Yo no podía saber quién era el ciego, ni a dónde iba ni lo que al llegar a su casa descubriría por el sutil tacto de los dedos que habrían palpado un mundo de cosas, pero nada como aquel hallazgo, red negra y opaca que cae sobre el alma y dura toda la vida.
En una nube de polvo le vi aparecer: la calle aullaba recorrida por la helada estridencia de la sirena y por compactas sacudidas del aire cada vez que el estruendo resonaba sordamente y transmitía su vibración al pavimento y a las fachadas que en cualquier instante podían rajarse de arriba abajo y derramar una cascada de ladrillos, hierros y balcones retorcidos en una gigantesca nube gris y roja, semejante a una sustancia densa, de ligero polvo y humo, que tardaría breves minutos en desvanecerse ante los ojos de los que, horrorizados, la mirasen avanzar.
En una nube parecida vi surgir la figura del ciego andando a bandazos, con la cabeza y los hombros blancos de cal y los ojos blancos, abiertos y dilatados, acaso deseando ver aquella desolación que nos rodeaba y de la que había que huir, aunque él no parecía darse cuenta del peligro porque me agarró el capote.
—¡Por favor, por favor!
Le tranquilicé pensando que era un ciego perdido en el bombardeo, alocado por la sirena que recorría el barrio y desgarraba los oídos, y no pude imaginar más. Qué iba yo a saber si nos está negada una brizna de futuro, si estamos, y estábamos en aquella ciudad, aplastados contra un muro, frenéticos, intentando descubrir lo que iría a ocurrir un minuto después, no en lo referente a un negocio, a una cita, a un proyecto cualquiera, sino en lo que hiere nuestra propia vida, y solamente lo que podíamos palpar y contemplar era ya inconmovible pasado y recuerdos que envejecían rápidamente y eran tragados por el olvido, que no devuelve nada, que no ayuda a comprender hacia dónde camina fatalmente una persona, otro ciego que va entre escombros y ruinas. Sólo dije:
—Esté tranquilo. Ahora no pasa nada.
Y él, sin soltarse, me pidió que le cruzase de acera, como si fuera posible en aquellos momentos, en un infierno, pararse a escucharle y no zafarse de él y dejarlo a solas con su suerte como todos los que entonces corrían a meterse en los portales oscuros.
Él estaba ante uno y ella habría estado ante otro, agujero negro lleno de recuerdos dentro del que se reconoció sentada en una silla baja, extendida la falda sobre las rodillas y cosiendo algo, acaso una camisilla de modesta tela blanca en la que entraba la aguja para que el hilo fuese trazando un camino del que no se apartaban sus ojos, aunque charlaba o cantaba quedo con otras tres niñas que, como a ella, sus madres mandaban al portal a aquella hora de las tardes de verano cuando todo quedaba tranquilo y no pasaba un alma ni un coche por el empedrado que desprendía fuego, la misma calle en la que ahora estaba y desde la que miraba, entristecida, la fachada deshecha.
Carmen cogió el brazo de su amiga y entró en el negro agujero, mirando a todos sitios como si el temor real de que les cayese encima un ladrillo o un trozo de estuco fuera recelo de encontrar a una persona en cuyos ojos hubiera reproches, la censura de saberlo todo, como si al volver a la casa entraran en el seno de una madre inflexible que no perdona nada, en el seno de la familia severa, forjada en las privaciones, que ellas despreciaban y pretendían liquidar, aquella construcción de vigas entrelazadas después de que una bomba había resquebrajado lo que parecía más sólido y en su castigo había llegado hasta el sótano; los muros estaban rajados, incapaces ya de sostener el peso de aquel equilibrio a cuya agonía venían ellas a asistir al entrar hasta el fondo del portal pisando con cuidado para subir los primeros escalones cubiertos de escombros.
—Mil veces he pensado si hoy, a aquella mano, la besaría o le clavaría los dientes, esa mano que me dio lo necesario para hacerme mujer.
—Una mano que no te dio dinero.
