PRÓLOGO
He terminado esta obra, la más larga y trabajosa de cuantas llevo escritas, más larga de lo que deseaba hacerla pero más corta de lo que podría haberla hecho, pues me ha resultado imposible utilizar todo el material recogido con esfuerzo que no sabría si calificar de placentero o doloroso, material que por su prolijidad ha amenazado con desbordarme. Sé que una vez terminada la obra es necesario escribir un prólogo, que necesito escribirlo, que debo escribirlo, pero mi perplejidad comienza ahora que me siento ante la máquina acuciado por el calendario y casi por el reloj.
En este libro, que tú lector leerás en breves horas, he tratado de resucitar aquellos tres días de julio de 1936; me ha costado tres años el escribirlo, tres años sumergido en el horror, en la tensión, en el dramatismo y en el desconcierto de aquellas fechas en que España pasó a ser un país en guerra civil, la más dolorosa de las dolorosas guerras. He vivido, escribiendo, demasiado inmerso en los acontecimientos, he reconstruido, en ocasiones con increíbles detalles, demasiadas escenas, me he identificado con muchísimos personajes, he cambiado una y otra vez de frente, he escuchado contrapuestas razones, me he indignado, asustado, estremecido, asqueado, he compadecido, odiado, amado, y la proximidad, la fatiga y el apasionamiento son otros tantos árboles que me dificultan otra vez, como me ocurrió entonces cuando lo vivía en presente aunque en distinto grado y sentido, ver el bosque. Quizás este prólogo a un libro que me ha dado ocasión a tanto averiguar, comprender y mesurar, debiera escribirlo cuando el descanso, la serenidad, la perspectiva me permitieran sacar unas consecuencias guiadas por la lógica, por la ordenación y valoración de ideas, de hechos, de consecuencias que añadieran un tono de ponderación y claridad a este balbuceo con que amenaza este prólogo convertirse.
¿Para quién escribo? Para el público, para el lector. ¿Quién es el público? ¿Quién es el lector? ¿Puedo en un prólogo escrito con premura hacerme entender de los hombres de mi generación o de la inmediata anterior, que vivieron aquellos días, y al mismo tiempo ser comprendido de los jóvenes, de quienes no los recuerdan siquiera, o de los más jóvenes aún, de aquellos que nacieron cuando de las circunstancias de aquella feroz acometida a que se entregaron —nos entregamos— sus padres y abuelos, sólo quedaban ecos que les entraban por el oído izquierdo o el derecho, pero que resultaban casi incomprensibles para ellos? ¿Puedo hacerme entender en el mismo prólogo por quienes fueron martillo o yunque al servicio de unos ideales y por quienes lo fueron para defender posiciones egoístas, ventajas económicas, bienes amenazados, cargos en peligro? ¿No será disparate aspirar a hablar con idéntica voz a quienes perdieron el hijo, padre, marido o hermano, y a quienes mataron hermanos, maridos, padres o hijos de los demás, aunque en ocasiones se trate de las mismas personas?
Me propuse antes de empezar este libro, y el propósito me ha acompañado consciente y subconscientemente a lo largo de sus setecientas páginas, escribir con imparcialidad, imparcialidad que de antemano sospecho que no a todos va a satisfacer, porque muchos aspiran a que yo escriba su libro, y sólo me es dable escribir mi libro. Creo haberlo cumplido, aunque tampoco se me escapa que la medida de mi imparcialidad es distinta a la que pueden tener quienes se encuentran o encontraron situados a un extremo, al extremo opuesto, o en el centro. He tratado de situarme, no en medio, sino en cada uno de los puntos cuya sucesión forma la línea ideal por donde los hechos pasaron, y dar así una interpretación cuya unidad y rigor estuvieran hechos de multiplicidad. Aportar quise, en cierta medida y con las limitaciones a que cualquier obra humana se encuentra sujeta, las voces de los demás, las voces si no de todos, de muchos.
