Segovia

Segovia

Don José Sánchez Gutiérrez, coronel del Regimiento de Artillería Ligera número 13, se halla reunido en su despacho con el gobernador militar y director de la Academia de Artillería. En el aparato de radio emisor-receptor instalado en el cuartel de la Guardia Civil se ha recibido una comunicación que les ha desconcertado un tanto: «Declare usted el estado de guerra en la Plaza. Saliquet». La confusión viene de que el general de la Séptima División con cabeza en Valladolid, a la cual pertenecen, es el general Molero. Saliquet es un general de infantería que no figura en las escalas del ejército; debió de pedir el retiro. Por otro lado, están informados de que en Valladolid, ciudad con la cual están incomunicados desde ayer por la tarde, se ha proclamado el estado de guerra.

Los jefes y oficiales a los cuales los dos coroneles han consultado, manifiestan diversidad de opiniones. Unos, más exaltados y jóvenes propugnan por que el estado de guerra se declare inmediatamente, los más sosegados o políticamente tibios, se inclinan por que se esperen noticias de lo que ocurre en Madrid, pues la radio de la capital está transmitiendo discursos revolucionarios y briosos, y propalando noticias del resto de España poco alentadoras. Las noticias pueden no ser ciertas, la misma radio se contradice, pero la guarnición de Madrid por el momento no se ha sublevado. Y Madrid está demasiado próximo a Segovia.

En Segovia todo está dispuesto; ha sido nombrado un comandante de la Guardia Civil para sustituir al gobernador civil, don Adolfo Chacón de la Mata, republicano moderado que ha mantenido la provincia en orden si se la compara con las demás provincias españolas. En Segovia no se ha hostigado a los militares, Chacón ha tratado más bien de contemporizar con ellos.

Por orden del Ministerio les obligaron a enviar a Madrid los treinta y seis camiones que formaban el parque móvil de la Escuela de Automovilismo del Ejército, lo cual les hizo suponer que el Gobierno empezaba a tomar medidas y a prevenirse. No pudieron evitar que los camiones salieran para la capital.

Llaman con los nudillos a la puerta. El ayudante del coronel Sánchez se asoma.

—Mi coronel, fuera espera el teniente Feijoo, de Asalto. Tiene una noticia urgente que comunicarles a ustedes.

Los dos coroneles se miran intranquilos; no se dicen una palabra.

—Que pase.

El teniente Feijoo entra con la gorra en la mano y se cuadra ante la mesa. Está pálido; en la voz se advierte la emoción.

—A sus órdenes. Acabo de detener al gobernador civil.

Burgos

Burgos

Al pasar por el Espolón dos escuadrones de caballería han sido vitoreados por los burgaleses, que se han lanzado a la calle desde primeras horas de la mañana. En la ciudad se ha oído trompetería y tambores; camiones con paisanos armados recorren las calles, se dirigen a los cuarteles o mantienen la vigilancia. Hay falangistas con camisa azul marino o vestidos de paisano con brazalete, hay de los llamados Legionarios de Albiñana, que visten camisa azul celeste, hay de la JAP y de Renovación Española; también tradicionalistas con boina roja.

—¡Viva el Ejército español!

—¡Viva España!

—¡Arriba España!

Bajo el arco de Santa María, atravesando la plaza Mayor, por la calle de la Paloma, por todas las calles que conducen a la catedral hombres y mujeres se apresuran; ha corrido la voz de que va a celebrarse en la catedral un acto de acción de gracias por el triunfo del Glorioso Alzamiento Nacional. En los balcones han comenzado a aparecer colgaduras. Burgos presenta el aspecto de un día de fiesta grande. Los amigos al encontrarse se felicitan. No siempre la actitud es sincera; tampoco faltan burgaleses que se han encerrado en su casa apenados o asustados.

—¿Qué noticias tiene, don Arturo?

—¡Magníficas! La gentuza de Madrid sigue vociferando por la radio, pero de toda España van a salir columnas y les van a aplastar. No escapará ni uno de esos canallas.

—¿Está enterado de que el coronel Gistau organiza, aquí en Burgos, una columna?

—Yo he oído Radio Valladolid. España se alza en armas. ¿Y su hijo?

—¡Cómo los buenos! Les han cedido el cuartel de Intendencia, y están formando compañías, centurias como les llaman…

—Mola saldrá hoy de Pamplona al frente de los requetés.

—¿Se sabe algo de Barcelona y de Valencia?

—¡Nada! Pan comido. Queipo domina Andalucía y el ejército de Marruecos ha pasado el Estrecho y Franco se dirige, a marchas forzadas, sobre Madrid. Por eso chillan, como las ratas.

—¡Hombre! Tengo ganas de echarme en cara a don Acisclo, a ver si sigue tan republicanote como de costumbre.

—Sí, tendrá gracia; me temo que le dejen cesante. Será muy lamentable, porque en el fondo don Acisclo es una excelente persona. ¡Qué le vamos a hacer!

En las afueras, en los puntos estratégicos, se han montado guardias de paisanos armados que usan como distintivo un brazalete blanco, improvisado con el yugo y las flechas de Falange y un número. De los pueblos de la provincia acuden a concentrarse los falangistas con armamento rudimentario —pistolas o escopetas de caza— o sin armas. Saludan levantando la mano al estilo fascista, y el público les contesta en idéntica forma.

La plaza de Santa María, situada ante la fachada de la catedral, se va llenando de burgaleses. Mujeres con mantillas y grandes escapularios sobre el pecho, muchachas jóvenes, hombres con gorros militares, con correajes, con camisas azules, con boinas rojas. Escuadras portadoras de banderas rojas y negras causan cierto asombro. Van presentándose militares y autoridades civiles. Les aplauden con entusiasmo. Unas mujeres rezan en voz alta.

—¡Viva el general Mola!

—¡Viva España!

—¡Viva el Glorioso Ejército Español!

—¡Arriba España!

—¡Viva el Cid Campeador!

Las filas se abren en movimientos de espectación y los aplausos suenan más fuertes.

—¡Viva España!

—¡Vivaaa!

Los requetés del círculo tradicionalista burgalés, tocados con boinas rojas, marchan en formación con una enorme bandera rojigualda desplegada.

—¡Viva la bandera española!

—¡Viva!