—Me dio un tesoro. Habré podido reventar de hambre, pero no me ha faltado lo que compensa de todas las miserias. Las limosnas vendrían luego.
—Después, con hombres…
—No es igual; se echan sobre una, te cogen: pueden conseguir a fuerza de trabajo que la vista se vaya, pero las manos de la costurerita no podían compararse a nada.
—¿Aquí precisamente?
—En el portal y en estos escalones nos hicimos amigas. Aquí mi madre me mandaba las tardes de verano y ella también se bajaba para tener más fresco. Se venía con su labor y mientras cosíamos charlábamos y ella me contaba cosas que para mí eran nuevas.
—¿No tenías otras amigas?
—Sí, todas las de la casa, pero cuando ella se interesó por mí ya las otras no importaron.
—¿Y fuisteis amigas?
—Cuando terminó el verano ya no bajamos aquí. Y un día me dijo que subiera a su casa. Vivía sola en un pisito del cuarto. Me acostumbré a ir allí casi todas las tardes. Nos besábamos al entrar y salir y llegué a hacerme a aquellos besos, tan distintos de los que me había dado aquel hombre en el parque; era tan cariñosa y tan buena conmigo que cuando un día me acarició el pecho me pareció natural, y recuerdo que eché los brazos para atrás y la sonreí; al día siguiente lo repitió, yo la acaricié y por encima de la tela noté la dureza de los pezones, porque sólo llevaba la blusa: mirándonos y riendo, nos acariciábamos sin decir palabra y entendí lo que era aquel roce tan delicioso; al día siguiente yo subí a su casa sólo con el vestido puesto y al rato de estar cosiendo dejó la labor y se sentó a mi lado; tampoco ella llevaba nada debajo de su bata, y en silencio nos recorríamos el cuerpo con las manos, ansiosamente, y vi cómo se ponía seria y su respiración se precipitaba y… aquel día no cosimos más.
—¿Y nadie lo supo?
—Nadie. ¿Quién podía pensar nada si no éramos un hombre y una mujer?
Levantó la vista hacia los pisos superiores, pero la destrucción había llegado hasta ellos y se veía la barandilla colgando de unas vigas.
—Yo la llamaba desde aquí antes de subir.
Levantó la cabeza y gritó:
—¡Adela! —alargando la última sílaba en un acento lleno de ternura, pero nadie contestó y Carmen se volvió hacia su amiga—. Ya no está, claro. No volveré a verla.
Bruscamente, miró hacia arriba.
—¡Adela! —gritó de nuevo con voz más aguda, y subió ágilmente al rellano y se detuvo allí ante el hundimiento del piso y chilló con toda su fuerza—: ¡Adela!
La escalera se llenó de aquel grito y unos ecos vagos mantuvieron el nombre en los rincones y en los huecos de los ladrillos, pero en seguida el silencio vació todas las ruinas y Carmen miró detenidamente lo que quedaba de la escalera donde había cruzado su secreto con tantas personas, porque se viven años cerca de otros y las vidas se enredan hasta la asfixia y, sin embargo, no nos vemos, no ven el secreto que una mujer delataría en sus gestos o en su forma de andar, y en la escalera miramos a otro lado para no cruzar los ojos ciegos, y en el trabajo o en la calle vamos atentos al suelo para que no descubran nuestros ojos vacíos, los que se aproximan con sus pupilas clavadas en la penumbra que borrará nuestra cara y nuestros secretos del portal por donde entramos y salimos varias veces al día, miles de veces, y siempre lo hacemos solos y furtivamente para no tener que aceptar la ceguera y bajar la mirada hacia los escalones, a los que por fin una fuerza poderosa ha destrozado, y pasados años habrá hecho desaparecer tan totalmente que para nadie existiría allí una escalera, testigo de tanto sufrimiento y quehaceres, parecida a aquella desde donde él la dijo casi cerrando la puerta:
—Voy a salir y vendré muy tarde.
—Cualquier día te matará un coche o un tiro.
