Muchos perfiles de ciudades, mejicanas, francesas o enormes puertos del Pacífico: perfiles de ciudades que había visto desde el tren, desde las carreteras, sin parecido alguno con el que tenía delante formado de tejados pardorrojizos, cúpulas achatadas, torres, chimeneas, una ciudad pequeña que iban a defender y al marchar con otros por campos de rastrojos, esperando órdenes para desplegarse, la veía a lo lejos, pegada a la costra seca de la tierra como un cuerpo caído, incomprensible para él, que sólo oyó algo sobre corridas de toros y buscaba ese conocimiento entre los hombres con los que había venido.
Ya en camino, en los primeros momentos de una decisión tomada precipitadamente, alguien le dijo: «Ahora vamos hacia el Sur»; para él, el Sur era la calurosa frontera mejicana, donde beber agua es riesgo seguro de mil enfermedades. Luego, en las estaciones repletas de mujeres y hombres sacudidos por una tensión incontenible, que gritaban y desencajaban los ojos, comprendió a dónde se encaminaba y decidió dormir. Lo consiguió escuchando acentos extranjeros, rodeado de compañeros ya dormidos, con pesada apariencia de estar fatigados y haber caído postrado en los sueños: para unos, una fiesta apenas comenzada; para otros, mujeres; los más, soñarían que se aventuraban por pasillos oscuros.
Él se obstinaba en repetir con su amigo Lange una partida de dados, o de naipes.
Aquellos mismos compañeros a la mañana siguiente, intercambiaban cigarrillos, se daban nombres franceses y alemanes que al momento olvidaban, confundían sus fisonomías severas, miraban el paisaje y aparentaban distraerse de todo lo pasado.
Rodeado de una lengua rapidísima que se rompía en gritos, percibía la imprecisa finalidad de aquel viaje que no podría de ninguna forma convertirle en un soldado que en el patio del cuartel hace los ejercicios. Aunque luego, llegados a una población y cruzadas sus calles, contempló un bombardeo aéreo —casas que se hundían entre polvo que seca la garganta, surtidores de agua en las cañerías rotas, obstinadas mujeres heridas con niños en los brazos— y comprendió lo que nadie había previsto en el acuerdo a que llegó con su vida de París, ni preveían los documentos de filiación con los datos fundamentales de su persona.
La misma mano que los firmó, la misma que en los sueños movía el cubilete de los dados, hizo el ademán de no tener ya remedio y recogió su equipo de tela caqui, áspero material nuevo, como nuevo era el compromiso que había adquirido y que consistía en aventurarse con objetiva frialdad, entre el fragor que arrebataba a la gente de aquel país, pero sin ponerse de su parte, condición que era imprescindible para la buena marcha que hasta entonces le había acompañado y de la que nunca desconfió, salvo cuando vio dos columnas de humo sobre la ciudad y las pesadas nubes sobre torres puntiagudas y edificios que sobresalían del conjunto achatado, casi plano, como si esquivara los riesgos que trae el hecho de vivir, de defenderse.
Lo que habría que hacer era dejarse arrastrar por el proceder de los demás, fundirse en otras suertes, en otras trayectorias que no fueran la suya para sobrellevar la expectativa de lo que ocurriese. Sintió la gran incertidumbre que caía sobre él dispersando su atención, su pensamiento, el equilibrio necesario que requería aquel momento en que el teniente alzaba la voz y lejos oyeron el primer estampido y ante los ojos de todos se abrió el amplio campo libre y pelado que podía compararse con una escena donde iba a representar una historia de paladines, de asaltos a ciudades, de bastiones y fosos ya sólo posibles en una película americana. Un momento tan lejano a aquel otro en que el teléfono había sonado y sonado hasta que tendió la mano pálida, tanteó la mesa de noche y cogió el auricular a la vez que un paquete de cigarrillos caía al suelo mientras la telefonista le pasaba una comunicación con una voz de mujer que anunciaba a su amigo Olivier, que empezó por preguntarle si era verdad lo del viaje loco. ¿Y por qué no iba a serlo? Otras veces se había lanzado así y todo salió bien; no era el primero, y conste que lo decidía sin importarle la ironía de Lange.
—Sí, es un estúpido.
Lo era, pero tenía una energía rara que le contuvo varias veces de abofetearle, a pesar de que cuando estaba bebido, a lo largo de la noche, el alcohol le daba fuerzas colosales que debía aplicar, pero la voz de Lange le doblegaba imperceptiblemente. La curiosidad de Olivier exigía respuesta:
—Claro está que él no me ha obligado a decidir. Es conveniente conocer una guerra, alguna vez, una guerra en Europa; las otras son cacerías.