He trabajado varios años, me he entrevistado con multitud de personas que tomaron parte activa en los hechos o fueron testigos de ellos. Esas conversaciones sostenidas a lo largo de meses en la intimidad de mi cuarto de trabajo, en diversas ciudades de España, o del extranjero donde muchos de ellos viven expatriados, en sus propias casas u oficinas profesionales, en bares, por las calles, en las más diversas situaciones, han sido para mí no sólo procedimiento destinado a la consecución de un material inestimable cuya reconstrucción y ordenamiento ha resultado laborioso, sino además formidable experiencia humana y política. Un día, es posible, que me decida a escribir «el libro del libro». He dirigido centenares de cartas a los cuatro puntos cardinales de la geografía y la política, he enviado formularios que parecían policiales. Muchos destinatarios no han contestado, otros lo han hecho de manera incompleta, pero en general por este procedimiento he juntado material importante. Por correo me han llegado algunos de los principales documentos que me ha sido dado manejar con explicación detallada de hechos y circunstancias que no había hallado en los muchísimos libros consultados ni en la búsqueda paciente llevada a cabo en las hemerotecas. Un fichero considerable me sirve de auxiliar, y el material que queda y quedará sin clasificar es inmenso. Y aún está la memoria, la memoria que ha ido recogiendo lo más notable —a veces un detalle de apariencia nimia— de cuanto me era expuesto en millares de horas de conversación siempre cordial y emocionante.
Aquí debería facilitar una lista de nombres y expresar mi gratitud, como es costumbre, a quienes tan desinteresadamente me ayudaron; puedo asegurar que la lista sería larga, larguísima, y mi agradecimiento, no por descomponerse en tantos agradecimientos parciales, fuera menor. No voy a dar nombres[1]. Visité en París a un personaje que se hallaba de paso, y que en aquellos días de julio jugó un papel importante; me rogó que no revelara su nombre, deduje que por circunstancias bastante alejadas ya de los hechos de 1936. Son bastantes los que me han manifestado idéntico deseo. De no facilitar la lista completa, que en determinados casos podría revelar fuentes, y por parecerme que la discreción lo aconseja, prescindo de publicar esa larga nómina que personalmente me hubiera complacido. He manejado páginas manuscritas correspondientes a diarios de esas fechas y las memorias de algunos de los protagonistas que permanecen inéditas.
He tratado de perseguir la verdad, me he esforzado por escribir la verdad, me he aplicado en «reconstruir» la verdad y estoy seguro de haberlo conseguido en muchísimos casos a pesar de que la verdad sea de suyo escurridiza y en ocasiones subjetiva, cambiante y plural. Si es cierto que he tropezado con quienes consciente o inconscientemente han tratado de desfigurarla, regularmente arrimando el ascua a su sardina (no tanto por partidismo político como por vanidad personal), deseo con satisfacción hacer constar que en la gran mayoría de las personas entrevistadas, la búsqueda de la verdad se hacía patente en la manera de hablarme y en la manera de escucharme. La verdad, la experiencia me lo demostró en esta ocasión a medida que iba avanzando en la recopilación de datos y testimonios, tropieza con escollos difíciles de evitar, más aún cuando se refiere a días y situaciones límite. He observado que, en general, existe confusión en la cronología de los hechos, principalmente en los horarios. Treinta años son muchos años, y por otra parte 18, 19 y 20 de julio fueron para las personas con quienes me he entrevistado, un día largo —el día más largo de los españoles, pues además se compuso de la superposición de tres— inacabable, en que mañana, tarde y noche se confundían. Inexactitudes horarias y errores de cronología han saltado a los libros, incluso a los mejor documentados, y se acentúan en aquellos que vieron la luz en el extranjero por cuanto quienes los escribieron lo hacían por lo común fiados a la memoria, en mayor medida que quienes escribieron dentro de España con documentación al alcance de la mano. También he observado —y ello no es un descubrimiento ni pretende serlo— que las interpretaciones subjetivas pueden conducir a extremos notables. Si en una escaramuza o choque hubo pocos o muchos tiros es algo de difícil aclaración; porque, en primer lugar, ¿qué son muchos tiros?, y ¿cuántos son pocos tiros? Y no hablemos de las palabras. Se repiten a lo largo de la obra expresiones como fidelidad, lealtad, coraje, prestigio… representando valores distintos y hasta contrapuestos según quien los pronuncia, piensa o escribe. ¿Cómo poner orden en esta selva enmarañada y conseguir que el lector (¿quién es el lector?) me comprenda, si las mismas palabras aún en idéntica persona han podido desplazar su significado a lo largo de los años? ¿Puedo yo, escritor que me considero imparcial, erigirme en juez y valorar conductas, actitudes, gestos? Hubo época en que mentalmente lo hice porque me creía en posesión de la verdad en terrenos en que la verdad es inestable. Por el momento no me atrevería a hacerlo, y menos después de las confidencias recibidas, de lo que se me ha dicho o de lo que se me ha callado, de lo que he llegado a averiguar, que en cierta medida me ha convertido en cómplice, en confesor, en depositario de secretos ajenos.
