, no obstante, hay que seguir actuando como si nada ocurriese.
—Yo noto igual que cuando en sueños quieres gritar y no puedes, y vas a correr y las piernas no te obedecen, una sensación parecida.
—Son días muy malos. No sabemos lo que puede durar…
Yo tengo muchos años y temo lo desconocido. No me hago idea de lo que va a ocurrirnos.
—Acaso… marcharnos, pero ¿a dónde?
Los dos hombres se habían aproximado y hablaban en un tono bajo como dos confidentes o dos espías transmitiéndose consignas secretas; se miraban a las caras y al movimiento de los labios.
—Sí, es el final. No olvides lo que te he dicho.
Y bajó de prisa los escalones, buscó la salida y se hundió en las cortinas que las tinieblas tendían ante las casas y las frías distancias.
A pocos pasos vio una figura alta que venía a él con pasos inseguros. «Un borracho, sin duda, o un loco», y se dio prisa en alejarse de aquel hombre que decía algo mientras daba traspiés.
Pasados unos minutos, se detuvo, rozó los zapatos en el bordillo de la acera, ausente de los inútiles nombres que cambiaban el aspecto de aquel sitio conocido. Pasarían unas horas y volvería a aparecer una claridad imprecisa que dibujaría de nuevo los perfiles de las fachadas y las rayas oscuras de las farolas desmochadas y los troncos desnudos de acacia; también se iluminarían los solares hacia los descampados de Cea Bermúdez. Volvería la luz y él se encontraría en la oficina de Recuperación, bostezando, soñando con tomar un café auténtico, escuchando las conversaciones de los compañeros, con un peso en las manos, en los ojos, pendientes de la radio, de lo que decía o iba a decir.
Atravesó una zona de vertederos y acortó sus pasos, que el terreno blando hacía inseguros, tropezó varias veces y dejó atrás las ruinas de dos casitas. Subió a una altura; ya no llovía, pero las ráfagas heladas le empujaban. De pronto sonó un morterazo en el frente, extrañamente cercano, y le siguió un tiroteo. Varios resplandores iluminaron el horizonte delante de él y se renovaron las preocupaciones y anhelos del nuevo día; oiría la radio, seguiría atentamente el parte de guerra, se distraería desdoblando un periódico, miraría el conocido sillón de cuero desgastado…
Todo volvió a quedar en silencio. Sólo oyó hablar a una patrulla de soldados que cruzaron el camino por donde él iba; estuvo quieto en espera de que pasaran.
Llegó delante de los muros del cementerio de San Martín, aspillados y rotos por bombardeos, sobre una altura, como una fortaleza antigua que hubiera sobrevivido y, cerca del frente, sirviera para detener un ataque y, antes de desaparecer, fuera útil a los vivos.
Se quiso distraer con un ruido distante: el retumbar de un vehículo que aprovechaba la noche para atravesar los últimos solares que lindaban con las trincheras. Pero en seguida regresó el desaliento de haber terminado una tarea, todo estaba acabado, y sin prisa, notando cómo el agua le escurría por el cuello, se abrió la gabardina, palpó el pequeño revólver y lo sacó del bolsillo interior de la chaqueta.