Eso era lo que hubiera preferido.
—Aquello también parece una selva, pero las aventuras deben realizarse sin meditarlas.
Recogió los cigarrillos, tanteó la suave envoltura, descubrió de pronto el tacto, la sensación fugaz del tejido de aquella ropa, el peso de un fusil cuando se sopesaba en las manos, contacto voluptuoso de rodear y abarcar un muslo y sopesarlo en una cita última en el cuarto de su hotel; ropa, fusil, entrenamientos en unos campos cercanos a una ciudad provinciana, comentarios de sus compañeros con los que comía y dormía, a los que escuchaba con una sonrisa y un balanceo de la cabeza, todos deseosos de integrarse en el frente con su remoto significado y sus estruendos.
Ya rodaban los dados sobre la pulida superficie del mostrador del bar y la sorpresa, renovada a cada instante, rompía la calma del lugar habitual, la sensación de estar en la propia casa aunque el murmullo de voces en las mesas, o alguna palabra del barman, les recordaban que no estaban solos y podían formar un grupo, un destacamento llevado en camiones por carreteras frías hacia el sumidero donde convergían planes, órdenes, opiniones; las manos aferradas a los metales del camión se endurecían con el roce cortante y veloz del aire, la suya junto a las de otros, pero la veía accionando en el frío que pasaba entre los dedos muy blancos a la luz de las farolas, mano blanqueada por el aire nocturno y por las madrugadas en blanco.
—¿Y ahora qué? —dijo alguien, y el vaho de la boca se condensaba, aumentando el espesor de la niebla, y luego varias risas rompieron el cristal de la copa, que cayó al suelo, saltando los pedazos entre los pies de todos.
La voz agria y breve se abrió camino en la oscuridad y el frío, dijo que era un payaso y que acabara de una vez: los ojos de ambos sostuvieron fijamente el mutuo desafío, una mirada larga, encendida de alcohol, endurecida por el cansancio y el insomnio.
—¿Quién es aquí el payaso?
La botella de coñac vino a dar en los labios y bebió, distraído por el grupo que salía del local nocturno, y se mezcló con ellos respirando el polvo de agua en el aire helado.
Miraban el interior, desde la puerta, abierta y caliente, cargada de humo de tabaco americano, y en la nostalgia artificiosa, los menos alcoholizados aún recorrían pausadamente las piernas y las caderas de las vedettes mientras que los más bebidos buscaban disimuladamente un apoyo en la oscuridad de la calle.
—¿Dónde habéis dejado los coches?
La rubia se volvía a unos y a otros: tenía en la cara todo el desorden de los novatos, la alteración de la trasnochada que aún no había acabado.
—En la plaza Toudouze.
Por la cuesta, escurriéndose los zapatos en las piedras mojadas, fueron hacia una figura tendida, casi en el centro, entre los árboles, a la que el alumbrado, la soledad de la noche, el silencio, habían rodeado con su protección: un hombre dormido, echada la cabeza sobre periódicos, caídos pesadamente los miembros en el suelo de tierra. La punta fina de un zapato de charol que había bailado hasta la madrugada y cuyos reflejos recorrían la menor luz para devolverla fue a darle suavemente en las espaldas, sin conseguir despertarle. La punta charolada se apoyó en el dedo expuesto a todo ataque y apretó, apretó hasta que el hombre murmuró unas palabras entre gruñidos. Todos se desbandaron riendo, con un pretexto para dar una carrera hasta los coches.
—¿Y si hubiera estado muerto?
Otra vez los ojos, irónicos y desconfiados, se miraron, con desprecio, al replicar:
—Hay un sitio donde puedes pisar muertos, pero de verdad.
El guante de cabritilla señalaba un cartel no muy grande, pegado en la pared. Apenas se leía «En Madrid se defiende la libertad del mundo. Acudid al llamamiento de República española».
—¿Y eso qué es?
Ella hablaba desde dentro de un cuello de piel cerrado, del que sobresalía una diadema plateada.
—Un sitio… en el que hace falta mucho valor.
Junto a los faros, ya encendidos, en marcha los motores, el grupo se divertía y bromeaba y las voces fueron ahogadas por los escapes, las llamadas, la distribución de todos en los coches. Plaza Toudouze abajo fueron saliendo ruidosamente, uno tras otro, y al levantar la mirada se encontraron agrupados, aguardando ser llevados a la línea de fuego que de lejos se anunciaba como un ruido, nada más que un ruido.