A la memoria se me viene uno de los principales peligros de la guerra; que no hay jueces. Los «jueces» desaparecen, se convierten en parte, y como tal juzgan, condenan y ejecutan. A nadie, que yo sepa, se le ha resucitado una vez terminada cualquier guerra. Y ahora podemos, ya que hemos rozado el tema de la muerte, aludir a la muerte que en mi libro está presente en proporción muy superior a lo que el lector, principalmente el lector joven, puede suponer. Porque si la guerra se inició el 18, 19 y 20 de julio de mil novecientos treinta y seis, y en esos días los españoles comenzaron a matarse entre sí, el ansia y la posibilidad fratricidas no se aplacaron sino mucho después. Hay mucha muerte presente en mi libro y más muerte aún que comenzará a cobrar su alcabala después de la última página.
Sabemos que el general Goded fue fusilado y que también lo fue el presidente de la Generalidad de Cataluña, el general Fanjul y el general Núñez del Prado, pero ¿son tantos los que están enterados que en igual forma murieron Arturo Menéndez, Lizcano de la Rosa y los generales Salcedo y Caridad Pita? Si he dicho que la lista de los entrevistados sería larguísima, larguísima sería a su vez la de los muertos, que también tuve intención de incluir fraccionada en forma de notas al pie de página. Murió fusilado el capitán Agustín Huelin y el teniente Ruiz de Segalerva, y fusilados murieron Javier Bueno y Julián Zugazagoitia[2]. Ante el pelotón de ejecución cayó el general Batet (al general Molero no le fusilaron como aparece por ahí escrito, ni tampoco, creo, al general Villa-Abrille) y una de las víctimas del masacre de la Cárcel Modelo madrileña fue Gabriel Bustos, de catorce años de edad, falangista de la cuarta centuria, a quien en el libro dejamos en la comisaría de la calle Leganitos, y a quien el lector supondrá salvado; y aquí, señores, «no se salva ni Dios».
Se salvaron sí, por azares geográficos, por casualidad, por piernas, o por protección divina, aquellos que han hablado ahora conmigo, pero a quien más, quien menos, la muerte le rondó cerca. Los jóvenes y los más jóvenes, he oído decir que desaman a la generación de la guerra, a los hombres maduros, a los viejos y más viejos. Yo podría decirles que en su actitud puede haber junto a una parte de razón que no les falta, una parte de injusticia. Los hombres de la guerra arriesgaron, sufrieron y perdieron. Un hombre que ha hecho la guerra, un hombre que se ha encontrado en encrucijada donde lo físico, moral y espiritual se confunden, un hombre que ha arrostrado el trance de matar, un hombre que ha sentido la muerte ajena alrededor, quien le ha visto días, semanas, meses, años las orejas al lobo y los cuernos al diablo, merece ser considerado con cierta indulgencia. El valor físico no estoy convencido de que sea virtud tan estimable como tradicionalmente venimos considerándolo, pero sí estoy seguro de que es virtud estimable y que merece respeto. De valor no anduvo floja aquella generación[3]. Ante el paredón cayeron José Antonio Primo de Rivera, el gobernador de La Coruña Pérez Carballo y su esposa Juanita Capdevilla, el comandante López Amor y los capitanes López Varela y López Belda, y tres veces fue fusilado el «Pineda», un anarquista sevillano que había servido de modelo para un Cristo; a la tercera fue la vencida. Y es que en España hubo grandes cementerios bajo la luna y bajo el sol también. Ante las tapias de uno de esos cementerios murió Manuel Irurita, obispo de Barcelona y quienes piadosamente lo acogieron en su casa, y en Madrid, Manuel Mateo, delegado nacional de las CONS, sufrió aquella mala muerte que presentía. Cuando el diputado Ricardo Zabalza, secretario de la Federación de Trabajadores de la Tierra, se enfrentó con el pelotón, pidió, y le fue concedido, hacerlo esposado con José Gómez Osorio, último presidente del PSOE.