Las mujeres lloran; muchos hombres saludan a la bandera monárquica con el brazo extendido, los que llevan sombrero se descubren, los militares se cuadran.

Un señor, de los que se han descubierto, le dice a otro en voz baja:

—¿Lo ve usted? Son monárquicos. Ya verá como estos cabrones nos endosan un rey…

—Calle usted… pueden oírnos.

Los aplausos y vítores se prolongan. De pronto, obedeciendo a una consigna invisible que se transmite a lo largo de la abarrotada plaza, se hace un silencio.

—¿Cuándo llega el general Sanjurjo?

—No se sabe. Dicen que hoy mismo.

Voces agudas, voces graves, voces bien entonadas y otras que desentonan, prorrumpen en todo el ámbito de la plaza:

Salve Regina,

Mater Misericordiae,

vitae et dulcedo…

Los burgaleses congregados en esta plaza entonan la salve con recogimiento, con unción religiosa unos, con fervor patriótico otros, con rigidez militar algunos, con indiferencia o hipocresía los menos.

Cuando termina el himno religioso, mientras las campanas de la catedral voltean, los burgaleses penetran por las puertas abiertas de par en par. La bandera rojigualda ondea sobre las cabezas.

Oviedo

Oviedo

El sol no calienta demasiado; la temperatura es agradable. Entre las frondas del parque de San Francisco el coronel Aranda pasea pensativo con las manos cruzadas a la espalda, lo que debido a su obesidad le obliga a forzar los brazos hacia atrás.

El capitán Epifanio Loperena acompaña al teniente coronel de estado mayor don Pedro Ortega, a quien ha ido a buscar a la comandancia por orden del propio coronel.

A las ocho de la mañana, el coronel y él se han trasladado al Gobierno Civil. Les ha recibido el gobernador, que estaba reunido con políticos pertenecientes a los partidos izquierdistas. Por las tazas de café vacías, por los ceniceros repletos, por las copas de licor, se advertía que habían pasado allá la noche. Ha reconocido a los líderes socialistas González Peña y Belarmino Tomás, que son los más populares e influyentes particularmente en la cuenca minera, también a Graciano Antuña, a Amador Fernández, a un diputado comunista que no sabe cómo se llama, y a los republicanos Maldonado y Menéndez. Había otras personas a quienes no conoce. El gobernador, Liarte Lausín y los demás se han mostrado deferentes con ellos y les han ofrecido café, que el coronel y él han aceptado, y luego un cigarro puro pero el coronel no fuma. El gobernador ha expuesto en pocas palabras la situación según los informes que posee. Loperena ha procurado mantenerse un poco retirado, lo cual le ha permitido observar a los presentes. El que más seguro se mostraba era el coronel; se ha expresado con aplomo asegurando a los reunidos que en Oviedo nada ha de suceder, que él está dispuesto a mantener el orden y que para hacerlo cuenta con medios. A continuación les ha tranquilizado al manifestarles que en Madrid se había formado un Gobierno moderado presidido por Martínez Barrio, que parecía posible que Mola ocupara una cartera, y que se imponía buscar un equilibrio de fuerzas para conseguir la estabilidad política de que tan necesitada anda la nación.

Cuando el coronel Aranda les ve llegar y cuadrarse, suspende el paseo y se detiene ante ellos.

—A sus órdenes…

No hay nadie por los alrededores, de propósito ha elegido este lugar ameno y discreto para meditar y para mantenerse durante un rato alejado de los demás. La calle de Uría y la de Toreno, están animadas; los que acuden a las misas dominicales se cruzan con grupos de obreros y camiones cargados con gente de la cuenca minera o de las fábricas del extrarradio.

—Escuche Ortega, busque al teniente coronel Lapresa de la Guardia Civil. Le dice usted de mi parte que se ponga en comunicación con todas las cabeceras de compañía y que apresuren su concentración en Oviedo. Ayer se cursaron las órdenes, pero es preciso que estén aquí esta tarde sin falta. Que lo hagan como sea, pero que vengan. Que procuren evitar cualquier incidente; si resulta imprescindible, que levanten el puño. Les quiero aquí, en Oviedo. Eso es lo importante.

Málaga

Málaga

Enormes llamaradas y espesa humareda se alzan en el luminoso y azul cielo malagueño a mayor altura que el castillo de Gibralfaro. La calle de Larios se ha transformado en una antorcha. La tea y la gasolina hicieron el primer trabajo, después se convirtieron en combustible, puertas, telas, muebles, cuadros, libros, techumbres artesonadas, vigas.

De madrugada las tropas se replegaron a los cuarteles. Han quedado dueños de la calle, dueños de la ciudad, ha sonado la hora de la destrucción, de la purificación, de la venganza, de la irresponsabilidad. Guardias y carabineros en mangas de camisa o en camiseta, gritando los mismos vivas y los mismos mueras que ellos, recorren las calles con el puño en alto, en camiones, con banderas rojas, con banderas tricolores, sin banderas.

A la ciudad han acudido campesinos, con escopetas, con pistolas, con hoces, con navajas; han requisado los camiones de los amos, de los transportistas, los automóviles de los señoritos sobre los cuales han pintado letreros o iniciales proletarias. Son los desarrapados, los hambrientos, los humillados, los que en la plaza del pueblo esperaban que vinieran los capataces de los señoritos a alquilarles por jornada, son los del pan escaso, del aceite escaso, de los vestidos livianos, los que viven hacinados, los que mendigan, los que se prostituyen, los que llevaban baja la cabeza.

Arde la calle de Larios de punta a punta, arde el Casino Mercantil, arde el Aéreo Club, arde la Sociedad Malagueña, arden las mansiones, los comercios, arden los automóviles. Suenan disparos, el saqueo es libre, quienes durmieron sobre jergones de paja, arramblan con colchones de miraguano, los que apoyaban la cabeza sobre la chaquetilla enrollada, cargan con almohadones de pluma, las mujeres se apoderan de sábanas de finas telas primorosamente bordadas, los chiquillos de relojes de pared o de viejas armas de las panoplias, los hombres cargan con trofeos de caza, con sombreros de copa, con botellas de vinos exquisitos que beben a cuello libre. Cantan La Internacional, La Marsellesa, La Joven Guardia, desentonando, confundiendo, tarareando las letras o improvisándolas. Blasfeman. Por las ventanas, antes de que el fuego dé con todo al traste, salen cornucopias, cuadros con hermosos marcos, sillones, tapices, máquinas de escribir, relojes de bronce, arañas de cristal, figuras de porcelana, alfombras persas, ropa interior de mujer. Cristos de marfil, armarios de luna, sillas Luis XIV, sillas Luis XV, sillas Luis XVI, abrigos de astracán, árboles genealógicos.