Y el ruido de sus propios pasos en los escalones de madera le marcó un redoble que era el anuncio de los soplos de aire templado que le envolvió y le tocó las manos y las mejillas cuando pisó el umbral de piedra y salió a la calle con olor de polvo. El caminar le activó el fluir de la sangre anhelante, tan asidua compañera suya como el bastón, y al suspirar profundamente sintió aplacado el miedo, el hambre, la inseguridad de las piernas, la escucha atenta del menor roce que se acercase, porque andaba a través de una maraña de ruidos ajenos que debía reconocer y sólo el chirrido de la punta metálica del bastón en los adoquines le era familiar. El bastoncillo con su fuerza propia le llevaba sobre las piedras del pavimento y él inclinaba todo su ser hacia aquella materia dura que sabía húmeda o áspera, a la que se confiaba, sonreía a aquel soporte al que le hubiera gustado tocar y bendecir como quien roza la mejilla de una madre, y a la vez que andaba iba calculando las calles que cruzaba, concentrado en su camino de piedras y piedras, como había caminado desde niño, calles que se alargaban y otras que se entrecruzaban bajo sus pisadas y los años también se cruzaban de miles de calles con bordillos que eran una constante sorpresa.
Y cuando ya percibió que había llegado, que estaba en la calle de Ruiz, tanteó la pared y notó la aterciopelada piel de la piedra y se acercó más, y hubiera deseado descansar su cabeza contra ella y permanecer unos minutos entregado al delirio del pensamiento, pero no debía dejarse arrastrar por tal debilidad y entró en el portal, que recorrió con las yemas de los dedos, y subió los tres escalones en la sorda presión de su espacio herméticamente cerrado que daba paso a la escalera conocida por sus crujidos y por sus dimensiones, subida unas veces con vehemencia, otras con el desánimo de lo inalcanzable. También hubiera detenido allí su marcha, su respiración fuerte, para agotar de una vez las posibilidades que pudiera darle expresamente a él. Pero siguió adelante, sintió la puerta, la palpó con toda la mano abierta, gozando en el tacto variadísimo de sus detalles, y con las uñas tamborileó.
Como si le esperasen, la puerta se abrió inmediatamente y una mano le atrajo hacía adentro y al dar unos pasos captó un olor diferente, propio de aquella casa, una sensación íntima que al dejar el bastón le hizo sonreír y sentirse satisfecho y pensar: Como volver de un viaje, mientras le hacían entrar y le hablaban y él contestaba notando la falta de una voz, por lo que preguntó por ella y como respuesta unos dedos le cogieron los suyos y se los pusieron sobre una superficie satinada que enseguida delimitó y acarició ávidamente.
—Sí, lo conozco muy bien, es mi amigo.
—Pero hoy no podemos leerlo.
—¿No vamos a leer nada? ¿Por qué?
—Hoy precisamente no. Han bombardeado mucho, ha habido muchas víctimas… muchos muertos, y no es posible leer palabras justas cuando todo a nuestro alrededor es sufrimiento.
—Precisamente esas palabras fortalecen y son lo que podemos oponer a la maldad.
La respuesta no le llegó en seguida: había cogido el libro y lo tenía en sus manos a la altura de la cara y oía un ruido indefinible que reconoció: era un llanto contenido. Como tantas veces en largos años, en toda su vida, no escuchó respuesta a su pensamiento de extrañeza porque sus ojos no podían preguntar; tuvo que hablar:
—¿Qué os ha ocurrido? ¿Por qué llora Isabel? —esperó igual que cuando niño nadie atendía sus palabras y se distraía en dar palmadas: movió los dedos sobre el libro. Una silla cambió de sitio, alguien se ponía de pie o se sentaba, alguien denotaba su presencia muda y discreta—. Creo que os ha ocurrido una desgracia. Es tan fácil en estos tiempos, pero decídmelo. Vosotros sois para mí la única familia, sois más que hermanos.
—Vivimos calamidades que a todos alcanzan.