Estoy dando los nombres de algunas de las personas sacrificadas que pueden ser conocidas por los lectores. Muchos de los personajes que aparecen a lo largo de las páginas lo hacen con su nombre, pero asimismo son numerosos aquéllos, entre quienes jugaron papeles de importancia secundaria, especialmente si viven, a los cuales por distintas causas les he cambiado el nombre. De estas causas la principal es porque ellos mismos me lo han pedido, en otros casos porque teniendo noticia de hechos ocurridos a personas vivas o difuntas, los datos recopilados resultaban insuficientes y me he visto obligado a «novelar» —y obsérvese que no digo «inventar»— para dar vida y coherencia al personaje. Casos se dan, refiriéndose siempre a esos personajes secundarios, en que me ha parecido oportuno desfigurar alguna circunstancia, cambiarles de ciudad incluso, y desenvolver su peripecia con cierta libertad narrativa. También hay aquellos cuyo nombre no aparece o cuya circunstancia geográfica no se precisa. Estos personajes secundarios, que sólo un número restringido de lectores conseguirán identificar, sufrirán como los otros la criba de la guerra. Algunos parecen ya marcados por el signo de la muerte, a otros la muerte les llegará en circunstancias imprevistas.
Murieron «por Dios y por España» lo mismo José, camarero de un hotel de provincias y socialista, que Enrique, sobrino del tío Iñaqui, mediocre estudiante y ardiente requeté. Al «Gravat» lo fusilaron en el Campo de la Bota, y José Miguel, hijo de don Juan García de la Concha, etc., etc. (nombre evidentemente inventado), apareció muerto en la cuneta de la carretera de Maudes cuando los primeros bombardeos de Madrid; le dieron el paseo junto a su tío Enrique, que disponía de amistades y dinero. Del obrero que oyó por radio el discurso de La Pasionaria y se marchó a la Casa del Pueblo, nada más se supo; su mujer lo buscó inútilmente durante varios días. Teodoro, el muchacho gaditano miembro de las JSU, alcanzó el grado de comisario de batallón en el ejército popular y murió en la batalla del Ebro, batalla en la que también fue a morir el falangista que en Madrid tuvo miedo y acudió a refugiarse a casa de su tío, junto a su prima; alistado en el ejército republicano fue sorprendido cuando intentaba pasarse. Uno de los contertulios del café salmantino desapareció de su casa y jamás se averiguó su paradero; como probablemente era masón, nadie se preocupó de colocar una cruz sobre la tierra que le cubría. Suerte más o menos semejante corrieron el tabernero sevillano que hablaba demasiado, y el médico cacereño que cuidaba una blenorragia al cacique socialista. La señora que con tanta fogosidad detestaba a La Pasionaria enviudó en Madrid; el cadáver de su marido, miembro de una familia aristocrática, fue identificado años después en Paracuellos de Jarama. Y acusado de espía, fue ejecutado el viejo funcionario que tenía prohibido por el médico tomar café y alcohol. Muertos, muertos y muertos; demasiados muertos.
En el libro se dan muchos nombres más, verdaderos, a los que se alude de pasada en distintas ciudades; entre ellos también fue importante la cosecha de la muerte. Pongamos como ejemplos, a don Castor Prieto, amigo de don Miguel de Unamuno, a Femando Vidal Ribas, que quiso ser fusilado vistiendo de etiqueta, al diputado Luis Rufilanchas, que fue a Galicia a acompañar a su familia, al teniente coronel Huertas Topete, padre de dieciséis hijos, a Vicente Ballester, militante obrero gaditano, al general Patxot, y también a los periodistas Sánchez Monreal y Díaz Carreño, y al coronel Vallespín. Y sólo doy unos botones de muestra.
Pensando que su lectura pudiera resultar enojosa he prescindido de las notas en el texto. Con las noticias verdaderas a que en sus diálogos aluden los personajes, van confundidas las falsas, producto de defectos de información, del apasionamiento o de los bulos que circulaban. El lector atento sabrá deslindar unas de otras; las noticias falsas suelen quedar implícitamente desmentidas; Podría objetarse que resultaba innecesario acumular las falsas; no lo era. Defectos de información originaron tomas de posición, adopción de medidas equivocadas o acertadas, es decir, influyeron en los acontecimientos, pero además, el grado de credulidad individual, la manera de interpretar y comentar las noticias son termómetros para señalar la idiosincrasia de los personajes. Las falsas noticias, los defectos de información fueron importantes en aquellos días.
Es posible que la lectura del libro produzca cierta sensación de confusión; que a nadie le extrañe, la confusión (palabra que se repite con machaconería en el texto) fue una de las características del momento.
