Palma
Mientras sube las escaleras del palacio de la Almudaina observa la anormal animación; llegan y salen militares y paisanos con camisas azules de uniforme y armas. El sol da sobre las palmeras y las tiñe de un verde amarillento.
La antesala del general Goded está ocupada por altos jefes de la guarnición que charlan animadamente en corrillos, algunos de ellos ostentan sobre el pecho sus condecoraciones.
Le miran sin hostilidad, con curiosidad; otros ni siquiera saben que es el gobernador depuesto hace unos minutos. Comunican al general que don Antonio Espina ha llegado. En seguida se abre la puerta; el general le hace signos de que pase.
—Lamento, señor Espina, haber llegado a una situación tan dramática; esperaba que todo pudiera resolverse de otra manera. Siéntese, haga el favor.
Goded, de uniforme, con la pistola al cinto, le examina con sus ojos oscuros, inquisitivos, inteligentes. Su actitud es cordial. Antonio Espina siente una fatiga atroz, una decepción ilimitada que apenas le deja espacio para preocuparse por su situación personal, por su inmediato porvenir.
—General Goded, a pesar de todas las previsiones, usted ha secundado la acción militar…
—Las circunstancias excepcionales por las que atraviesa España lo justifican todo. Nos hallamos en una situación dificilísima y debemos actuar con decisión. Señor Espina, no tengo nada que ocultarle, dentro de un momento salgo para Barcelona para ponerme al frente de la guarnición… Una papeleta difícil… Tan difícil, que si fracaso…
El general Goded por un momento se ha quedado pensativo; en ademán rápido se lleva la mano al pecho fingiendo disparar una pistola. Espina ha perdido su capacidad de asombro. Los dos se miran y callan. ¿Qué podría decirle? A pesar de la aparente corrección, ¿no es acaso su prisionero?
—Confío en que todo salga como esperamos para bien de nuestra Patria. Y de nosotros mismos…
—Yo, mi general, no sé qué contestarle…
—Señor Espina, voy a abandonar Palma y antes desearía arreglar algunas cosas. Usted, momentáneamente, será recluido en el castillo de San Carlos… Lo siento, por otra parte estará más seguro allí. Querría, si no le parece mal, ocuparme de su familia. Mandaré un ayudante mío a comunicarles lo ocurrido y cuál es su situación hasta que podamos resolver algo; y al mismo tiempo ofrecerme a su esposa para lo que necesite.
De nuevo se miran a los ojos. Su familia está albergada en lugar seguro, pero ¿para qué ocultárselo? Su mujer, sus hijos… Vinieron ilusionados a esta isla; ¿quién sabe qué aventuras les tocará correr? Esto es sólo el primer capítulo.
De la cartera saca una tarjeta y apunta en ella la dirección y el nombre de los amigos en cuya casa se alojan.
—Tenga; le agradeceré que les tranquilice; si lo consigue…
El general Goded coge la tarjeta, la lee y la deja sobre la mesa.
—Haré que le acompañen dos oficiales. No sé cuánto tiempo tendrá que durar su arresto —el general le mira y sonríe—. Ustedes me han declarado la huelga general.
Como si fueran dos amigos que hubiesen estado tratando de algún negocio, salen juntos del despacho y cruzan entre los militares que ocupan la antesala. Junto a la escalera el general Goded le estrecha la mano.
—Que los dos tengamos suerte… si eso es posible.
En la calle le deslumbra el sol. El teniente Ramonet y otro oficial le acompañan. El público se acerca a mirarle. Suben al automóvil. Suenan algunos silbidos; el automóvil arranca. En la ciudad se oyen tiros dispersos.
Pamplona
Desde el amanecer han comenzado a presentarse en la plaza del Castillo los requetés navarros. El sol se alza sobre esta anchurosa plaza rodeada de soportales como tantas plazas españolas, a esta anchurosa plaza donde convergen los caminos del antiguo reino de Navarra. La Diputación foral preside la plaza cuyo centro ocupa un provinciano quiosco de música. Muy cerca de la plaza del Castillo sobre el suelo una placa testimonia el lugar en que hace cuatro siglos cayó herido el capitán Íñigo de Loyola.
Huele a gasolina, a aventura, a campo, a sudor. En las primeras horas de la mañana una compañía del Regimiento de América, mandada por el capitán Luque, ha dado lectura frente al hotel La Perla al bando firmado por el general Mola proclamando el estado de guerra.
Desde la tarde de ayer, por toda Navarra de sur a norte y de este a oeste, ha circulado la orden de concentración: «Cúmplase la orden del 15; mañana en Pamplona a las seis», y de boca en boca por los campos, por los bosques, a lo largo de los ríos, por villas, pueblos y caseríos, en iglesias, en círculos carlistas, en tabernas, en las casas, en los establos ha corrido la consigna pronunciada con júbilo en voz alta, sin recatarse ya: «Al amanecer en Pamplona». Desde que ha roto el alba están llegando en camiones, en coches de línea, en autos, a pie, los requetés navarros. Vienen con sus boinas rojas, con camisas caquis, con bandas, con albarcas, con alpargatas, con botas montañesas; vienen con cananas de cazador, con mantas terciadas, con morrales, con botas de vino, con vivas, con canciones. Los requetés navarros, hijos y nietos de carlistas, con revólveres, con escopetas, con pistolas, con viejos e inservibles fusiles, se presentan en la plaza del Castillo con ruido de motores, con saludos, con banderas desplegadas. Sobre el pecho lucen medallas, escapularios con el «detente bala», cruces, sagrados corazones. Han abandonado los ganados, las herramientas, la cosecha, las mujeres, los hijos. Los de Villava se han presentado con el Ayuntamiento al frente; a los de Lumbier les acompaña también el municipio en pleno, el juez y el cura.
Por carreteras, por caminos; de las sierras de Andía, de Urbasa, de Roncesvalles, de las sierras de Leyre y Arrigorrieta descienden los montañeses; de Tafalla, de Olite, de Corella, de Fitero, acuden mozos de la Ribera. «Al amanecer todos en Pamplona». Son un ejército civil, abigarrado, con banderas rojigualdas, porque ellos, tradicionalistas, no acatan la República, como no acataron, de abuelos a padres y de padres a hijos, la monarquía isabelina o alfonsina. No llevan los más, por demasiado jóvenes, cartilla militar con la indicación de «Valor, se le supone». Van llegando procedentes de Sangüesa, de Aoiz, de Mendigorría. Remontando el Camino de Santiago acuden los de Estella, y los de Puente la Reina; convergen en la plaza del Castillo con quienes en sentido inverso siguen la ruta jacobea; los de Huarte, Valcarlos, Burguete. Van presentándose los de Roncal, Ochagavía, Isaba, los de Peralta, Arguedas, Echarri-Aranaz, los de Irurzun, Santiesteban. Artajona ha concurrido con todos sus hombres.
Como para una romería, como para los sanfermines, como para las ferias, los autobuses de línea marchan hacia la capital: La Lumbierina, El Ega, La Salacenca, La Sangüesina, La Estellesa, la Baztanesa… Leñadores, aserradores, pastores, los de tierra de pan, los de tierras de vino, hortelanos, curtidores, herreros, los comerciantes de las villas, carniceros, ebanistas, contrabandistas, los buhoneros, los esquiladores, los toneleros, albañiles, labradores, los que injertan, los que cavan, los que siembran, los que podan, los que siegan, los que vendimian.
En secreto llevan años instruyéndose para la guerra y vienen dispuestos a hacer la guerra. Acuden los padres, los hijos, los hermanos, los primos, los amigos. Curas y sacristanes, abogados y médicos, estudiantes, letrados e iletrados, van presentándose en la plaza del Castillo.
Con los de la boina roja, jóvenes con camisas azules, todos hablan, discuten, forman. Del centro de Izquierda Republicana se han arrojado a la plaza retratos y papeles; los falangistas han izado en su balcón la bandera roja y negra, y en el centro carlista, en la misma plaza cuelga la bandera con los colores rojo y amarillo, no la bandera tricolor de la República.
El público corre, se arremolina, aplaude. Del centro carlista, uniformado y marcando el paso, sale el tercio de Pamplona; lo manda Jaime del Burgo, un joven de veintitrés años.
Están aquí, y si no han llegado, llegarán, porque, «Al amanecer todos en Pamplona»: los de Cirauqui, Mañeru, Valtierra, Murillo, Leiza, Ujué, San Martín de Unx, Beire: los carlistas navarros.
En sus canciones, en sus medallas, en sus banderas, en sus gritos, en sus boinas, en sus alpargatas, en sus rosarios, en sus botas de vino, en sus jaculatorias, en sus macutos, en sus mantas, en las postas de sus cartuchos, en el punto de mira de sus fusiles, traen a su Dios, a su Patria, a sus Fueros y hasta a su Rey.
Madrid
Desde la ejecutiva le ha llamado por teléfono Enrique Puente, jefe de la «motorizada», para comunicarle que Martínez Barrio ha fracasado en su intento de formar Gobierno y que se está formando uno nuevo a base de republicanos con aquiescencia y apoyo de socialistas, comunistas, de la Confederación Nacional del Trabajo y de los demás grupos, y que Prieto ha decidido que entreguen armas a las milicias socialistas, pues el Gobierno por sí mismo no dispone de medios suficientes para hacer frente a la insurrección que se corre por las guarniciones de España. Van a formarse batallones de voluntarios; conviene que las armas sean entregadas a los socialistas.
El teniente coronel jefe del Regimiento núm. 1 de Zapadores, del cantón de Carabanchel, está convencido de que armar a las milicias socialistas y a otros grupos afines es la única medida sensata que puede tomarse. Con pistolas, escopetas y armamento de fortuna, el pueblo madrileño no podrá oponerse a la sublevación que de un momento a otro va a producirse. Uno de sus capitanes, que ha estado en la división, le ha informado de que el coronel Serra, jefe del Regimiento de Infantería del cuartel de la Montaña, se ha resistido a entregar los cuarenta mil cerrojos correspondientes a los fusiles depositados en el parque de artillería. En el parque hay cinco mil fusiles más con sus cerrojos y munición suficiente, pero el ministro de la Guerra tampoco parece predispuesto a entregarlos. Habrá que decidirse a obrar por cuenta propia y asumir el riesgo, pues mientas tanto los de la UME actúan. En su propio cuartel ha observado que un grupo de oficiales mantienen una actitud equívoca. Como el cantón en su conjunto puede considerarse dudoso, y para evitar sorpresas, anoche les mandó que no se quedaran acuartelados, que no había necesidad, y que se marcharan a sus casas. No quiere conspiraciones en sus propias narices.
Los efectivos del batallón muy reducidos, lo están más aún debido a los permisos de verano; puede prescindir de unos cuantos fusiles que está dispuesto a entregar a los socialistas del Centro del Oeste. Con Enrique Puente han acordado que vengan a buscarlos en un camión. En este momento el Gobierno se halla en crisis, no hay nombrado ministro de la Guerra, y en la división el mando anda vacante. Podrían exigirle responsabilidades, pero se están produciendo sucesos de considerable alcance y probablemente van a seguirse otros muchos más graves; cuando todo se ponga en claro, su conducta aunque antirreglamentaria quedará justificada. Y si la rebelión fascista triunfa, no ha de preocuparse, bastante comprometido se hallará, entregue o no entregue los fusiles.
Acostado, ha dormitado un momento, y ahora se afeita ante el espejo de su habitación. En la puerta suenan unos golpes.
—¿Da usted su permiso?
—Adelante…
Un cabo, con cartucheras y machete se asoma a la puerta. Debe ser el de guardia; parece espantado o desconcertado.