—Yo necesito estar aquí con vosotros, que me leáis, es la única ayuda en todo el día…
—Bueno, sea como quieras, un momento nada más.
Le quitaron el libro de las manos y la voz lenta y monótona dijo: «De este modo, el ser de un momento pasado ha vivido, pero ya no vive ni vivirá; el ser de un momento futuro vivirá, pero no ha vivido ni vive; el ser de un momento presente vive, pero no ha vivido ni vivirá». Bien, ahora ya basta. Otro día leeremos más.
—Es un pensamiento difícil de aceptar, pero lo meditaré. Me hace mucho bien oírte.
—Nuestra época es demasiado terrible para encontrar la verdad.
—Es triste que pase día tras día sin ninguna esperanza, salvo venir a reunirme con vosotros.
—Esta tarde no podemos hablar. Es mejor que te vayas.
—Comprendo que sufrís por algo. Me marcho muy apenado. ¿Qué os ha sucedido? ¿Y el libro? ¿Queda aquí? Dejádmelo hasta mañana…
—Pero ¿por qué te lo vas a llevar? No te dirá una sola palabra.
—¡Dejádmelo!, aunque no pueda leerlo, que venga conmigo y me hará compañía y me protegerá hasta mañana.
—¿Y si lo pierdes? Nos quedaremos sin él. No tenemos más que ése.
—No se separará de mí. Será un trozo de mi cuerpo y no lo perderé.
Tanteó sobre la mesa, lo cogió y lo apretó contra el pecho.
—Adiós a todos.
Sin oír las palabras que le decían, bajó a la calle muy rápido, como si hubiera cometido un robo y tuviera que huir, pero no bien anduvo unos pasos cuando un grito lejos le hizo detenerse. En seguida el grito se fue haciendo agudo y se transformó en una sirena que se acercaba trayendo su amenaza. Prestó atención más allá de su aullido, pero el temor de la sorda explosión que había oído otras veces le hizo pegarse a la pared. Algunas personas hablaban cerca. Alguien le empujó.
—¿Qué hace usted ahí? ¡Métase en el refugio!
Le arrastraron con fuerza. Bajó unos escalones, fue entre otras personas que hablaban a gritos y descendió una escalera, sintiendo un mano robusta que le sujetaba por un brazo, y al final se estuvo quieto, esperando algo, escuchando estampidos cercanos, entre cuerpos que le apretaban y palabras perdidas que hablaban de los bombardeos, y su paciencia se ejercitó en aquella espera tensa y amenazada, aunque le rodease tranquilidad y calor y sus dedos tantearan el libro en el bolsillo, y cuando pasó el peligro salió fuera y emprendió el camino de su casa sobre un suelo que le habían advertido estaba cubierto de cristales.
Yendo así se llevó la mano al bolsillo y ya no encontró el libro que como un talismán le había protegido hasta entonces y al que su pensamiento se había vuelto en aquellos días como una culminación de sus preocupaciones e ignorancias del mundo que le rodeaba: ahora el bolsillo estaba vacío, igual que sintió súbitamente el centro del cuerpo, y sólo pensó en recuperarlo; con pasos precipitados, regresó al refugio, bajó la escalera y se lo explicó a quienes allí estaban, y ellos le dijeron que no y le aseguraron que no estaba allí ni nadie lo tenía. Presa de una gran inquietud, ya en la calle volvió a hablar con otras personas y todas las respuestas que le daban era de que nadie se interesaba por libros en unos momentos como aquéllos. Tanteó el suelo, aunque inútilmente, y arrastrado por una desesperación profunda fue hacia su casa, aunque todo le decía que allí no podría encontrarlo, que no estaría encima de la mesa y que nada conseguiría encerrándose entre cuatro paredes.