Desorden, desconcierto, indecisiones, todo va un poco a la deriva, a la buena de Dios; todo se improvisa en un estado de cosas totalmente nuevo, sin precedentes válidos, sin referencias a qué acogerse. La acción decidida de los audaces, unas veces calculadores, otras intuitivos, resuelve las más variadas situaciones, y suele dar al contrario la sensación de planificación que algunos atribuyen al enemigo.
A lo largo de las setecientas páginas de este libro las escenas se repiten, las situaciones se reiteran, los tiempos del verbo también; palabras como: fusil, disparar, fatiga, avanzar, tensión, gritos, insultos, grupos, contradictorio, coraje, velocidad y muchas otras, las empleo en cada página, en cada renglón. Es fácil comprender las causas que me han obligado a hacerlo; escribo una crónica de tres días decisivos no una obra literaria de lucimiento. Hablo, escribo, de manera sencilla y directa, la única que admite el tema.
La transcripción de algunos documentos —alocuciones, bandos, etc.— rompe a veces el ritmo literario de los capítulos o escenas; me ha parecido obligado sacrificar el estilo a cambio de proporcionar al lector datos históricos que considero del mayor interés.
El teléfono figura como personaje importante. No es capricho mío ni artificio de habilidad literaria; los testimonios me lo han impuesto. En aquellos días el teléfono fue utilizado en ambos bandos tanto como el fusil. Ya lo sabemos.
Las escenas están en gran parte dialogadas. Algunos de los diálogos son transcripción fiel (taquigrafía diría, si taquigrafía hubiese empleado) de las palabras que se pronunciaron, avaladas, dictadas, por quienes las pronunciaron, escucharon o asistieron a la escena; en otras páginas están tomadas de libros, periódicos, memorias o relatos varios; en estos casos he procurado compulsar unas versiones con otras. En otros capítulos me he visto forzado a reconstruir los diálogos partiendo de los temas que se trataban, de los personajes que dialogaban y de la especial circunstancia en que lo hacían. En más de una página me ha sido posible sometérselos, junto con el resto de la escena, a la aprobación de los interesados.
Aunque no se trate de una obra propiamente histórica, aporto bastantes hechos, noticias y detalles hasta hoy inéditos o desconocidos. Posiblemente se han deslizado errores; ruego se me perdonen en mérito de lo muchísimo que la obra abarca y de la dificultad de alcanzar la verdad. Si alguno de los errores que pudieran habérseme escapado (que no serán muchos ni graves), sirviera para desencadenar relatos verídicos por parte de los interesados, el propio error habría cumplido una misión contribuyendo a desentrañar hechos históricos que de otra manera permanecerían ignorados o desfigurados. Sobre ciertos sucesos he recibido informaciones contradictorias; cuando no he conseguido poner en claro de qué parte podía estar la verdad, he prescindido de ambas informaciones. Así, por ejemplo, la detención del general Goded tras la rendición en Barcelona del edificio de la Capitanía General. En el diario madrileño Claridad, se atribuye a un guardia de Seguridad, natural de Baracaldo, llamado Manuel Gómez. En otras versiones, fue el comandante Pérez Farrás quien la llevó a efecto por encargo personal del presidente Companys. Su hijo Manuel Goded no fue testigo presencial de la detención y tampoco da versión directa en su libro Un faccioso cien por cien. Una de las incógnitas que no nos ha sido posible aclarar, es si durante la lucha ocupó alguien el monumento a Colón y estuvo disparando desde lo alto. Ambos bandos aseguran que desde arriba se disparaba contra ellos; así ha sido publicado en distintos libros y así me lo han manifestado oralmente diferentes personas. Nadie, sin embargo, reivindicó la hazaña para sí o para los suyos; cosa que resulta un tanto extraña. Que la enorme esfera dorada que sirve de pedestal a la estatua, apareció acribillada a balazos, lo recuerdo muy bien, y es más que probable que combatientes de ambos bandos dispararan contra el lugar desde el cual suponían se Ies hacía fuego. ¿Podían rebotar algunas balas? Otro de los hechos, muy importante éste, sobre el cual no existe acuerdo y que habiendo muerto ambos interlocutores resulta difícil de poner en claro, es la conversación sostenida entre Martínez Barrio y el general Mola, o por lo menos algunos extremos generalmente aceptados. El señor Martínez Barrio negó, o proporcionó una versión distinta en un periódico mejicano, en abril del año 1940. También a partir de la cuarta edición del libro España, de Salvador de Madariaga, se reproduce en el prólogo una carta del citado señor Martínez Barrio en la cual se le ruega una rectificación sobre el contenido del diálogo telefónico sostenido con el general Mola. Burnett Bolloten trata ampliamente en sus notas de este asunto, y leo ahora, que en El Pensamiento Navarro del mismo 19 de julio ya se decía que le había sido ofrecida la cartera de Guerra al general Mola. En todo caso, ya observará el lector cómo he resuelto la escena, y dejó dilucidar este asunto a la persona o las personas que puedan dedicarle mayor tiempo y espacio. Tengo entendido que existe la posibilidad de que sean publicadas en breve las memorias que don Diego dejó escritas, y que con respecto a este punto pudieran aportar algún dato más a considerar[4].