—Unos paisanos desean verle; dicen que vienen a buscar armas. Traen un camión…
—Dígales que esperen…
El cabo vacila, le observa con ojos inquietos mientras termina de rasurarse el mentón. El cabo continúa en la puerta sin decidirse a marchar.
—¿Qué ocurre, cabo?
—Mi teniente coronel… Esos paisanos van armados; llevan pistolas al cinto.
—Es igual, no se preocupe; que esperen.
Hoy va a ser un día decisivo; cada cual viene obligado a arriesgar en su medida. Él arriesgará, ya está arriesgando.
Después de enjugarse la cara se coloca la guerrera y el correaje, se ajusta la funda con la pistola dentro, y se dirige hacia el patio.
El camión ha quedado en la parte de afuera de la reja; cinco hombres le esperan; no les conoce, supone que deben ser los que Puente le envía. Podrían adoptar una actitud más discreta y no exhibir las pistolas; resulta innecesario y tiene aires de provocación. Si les descubren los oficiales fascistas van a poner el grito en el cielo.
Con ademán enérgico les detiene antes de que le saluden puño en alto como ha advertido pretendían hacer. No le gustan demostraciones políticas en el interior del cuartel; podrían originarse incidentes.
—¿Vienen ustedes del Centro del Oeste?
—Sí, a buscar fusiles…
—¿Han traído un camión? ¿No es eso?
Dos capitanes, uno de ellos el que hoy está de cuartel, permanecen junto a él.
—Podríamos proporcionarles para armar un par de compañías…
Unos cuantos oficiales desembocan en el patio y se vienen hacia donde ellos están. El capitán Pelegrí, Álvarez Paz, Becerril y otros oficiales de complemento. Precisamente aquellos a quienes ordenó se retiraran a sus casas.
—¿Van a entregarse armas a esos tipos?
—Mi teniente coronel, nosotros nos oponemos a que salgan armas de este cuartel…
—Señores, ¿qué formas son ésas de hablarme? Yo soy quien aquí da órdenes…
—Nosotros hemos decidido durante la noche, y estamos de acuerdo en lo que debe hacerse. Lo primero; de ninguna manera entregar armas a los revolucionarios. Estamos dispuestos a salir del cuartel y tomar posiciones en los puentes sobre el Manzanares para prevenir cualquier ataque que pueda venir de Madrid.
Los paisanos se retiran en actitud expectante. Los oficiales se muestran excitados. El teniente coronel ignoraba que estuvieran en el cuartel. Cuando hubiesen llegado, la entrega estaría hecha y las actitudes airadas carecerían de eficacia. El teniente coronel don Ernesto Carratalá procura conservar la sangre fría. La situación es comprometida; conviene no perder los nervios. Desde distintos puntos del patio acuden más oficiales y unos brigadas; por su actitud comprende que le son hostiles.
—Exigimos que se requiera al teniente coronel Álvarez de Rementería para que se haga cargo del batallón…
—¿Han terminado ustedes, señores?
Despacio, dominando la impaciencia, la ira y el temor, se vuelve hacia el capitán de cuartel.
—¡Entreguen a estos hombres cuatrocientos fusiles…! ¡Lo mando yo!
—¡Canalla!
—¡Traidor!
—¡De aquí no saldrá un fusil…!
Los oficiales se enfrentan unos con otros. Ha advertido manos que se dirigen a las pistolas. Grita con energía.
—¡Los fusiles saldrán, porque lo mando yo! ¡Soy el jefe de este cuartel! ¿Lo entienden? ¡Ustedes están amotinados!
Ve el cañón de la pistola dirigido hacia él y oye las detonaciones. Se le nublan los ojos y se derrumba. Suenan aún varios disparos más. Amortiguado, oye el ruido de las botas militares pisando sobre el pavimento y más gritos y disparos. Con brusquedad, oscurece.
—Don Fernando, otro telegrama. De Palencia…
—¿Qué dice?
Coge el telegrama que le alarga su secretario; acaba de recibirse de Palencia; será el último, como los demás que han ido recibiéndose. Lo lee: «A las siete y media declarado el estado de guerra. ¡Viva la República!». No lleva firma; sabe que lo ha cursado un funcionario antes de que las comunicaciones se corten definitivamente. Han llegado redactados en parecidos términos telegramas de Huesca, de Jaca, de Ávila, de Pamplona.
Recuerda en la memoria el mapa de Castilla la Vieja y León; Valladolid y Burgos están sublevados, ahora Palencia; Salamanca, según parece no se hará esperar. Don Fernando Varela se ha quedado solo en el Ministerio de Comunicaciones del cual es subsecretario. ¿Quién será ahora ministro? Lluhí Vallescá, que lo ha sido durante unas horas, se encuentra reunido en palacio con el presidente de la República y con numerosas personalidades políticas. Según las noticias que va recibiendo parece que, en el nuevo gabinete, Comunicaciones lo ocupará Bernardo Giner de los Ríos, de lo cual se alegra porque son amigos y correligionarios. Continuará en el puesto de subsecretario.
—Don Fernando…, Ramírez acaba de llegar de palacio. ¿Sabe usted lo que se cuenta, pero auténtico? Que al dimitir don Diego, Azaña le ofreció formar Gobierno a Ruiz Funes y que éste exclamó: «Si usted me obliga, señor Presidente, me tiro por la ventana».
—Y lo de Giral, ¿es un hecho?
—Siguen reunidos. Están allá Prieto y Largo Caballero…
—Voy a llamar. Mientras ellos discuten media España se subleva y no se toma ninguna medida eficaz…
En el Ministerio de Comunicaciones, situado en el mismo edificio que Correos y Telégrafos, montan la vigilancia exterior fuerzas de la Guardia Civil. Como no les merecen confianza, pues se teme que la Guardia Civil se sume al alzamiento, se tiene el propósito de armar a los funcionarios que pertenezcan a los sindicatos de la UGT y de la CNT. De todas maneras, cualquier decisión depende de las orientaciones que dé el nuevo Gobierno.
Madrid esta mañana parece más tranquilo; quizá sea porque los madrileños han necesitado tomar unas horas de descanso después del enorme nerviosismo de la última noche.
De Antonio Boix, gobernador civil de Las Palmas, a quien él mismo avisó de la sublevación del ejército en África, no ha recibido más noticias. Otro de los que vivían confiados y que probablemente habrá ido a parar a la cárcel. Por la radio se han recibido nuevas de Barcelona; la Generalidad y los obreros hacen frente a las tropas sublevadas. Barcelona es pieza importante. ¿Podrán resistir al ejército? Las noticias lanzadas por radio, parecen demasiado optimistas. Lo decisivo será Madrid; y nadie sabe lo que ocurre en Madrid. De acuerdo con don Mateo Silva, delegado del Gobierno en la Compañía Telefónica, han cortado las comunicaciones entre los cuarteles. Que los conspiradores no hallen demasiadas facilidades. A los enlaces cada vez se les hará más peligroso circular por las calles vestidos de uniforme.
¿Qué harán tantas horas reunidos? ¿Estarán suficientemente enterados de lo que está ocurriendo en la nación? ¿O se desentenderán de los hechos, discutiendo de minucias políticas? En este momento cuanto no sea tomar medidas enérgicas contra la sublevación, puede calificarse de minucia. ¿Debe poner en conocimiento del ministro —¿pero quién es el ministro?— lo que está sucediendo en Aragón, en Castilla? ¿Lo sabrán como él?
—Necesito comunicar con el Palacio Nacional.
—En seguida le pongo, don Fernando.
—Oiga, ¿el Palacio Nacional? Aquí el subsecretario de Comunicaciones. Es importante que hable con el señor ministro de Comunicaciones.
—¿Qué señor ministro?
—Póngame con Secretaría.
—Momento…
—Diga. ¿Quién llama?
—Varela, subsecretario de Comunicaciones.
—¿Qué hay? Soy Ignacio Bolívar.
—Quería hablar con el ministro…
—En este momento no hay Ministerio ni ministros, pero dime qué quieres por si podemos hacer algo.
—Querer, nada. Estoy recibiendo telegramas más que alarmantes. Pueden estar ahí reunidos tranquilamente y la nación sin Gobierno, pero diles, si te escuchan, que esta mañana se han sublevado Huesca, Jaca, Pamplona, Ávila, Mallorca y ahora, Palencia… De Barcelona no digo nada; les supongo enterados.
—Sí, la noticia ha caído como una bomba, pero no parece que la lucha se presente desfavorable. Lo de Pamplona también se ha comentado. De los demás lugares no sé. Pasaré nota. ¿Algo más, Fernando?
—¿Te parece poco? ¿Qué tal por ahí?
—¡Vaya noche! Idas, venidas, consultas, alarmas.
Cuando suena, largo e impaciente, el timbre de la puerta, se sobresaltan. Están intranquilos y cansados; han pasado la noche reunidos en casa de Carlos Pérez Villaverde, en la calle del Almendro, los unos charlando, los otros dormitando en sillas o divanes. Doce falangistas de la 4.ª Centuria esperan órdenes para entrar en acción.
—¿Quién puede ser?
Los que tienen pistolas echan mano a la culata. Carlos, con precaución, se dirige hacia la puerta y la abre; los demás aguantan la respiración. Oyen risas en el recibidor.
—¡Es el chaval…!
Gabriel Bustos Plaza, enlace de la Centuria, de catorce años de edad, llega con instrucciones del jefe, Fermín Cogorro. A Bustos, un muchacho alegre, rubio, decidido, le acogen con simpatía. Esperan la orden de incorporarse al cuartel, es decir, de comenzar la lucha. El subjefe de la Centuria toma la palabra.
—¿Cuáles son las órdenes?
—Malas. Que os disolváis, que cada cual se retire a su casa y que allí esperéis nuevas órdenes.
—¡No hay derecho! Parece un juego.
—¡Es la segunda noche que pasamos así…!
—Acabarán cazándonos como a ratas…
También él está indignado; la noche anterior la pasaron en el paseo de Rosales, expuestos a que les detuvieran los guardias o miembros armados de las Juventudes Socialistas que patrullaban. Ayer por la tarde, de orden del subjefe nacional de Milicias, pues Aznar, que es el jefe, no se halla en Madrid, les ordenaron que se concentraran en algunas casas de afiliados o en tiendas, y ahora, nuevamente les mandan que se disuelvan, mientras las fuerzas gubernamentales y los revolucionarios se adueñan de la calle. Ésta no es manera, los falangistas han sido demasiado perseguidos y castigados en los últimos meses, muchos de ellos, casi todos los mandos, están encarcelados o se ven forzados a vivir a salto de mata, huyendo de la policía. Si no se toman pronto decisiones, irán cayendo uno tras otro. Sin embargo, hay que acatar las órdenes, sean las que fueran; Gumersindo García como jefe de Milicias que es en este momento sabrá lo que conviene hacer. Trata pues de imponerse a la decepción y a las protestas de los demás y de acallar en su interior su propia decepción y su propia protesta.
—Marchémonos; la cosa se ha aplazado nuevamente. Cada cual a su casa, y mantengámonos tranquilos. Me parece que ahora va en serio; no hay que impacientarse.
—Sí, hasta que no quedemos uno…
—¿Qué hacen los militares? Lo que veo es mucho despiste. ¿Por qué no nos metemos de una vez en los cuarteles, y se nos arma como se nos tiene prometido?
—¿Sabéis lo que os digo? Que de los puntos de la Falange el que mejor cuadra ahora es el 26. Hemos perdido la iniciativa, los militares van a la suya, y maldito el caso que hacen de nosotros.