La humareda oscurece el sol, brindan y danzan las pavesas, vuelan cartas de amor, plumas de avestruz, acciones de las compañías vinícolas, letras de cambio, cartas de recomendación.

—Han prendido fuego a la farmacia de Caffarena…

—En el Perchel mataron a un tendero de comestibles…

—Si a ésa la echo mano, me la voy a calzar tres veces seguidas.

—El fuego se ha corrido a la carpintería…

—¡Mejor! Más leña…

—¿De dónde venís, camaradas?

—De Estepona…

—Yo, de Almargen…

—Ésos son los de Campillos.

—¡Viva Campillos!

—¡Viva Rusia!

Los techos se derrumban, caen paredes, saltan hechos añicos los cristales. Han asaltado los comercios de ultramarinos, corren las botellas, se disputan los jamones, las latas de conserva. Han asaltado también las armerías. La muchedumbre aclama a los marineros de dos destructores que se han sublevado contra sus jefes y los han apresado.

—¡UHP!

—¡Viva la FAI!

Algunos malagueños salen espantados de sus casas amenazadas, corren a ocultarse, son descubiertos o no lo son, son insultados, golpeados, vejados o pueden escapar a la furia de sus enemigos.

—¡Mueran los fascistas!

—¡Mueran los curas!

—¡Mueran los señoritos!

—¡Mueran los militares!

Han triunfado, han ganado, nadie podrá disputarles la ciudad y tienen derecho a su disfrute, a destruirla, a imponer su ley. Hay barrios reservados para las gentes pudientes, hay barrios con hermosos jardines, con chalets, con flores, con mujeres hermosas y arrogantes, con hombres omnipotentes hasta hace unas horas, con niños bien nutridos, educados, cuidados por nurses extranjeras, barrios silenciosos, cómodos, con hermosas vistas y buen olor.

—¡Camaradas…! ¡Vamos a La Caleta!

—¡Y al Limonaaaar…!

Cogen latas de gasolina, montan en coches, en taxis, en camiones, enarbolan banderas, fusiles, hoces, estacas, pistolas.

—¡A ése, a ése…!

—¡Cogedle, es un fascista…!

—¡Atrapadle… que no se os escape…!

Suenan disparos.

Anuncian que están quemando el Registro de la Propiedad y la noticia llena de alegría a una muchedumbre de desposeídos; nada tienen, nada tuvieron nunca. ¿Por qué no iban a alegrarse?

—¡La tierra para el que la trabaja!

León

León

Cuando hace un par de horas han llegado a la estación de León, había mucha gente esperándoles y se han producido escenas de entusiasmo. Habría algún republicano pero la mayor parte eran compañeros socialistas con pancartas dándoles la bienvenida. Estaban reunidos además los que desde Oviedo y desde la cuenca minera asturiana venían en autobuses y camiones que se han anticipado al ferrocarril. Obreros metalúrgicos, los de las fábricas azucareras, los de la construcción, campesinos de los alrededores, los aclamaban; y muchas mujeres que ponían una nota alegre y han hecho concebir a los más jóvenes ilusiones que poco a poco se han ido esfumando. Les esperaban también mineros de Villalbino, La Bañeza, Fabero; bastantes son asturianos que trabajan en las minas de León.

La ciudad pertenece a los mineros asturianos. Primero han hecho una demostración de poder en plena calle que habrá espantado a los fascistas, a los de la CEDA, monárquicos y demás gentecilla clerical y derechista que en León, como en cualquier otro lugar, no faltan, y al mismo tiempo habrá levantado el ánimo a los luchadores obreros. En el cuartel de Infantería les han suministrado pan, chorizo y unas latas de conserva, y han repartido fusiles aunque no ha habido suficientes para todos, porque los asturianos recién llegados son numerosos. Corre la voz de que la Guardia Civil les entregará más fusiles. Asimismo corre la voz de que está en León un general muy antifascista, Gómez Caminero, dispuesto a conservar para la tropa —que si hubiera tenido intención de sublevarse la presencia de los asturianos les hubiese hecho desistir— sólo los fusiles imprescindibles y a distribuir los demás al pueblo.

Ignacio está reunido con un grupo de amigos, a los cuales se ha añadido un leonés que trabajó en Sama, en «El Bodegón», taberna en donde a falta de sidra beben tinto de la tierra, que les viene de perilla ahora que con el chorizo cuartelero se les calentó la boca.

—Hemos hecho guardia toda la noche en la Casa del Pueblo. Yo no digo que vuestra venida no haya causado efecto, pero acá en León, nos bastamos para reprimir lo que sea. Hasta el teniente coronel de la Guardia Civil, un tal Muñoz, está con nosotros… Y en la aviación contamos con elementos adictos.

—No hay que confiarse demasiado. Ya veis lo que ha ocurrido en Valladolid…

—Es que en Castilla hay mucho fascista.

—Pues se les va a caer el pelo en cuanto lleguemos allá los asturianos. Menos mal que por ser tierra llana podrán correr.

Están cansados, han dormido mal en el tren. Comen unas morcillas pasadas por la sartén. Las paredes de esta taberna están decoradas con pinturas.

—Tienen mérito estos cuadros, ¿eh? Los hizo un compañero nuestro, un pintor joven de quien los entendidos aseguran que llegará lejos…

Ignacio observa las pinturas; los demás se sirven otra ronda de vino.

—Sí, son buenas…

—Además, si el pintor es socialista…

—Tienen mérito, se nota…

—Yo no entiendo de arte, pero me gustan.

—Y otra cosa, ¿quién viene con vosotros?

—Un capitán de Asalto, de Gijón, un teniente que se llama Lluch, Otero, el hermano de González Peña, Dutor…

—¿Pero, adónde vais, de verdad?

—Pues nadie lo sabe. A Madrid, dijeron… Tendremos que entretenernos cascando de paso a los de Valladolid.

—¿Y en Oviedo, qué?