Tres días de Julio puede también leerse por partes o fragmentariamente, pero a quien le interese informarse de lo que fueron en España aquellos días, estimo que deberá leerlo entero; el valor de cada página se incrementa con el montaje de las numerosas escenas aparentemente inconexas, con la sensación que trato de dar a través del conjunto como muestrario del todo. Los hechos aislados y en sí mismos, son significativos, pero su verdadera significación, su alcance histórico, habrá que buscarlo en el conjunto. La crisis del 18, 19 y 20 de julio de 1936, no fue obra exclusiva de un reducido número de españoles, sino de muchos, muchísimos.
La selección de las ciudades en que sitúo los hechos puede provocar descontentos. Resultaba imposible, por muy diversas razones, abarcarlas a todas. He elegido aquellas cuya inclinación a uno u otro bando creo que ejerció mayor influencia, aunque también es discutible, pues en el juego del ajedrez, por ejemplo, cualquier pieza que se juega o que no se juega puede tener suma importancia. Me he inclinado en ocasiones hacia lugares sobre los cuales poseía más directos y mejores testimonios, o explicaciones plausibles, sin contar que en algunas ciudades —Valencia, San Sebastián y Toledo, entre otras— los hechos decisivos se produjeron más tarde.
Sobre lo sucedido en la plaza de Almería, lamento no poder utilizar todo el material, recogido de labios de un moribundo, al cual deseo dedicar un recuerdo desde este prólogo. Fue, de todas las entrevistas que he hecho, la más emotiva. Gabriel Pradal, arquitecto, diputado socialista por Almería, mostró interés en hablar conmigo a pesar de la gravedad de su estado. Fui a visitarle un domingo por la tarde a un hospital de cancerología de Ville Juif, en los alrededores de París. Su estado era desesperado; una transfusión constante de sangre le conservaba unido a la vida por el precario cordón umbilical de un tubo de goma y una aguja. Hablaba pausadamente, con estoica serenidad. Permanecí con él más de dos horas, hablando y tomando apuntes. A determinados momentos de la entrevista asistió don Valentín Fuentes, marino de guerra, exilado y sordo, que fue a visitarle. Su buque había atracado en los días del alzamiento en el puerto almeriense. Luego quedamos largo rato solos; su hija, que le asistía, salió a alguna diligencia. Entonces Pradal me confesó que sabía cuál era su fin y que estaba próximo; me dijo: «no me asusta lo que va a suceder», pero sí le dolía morir maltrecho, con la suciedad natural del enfermo que no domina bien los resortes del organismo, en una habitación de hospital y lejos de su patria. Pocos días después me llegó la noticia de su muerte. Fue la mía una de las últimas manos que estrechó, y lo hizo con fuerza. Conservo las notas que tomé, una parte considerable de las cuales no encajan en las fechas de este libro, cuyo límite fijé con posterioridad.