—Camarada, son órdenes del mando. José Antonio, desde Alicante es quien ha decidido…
—Bueno, acabemos de una vez…
De uno en uno, o por parejas, para no infundir sospechas en el vecindario, se van retirando.
Pepe y Gabriel Bustos salen juntos para cambiar impresiones.
—Pues yo sí me creía que iba en serio, palabra. He presenciado cómo instalaban sacos terreros y una ametralladora en el Ministerio de Marina. Y las puertas estaban cerradas.
—Sí, están tomando muchas precauciones…
—Y ahora, ¿qué excusa les doy en casa? Tantas idas y venidas se van a hacer sospechosas a los vecinos. En una de ésas, alguien va a denunciarme; saben o sospechan que soy de Falange…
—No tardarán en circular nuevas órdenes. Lo peor es la radio; está berreando todo el santo día. A mí no me hacen caso porque soy muy joven, pero si fuera por mí, ya la habríamos asaltado para hacerla callar por lo menos. Está desmoralizándonos. No dan más que noticias falsas. Dicen que en Barcelona derrotan al Ejército… Sí… sí… a mí con ésas…
Pasan ante la catedral de San Isidro; los escasos fieles salen con expresiones inquietas. Paisanos con brazaletes rojos, algunos de ellos armados de fusil, vigilan a los devotos y les observan con hostilidad. Los que salen de la iglesia parece que tengan prisa por regresar a sus casas; no se forman los grupos de costumbre.
Calatayud
Al despertarle los golpes dados a la puerta del compartimiento, lo primero que hace es mirar el reloj. El empleado de «Wagons-Lits» se ha equivocado, es demasiado temprano. Insisten en la llamada. Algo anormal ocurre; se acuerda de la rebelión y de que el convoy ha estado detenido por avería de la locomotora, cerca de la estación de Mora de Ebro. Se pone en pie y alza las cortinas de la ventanilla. Están parados en una estación y el andén vigilado por numerosos guardias civiles. Los golpes en la puerta se hacen imperativos. Abre; asoma un señor desconocido.
—Soy el jefe de policía de Calatayud; he recibido órdenes de Zaragoza para que detenga el tren. En Madrid la situación está muy grave y no es prudente que usted continúe el viaje.
—Mi obligación es llegar a Madrid; soy subsecretario del Trabajo. Vea usted la credencial… Agradezca a su jefe de mi parte el interés que se toma, pero dígale que me es imprescindible presentarme en Madrid…
—Lo siento, señor subsecretario. No puedo permitir que el tren continúe si usted no se apea. Debo cumplir las órdenes de mis superiores. Si se niega a bajar tendré que telefonear al gobernador civil y después cumpliré las instrucciones que reciba, sean las que sean.
El tono de firmeza con que se expresa el jefe de policía no deja lugar a dudas. Es inútil resistirse; lo mejor es abandonar el tren a las buenas. De no hacerlo, bajará a las malas.
—En ese caso… Le agradeceré que me deje vestir.
Cuando el jefe de policía sale del compartimiento, cierra la puerta. Saca de la cartera los documentos que le ha entregado el presidente Companys, los dobla y los guarda en el bolsillo interior de la americana. En el otro bolsillo lleva diez billetes de a mil pesetas.
La situación comienza a complicarse aunque tampoco aparece claro en qué consiste la complicación. Guarda sus efectos en la maleta. Con rapidez se lava y se peina pero no se entretiene en afeitarse.
Cuando sale al pasillo descubre un cordón de guardias civiles a lo largo de la estación. Al extremo del pasillo, Arturo Menéndez está rodeado de paisanos que deben ser policías.
Descienden al andón. Los viajeros, asomados a las ventanillas, les miran desconcertados.
A la salida de la estación se ha reunido bastante público que comenta apasionadamente. Han reconocido a Arturo Menéndez.
Primero arranca un coche con policías. En el segundo auto suben Arturo Menéndez y él, con el jefe. Detrás, dos camiones con los guardias civiles que se han retirado de la estación.
El pitido de la locomotora anuncia que el convoy sigue viaje hacia Madrid. Los tres van en silencio. De reojo observa a Arturo Menéndez que no le mira a él. Con disimulo se palpa el bolsillo de la cartera donde guarda los documentos que le ha confiado el presidente de la Generalidad.
Pamplona
Al entrar en la catedral humedece los dedos en la pila del agua bendita y hace la señal de la cruz. Están celebrando misa en el altar mayor. En los confesonarios, filas de jóvenes carlistas de los que han llegado de los pueblos esperan turno para confesarse. Las confesiones no son largas; con las prisas que impone la movilización prestos son despachados con las correspondientes absoluciones.
Salvo que haya por casualidad alguien de Tafalla, no es fácil que le reconozcan. Esta penumbra le favorece; resulta difícil identificar a nadie aquí dentro. Se ha citado en el claustro con Ignacio Muniain, pero mejor le va a esperar aquí; es preferible que hablen dentro, a media luz, que exponerse a que les descubran cuchicheando en el claustro.
Observa a los que entran por la puerta principal para ver si descubre a Ignacio antes de que salga al claustro; entre tanto observa a los requetés. Van vestidos de muy distintas maneras, en su conjunto más que soldados le parecen cazadores. Muchos usan bandas y botas de montañero, o llevan cananas. Los hay muy jóvenes y otros viejos. Casi todos son campesinos; aunque algunos visten con cuello y corbata. Desearía observar de cerca uno de esos escapularios bordados; no se atreve, no vaya su curiosidad a hacerle sospechoso; debe ser uno de esos chismes en que pone «Detente, bala, el Corazón de Jesús está conmigo». No ha visto nunca uno de esos amuletos, ha oído hablar de cuando las guerras carlistas, y estos bárbaros van a resucitar los tiempos de Zumalacárregui y del cura de Santa Cruz con todos sus horrores. Un tradicionalista joven, un jayán achaparrado y de anchas espaldas detiene por el brazo a un muchacho espigado, con la nuez de Adán muy abultada, casi barbilampiño, que lleva la boina sujeta a la hombrera de una camisa militar. Por curiosidad escucha la conversación.
—A confesar, ¿eh?
—Sí, prefiero hacerlo en Pamplona.
—¿Por qué no confesaste de madrugada con don José?
Ambos se miran con picardía; el de las espaldas anchas le interroga con los ojos y el más alto disimula con malicia.
—No tuve tiempo…
—Tuviste tiempo.
—Prefiero confesar aquí.
—Yo sé por qué no has querido confesar con don José.
—Nada sabes tú…
—¿Que no? ¿Te crees que no te vi por las mieses con la sobrina?
—¡Calla, calla! Anda, vete por ahí.
El barbilampiño se aleja hacia otro confesonario. El achaparrado a la sordina le dice mientras se aleja.
—Os vi, sí señor. ¡Y que no está buena ni nada la moza!
De buena gana fumaría un cigarrillo, pero aunque hace más de quince años que no pone los pies en la iglesia, recuerda que no está permitido fumar dentro; en el claustro, en cambio, sí puede fumar.
Descubre la obesa figura de Ignacio. Ya no sería capaz de correr en los sanfermines. Ni él tampoco; lo hizo dos años seguidos cuando regentaba una escuela en el barrio de la Rochapea, durante los primeros tiempos de la Dictadura.
—Ignacio…
—Hola; me habías asustado.
—Mejor hablamos aquí dentro que hay tanta gente y nadie se da cuenta.
Cada vez que pasan ante algún altar, y más si creen que alguien les observa, se santiguan e inician una genuflexión.
—Tengo malas impresiones de San Sebastián. Lo mejor es que nos larguemos a Francia.
—¿Y qué hago con la mujer?
—Que siga en la taberna; a ella nada van a hacerla.
—Pero la frontera estará vigilada. Acá ni los carabineros son republicanos. Ya ves lo que ha ocurrido; los guardias civiles se cargaron ayer a su propio jefe.
—¡Déjale! Lo malo es que se nos van a cargar a nosotros si no ponemos tierra por medio. Lo sé de buena tinta; han hecho listas.
—¿Y tú crees que a la mujer no le pasará nada?
—Escucha, entre vuestros parroquianos, ¿los habrá de todos los colores?
—Sí, pero los más, socialistas… Claro que algunos carlistas vienen también a beber… Lo malo es que en cuanto sepan que me he largado se van a meter con ella, y ella que es así, alegre, o por lo menos lo parece…
—Ignacio; no te preocupes por pequeñeces; no te va a faltar, y menos en semejantes circunstancias. Peor sería que la dejes viuda.
—En eso llevas razón.
Eligen para sentarse unas sillas frente al altar mayor, en las últimas filas; hablan en voz muy baja.
—No podemos perder un minuto. El taxi está dispuesto. Con que nos lleve a Elizondo, tengo allá un compañero que contrabandea y está a bien con los carabineros.
—Y el taxista, ¿es de confianza?
—Votó las derechas y es conocido en toda Navarra. Él sabe de qué pie cojeo, lo sabe muy bien pero somos amigos. De ti diré que eres un viajante. ¿Tienes la cédula?
—Sí, acá la llevo.
—¿No me conocerá de la taberna?
—Es difícil; hay tantas en la ciudad.
—Bueno. Y una vez en Francia, ¿qué hacemos?
—¡Ah!… Habremos salvado el pellejo. Podemos esperar a ver cómo se resuelve lo de Guipúzcoa.
—Pues a mí los nacionalistas vascos no me hacen demasiada gracia.
—No podemos permitirnos el lujo de elegir.
—Y dinero, ¿qué llevamos?
—Yo llevo quinientas pesetas…
—Bueno, hecho. Voy a buscar dinero y a despedirme de la familia.
—Ignacio; no te demores. Esta madrugada ya han detenido gente. Yo te espero acá. Le estoy tomando gusto a la iglesia.
—Oye, ¿y si para despistar nos colocáramos uno de esos escapularios?
—Anda, no te guasees. Y vuelve pronto.
Al tintineo de la campanilla se arrodilla como los demás, aunque procura con disimulo apoyar el trasero en el banco. Abate la cabeza fingiendo devoción y se da fuertes golpes en el pecho.
Ayer se vino a Pamplona donde resulta más probable pasar inadvertido. Se ha quedado a dormir en un prostíbulo en donde le conocen pero no saben quién es ni cuáles puedan ser sus ideas políticas. Alguien le avisó de que en el círculo carlista de Tafalla habían dicho refiriéndose a él: «A ése hay que cargárselo el primero».
Navarra va a convertirse en un coto; esta mañana ha visto cómo los carlistas acudían a Pamplona. Se les va a armar. Dicen también que el coronel García Escámez, que estaba destituido, mandará una columna para atacar Madrid. Allá es distinto, allá está el Gobierno, y Largo Caballero y las Juventudes Unificadas; y Zabalza, un navarro de buena ley. Que vayan, que vayan para allá que aprenderán lo que es bueno. Ni con los escapularios, ni con los cristos, ni con los fusiles saldrá uno vivo. ¡A ver si se hace una limpieza de carcundas, que falta le hace a esta tierra! Por fin se han quitado la careta; por todos lados se ven banderas monárquicas.
Que Ignacio vuelva pronto y que los dos tengan suerte. Una vez en Francia pueden estar tranquilos. Si conviene pasarán por Behovia a Guipúzcoa, aunque hay que averiguar de qué lado caen en definitiva los nacionalistas vascos, que carcas también lo son un rato largo.
Las rodillas le duelen, se santigua y se sienta en el banco. De buena gana liaría un pitillo porque se le come la impaciencia.