—¿Qué va a ser? Allá han quedado González Peña, Amador Fernández, Antuña, los republicanos… No hay peligro. Nadie cree que el gobernador militar intente cometer una tontería, pero si lo hiciera, en media hora barríamos a los fascistas. Tenemos más armas que en el treinta y cuatro.

—Pues muchos fusiles no traéis…

—Nos dijeron que nos los daríais en León; nos han entregado una miseria, unos doscientos.

—Compañeros, no perdamos de vista que acá no sobran las armas, y que las necesitamos nosotros. No vais a llevaros todos los fusiles los asturianos.

Valladolid

Valladolid

Al tercer cañonazo han acordado rendirse. Los sótanos están atestados de mujeres y niños, y los hombres disponen de escasas e insuficientes armas. La Casa del Pueblo no es el fortín que habían supuesto; es una trampa. El doctor Garrote así lo ha confesado, y aunque algunos exaltados dicen que podrían continuar defendiéndose, los más son partidarios de entregarse. Las mujeres con su miedo han influido negativamente en el ánimo de todos.

Hay bastantes heridos; a él le han alcanzado en el brazo izquierdo que le sangra. Una mujer acaba de vendarle con un pedazo de sábana. La confusión es mucha; se abre el portillo y los parlamentarios, con pañuelos blancos, salen a la calle. Están acorralados por soldados de Farnesio, guardias de Asalto y numerosos paisanos de las organizaciones derechistas. No tenían escapatoria; han obrado cuerdamente al rendirse.

Suenan aún disparos aislados; al pasar oyen o desoyen injurias y amenazas. Avanzan con las manos en alto. Lo importante es salvar la vida. La artillería ha abierto gruesos boquetes en la Casa del Pueblo y desde la torre de la catedral una ametralladora les batía; no podían resistir ni escapar.

Él se ha adelantado a sus compañeros; agita el pañuelo en la mano izquierda. De las esquinas, de las ventanas, de todos sitios se asoma gente mejor armada que lo estaban ellos. ¿A quién tendrá que dirigirse? Le miran torva, amenazadoramente. No se propondrán matarles a todos; son más de quinientos reunidos dentro de la Casa del Pueblo. Están a merced de los vencedores, harán de ellos lo que quieran. Como de los seis que han salido a parlamentar, tres van malheridos, él se destaca. Descubre a un oficial y a él se aproxima. El oficial se planta cerrándole el paso.

—Nos entregamos. Dentro hay heridos, mujeres y niños…

—¿Y no os da vergüenza haber metido ahí a vuestras mujeres? ¿Qué esperabais pues? ¡Sois unos cobardes…!

Aprieta las mandíbulas y calla; el oficial, tras desfogarse en el primer impulso, parece que se ha calmado.

—Tú vas a volver adentro. Si se continúa disparando no habrá compasión para nadie. Les ordenas de mi parte que dejen todos las armas amontonadas, y que salgan en grupos de diez con las manos en alto. ¡Y mucho cuidado!

Los demás se han detenido; uno de los heridos con voz quejumbrosa pide que le llevan al hospital. Él asiste a la escena como si estuviera borracho; el brazo le duele horriblemente, lejos, separado del cuerpo. Ve las ametralladoras, los fusiles, los ojos amenazadores. Baja la vista; es un vencido.

—Sí, señor oficial.

—Pues andando.

Da media vuelta y rehace el camino hacia la Casa del Pueblo. De su mano izquierda cuelga el pañuelo blanco, uno que le han prestado porque el suyo está empapado en sangre.

Los demás, con las manos en alto quedan en calidad de rehenes alineados frente a una pared. Camina como sonámbulo; apenas nota si sus alpargatas pisan o no sobre el suelo.

No oye el disparo. La bala le rompe la cabeza y cae al suelo muerto.

—¿Quién caray ha disparado? ¡Al que dispare sin que se le dé orden, me lo cargo!

La organización se ha desmoronado. En el cuartel están armando a los fascistas. En la estación resisten los ferroviarios, pero empiezan a acosarles. Ha conseguido hablar con el abogado y diputado socialista Landrove, un hombre de talento, catedrático de la Universidad que se muestra muy pesimista. Largo Caballero, de regreso de Londres, se detuvo en Valladolid y ellos se reunieron con él. La opinión de Caballero era que en caso de que se produjera el golpe militar convenía a toda costa dominar la ciudad para cortar las comunicaciones. Miguel corre hacia la Casa del Pueblo; en su interior hay numerosos socialistas armados entre los cules se cuenta el doctor Garrote. Tiene que convencerles de que salgan a la calle, de que no se queden encerrados. Primero han sonado tres cañonazos, luego, tras un silencio, tres más; le parecen de pésimo augurio; la artillería pertenece al ejército.

En una cantina establecida en los bajos de su casa se ha citado con Mejías, de quien casi nadie sabe que sea militante socialista; le ha encargado que recorra la ciudad para informarle de lo que ocurre. Por las calles, apenas se ven socialistas y en cambio ha tenido que esquivar patrullas de paisanos derechistas, y automóviles con fascistas que vestían camisa azul. En las proximidades del Ayuntamiento, militares y guardias estaban con los de Falange; ha dado un rodeo para no topar con ellos.

La cantina tiene la puerta entornada. Mejías, apoyado en el mostrador, fuma mientras lee, o finge leer, El Diario Regional.

—¿Qué hay, Mejías?

Anastasio, el dueño de la cantina, le mira de reojo y le sirve como cada día un vaso de blanco.

—Miguel, creo que es preferible que no te dejes ver por aquí… La situación se ha puesto más que fea. No quiero compromisos.

Anastasio es de ideas republicanas; cuando las elecciones no disimulaba sus simpatías por el Frente Popular. Hoy se le advierte muerto de miedo. No piensa hacerle caso.

Coge El Diario Regional que le tiende Mejías. Está fresca la tinta de imprenta. Lee apresuradamente. De cuando en cuando, Mejías le habla en voz baja; Anastasio no disimula su inquietud. «Ya no es delito gritar ¡Viva España! El Frente Popular se ha derrumbado bajo el peso de sus propias iniquidades». Los titulares vienen en letras grandes; destaca el ¡Viva España! «La sangre de Calvo Sotelo, mártir de España…».

—¡Bah, zarandajas…!

Continúa leyendo: «Las fuerzas gubernativas y del ejército, entusiásticamente compenetradas con el pueblo. ¡Viva España! ¡Arriba España! España sobre todas las cosas y sobre España, Dios».