Podría desde este prólogo polemizar con muchos de quienes han escrito libros sobre la guerra española; he centrado la atención en estos tres días, y bastante es lo que he descubierto y averiguado. He visto deshacerse mitos que unos y otros autores van repitiendo y que no aparecen documental ni testificalmente probados de manera seria. Por ejemplo, que los sacerdotes de Barcelona dispararan sistemáticamente desde las iglesias y los frailes desde los conventos. Ni un solo testimonio fehaciente, y si se hubiese producido un caso, digo uno, esa golondrina no haría verano. Otro ejemplo también barcelonés: que la Olimpíada Popular se hubiese concebido o utilizado con intención militar, como manera solapada de introducir combatientes extranjeros en Barcelona. La organización de la Olimpíada fue larga, y la fecha del 19 de julio la señaló el general Mola, no Moscú ni ningún otro fantasma fácil de poner en circulación. Por otra parte, si algunos atletas lucharon en la calle, fueron muy pocos; la mayor parte regresaron a sus países, aunque un reducido número es cierto que quedaron incorporados a unidades combatientes catalanas, anteriores a las Brigadas Internacionales, hecho nada sorprendente dada la edad de los atletas y su ideología política. Otras golondrinas que tampoco hacen verano[5]. Que Casares Quiroga no armó a las masas es un hecho probado y reconocido en los libros escritos incluso aquí, cuando de narrar hechos se trata y no de hacer comentarios. ¿Por qué, pues, persiste la leyenda? De los numerosos testimonios que he recogido sobre el cuartel de la Montaña (una noche, me invitaron a cenar un grupo de los falangistas supervivientes) nada me induce a creer que sacaran bandera blanca con intención de ametrallar a mansalva a quienes avanzaran confiados sobre el cuartel. Como esa bandera blanca apareció, según aseguran otros testimonios, hay que suponer, conocido el ambiente que en el interior del cuartel reinaba, que su colocación se debió a la iniciativa de un grupo de soldados o suboficiales que deseaban rendirse o incorporarse al «enemigo». Así lo cree también Ramos Oliveira, el historiador socialista, y lo admiten igualmente, Broué y Témine. En vista de la mortandad que se produjo como consecuencia del hecho, nadie quiso después confesarse autor; parece perfectamente plausible. Sobre los suicidios ocurridos en el interior del cuartel, hay disparidad de criterios con respecto a su número; aquí me he permitido «novelar» en pequeña medida. En el caso concreto del coronel don Moisés Serra, me fue facilitada una versión directa que no me ha resultado posible encajar en el relato.
Un punto que considero polémico es la posible intervención extranjera en estos tres días. Nadie ha aportado pruebas suficientemente convincentes, yo tampoco las he hallado. Durante las horas que abarca este libro, parece ser que don José Giral, al hacerse cargo del Gobierno, telegrafió a León Blum, jefe entonces del Gobierno francés, pidiéndole inmediato auxilio. También en los días posteriores salen emisarios de Marruecos para Italia y Alemania[6]. No se trata; pues de intervención extranjera todavía, sino de gestiones solicitando ayudas. Mucho se ha hablado del documento redactado en Roma el 31 de marzo de 1934. (Tomo ahora los datos de La CNT en la Revolución Española de José Peirats; lo he visto reproducido y aludido en otros libros). El general Barrera, dos representantes de la Comunión Tradición alista y don Antonio Goicoechea, jefe de Renovación Española, visitaron a las cuatro de la tarde al jefe del gobierno italiano, Benito Mussolini; inmediatamente redactaron el acta. Teniendo en cuenta la fecha en que la entrevista se celebró, la vaguedad de los acuerdos, y que aunque quizá fueron entregadas, en calidad de ayuda, millón y medio de pesetas, no hay constancia de que el 19 de julio de 1936, hubiesen sido proporcionadas las armas que en el documento se aluden (20 000 fusiles, 20 000 bombas de mano y 200 ametralladoras) que no aparecen por ninguna parte el día de la sublevación, en que precisamente en Pamplona se padece escasez de armamento, el documento no parece suficientemente probatorio. Hugh Thomas, en una nota de su libro La Guerra Civil española dice que un comité carlista de guerra, adquirió importantes cantidades de armas que fueron confiscadas en Amberes, y de las cuales sólo las ametralladoras llegaron a España. El número de 150 ametralladoras pesadas y 300 ligeras que da, me parece muy elevado. Esas ametralladoras, 450 nada menos, no aparecen por ningún sitio en el momento del levantamiento. En Pamplona no estaban, en Barcelona, que yo sepa, los requetés no disponían de una sola, ni en Madrid, ni en ningún otro lugar aparece tan fabuloso número de ametralladoras. Si alguien supiera algo, que lo aclare. Por cierto que en la edición española de Hugh Thomas, por culpa de una errata, el número de ametralladoras pasa a 10 000. En la edición francesa que consulto, 10 000 son los cartuchos, cifra ésta que para abastecer 450 ametralladoras parece menos que insuficiente. Consulto el volumen de La Cruzada que es la fuente del dato. En efecto, habla de esas ametralladoras, pero después no vuelven a mencionarse. ¿Se trata de un error?, ¿de un rumor?, ¿se trata de un dato mal acoplado? Los cartuchos eran 5 000 000, las 10 000 eran bombas de mano. Total, que mientras no se demuestre lo contrario, dudo que esas ametralladoras se introdujeran en España antes del 18 de julio. Aún así, no sé si podría calificarse de intervención. Que un cierto número de requetés recibieron instrucción en Italia, es cosa sabida, pero que tampoco autoriza a hablar de intervención.