Barcelona
De madrugada le han despertado las sirenas que vibraban sobre las azoteas de la Barceloneta. Era la señal convenida. No ha querido despedirse de su mujer; ha mirado a su hijo, que dormía en un cesto en donde le han improvisado una cuna.
Las calles eran un hormiguero de compañeros que se desfogaban en gritos y discursos. El concejal del distrito Hilario Salvado, de la Esquerra les animaba, pero los de la Confederación no le hacían demasiado caso. Primero ha corrido la voz de que los guardias de Asalto repartían armas en la comisaría. Cuando ha llegado habían terminado de distribuirlas. En el Sindicato Portuario un vecino de su calle que tenía dos, le ha entregado un «Winchester» y le ha colmado de balas los bolsillos de la chaqueta. No sabía manejarlo, pero en un momento lo ha aprendido. Resulta sencillo; le ha advertido que no se asuste al disparar, pues tiene mucho retroceso.
Un guardia de Asalto que está junto a él se ha quitado la guerrera y dispara en mangas de camisa. Desde la barricada disparan varios guardias pertenecientes al 16 Grupo de Asalto; tienen mejor puntería que ellos. Otros guardias de Asalto ayudados por unos compañeros del Vulcano han convertido la antigua plaza de toros en fortín, y desde allí han batido a los artilleros de los Docks, que venían confiados por la avenida de Icaria. Debe haber por lo menos dos o tres compañías de Asalto con ametralladoras y todo, pero de la CNT no habrá menos de medio millar, aunque muchos ni siquiera de pistolas disponen.
La barricada la han levantado los obreros portuarios. Es resistente y les cubre bien. En dos puntos la han destrozado los cañonazos, pero la han reparado en seguida. Los cañones con que les han disparado son de poco calibre. Más miedo da el ruido que efectos causan los proyectiles.
La explanada que hay frente al depósito franco del Puerto, a la entrada de la Barceloneta, estaba llena de pacas de papel que habían desembarcado de un buque, y sirviéndose de las carretillas eléctricas han construido esta formidable barricada que cierra la avenida de Icaria, y cortaría el Paseo Nacional en caso de que pretendieran, y consiguieran, seguir adelante.
El fuego se ha encalmado un tanto. En la avenida de Icaria se ven volcados los armones y caballerías muertas. Desde aquí se descubren también cadáveres que no han podido retirar; algunos son de paisanos que venían en cabeza con unos oficiales. Varios militares se han refugiado en el economato de la estación; las piezas de artillería disparan pero con dificultades porque en cuanto se mueven los artilleros desde todos sitios les acribillan. Los de Asalto y los obreros tienen tomadas esquinas y azoteas, y les hostilizan parapetados tras los vagones de la estación de mercancías y desde cualquier sitio.
Francisco Gallardo Cruz, obrero metalúrgico, es la primera vez que dispara un arma de fuego, es la primera vez que ve morir hombres, es la primera vez que mata o trata de matar; en poco más de una hora que defiende la barricada se siente seguro, como si nunca se hubiese ocupado en otro quehacer. Hoy es el día grande de los obreros, el mundo va a cambiar, terminará el hambre, la miseria, la explotación, la injusticia. Una nueva era comienza a amanecer. Lo han dicho por radio, lo ha leído en pasquines, en octavillas, en los periódicos; se lo repiten todos, todos están convencidos de que así es.
Los días pasados como estaba de baja en el seguro debido a un pequeño accidente en la mano del que acaba de curar, se ha ocupado de instalar en el patio de su casa un gallinero. Perramón, un viejo militante anarquista a quien ayer acompañó hasta el Sindicato de la Construcción, le dijo: «Estas Navidades habrá pollos para todos». La frase le impresionó, la considera un símbolo; el gallinero doméstico le parece inútil.
Ha vuelto a generalizarse el fuego. A su derecha un viejo del Clot, que trabaja en la Maquinista, dispara con una «parabellum». Los de Asalto se abstienen de hacerlo; no se distingue al enemigo. Una de las piezas de artillería abre fuego; ven el humo pero no se sabe adónde ha ido a parar el proyectil. Contra la barricada dispara una ametralladora de los militares. Hacia la parte del Instituto Náutico del Mediterráneo un grupo de obreros retira un herido. Lo colocan tras la casilla y unas mujeres lo rodean. Se acerca un automóvil y lo cargan en él.
—Malo —dice el guardia— si han de atravesar el paseo de Colón, les van a asar; tiran de Capitanía y tienen batida la plaza de Antonio López. Yo soy de la 48 Compañía; a primera hora en la plaza de Antonio López, a la sección de ametralladoras del teniente Martínez les han asado desde allí o desde el monumento a Colón, porque arriba han subido elementos del fascio. En Correos tenemos destacada a la primera compañía de Seguridad; son los que tiran con tercerola.
—Yo no distingo las armas. Si el coche atraviesa rápidamente, no le alcanzarán.
—En todo caso, a quien le toca, le toca.
Perciben un movimiento de expectación que les obliga a volver la cabeza. Miran a quienes acaban de descender de un auto negro con grandes letras CNT-FAI, que cubren casi toda la carrocería.
—Durruti, ése es Durruti.
Gritos de ¡Viva Durruti! ¡Viva la CNT!, llegan hasta la barricada.
Gallardo le mira. A pesar de su fama es la primera vez que le ve, salvo en un mitin de la Monumental al cual asistió con unos compañeros. En la mano lleva una pistola ametralladora, y otra pistola al cinto. Los que le acompañan van armados con fusiles y pistolas. A reparo de la pequeña barraca situada junto a la vía férrea que comunica con el puerto, se pone a hablar con el capitán de Asalto.
En el momento que comenzaba la batalla un avión ha bombardeado el cuartel de Artillería y les ha ametrallado volando a escasa altura. Comprobar que la aviación está de su parte, ha dado ánimos a todos los combatientes antifascistas.
De detrás de un montón de mulos muertos se alza inesperadamente un soldado y comienza a correr hacia unos mojones que hay en la acera de la derecha. Una lluvia de balas le abate.
—A ése le tenía yo vigilado; disparaba parapetado detrás de los mulos muertos. Quizás hay más —dice uno de los guardias.
Tres mulos con cajas de municiones sobre los lomos, con sus sirvientes, se dirigen a la carrera hacia las piezas. Están muy distantes, pero abren fuego para impedirles que lleguen. En las azoteas, las ametralladoras manejadas por los de Asalto se muestran más eficaces. Una explosión seguida de otras les ensordece. El mulo salta, las cajas de munición vuelan rodeadas de humo. Caen el mulo y el sirviente que le conducía del ronzal. Otro de los mulos se derrumba; detrás se protege el artillero que le despoja rápidamente de las cajas. El tercero de los mulos ha conseguido cruzar la avenida y se ha puesto a cubierto.
El oficial de Asalto con Durruti y los anarquistas se asoman a la barricada para observar lo que ha sucedido. Arrecian los disparos. Una ametralladora rebelde les bate; los proyectiles pasan demasiado altos. Los soldados se mueven. Arrastrándose han salvado las municiones del mulo herido, y otros han conseguido recoger al soldado que no parecía estar muerto. El fuego se generaliza por ambas partes. Gallardo dispara su rifle; uno de los bolsillos de su chaqueta azul de mecánico está repleta de balas. El viejo del Clot se pone a hablar mientras dispara. Durruti y su escolta tiran desde la barricada. Se abre fuego desde el depósito franco, desde los terrados. Suena nuevamente el cañón y un proyectil explota cerca de una ventana del depósito. Ha silbado sobre sus cabezas; todos se han agachado.
—Durruti vive en el Clot. Mi mujer conoce a su compañera que se llama Emiliana. Tienen una niña que a veces viene a jugar a casa, con mis nietas. Es un tío cojonudo. Estaba recién operado de hernia y se largó del hospital. Es duro como el hierro. Y listo; no se le escapa nada. Emiliana le contó a mi mujer, porque ellas son amigas, que el otro día fue a visitarle Pérez Farrás…
—¿Quién —pregunta el guardia entre disparo y disparo—, el de los Mozos de Escuadra?
—Sí, el que tuvieron condenado a muerte.
—Entre los jefes se ve que se lo tenían hablado.
Como silban las balas, Gallardo se agacha para protegerse la cabeza mientras va introduciendo balas en la recámara del rifle. Cuando la tiene repleta, mete la mano en el bolsillo para contar las balas que le quedan. Once, sólo once; le parece recordar que le han dicho que en la recámara caben veinticuatro.
El viejo retrocede de golpe. Le ve los ojos muy abiertos. La «parabellum» se le cae de la mano. En mitad del pecho tiene un orificio por el que sale la sangre a borbotones. El vello gris se empapa de sangre. No puede sujetarle; el obrero cae al suelo y se queda mirándole. La boca, medio desdentada, también queda abierta, asombrada.
Apoya el rifle en las pacas de papel y se arrodilla. El guardia se cubre mejor agachándose un poco.
Mujeres y unos paisanos de los desarmados se han acercado al muerto. Cuando busca la pistola, ha desaparecido. Un muchacho le registra los bolsillos y saca de ellos unas cuantas balas. Le mete la mano entre la faja y el pantalón y encuentra otro puñado de balas manchadas de sangre.
Durruti y los que van con él se aproximan.
—¿Quién era?
—No sé. Dijo que vive en el Clot cerca de tu casa y que conoce a tu familia.
—Mira a ver si lleva el carnet. ¡Está muerto!
Del bolsillo de atrás del pantalón sacan un carnet de la CNT y se lo entregan a Durruti. Lo abre y lo lee. Uno de los que están con él observa por encima del hombro.
—Ya sé quién es… ¡Mala suerte! Que se lo lleven. Mirad si tiene algo de valor encima; se lo entregaré a la familia.
Le alargan dos duros en plata y una peseta. Durruti se lo guarda en el bolsillo junto al carnet confederal.
—Ánimo, compañeros. Han caído muchos y muchos hemos de caer todavía, pero la victoria es nuestra. En la plaza de Cataluña y en la de la Universidad les tenemos cercados. Les hemos detenido en el Cinco de Oros y en el Paralelo. Les tenemos cortada la Rambla y dominamos en el casco antiguo. Y aquí, ya lo veis.
—¡Viva la FAI! ¡Viva Durruti!
—¡Viva la CNT!
El guardia de Asalto levanta el mosquetón y grita:
—¡Viva la República!
Durruti con los de su escolta se aleja. Le ven despedirse del capitán de Asalto, que estaba aún junto a la casilla. Monta en el automóvil y parte a toda velocidad.
Francisco Gallardo se mira la manga manchada de sangre. Recuerda a su mujer, a su hijo recién nacido.
Siente ganas de orinar y se dirige hacia uno de los gruesos plátanos situados a espaldas de la barricada. Advierte el impacto de una bala a la altura de la cabeza, y se cambia a otro árbol más propicio. Un cabo de Asalto les grita a los obreros:
—¡Economizad la munición! No estamos en una verbena.
Tres horas llevan luchando por la posesión de la plaza Cataluña y la suerte continúa indecisa. Lo que resulta cierto es que el ejército y los falangistas que le apoyan están inmovilizados y sólo pueden comunicarse, y aún en forma precaria, con las tropas de infantería y caballería que ocupan la plaza de la Universidad.
A una distancia como de quinientos metros, en dirección al Hotel Ritz, suena el estampido de los cañones, y en momentos que en la plaza se calma el tiroteo se oye el fragor de una batalla. Si son los artilleros del Séptimo Ligero que vienen de San Andrés, está claro que no progresan.