Era la etapa suprema que ahora exigía olvidarlo todo y consagrarse a ella para enriquecer su experiencia. Allí, los fines personales perderían importancia porque la muerte hacía acto de presencia, era inevitable y acaso se abría ya paso por vericuetos insospechados desde el día en que tomaron la decisión de afrontarla, y les asediaba para rozarles con una esquirla de metralla o una bala silbante. A sus espaldas, la ciudad que venían a defender desesperadamente, a la que acudían procedentes de muchos países para hacer con sus cuerpos el glacis de una fortaleza que se recortaba en las nubes amenazadoras: los huidos de regímenes crueles, los que soñaron un mundo fraterno porque conocieron injusticia, los disciplinados que cumplían órdenes, los quiméricos y los racionalistas estaban allí, avanzando por descampados, alcanzando unas tapias y unas casuchas de suburbio que iban a ser el frente; levantaban parapetos sencillos con adoquines y sacos de tierra, abrían zanjas entre pequeños huertos y basureros, en yermos por donde pasaban corriendo familias harapientas cargadas con bultos y colchones. Contaron los primeros cañonazos, se pegaban a la tierra apenas abierta y miraban recelosos la lejanía ante ellos, mientras hablaban en yidish, en italiano, en alemán, y él también se encontró echado a los pies de una ciudad, ahora alta y desafiante, cercada de estallidos y surtidores de tierra seca, y en tanto que apretaba los labios, el breve reborde que eran sus labios, hacia aquel lugar convergían las llamadas de mil agencias telegráficas y la expectativa de eminentes políticos o de personas que nunca estudiaron geografía; pendientes de una capital sin gran importancia estaban los magnates del acero, los financieros apoyados en sus mesas de caoba, los estibadores en los puertos de Holanda y los pobres campesinos búlgaros: el nombre de la ciudad daba a cada cual su exaltación y su esperanza, o un sentimiento parecido al que, algunas noches, en el camastro del acuartelamiento, le había hecho incorporarse, cortando la escena siempre nueva de la mano de Lange jugando con los dedos marfileños que expresaban su convención de signos cargados de antigüedades y significaciones. La decisión estaba tomada, aunque había deseado en más de una ocasión volver el tiempo hacia atrás, aunque ya no hubiese remedio, y por dos veces abandonó el efímero refugio, para ayudar a proteger una ametralladora entre los restos de una cerca de ladrillo, y se echó en una zanja a la vez que seguía con la mirada las nubecillas de humo algodonoso que enfrente de él venían a ser el enemigo. La muerte alcanzaba a unos y a otros y así iban a pasar los días, semanas, interminables noches y rigurosas tareas con rutinarios cometidos junto a hombres enigmáticos o comunicativos: reptaba a campo abierto, oía aproximarse el golpear de sordos balazos, medía distancias que el cruzarlas representaba salvarse, aguantaba el frío seco y duro de las heladas hasta el relevo en trincheras pestilentes donde a veces el coñac o un cigarrillo podían evocar vagas imágenes en la nostalgia. Todos vivían lo mismo, pasaban las semanas, iban por los frentes que rodeaban la capital y él participaba de un destino común con la certidumbre de que entonces, por poco tiempo, era uno más, aunque finalmente él se reintegraría a su bar habitual, a las cenas en grupo y a las pastillas de aspirina tomadas, al despertarse, con cierta resignación. Por las noches esperaba acurrucado la llegada del sueño, escuchaba conversaciones inconexas mezcladas con ronquidos, no tan fuertes que impidiesen oír una voz en francés que contaba cómo la había levantado la falda y encontrado una braga de tela fuerte —al oír esto se rieron—, y ella le dio dos puntapiés que no le alcanzaron, pero había podido sujetarla contra la pared, y volvió a oír las risas contenidas. Alzó la cabeza para ver quién era y lo reconoció: un tipo alegre con quien él hablaba a veces; se levantó y de nuevo le contó aquella aventura y le señalaron por encima de los montones de tierra y sacos, asegurándole que no era fantasía: había chicas en un barrio que se vislumbraba a lo lejos, a donde se podía ir fácilmente.
Un disparo les hizo volver la cabeza, siguieron otras explosiones y luego un resplandor muy breve, pero en la fracción de segundo las caras se iluminaron, demacradas pero especialmente bellas, reflejando una pasión desenfrenada; rápidamente volvieron a ser las sombras que se movían en la oscuridad, como figuras lúgubres, y su pensamiento escapó hacia otra cara, cambiada en la luz discreta del hall de un hotel. Sentado, acaricia el cuero fino del cubilete dentro del que entrechocan los dados que salen bruscamente y caen sobre la mesa, junto a la mano de su amigo Lange; los contempla atentamente, va poniendo monedas para señalar los tantos, el cubilete pasa a él: tira tres veces, las tres logra mejor juego y se echa a reír. Le parecía que en todos los momentos Lange le ganaba, pero no era rencor, sino admiración y una gran simpatía, aunque le había desafiado a meterse de cabeza en la guerra. Se levantó inquieto, súbitamente descontento de algo, sin llegar a saberlo.