Ambos bandos confiaban en una eventual protección de naciones y partidos políticos simpatizantes. Que gentes de esas naciones y partidos pudieron ejercer ciertas influencias, también parece posible; pero en los días 18, 19 y 20 no se produjo lo que con verdad puede llamarse «intervención»; eso vino después.
Sobre la bibliografía utilizada tampoco hago fichas. He leído muchos libros que tratan de la guerra y he consultado numerosos periódicos y revistas de los días del alzamiento y de sus aniversarios, así como del mes que antecedió a los hechos. Renuncio a dar bibliografía. En ocasiones un libro de centenares de páginas sólo he podido utilizarlo para concretar una hora, averiguar un nombre, o para comprobar o completar un dato. Juan García Durán ha publicado en Montevideo una Bibliografía de la Guerra Civil Española; consta de 6248 fichas, aunque parece que este número debe considerarse exagerado. Hugh Thomas, en su libro citado, y Herbert Rutledge Southworth en El Mito de la Cruzada de Franco dan una bibliografía de unos seiscientos volúmenes cada uno, bien es cierto que se ocupan de temas más amplios. Lo mismo sucede con Bolloten que declara haber consultado 2500 libros y folletos. La Historia de la Cruzada, dedica catorce volúmenes al alzamiento de entre 100 y 125 páginas, y de formato 32 X 25.
Deseo dar las gracias a cuantos me han prestado libros que tanto m§ han ayudado en mi labor; de otra manera me hubiese resultado muy difícil proporcionármelos y la consulta en las bibliotecas siempre se hace de forma insuficiente e incompleta. Cuando doy detalles del aspecto físico o del vestido de los personajes suelo basarlo en fotografías de aquellas fechas, en recuerdos de entonces, en descripciones que me han sido hechas.
La consulta de centenares de fotografías —quizá más de dos mil—, ha sido para mí de mucha y directa utilidad.
Los días 18, 19 y 20 de julio son fechas que pertenecen a la Historia, a la más reciente historia todavía dolorosa, en carne viva, pero no pueden ser enjuiciados con carácter de presente ni tampoco con los valores que un día —aquel día tan largo— provocaron, y si se quiere, «justificaron» los hechos.
Si se han traído aquellos hechos al presente, lo hago como procedimiento narrativo, para dar actualidad a la Historia, precisamente porque no es actual y porque una perspectiva de treinta años autoriza a servirse de semejante procedimiento.
Lo que más nos interesa de España es su futuro; el pasado se aleja irremediablemente y diría, ¡gracias a Dios!, si no fuera porque con el pasado nos alejamos nosotros mismos. Entre ese futuro en el cual ponemos nuestras mejores esperanzas y el pasado que aquí revivimos, nos consumimos en el hoy de nuestras inquietudes, trabajos, afanes e inconformismos.
Este prólogo, que debería titular «discurso», y que es a manera de soliloquio que improviso ante el lector, va alargándose y podría alargarse más, tantas son las cosas que quedan en el tintero; algunas de ellas es preferible que permanezcan en él. No me he referido a las consecuencias, a las lecciones que del libro deben deducirse. Creo que este volumen debe leerse con desapasionamiento y buena fe; cada cual sacará sus propias lecciones.
De mis conclusiones personales deseo anticipar una: a ningún precio los españoles deben repetir un 18, 19 y 20 de julio por muy gloriosas que tirios y troyanos consideren esas fechas. A ningún precio, lo repito, la máquina de matar debe ponerse en marcha porque después no hay quien la detenga. Y para evitarlo, digo yo, que los dirigentes políticos deben esforzarse en que los «enemigos» no lleguen a serlo, y se queden en «adversarios», y que éstos tienen que ser escuchados antes de que el aullido de las armas impida oírlos. Y esta actitud era válida para los días de julio de 1936 y sigue siéndolo para cualquier época.
LUIS ROMERO
Barcelona, 17 de enero de 1967.