—Escucha, Miguel; ¿recuerdas que telefonearon de Madrid comunicando que venían para acá dos diputados nuestros?

—Sí; Lozano y Maestre…

—Pues me he enterado por la novia de un cabo, que esta noche, al llegar, les detuvieron casi por casualidad frente al cuartel de caballería; venían en el taxi de un compañero de la UGT; cuando mostraron las credenciales de diputado les encerraron en seguida.

—¡Da igual! Nos las compondremos solos…

Anastasio se ha retirado al otro extremo del mostrador y friega unos vasos. Mejías aprovecha para hablar a Miguel en voz baja.

—Fuerzas de caballería y una compañía de falangistas han entrado en el Ayuntamiento y ocupado la plaza Mayor.

Miguel se encoge de hombros mientras pasea distraídamente la vista sobre el bando firmado por el general Saliquet. ¿Quién será este general? Conoce el texto del bando; está pegado en algunas esquinas.

—Han atacado y cañoneado la Casa del Pueblo. Al primer parlamentario que ha salido le han disparado, no se sabe quién y se lo han cargado. Ninguno más quería regresar con la orden de rendición, han obligado a uno a que volviera a decirles que salgan los que están dentro. Van a rendirse, si no lo han hecho aún.

—¡Es igual! Hemos de resistir…

… los bravos muchachos de Falange Española, de Acción Popular, de Renovación, tradicionalistas, voluntarios de España y una porción de hombres patriotas y de derechas, las fuerzas de Guardia Civil, Seguridad y Asalto, las tropas de la guarnición y la gente asomada a los balcones han fundido sus almas, sus anhelos…

—Miguel, es cierto, todos se han puesto en contra. A los presos de derechas les sacan de la cárcel.

—¿Llevas pistola?

—Yo no…

—Vamos para la Casa del Pueblo antes de que sea tarde; no creo que se hayan rendido. Necesito hablar con Garrote.

—No podremos ni acercamos. He visto soldados de caballería y a centenares de paisanos armados. Nos detendrán si nos descubren por allá.

—Hemos de intentarlo, Mejías; tú quédate, si quieres, o si tienes miedo…

—No tengo miedo, pero es inútil. Tendríamos que escapar o que escondemos y esperar a ver cómo acaba esto. Quizás el Gobierno mande tropas de Madrid…

Miguel paga los dos vasos. Al tabernero le complace comprobar que van a marcharse.

—De buena gana cerraría el establecimiento, pero como ha circulado la orden de huelga general no quiero que crean que cierro por ese motivo y me las cargue con todo el equipo. Y tú, Miguel, eres muy joven; no quiero meterme a dar consejos a nadie, pero…

En las proximidades de la Casa del Pueblo encuentran a unas mujeres que vienen llorando. Una de ellas trae a un niño en los brazos.

—¿Qué pasa, adónde vais así?

—¡Qué mal rato! ¡Qué horror!

—¡Nos han disparado con los cañones!

—¿Y los hombres?

—¡Pobrecillos!

—¡Ay, el mío está allá, y no he podido ni despedirme!

Mejías se dirige a la que representa estar más tranquila que es la que lleva al niño; la coge del brazo, parece atontada.

—Tú eres Consuelo, ¿no? Cuéntanos. ¿Qué pasó…?

—Un horror. ¡Qué espanto! A nosotras nos han dejado marchar. Les tienen en la calle de Enrique IV, con las manos en alto. ¡Ay, señor! No sé si querrán fusilarlos…

El niño rompe a llorar; se desabrocha la blusa, saca el pecho y le mete el pezón en la boca.

—Disparaban los cañones desde la calle de la Galera. Hubo heridos que daba pena verlos y muertos. ¡Qué miedo hemos pasado!

—Y el doctor Garrote, ¿dónde está?

—No lo sabemos…

—¡Mal rayo le parta, que mi marido está preso y no sé qué le van a hacer!

Las mujeres se alejan llorando y lamentándose. En la desembocadura de la calle aparecen soldados con las armas prestas.

—Volvamos atrás.

—Yo sigo; querría averiguar qué ha sido de Garrote. Estas mujeres estaban acobardadas; no hay que hacerlas caso.

—Fíjate que no se oyen disparos; ha de ser cierto lo que cuentan.

—¡Quédate aquí! Voy a llegarme hasta la esquina.

Miguel saca la pistola, la amartilla, vuelve a metérsela en el bolsillo.

Empuñando el arma oculta, avanza a pasos cautos hacia la desembocadura de la calle por donde cruzaban los soldados. Desde algunos balcones aplauden a la tropa.

A doña Soledad el susto la ha paralizado de tal manera que ni siquiera se ha retirado de la ventana a la cual se hallaba asomada. El tiroteo ha sido corto. Uno de los que iban en el auto ha quedado herido; sangraba por el rostro que daba pena verle. Apenas se han detenido, y cuando han comprobado que el muchacho estaba muerto en mitad de la calle, han partido a toda marcha camino del hospital a curar al herido. El muchacho ha caído con tres balazos en mitad del pecho. Una vecina que ha dicho que conoce a la madre y que vive cerca, se ha empeñado en que tenía que correr a avisarla. Nadie se ha atrevido a tocar al difunto. Va en mangas de camisa, con unos pantalones grises bastante nuevos y calza zapatos. Doña Soledad no le conoce; unos vecinos creen que trabajaba en una fábrica de harinas y que pertenecía a las Juventudes Socialistas. Deberían llevárselo antes de que venga la madre y lo vea. Ha habido demasiados muertos en Valladolid; como si los hombres se hubieran vuelto locos se han estado matando unos a otros. En la casa número dos, la explosión de un cañonazo ha destrozado los cristales de una ventana. Ella ha pasado el rato rezando. ¡Qué horror!

El muchacho, cuando desde el coche le daban el alto, ha sacado la pistola del bolsillo y se ha puesto a disparar contra los del automóvil que entonces han contestado con la pistola grande que tiraba tan aprisa. La pistola del muchacho se la han quitado cuando ya estaba muerto, y se la han quedado los del auto. El herido del coche también parecía joven; no se le veía la cara porque se la tapaba con las dos manos; y le salía mucha sangre. A saber si no morirá. Doña Soledad estaba en la ventana, curioseando, ahora que parecía que ya se habían terminado los disparos, sobre todo los cañonazos que tanto la asustaron.