Permanecer en el centro de la plaza resulta cada vez más difícil; les disparan desde todos lados. En el edificio de la Telefónica, en sus ventanas, en su terraza, en su cúpula, numerosos guardias de Asalto mantienen una posición dominante. Tiran también desde el Banco de Vizcaya, desde la embocadura de la Rambla, desde la calle Fontanella, y desde los terrados de la parte baja de la plaza. Los guardias son muchos y los paisanos innumerables y sumamente audaces se arriesgan en continuas incursiones que no permiten distraerse un instante. La parte alta de la plaza y sus edificios los domina el ejército, y en el casino militar también han entrado unos falangistas mandados por un teniente; asimismo han ocupado la casa de la «Maison Dorée».
Del medio de la plaza dispara la batería de acompañamiento que manda ahora el teniente Acevedo. El fuego de estos pequeños cañones, que tanta confianza les dieron cuando venían en la columna, les ha decepcionado. Después de disparar contra la Telefónica y otros edificios sólo han conseguido hacerles unos desconchados. La ineficacia de los cañones ha envalentonado a los que están dentro, a los cuales ha podido amedrentar el estruendo de los primeros disparos.
Al comandante López Amor, que antes había sido herido levemente, lo han hecho prisionero unos oficiales de Asalto que han irrumpido de la calle Fontanella de manera imprevista. Él los ha visto; no ha podido disparar; arriesgaba darle al comandante. En un coche se lo han llevado en seguida. Ha muerto el capitán Mercader; y se cuentan numerosos muertos y heridos. En distintos puntos de la plaza quedan tendidos cadáveres de paisanos que ni siquiera ha sido posible retirar. Los atacantes han llevado buena paliza.
Él es sargento; no participaba del entusiasmo de los oficiales y voluntarios, pero cuando un hombre se echa a la calle, tenga razón o no la tenga, se bate como hombre. Si todo este follón acaba bien —y ahora empiezan a asaltarle dudas— con la de tíos que se han rajado, con las bajas y demás, le ascenderán a brigada. Eso si antes no le pegan un tiro, que la intención de guardias y paisanos a las claras se manifiesta.
Parapetado en la fuente ha observado que manteniéndose alerta, y a pesar de lo avanzado de la posición, no es fácil que le den. Queda un poco descubierto con respecto a quienes les tiran desde las azoteas de la calle Pelayo, pero están lejos y los árboles dificultan la visibilidad. Con tres soldados y un par de paisanos, uno de ellos excelente tirador, baten un trecho de la calle Fontanella, por donde a veces pasan enemigos desprevenidos; entonces les disparan. Han tumbado a varios; otros salen corriendo; se ve que los paisanos se renuevan, de otra manera no serían tan tontos.
Con el fusil en la mano, agachado y protegiéndose con la balaustrada y los setos, viene uno de los paisanos. Viste pantalón negro y va con la guerrera remangada. Le reconoce en seguida; esta noche le ha encontrado en Pedralbes, y se han comido en la cantina un par de huevos fritos con un chusco cada uno. Es Castillo, que hace unos años sirvió en el Regimiento de Jaén, cuando él estaba destinado allí. Como Castillo era boxeador, y a él entonces le daba por el boxeo, iban juntos a entrenarse al «Boxing Club», en la calle Riera Baja.
—¡Párate ahí y escucha! Este espacio está batido, pásalo corriendo.
Castillo le obedece. Observa hacia el edificio de la Telefónica y arranca a correr. Son unos pocos metros; los cruza indemne, y se sienta a su lado.
—Vengo aquí un rato…
—¿Dónde estabas?
—En el casino; acá hay más hule.
—Como mejor soldado te portas que cuando estabas conmigo ¿eh?
—Es que el un-dos, un-dos, y aquellas monsergas me reventaban… ¿Sabes quién ha entrado primero en el casino militar?
—¿Quién?
—Pues este cura.
Uno de los soldados, que está observando hacia la calle Fontanella, se vuelve hacia ellos.
—Mi sargento, junto a la esquina se ha detenido un camión con gente de la FAI, o lo que sean. Les veo de refilón.
—Vamos a darles un susto.
Puestos en pie abren fuego. Los paisanos desaparecen. El camión se pone en marcha, retrocede y sale de su vista.
Mientras desayunaban, Castillo le ha contado que se ha casado y tiene un hijo; pero su buen humor continúa intacto. El 6 de octubre anduvo también con ellos; se agregó a su compañía, y como no salían del cuartel porque no hizo falta, se marchó aburrido.
—¿Cómo están esos bíceps? —le pregunta el sargento.
Aprieta el brazo, dobla el antebrazo, el tejido de la guerrera se pone tenso a la altura de los bíceps.
—Toca, toca; mejor que nunca; estoy en plena forma.
De haber boxeado bien hubiese llegado a campeón, porque fuerte lo es un rato largo.
—Sí, te mantienes en forma.
—¿Sabes que han matado a otro de los oficiales de las piezas?
—Hernández Brioso; y a Gotarredona le han herido. Nos están cascando de lo lindo.
—Tampoco somos mancos. Les hemos hecho más del doble de bajas que ellos a nosotros.
—Sí, pero son cinco o diez veces más. No lo veo claro, esto…
—¡Nada, hombre! Pan comido…
Vuelven a sonar cañonazos muy próximos.
—Ya están ahí los nuestros.
—Mucho rato hace que están ahí los artilleros; pero no avanzan.
Procura deslizarse a lo largo de las fachadas. Viene del Cinco de Oros, en donde han detenido el avance de los soldados de caballería de los cuarteles de la Travesera, y les han hecho muchas bajas. También han caído, muertos y heridos, muchos compañeros y los guardias, sobre todo los de a caballo, han recibido un palo. Las tropas se han replegado al interior de un convento de la Diagonal y han ocupado algunas azoteas. Unos cuantos guardias civiles se les han incorporado; no hay quien se entienda. Como allí ha quedado tanto personal y los de Asalto son numerosos, ha decidido incorporarse a los que luchan en el casco antiguo. A la hora de comer, podrá hacerlo en casa de su hermana que vive en la calle Valldoncella. Desde ayer por la noche no ha probado más bocado que almendras y aceitunas que había en un bar.
En el Cinco de Oros peleaban unos cuantos de UGT y de los comunistas, que son cuatro gatos pero que disponen de mejores armas. Entre ellos le ha parecido ver a Lina Odena, una chica guapa vecina de un pasaje de la calle Muntaner próximo a su portería. Es portero de profesión y se ocupa de una casa cuyos vecinos son burgueses y fascistas; buenas personas por lo demás. El 6 de octubre estuvo paqueando desde la azotea; los vecinos supieron que era él —¿quién si no es capaz de hacerlo en aquella casa?— y no lo denunciaron. Puede que le tengan miedo.
La Ronda de San Antonio está desierta. En la calle Poniente han levantado una barricada. Cuando esta madrugada ha pasado por aquí viniendo del Sindicato de la Construcción en donde ha pasado la noche, estaban moviendo los adoquines; ha encontrado a algunos compañeros del barrio. Los soldados montan guardia en la plaza de la Universidad. Conviene pasar disimulando, como si fuera un simple ciudadano; correrá si le dan el alto. Palpa la pistola disimulada en el bolsillo. Respira a fondo y cruza. En la esquina de la Ronda un pelotón de soldados vigila con los fusiles al hombro; ni siquiera le miran.
Al llegar al cine Goya desde detrás de la esquina le dan el alto. Un soldado le encañona con el fusil. No le ha dado tiempo a reaccionar. Unos metros más allá, otros soldados se ponen en guardia. Por precaución levanta las manos; le han atrapado como a un idiota.
—¡Acérquese!
No se trata de un verdadero soldado; viste una guerrera desmesurada para su edad y estatura. Es casi un niño; los pantalones son de paisano. Le mira a los ojos para intimidarle, pero la mirada del muchacho es decidida y como probablemente tiene miedo resulta más peligroso. Los demás soldados con los fusiles en la mano se limitan a vigilar. Paso a paso se aproxima.
—Póngase de espaldas.
Le ha arrebatado la pistola. Si no fuera por los otros soldados, aprovecharía para escapar; pero si lo intenta le acribillarán aquí mismo.
Por debajo del gorro militar le asoma una cabellera negra y ensortijada. Están muy cerca uno del otro; con el fusil le continúa encañonando.
—La documentación.
La única documentación de que dispone es el carnet confederal y no es lo más a propósito para mostrarle. Lo saca y se lo entrega. El muchacho ha guardado la pistola en el bolsillo de la guerrera. Sin quitarle el ojo de encima echa un vistazo al carnet y frunce el ceño.
—¿Adónde va usted?
La pregunta es ingenua, ¿o será, por el contrario, malévola? No tendrá más de dieciséis años. La ropa militar parece un disfraz en este chiquillo y el fusil un juguete peligroso. Señala la barricada ¿para qué mentir si le ha atrapado con las manos en la masa?
—Ahí… Es que vivo en este barrio…
Mientras le habla le mira a los ojos; no consigue adivinar cuáles puedan ser sus intenciones. Y sabe que está jugándose la vida. Desde que ha amanecido el plomo anda barato en toda la ciudad.
—Pues siga; sin correr y con las manos en alto.
—¡Eso sí que no! Si me quieres disparar, dispara. No me dejaré matar por la espalda.
—¿Por qué le iba a matar? Me quedo con su carnet y su pistola. Usted vaya adonde quiera. ¡Andando!
Parece decir verdad. Gira lentamente sin perder de vista las manos del muchacho y el dedo que apoya en el gatillo. Empieza a caminar despacio en dirección a la barricada. Levanta levemente los hombros como si le protegieran la cabeza. Cuenta los pasos, dos, cinco, seis… doce, catorce. No le ha disparado. Siente unas ganas locas de apretar a correr, pero se contiene. Los de la barricada le observan espantados. Tampoco se atreve a volver la cabeza, respira con dificultad.
Cuando alcanza la barricada, de un salto se refugia tras los adoquines.
—¡Salvaste, amigo! Creí que se te cargaba.
Al volverse, descubre las manos del soldado y su fusil que asoman por la esquina.
—¡Qué miedo me ha hecho pasar el chaval ése! ¡Préstame una pistola! Me ha quitado la mía y el carnet…
Antes de disparar contra el muchacho desea avisarle. Que se cubra mejor. En la barricada permanecen atentos; nadie dispara. Un compañero le alarga un revólver.
—Te presto el mío, se lo quité hace dos noches a un sereno de la calle Ancha. Yo tengo una «star».
Coge el revólver y hace dos disparos al aire. El muchacho comprenderá que ha ganado la barricada y que la pequeña tregua ha cesado. De golpe, todos se ponen a tirar contra la esquina. Les contesta el fuego de un mosquetón que retumba por la calle de Poniente abajo.
Así no se hace una sublevación; esto se está convirtiendo en juego de niños o en controversia de salón. El capitán Fernando Lizcano de la Rosa, que ha colaborado en la preparación del alzamiento con el comandante López Amor, con los capitanes López Varela y López Belda, no está de acuerdo con la manera con que están actuando.
El general de la Cuarta División Orgánica, don Fernando Llano de la Encomienda, en su despacho de la Capitanía de Barcelona rodeado de su estado mayor, de su ayudante, de algunos de los oficiales que en este momento se hallan en el edificio, discute acaloradamente con ellos. Unos están sublevados, otros apoyan al general en su propósito de mantenerse fiel al Gobierno; los más parecen desconcertados. La acción militar que se desarrolla en las calles debería dirigirse desde la división. No solamente no sucede así sino que el general, a quien no se ha desposeído del mando, utiliza el teléfono para transmitir órdenes de oponerse a los movimientos del ejército, para tratar de impedirlos, dificultarlos y combatirlos. Y en las calles se está derramando no poca sangre.