El bastón rebotaba en los adoquines y los pies tropezaban al cruzar las calles sin precaución como nunca las había atravesado: pero no pasaban autos y sólo ruidos lejanos le aseguraban que iba a través de un barrio desierto en el que nadie le prestaría ayuda, pese a que le era muy necesaria, ante todo porque si el libro se le había caído en la puerta del refugio, estaría en el suelo, entre los cascotes y escombros, y sería fácil encontrarlo de tener vista, pero precisamente recurría a una persona que si le aceptaba no le daba otra ayuda salvo lavarle la ropa y hacerle la comida y estar en su cama pasivamente; sin embargo, se encaminaba hacia aquella mujer como única ayuda y al subir la escalera no sabía bien cómo decírselo y cómo explicar lo que era un libro lleno de palabras que para él tenían valor fundamental porque con ellas intentaba arrancarse de delante de los ojos la sombra y la distancia con cada una de las cosas que le rodeaban.
Abrió la puerta y el silencio que encontró detrás le desalentó, pero en seguida un olor intenso que conocía muy bien le extrañó y le produjo alarma; corrió a la cocina y desde la puerta oyó el silbido del escape y ya sin respirar fue a cerrar la llave y abrió la ventana y agitó los brazos para renovar el aire; al salir al pasillo volvió a notar el olor, tan denso que en su cerebro hubo una descarga. Gritó: «¡Carmen!», y al no tener respuesta, fue habitación por habitación tanteando el suelo con pies y manos y llamando, aunque inútilmente: «¡Carmen, Carmen!», a la vez que abría las ventanas y respiraba hondo junto a ellas las ráfagas templadas y puras. Llegó a la alcoba y esta vez la piel de la nuca se erizó al extender las manos hacia la cama y tocar carne, un cuerpo desnudo de mujer que recorrió y reconoció con espanto y que ahora tenía una rigidez desconocida.
Le acarició la cara y le movió los brazos y la cabeza, pero de pronto sus dedos rozaron otro cuerpo y pasó a palpar otra mujer también desnuda que él no podía imaginar quién fuese y que le arrojó a una hondonada de horror aún más incomprensible cuando sus manos llegaron a las piernas y las encontró trenzadas, rígidamente entrelazadas las inefables morbideces que le golpeaban la cabeza como mazas al reconocer que estaban ceñidas a las de Carmen tan fuertemente como raíces o tallos de hiedra o miembros de amantes crispados de pasión.
Sacudió a las dos mujeres, pero los brazos y las manos caían pesadamente al levantarlos. Ya no llamó más y sólo deseó huir, escapar de nuevo a la calle, ir a la de Ruiz, a buscar su libro y apoyar en él la cabeza y que sus palabras consoladoras inundaran de paz su cuerpo helado, del que se desprendían una tras otra las habituales sensaciones, reduciéndose a un único golpeteo en el pecho como el del que anda a saltos y a tropezones entre restos de casas hundidas y nubes de polvo.
Me hubiera bastado haberle cogido del brazo y haberle empujado suavemente hacia la pared para convencerle de que bajara al refugio cercano a Quevedo y allí mantener con él una conversación que habría aceptado, y haberle dicho que todos —no sólo él, sino los que vemos luces y sombras— estamos ciegos, como si anduviésemos con la cabeza vuelta hacia atrás de manera que no podemos sino manejar recuerdos ya inalterables para trazar cálculos y quimeras.
Todo para sustituir al libro perdido, porque acaso cuando yo le encontré ya habría estado en su casa y habría comprendido lo más inesperado para él, o quizá iba hacia allí, y en ambos casos le hubiera podido ayudar si es que él necesitaba que alguien le dijera: «Te engañan: no hay presente, tu vida únicamente es el pasado, la ceniza de un tiempo que tú no vives, sino que está ya hecho y tú te encuentras con él en las manos, convertido en recuerdos. No sabrás nunca nada, todo es inútil, deja de buscar ese libro».
Aunque yo me pregunto: ¿para qué iba a ayudarle? Hice bien en zafarme de él, dejarle solo entre la polvareda y el estrépito de los hundimientos, que corriera a la misma muerte que todas las personas que estaban en la calle.