—¡Eh, tú, baja la cabeza!
Tornó a agacharse y deseó comenzar a disparar como en la primera tarde cuando el miedo fluía a la luz de lívidos resplandores y se impacientó, cogido de la desesperación de ser un rígido soldado de plomo que en la torre de un castillo de cartón apunta con una escopeta de la que nunca saldrán fuego ni balas. Le parecía que no se separarían jamás de aquellos suburbios malolientes con infinitos muros taladrados y pobres techos de casas miserables, ni se alejaría de la amenaza de extraviarse en los desiertos barrios, no por rondar en su cerco de trincheras, sino por seguir a una persona; marchar tras ella como si así pudiera explicarse todo, justificarlo, seguir a alguien que camina despacio y en un cruce se pierde: sobrevivirse en una ciudad desconocida, laberinto de calles, de plazas, convertido en caminos divergentes de dos personas que se aman.
Pero lo otro era fácil, se caminaba por unos descampados a la caída de la tarde y bastaba una hora. Regresar, de noche, entre embudos de obuses y las alambradas, para llegar a tiempo y pasar inadvertido a los otros, no tener que explicar nada y recordar zonas de carne tersa que parecen estallar y se deshacen en arruguillas al menor movimiento. Esa fugaz percepción había que pagarla con una caminata, como escapados de algún presidio, un aburrimiento más, pero cualquier cosa era preferible a estar en el fondo de la trinchera, allí tan absurdo todo; había que romper y librarse de aquel pacto y regresar a lo que esperaba en París, en copas brillantes que se llenan una vez y otra y los ojos miden las sonrisas complacientes cuando la respiración se atiene al ardor hiriente del alcohol que hace tórrido y bravamente cansado el jadeo de los pulmones, y el aliento anuncia que la pasión crece hasta el límite y entonces sentir que dentro llevaba otro hombre: teclear en el borde de madera barnizada del bar cuando la mano descansa de su natural tarea de convencer, dispuesta a todo, con sus mechoncillos de pelo en cada falange y la suave encarnadura de la palma, cruzada por enigmáticas rayas que parecen nuevas cada día.
Un morterazo les hizo detenerse, pero la calma de la calleja desierta les animó a seguir entre tapias aplastadas por tejados pardos y el plomo de un silencio total, del sueño profundo en las primeras horas de la noche.
El francés saltó una valla del jardín y él quedó a la espera de su aviso, apoyado en ladrillos desbastados, dispuesto a seguirle en busca de un rato de dudoso goce, más placentero por imprevisible en las cercanías de aquella red de heridas y piojos, no muy seguro de si sería sólo una charla aludiendo a la carne o bien un cuerpo desnudo y ardiente que busca con premura la gran alegría del abrazo y la aventura renovada siempre, otras veces subiendo escaleras de hotel, ahora teniendo que encaramarse en una tapia y orientarse hacia una puerta que negreaba ante él; atravesó la oscuridad guiado por risas contenidas, tanteó ropas tibias y sintió que le cogían la cara, pero aquel roce inesperado le despertó una honda irritación; la repugnancia se apoderó del eje de su estómago y le dio vueltas hasta que las manos —puestas en el cuerpo con olor a sudor fresco que la suerte le deparaba frente a frente— descargaron dos golpes. No las deslizó en el hábito de las caricias repetidas, por flancos, espaldas y caderas, sino que ambas manos empezaron a golpear a ciegas a un odiado enemigo, escondido en parapetos, entre árboles, en casas vacías renegridas de incendios, bares de moda, vestíbulos de cine, comedores de hotel… Unos gritos ahogados se cruzaron con sus golpes, le excitaron aún más y aumentó la fuerza de las bofetadas hasta que sintió patadas en las piernas y en una mano, pinchazos, tan agudos que retrocedió, seguido por acometidas y sollozos.
Cruzó la puerta y corrió hasta la tapia, la saltó con dificultad y, ya al otro lado, el escozor de la mano le hizo mirársela: a la desvaída luminosidad de la noche vio manchas negras, se las llevó a la boca y tuvo que escupir la tibia viscosidad, extrañado de reconocerla como suya.
—Sangre de mujer —se dijo, y un gran desaliento le hundió hacia el suelo. Miró desconfiado en torno suyo la soledad del páramo a donde fue empujado por mortificantes ironías; se sintió solo, en peligro, expulsado de una alta fortaleza, sin el honor de haberla defendido, sin protección de su enorme muralla coronada de fuego y resplandores.