Al edificio de Capitanía ha llegado el general Burriel, que por ser el más antiguo de la plaza se ha puesto al frente del movimiento hasta que se presente en Barcelona el general Goded. No parece suficientemente decidido a actuar con la energía que el momento requiere. Lo que se impone hacer, sin más dilación, es encerrar al general Llano de la Encomienda y obligar a los tibios a que tomen partido decidido. Y al que no secunde incondicionalmente la acción del ejército, detenerlo inmediatamente. Pierden horas en discusiones, en cabildeos, y entre tanto la situación de las tropas no es tan buena como se esperaba. Firmes se mantienen en la plaza de España y en las de Universidad y Cataluña; pero les hostilizan y han sufrido bajas. Los artilleros de San Andrés se abren paso a través del Ensanche; no han enlazado con los de la plaza de Cataluña ni se han apoderado de la Comisaría. A López Belda, que ha traído una compañía desde Pedralbes, le han tiroteado. Y ellos mismos, en la división, ¿no están acaso semicercados? El propio general Burriel y los que le acompañan no han conseguido llegar sin apuros. En la plaza de Antonio López, a lo largo del muelle, en Colón y por las callejas que dan a la parte trasera de Capitanía y a la iglesia de la Merced, paisanos armados, guardias de Asalto y carabineros, les hostigan. Les han hecho tres muertos y varios heridos. Como él, López Belda es partidario de la acción, pero aquí hay un general, coroneles, tenientes coroneles, comandantes; tampoco es cosa de insubordinarse.
El general Burriel, acompañado del comandante Rico, del capitán García Valenzuela y del teniente Noailles, entra en el despacho. El general Llano de la Encomienda, pálido y malhumorado, se pone en pie. Burriel se le acerca en actitud amistosa. La misma que ha intentado mantener en la conversación telefónica que ha sostenido con la división desde el cuartel de Montesa.
—Vamos a arreglar las cosas. Declare usted el estado de guerra y yo haré que las tropas se retiren a sus cuarteles.
—Yo no puedo declarar el estado de guerra sin orden del Gobierno…
—¡Todas las guarniciones de España se han levantado contra ese Gobierno! Declare usted también el estado de guerra.
—Le he dicho que me es imposible hacerlo. Además sería inútil; las fuerzas de orden público obedecen a la Generalidad. No acatarían mi decisión.
—Usted debe intentarlo.
—¡No! Y además, general Burriel, en vista de su actitud, considérese arrestado desde ahora.
Este diálogo no tiene sentido para el capitán Lizcano. ¿Para qué tantas contemplaciones? ¿Es el general de la división? Pues se le destituye sin más. ¿O discutiendo van a convencerle? Hay que cortar esta escena. Avanza hacia el jefe de la división; se nota alterado, colérico, le han agotado la paciencia.
—¡Usted, mi general! ¡Usted es quien debe ser detenido!
Los ojos del general se fijan iracundos en él. Todavía cree que están obligados a acatarle; todavía supone que puede intimidarle, pero no le intimidará, por lo menos a él.
—Usted también queda arrestado, capitán. Y además, le arranco esa condecoración de la cual es usted indigno.
Los dedos del general avanzan crispados hacia la laureada que luce en el pecho. ¡Eso no! Echa rápidamente mano a la pistola y la desenfunda. Está dispuesto a cargarse al general o a quien se atreva a tocarle la laureada.
El coronel Moxó, el coronel Cañadas, y el propio general Burriel, se interponen. Una mano suave pero enérgica se apoya sobre su brazo; enfunda la pistola. Las palabras le salen violentas, insultantes.
—Aquí, el único indigno es usted, mi general.
—¡Cálmese Lizcano! No quiero violencias —le advierte Burriel.
Oficiales y jefes, amistosamente, tratan de apaciguarle y le separan del grupo. Él se aleja mascullando.
—¡Traidor! ¡Traidor!
—Todo se resolverá…
—Es una canallada lo que me ha hecho el general…
Ya se calma, ya se está calmando; no matará al general de la división, que discutan, que continúen discutiendo hasta que se harten, y entre tanto que las tropas sigan peleando en las calles a cuerpo descubierto, a la defensiva, inmovilizadas. Él no tiene razón, es un impulsivo, un simple capitán. Pero a la laureada nadie le pone la mano encima; se la ganó en Sidi Messuad hace doce años, y si ese tío vuelve a atreverse, le vuela la cabeza. Además, les hará un favor a todos los españoles.
—Como no venga pronto Goded estamos perdidos.
Sale del despacho del general. Lo que está ocurriendo es absurdo; desde la calle les tirotean, a lo lejos se oyen ametralladoras, fusiles, cañonazos. Terminado el incidente continúan discutiendo en el despacho del general jefe de la Cuarta División.
Madrid
El secretario de Unión Republicana, vuelve a casa de don Diego Martínez Barrio. Ha conseguido dormir profundamente poco más de un par de horas; el descanso le ha infundido nuevos ánimos. Conoce la noticia de que Giral ha formado gobierno; pocos cambios salvo quedar fuera de la combinación ministerial don Diego y Sánchez Román. Éste es un gobierno de lucha, el único que permiten las circunstancias por que atraviesa la nación. Pero, don José Giral, ¿será el hombre que exigen las circunstancias?
Sube en el ascensor, llama al timbre. Le hacen esperar. Tiene convocado al comité del partido; necesitan tomar acuerdos en consonancia con los momentos que se avecinan agravados por el fracaso del intento de don Diego.
—¿Está don Diego?
—No, señor; ha salido para Valencia…
—¿Pero no ha dejado ninguna carta para mí, o una nota…?
—No, señor…
—¿Ni un recado?
—Sólo ha dicho eso, que a quien viniera a preguntar por él se le comunicara que se ha marchado a Valencia.
Algunos compañeros dormitan, o duermen sin recato apoyados en las mesas de la central telefónica que para uso de la prensa hay en la Puerta del Sol. Guzmán se aguanta a fuerza de café; la mañana va avanzando. Tras las manifestaciones que se han producido contra el Gobierno de Martínez Barrio, y al anunciarse que se había formado uno nuevo presidido por Giral, ha decrecido la animación. Los madrileños están fatigados, demasiadas horas sin dormir, mucho nerviosismo, mucha incertidumbre, y esa sensación de peligro, de que «algo» va a suceder.
Desde las cabinas, corresponsales de provincias o de las agencias extranjeras tratan de hacerse entender a voces o inquieren noticias. Éstas se suceden a tanta velocidad que las unas devoran a las otras. A nadie le extraña nada; los hechos más notables, pequeños o grandes, se alejan a velocidad increíble, no en el plazo de días sino en el de horas, en el de minutos casi. Los periodistas a pesar de que pueden retirarse a sus casas, pues mañana lunes no aparecen los diarios, tienen aún ánimo de discutir, por lo menos aquellos a los cuales les restan fuerzas. Comentan las novedades, las desmenuzan, a sabiendas que muchas de ellas resultarán ser falsas. Es la profesión por la profesión; mañana no hay periódico pero se mantienen aquí, desvelados, más allá de su deber, porque el ansia de saber les devora aunque la noticia o el comentario no vaya destinado a la letra impresa. Cuando el martes salgan nuevamente los periódicos todo habrá cambiado; en Madrid y en España entera será distinto. Qué será, nadie lo sabe; cada cual hace conjeturas de acuerdo con sus posiciones políticas, con su carácter, con la medida de su cansancio, con sus deseos o sus terrores.
Del cuartel de Pontejos, situado detrás del Ministerio de Gobernación, salen varias camionetas descubiertas con guardias de Asalto armados, llevan ostensiblemente instaladas ametralladoras en la parte delantera. El público de la Puerta del Sol les vitorea; muchos levantan el puño, los guardias también levantan el puño. Un compañero que fuma junto a la ventana abierta, lo comenta con los demás periodistas. Llegan hasta la sala voces de ¡UHP, UHP, UHP!, rítmicas, obsesionantes, confiadas, agresivas. A medida que el ruido de los motores se aleja, el UHP va disminuyendo hasta extinguirse.
¿Sabéis la que se armó de madrugada en el local de la Agrupación de Izquierda Republicana, ahí en Mayor, 4? Han abroncado al pobre Marcelino Domingo; el hombre estaba desconcertado. Algunos afiliados han roto los carnets y se los han arrojado a la cabeza. Ha tenido que salir del local protegido por los más sensatos, o por viejos amigos…
—Le está bien empleado. ¿Por qué se prestaba a la maniobra de Martínez Barrio? —dice un redactor de Mundo Obrero.
—Lo mejor, me lo ha contado un amigo que se llama Remis, que estaba allá; el bueno de don Maree no deseaba entrar en el Gobierno; le dijo a Azaña que estaba dispuesto antes que a ser ministro a servirle de ordenanza…
Horas y horas oyendo frases, comentarios, sucesos; lo que más le ha impresionado ha sido su circuito por la periferia madrileña durante la noche. El nombramiento de don José Giral como jefe del nuevo Gobierno ha causado júbilo, no tanto por la personalidad del nuevo presidente, figura más bien gris, del que se sabe que es hombre de ciencia, serio y muy adicto a Azaña, sino porque venía a cerrar el paso a Martínez Barrio y a su posición pactista.
De una de las cabinas sale un periodista de El Sol que se dirige en voz alta a todos.
—Están luchando encarnizadamente en las calles de Barcelona. El pueblo en armas apoya a la Generalidad. La aviación ha permanecido leal al Gobierno y bombardea y ametralla a los rebeldes.
—La CNT se ha lanzado a la calle; no se repetirá lo del 6 de octubre.
—¿No? Ya lo verás, en dos horas los militares serán dueños de la población. Los anarquistas son indisciplinados, individualistas, caóticos… —comenta el redactor de Mundo Obrero.
—Las noticias que me han dado es que están oponiendo una resistencia muy dura…
—Lo mismo dicen de Sevilla… Y Queipo sigue graznando por la radio.
—Pero en Barcelona ocurre al contrario; quien habla por radio es la Generalidad, que no ha cesado de lanzar órdenes, consignas…
—Os aseguro que la suerte de la República se decide en las calles de Barcelona. Tenedlo por cierto…
—¡Hombre! Yo supongo que se decidirá en Madrid, vaya, me lo parece…
—¡Calla! Que esto no es el fútbol, no seas hincha…
—Tiene razón, si en Barcelona se derrota a los militares, ¿tú crees que van a sublevarse en Madrid?
—¿Qué noticias hay de Zaragoza? Si se les casca en Barcelona y en Zaragoza, donde también la CNT tiene preponderancia…
—No os fiéis de los anarquistas; mucho ruido y pocas nueces —insiste el redactor de Mundo Obrero, órgano del Partido Comunista.
Sudando, con la americana al brazo y el cuello abierto, llega un compañero.
—En la calle de Torrijos se ha armado una ensalada de tiros. Ha habido varios muertos.
—¿Qué fue?
—Nada, se ve que un camión de las Juventudes ha topado con un grupo de la Falange. ¡Imagínate! Cuando los guardias han comparecido, lo que hacía falta era la Cruz Roja…
—¿Y los mineros? ¿No venían de Asturias unos trenes?
—Eso se dijo; pero como les hayan pescado en Valladolid…
—Hay noticias de que han pasado Valladolid y están llegando.