Una mujer avanza sola por el centro de la calle. Los que rodean al cadáver se hacen a un lado, se retiran. Es una mujer de unos cuarenta años, lleva el pelo teñido, las faldas ceñidas y demasiado cortas. Las manos, con los dedos muy abiertos, las separa del cuerpo; su expresión es de loca con los ojos absortos y la boca entreabierta. Cuando llega cerca del cadáver da un terrible grito. Doña Soledad se queda paralizada en la ventana; le horroriza presenciar lo que va a suceder pero carece de energías para separarse y meterse en la alcoba.

Los gritos resuenan en toda la calle; la mujer se ha arrodillado junto al cadáver.

—¡Hijo! ¡Hijo! ¡Miguel, hijo mío!

Es un grito prolongado, rabioso, agónico, inhumano. Y las palabras empiezan a escapar a borbotones, desordenadas, tan pronto son quejas entre sollozos, tan pronto imprecaciones feroces, tan pronto frases entrecortadas y cariñosas.

—¡Me lo han matado! ¡Me lo han asesinado! ¡Cobardes! ¡Criminales! ¡Yo lo parí de mis carnes! Era mi hijo, Miguel, yo lo traje al mundo. ¡Me lo habéis matado! Lo llevaba en mi vientre; nació de mi marido, no de cualquier hombre. ¡Hijo, hijo, hijo…! ¡Maldita sea yo que lo parí, que lo traje al mundo! Un niño era, un niño, lo llevaba en mis brazos. ¡Me lo han matado! Él no hizo nada malo, nunca, era muy bueno, por eso lo habéis matado, como a Nuestro Señor Jesucristo. ¡Miguel, hijo, hijo mío!

Solloza abatida, arrodillada. Algunos vecinos que se le aproximan para consolarla tratan de separarla del cadáver del hijo.

—Señora… tranquilícese…

—Hay que avisar a una ambulancia para que lo retiren de aquí.

—¡Pobre mujer!

—Venga usted… entre en nuestra casa.

—No se desespere…

—¡Fuera! ¡Fuera todos! ¡Malditos seáis! ¡Mil veces malditos! ¡Dejádmelo, es mi hijo Miguel! Yo sola le alimenté, yo sola le cuidé, le hice un hombre, y ahora está muerto… ¡Muerto! ¡Asesinos! ¡Os matarán a vuestros hijos, a vuestros nietos! ¡Todos, todos, moriréis de mala muerte! ¡Miguel, hijo, hijo mío!

Apresurados, vienen dos camilleros de la Cruz Roja. Los vecinos se retiran a los portales.

—Que le hagan un entierro como se merece, que le entierren como a la gente. Yo pagaré lo que sea, tengo dinero, puedo pagar lo que me pidan. ¡Miguel, hijo mío! ¡Hijo!

Alicante

Alicante

La mañana está calurosa; en el paseo frente al puerto corre una brisa que alivia del rigor del sol. Las palmeras se mecen suavemente. Sentados en la terraza de un bar procuran que la reunión tenga el aire normal de los domingos.

Acaban de salir de misa, y aunque en Alicante existe una gran pasión política, nada ha ocurrido todavía. De boca en boca circulan rumores para satisfacer todos los gustos. Ayer por radio se dio un comunicado firmado por la Comisión provincial del Frente Popular. De Barcelona llegan noticias contradictorias; los que han escuchado la emisora catalana se muestran decepcionados. A creer lo que dicen, la Generalidad y las fuerzas populares que la apoyan están derrotando al ejército en la calle.

—Yo no los creo; he escuchado la radio de Barcelona y ellos mismos se contradicen. Por ejemplo han dicho que sólo un regimiento de caballería se ha sublevado. Demasiados gritos histéricos para quienes van ganando.

—No nos engañemos, si los militares triunfaran, se habrían apoderado de la emisora; no iban a ser tan tontos.

—Llevas razón…

Comentan las noticias de carácter local. Ayer salió para Madrid una compañía de guardias de Asalto; uno de los oficiales se negó alegando que estaba enfermo. La tía, la hermana de José Antonio Primo de Rivera, y Margot, la mujer de Miguel, que está recién casado, fueron detenidas en la madrugada de ayer en la carretera; se hallan recluidas en la habitación del hotel por orden personal del gobernador civil.

Había corrido la voz de que esta mañana se iban a sublevar las fuerzas del Regimiento de Infantería n.º 4, en los cuarteles de Benalúa y que marcharían sobre la ciudad. Tenían que unírseles la Guardia Civil y parte de los carabineros; nada absolutamente ha sucedido. Los de Asalto y patrullas de obreros vigilan las calles y son los amos de ellas.

Están esperando a Vicente, porque Vicente, a través de su cuñado que es militar y está dentro de la conspiración, podrá informarles mejor de la situación.

—Ayer por casualidad oí a Queipo de Llano. ¡Tiene chispa el tío! Habló por Radio Sevilla. Por lo que deduje la situación no está despejada. ¡Pero tiene un aplomo! Dijo que iba a fusilar a Miaja en cuanto le echara el guante.

—¿Por qué al general Miaja precisamente?

—¿No sabes que esta noche hubo un Gobierno presidido por Martínez Barrio? Miaja figuraba como ministro de la Guerra.

—Pues de todo eso ni me he enterado…

—¡Claro! Ese Gobierno fue sustituido hace unas horas por otro.

—Entonces, sepamos ¿quién es el presidente?

—Giral, el boticario que era ministro de Marina…

—¿Y Prieto y Largo Caballero?

—No sé. Lo forman republicanos; un gobierno bastante insípido, si queréis que os diga la verdad. El general Pozas en Gobernación…

—Para lo que va a durar semejante Gobierno…

—Escuchad, que no os he explicado lo más gracioso… Queipo de Llano, que por la noche se oía clarísimo, dijo que habían desembarcado moros en Cádiz, que una columna de guardias civiles que enviaba el Gobierno desde Huelva se le ha sumado, que a todas las autoridades de Sevilla les iba a aplicar la ley marcial y que las tenía trincadas. Y luego, escuchad, que tiene mucha gracia, con una voz así, fuerte que tiene, dijo: «Espero que en pocos días España ha de verse libre de tantos granujas e invertidos como se habían apoderado de las riendas del poder…».