—Buen refuerzo, los asturianos; aunque por el momento no creo que les necesitemos… Los madrileños…
—¡Ya estás otra vez con tu cuento! Los de Madrid no son ni más ni menos que los catalanes o los asturianos…
—¡Anda ya! De Madrid al cielo…
Antes de retirarse a descansar, desea cruzar a Gobernación por si consigue alguna noticia. Y tomará otro café, porque se derrumba. Está cansado de discutir, de oír discutir a los compañeros.
Desde lejos advierte a un hombre alto, fuerte, de mandíbula voluntariosa, que con aire resuelto sale del Ministerio de Gobernación y se detiene un instante como si el sol le molestara. Tiene unos treinta años de edad; es David Antona, secretario del Comité Nacional de la CNT. Acaba de salir de la cárcel en donde ha permanecido unas semanas a causa de los conflictos relacionados con la huelga de la construcción. Le conoce, le considera uno de los hombres clave del momento; la CNT cuenta en Madrid con numerosos afiliados, y resulta para él más asequible, y aún más dada la casualidad del encuentro, que los hombres de Gobierno o que los socialistas que, como Largo Caballero, permanecen atrincherados entre sus partidarios, o los comunistas, como Díaz o La Pasionaria, más herméticos y difíciles.
Se aproxima a David Antona; si sale de Gobernación alguna noticia podrá darle, alguna noticia reciente.
—Sí, el general Pozas se ha «dignado» recibirme. Ahora mismo he estado hablando con él.
—¿Qué ha ocurrido?
—Que le he anunciado que si no ponía en libertad a los compañeros presos, asaltábamos la Modelo. No podemos gastar tiempo ni andar con bromas. Necesitamos en la calle a Teodoro Mora, a Cipriano Mera a Buitrago, a los demás compañeros…
Otros militantes se acercan; sin duda le esperaban en las inmediaciones de la puerta. Como también se aproximan algunos curiosos, echan a andar, en dirección a la calle Mayor.
—¿Y cómo ves la cosa?
—Muy sencilla. Tanto los militares como el Gobierno lo hacen lo peor que saben. Si los fascistas se sublevan hace un mes, por sorpresa, nos cogen desprevenidos y nos machacan. Incluso anteayer cuando empezaron en África. Pero al ir escalonando las guarniciones, han dado ocasión al Gobierno para prevenirse. ¿Lo ha hecho? Pues no; el Gobierno ha sido más torpe aún que sus enemigos. Pudo anticiparse deteniendo a los jefes cuyos nombres son conocidos, y desarticularlo todo. Pudo armar resueltamente al pueblo y asaltar los cuarteles. Están perdiendo miserablemente el tiempo. Casares y Martínez Barrio pasarán a la posteridad como los enterradores de la República.
—Entonces ¿tú lo ves perdido?
—De ninguna manera. Además de las derechas y del gobierno republicano-burgués, queda alguien con quien nadie ha contado aún seriamente: el proletariado revolucionario. Los fascistas lo usaban como coco para justificar su propósito de sublevarse; Casares, como fantasma para meter miedo a la burguesía. Unos y otros sabrán lo que es. El pueblo ya está combatiendo en Barcelona y en otras ciudades, y combatirá en Madrid, pero si lucha no será para defender ideales ajenos sino los suyos propios, los de los trabajadores revolucionarios. Eso, apúntalo, que no se le olvide a nadie.
Continúan bordeando la Puerta del Sol, formando grupo. Antona a veces se detiene y acciona para subrayar sus palabras.
Junto a un quiosco de periódicos un obrero en mangas de camisa, se dirige en voz alta a un auditorio de medio centenar de personas que le interrumpe y vitorea.
El general don Joaquín Fanjul y Goñi, refugiado provisionalmente en casa de sus cuñados los señores de Rodríguez Hernani en la calle Mayor 86, está desconcertado. Tiene el encargo de apoderarse del mando de la Primera División pero nadie le ha dado órdenes concretas y permanece casi incomunicado con los miembros de la Junta Militar, o, lo que es peor, mal comunicado. Son las once de la mañana y el calor aprieta. A la inquietud de los últimos días y de la última noche ha sucedido una relativa calma, que en el aislamiento en que se halla le parece aún más amenazadora. Considerando el ambiente de la calle, de la cual le llegan noticias continuamente, el tono de las emisiones de radio que escucha impaciente y de los periódicos, el Gobierno secundado por los partidos políticos que han armado a sus afiliados, domina Madrid. Los informes son confusos, más rumores que noticias. Hace un par de días en casa del general Villegas, presidente de la Junta Militar, que tiene asignada la misión de hacerse cargo del Ministerio de la Guerra, se encontró con Saliquet que salía hacia Valladolid para sublevar aquella división. Parece que ya lo ha hecho; lo mismo Mola en Pamplona y Cabanellas en Zaragoza. Los periódicos reconocen que Queipo de Llano se ha apoderado de Sevilla, a pesar de que alardean de que será pronto sofocada la rebelión. La situación de la Escuadra es incierta pues las noticias que circulan son contradictorias. Las tropas luchan en las calles de Barcelona. Valencia, para donde salía González Carrasco, a quien también encontró en casa de Villegas, no tardará en sumarse al alzamiento. Pero Madrid… ¿qué pasa en Madrid? ¿A qué es debida esta espera? ¿Por qué la guarnición y los paisanos permanecen inactivos mientras el Gobierno moviliza fuerzas, detiene a los patriotas tanto civiles como militares, y les aísla? Aprovechando las fiestas de San Fermín, Fanjul estuvo en Pamplona y habló con Mola. El general Mola es reservado; de la entrevista sacó la impresión de que no confiaba en el éxito que pudiera alcanzarse en la capital. Pero con una guarnición importante, cuarteles de fácil defensa, contando con la colaboración de los falangistas, numerosos y entrenados en la lucha callejera, de los tradicionalistas, de los jóvenes monárquicos y de la CEDA, aseguradas importantes complicidades en la Guardia Civil y en la de Asalto, ¿a qué esperan? Bueno es que vengan columnas de Navarra, de Castilla, de Aragón, de Levante y de Andalucía, pero ¿no sería preferible que 1 golpe se diera en la misma capital, aunque no fuese decisivo? La presencia de una de esas columnas o la noticia de que se aproximaba serían suficientes para resolver la situación, decidir a los vacilantes y provocar la huida de los enemigos. No se comprende esta inactividad, el desconcierto, el ir y venir de enlaces —¿enlaces de quién?— mientras el gobierno domina los ministerios, las comunicaciones, la ciudad y los suburbios, y se apresta a dar la batalla. De los cuarteles le llegan, filtrados, informes contradictorios; ni él ni nadie saben qué es lo que está sucediendo.
El general Fanjul, vestido de paisano, se acaricia las blancas barbas y pasea inquieto, enjaulado, en una ciudad hostil, una enorme ciudad, la capital de España, clave natural del éxito del alzamiento, de esta vasta conspiración militar de la cual él mismo es una de las piezas importantes.
¿Cuál es la actitud de Miaja? Por un momento pareció que se podría contar, si no con su colaboración activa, con su actitud pasiva, pero ayer le nombraron ministro de la Guerra. ¿Qué significado puede atribuirse a la crisis política de ayer? Un nuevo Gobierno de republicanos se proclama abiertamente beligerante mientras la calle está dominada por socialistas, anarquistas, comunistas. Él debe hacerse cargo de la división, situada enfrente de la casa en que se ha instalado, pero ¿con quién cuenta dentro de ella? El coronel Peñamaría, jefe de estado mayor, ¿domina el edificio y tiene en su mano los resortes del Mando? Le han dicho que se ha instalado Riquelme, enviado por el Gobierno, pero tampoco sabe si la noticia es cierta. Si el coronel Serra, en el cuartel de la Montaña, está prácticamente sublevado como así parece, y teniendo en cuenta las excelentes condiciones del edificio y las órdenes circuladas entre los paisanos de que se concentren allí, dado también que allí se guarda armamento más que suficiente ¿no será preferible y más seguro instalar el puesto de mando en la Montaña? Hay que resolverse a actuar; en las filas gubernamentales también debe cundir el desconcierto y la indecisión; hay que lanzarse a la acción antes de que ellos se organicen y hagan inventario de sus propias fuerzas, aunque no les será posible hacerlo con exactitud pues desconocen los hilos de la conspiración a despacho de confidencias y barruntos. Al general don Joaquín Fanjul le conocen; por ese motivo ha de permanecer aquí oculto, cruzado de brazos.
¿No sería preferible que aprovechando el desorden, escapara de Madrid y se dirigiera a Burgos? En Burgos la situación se presenta clara. Dedicado a la política activa, Fanjul es ante todo militar. Debe hallarse en lugar donde pueda ejercitarse la acción, y Burgos parece apropiado. Mas ¿cómo llegar a la capital de Castilla la Vieja?
Llaman a la puerta; pueden descubrirle en cualquier momento. La policía se muestra particularmente activa y diabólicamente eficaz. Luciana, su cuñada, abre con precaución.
—Un señor pregunta por ti…
—¿Le has dicho que estoy?
—No, le he dicho que esperara. Viene de parte del general Villegas…
—¡Ah, entonces salgo!
Conoce al emisario, es sobrino de Villegas, el teniente Calvo, de carros de combate que actúa de enlace.
—Mi general, el asunto esta en marcha; debe usted presentarse en la división y tomar el mando…
—Un momento, teniente; he tenido tiempo de reflexionar. Tomar el mando de la división no me parece difícil si contamos con elementos suficientes, pero ¿de qué fuerzas disponemos para su defensa? El edificio no reúne condiciones, y hay que suponer que seremos atacados. Usted viene de la calle, ¿qué piensa?
—Pues… que sí, que seguramente atacarán…
—Entonces ¿no resultará más prudente establecer el puesto de mando en el propio cuartel de la Montaña, un edificio dominante, sólido, con tropas y armamento en su interior…? ¿No es la Montaña dónde tiene orden el paisanaje de concentrarse?
—Mi general… yo… Mi tío me ha encargado…
—Regrese adonde esté su tío y comuníquele mi opinión; que si no ve inconveniente para ello, es en la Montaña donde prefiero establecer el mando de la Primera División.
—A sus órdenes, mi general. Volveré rápidamente con la respuesta.
Valencia
En los alrededores de la plaza de Tetuán donde se halla el edificio de la División de la 3.ª Región Militar se han congregado hasta medio centenar de jefes y oficiales de las distintas armas, que esperan la llegada del general González Carrasco y del comandante Bartolome Barba para irrumpir con ellos en la división y forzar al general Martínez Monje a que proclame el estado de guerra o a destituirle si se niega a hacerlo.
Entre los militares predominan los de caballería; también se han añadido los dos oficiales de aviación que han venido de Cartagena a buscar ejemplares del bando para llevárselos, y representantes del Cuerpo de la Benemérita. El momento es el más oportuno; junto al jefe de la división se encuentra el general don Mariano Gamir Uríbarry, favorable ocasión para trincarlo y matar dos pájaros de un tiro.
Se han tomado precauciones, y uno de los elementos con que cuentan es la sorpresa. Ni el general ni el jefe de estado mayor ni los enemigos o tibios, que no faltan en la división, les esperan y en cambio sí les esperan los conjurados. Desde el local de la Derecha Regional Valenciana, que ocupa un palacio situado frente a la división, un número considerable de paisanos pertenecientes a este partido, reforzados por algunos falangistas y requetés, están dispuestos a despejar la plaza a tiros si las circunstancias lo requieren. El local fue asaltado días atrás como represalia a que elementos de Falange se apoderaron por unos instantes de los micrófonos de Radio Valencia, pero afortunadamente el centro fue autorizado a abrirse de nuevo. Es un excelente lugar, emplazado donde precisamente en este momento les hacía falta. Un verdadero milagro.