—¡Tiene razón, el tío!

Vicente se acerca a la mesa con aire receloso. Viste una americana de hilo blanco muy bien planchada; en la mano un sombrero de paja flexible. Cuando se sienta, el camarero se aproxima.

—¿Qué le sirvo, don Vicente?

—Tráigame un café…

Espera a que el camarero se aleje, es radical-socialista furibundo; ni aun conociéndole de toda la vida se fían de él en cuestiones políticas.

—¿Qué hay?

—Cuenta ya…

—Ahora mismo he hablado con mi cuñado. Los oficiales están descontentos. Hay mar de fondo. El general García Aldave les da largas. Estaba preparado para hoy, como en Barcelona. ¿Sabéis que Goded se ha sublevado en Mallorca?

—Pero en Barcelona parece que no marcha bien…

—Cuestión de horas… A lo que iba. Me ha dicho mi cuñado que los de Valencia se están retrasando y que por eso García Aldave espera a que empiecen en la cabeza de la división. Entre tanto, él no se atreve.

—Es demasiado viejo para estos trotes…

—Cabe la sospecha de que Martínez Monje sea masón y se oponga solapadamente a cualquier intento. Mandan a Valencia un general de Madrid. Pero lo más grave es lo que ha ocurrido con unos paisanos de Crevillente y de Orihuela. Mi cuñado estaba con el capitán Meca, ya sabéis, el ayudante del general. Pues va y se le presentan el farmacéutico y el médico de Crevillente diciéndole que los tradicionalistas van a presentarse en el cuartel.

—¿Quién era, don Luis Padiar?

—No recuerdo el nombre… Sí, sería él. Eso es, Padiar. Y al cabo de un momento de Orihuela, que vienen no sé cuántos, y que el barón de la Linde, con Senén y don Luis García, llegan en un coche con una ametralladora escondida. Mucho cuidado, que no se nos escape una palabra de lo que os cuento.

—No tengas cuidado…

—¿Y qué han hecho?

—Meca tocaba el cielo con las manos; el tinglado se le venía abajo. ¡Imaginaos, si les descubren! La ciudad está vigiladísima, los policías andan como sabuesos.

—¿Y cómo se las han arreglado?

—No sé. Han tenido que volverse apresuradamente. Les habrán hecho regresar desde medio camino. Se han quedado muy preocupados.

—¿Cómo se presentan sin órdenes?

—¿No os digo que todo estaba dispuesto para hoy? Al echarse atrás los de Valencia, se olvidaron de avisar a los paisanos. Y lo peor es que mi cuñado está preocupado; le parece que también tenían que presentarse los de Callosa de Segura, falangistas dispuestos a sacar de la cárcel a Primo de Rivera.

El camarero le sirve el café.

—Estaba fría la máquina…

—¿Qué, qué se dice por ahí? —le pregunta don Vicente.

—Ya ve usted. Andan mal las cosas; acá en Alicante, nada. No pasará nada; nos conocemos todos, y somos amigos…

Los de la tertulia sonríen un poco forzados; el camarero se aleja.

—Buen tunante está hecho ése…

—A Primo de Rivera seguramente le vendrán a buscar en un avión desde Madrid; allá la Falange sí que es fuerte y está organizada.

—También el Gobierno, no nos hagamos demasiadas ilusiones.

Palma-Barcélona

Palma-Barcélona

Los cuatro hidroplanos «Savoia» han dejado a la izquierda el macizo de Garraf y la verde llanada del Llobregat. El mar permanece en calma, no se advierte movimiento en el puerto, la ciudad se extiende entre el mar y la montaña. Montjuic con su castillo y el Tibidabo son dos puntos ciertos de referencia.

Junto al general Goded, pilota el hidro el teniente de navío Martínez de Velasco. Al sobrevolar el muelle de la Aeronáutica Naval no descubren la señal convenida; una gran cruz blanca. En los demás hidros, viajan su ayudante, el comandante Lázaro, el capitán Casares, y su hijo Manuel, con los respectivos pilotos. Manuel ha insistido en que deseaba formar parte de esta arriesgada aventura. Si por una parte su compañía le da calor, por otra parte hubiera preferido hallarse solo, no arriesgarle, porque hay algo evidente y es que en Barcelona los hechos no se producen como debieran.

A la mirada interrogante de Martínez de Velasco contesta por señas; el ruido de las hélices y del motor apenas dejan oír. Observarán la ciudad desde lo alto por si algo pudieran deducir de lo que se vea. Los demás aparatos les siguen; vuelan a escasa altura.

Hermosa ciudad en este mediodía soleado, hermosa ciudad con su barrio antiguo del que emergen los campanarios góticos, con su cuadrícula geométrica, sus anchas plazas, sus avenidas y parques, sus barriadas de chimeneas, sus barrios residenciales con quintas y jardines que trepan por las faldas de los montes.

En la medida que le ha sido posible, mientras se ocupaban de resolver los asuntos de Palma, ha prestado atención a las radios barcelonesas, principalmente a Radio Associació de Catalunya, de donde estaba convenido que se daría la señal para que él se trasladase a Barcelona. La señal que esperaba no ha sido dada. A través de Radio Associació, y a despecho del nerviosismo con que se lanzaban consignas, arengas y noticias que podían ser o no del todo ciertas, ha quedado evidenciado que el Gobierno de la Generalidad continúa dominando la situación. En el acento de quienes vociferaban desde los micrófonos, se advertía un punto de entusiasmo que difícilmente puede fingirse. ¿Por qué los sublevados no se han apoderado de las emisoras? El general Burriel le ha transmitido por teléfono noticias optimistas; los regimientos están en la calle desde el amanecer; pero ha transcurrido la mañana y las emisoras continúan en poder del Gobierno. Ante la opinión pública, tan importante desde el ángulo psicológico, los militares se han rebelado y el poder legítimo, aunque amenazado, continúa representándolo la Generalidad de Cataluña y el Gobierno de la República. Nadie, ni siquiera la radio, convencerá a los partidarios decididos de ambos bandos; las palabras enardecerán a unos y descorazonarán a los otros. La masa neutra, por conformismo o por temor, se inclinará ante quien más vocifere. Barcelona es una ciudad enorme; la masa neutra sumará cientos de miles de personas. Está sucediendo lo contrario que ha sucedido en Palma. Va a resultar altamente difícil enmendar la situación a menos que las tropas tomen iniciativas más eficaces, y que les sea posible realizarlas.