Joaquín Maldonado va en busca del general y del comandante Barba que se encuentran escondidos en el piso del dependiente de un comerciante de frutas, miembros ambos de la Derecha y personas de absoluta confianza. Hace unos instantes y aunque la hora, once de la mañana, estaba acordada de antemano pues ayer la señaló el propio general, le han telefoneado el siguiente mensaje: «Está lista la expedición de fruta». Espera pues encontrarle dispuesto. En la Gran Vía de Germanías han quedado en el automóvil tres amigos que con su hermano y él darán escolta a González Carrasco.
Probablemente llegarán sin novedad pero desde ayer las calles valencianas por las cuales patrullan guardias de Asalto y obreros no presentan aspecto tranquilizador.
En el número 2 de la calle de Cádiz es donde vive Juan Borrero, el empleado del exportador de frutas. Por una escalera angosta sube hasta el último piso. La emoción y lo empinado de la escalera le cortan la respiración. Con el general y el comandante se encuentra también Victoriano Ruiz, patrono de Borrero. González Carrasco aparece vestido de uniforme y con el fajín rojo ciñéndole la cintura.
—Mi general, abajo está esperándole el coche…
—Pero ¿dónde está el comandante Arredondo? Había quedado en venir con usted.
—Le espera con los demás, en la plaza de Tetuán. Están todos dispuestos.
—¡De ninguna manera! Esto no puede ser. Antes de hacer nada necesito hablar con él; tiene que comunicarme informes del mayor interés.
El comandante Arredondo no tiene que darle informes; nada nuevo ha sucedido. Está todo dispuesto y es el general quien tiene que ponerse al frente para dar el golpe en Capitanía. Los de la Derecha, a pesar del telegrama de Lucia, su jefe, adhiriéndose al Gobierno, están en su local y dispuestos. Según los mensajes recibidos en clave la guarnición de Barcelona se habrá sublevado a las cinco de la mañana y la de Pamplona a las siete. Joaquín Maldonado está metido en la conspiración y en los últimos días las gestiones que viene realizando le han puesto al corriente de los diversos hilos que la mueven. Es él quien en un saco ha recogido los ejemplares impresos del bando, y ha efectuado numerosas misiones de enlace. La resistencia del general González Carrasco, esta resistencia que opone a colocarse al frente de quienes confían en él y le esperan, cuando tan dificultoso ha sido anudar tantos hilos, le irrita y desconcierta.
—Insisto, general Carrasco, en la plaza de Tetuán está Arredondo, y los demás le esperan a usted; su posición allá es comprometida.
—Me niego a ir antes de hablar con Arredondo. Y, además, como se está haciendo tarde, lo mejor será que se aplacen los preparativos hasta nueva orden.
¡No es posible! ¿Por qué razones se vuelve atrás este hombre? ¿Qué puede inducirle a provocar este retraso? El movimiento en Valencia fracasará, en algunos regimientos los jefes permanecen indecisos, la Guardia Civil se niega a tomar la iniciativa, el enemigo está preparado y cuenta en la propia guarnición con elementos tan decididos como el comandante Pérez Salas, el capitán Uríbarry de la Guardia Civil, el capitán Atiliano Sierra. Observa al comandante Barba que parece irritado.
—Pero, mi comandante, diga usted algo…
—¡Aquí nadie tiene nada que decir! Soy el jefe y no admito discusiones. Vaya usted a Capitanía y dé cuenta a Cañada y a los demás jefes de que se aplaza. Y Arredondo que venga inmediatamente a verme.
Víctor Ruiz, que le acompaña hasta la puerta, le habla en voz baja.
—Esperaba escuchar por radio la voz triunfante de Goded, desde Barcelona. No sólo no ha hablado, sino que los de la Generalidad anuncian a voz en grito que están descalabrando a los militares; le ha causado una profunda impresión. Por si fuera poco, él creía que serían los jefes de cuerpo quienes le acompañarían…
Maldonado desciende lentamente la escalera. Le domina una decepción inesperada, y le produce un amargo disgusto tener que avisar que el golpe se ha aplazado, que el riesgo asumido ha sido inútil. Desearía que esta oscura escalera no se acabara nunca.
Después de que el sacerdote ha terminado las tres avemarías, ha añadido padrenuestro, avemaría y gloria para que Dios les conserve en paz y tranquilidad tanto sus personas como el honesto disfrute de su hacienda a ellas y a los suyos. Doña Vicenta está asustada por el giro que toman los acontecimientos, por el ambiente revolucionario que ha observado en la ciudad y por las noticias que llegan a su hogar. Esta mañana su hijo ha salido de casa con mucho misterio y se ha negado a revelar adonde iba. Por las calles se pasean armados obreros y gentes de mala vida y los guardias en vez de llevarles a la cárcel se muestran de acuerdo con ellos; en cambio se dedican a perseguir y atemorizar a personas católicas, de familias conocidas y que poseen bienes de fortuna. España vive en el desbarajuste y la anarquía adonde la han arrastrado los malos gobernantes, los sin Dios y sin Patria, vendidos a Rusia, los que no teniendo donde caerse muertos pretenden empobrecer a los demás, en una palabra, los demagogos, como acertadamente dice su marido. Los campesinos, los obreros, los menestrales han perdido el respeto a los que son más que ellos, se insolentan, exigen en lugar de conformarse con lo que les dan, pretenden vestir, comer y vivir como los ricos y enmendar la obra de Dios que ha hecho ricos y pobres para que se amen los unos a los otros. La envidia, la lujuria, porque todos los republicanos, socialistas y comunistas son personas sin principios, de vida desarreglada, la calumnia, la pereza, porque se trata de obreros que en vez de trabajar hacen huelga y van a los mítines, el orgullo, el desagradecimiento, los pecados capitales en general les dominan y Dios permite tanto oprobio para probar a los buenos y que entren con mérito en el reino de los cielos.
Cuando se pone en pie las rodillas le duelen; ofrece el sufrimiento al Sagrado Corazón de Jesús y a las benditas ánimas del purgatorio. Antes de salir echa cinco céntimos en el cepillo de santa Teresita del Niño Jesús, santa que le inspira particular devoción.
La luz de la calle la obliga a entornar los párpados. Ha metido los dedos con demasiada fuerza en la pililla de agua bendita y se los enjuga disimuladamente con el pañuelo. Hoy han asistido menos fieles al santo sacrificio de la misa, tienen miedo, rumorean que el populacho amenaza con quemar las iglesias y se asustan. Aunque las quemaran, los buenos católicos tienen la obligación de oír misa los domingos y fiestas de guardar y dejarse quemar dentro si hace falta, dejarse quemar para dar testimonio de la fe como hizo santa Juana de Arco, aunque fuera francesa; y si destruyen los templos los cristianos rezarán en las catacumbas.
—Doña Vicenta, ¿va usted para casa?
A ella no le acaba de caer en gracia Margarita, pero no se atrevería a hacerle mal papel; su marido es procurador y se ha encargado con buen tino de algunos negocios familiares. Margarita no es valenciana, ni nada se sabe de su familia que se murmura que no es más que de medio pelo, de Burgos, de Valladolid o de por allá. Su marido, listo y competente como profesional, es un buenazo, y muchos sospechan que le engatusó y que la historia de Margarita allá en su tierra no es lo limpia que fuera de desear aunque desde que se casó y vive en Valencia nada malo se ha averiguado de su conducta. Viste bien y es guapa, hay que reconocerlo, pero una belleza seca, no como la de las valencianas que, como todo el mundo sabe, son las mujeres más guapas de España y aun del extranjero.
—Le acompaño a usted…
—Margarita, ¿qué te ha parecido el sermón?
—Muy bien, desde luego; sólo que Juan dice siempre que sería preferible que los curas no se metieran tanto en política…
—Según lo que tu marido entienda por política. La Iglesia tiene el deber de defender a los católicos, al culto, predicar el respeto que se debe a la persona y a los bienes del prójimo. La obligación del sacerdote es denunciar a los ladrones aunque se llamen a sí mismo diputados, ministros o lo que quieran llamarse…
—Tiene usted razón, doña Vicenta, lo que ocurre es que a Juan le parece que resulta peligroso para el propio clero y en estos tiempos todavía más. Las cosas andan revueltas. ¿Se ha enterado usted del telegrama de don Luis Lucia que ayer leían por la radio?
—Yo no escucho las paparruchas que tienen la desfachatez de decir por la radio; liviandades o sandeces; pero anoche en casa mi marido y mi hijo discutieron sobre ese asunto. ¿Tú oíste qué decía el telegrama?
—Lo oí por casualidad; lo repitieron varias veces. Después estando Juan en casa lo volvimos a oír…
—Bueno, ¿y qué decía exactamente?
—Pues que él, como exministro, como presidente de la Derecha Regional Valenciana y como español… por encima de la política y demás… que se ponía al lado del Gobierno y de la República…
—¡Lo que nos faltaba por oír!
—Juan opina que a lo mejor no es verdad, que es una treta de don Luis que es político hábil…
—Lo mismo dice mi marido, o que se lo han inventado los del Gobierno para desconcertar a los crédulos y desunir a la gente de orden. Mi hijo nos ha dicho que va a encontrarse con Costa Serrano y que nos contará la verdad…
—Al fin todo se sabe.
Pasan por delante de un bar a cuya puerta están sentados unos obreros. Uno de ellos en voz alta y descarada exclama:
—Si todas las beatas fuesen como ésta, me apunto a la misa y hasta a las cuarenta horas.
Margarita finge no haber oído pero doña Vicenta la mira de reojo con severidad, como si tuviese la culpa.
—¡Gentuza! ¡Ya les darán su merecido! Y eso que tú no puedes quejarte, salvo la grosería. Aunque si te cogieran, ya te puedes imaginar lo que harían contigo estos bárbaros. Les han deformado el cerebro, el poco que tienen, estoy segura que a mí me ven como a esas horripilantes caricaturas que pintan en La Traca, y ¡vaya!, me parece que soy una persona normal.
—¡Ay, doña Vicenta, yo no leo ese papelucho, ni quiero mirarlo, publican hasta obscenidades…!
—Su odio hacia Dios, hacia sus mandamientos y hacia las personas que tienen algo que perder les lleva a considerarnos como a brujas. Una nación sin cultura y sin principios va derechita a la ruina. Yo te digo Margarita, y la experiencia sirve para algo, que el mundo camina hacia una hecatombe y que no me extrañaría que se acercara el Anticristo. Si es cierto que ese telegrama lo ha puesto Luis Lucia, no tiene nombre. Mi marido está indignado. Yo le conocí a Luis cuando joven, entonces era lo que se dice un adalid de los buenos y andaba a tiros con los de Blasco Ibáñez, Soriano y toda la chusma que ha deshonrado a la región valenciana.
Paseando han llegado a la plaza de Tetuán. Observan que en grupos, o desparramados hay numerosos militares.
—Algo preparan. ¿No te parece Margarita que la actitud de estos valientes muchachos es sospechosa? ¡Ojalá!, ojalá se decidan según los rumores que corren.
Margarita se vuelve a mirarlos. Van, vienen, vacilan, simulan que pasean, que se encuentran.
—No les mires así, hija, que van a pensar mal de ti… Volvamos atrás, prefiero dar un rodeo a que nos coja en medio alguna algarada. Ahora que hemos oído misa, será mejor que nos metamos en casa; lo que me inquieta es que mi hijo ha avisado de que no vendrá hoy a comer, le he preguntado adónde irá y no ha querido contestarme. ¿No sé para qué los hijos se han de meter en estos líos que sólo pueden traer disgustos a las pobres madres?