Algunas avenidas y calles aparecen desiertas, en otras se ven barricadas y elementos que parecen paisanos, detrás de ellas. No puede oírse el estampido de los disparos; pero se descubren signos de lucha. En los edificios oficiales ondea la bandera catalana, señal que se resiste en ellos. La Consejería de Gobernación y la Generalidad son fáciles de identificar desde el aire. Los paisanos que se mueven de un lado a otro, pueden hacerlo gracias a que las calles en su conjunto no han sido dominadas por el ejército. Resulta difícil hacerse cargo dando unas vueltas sobre la ciudad, de cuál es la situación, pero varios son los síntomas que concuerdan para producir una impresión pesimista. El edificio de la división está frente al puerto; hay que amarar y trasladarse a Capitanía a tomar el mando. No puede dejarlos abandonados; quizá se esté a tiempo aún de enderezar la situación.

En una nueva pasada sobre la Aeronáutica Naval descubren la señal blanca. Han acudido a esperarle; han visto e identificado los hidroplanos. Se impone dar la cara a lo que venga.

Hace señas a Martínez de Velasco de que descienda. El hidro en que va su ayudante se les adelanta en el amaraje. Le parece distinguir soldados y marinería formados en el muelle. Mejor hubiese sido que su hijo Manuel se quedara en Palma con la familia. La dársena se aproxima velozmente; contrae el cuerpo. Pase lo que pase ha de ponerse al frente de las tropas que se baten en las calles; es su deber, son su gente.

Barcelona

Barcelona

De no llegarle refuerzos no podrá continuar la resistencia y está convencido de que esos refuerzos no le llegarán. La plaza de Cataluña está ahí, a un paso; no podrá alcanzarla. En la plaza de Cataluña están luchando sus compañeros; cuando se producen momentos de calma oye el tableteo de las ametralladoras, las descargas de la fusilería; ha escuchado el estampido de los cañones de acompañamiento. En caso de que los de infantería lucharan con éxito, hubiesen acudido a ayudarle; no lo hacen, y del paseo de Gracia lo que llegan son paisanos armados y también más guardias de Asalto. Quinientos metros le separan del objetivo asignado a su batería; apoderarse de la comisaría de Orden Público. Se han convertido en quinientos kilómetros.

El capitán Reinlein, pistola en mano, se protege con un copudo árbol de la calle Diputación; los pocos artilleros que le quedan en pie se baten desde los quicios, los árboles o detrás del blindaje de los cañones; poco a poco van desanimándose. Son demasiados los muertos, los heridos a los que apenas ha sido posible prestar asistencia. Los atacantes aumentan en número, en energías y en eficacia.

Los mulos han caído muertos en el combate. Guardias de Asalto enemigos los han amontonado para formar un parapeto desde el cual les hostilizan. Cinco horas llevan aquí moviéndose, o intentando moverse en un espacio demasiado reducido. Han disparado las piezas, ha llegado a luchar cuerpo a cuerpo con unos paisanos que les han atacado y que han matado al capitán Montesinos. De un pistoletazo, tras de luchar a brazo partido, ha tumbado al que capitaneaba a los facinerosos. Sobreponiéndose a su propio desfallecimiento se ha esforzado por animar a la tropa. ¡Ahora se siente cansado y desanimado!

Anteanoche le telefoneó el capitán López Varela, del l.º de Montaña, anunciándole que la guarnición de Barcelona se iba a sublevar como lo habían hecho las de Marruecos y lo harían las del resto de España.

En el cuartel, la idea se ha aceptado unánimemente, empezando por el general Legorburo jefe de la brigada de artillería y siguiendo por el coronel Llanas Quintilla, que manda su regimiento, el 7.º Ligero. Comandantes, capitanes y tenientes se mostraban de acuerdo. Y él también; la República se ha metido en un callejón sin salida, es imprescindible sacarla de ese callejón, empresa que sólo el ejército es capaz de llevar a cabo.

Pero esto se ha convertido en una carnicería; ha muerto Montesinos, ha muerto Serrés, muertos y heridos por todos lados. A muchos enemigos se han llevado por delante, porque también ellos han tirado a dar.

Antes de amanecer se han presentado en el cuartel casi doscientos paisanos que se incorporaban para salir con las baterías a la calle. Eran monárquicos; entre ellos bastantes «niños bien». Le han encargado que les arengara y lo ha hecho a su manera; sus palabras han terminado con el ¡Viva la República! reglamentario. Parece que les ha sentado mal; y ha resultado necesario que los jefes parlamentaran para aplacarles. Afirmaban ellos que no se jugaban el tipo por defender la República; él tampoco se lo juega, ni lleva a sus hombres a que se maten por defender la Monarquía, ni a los monárquicos. Total, que se han quedado en el cuartel y que los sufridos soldados han venido a que les achicharren como les están achicharrando.

Antes que lo hiciera su batería, han salido del cuartel un par de camiones con cincuenta hombres mandados por el capitán Dasi; se ignora qué ha podido ocurrirles. De estar en su destino, la plaza de Cataluña, hubieran hecho lo imposible por tomar contacto con ellos; conocen el estampido de estas piezas, y no han dado señales de vida. Si por lo menos pudiera averiguar cuál es la situación general; la radio, que se oye por los balcones abiertos, da a entender que el movimiento militar está fracasando. Y los indicios lo confirman.

Por la calle Diputación avanzan a cuerpo descubierto varios paisanos y tres guardias de Asalto, uno de ellos en camiseta, los otros dos con la guerrera desabotonada.

—¡Fuego! ¡Fuego, sobre ellos!

Dispara su pistola; cae uno herido. Los artilleros, fatigadísimos y desalentados, disparan por defender su vida. Los paisanos se detienen; se echan al suelo, se protegen, y disparan. Saltan rotas las hojas de los árboles. Desde balcones y azoteas arrecia el fuego enemigo. Les acechan por todas partes. Las piezas sin munición sirven como parapeto. Dan vivas a la República, a la FAI, a la CNT, a Cataluña libre. En cuanto se lancen decidida y coordinadamente sobre ellos, no podrán resistirles ni un minuto; y acabarán haciéndolo tarde o temprano.